Juntos en La Hoguera - Isabel Ibanez
Juntos en La Hoguera - Isabel Ibanez
Juntos en La Hoguera - Isabel Ibanez
ISBN: 978-84-19413-08-6
En memoria de
Teresa Díaz de Beccar.
Gremios de hispalia
GREMIO DE DRAGONADORES
Dragonadores, cazadores y domadores de dragones, propietarios de
plazas, instructores de dragonadores
GREMIO DE MAGIA
Magos y brujas
GREMIO DE SANADORES
Curanderos, botánicos, propietarios de boticas
GREMIO DE COMERCIANTES
Mercaderes, prestamistas, comerciantes, carpinteros, herreros
GREMIO DE NOTICIAS
Escritores, impresores, publicadores
GREMIO GENERAL
Abierto al público general
Dragones de hispalia
CULEBRA
Cuatro patas, parecido a una serpiente. Alas pequeñas, vuelos de corta
distancia. Permanece cerca del suelo, escamas de color esmeralda.
Dispara un líquido venenoso.
LAGARTO
Dragón nadador. Ahoga a las víctimas antes de devorarlas. Escamas
relucientes e iridiscentes que se venden como piezas de joyería. Se
encuentra a lo largo de la costa de Valentia.
RANCIO
Escamas doradas, iris rojos. Emite un gas que hace que se pudra todo lo
que toca.
MORCEGO
Dragón negro con cuernos de marfil. Respira cortas ráfagas de fuego.
Grandes alas de murciélago. La forma de su cuerpo se asemeja a la de
un toro. Es el dragón preferido para las plazas.
RATÓN
La rata de los cielos. Escamas blancas y brillantes ojos rojos. Más
común que los roedores. Corto de longitud, redondo en el vientre. Fácil
de derrotar y matar.
ESCARLATA
El escurridizo y legendario dragón rojo. Se cree que está casi extinto y
es muy difícil de dominar. Escamas rojo rubí, alas inmensas. Exhala
fuego hasta por medio minuto.
Prólogo
M e llevo las manos a la boca. Los monstruos están por todas partes:
corriendo entre las filas de asientos, persiguiendo a los mecenas
que corren por el ruedo. Tendrían que estar encerrados en las mazmorras.
Me aprieto contra la pared curvada, necesito la fuerza de la piedra para
mantenerme en pie.
¿Dónde está papá?
No lo veo por ninguna parte, ni lo vislumbro entre el follón de personas
que huyen hacia los túneles empujando y apresurándose. Hay otros
intentando apartar a los heridos de uno de los morcegos. Busco a los cinco
domadores de dragones.
Sé que están aquí, tienen que estar.
Pero todo el mundo está cubierto de arena, sangre y cenizas. La mezcla de
caras es difícil de distinguir. Por fin mi mirada encuentra a uno de los
domadores, a Marco, vestido de cuero negro de pies a cabeza y empuñando
espadas y látigos. Lucha contra una de las bestias, pero el dragón ruge y
agita la cola estrellándola contra su pecho. La fuerza del golpe lo manda
volando y se estampa contra una de las paredes del ruedo con un
desagradable crujido.
—¡Por aquí! —grito a la persona que tengo más cerca—. ¡Sígueme! —
Guío a todos los que puedo al túnel más cercano con el dobladillo del
vestido lleno de sangre y arena cuando me tropiezo con algo.
No, con alguien.
Caigo de rodillas junto a un cuerpo del tamaño de un niño, quemado y
chamuscado, y noto la nariz y la boca llenas de humo y fuego. El
pandemonio reina en todos los rincones de la plaza.
Los gruñidos ensordecedores provenientes de las bestias hacen que me dé
vueltas la cabeza como si estuviera subida en un carruaje que baja una
colina girando salvajemente, fuera de control y demasiado rápido. Alguien
me golpea de lado. Caigo boca abajo y la arena me salpica la cara. Se me
mete en los ojos, en las comisuras de la boca y en la nariz. Estornudo,
escupo todo lo que puedo y me limpio la cara con el cuello de volantes del
vestido. Está echado a perder.
Rápidamente, observo el ruedo. ¿Cuántos monstruos han escapado de sus
jaulas? El dragón uno, el culebra, vuela bajo cerca de la entrada de enfrente.
Los dragones dos y tres, ambos rancios, se arrastran a unos diez metros de
mí emitiendo un horrible hedor como a leche en mal estado. En la distancia,
puedo ver tres más, los más nuevos, elevándose por los aires.
Todavía no les habíamos atado las alas.
La arena se oscurece alrededor de mis manos, el calor del sol está
momentáneamente bloqueado. Ráfagas de viento cálido me agitan el pelo.
Levanto lentamente la mirada. A través del oscuro humo, veo una sombra
acechando desde arriba. Se me revuelve el estómago.
El morcego.
El dragón más mortífero que tenemos. Grandes alas de murciélago,
brillantes escamas negras y la capacidad de escupir fuego. Está furioso
como un toro embravecido y listo para embestir. Tiene dos grandes cuernos
a los lados de las fosas nasales. Abre la mandíbula y se oye un revelador
crujido.
—¡Zarela! —ruge alguien. El rostro de papá flota a pocos centímetros del
mío con los labios retorcidos por el horror. Me pone de pie mientras la
bestia nos ataca con humo y fuego. Papá tira de mí y siento que tiembla por
el golpe abrasador. Grita en mi oído mientras su ropa y su carne estallan en
llamas. Nos tambaleamos hasta el túnel lejos de la carnicería y del
turbulento lío de personas que se enfrenta a una muerte horrible y
furibunda. El olor a piel carbonizada hace que me suba el ácido por la
garganta.
Me duele hablar. Tengo la boca seca y llena de humo.
—¿Estás bien? —Paro a trompicones. Quiero ver la gravedad de sus
heridas.
—¡No te frenes, hija!
Corremos por el túnel, el estrecho espacio está lleno de gritos de personas
llamando a sus seres queridos. Todos están cubiertos de polvo y mugre y
manchados de sangre. La culpa me golpea seguida de una profunda
sensación de vergüenza. Somos responsables de toda esta gente. ¿Cómo ha
podido pasar esto?
¿Cómo sobreviviremos a esta situación?
El temor se me acumula en el estómago mientras nos dirigimos al
vestíbulo principal, lleno de mecenas. El tiempo parece saltar hacia
adelante, cruzar kilómetros en un parpadeo. Los espectadores huyen de La
Giralda saliendo por la puerta principal y yendo a un terreno más seguro.
Necesito todas mis fuerzas para no perder los estribos.
A mi lado, papá avanza arrastrando los pies. Su piel aceitunada ha
perdido casi todo su color. Se apoya en mí tosiendo violentamente.
Me tambaleo por su peso.
—¡Papá! —Se inclina hacia adelante y mi cuerpo se estremece, alarmado
—. ¡Papá!
Cae de rodillas. Apenas soy lo bastante rápida para evitar que se rompa la
nariz. Lo agarro por su maltrecha chaqueta y freno su descenso al suelo. Las
lágrimas me nublan la visión. Lentamente, aparto la tela y él gime. La parte
superior derecha de su espalda y su hombro es un embrollo de carne
burbujeante y chamuscada. El fuego no le ha llegado al corazón, pero la
herida es grave, está ennegrecida y echa humo por algunas partes.
Los rugidos que me rodean parecen reducirse a un silencio. Solo puedo
oír los sonidos de mi propia respiración, lo único que puedo ver es la
inconsciencia de mi padre. Débilmente, oigo a alguien gritando mi nombre.
—Zarela, gracias a Dios —exclama Lola cuando llega junto a mí
arrodillándose. Su rostro palidece cuando ve las heridas de mi padre—. Voy
a mandar a alguien a buscar al Gremio de Sanadores. Necesitamos
curanderos. —Pasea la mirada por encima de hombro fijándose en toda la
gente que gime y pide ayuda—. Muchos.
Miro a mi alrededor con la desesperación en aumento. Todavía hay
mucho que hacer. Tenemos que sacar a toda esta gente de La Giralda y
llevarlos al Gremio de Sanadores, el hospital local dirigido por curanderos.
¿Cuántos sobrevivirán? ¿Cuántos morirán? Me da miedo la respuesta.
—Les pediré que traigan miembros para que ayuden a transportar a los
heridos —añade Lola, y luego hace una mueca—. Al menos aquellos a
quienes se puede mover.
Tiene razón. Algunas personas tienen demasiadas lesiones como para
moverlas y tendrán que ser atendidas aquí.
—Ve, y date prisa. —Mire donde mire hay gente acurrucada en estado de
shock, con la piel rasgada de cortes sangrientos y envuelta en ropas
ennegrecidas.
—Iré todo lo rápido que pueda —dice Lola, levantándose de un salto. Su
túnica está llena de suciedad y manchas de sudor, y sus sandalias de cuero
están cubiertas de arena.
Alguien se interpone en su camino antes de que pueda marcharse. Es alto,
con el cabello negro atado en un nudo enmarañado en la nuca, y su
exquisita piel negra brilla por el sudor, como si hubiera venido corriendo.
Sus ojos marrones y cálidos se posan sobre mi criada. Viste el típico
conjunto gris preferido por el Gremio de Magia, con el único destello de
color proveniente del vibrante parche bordado y cosido sobre su larga túnica
y que representa un intrincado escudo formado por una varita y una
constelación de estrellas.
Guillermo, el aspirante a mago y aprendiz del Gremio de Magia.
—¿Tienes algo que pueda darle a mi padre? —le pregunto. Aparta su
atención de Lola y mira en dirección a papá.
Sus labios se retuercen por el horror al ver el cuerpo destrozado de mi
padre.
—Lo siento... no soy curandero.
—¿No hay nada que puedas hacer?
Sé que es injusto preguntárselo. Los magos y las brujas se especializan en
diferentes tipos de magia, y algunos trabajan codo con codo con curanderos
para crear infusiones y tónicos que ayudan al cuerpo a curarse
milagrosamente. Los hechizos son caros, y apenas se pueden encontrar en el
mercado. No a menos que tengas contactos.
Guillermo entierra las manos en el bolsillo de su túnica y extrae una fina
varita. La madera ha sido bañada en una poción mágica y contiene el poder
suficiente para un solo uso. Si la partes en dos, el hechizo se libera.
—Lo único que tengo es un hechizo refrigerador —dice—. Paso mucho
calor esperando a que terminen las peleas...
Debe ver la decepción pintada en mi cara porque se calla de golpe.
—Tu padre necesita un curandero —dice Lola—. Voy corriendo…
—Voy contigo —la interrumpe Guillermo, claramente aliviado.
Se marcha corriendo con el aprendiz pisándole los talones, ambos
esquivando ágilmente a los heridos.
Se me llena la mente de preocupaciones. Las preguntas cuyas respuestas
anhelo hacen que se me tense el cuello. ¿Cómo han escapado los dragones?
¿Dónde están ahora? ¿Qué le pasará a La Giralda?
—Señorita Zarela —dice alguien detrás de mí.
Es una de las criadas y sostiene un bote lleno de aloe vera prensado.
Todas las plazas deben tener suministros por si sucede lo peor almacenados
en la enfermería requerida. A lo largo de los años, mis padres han
necesitado a veces tratamientos debido a rasguños o a dolencias provocados
por bailar bajo un sol ardiente o por luchar contra dragones. Nada grave,
pero en la sala siempre hay tinturas para ayudar con quemaduras leves,
dolor de talones y cosas similares. Parpadeo cuando me doy cuenta. Hay
mantas y catres en esa habitación y también algunas macetas con hierbas.
—Gracias, Antonia —agradezco tomando el medicamento—. ¿Puedes
dirigir a todo el personal para que repartan todos los suministros que
necesita la gente?
Sale corriendo para obedecer mis órdenes.
—¡Aquí estáis! —Oigo la atronadora voz de Héctor mientras avanza
hacia mí con los brazos extendidos. El alivio se extiende en mi pecho. Me
hundo en su abrazo presionando la mejilla contra su elegante chaqueta. Él
se pone rígido y doy un paso hacia atrás.
Tiene trozos de la chaqueta quemados.
—Estás herido.
—No terriblemente —responde—. No me aprietes demasiado fuerte y ya.
—Tío —empiezo—, mi padre…
Héctor abre los ojos, alarmado.
—Míralo —le digo señalándolo en el suelo.
Los labios de Héctor se convierten en una delgada línea. A continuación,
le hace señas a alguien que pasa por nuestro lado y le pide ayuda para
mover a papá a la enfermería. El otro hombre acepta y juntos transportan a
mi padre con cautela a la pequeña sala adyacente al vestuario. Me muevo
para seguirlos, pero Héctor niega con la cabeza.
—Zarela, tienes que ocuparte de los demás. Yo me encargo de tu padre.
—Pero…
—Déjame ayudarte —dice en voz baja.
Miro a su lado para observar la silueta de mi padre tumbado boca abajo.
Está quieto excepto por el suave movimiento de su espalda subiendo y
bajando.
—Os enviaré un curandero en cuanto lleguen.
