Mi Companero de Piso Es Un Vampiro

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MI COMPAÑERO

DE PISO ES UN

VAMPIRO
JENNA LEVINE

Traducido del inglés por Noemí Jiménez Furquet


Título original: My Roommate Is a Vampire

Esta edición ha sido publicada mediante acuerdo con Berkley, un sello de Penguin Publishing
Group, una división de Penguin Random House LLC.

Diseño de colección: Estudio Sandra Dios

Reservados todos los derechos. El contenido de esta


obra está protegido por la Ley, que establece penas
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indemnizaciones por daños y perjuicios, para quienes
reprodujeren, plagiaren, distribuyeren o comunicaren
públicamente, en todo o en parte, una obra literaria,
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o ejecución artística fijada en cualquier tipo de soporte o
comunicada a través de cualquier medio, sin la preceptiva
autorización.

PAPEL DE FIBRA
CERTIFICADA

Copyright © 2023 by Jennifer Prusak


© de la traducción: Noemí Jiménez Furquet, 2023
© Contraluz (GRUPO ANAYA, S. A.)
Madrid, 2023
Calle Valentín Beato, 21
28037 Madrid
www.contraluzeditorial.es

ISBN: 978-84-18945-80-9
Depósito legal: M. 20.527-2023
Printed in Spain
Para Brian, que siempre me hace reír
y siempre está dispuesto a adoptar un gato más
UNO

Se busca compañero de piso para apartamento


espacioso en la tercera planta de un edificio adosado
en Lincoln Park

Hola. Busco a alguien con quien compartir mi piso. Es un apar-


tamento espacioso según los estándares actuales, con dos grandes
dormitorios, sala de estar abierta y cocina semiprofesional con co-
medor. Grandes ventanales en la fachada este con espectaculares
vistas al lago. Completamente amueblado en estilo clásico y de
buen gusto. No suelo estar en casa tras la puesta del sol, por lo que,
de seguir un horario de trabajo tradicional, normalmente tendrá el
apartamento solo para usted.

Alquiler: $200/mes. Nada de mascotas, por favor. Se ruega hacer


llegar toda solicitud seria a la dirección [email protected].

—Este sitio tiene que tener trampa.


—Cassie, escucha, es una oportunidad excelente…
—Que lo olvides, Sam.

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Las últimas palabras sonaron más cortantes de lo que
pretendía…, aunque tampoco mucho. A pesar de que ne-
cesitaba su ayuda, la vergüenza que sentía por encontrar-
me en semejante aprieto hacía que me costase aceptarla.
Él lo hacía de buena fe, pero su insistencia por entrome-
terse en cada aspecto de mi situación actual me estaba sa-
cando totalmente de quicio.
Fue un detalle por parte de Sam —mi amigo de toda
la vida, acostumbrado desde hacía mucho a lo borde que
me pongo a veces cuando me estreso— que no añadiera
nada. Se limitó a cruzarse de brazos y a esperar a que es-
tuviera lista para decir algo más.
Apenas hicieron falta unos instantes para que volviera
en mí y empezara a sentirme mal por haberle contestado
de mala manera.
—Lo siento —mascullé—. Sé que solo intentas ayu-
darme.
—No te preocupes —respondió comprensivo—. Estás
pasando una mala racha. Pero no pasa nada por pensar
que las cosas pueden ir a mejor.
No tenía motivos para hacerlo, aunque no era el mo-
mento de ponerme a explicarle por qué. Tan solo suspiré
y volví a fijarme en el anuncio de Craigslist que tenía
abierto en el portátil.
—Todo lo que suena demasiado bonito para ser verdad
suele serlo.
Miró la pantalla por encima de mi hombro.
—No siempre. Y tienes que reconocer que el piso pin-
ta fenomenal.
Sí que pintaba fenomenal. Ahí tenía razón. Pero…

