Arguelles Lectura A
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La lectura. Elogio del libro y alabanza del placer de leer
Juan Domingo Argüelles.
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La lectura nos acerca no únicamente a los libros, sino sobre todo al ser de las
cosas y de las personas, a la realidad y a la fantasía, al gravitar del mundo. Si
leer libros sólo tuviera el único fin de leer libros sería grato tal vez, pero un
tanto estéril. Por ello los que miden el beneficio de la lectura por el número de
libros leídos cometen un gran error: creer que lo que vale es la cantidad y no la
profundidad, la velocidad y no la sustancia. «Mucho y más veloz» no es
necesariamente un binomio que resulte benéfico, a diferencia de la combinación
entre lo selecto y lo moroso. En estos tiempos en los que incluso los afectos son
triviales, compulsivos e instantáneos (como en Facebook), vale la pena hacer
un homenaje a la lentitud. La lectura es, en gran medida, este homenaje, pues la
formación intelectual y espiritual que permite el libro está muy lejos de la prisa
y de las grandes cantidades. ¿Cuántos libros habrá leído en toda su vida el gran
Montaigne? No creo que hayan sido más de quinientos (es decir, menos de diez
libros por año, a lo largo de medio siglo), y esto es exagerando bastante; sin
embargo, el pensamiento de Montaigne cala hondo y su educación literaria y
filosófica es profunda y lentamente placentera. A Montaigne, en ningún
momento le importa la celeridad, mucho menos la cantidad. Sabe que una
persona puede adquirir una sensibilidad estupenda y desarrollar una aguda
inteligencia con unos cuantos libros bien leídos y gozados, si tiene la costumbre
de pensar. Que no nos hagan creer que «más es mejor» y que «más rápido es lo
óptimo». Pasar corriendo sobre las cosas, sobre la gente, sobre el mundo, no es
la mejor manera de comprenderlos. Detenernos un poco para entender y para
gozar es, sin duda, más benéfico. Pensemos un poco en que cuando los libros
no eran tantos, como en la época de Montaigne o de Platón o de Aristóteles,
había espléndidos pensadores que no se atormentaban ni se angustiaban por
todo lo que no habían leído ni por todo lo que dejarían de leer al momento de
su muerte, como hoy nos suele pasar a nosotros cuando estamos ante una
atiborrada mesa de novedades de una gran librería. Hay cosas, y hay libros y
hay personas, en los que ni siquiera vale la pena detenernos, y hay otras y otros
en los que es preciso nuestra paciencia y nuestra amorosa dilación.
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La lectura siempre está para el que la necesita. Es falso del todo que la gente,
en general, no tenga nada que leer. Hay tantos libros desperdigados por el
mundo que aun en el quinto infierno podemos tropezarnos con uno que sea
bueno. El problema no es que no haya que leer, sino que faltan las personas y
los mecanismos cordiales para compartir la lectura. Hay quienes con buena
voluntad, y con no mala intención, se proponen imponer la lectura a los demás
como una disciplina intransigente. Y hay quienes eligen los peores mejores
libros para tratar de iniciar en la lectura a las más tiernas criaturas, que sufren
el horror de no entender nada y de no disfrutar en absoluto. Hay que tener un
poco de seso y de apertura mental: no son necesariamente los buenos libros (es
decir los clásicos, las obras maestras, los libros inmortales) los más indicados
para iniciar a los lectores, sino las buenas lecturas, y cuando decimos buenas
lecturas nos referimos a las obras accesibles, quizá nada canónicas, un tanto
cuanto triviales pero amenas, que pueden encender la llama de la pasión lectora
a partir de una chispa que un libro sin pretensiones arrojó en nuestro
entendimiento y en nuestra emoción. Incluso Walt Disney, como escribió
Michèle Petit, ha hecho mucho por la lectura cuando, en el momento oportuno,
abrió nuestros ojos a la imaginación y a la fantasía con publicaciones ilustradas
y películas: Alicia en el País de las Maravillas, Pinocho, Fantasía, Peter Pan,
Cenicienta, El libro de la selva, Dumbo, Blancanieves, etcétera. También las
historietas y los clásicos ilustrados que siempre nos parecían poco clásicos y
más cercanos al común de los mortales: La isla del tesoro, Oliver Twist,
Robinson Crusoe, Veinte mil leguas de viaje submarino, Las minas del rey
Salomón, La cabaña del tío Tom, Sandokan, El último mohicano, Viaje a la
luna, Ivanhoe, y muchos más. ¿Por qué la lectura tendría que ser aburrida en
aras de la presunta profundidad? ¿Por qué la lectura placentera y sencilla tendría
que ser siempre superficial? Hay que saber distinguir lo que hay de fondo en
estas dos preguntas necesarias.