Héctor me despide. Mis pasos son pesados contra el frío suelo de piedra y
me cuesta horrores mantener la espalda erguida. Siento el peso de la culpa
en los hombros. En cuanto vuelvo al gran vestíbulo, oigo mi nombre en
todas direcciones; la gente necesita ungüentos, vendajes y curanderos, pero
en mi mente solo hay espacio para un pensamiento cegador:
¿Cómo ha ocurrido todo esto?
Los dragonadores mueren a menudo en enfrentamientos, pero
rápidamente los domadores capturan y matan al dragón. Es lo que tendría
que haber pasado hoy, pero había demasiados monstruos para contener y
nuestros domadores habían muerto intentándolo.
La vergüenza se eleva en mi interior y me inflama las mejillas.
Corro por todas partes repartiendo suministros y pequeños frascos de un
caro ungüento para quemaduras. Reparto todo lo que nos queda en las
estanterías, sin importar lo que cueste. Gotas de sudor me recorren la línea
del pelo mientras camino por el vestíbulo esquivando los montones de
mantas y catres esparcidos por todas partes.
—¿Señorita Zarela? —Una voz junto a mi codo me saca de mis
pensamientos. Me doy la vuelta para encontrarme con Benito, uno de los
domadores de dragones, sin su máscara protectora y con su ropa de cuero
negro cubierta de sangre de dragón. Tiene un rostro angular y afilado con
arrugas profundas y curtidas forjadas por los años que ha pasado domando
bestias bajo el sol—. ¿Tiene un momento, por favor?
—Ponme al día, Benito.
Las líneas de las esquinas de sus ojos se tensan.
—No tengo un número preciso de cuántas personas han resultado heridas,
señorita. Estimo que son alrededor de cincuenta, tal vez setenta. —Me
estremezco e intento tragar saliva, pero noto la garganta espesa y dolorida.
Él cambia el peso de un pie al otro, claramente incómodo—. Hemos
perdido a trece mecenas, incluyendo a un niño de ocho años y a un
miembro de rango superior del Gremio.
Se me separan los labios. Doy vueltas a sus palabras como si fueran una
pesadilla y yo estuviera desesperada por despertarme.
Benito aferra con más fuerza su látigo de cuero.
—Con su permiso, me gustaría ordenar a la mayoría de sus guardias que
ayudasen a llevar a los heridos a casa.
—Por supuesto —murmuro, sorprendida de poder oír sus palabras sobre
el estruendo de mis latidos.
—En cuanto a sus dragones… —Hace una pausa y me preparo para lo
peor. Los dragones son inversiones caras—. Hay tres que no han llegado a
salir de las jaulas —informa contando con los dedos—. Los tres últimos
están retenidos y atados en el ruedo, mientras que otros tres han volado.
Me da un vuelco el estómago cuando me golpea un pensamiento horrible
y repentino: los dragones que se han marchado volando causarán estragos
en Santivilla, abrasarán a la gente, quemarán casas.
—¿Podemos hacer algo para recuperarlos? ¿Puedes reunir a un grupo de
domadores…? —Se me rompe la voz al ver su expresión cabizbaja.
—Soy el único que ha sobrevivido, señorita Zarela. —Sus siguientes
palabras son amables, mucho más amables de lo que merezco—. En este
punto no hay modo de saber dónde han ido las bestias. ¿Intentaría encontrar
a un pájaro que se ha escapado de su jaula? Los dragones han volado muy
alto alejándose del centro de la ciudad. Puede que no vuelvan nunca. Creo
que lo mejor que puedo hacer es quedarme abajo con los otros dragones.
Es una lógica sólida, pero no puedo evitar preocuparme por un posible
ataque a la ciudad.
—Benito, ¿cómo ha pasado esto? ¿Cómo han escapado nuestros otros
dragones de sus jaulas?
Frunce el ceño.
—He encontrado algo raro. Creo…
—¡Zarela!
Benito y yo nos volvemos cuando Lola llega hasta nosotros con el pelo
revuelto y la túnica desatada de su falda con volantes. Tiene ambas mejillas
manchadas de suciedad y una mirada salvaje. Guillermo no está con ella.
Se para de repente, jadeando, y se lleva las manos al costado.
—No estoy hecha para correr.
—Lola —digo intentando mantener la calma en la voz—. ¿Qué pasa?
—He traído a los curanderos y están con tu padre. —Tiembla al
pronunciar las siguientes palabras—: Dicen que vayas enseguida.
Tres
En las ruinas humeantes que una vez exhibieron nuestra arena blanca
importada, la piedra está chamuscada y hay profundas fisuras que han
dejado sus marcas permanentes. Hay grandes zonas de la plaza que son un
caos sangriento. Hay tres dragones atados con enormes cadenas.
—¿Dónde los conseguiste? —pregunta uno de los miembros.
—En el mismo sitio que los demás ruedos de la ciudad —respondo con
rigidez. A estos dragones se los puede encontrar en cualquier parte de
Hispalia, así como en las llanuras desérticas del norte o en las cuevas
acuosas del este. Como las cucarachas, se multiplican sin ningún tipo de
restricción invadiendo incluso los lugares más inverosímiles. Se los caza
con facilidad y los mantienen en ranchos donde se pueden adquirir para las
corridas.
—Tenemos que matarlos —dice sombríamente el conde. Levanta un dedo
a medias—. Los tres deben morir por lo que han hecho, junto con sus
madres.
Me estremezco. Seis dragones. Seis inversiones echadas a perder en una
tarde.
Ya ha habido demasiada muerte este día.
El conde avanza desenvainando su larga espada. Les hunde la hoja con
profundidad en el músculo de la nuca, perforándoles los pulmones. Las
muertes son rápidas. Están acabados, pero el sonido de sus gritos ahogados
me azota el cuerpo como una bofetada en la cara. Charcos de sangre se
extienden sobre la arena como raíces de árboles retorcidas.
Los miembros del Gremio observan la destrucción del edificio en silencio
durante largo rato. Se muestran sombríos y desaprobadores y su repentino
mutismo me provoca una punzada de inquietud en la columna vertebral.
Los guardias han sacado a las víctimas y las han dejado frente a la entrada
cubiertas con sábanas. Mañana lo organizaré todo para que sus familias
recuperen los cuerpos. Tomo nota mentalmente de enviar dinero para los
preparativos de los funerales.
El maestro dragón observa a los muertos.
—El Gremio estará con nosotros, ¿verdad? —pregunto, incapaz de
contenerme. Somos el ruedo más célebre de Hispalia. Quinientos años de
éxito, fama y leyenda. Nunca habíamos tenido un incidente hasta ahora.
Nadie me responde y mi rostro queda desprovisto de todo color.
Eduardo envaina su espada. Sus cejas blancas como plumas se acercan
cuando frunce el ceño.
—Este acontecimiento no quedará impune. Le enviaré una citación a tu
padre. Asegúrate de que la lea.
—¿Qué va a pasar con La Giralda? —inquiero, con la voz marcada por la
preocupación.
El maestro dragón me aplaca con una mirada severa y se marcha. Los
demás miembros lo siguen rápidamente. Me dejan sola en medio de la arena
ensangrentada, entre la piedra chamuscada y la muerte.
Cuatro
Hay mucha gente esperando en la sala número siete, todos con idéntica
expresión de impaciencia. La mayoría son hombres aunque hay algunas
mujeres majestuosas con elegantes vestidos, sombreros de plumas y zapatos
de seda.
La estancia tiene el mismo patrón de azulejos que el vestíbulo principal y
varios cuadros recubriendo las paredes con dragonadores legendarios. Hay
un largo escritorio en la parte trasera de la habitación, detrás del cual hay
varios asistentes de aspecto agobiado sentados en taburetes de cuero
clasificando pergaminos.
—Espere su turno, caballero —dice uno de los asistentes—. Les
atenderemos a todos. Lo prometo.
Me coloco la última de la fila y la persona que tengo delante me llama la
atención. Es un chico unos años menor que yo y claramente lo habrá
enviado su jefe, quien no podía molestarse en acudir a la sede del Gremio
en persona.
—¿Estás aquí para presentar una queja? —me pregunta el chico en voz
baja con timidez—. Los formularios están ahí delante. —Miro a donde me
ha señalado. Hay filas de estanterías, todas llenas con montones de
pergaminos, plumas y botes de tinta.
Alguien nota que doy un paso adelante porque me lanzan una mirada
descontenta por encima del hombro. La sala es larga, pero está llena de
personas amontonadas y apenas queda espacio para respirar, mucho menos
para tomar los suministros que necesito para rellenar una queja formal. Uso
los codos para abrirme espacio. La gente se queja y se mueve a ambos
lados, pero consigo llegar hasta los formularios. Echo un vistazo por detrás
del escritorio y veo quejas presentadas. Con una mirada furtiva a mi
alrededor, agarro unos botes de tinta y los hago rodar hacia la multitud que
tengo detrás.
Se oye un fuerte crujido inmediatamente cuando alguien pisa uno de los
botes de cristal. El hombre salta sobre un pie y choca contra alguien. Se
rompe otro bote y luego otro. Un líquido negro se esparce y forma charcos
en todas las direcciones.
—¡Qué…! —brama alguien.
Se produce un pandemonio cuando toda la gente se amontona. Los
empleados saltan de sus taburetes y se precipitan hacia la multitud
turbulenta. Me lanzo detrás del mostrador con el corazón acelerado. Los
miembros del Gremio se insultan y estalla una pelea a mis espaldas. Agarro
una gran pila de quejas y me las meto en la bolsa hasta que está casi a
rebosar.
Ahora toca salir de la estancia.
Ágilmente, me muevo esquivando a los hombres que gritan y a sus puños
hasta que puedo atravesar la puerta y llegar al pasillo. Corro hasta que
encuentro la entrada principal. Solo entonces me doy cuenta de que tengo a
alguien al lado del codo respirando con dificultad.
Alberto.
—¿Por qué me sigues? —Agarro mi bolsa con más fuerza.
—¿Sabe don Eduardo que todavía está aquí? —pregunta, enfadado.
—Como miembro, se me permite presentar una queja —espeto señalando
la sala número siete.
—Pero tú no eres miembro… Tu padre lo es.
Me quedo boquiabierta.
—¿Disculpa?
—La cuota de membresía se paga por una persona. —Hace una pausa—.
Santiago Zaldívar. —Señala a un asistente que hay delante—. Tú no tienes
derecho a presentar ningún tipo de queja.
—Papá no se encuentra bien, así que debo ocuparme de sus asuntos —
digo mientras aumenta mi ira—. Esto es ridículo…
—Por favor, escolta a la señorita Zaldívar fuera del edificio —le ordena
Alberto al asistente que se acerca—. Inmediatamente.
Mi corazón detona contra mis costillas. Lo único que me impide explotar
son los pergaminos que llevo en la bolsa.
—Llamaré a don Eduardo —amenaza Alberto.
La sonrisa astuta que se extiende por su rostro hace que se me erice el
vello del brazo. Nota una grieta en mi armadura. Antes de la masacre,
podría haberme mostrado cortesía y respeto.
Ahora ve a alguien a quien puede mirar por encima del hombro.
Me trago el orgullo y levanto la barbilla. Una multitud se reúne a nuestro
alrededor y se me sonrojan las mejillas. El asistente da un paso hacia
adelante, pero lo rechazo.
—Conozco el camino hacia la salida —espeto con rigidez y salgo por la
puerta principal con los hombros hacia atrás.
—Zarela.
Parpadeo mientras mis ojos se adaptan al brillo del sol. Al final de los
escalones de mármol veo el rostro amable y familiar de Héctor. Hunde los
hombros y sonríe. El alivio le suaviza la frente cuando corro hacia él
mientras el bolso me golpea en la parte posterior del muslo. Parece que
acabara de levantarse de la cama, con la túnica y los pantalones arrugados y
el pelo apelmazado y deshecho.
—Tienes un aspecto horrible.
Pone los ojos en blanco.
—Qué agradable saber que puedo contar siempre con tu honestidad.
Camino hacia sus brazos extendidos. Aunque esté cansado y descuidado,
todavía se las arregla para aparecer cuando más lo necesito. Es tan propio
de él. Cuando era pequeña, mis padres se marchaban sin mí cuando iban a
visitar ciudades y países vecinos. Era Héctor el que se quedaba conmigo
mientras ellos estaban trabajando. Me cuidaba y se aseguraba de que no me
sintiera sola. Lo estrecho con fuerza entre los brazos y él hace una mueca.
—Con cuidado —me dice—. Todavía tengo la espalda… dolorida.
—Lo siento.
Me aparta cuando intento alisarle la túnica.
—Estoy bien, no te preocupes. Zarela, ¿por qué no has venido a buscarme
para tu reunión? —me reprende—. He tenido que enterarme por Lola. Lo ha
dicho de un modo que daba a entender que habías venido directa a tu
ejecución.
—Ya sabes que es muy dramática.
Me mira con aire divertido.
—¿Crees que estaría aquí hablando contigo tranquilamente si me lo
hubiera creído?
No, si alguien me hubiera hecho daño, habría quemado todo el edificio
hasta los cimientos.
—No se me había ocurrido… tendría que haberte escrito.
Suspira.
—Eso es. Estoy aquí para cuando me necesites para asuntos
desagradables, sobre todo cuando se trata de don Eduardo. Él no… tiene
muy buena opinión de tu padre. ¿Cómo ha ido?