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—Son solo doscientos al mes, Sam.
—¿Y? Es un precio fantástico.
Me quedé mirándolo.
—Sí, si estuviéramos en 1978. Hoy, si alguien pide
solo doscientos dólares al mes, es probable que esconda
cadáveres en el sótano.
—Eso no puedes saberlo. —Sam se pasó la mano por las
greñas rubio oscuro. Era la señal más clara de que se estaba
quedando conmigo. Llevaba haciendo ese gesto desde, por
lo menos, sexto curso, cuando trató de convencer a nues-
tra profesora de que quien había pintado toda la pared del
baño de chicas con flores rosa chillón no había sido yo. En
aquella ocasión no engañó a la señora Baker (por supuesto
que había sido yo la que había dibujado aquel prado de un
agresivo color neón) y en esta tampoco me engañaba a mí.
¿Cómo iba a abrirse camino en la abogacía con una
cara de póquer tan poco creíble?
—Puede que esta persona pase muy poco tiempo en
casa y busque compañero por motivos de seguridad y no
por el dinero —sugirió Sam—. O tal vez sea idiota y
no sepa cuánto podría sacarle al piso.
Yo seguía sin fiarme. Llevaba peinando Craigslist y
Facebook desde que, dos semanas atrás, mi casero me ha-
bía pegado en la puerta una nota de desalojo por impago
del alquiler. Cerca del Loop, el distrito financiero, no ha-
bía nada así por menos de mil dólares al mes. En Lincoln
Park, rondaban los mil quinientos.
Doscientos era un precio que no solo quedaba un poco
por debajo de la media del mercado, es que no estaba ni
en el mismo universo.

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—El anuncio tampoco incluye fotos —señalé—.
Esa es otra señal de alarma. Debería pasar y seguir
buscando.
Porque sí, como no me fuese, mi casero me iba a llevar
a juicio la semana siguiente; y sí, un piso tan barato me
ayudaría un montón a saldar mis deudas y tal vez hasta a
no acabar en esta misma situación de nuevo dentro de
unos meses. Pero llevaba más de diez años viviendo en
Chicago. Era imposible que una oferta asíí en Lincoln
Park no tuviera trampa, y una enorme.
—Cassie… —La voz de Sam sonó tranquila, paciente
y con un tonillo bastante paternalista. Me recordé que
solo intentaba ayudar a su manera y me mordí la len-
gua—. El apartamento está en una zona estupenda. Te lo
puedes permitir sin problemas. Lo bastante cerca del me-
tro como para llegar al trabajo en nada. Y si los ventana-
les son tan grandes como dice el anuncio, tendrás un
montón de luz natural.
Los ojos se me abrieron como platos. No se me había
pasado por la cabeza lo de la luz al leer el anuncio. Pero
si el piso tenía unos ventanales enormes mirando al lago,
era probable que Sam no se equivocara.
—Tal vez podría volver a crear en casa —ref lexioné.
Hacía casi dos años que no vivía en un lugar con sufi-
ciente luz natural como para trabajar en mis proyectos.
Lo echaba más de menos de lo que quería admitir.
Sam sonrió con alivio.
—Justo.
—Vale —accedí—. Estoy dispuesta a, como mínimo,
pedir más información.

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Sam alargó la mano y la apoyó en mi hombro. Su to-
que cálido y reconfortante me calmó, igual que hacía
siempre que lo necesitaba desde que éramos niños. El
nudo de ansiedad que se me había instalado, como quien
dice, de forma permanente desde hacía dos semanas en la
boca del estómago comenzó a af lojarse.
Por primera vez en siglos, sentí que podía respirar de
nuevo.
—Primero habrá que ver el piso y al compañero, claro
—añadió a toda prisa—. Hasta puedo ayudarte a nego-
ciar un alquiler mes a mes si quieres. Así, si resulta ser un
desastre, podrás irte sin incumplir un nuevo contrato.
Lo que significaba que no tendría que preocuparme
por que otro casero cabreado me llevara también a juicio.
La verdad es que sería un acuerdo aceptable. Si esta per-
sona resultaba ser el asesino del hacha o un libertario o
algún otro espanto, un alquiler mes a mes me permitiría
largarme en un momento y sin romper compromiso al-
guno.
—¿Me harías ese favor? —le pregunté. No por prime-
ra vez, me sentí mal por lo desagradable que había estado
con él en los últimos tiempos.
—¿Para qué me sirve si no haberme sacado Derecho?
—Para empezar, para ganar una pasta gansa con tu
empresa en vez de ayudar a imbéciles integrales como
yo.
—Si de todas formas estoy ganando una pasta gansa
con mi empresa —respondió con una sonrisa de oreja a
oreja—, pero como no me dejas que te preste nada de di-
nero…