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La lectura no es una pócima que tomamos para librarnos de una vez y para
siempre de nuestros fantasmas y nuestras debilidades y terrores. Se equivocan
quienes dicen y creen que un buen lector no puede ser, al mismo tiempo, una
mala persona. A lo largo de la historia, no pocos tiranos y criminales han sido
déspotas ilustrados. Y eran ilustrados porque leían. Por mi parte, conozco a
muchas malas personas, a no pocos canallas, que son lectores conspicuos y
conozco, también, a malas personas que no frecuentan los libros. No hay que
generalizar ni hay que decir mentiras desde la comodidad de nuestro
sentimiento autocomplaciente. Es obvio que necesitamos decir y creer que los
lectores son, generalmente, personas buenas, nobles y virtuosas, pues de otro
modo ¿qué diríamos de nosotros mismos?, ¿cuál sería nuestro argumento para
concluir que leer es bueno? Es claro que los lectores nos consideramos, en
general, buenos seres humanos y, por tanto, colegimos que esto se lo debemos
absolutamente a los libros, a la cultura, a la educación. Ojalá que los libros, el
arte, la cultura, la ciencia y la educación nos vacunaran o nos blindaran contra
el mal y contra toda flaqueza de espíritu —sería lo deseable—, pero no
concluyamos tan apresuradamente que basta con ser lectores para que
obtengamos, en automático, una credencial de seres virtuosos. La virtud, como
el amor, se aprende y se practica y no está únicamente en los libros. Por eso
personas analfabetas pueden ser excelentes seres humanos y por ello, también,
algunos eruditos, gente de gran cultura, de muchos y excelentes libros —leídos
y escritos— pueden ser una terrible calamidad, gente a quien no soporta ni su
propia familia y que muy desdichada ha de ser efectivamente —de esto no hay
duda— si ella misma tiene que soportarse todos los días. Ya se ha dicho muchas
veces, pero cuando tengamos la tentación de generalizar sobre las
consecuencias absolutamente virtuosas de la lectura y de la cultura y el arte,
recordemos a los nazis que conocían su Kant y su Goethe, su Rilke, su Bach y
su Schubert, y que incluso los interpretaban con soltura y hasta con emoción,
sin que ello les impidiera hacer daño y matar a otros seres humanos. Y ni
siquiera encontraban contradicción en ello. Más bien, no le daban ninguna
importancia.
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La lectura nos prodiga un universo que puede llegar a ser absorbente y, por lo
mismo, excluyente de otras muchas cosas, pero lo maravilloso de la lectura es
que lo mismo permite esto –que es la mejor descripción del lector perdidamente
apasionado, sea profesional o no– que la otra posibilidad del lector que combina
la felicidad que dan los libros con la felicidad, no menos atrayente, que brin-
dan otros placeres y otros oficios y otros gustos. En el primer caso situamos a
Borges, en el segundo caso a Marco Polo, y en alguno de estos polos se ubican
y reconocen los lectores. Según lo prefiero yo, el oficio de leer no tiene por qué
cerrarnos las puertas a otros oficios igualmente gratos; quien quiera vivir para
una sola pasión, está bien si así es feliz (y nadie tiene derecho a impedírselo o a
ponerle obstáculos en su decisión), pero quien desea la lectura como uno más
entre otros ejercicios placenteros y apasionados, bien vale también: sabrá sacar
provecho de su afición (más que de su hábito) y encontrará que los libros
constituyen una vía, entre otras muchas, para maravillarnos. A Marco Polo le
interesaban más los viajes, las aventuras y las excursiones a tierras ignotas que
los libros, pero nos dejó un libro maravilloso en donde narra esas aventuras.