Los detalles salen propulsados. Le cuento la mayor parte: la multa, la
cantidad que tengo que pagar para compensar a las familias y la advertencia
de no cometer otro error. Dejo de lado la decisión de combatir en el ruedo,
nunca lo aprobaría. Tampoco menciono las quejas que llevo en el bolso, las
cuales leeré en cuanto esté de camino a casa. Será mejor no involucrarlo en
mis sospechas. Solo me daría un sermón y me prohibiría correr cualquier
riesgo. Es lo que hace siempre.
Odio decepcionarlo, pero hay cosas que tengo que hacer sola, sin
interferencias ni preguntas.
—¿Cuánto dinero te queda?
—Cuatrocientos treinta y cinco reales. Puede que haya un modo… —
Vacilo y me trago un doloroso nudo—. Podría haber un modo de conseguir
más. Depende de lo rápido que pueda reunirme con los compradores.
Héctor me estudia con la interrogación en sus cálidos ojos marrones.
—Vamos a vender el carruaje, dos caballos… el vestido de boda y de
compromiso de mi madre —explico con suavidad—. Me darán una gran
suma. Eso podría sacarnos del apuro.
Especialmente si soy yo la que combate en el ruedo. Sé que Héctor se
ofrecería a hacerlo por mí, pero no puedo aceptarlo. Él tiene su propia plaza
al otro lado de la ciudad.
La Giralda necesita a su propio dragonador.
Yo.
—¿Dónde diablos está tu dinero? —pregunta Héctor—. ¿Dónde ha ido a
parar? Debería haber una fortuna escondida… —Se pasa una mano por la
cara—. Santiago. Ese hombre no tiene juicio. ¿En qué se lo ha gastado? ¿En
carruajes? ¿En camisas de seda suficientes para empapelar La Giralda?
Suelto una risita jadeante e incrédula. Es una discusión típica. La última
vez fue sobre el extravagante armario de papá. ¿De verdad necesitaba tantas
chaquetas de terciopelo? ¿Tantos sombreros de cuero y zapatos hechos a
medida? Papá es un fanático de la moda.
Había empeorado desde la muerte de mamá, pero yo no sabía hasta qué
punto.
—No seas demasiado duro con él —digo tranquilamente—. Cada uno
gestiona el duelo de un modo diferente.
—Así es. —Reflexiona durante un momento y toma una decisión—. Yo
compraré los vestidos de tu madre —declara con una gran sonrisa—.
Quinientos por cada uno. Haré que te entreguen el dinero cuanto antes.
—Tío Héctor, no, no podría…
Levanta la mano.
—Soy tu padrino y quiero hacer esto por ti.
Me caen las lágrimas por la cara. Rodeo a Héctor con los brazos con
cautela y suavidad, como si estuviera hecho de la seda más delicada.
—Gracias, gracias —susurro, aunque no hay palabras suficientes. Nunca
seré capaz de mostrarle toda mi gratitud. Me azota la culpa por ocultarle mi
decisión de convertirme en dragonadora.
—Tío, es un detalle increíble por tu parte —digo, presionando la mejilla
contra el algodón de su túnica bordada.
Suelta una carcajada profunda que hace que se le agite el pecho.
—No soy tan noble. Voy a darme la vuelta después y a vender cada
vestido por mil reales.
Me aparto limpiándome las lágrimas y suelto una risita. Siempre ha sido
despiadado en lo que respecta a las finanzas.
—Espero que me lo compenses con una buena cena.
—Sabes que lo haré. —Recupera la seriedad—. ¿Y qué hay de ti? ¿Tú
estás bien?
—No, no lo estoy, pero hay mucho que hacer. Tengo que mantener La
Giralda en marcha…
—¿Todavía te planteas continuar dirigiendo la plaza? ¿Cómo? Tu padre
no puede seguir haciendo corridas de dragones. La plaza está destruida.
¿Por qué no la vendes?
Sus preguntas me arañan la piel.
Estaba a punto de hablarle de los dragones asesinados en la mazmorra y
de mis sospechas de que hay alguien intentando arruinarnos
intencionalmente. Pero así me insistiría todavía más para que renunciara a
La Giralda.
—Encontraré un modo de hacer que siga funcionando —respondo
firmemente. Héctor se marchita ante mis ojos y mis siguientes palabras son
más amables. Solo está intentando ayudar—. Ahora debo dejarte. Tengo que
comprar un dragón y contratar a un dragonador —añado rápidamente.
—Discúlpame, Zarela, pero ¿qué dragonador va a querer trabajar en un
ruedo caído en desgracia? —Me estremezco. La verdad de sus palabras es
como un agudo golpe—. A estas alturas todos los graduados tendrán
contratos para el resto de la temporada con otras plazas.
Tiene razón, pero no voy a buscar a un dragonador en el mercado. Lo que
necesito es un monstruo al que enfrentarme.
—Tío, ¿puedes indicarme dónde puedo comprar un dragón, por favor?
—¿Cómo vas a poder permitirte un dragón y su mantenimiento?
Se me empieza a agotar la paciencia.
—Tengo una solución. No te preocupes.
—Claro que me preocupo —Héctor me estudia atentamente—. Si insistes
en continuar con las operaciones, te aconsejo que vayas a visitar el Rancho
Esperanza. Está fuera de la ciudad, en el desierto. No conozco
personalmente al propietario, Ignacio, pero no he oído ninguna queja. Puede
que tengan a alguien allí a quien puedas contratar para combatir en el ruedo.
Será tu mejor opción para encontrar a un dragonador disponible a estas
alturas de la temporada.
—Nunca había oído hablar de ese rancho —respondo frunciendo el ceño.
—Porque la mayoría quiere razas puras de propietarios exigentes —
explica Héctor—. Los dragones de Ignacio son salvajes y más peligrosos y
no han sido criados en cautiverio para asegurar su pedigrí. Por supuesto,
algunas plazas buscan a estos animales por el peligro que suponen para el
dragonador —espeta con tono de repugnancia—. Esas bestias son
impredecibles, pero puede que no tengas otra opción y al menos es un lugar
por el que empezar mientras vuelves a levantarte. No puedo decir que esté
de acuerdo con tu decisión, Zarela. Odio verte estresada por algo de lo que
realmente debería encargarse tu padre. ¿Quieres que te acompañe?
Niego con la cabeza.
—Puedo hacerlo yo sola.
—Pero…
—Tío, te estás entrometiendo como mi tía abuela Eugenia. ¿Te acuerdas
de ella?
Ríe esbozando una sonrisa avergonzada.
—Eres como una hija para mí.
Me atraviesa una punzada de culpa, pero me guardo el secreto. En cuanto
le contara mis planes, intentaría disuadirme de ellos.
Y no puedo cambiar de opinión.
Nueve
Arturo se ha marchado del rancho para lo que queda del día. Camino dando
grandes círculos por la cima de la colina hasta que me duelen las plantas de
los pies y los tengo llenos de tierra rojiza. Si me siento aunque sea solo una
vez, sé que no voy a poder volver a levantarme. Los trabajadores corren de
un extremo del campo al otro, y me echan rápidos vistazos cuando creen
que no estoy mirando. Estoy a plena vista, la bailaora de flamenco que tiene
negocios misteriosos con el domador de dragones.
Las nubes se espesan formando un color adusto que amenaza con un
aguacero. Antes de que suene la campana de la noche, Arturo vuelve de su
cacería a horcajadas sobre un caballo rojizo y encabezando una procesión
de varios jinetes que arrastran un gran contenedor con una jaula de hierro
sujeta a la estructura. Dentro hay un dragón con escamas azabache: un
morcego.
Estos son los monstruos que conozco. La bestia tiene unas alas parecidas
a las de los murciélagos que le permiten volar, pero solo distancias cortas y
cerca del suelo. El dragón le gruñe a cualquiera que se acerque a su jaula,
chasqueando los dientes y emitiendo chillidos ensordecedores. Me
estremezco mientras entorno los ojos mirando colina abajo para intentar
distinguir qué tipo de arma lleva el domador, pero no veo ninguna.
Naturalmente.
El morcego ruge de nuevo y golpea el muro de su prisión haciendo
traquetear las barras de hierro. La multitud retrocede y se queda solo
Arturo, con las piernas cruzadas a la altura de los tobillos y los brazos
cruzados sobre el pecho. Se mantiene completamente inmóvil mientras
estudia la nueva adición. Su cabello oscuro se agita con el viento
tormentoso, y cuando uno de los jornaleros del rancho se acerca, Arturo le
da una orden. No puedo oír las palabras, pero reconozco el tono mordaz. Ni
siquiera el viento puede disimularlo. Alguien le entrega un gran palo
envuelto en tela roja. El domador lo desenvuelve lentamente y el algodón se
despliega convirtiéndose en un capote rojo sangre.
La herramienta del dragonador.
Arturo da la orden de despejar la entrada de una celda vacía. Luego hace
que alguien abra la puerta de la jaula en la que se encuentra el dragón con
un gran gancho. La bestia sale corriendo desplegando las alas y carga
inmediatamente contra el capote rojo que sostiene Arturo con mano firme.
A continuación, se produce una ágil danza llena de giros y vueltas.
El dragón corre hacia Arturo, quien se aparta bruscamente de su camino
en el último momento. Se agacha cuando el morcego intenta golpearlo con
la cola. Se aparta de un salto cuando la bestia echa fuego y humo. Continúa
así hasta que, de algún modo, el domador ha conseguido que el dragón pase
por la entrada de la jaula vacía. Lanza el capote entre las rendijas y un
corpulento jornalero le entrega rápidamente el escudo encantado.
Arturo deja escapar un agudo silbido y la puerta se cierra con un golpe.
Se queda dentro atrapado con un dragón salvaje e indómito que le triplica el
tamaño. Antes estaba acostumbrada a verlo. ¿Cuántas veces he visto a papá
enfrentarse a este enemigo? Pero el sudor me humedece las manos y tengo
el estómago revuelto como el agua debajo de una cascada.
El domador levanta lentamente el escudo hasta el nivel de su nariz. El
reflejo del propio dragón sobresalta a la bestia y empieza a moverse, pero
no ataca. Arturo chasquea la lengua y da un paso hacia adelante. El dragón
lo mira con cautela. Otro chasquido, otro paso adelante. El reflejo del
escudo aumenta de tamaño. Se está inclinando cada vez más hacia la
pequeña abertura por la que puede pasar agachado.
Los movimientos frenéticos del dragón se ralentizan. Arturo levanta la
barra de la pequeña entrada con la pantorrilla sin perder el ritmo de los
chasquidos. Está a una distancia en la que casi puede tocar al monstruo.
Entonces se da la vuelta y sale rodando de la celda. Los chasquidos se
detienen. El morcego echa la cabeza hacia atrás y deja escapar un chillido
que hiela la sangre.
Todos nos estremecemos instintivamente. Incluso yo, que estoy
relativamente a salvo en la colina. Arturo le entrega el escudo a alguien que
está esperando al lado de su codo, se mete las manos en los bolsillos de los
pantalones silbando una melodía que no reconozco y se dirige a la colina,
más o menos en mi dirección.
En cuanto me ve, la alegre melodía se interrumpe y se le tensa la
mandíbula. A medida que se acerca, analizo sus rasgos: cejas unidas que
reflejan su frustración, hombros rígidos y labios apretados en una estrecha
línea. Las largas líneas de sus piernas golpean la tierra dura.
No está de humor para hablar conmigo.
Arturo pasa junto a mí, donde uno de los jornaleros del rancho espera en
la entrada trasera de la casa. Empiezan a hablar con semblante serio y el
trabajador señala varias veces en mi dirección. Puedo imaginarme la
información que le está transmitiendo: cómo me he negado a marcharme
del rancho, cómo he mandado a casa el carruaje. Arturo lo escucha todo con
expresión pétrea. No me mira ni una sola vez.
Entonces, se acaba la conversación y Arturo se mete en la casa.
Suena la campana y todo el mundo se dispersa: la gente busca a sus
caballos y los jornaleros se marchan de la propiedad a sus respectivas casas.
La oscuridad se arrastra hacia adelante como el mar invadiendo la tierra
seca. Me preparo para otra noche horrible. ¿Cuántos días harán falta? ¿Y si
Arturo no cambia nunca de opinión? No puedo soportar parecer una tonta,
pero no me quedan opciones. Tengo que mantener al menos otra
conversación con él.
Una gota de lluvia me salpica el hombro. Cierro los ojos con una mueca
cuando otra gota me cae en la frente. Y luego otra y otra. En pocos
segundos, el cielo empieza a arrojar ráfagas de agua torrenciales. La ropa se
me pega al cuerpo en cuestión de momentos. El suelo se convierte en un
lodo oscuro hecho de guijarros ondulados y césped blando. Abro los ojos y
me dirijo al camino pavimentado, agradeciendo estar al menos lejos del
barro.
Me encaro al rancho y lo miro fijamente. Una de las ventanas brilla
iluminada desde el interior. Una sola silueta se materializa detrás de los
cristales. Se queda totalmente quieto, un contorno oscuro y nebuloso contra
la cálida luz. Lo miro fijamente mientras el agua me empapa las pestañas.
Nos fulminamos mutuamente con la mirada durante largo rato. La lluvia
sigue azotando en ráfagas que golpean cada centímetro de mi cuerpo.