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—Pues claro que no —reiteré. Era yo la que había op-
tado por estudiar un grado de poca utilidad y además
acabar endeudada hasta las cejas por el préstamo estu-
diantil y con pocas esperanzas laborales. No iba a cargar-
le a nadie el muerto.
Sam suspiró.
—Claro que no… Vale. Esto ya lo hemos hablado.
Una y otra vez. —Negó con la cabeza y añadió con tono
melancólico—: Ojalá pudieras mudarte con nosotros y
ya, Cassie. O con Amelia. Eso lo resolvería todo.
Me mordí el labio y fingí estudiar a fondo el anuncio
de Craigslist para no tener que mirar a mi amigo.
A decir verdad, en gran parte me aliviaba que Sam y
su f lamante marido, Scott, se acabaran de comprar un
minúsculo apartamento con vistas al lago en el que ape-
nas cabían la pareja y sus dos gatos. Aunque vivir con
ellos me ahorraría el estrés y los líos que tenía en este
momento, apenas hacía dos meses que se habían casado.
Vivir con ellos no solo limitaría su capacidad de practicar
sexo donde y cuando les apeteciera, como tengo enten-
dido que suelen querer hacer los recién casados, sino que
sería un incómodo recordatorio de todo el tiempo que lle-
vaba yo sin salir con nadie.
Lo cual también serviría de recordatorio constante del
tremendo fracaso que eran todos los demás aspectos de mi
vida.
Y, por supuesto, vivir con Amelia estaba descartado.
Sam no entendía que su estirada y perfecta hermana siem-
pre me había mirado por encima del hombro y me consi-
deraba una fracasada total. Pero el caso es que tenía razón.

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La verdad, lo mejor para todos era que encontrase un
lugar en el que vivir que no fuera el sofá nuevo de Sam y
Scott ni el loft de Amelia en Lakeview.
—Estaré bien —dije, esforzándome por que sonara
como si me lo creyese. El estómago se me encogió un
poco al ver la expresión preocupada de Sam—. No, en
serio. Estaré bien. Siempre estoy bien, ¿no?
Él sonrió y me revolvió el pelo, que llevaba demasiado
corto: era su forma de chincharme. Normalmente no me
importaba, pero un par de semanas antes me lo había
cortado un montón en un arrebato porque estaba frustra-
da y necesitaba una válvula de escape que no precisara de
conexión a internet. Otra de mis recientes decisiones no
demasiado acertadas. Mi cabello rubio, rizado y denso
tendía a salir disparado de formas insospechadas si no lo
cortaba un profesional. En ese momento, mientras Sam
seguía alborotándomelo, parecía un teleñeco que hubiera
metido los dedos en un enchufe.
—Para —le advertí con una carcajada al tiempo que
me apartaba de él, aunque lo cierto es que me había pues-
to de mejor humor, que era el motivo exacto por el que
probablemente me lo había hecho.
Apoyó la mano en mi hombro.
—Si alguna vez cambias de idea respecto al présta-
mo… —arrastró la última palabra sin acabar la frase.
—Si cambio de idea respecto al préstamo, serás el pri-
mero en enterarte —respondí. Pero ambos sabíamos que
no lo haría.