Hay quienes dicen: “¿Qué lectores pueden ser esos que sólo leen un libro al
mes?”. Para mí, que leo entre sesenta y setenta en un año, los lectores de doce
libros anuales pueden ser excelentes lectores que a la vez son quizá excelentes
cinéfilos, buenos bailarines, estupendos ajedrecistas y conversadores
espléndidos, entre otras cosas más, como no lo soy yo. ¿Por qué ser, nada más,
lectores de libros si podemos ser mucho más que eso? Hay otras muchas cosas
en el mundo que son tan buenas como los libros, y en la medida en que
renunciemos a ellas para sólo leer libros, nos las perdemos. Si esto es lo que
queremos y no lo lamentamos, no hay nada que decir (cada quien es libre de sus
gustos y sus elecciones), pero si a los libros les añadimos otras fuentes de
conocimiento y placer, o bien a las muchas fuentes de conocimiento y placer
les agregamos los libros, tal vez hallemos un mayor y más feliz equilibrio en
todo. Ello sin contar que un omnívoro, en la historia natural de las especies,
tiene muchas más ventajas que un frugívoro o un granívoro.
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La lectura nos mece, nos hamaca en un sueño del que, con frecuencia,
no queremos despertar. Si no es sueño es ensueño, pero vigilia no es.
Y hay que aprender a salir oportunamente de las páginas (como
cuando aguantamos por mucho tiempo la respiración bajo el agua)
para no ahogarnos. No hay que olvidar que afuera del libro está el
mundo, que afuera de la ensoñación hay que abrir muy bien los ojos
para preguntarnos, para cuestionarnos dónde estábamos. Mal asunto
es confundir las ficciones con la realidad, aunque las ficciones sean
capaces de enriquecer nuestras visiones de lo real. También la
realidad enriquece nuestra imaginación y nuestra fantasía; si no fuera
así no existirían los cuentos, las novelas, las fábulas, las epopeyas, los
dramas, las comedias. Es bastante probable que Shakespeare no
supiera tanto de Hamlet como sabemos hoy nosotros, porque nos ha
dado la oportunidad de preguntarnos por él por más de cuatro siglos.
Ello sólo ha sido posible porque los lectores, en las pausas de la
lectura o en la suspensión final del libro, regresamos al mundo real y
nos preguntamos si Hamlet se hacía el loco o si realmente estaba loco,
o cuánta de esa locura es la del lector y la del mundo que reviven a
Hamlet, a Ofelia, a Horacio, a Claudio, a Laertes y a los demás
personajes cada vez que leemos o releemos, por enésima ocasión, ese
libro de Shakespeare enloquecido y febril, lleno de miseria y de
profundidad humanas.
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La lectura nos proporciona un solaz muy diferente del que nos dan otras actividades. Incluso si éstas
son altamente placenteras, al leer comprendemos y sentimos de otra manera. Se ha dicho muchas
veces: no somos los mismos antes de leer que después de leer, o al menos habría que esperar que no
seamos los mismos. Sin embargo, no debemos olvidar que leer no se reduce a la decodificación del
alfabeto y del lenguaje escrito que con él se efectúa. Leer es un verbo plural y una acción múltiple.
Hay una diversidad lectora y debemos reivindicar la bibliodiversidad y la lectodiversidad como
formas totalmente válidas en la adquisición de cultura y en el ejercicio del placer. Leemos en la
pintura, leemos en la pantalla, leemos, de algún modo, incluso en los sonidos de la música y no sólo
en los signos de la página pautada. Todo el tiempo estamos leyendo y leyéndonos. Pero lo que tiene
de más profundo el acto de leer en el texto escrito es que nos permite dudar de lo que estamos leyendo.