Coloco los hombros con una sombría determinación y me cruzo de brazos.
El frío se filtra a través de mi ropa y me froto los brazos enérgicamente en
un intento inútil de protegerme del agua. Doy patadas contra el suelo para
mantener el calor. Lo que daría ahora por un plato lleno de arroz ahumado y
conejo crujiente.
El hogar me llama.
Mi cama mullida y mis suaves mantas. Una taza humeante de chocolate
caliente y Lola haciéndome reír mientras me deleita con sus imitaciones de
Ofelia. Lucho contra la persuasiva voz de mi interior que me dice que llame
a la puerta y pida que me lleven a Santivilla.
La continua negativa de Arturo a hablar conmigo es lo que me mantiene
clavada en el sitio. Lo desafío a venir y a enfrentarse a mí. Pero no lo hace
y, finalmente, se aparta de la ventana. Me tambaleo hasta la planta de la
maceta y me siento debajo de sus hojas frondosas. El duro pavimento no
ofrece descanso a mis piernas doloridas, pero está más o menos limpio.
Intento no pensar en el número de días que tendré que pasar en esta colina
infernal mientras mi padre se pone cada vez más enfermo.
Pero no puedo pensar en otra cosa.
La mañana siguiente está igual de nublada, gris y adusta sin una pizca de
calor o luz solar. Me pongo de pie con la espalda rígida y dolorida y cojeo
hasta los arbustos para aliviar mis necesidades. Tengo la ropa húmeda y está
manchada de lodo en casi todos los centímetros. El hambre hace que el
estómago me grite exigiendo ser llenado. Tengo las manos rígidas por haber
pasado toda la noche con los puños cerrados y entumecidas por el frío, pero
de algún modo logro volver a mi puesto en la cima de la colina.
Se abre la puerta trasera y aparece Arturo con su taza de café y el
periódico del día debajo del brazo. Parece fresco y seco y respetable con su
túnica y sus pantalones limpios, mientras que yo debo parecer un charco de
barro.
Mira superficialmente todo el patio y se queda congelado en cuanto me
ve.
—Creía que te habías ido.
—No —respondo.
Arturo se lleva una mano a la cara. Entonces me mira a los ojos y me
cuesta leer su opinión. Sus rasgos parecen estar en guerra. Detecto un brillo
de respeto en sus ojos, pero su boca muestra su mueca habitual. Nada
escapa a su atención: mi apariencia desaliñada, la mugre de mi ropa, mis
pies y manos sucios y acalambrados. El modo en el que sigo temblando por
el frío de la noche aunque hace rato que se ha escondido la luna.
—Pasa —dice brevemente.
—No voy a marcharme hasta que mantengamos otra conversación.
Espero que discuta conmigo, pero se limita a irse dando un sorbo al café.
Lo sigo hacia la casa templada con sus suaves paredes de color miel y su
suelo firme. Me conduce hasta el despacho y señala la silla que hay frente a
su escritorio.
—Siéntate antes de que te caigas.
Me hundo en ella, gimiendo.
—No te muevas de aquí —dice con voz plana y se marcha de la
habitación.
Me recuesto en los lujosos asientos y se me cierran los ojos. Me
sobresalta el ruido de los platos cuando vuelve Arturo con una bandeja. Hay
dos tazas y un plato de tortilla de patatas cortada. Hay otro plato pequeño
con dados de chorizo y gruesas rebanadas de pan tostadas y untadas con
mantequilla. Se me hace la boca agua.
Arturo deja la comida en el escritorio. Intento agarrar un trozo de chorizo,
pero tengo las manos tan entumecidas que se me cae. Arturo se queda de
pie al lado de mi silla fijándose en mis rígidos dedos. Tiene los labios
apretados en una línea de desaprobación. Se inclina, recoge el chorizo y me
lo coloca amablemente en la mano preguntando con un tono severo:
—¿Tengo que darte de comer en la boca?
—Claro que no. —Me lo como y luego ataco una generosa porción de
tortilla. En pocos segundos, he vaciado el plato. A continuación tomo una
de las tazas de café con leche. El primer sorbo esparce su calor por todo mi
cuerpo y dejo escapar un gemido de placer.
Arturo rodea el escritorio y se sienta en su silla de cuero. Cuando está
cómodo, me mira con expresión pétrea. Lo rodea un aire de amenaza
silenciosa.
—¿Por qué haces esto? —le pregunto.
—¿El qué, exactamente?
—Alimentarme. Ayer no lo hiciste.
—No quiero tener que ocuparme de un cadáver.
Me estremezco.
—No habría llegado tan lejos.
—Eso dices tú, pero desde donde yo estoy sentado, pareces medio muerta
—me reprocha en tono acusatorio.
Parpadeo. No puedo tener tan mal aspecto, pero tomo una rebanada de
pan y le doy un enorme mordisco.
—Estás siendo muy dramático. Gracias por la comida y el café.
—No me des las gracias por eso. Solo estás aquí porque no quiero
explicarle tu muerte a don Ignacio cuando vuelva de su viaje.
—Esperaba que hubiera vuelto ya.
—Estará fuera unos días más. ¿Por qué? ¿Pensabas usarlo para
convencerme?
Niego con la cabeza.
—No, pero había pensado que sería agradable tener una conversación con
alguien simpático.
—Esto no puede continuar.
Me llevo la taza a los labios y doy otro largo sorbo. Estaba esperando este
momento, pero ahora que estoy aquí, no sé qué más puedo decir para
convencerlo. El agotamiento se apodera de mí y amenaza con derribarme.
Arturo sabe dónde estoy. No tiene sentido seguir discutiendo a menos que
sea para discutir su jornada laboral.
—Te necesito.
—Ya es bastante malo venderlos a otros dragonadores —susurra—. No
puedo entrenarte. No puedo volver a una plaza. He dejado atrás la vida de
dragonador.
—No te estoy pidiendo que combatas.
—Don Ignacio me obliga a cazarlos. Solo los entreno para que después
los masacren. Tú me estás pidiendo que te enseñe a matarlos. Ahí está el
límite.
—Pero sigues conduciéndolos a la muerte…
—¿Y crees que no lo sé? —espeta con rudeza—. ¿Que no detesto cada
minuto que paso haciéndolo?
—¿Entonces por qué trabajas aquí?
Arturo me fulmina con la mirada y cruza sus musculosos brazos sobre el
pecho. Exacto, no le gustan las preguntas.
—Mi padre está enfermo —le digo—. Necesita dinero. Los dos tenemos
que hacer cosas que no queremos hacer. Yo tengo que mantener la plaza
abierta y eso significa combatir contra dragones. Si pudiera contratar a otra
persona, lo haría, pero un amigo cercano de la familia me aseguró que es
imposible a estas alturas de la temporada. No hay opciones adecuadas.
Aparta los ojos de mí. Sigo la dirección de su mirada hasta el saco lleno
de dinero que está apoyado en una de las estanterías, oculto y fuera de su
campo de visión. Pero no hay voluntad que pueda separar a un hombre
desesperado de una pila de oro. Lo sabe tan bien como yo.
—Necesitas el dinero —digo amablemente después de terminarme el pan
tostado—. Así podrás volver a empezar. Cada moneda de esa bolsa te
pertenece y con ellas estás mucho más cerca de poder comprar este rancho
y convertirlo en aquello que desees. —Tomo una respiración fortificante y
suelto el aire lentamente. Sé qué más puedo ofrecerle, pero es literalmente
lo único que me queda—. Te aumento el pago a quinientos reales. Son casi
doscientos más que la cantidad original.
Una persona podría vivir perfectamente con ese dinero dos años.
Cómodamente y alimentándose bien. Espero sonar segura, como si pagar
quinientas monedas no fuera nada fuera de lo común. Me agarro las manos
temblorosas en el regazo y me obligo a mostrar una expresión neutral en el
rostro, desesperada por ocultar mi pánico. Si no lo acepta, no sé qué más
haré.
Arturo vuelve su atención hacia mí escrutando mi rostro y mis ojos y se
remueve en su silla. La aceptación cansada se hace cargo. Una ráfaga de
esperanza alza el vuelo en mi interior, revoloteando contra mis costillas,
anhelando la libertad. Me inclino hacia adelante esperando escuchar sus
palabras.
—¿Qué dragón quieres? —pregunta finalmente.
Tengo que contenerme para no ponerme en pie de un salto. Solo serviría
para enfadarlo y, además, estoy demasiado cansada.
—El morcego.
—¿Y el otro?
—Elige tú. El que creas que es mejor.
Arquea una ceja oscura.
—¿Crees que es sensato que yo elija la bestia a la que te vas a enfrentar
en el ruedo?
—Acabas de admitir que no querías tener mi vida en tus manos —replico
con una sonrisa sombría.
—Que es exactamente lo que va a pasar de todos modos. Es mi
entrenamiento el que te mantendrá con vida. O no —añade pensativo.
Se me desvanece la sonrisa. He utilizado todas mis energías tramando e
intentando manipular al domador para que acepte el puesto. Pero ahora que
lo he conseguido, me golpea la realidad de la situación… y tiene la forma
de un dragón negro con alas de murciélago y una furia ardiente.
Los primeros rayos de la débil luz del sol penetran en la oscura habitación
a través de los cristales sucios de las ventanas. La ropa se me seca
lentamente, todavía tiesa por el barro. Señalo los volúmenes desgastados
que hay en los estantes de madera.
—¿Has leído todos estos libros?
Arturo se queda en silencio. Realmente me sorprende no ver vapor
saliendo de sus oídos. Va vestido con su habitual túnica oscura, pantalones y
botas de cuero desgastadas que han recorrido demasiados caminos
polvorientes.
—Si vamos a trabajar juntos, al menos podrías intentar ser agradable.
Aprieta los labios.
—He dicho que acepto el trabajo. Eso no significa que vayamos a ser
amigos y no te debo más palabras corteses que las que necesite para decirte
que te agaches.
—Espero que me des alguna indicación más.
Se limita a encogerse de hombros y yo junto las cejas, enfadada. No es
exactamente reconfortante. Mi mirada vuelve a posarse en la bolsa de
monedas. Trescientas veinticinco monedas de oro es una pequeña fortuna.
Y le he ofrecido aún más.
—¿Estás contento con la compensación?
Retuerce los labios en disgusto. Puede que sea por la pregunta, pero
también puede ser porque no soporte que yo sepa cuánto necesita el dinero.
—Sí.
Tomo otra rebanada de pan.
—Trabajo mejor cuando tengo un plan que seguir. ¿Cuántas sesiones de
entrenamiento crees que harán falta para que esté preparada?
—¿Tienes miedo a morir?
Aparto la comida de mi boca.
—¿Acaso no lo tenemos todos?
Baja las oscuras cejas y la voz le sale grave y seria.
—Por encima de todo, antes de poner un pie en el ruedo, tienes que hacer
las paces con la muerte. Si te da miedo el resultado, afectará a tu
concentración y a tu habilidad para derrotar al dragón. ¿Puedes hacer eso?
Aparto la mirada con un nudo en la garganta. El recuerdo del grito de mi
madre resuena en mi cabeza hasta que me estremezco. Me imagino
enfrentándome a un dragón con sus dientes relucientes, sus garras afiladas y
su fuego ardiente. Son monstruos incapaces de mostrar lealtad o compasión.
El miedo se me acumula en el estómago y trago saliva dolorosamente.
—Has dicho que no tenías más opciones, pero eso no es totalmente cierto
—añade planamente—. Podrías casarte.
Dejo apresuradamente la taza en el escritorio con un fuerte traqueteo y
con las mejillas sonrojadas. El corazón me late con fuerza contra las
costillas.
—¿Qué?
—Podrías casarte —repite y, por primera vez, su tono se suaviza. Mis
latidos recuperan la normalidad. Durante un extraño y emocionante
momento, he pensado que podría estar sugiriendo… pero no. En lugar de
eso, su voz oculta un trasfondo de piedad y se me tensa la mandíbula—.
Búscate un marido rico dispuesto a asumir tu carga financiera —continúa
—. Eres lo bastante guapa para tentar a alguien.
Para él es fácil sugerir algo así. Renunciar a mis derechos, convertirme en
la propiedad de alguien. Una carga financiera. Un intercambio en el que
perdería el respeto a mí misma y me transformaría en alguien que no
reconocería. Una propiedad. Una figura de porcelana en una estantería. Las
mentiras que se extenderían a partir de mi única visita. La idea de casarme
me manda un escalofrío por la espalda. El hecho de pensar en apresurarme a
elegir a cualquiera de un número cada vez menor de caballeros que podrían
llegar a considerarlo.
Puede que haya alguien por ahí que me trate como una igual tal y como
hacía mi padre con mi madre, alguien que me conozca y me ame y quiera
una compañera de vida. Sería una estupidez no considerarlo. Pero no tengo
el lujo del tiempo y si ahora me apresuro a casarme, estaría lejos del tipo de
relación con el que he soñado. Estar en deuda con alguien durante el resto
de mi vida me destrozaría el alma hasta que no quedara ni un pedazo.
Nada de fuego. Nada de corazón.
No es la vida que quiero. Preferiría enfrentarme a un dragón.
—Esa no es una opción —le digo—. ¿Y ahora qué?
—Nos vamos a Santivilla.