***

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Esperé a que empezara mi turno de tarde en la biblioteca
pública para ponerme en contacto con la persona que al-
quilaba la habitación por doscientos dólares.
De todos los trabajillos a media jornada no relaciona-
dos con el arte que había logrado ir encadenando desde
que terminé el máster en Bellas Artes, este era mi favori-
to. No porque me encantase todo lo que implicaba, que
no era el caso. Aunque era genial estar rodeada de libros,
trabajaba exclusivamente en la sección infantil. O estaba
sentada tras el mostrador de préstamos, u ordenaba libros
sobre dinosaurios, dragones y gatos guerreros, o respon-
día preguntas de padres histéricos acompañados de sus
hijos enrabietados y en edad preescolar.
Siempre me había llevado bien con los niños mayores.
Y los humanos pequeñitos me gustaban como concepto
abstracto; hasta entendía —al menos en teoría— por qué
una persona querría incorporar uno a su vida por volun-
tad propia. Pero, aunque Sam y yo teníamos claro que sus
mimados gatitos eran sus hijos, nadie de mi entorno te-
nía un hijo humano como tal. Tratar con niños pequeños
veinte horas a la semana en un puesto de cara al público
resultó ser una prueba de iniciación bastante dura.
Aun así, el de la biblioteca era mi trabajo a media jor-
nada favorito, dado todo el tiempo libre que me ofrecía.
Ni por asomo podría haber dicho lo mismo de los turnos
en Gossamer’s, la cafetería cerca del que pronto sería mi
antiguo apartamento, y eso era lo peorr de ese curro en
concreto.
—Hoy llevamos una tarde tranquila —mencionó
Marcie, mi superior, desde la silla de al lado.

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Marcie era la agradable mujer de cincuenta y muchos
que, a todos los efectos, dirigía la sección infantil. Lo de
comentar las tardes tranquilas era una pequeña broma
entre nosotras cuando coincidíamos en el turno después
de comer, porque todas las tardes lo eran. Entre la una y
las cuatro, la mayoría de nuestros usuarios estaban echán-
dose la siesta o en el cole.
Eran las dos. En los últimos noventa minutos no había
venido más que un niño. No solo era algo poco destaca-
ble, sino que entraba dentro de lo habitual.
—Pues sí, una tarde tranquila —coincidí son una son-
risilla antes de volverme al ordenador del mostrador prin-
cipal.
Normalmente aprovechaba el tiempo libre en la bi-
blioteca para buscar potenciales nuevos trabajos y enviar
solicitudes. Y no era nada tiquismiquis: todo me venía
bien —aunque no tuviera nada que ver con las artes—
siempre y cuando prometiera un mejor salario y una jor-
nada más amplia que la que tenía en mi actual apaño.
A veces aprovechaba esos momentos para pensar en
futuros proyectos artísticos. El apartamentito en el que
vivía no tenía buena luz, lo que dificultaba dibujar y pin-
tar las imágenes que conformaban la base de mis obras.
Y, aunque no podía acabar los proyectos en la biblioteca,
ya que mis cuadros eran un follón y los últimos pasos su-
ponían incorporar desperdicios, el mostrador principal
era grande y estaba lo bastante iluminado como para, al
menos, dibujar los bocetos preliminares a lápiz.
Hoy, sin embargo, necesitaba aprovechar el tiempo li-
bre para responder a aquel anuncio chungo que había

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visto en Craigslist. Podría haber escrito antes, pero si to-
davía no lo había hecho era porque una pequeña parte de
mí no se fiaba y porque otra muy grande se había deshe-
cho del wifi hacía un par de semanas para ahorrar.
Abrí el anuncio en el ordenador. No había cambiado
desde la última vez que lo había visto. El estilo extraña-
mente formal era el mismo. Su absurda mensualidad
también, y aquello volvió a disparar tantas alarmas en mi
mente como la primera vez que lo había leído.
Pero lo que tampoco había cambiado era mi situación
económica. Encontrar trabajo en mi campo seguía sien-
do igual de difícil. Y pedirle ayuda a Sam —o a mis pa-
dres, contables los dos, quienes me querían demasiado
para reconocerme lo mucho que los había decepciona-
do— era tan impensable como siempre.
Y mi casero seguía empeñado en desahuciarme la se-
mana siguiente. Algo por lo que, la verdad, ni siquiera
podía culparlo. Durante los últimos diez meses había
aguantado un montón de retrasos en el pago del alquiler
y de percances ocasionados por mis trabajos de soldadura
artística. Si yo fuera él, probablemente también me des-
ahuciaría.
Antes de poder convencerme de lo contrario y con la
voz preocupada de Sam resonándome en los oídos, abrí
el correo electrónico. Eché un vistazo al buzón de en-
trada —un anuncio de dos por uno en Shoe Pavilion,
un titular del Chicago Tribune sobre una inexplicable se-
rie de asaltos al banco de sangre local— y empecé a es-
cribir.