No dudamos, en cambio, cuando vemos una puesta de sol o cuando la lluvia nos empapa: sabemos
que el sol es indudable y que la lluvia es incuestionable. Están y son más allá de lo que queramos. Al
leer, reflexionamos sobre lo que dice la página (ya sea en el papel o en la pantalla), enmendamos
mentalmente lo que nos parece equivocado o inexacto, a resultas de lo cual creamos otro texto u otra
idea a partir del texto y de la idea que leemos. La lectura es, así, esencialmente, participativa y exige
nuestra más profunda disposición. Por ello, cuando un libro o una página no nos interesan los
dejamos, los abandonamos. No interesarnos por lo que no tiene atractivo para nosotros, ni
satisfacción, ni seducción, es un derecho que nadie nos puede negar y al cual nosotros no debemos
renunciar. No nos interesamos porque carecemos del deseo de penetrar en ese universo hecho de
signos, de letras, de palabras, de ideas y emociones que no nos dicen nada porque no nos hablan a
nosotros en particular. En cambio, cuando estamos interesados en lo que leemos, el principio del
placer cobra su mayor sentido: el libro o la página nos atrapan y somos incapaces de resistirnos a la
tentación de gozar la lectura. Sin duda, ninguna lectura es exactamente pasiva, ni siquiera la lectura
de los sonidos o de las imágenes visuales, pues incluso en estas lecturas, y a partir de ellas, meditamos,
pensamos, estamos de acuerdo o disentimos, pero en el caso de la lectura textual es indispensable una
colaboración que nos convierte en coautores y no únicamente en escuchas o en espectadores. La
reelaboración de las ideas y los sentimientos en el momento mismo en que leemos un texto nos
demuestra que estamos teniendo un diálogo, y quizá incluso un debate, con el autor. Lo mismo en el
acuerdo entusiasta que en la más enfática refutación, los lectores del texto somos los pares y los
colaboradores del autor. No siempre se puede decir esto de quien escucha música, a menos que sea
un melómano, ni de quien mira pintura, a menos que sea un experto en arte. Mucho menos se puede
decir de alguien que observa una gran obra arquitectónica. Lo que hace más ecuménica y universal la
función del lector textual es que sólo requiere estar alfabetizado y entender lo que lee, pero aun si no
entiende del todo o sólo una mínima parte, ésta es suficiente para participar en el diálogo con el autor.
El código común es la lengua; el medio de expresión, es la lengua escrita. No hace falta ser
gramáticos, especialistas, académicos, eruditos o expertos en lengua o en lingüística para entablar el
diálogo con el texto, es decir, con el autor: basta tan sólo compartir ese código común que, más allá
de técnicas narrativas, dramáticas o poéticas, más allá de formatos y estrategias, se resuelve en ideas
y en emociones que no nos son ajenas. Incluso el cine requiere, a veces, para el diálogo, si no un
experto en este arte, sí al menos un cinéfilo. En cambio, la lectura del texto sólo exige que alguien
alfabetizado esté dispuesto a leer.
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Agradecimientos
Este librito es fruto de la conferencia magistral “La lectura como diálogo”, que sustenté en el
Auditorio del Museo Torres Bicentenario, el 28 de junio de 2012, en Toluca —gracias a la gentil
invitación del ingeniero Agustín Gasca Pliego—, como parte del ciclo de disertaciones en torno al
libro y la lectura que organiza el Consejo Editorial de la Administración Pública Estatal. Sin dicha
invitación, este librito no existiría. Agradezco, pues, la convocatoria que lo hizo propicio y la
iniciativa de convertirlo en libro para ampliar su público. Mi especial agradecimiento por el
espléndido trabajo editorial y por las maravillosas ilustraciones, que dialogan con la palabra y la hacen
más felizmente expresiva.
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