Me miro la camiseta sucia que ya no es de color crema. No es
exactamente el regreso triunfal que imaginaba.
—Primero necesitaré un palangana de agua caliente.
Arturo me lanza una sonrisa crispada.
—Primero vas a tener que pedírmelo en lugar de decírmelo.
—No esperarás que vuelva a casa con la cara y las manos sucias.
—Todavía no he oído ninguna petición.
Suspiro.
—¿Podrías, por favor, llenar cualquier maldita palangana que tengas con
agua? ¿Con agua caliente?
—Eso es mucho trabajo.
—Sí, partir una varita por la mitad para encantar el agua caliente es
increíblemente agotador.
—Aquí no tenemos magia —responde Arturo—. Ni una sola varita.
Jadeo.
—¿Entonces cómo calentáis el agua?
—A la antigua usanza —contesta con voz fría—. La hervimos.
—¿Qué problema hay con usar la magia?
Arquea una ceja.
—No todo tiene que resolverse del modo más fácil. No la utilizo a menos
que sea absolutamente necesario.
Existe una antigua animosidad entre el Gremio de Dragonadores y el
Gremio de Magia, una disputa provocada por el uso posterior de las partes
del cuerpo de los dragones para sus hechizos y pociones. Eran los cazadores
originales, mataban monstruos a centenares. Llegó un momento en el que
los dragones contraatacaron azotando a Santivilla y los dragonadores se
convirtieron en una necesidad. Ahora, los magos y las brujas visitan las
plazas y se llevan los cadáveres para practicar su espantosa magia. Ya no
cazan a las bestias, pero no importa. Los dragones guardan rencor y tienen
una larga memoria.
Por eso el Gremio de Dragonadores es el favorito en Hispalia. No
empezamos nosotros la guerra contra los monstruos.
—En ese caso, ¿podrías hervir agua, por favor?
Sus ojos oscuros brillan en la habitación cada vez más iluminada.
—No, me parece que no lo haré. La única responsable del estado en el
que te encuentras eres tú misma.
—Pero…
Se pone de pie de repente.
—Voy a preparar a los dragones para el trayecto. Reúnete conmigo
delante cuando hayas terminado.
Me remuevo en la silla.
—Tienes que trabajar en tu hospitalidad.
Apenas me llegan las palabras mientras sale de la habitación. Ya está
atravesando el umbral cuando su respuesta me raspa la piel.
—Nadie te ha invitado.
Catorce
Dejo que vayan los dos al despacho mientras yo voy corriendo a la cocina
primero. Ofelia está ocupada fregando los platos en la gran tina de madera
tarareado suavemente para sí misma. En cuanto entro en la habitación, deja
escapar un grito áspero y corre hacia mí agarrándome las manos con las
suyas húmedas y jabonosas.
—Dijiste que iba a ser una salida rápida —me reprocha en tono acusador
—. ¡Han pasado días, Zarela! Lola no ha sabido darnos información, tu
padre estaba nervioso y de repente teníamos obreros entrando y saliendo de
La Giralda con cubos de pintura y estropeando la moqueta con sus pies
embarrados. ¿Dónde estabas?
Le estrecho las manos.
—No puedo explicártelo ahora. Papá quiere verme en su estudio.
¿Tenemos té? ¿Café? ¿Comida?
Ofelia me ofrece una mirada de desaprobación.
—Como si no me conocieras. —Me suelta y saca inmediatamente una
bandeja de madera de una de las estanterías—. ¿A quién te has traído?
Toma, corta esto.
Me entrega una barra de pan (del día anterior a juzgar por su textura) y un
cuchillo. Empiezo a cortar.
—He contratado a un nuevo domador. Papá va a reunirse con él por
primera vez y necesito que la conversación vaya bien.
Porque ya le he pagado y no puedo permitirme buscar otro. No lo digo en
voz alta, aunque Ofelia debe estar al tanto de los apuros financieros que
estamos experimentando.
—Tu padre estaba muy preocupado —me dice Ofelia en tono de reproche
y añade comida a la bandeja: un cuenco con aceitunas verdes marinadas en
aceite de oliva, lonchas de jamón y queso manchego y un platito con
tomates sazonados—. Ha insistido en salir de la cama.
Me azota la culpa.
—Pero si mandé un mensaje.
Ofelia agita la mano.
—Información muy vaga.
—¿Qué ha dicho Eva? —pregunto mientras me entrega la bandeja.
—Le ha bajado la fiebre, pero le preocupa que pueda sufrir una recaída.
Necesita reposo total y tiene que comer. Pregúntame cómo va en ese tema.
—Abro la boca para hacerlo, pero sigue hablando ella—. ¡Lo único que
come son tostadas! —se lamenta—. Lola le suplicó que comiera el rabo de
toro que le preparé, pero no le dio ni un mordisco. No lo entiendo. Le
encanta el rabo de toro.
—Haré que coma.
Oigo pisadas acercándose ruidosamente y me doy la vuelta justo a tiempo
para ver a Lola entrando por la puerta de la cocina.
—¡Has vuelto!
Jadea cargando un montón de sábanas. Tiene el pelo suelto y salvaje y
Ofelia se lo mira con desaprobación. Esa dinámica tan familiar me calienta
el corazón y consigue sacarme una reticente sonrisa en la cara.
—¿Qué me he perdido? —pregunta dejando la carga en uno de los
banquetes.
Ofelia le pone mala cara.
—¡No dejes eso ahí! Llévalo directamente a la lavandería.
Las dos la ignoramos y reprimo una sonrisa cuando veo a Ofelia
levantando las manos en el aire. Lola me da un abrazo bien fuerte. Huele a
colada limpia y a café. Una punzada de arrepentimiento me atraviesa el
corazón. Dejé demasiadas cosas a su cargo.
—No puedo hablar mucho, papá está con…
—El domador —termina Lola apartándose—. Los he visto por la ventana.
Tiene un pelo muy bonito. Sabía que lograrías que dijera que sí y aceptara
luchar en el ruedo.
—No exactamente. —Me aclaro la garganta—. Me va a entrenar. Voy a
ocupar el puesto de mi padre.
Lola me mira boquiabierta. Abre y cierra la boca hasta que finalmente me
espeta:
—¿Pero qué te vas a poner?
Es muy típico de Lola decir lo más apropiado. Relajo la tensión de los
hombros y me río.
Me mira con seriedad.
—Déjamelo a mí… Te diseñaré el vestuario perfecto. Claro que tendré
que pedir materiales de Valentia porque las opciones de telas de Santivilla
son horribles.
El pueblo costero, famoso por sus playas, su paella hecha de sepia,
mejillones y fragante arroz con azafrán y sus avenidas pavimentadas con
mármol, era su ciudad de nacimiento, al igual que la de mi madre. La
familia de mamá posee una empresa de alquiler de botes especializada en
llevar a los clientes que pagan bien a las resplandecientes aguas azules que
bordean la costa con la esperanza de atrapar a un monstruo marino o de
avistar una sirena. Mamá siempre decía que nunca había estado hecha para
el mar y que había huido para casarse con mi padre, quien le prometió
mantenerla siempre en tierra firme. Es una ciudad elegante, y solía ir todos
los años con mis padres a visitar a mis abuelos. Fuera de Santivilla, es mi
lugar preferido del mundo.
Papá y yo no hemos ido desde que murió mamá.
Ofelia se coloca ante nosotras.
—¡Lola! ¡La colada!
Lola me guiña el ojo antes de llevarse las sábanas y sale corriendo antes
de que Ofelia pueda golpearla suavemente con la escoba más cercana. Suele
hacerlo a menudo, sobre todo si soy insolente.
Tomo la bandeja y subo las escaleras totalmente consciente del
lamentable estado de mi ropa y mi pelo colgándome en mechones sucios
por la espalda. Durante un momento, me planteo cambiarme, pero oigo
voces enfadadas por el pasillo. Me quedo quieta intentando que los platos y
las tazas no se tambaleen y me inclino hacia adelante aguzando el oído para
captar su conversación.
—Quiero que me des tu palabra de caballero —exige papá con frialdad
—. No le dirás ni una palabra.
Se me eriza el vello de los brazos.
—Señor, no soy ningún caballero. Como ve, mis padres siempre han
trabajado —contesta Arturo con voz seca—. Soy tan común como la arena
del ruedo y no tengo nada de caballero.
—En ese caso, júralo por tu honor —replica papá con la misma voz fría
como el hielo.
Se produce un largo silencio.
—¿Por qué debería hacerlo? —pregunta finalmente Arturo.
—Te recompensaré.
Flexiono los dedos alrededor de la bandeja hasta que se me ponen los
nudillos blancos.
—¿Con qué dinero? La Giralda apenas vive.
—Zarela tiene que sobrevivir —dice papá.
Noto un extraño hormigueo por la columna. En unos pocos minutos,
Arturo le ha contado mi plan de luchar en la arena a mi padre. Gruño
audiblemente. No es así como quería que se enterara. Iba a preparar mis
argumentos, a enfrentarme con lógica a la conversación, a razonar con él.
—Pues manténgala fuera del ruedo —responde Arturo sencillamente.
Papá suspira.
—Ya has conocido a mi hija. Sabes cómo es.
Sacudo las manos por la sorpresa y las tazas se deslizan tintineando. La
conversación se detiene de golpe.
Se abre la puerta y Arturo se apoya contra el marco fulminándome con la
mirada.
—¿Cuánto tiempo llevas ahí?
Me erizo ante su agudo tono.
—¿Estás cuestionando mi derecho a estar donde quiero en mi propia
casa?
—Estoy cuestionando tus modales, ya que claramente nos estabas
escuchando a escondidas. —Abre más la puerta y paso exhalando con la
barbilla en alto. Espero que me ayude con la pesada bandeja mirándolo
expectante.
No lo hace.
—No sé por qué crees que puedes hablarme de ese modo —le digo
dejando la bandeja sobre el escritorio. Arturo no se molesta en contestar.
Me doy la vuelta hacia mi padre, que está sentado en su silla con una
sombría expresión en el rostro. No me gusta el tono verdoso de su piel, no
me gusta el modo en el que está desplomado sobre la silla de cuero.
Y no me gusta el modo en el que me mira como si lo hubiera traicionado.
—Papá, yo…
—Tú y yo ya hablaremos después, Zarela —me corta. Y, aunque suena
enfadado, sus ojos me dicen algo totalmente diferente. Lo he asustado.
—Alguien tiene que hacerlo —murmura Arturo en voz baja. Se sirve a sí
mismo un plato y se sienta en una de las sillas de cuero que hay frente al
escritorio. No sé por qué me pareció buena idea contratarlo.
Me aclaro la garganta y me dirijo a mi padre, aunque soy incapaz de
volver a mirarlo a los ojos.
—¿Quieres comer algo?
—No tengo hambre, tesoro —contesta.
Tesoro.
Solía llamarme así siempre que estaba enfadada o cuando acababa de
discutir con mamá. Esa palabra funcionaba como la miel, dulce y dorada,
un bálsamo contra todo lo que hubiera ido mal ese día. Normalmente, una
coreografía que se me había atascado o que mi madre quisiera que me
peinara de cierto modo, me maquillara y fuera al mercado.
Ella habría sabido cómo hacer que comiera.
Lleno un plato con comida y se lo pongo delante con una sonrisa alegre.
—Pues come algo por mí.
Detrás de mí, Arturo murmura entre dientes:
—El hombre ha dicho que no.
Me siento en la última silla vacía y fulmino a Arturo con la mirada.
—Necesita comer.
—Lo que necesita es que su hija lo escuche —replica Arturo, exasperado
—. Ha dicho que no tenía hambre.
Papá sigue mirándonos y, por alguna misteriosa razón, su ceño se suaviza.
Se recuesta en su silla y esboza una suave sonrisa.
—Nadie aparte de Lola y de mí puede hacer frente a mi hija —dice papá
—. Y a veces ni siquiera yo lo consigo. También se ha salido con la suya a
menudo y eso es sobre todo culpa mía. Mi mujer nunca la mimó y ahora yo
pago el precio. Creo que te irá bien en La Giralda, señor Díaz de
Montserrat.
Me quedo boquiabierta. En general, mi padre es encantador con los
desconocidos. Puede hacerte sentir especial y querido, pero no es nada
propio de él el modo en el que está tratando a este domador. Está siendo
más que educado y un poco demasiado sincero, el tipo de sinceridad que no
me pinta con una luz halagadora.
Nunca revela nada privado sobre nuestra familia a gente que no conoce.
El domador se lleva una aceituna a la boca.
—Puede llamarme simplemente Arturo.
—¿Os conocéis? —pregunto finalmente mientras Arturo sigue comiendo
y mi padre se resiste a probar un solo bocado. Cuando me doy cuenta de
que no me quieren en la conversación la realidad me golpea como una
bofetada. Nadie responde a mi pregunta y mi frustración aumenta como la
marea que azota la orilla del mar. Al fin y al cabo, ha sido todo idea mía.
Papá y Arturo me ignoran. Tomo un plato y lo lleno de aceitunas y queso
manchego luchando contra el resentimiento.
—Así que ahora cazas dragones —comenta papá. Sus palabras son
inofensivas, pero no así su tono. Se nota un gran dejo de desaprobación.