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De: Cassie Greenberg [[email protected]]
Para: [email protected]
Asunto: Apartamento en alquiler

He visto en tu anuncio de Craigslist que buscas


compañero de piso. A mí está a punto de vencerme el
contrato y tu apartamento me cuadraría bastante. Soy
profesora de arte, tengo treinta y dos años y llevo diez
viviendo en Chicago. Ni fumo ni tengo mascotas. En el
anuncio decías que de noche no sueles estar en casa. Yo
casi nunca estoy durante el día, así que vivir juntos creo
que podría ser un buen apaño para ambos.

Supongo que estás recibiendo un montón de solicitudes


para el apartamento, dada la ubicación, el precio y tal.
Aun así, en caso de que la habitación siguiera disponible,
te paso un listado de referencias. Espero tener noticias
tuyas pronto.

Cassie Greenberg

Una punzada de culpabilidad me atravesó por lo mu-


cho que había maquillado algunos de los datos clave.
Para empezar, le había dicho a un completo descono-
cido que era profesora de arte. Y técnicamentee lo era. Ha-
bía ido a la universidad para estudiar eso mismo, y no es
que no quisiera dedicarme a la docencia. Pero en tercero
me enamoré perdidamente de las artes aplicadas y el di-
seño, y, en el último año, cursé una asignatura en la que
estudiamos a Robert Rauschenberg y su método de com-

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binar la pintura con la escultura. Y aquella fue mi perdi-
ción. Nada más graduarme, me lancé a estudiar un más-
ter en Artes Aplicadas y Diseño.
Disfruté como una cría de cada segundo.
Hasta que, vaya, me gradué. Fue entonces cuando me
tocó aprender por la vía rápida que mi visión artística y
mis habilidades eran demasiado especializadas como para
atraer a la mayoría de las escuelas públicas que contrata-
ban a profesores de arte. Los departamentos de las uni-
versidades tenían la mente más abierta, pero conseguir
algo más estable que un puesto temporal como adjunta
era como ganar la lotería. A veces conseguía algo de di-
nero extra con las exposiciones, cuando alguien compar-
tía mi visión de encontrarle cierta belleza irónica a inte-
grar latas de Coca-Cola oxidadas en paisajes marinos y
compraba una de mis piezas. Pero aquello no sucedía a
menudo. Así que, sí, aunque técnicamente era profe-
sora de arte, desde que me había sacado el máster la ma-
yoría de mis ingresos procedía de trabajos de media jor-
nada que estaban tan mal pagados como este.
Nada de eso me hacía sonar atractiva como posible in-
quilina. Tampoco el hecho de que mis «referencias» no
provinieran de antiguos caseros —ninguno de los cuales
tenía nada bueno que decir sobre mí—, sino de Sam,
Scott y mi madre. Aunque fuese una decepción para mis
padres, tampoco es que quisieran que su única hija se
convirtiese en una sintecho.
Después de tirarme unos segundos preocupada por lo
que había escrito, me dije que no pasaba nada por colar
un par de mentirijillas. Cerré los ojos y pulsé Enviar.

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¿Qué era lo peor que podía pasarme? ¿Que aquel absolu-
to desconocido se enterase de que había exagerado un
poco y me impidiera mudarme con él?
De todas formas, tampoco estaba segura de que me in-
teresara el apartamento.
Tuve menos de diez minutos para preocuparme antes
de que me llegara una respuesta.

De: Frederick J. Fitzwilliam [[email protected]]


Para: Cassie Greenberg [[email protected]]
Asunto: Apartamento en alquiler

Estimada señorita Greenberg:


Gracias por el amable mensaje en el que expresa su
interés por la habitación vacante. Como se menciona en
el anuncio, el dormitorio está decorado con un estilo
moderno, pero de buen gusto. Creo, y así me lo han
señalado otras personas, que también es bastante
espacioso en lo que a habitaciones desocupadas se
refiere.
En cuanto a su pregunta no formulada: el cuarto sigue
por entero disponible, si aún estuviera interesada en él.
Hágame saber a la mayor brevedad si desea ocuparlo
y me encargaré de tener preparada la documentación
necesaria para su firma.