Arturo rebaña un trozo de pan con el aceite de oliva. Calculo
mentalmente lo que costará reemplazar la botella casi vacía.
—¿Y qué?
—¿No trabajaste una temporada en la plaza de Héctor?
Se encoge de hombros.
Abro los ojos de par en par. ¿Arturo trabajó para mi tío? Interesante. Y no
puedo creer su rudeza. ¿Lo destruiría ser civilizado? Giro en la silla para
mirar a mi padre esperando verlo rugir con indignación, pero en lugar de
eso, papá no parece molesto con este joven grosero que se está comiendo la
mayor parte de la comida.
—Solo para dejarlo claro, ¿cómo os conocisteis los dos exactamente? —
vuelvo a preguntar.
No obstante, tampoco me responden. En lugar de eso, intercambian una
mirada silenciosa que no logro entender ni interpretar. ¿De qué se conocen?
No hay muchos dragonadores en Santivilla, solo se gradúan los mejores.
Puede que sus carreras se solaparan.
—¿Dónde te formaste? —pregunta tranquilamente papá.
Arturo parpadea, claramente no se esperaba la pregunta. Abro la boca
llena de interrogantes, pero Arturo enseguida me interrumpe.
—En San Jorge.
—La mejor escuela de dragonadores de Hispalia. ¿Por qué no estás
luchando en alguna plaza?
Arturo le lanza una mirada afilada cargada de significado.
—No volveré a combatir nunca, por nada. Las corridas de dragones
deberían quedar en el pasado.
Me muerdo la lengua para no responder. Otra vez esta discusión, no.
—¿Por qué crees que la tradición continúa tres mil años después?
—Por el dinero. ¿Por qué, si no?
—Una persona cínica me respondería de ese modo. Los dragonadores
existen para demostrarle a la gente de Hispalia que se puede vencer a los
dragones. Podemos ganar contra esas bestias formidables. Todos los días
atacan personas, destruyen pueblos con su fuego, asesinan a niños mientras
duermen. Nosotros combatimos para darles esperanza.
La mirada apasionada de papá se ilumina cuando habla del trabajo de su
vida. Pero no es lo único en lo que me fijo. Su cabello es más gris de lo que
recuerdo y noto más arrugas en los rabillos de sus ojos.
—Hay otras formas de inspirar esperanza aparte de seguir una tradición
que amplía la brecha entre dragones y humanos —dice Arturo
tranquilamente.
—Yo creo que se debe hacer honor a las tradiciones —intervengo.
—Se puede respetar de dónde venimos al mismo tiempo que nos
adaptamos y abrazamos el progreso.
—Pero nuestra realidad sigue siendo la misma que cuando empezaron las
corridas, seguimos en guerra —replico.
—Solo porque no hemos intentado otra cosa —espeta Arturo.
—No son perros —añade papá—. Siempre ansían carne humana, siempre
usarán su fuerza para destruirnos. No pueden ser entrenados.
Algo cruza la mirada de Arturo, pero desaparece en un instante. Papá no
se fija, pero yo sí.
—Creo que enseñarás bien a mi hija —dice papá después de un instante
—. Es mi mayor tesoro. Debes asegurarte de que esté preparada, te hago
responsable.
Arturo me mira y, por una vez, no muestra ese ceño fruncido y altivo en
la cara. Parece indeciso, como si se arrepintiera de haber aceptado el puesto.
—Acuérdate del dinero —le digo—. Y de lo que ganarás.
—Recuerda lo que me debes —murmura papá.
Arqueo las cejas.
—¿Qué ha hecho Arturo para estar en deuda contigo, papá?
—Viejos asuntos de sus días como dragonador —responde papá con
frialdad—. Es todo por ahora, Arturo.
Arturo se levanta con un breve asentimiento y sale de la estancia. El
repentino silencio hace que me retuerza en la silla. Me mentalizo para la
conversación que me espera.
Papá no me hace esperar demasiado. Me mira sombríamente con las
manos entrelazadas sobre el regazo, como si no pudiera soportar la
inminente conversación.
—Zarela, ¿quién te ha dado permiso para combatir en el ruedo?
—Lamento mucho que te hayas enterado así —digo suavemente—. Pero
me convertiré en dragonadora. Era la única decisión que podía tomar.
—No me lo creo —replica—. Busca a otra persona. Escribe a la escuela
de dragonadores y pregúntales si tienen a alguien disponible…
—Héctor me aseguró que la mayoría de los dragonadores ya tienen
contratos en otros sitios. —Titubeo porque no quiero herirle. Inhalo
profundamente y me preparo para clavarle un cuchillo entre las costillas—.
La Giralda ha perdido todo su respeto y las posibilidades de que otro
dragonador quiera combatir en nuestra plaza son bajas. Además, no
tenemos dinero para pagar a nadie, si es que encontramos a alguien. Tengo
que ser yo, papá. Tu hija. Conocida como bailaora, pero ahora dragonadora.
La gente sentirá curiosidad. —Cierro los ojos sin querer verle la cara
cuando le recuerde la verdad—. Y tus días como dragonador han terminado.
Recibe mis palabras con silencio. Cuando abro los ojos lo encuentro
acurrucado en la silla con el rostro entre las manos y los hombros
temblorosos.
—Tu madre nunca lo permitiría —dice con la voz ronca entre sus dedos.
Su rostro ha perdido su brillo saludable y forma un marcado contraste con
sus manos bronceadas—. ¿Qué tipo de padre sería si te permitiera hacer
esto?
—No hay otro modo de seguir adelante —le digo. Un viejo dolor me
agarra el corazón y me lo estruja—. Mamá no está aquí.
—¿De dónde ha salido el dinero?
Tomo aire y le cuento la verdad.
Toda la verdad.
Papá se marchita delante de mí como si fuera un flor azotada por los
rayos del sol. Aprieto las manos con fuerza en el regazo y respiro
profundamente para luchar contra el latido de mi corazón, que me golpea
las costillas. Ambos somos reflejos del otro. Hombros erguidos, soportando
pesadas cargas y ambos heridos, llorando a mamá y con idéntico espíritu
luchador. He hecho lo correcto. Lo sé y él también lo sabe, por mucho que
no le guste.
—Tendrías que haberme preguntado primero.
—Estabas inconsciente.
Echa chispas por los ojos.
—Zarela, no tenías ningún derecho.
—¿Qué más podía hacer? Necesitabas medicamentos, había que hacer
reparaciones, nuestros dragones habían sido asesinados, los domadores
habían muerto. —Extiendo las palmas de las manos—. Dime cómo podría
haberlo hecho mejor.
Se le hunden los hombros, me inclino hacia adelante y pongo la mano
delante de él con la palma hacia arriba. El rostro de papá se desmorona
cuando me toma la mano con dedos temblorosos.
—Tal vez deberías volver a la cama. Todavía no estás bien.
—Lola ha conseguido que Eva viniera hoy —dice con una mueca—. El
dolor es constante.
Puedo sentir su frustración y el terror subyacente que tiene por ver la
muerte tan de cerca, el lobo en la puerta de una habitación sin escapatoria.
Puedo ver cómo eso hace que le tiemblen las manos.
—¿Por qué no has comido?
Niega con la cabeza haciendo una mueca.
—No me apetece nada.
El pliegue entre mis cejas se profundiza. No tendría que estar fuera de la
cama. No tendría que estar preocupándose por La Giralda. El estrés no lo
ayudará a recuperarse. Parece estar pensando lo mismo porque su expresión
se transforma en una resignación agotada.
—Esta no es la Hispalia de mi juventud, hija. Nunca habría soñado que
alguien pudiera colarse en La Giralda con la intención de hacernos daño.
Liberar a los dragones, asesinar al resto. Pobre Benito.
Con todo lo que está pasando, no me he parado a pensar en quién es
responsable del desastroso evento del aniversario.
—Tendríamos que intentar encontrar a esa persona.
—Es demasiado peligroso.
—Pero…
—Zarela —dice, resoplando—. Mírame. No puedo ayudarte como me
gustaría. Vas a estar luchando en el ruedo y toda tu atención debería
centrarse en tu entrenamiento. Al menos hasta que…
—¿Hasta que qué?
Se ruboriza y aparta la mirada. Lo que está a punto de decir no le resulta
fácil.
—Tal vez… puede que sea el momento de…
Aprieto los labios. Sé lo que va a sugerir y, aun sin las palabras flotando
entre nosotros, empiezan a sudarme las manos.
—¿Qué, papá?
—Tal vez deberíamos pensar en buscarte un marido adecuado. Tienes
dieciocho años. Sinceramente, tendría que haber empezado a pensar en esto
mucho antes. Todas las señoritas de tu edad están casadas y con bebés en
camino.
—Lola, no —le recuerdo.
—Eso es porque tiene varias hermanas mayores y su madre tiene
demasiadas cosas para preocuparse por eso. Yo no tengo excusa.
Miro hacia nuestras manos unidas. Pienso en todas las razones por las que
me parece una idea horrible. Descarto un pensamiento tras otro buscando
una razón que no le haga daño. No puedo decirle lo que he visto y oído
fuera de los muros de La Giralda. Tendríamos suerte si nuestro apellido
atrayera a un tercio de espectadores, mucho menos va a atraer a un marido
adecuado. No puedo hablarle de que los solteros que a él le gustaría que
considerara no me van a considerar a mí. A una señorita con un apellido
arruinado y un legado que ha perdido su promesa.
—Quiero lo que teníais mamá y tú. No me conformaré con menos.
—Zarela…
—Dame tiempo —le pido—. Déjame intentar arreglar la situación a mi
manera.
—¿Cuánto tiempo?
—Un enfrentamiento contra un dragón. Si las ventas no vuelven al nivel
de antes, buscaré un hombre con el que casarme. —Las palabras casi hacen
que me atragante—. Alguien a quien tú apruebes.
Asiente y el trato queda cerrado.
No puedo evitar sentir que estoy tentando al destino solo con sugerirlo.
Dieciséis
Guillermo está en cuclillas frente a la pared pasando el dedo índice por los
débiles residuos mágicos que quedan a la altura de los ojos. Hoy lleva una
túnica roja con costuras azules que contrasta de un modo precioso con su
piel oscura. Todavía no puedo creer que haya venido de verdad a La Giralda
dispuesto y listo para ayudar. El Gremio de la Magia y sus estrictos decretos
no dejan mucho espacio para los compromisos sociales. Lo observamos
mientras estudia el polvo brillante murmurando algo por lo bajo.
—¿Qué has dicho? —pregunta Lola.
La ignora y huele lentamente la sustancia. Luego se pone la más pequeña
mota en la punta de la lengua. Retuerce los labios en una mueca.
Lola jadea.
—¿Por qué haces eso? Podrías convertirte en gorila.
Guillermo la mira, desconcertado.
—¿En gorila?
—O en sapo —responde ella fríamente.
—En sapo —repite—. Madre mía.
Lola abre la boca pero yo me meto enseguida en la conversación. Ya he
visto otras veces que son capaces de pasarse la tarde discutiendo. Horas,
horas y horas.
—¿Qué opinas? —pregunto.
Él se endereza e inclina la cabeza a un lado, pensativo.
—Restos de champiñones, cola de caballo, ortigas y lengua de vaca. Y
lágrimas de dragón —añade estremeciéndose—. Definitivamente, con esos
ingredientes no se trata de un hechizo de limpieza. Habría más cáscara de
limón y cítricos.
Pienso en Benito, quien murió sin una sola herida en el cuerpo.
—¿Podría haber matado a alguien?
Guillermo frunce el ceño y vuelve a mirar el rastro de magia.
—Tiene el color adecuado, un débil resplandor dorado para un embrujo
de asesinato. Las lágrimas de dragón son uno de los ingredientes más
difíciles de conseguir. Son increíblemente caras y complicadas de usar, pero
si se hace del modo correcto, el hechizo podría haber creado una niebla
venenosa. Pero habría habido mucha flotando por ahí. No se habría podido
ver nada por toda la estancia.
Guillermo saca una varita de uno de los profundos bolsillos de su túnica y
la parte por la mitad. Se derrama una luz blanca brillante desde el interior
iluminando la mazmorra. Mira hacia abajo; yo sigo la línea de su mirada y
jadeo.
Hay fragmentos de magia dorada por toda la cámara subiendo y bajando
por las paredes, ocultos en las esquinas y salpicando el suelo. La magia está
por todas partes; es débil y diminuta, pero en su conjunto, parece que
estemos mirando al cielo nocturno lleno de estrellas. Lola me mira y le
tiemblan los labios.
—Aquí tienes tu confirmación —murmura Guillermo—. Y la razón por la
que puedes ver la línea de la pared con más claridad que el resto es porque
ahí fue donde partieron la varita. Esa parte del muro recibió el lanzamiento
inicial.
Benito había muerto inhalando una niebla nociva. Un temblor me
remueve todo el cuerpo. Aquí está. La confirmación: Benito fue asesinado.
Lo mataron por la noche mientras yo dormía.
—Tienes que ir al Gremio de Dragonadores —susurra Lola—. Tienen que
saberlo.
Asiento con seriedad.
—Ahora mismo.
Guillermo nos mira a ambas, alarmado.
—No puedes.
Me sobresalta su tono.
—¿Por qué no? Aquí está la prueba que estaba buscando…
Levanta la mano.
—No quiero saber los detalles. No es asunto mío. Sin embargo, os he
ayudado sin seguir el protocolo adecuado. No tenía ni idea de lo que
encontraría aquí y, por la mirada que he visto en tu cara, diría que has
descubierto algo grave… Un asesinato. —Hace una pausa—. No está
permitido contratar a un mago o a una bruja para algo así. Los dos nos
meteremos en problemas si alguien se entera.
—¿Tú? —pregunta Lola arqueando las cejas—. ¿Tú has roto las reglas?
¿Por qué?
Guillermo se sonroja e insiste con rigidez:
—No podemos decírselo ni a un alma.
La sangre se marcha de mi rostro. Tiene razón, estoy en periodo de
prueba. No puedo sacar un dedo del pie de la línea sin enfrentarme a duras
consecuencias.
—Oye, me gusta seguir las reglas tanto como a cualquiera —dice Lola—.
Pero incluso yo sé que tenemos que… —Guillermo niega con la cabeza y
Lola se interrumpe. Entonces, con una voz mucho más suave y aterrorizada,
pregunta—: ¿Entonces no vamos a hacer nada?
La luz de la varita se desvanece y nos deja en las sombras. Mis ojos se
adaptan lo suficiente para poder ver sus rostros ansiosos y se me revuelve el
estómago. Los he arrastrado a los dos a esto.
—Nada, no —interviene finalmente Guillermo—. Podéis aprovechar lo
que habéis descubierto y prepararos. —Me mira con seriedad—. Si yo fuera
tú, tomaría más precauciones y tendría cuidado de no ir sola a ninguna
parte. Quien os haya hecho daño puede volver a intentarlo.
Dieciocho
Querida Zarela,
¿Tienes planes para cenar esta noche? Mi cocinera ha hecho
demasiada comida y necesito ayuda para terminármela.
Me gustaría saber cómo va Santiago.
Cordialmente, Héctor.
Miro el plato frío de pan tostado con unas pocas aceitunas que me han
dejado. No tengo que tomar ninguna decisión. Las cenas en casa de Héctor
son lujosas, con salsas para chuparse los dedos, carne crujiente y las
mejores patatas fritas. Rápidamente, corro hasta mi habitación para
cambiarme y rezo por que Héctor no se fije en la arena que tengo debajo de
las uñas. Vuelvo a bajar a toda prisa y uso la entrada de los sirvientes
porque es menos conocida y está medio escondida por grandes paredes de
madera a ambos lados. Un camino serpentea hasta la parte trasera del
edificio, donde entregan la mayoría de los suministros. El establo contiene
nuestro único carruaje. Una vez estuvo lleno de caballos y carruajes, pero
ahora las sillas están vacías acumulando polvo y el cochero (cuyas horas he
tenido que reducir drásticamente) lee el anuncio que he escrito para mi
combate.
Cuando me ve, se mete la hoja en el bolsillo del pantalón.
—¿A dónde quiere ir?
—Quiero hacer una visita a La Doña.
Abre la puerta del carruaje, asintiendo.
—Hace mucho que no visita a don Héctor.
Me azota la culpa. Por lo general, voy a cenar al menos una vez a la
semana. Me meto en la familiar estancia de terciopelo con sus preciosas
borlas doradas y sus lujosos asientos. A mi madre le encantaba este carruaje
por su sencilla elegancia. Nos dirigimos a la famosa plaza de Héctor
construida después de la nuestra, pero igual de memorable y bonita. Todas
las plazas son edificios circulares con un gran ruedo en el centro y piedra
alrededor. Pero cada una tiene un estandarte de un color diferente excepto
El Prado, que usa nuestros mismos colores. He oído que su comida es
horrible. La Giralda es muy superior en todos los sentidos a las otras plazas.
Bueno, lo era.
Apoyo la cabeza hacia atrás contra el cojín y observo distraídamente las
ruidosas calles mientras viajamos al otro lado de la ciudad. La gente está
fuera por la noche cenando en las varias tabernas de la plaza mayor o
disfrutando de la música en vivo casi en cada esquina. No puedes pasar una
manzana sin oír el rasgueo de una guitarra mientras alguien baila flamenco
en las calles adoquinadas. Las notas flotan en la cálida brisa, salen por las
ventanas abiertas y se meten en la piel de la gente acariciándoles como lo
haría un amante. La música saca a la gente de sus casas, hace que se
balanceen delante de sus escalones, que taconeen contra el suelo mientras
beben sidra importada de la costa esmeralda de Asturion. Mis padres me
llevaron una vez allí para que pudiera arrancar una manzana de los huertos
que cubren las empinadas laderas.
Santivilla por la noche es todo fiesta; es romántica, salvaje e
incuestionablemente viva. Ninguna ciudad hace fiestas como las nuestras.
Nunca me ha gustado salir con Lola, me confunden demasiado a menudo
con mi madre y, desde que murió, no soporto que nadie me llame por su
nombre. Es un horrible error.
Nos acercamos al edificio del Gremio de la Magia, una impresionante
estructura en forma de catedral con vidrieras mágicas y un enorme
campanario. A su lado está el legendario Mercado de los Magos (un famoso
mercado propiedad del Gremio de la Magia), llamado así por los numerosos
puestos que venden varitas, ingredientes para pociones y botes con diversas
infusiones. Es un caos de colores, calles pintadas con un lujurioso púrpura y
puestos decorados con lazos y banderas de todos los colores. La mayoría de
los productos que venden son importados de las ciudades que rodean a
Santivilla. Especias y hierbas secas de Cantabria. Gruesas y lujosas telas
teñidas con colores intensos del pueblo montañoso de Besalú. Instrumentos
musicales y hermosas piezas de cerámica de Santillana del Mar. El Mercado
de los Magos tiene una pizca de cada parte de Hispalia.
Miro por la ventana mientras pasamos por la calle y detecto un rostro
conocido. Golpeo el techo del carruaje con el puño.
—¡Pare, por favor!
Nos detenemos inmediatamente. No espero a que el cochero me ayude a
bajar y echo a correr por la calle gritando:
—¡Ahora vuelvo!
Llego a la entrada del Mercado sin perder de vista a una chica con rizos
salvajes; lleva una falda con volantes de lino claro que se balancea
alrededor de sus tobillos y una blusa de color malva con un estampado de
delicados capullos de flores. Estoy segura de que la ha diseñado ella. El
hombre que va a su lado es alto y tiene una intensa piel oscura. Va vestido
de un modo impecable con una túnica gris carbón y no se le ve ni una sola
arruga.
—¡Lola! —grito.
Se da la vuelta y coloca la boca redonda por la sorpresa.
—¡Zarela! ¿Qué estás haciendo aquí?
—Voy de camino a La Doña —contesto mirando a su compañero.
Francamente, me sorprende ver a Guillermo con Lola. Lleva meses
intentando que salga a bailar con ella con muy poco éxito. He oído que el
Maestro de su gremio controla asiduamente a todos los miembros con
estrictas reglas de no compartir nunca nada de lo que sucede detrás de sus
puertas. La magia es un negocio lucrativo y, si tienes dinero suficiente,
puedes enviar a tu hijo a la escuela para que se convierta en aprendiz y más
tarde en miembro del Gremio. Pero, una vez que estás dentro, es casi
imposible salir.
Su enseñanza secreta de la magia es demasiado valiosa para que quede en
manos de los bocazas.
O para salidas nocturnas con chicas parlanchinas y encantadoras.
Pero ella es capaz de persuadir al cielo para que cambie de color, así que
no debería sorprenderme tanto.
—¿Al final has cedido?
—¿Disculpa? —dice él.
Lola le da un codazo a Guillermo y él hace un mueca.
—Por fin he podido convencer a mi amigo de que saliera una noche
conmigo.
Él se sonroja furiosamente.
—No me has convencido, Lola. Por favor, deja de decirle eso a la gente.
El Gremio de la Magia espera que sus aprendices se comporten y que no se
involucren… —farfulla cuando Lola lo mira mal arqueando las cejas con
expresión sugerente.
—¿Con bailes en tablaos? —tiento mirándolos a los dos con los ojos
entornados.
Él me lanza una mirada de agradecimiento.
—Exacto.
—¿Siempre tienes que seguir las reglas? —se queja Lola—. No quedarte
hasta más tarde de las diez, no beber durante la semana, no salir con nadie
hasta que te gradúes… Es horrible. ¿No podrías quitarte esa estúpida placa
por una noche?
Se pone rígido.
—No es estúpida, señorita Delgado.
Alguien me da un codazo al correr hacia un puesto que vende varitas
capaces de convertir ratas en bolas de pelo para que puedan ser barridas con
el resto del polvo.
—¿Y qué hacéis aquí los dos si no vais a bailar?
Lola deja escapar una carcajada más fuerte de lo que probablemente
corresponde. Sigo mirándola con los ojos entornados y se retuerce. Conozco
todas sus risas y esta es la aguda y falsa que detesto. La usa con tío Héctor
quien, desafortunadamente, se cree más gracioso de lo que en realidad es.
—De compras, por supuesto —dice rápidamente.
Miro a mi alrededor. No veo ningún rollo de tela por ninguna parte. En
lugar de eso, los vendedores anuncian sus mercancías a todo pulmón:
dientes de dragón por dieciséis reales, corazones por diez monedas de oro y
cuernos de marfil por cincuenta. Tinas de sangre de dragón que se venden
por docenas de monedas de cobre. El sabroso olor del mercado llena el aire
con trasfondos de varias hierbas. Es una experiencia intensa y dudo mucho
de que Lola vaya a comprar algo en este lugar.
—Estoy buscando una seta en particular —añade Guillermo enseguida—.
Lola se ha ofrecido a ayudarme a buscarla.
—Qué amable por su parte —respondo sin creerme nada. Siempre es
directo, modesto y sincero. Riguroso con las reglas y los caminos rectos.
Pero me está mintiendo, lo noto. ¿Qué están tramando estos dos?—. Bueno,
cuida de mi chica. Es aprensiva con la sangre.
Lola hace una mueca.
—¿Por qué tienen que vender tanta?
Guillermo deja escapar un exasperado resoplido.
—Porque es el Mercado de los Magos. Necesitamos todos estos
ingredientes para hacer los hechizos.
Ella se estremece.
—Nos vemos mañana —le digo—. Cuídate y no te caigas en nada.
Lola se ríe y aparta a Guillermo. Los observo durante unos instantes
intentando averiguar qué hay entre ellos, qué secreto guardan. Pero me
parece un enredo desconcertante. Por una parte, la suya es una amistad poco
probable, y no solo por sus personalidades opuestas. La gente tiende a
mezclarse con miembros de su propio Gremio. No es una regla, sino una
preferencia. Y, por otra parte, esta es la primera vez que Lola no me invita a
ir a bailar con ella.
Claramente, no me quiere aquí esta noche.
¿Por qué?
Vuelvo al carruaje. Voy reflexionando todo el trayecto hasta casa de tío
Héctor sobre lo que podría significar haberlos visto juntos. Pero da igual
cómo lo mire, no logro entender qué traman. A menos que quieran una
velada romántica.
Me río.
¿Una velada romántica rodeados de partes de dragón apestosas? Poco
probable.
El carruaje se detiene de repente y aparto la cortina para mirar por la
ventana. A pocos metros de distancia están las inmensas puertas de La
Doña, relucientes y resplandecientes bajo la luz de la luna. La plaza de
Héctor es muy diferente a La Giralda. La nuestra parece un castillo
medieval con sus estandartes rojo sangre con toques dorados, piedras en
tono caramelo y detalles de hierro. Este edificio circular parece haber sido
rociado con un caro champagne. La piedra blanca brilla y las puertas
doradas parecen pregonar a un nuevo rey en la batalla. Las cintas azul
marino y plateadas revolotean con la brisa en las cuatro torres, cada una de
las cuales tiene un palco privado desde el que la nobleza puede contemplar
las corridas de dragones sin mezclarse con los plebeyos.
Dos guardias con chaquetas blancas, pantalones azules y botones forrados
de latón abren las puertas y el carruaje entra. Cuando abro la puerta, llego a
tiempo de ver a Héctor bajando los escalones de mármol de la entrada
principal. Al igual que la nuestra, su casa está adyacente a la plaza y se
conecta con un pasillo bordeado por arcos y estatuas de sirenas, un guiño a
su infancia en la ciudad marinera de Valentia. Su casa combina con el
exterior, blanca, pulida, con columnas de mármol, cortinas de terciopelo
azules y muebles caros. Incluso sus elegantes aldabas que brillan con los
rayos de la luna están modeladas como cabezas de lagartos, los dragones
nadadores.
—¡Zarela! —exclama cuando llega hasta mí—. Me alegro mucho de que
hayas venido.
Le agarro ambas manos.
—Hola, tío Héctor.
Mira por encima de mi hombro y, cuando ve a mi cochero, arruga las
cejas.
—¿Dónde están tus guardias? ¿Quién más está contigo?
Me suelta y mira dentro del carruaje. Luego se da la vuelta, boquiabierto.
—¿Has venido sola? ¿A estas horas de la noche?