Se despide deseándole buena salud,


Frederick J. Fitzwilliam

Me quedé mirando el nombre al final del mensaje.

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¿Cómo que «Frederick J. Fitzwilliam»?
¿Qué clase de nombre era ese?
Volví a leerlo, tratando de entender lo que decía,
mientras Marcie sacaba el móvil para echar su vistazo
diario a Facebook.
Así que la persona que alquilaba el apartamento era un
hombre. O, como mínimo, alguien con un nombre tra-
dicionalmente masculino. Eso no me preocupaba. Si me
mudaba con él, no sería el primer tío con el que vivía
desde que me independicé de casa mis padres.
Sin embargo, lo que me preocupaba era… todo lo de-
más. El mensaje estaba redactado de una manera tan ex-
traña y formal que me pregunté qué edad tendría esta
persona. Y luego estaba el hecho rarísimo de que asu-
miera que iba a mudarme sin haber visto la habitación.
Traté de no hacer caso de mis recelos y me recordé
que lo que me importaba de verdad era que el aparta-
mento estuviera en buen estado y que el tipo no fuese el
asesino del hacha.
Necesitaba ver el piso y conocer en persona a Frede-
rick J. Fitzwilliam antes de tomar una decisión.

De: Cassie Greenberg [[email protected]]


Para: Frederick J. Fitzwilliam [[email protected]]
Asunto: Apartamento en alquiler

Hola, Frederick:
Me alegro un montonazo de que el cuarto siga
disponible. La descripción suena fenomenal y me
encantaría ir a verlo. Si te viene bien, estoy libre mañana

22
al mediodía. De todas formas, ¿podrías enviarme un par
de fotos? El anuncio de Craigslist no las incluye y me
gustaría ver alguna antes de pasarme por allí.
¡Gracias!
Cassie

Una vez más, no tuve que esperar más que unos mi-
nutos para recibir una respuesta.

De: Frederick J. Fitzwilliam [[email protected]]


Para: Cassie Greenberg [[email protected]]
Asunto: Apartamento en alquiler

Hola otra vez, señorita Greenberg:

Puede visitar el apartamento cuando usted guste. Tiene


todo el sentido que desee verlo antes de tomar una
decisión. Me temo que mañana a mediodía me encontraré
indispuesto. ¿Estaría usted disponible en algún momento
tras el ocaso? Me siento mucho más en mi elemento
durante la noche.
Tal y como me pidió, le he adjuntado fotografías de
dos estancias que, con toda probabilidad, deseará usar
con frecuencia si resuelve trasladarse al apartamento. La
primera es del dormitorio tal y como se halla decorado
en estos momentos. (Huelga decir que puede cambiar la
decoración según sus gustos si decide vivir aquí). La
segunda es de la cocina. (Creí haber incluido ambas
fotografías en el anuncio de Craigslist. Presumo que de
forma incorrecta).

23
Se despide deseándole buena salud,
Frederick J. Fitzwilliam

Tras leer por encima el mensaje de Frederick cliqué en


las fotos que me había enviado y…
Guau.
Pero que guau.
Vale.
Aun sin saber de qué palo iba el tipo este, estaba clarí-
simo que no vivía en la misma esfera socioeconómica
que yo. También era posible que no viviéramos en el
mismo siglo.
La cocina no solo era diferente de la de cualquier otra
casa en la que hubiera vivido.
Es que se diría que pertenecía a una época completa-
mente distinta.
Nada en ella parecía fabricado en los últimos cin-
cuenta años. El frigorífico tenía una forma extraña,
como ovalado por la parte superior y mucho más pe-
queño que la mayoría de los que yo había visto. No era
plateado, negro o beige —los únicos colores que yo ha-
bría asociado a los frigoríficos—, sino de un rarísimo
tono azul pastel.
Perfectamente a juego con el horno que estaba al
lado.
Recordaba vagamente haber visto electrodomésticos
así en un viejo episodio coloreado de Te quiero, Lucy que
había visto de pequeña. Sentí una cierta desorientación al
tratar de encajar que una cocina antigua como esa pudie-
ra tener cabida en un apartamento moderno.

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