La sangre me calienta las mejillas. Si supiera todo el tiempo que pasé en
el rancho, a horas de Santivilla, sin guardias ni chaperones… Le daría un
ataque. En Héctor siempre he tenido otro protector guiando mis primeros
pasos, haciéndome compañía durante los espectáculos de mamá cuando
papá no podía salir de la plaza. Mi propio padre no es tan protector y
complazco a Héctor porque… a veces pienso que simplemente le gusta
tener a alguien de quien preocuparse. No tiene hijos, y mis padres y la
fallecida hermana de Héctor eran la única familia que tenía aquí en
Santivilla.
—Tío, estaba totalmente a salvo —le digo.
Entrelaza mi brazo con el suyo y me guía a la entrada principal arqueada
con una inmensa puerta de madera tallada con espirales ornamentadas y
caracolas doradas clavadas en la madera. En el interior hay un gran salón
con el suelo de mármol a cuadros azul marino y blanco y un techo que
muestra una pintura al óleo de barcos de combate luchando por una
hermosa sirena. Una lámpara de araña de cristal adornada con formas de
corales cuelga sobre nuestras cabezas con una gran cantidad de velas anchas
y cortas. Si la estancia fuera un poco más grande, sería perfecta para
organizar bailes. Da la casualidad de que el salón de baile de La Giralda es
una cámara encantadora con techos altos y abovedados, gruesas vigas de
madera, apliques de hierro forjado y una alfombra personalizada con varios
tonos de rojo y dorado. No lo hemos usado desde que murió mamá.
Se acerca el mayordomo con un uniforme a juego con el suelo azul y
blanco llevando dos copas con vino endulzado con gruesas rodajas de
manzana, cerezas jugosas y varias ramitas de canela.
—¿Algo para beber, señorita Zaldívar? —pregunta el mayordomo—.
¿Tinto de verano?
—Gracias… —Me interrumpo cuando me ruge el estómago. De nuevo,
se me sonrojan los mofletes.
Héctor me pone la pesada mano en el hombro.
—¡Dios mío! ¿Cuándo ha sido la última vez que has comido algo
decente?
—He estado ocupada —contesto.
Emite un ruidito tranquilizador y me conduce al gran comedor que hay
junto al salón principal. En el centro de la estancia hay una larga mesa
rectangular repleta de candelabros de plata. Las paredes de piedra exhiben
numerosos tapices todos enhebrados con lana teñida de dorado. Entre la
decoración artesanal hay cuadros de los familiares de Héctor fallecidos
mucho tiempo atrás, con sus uniformes navales. El tío no habla mucho de la
familia que dejó en Valentia, pero recuerdo haber oído que algunos de sus
parientes trabajaban como espías para el rey y la reina de Hispalia. Miro a
mi alrededor y veo el cuadro de nuestros soberanos vestidos elegantemente
con ropa de seda y ambos con la misma expresión sombría.
Es una estancia enorme para una sola persona y la culpa me pincha como
una aguja. Tendría que haber sacado tiempo para venir a verlo. Pero ahora
estoy aquí, así que le sonrío ampliamente y me devuelve la sonrisa.
—Como soy tu persona favorita, voy a sentarme justo aquí. —Elijo la
silla que hay en la cabecera de la mesa—. ¿Qué hay de cena?
Sonrío y él ocupa la silla que hay a mi izquierda.
—Sí que eres mi persona favorita y soy un desgraciado por no haber ido
antes a visitarte. Hemos tenido problemas desde… —Se interrumpe de
golpe torciendo el rostro—. Perdóname. Sé que todas las plazas han perdido
negocios. Soy un desconsiderado por mencionarlo. No puedo creer…
Alargo la mano para tocarle la manga de su chaqueta de terciopelo verde.
—Lo siento muchísimo. ¿Cómo va La Doña?
—No tenemos que hablar de esto.
—Tío.
Suspira.
—No logramos llenar todos los asientos por mucho que baje el precio. La
gente tiene demasiado miedo de ver una corrida de dragones. He tenido que
despedir a parte del personal en previsión de la escasez de los próximos
meses. —Me mira con ferocidad—. Pero estoy apartando dinero para
vosotros con cada boleto que vendo. No es mucho, pero…
Me levanto de la silla.
—¡Tío! No puedo aceptarlo. Por favor, haz lo que haga falta para
mantener las puertas abiertas.
Me indica que me siente.
—Eres como una hija para mí. ¿Vas a rechazar mi ayuda? Solo soy así de
generoso para ti y para tu padre. Considerémoslo un fondo de emergencia.
Me aclaro la garganta, abrumada.
—Gracias, tío Héctor.
Es muy propio de él pensar en el futuro. Papá vive en un sueño y, desde la
muerte de mamá, ha sido tan inaccesible como si viviera en las nubes. Sé
que me quiere, sé que está orgulloso, pero a veces desearía que volviera
conmigo. Echo de menos nuestras conversaciones y las aventuras que
planeaba para los dos. Lo echo de menos a él.
Aparecen tres sirvientes por una entrada lateral que conduce a las cocinas.
Uno lleva una cesta de pan recién horneado con corteza gruesa y una botella
de aceite de oliva hispaliano, y los otros cargan cada uno un asa de una
pesada paella llena de arroz dorado, vieiras, mejillones al ajillo y gambas
perfectamente salteadas. Otro sirviente coloca un plato lleno de berenjenas
fritas rociadas con miel y adornadas con ramitas de romero. Es mi plato
favorito y se me hace la boca agua solo de verlo. Llevo mucho tiempo sin
comer algo así. El mayordomo vuelve con una jarra de vino tinto y tomo un
sorbo indulgente de mi copa.
Miro hacia abajo, dispuesta a llenarme el plato, y me invade una
repentina oleada de nostalgia. Mi madre y la hermana de Héctor, Amalia,
habían elegido todos los cubiertos y la vajilla que hay sobre la mesa.
Preciosos platos de porcelana pintados a mano en un patrón de cuadros
blanco y azul marino a juego con los azulejos que habían escogido para el
vestíbulo. La cubertería es de oro chapado y los vasos son largos y esbeltos,
muy modernos para Hispalia, donde tradicionalmente se prefieren los
cálices, con un brillo iridiscente y esbeltos. A Amalia le recordaban a la
cola de una sirena. Héctor nunca decía que no a ninguna de las dos y su
monedero de seda estaba abierto para sus extravagantes adquisiciones.
Amalia y mi madre habían sido grandes amigas, pero la primera murió en
un accidente de carruaje poco después de haber ayudado a Héctor a
convertir La Doña en el lugar que es hoy. Apenas pudo disfrutar de su
trabajo.
Tío Héctor conoce bien la muerte, lo que explica su temor a que me pase
algo.
Me llama la atención y compartimos una sonrisa triste y privada mientras
los sirvientes nos llenan los platos. Le había afectado mucho la muerte de
mi madre. Nos afectó a todos, pero creo que al tío le recordó al día que
Amalia no volvió a casa después de hacer sus recados. El día que mamá
murió, se marchó de Santivilla y volvió al hogar de su familia en Valentia.
Cuando finalmente el tío Héctor regresó con el aire del mar aferrado a él
como un percebe, vino directamente a nuestra casa y ayudó a mi padre a
dirigir La Giralda durante meses abandonando su propia plaza y a los
admiradores que lo adoraban. No se separó de nuestro lado.
No sé qué habríamos hecho sin él.
Los sirvientes se marchan y nos centramos en la comida. Mojo gruesas
rebanadas de pan con el aceite de oliva aromatizado con sal y pimienta.
Tiene un sabor intenso en la boca.
—Tío…
Héctor niega con la cabeza.
—Primero come. Después hablaremos.
—Pero…
Señala la paella.
—Has adelgazado. No me gusta lo que veo. Me aterra preguntarte si has
dormido. ¿Cuándo fue la última vez que te cepillaste el pelo?
Pienso en las noches que pasé durmiendo apoyada contra un árbol o en
los días que he pasado practicando bajo un sol ardiente quemándome la
piel. En algún momento tendrá que descubrir lo que estoy tramando. Tengo
que contarle lo del espectáculo, pero esta es la primera comida buena que
tomo en lo que me parece una eternidad. No quiero estropear su buen
humor ni su cena.
El cálido aroma de la paella me llega a la nariz y decido pasar por alto su
actitud maternal. Me pregunta por mi padre y me cuenta historias sobre
aprender a cocinar.
Finalmente, cuando me he comido hasta el último grano de arroz de mi
plato, se queda en silencio y me mira, expectante.
—Creo que estoy en un lío —empiezo odiando el modo en el que me
tiembla la voz. Tomo una bocanada de aire tranquilizadora—. Creo que la
masacre de La Giralda fue un intento de alguien para sabotear a mi familia.
—Me interrumpo y observo el rostro de mi tío para ver cómo responde a
esta afirmación. Sin embargo, se toma mis palabras con calma y me hace un
gesto con la mano para indicarme que continúe. Me aclaro la garganta y
empiezo de nuevo—. Durante el espectáculo del aniversario, alguien liberó
a nuestros dragones y los soltó en el ruedo. Poco después, descubrí que
habían matado también al resto de nuestras bestias junto con el único de
nuestros domadores que había sobrevivido, Benito. Fue asesinado con un
encantamiento poderoso. Sus cuerpos estaban en las mazmorras.
Deja la copa en la mesa con cuidado.
—Zarela, esto es muy grave. ¿Cómo has podido ocultármelo?
—Todo sucedió muy rápido. Después del espectáculo, me llamó el
Gremio, eso sí que lo sabías, y mi padre todavía está muy enfermo… y no
sabía qué hacer —añado—. Le conté todo esto al maestro dragón y no creyó
mis sospechas. Creo que la Asociación está involucrada de algún modo,
pero no puedo probarlo.
Tío Héctor se queda en silencio durante largo rato mirando a la mesa,
perdido en sus pensamientos. Reconozco esa expresión contemplativa, las
ideas le dan vueltas en la cabeza. Es el aspecto que tiene cuando está
pensando en un nuevo paso para utilizar contra un dragón.
—Creo que puede haber un modo de demostrar la participación de la
Asociación.
Al principio, solo consigo mirarlo estúpidamente mientras registro sus
palabras.
—Te refieres a… ¿Entonces, me crees, tío?
Héctor levanta la mirada.
—Claro que te creo, Zarela. No eres ninguna tonta.
Por eso somos como familia. Me cree sin cuestionarme ni criticarme. Ni
mi propio padre lo haría.
—Resulta que estoy al tanto de cierta información que se discutió en el
Gremio —explica Héctor lentamente—. Tengo razones para creer que el
dinero que pagaste para los mecenas nunca les llegó.
Me quedo boquiabierta.
—¿No? ¿Y dónde ha ido ese dinero?
Héctor vacila.
—Lo que voy a contarte no puede salir de este comedor. ¿Me lo
prometes? —Asiento emocionada—. Ha habido correspondencia
importante entre don Eduardo y la líder de la Asociación, Martina Sánchez.
—Se queda en silencio y me mira con agudeza esperando a que lo entienda.
Otra vez esa horrible mujer. La de los ojos claros y la pancarta que lleva
entre las manos como un arma. Reproduzco sus palabras mentalmente y me
doy cuenta de lo que quiere decir con una claridad que me deja
tambaleándome.
—Crees que el dinero puede haber ido a parar a Martina y sus seguidores.
Pero ¿por qué? La Asociación está en contra del Gremio en todos los
niveles. ¿Por qué iba a darles mi dinero don Eduardo?
—Tal vez por un servicio —responde en voz baja.
Espera a que encaje las piezas. Reflexiono con la boca seca. Se me ocurre
una posibilidad. Inhalo un suspiro tembloroso.
—¿Un servicio como colarse en una plaza para liberar a los dragones?
¿Cómo usar un poderoso hechizo?
Nunca he visto a mi tío tan sombrío, tan serio. Una conversación como
esta podría llevar problemas y miseria a su vida. Si alguien se enterara, lo
echarían del Gremio. Su reputación nunca se recuperaría.
—Creo que es posible.
—Pero ¿por qué? —exclamo—. ¿Qué posible razón puede tener don
Eduardo para sabotear a mi familia?
—El maestro dragón lleva dos décadas siendo el conde de la Corte, y ha
ganado la votación todas las veces —explica Héctor en voz baja y el miedo
se refleja indudablemente en su voz—. Pero ahora es mayor y todo el
mundo sabía que iban a recomendar a tu padre para el puesto.
—¿A papá? ¡No me lo había dicho!
—Tal vez quería esperar hasta que fuera oficial —responde Héctor
encogiéndose de hombros. Evidentemente, ahora es imposible. Nadie va a
querer a un dragonador caído en desgracia como maestro dragón. El Gremio
tendrá que mantener a don Eduardo, a menos que el comité piense en otro
candidato viable.
Me inclino hacia adelante y me llevo los dedos a las sienes.
—¿Don Eduardo podría habernos saboteado para mantener a papá alejado
del título más poderoso de Santivilla? ¿De verdad podría ser el responsable?
Tío Héctor titubea mirando su copa de vino.
—No quiero decirlo hasta estar absolutamente seguro… —Levanta la
mirada para encontrarse con la mía—. Pero lo cierto es que es posible,
Zarela.
—¿Qué podemos hacer?
—Zarela, no sé si se puede hacer algo. Ir en contra de don Eduardo es
peligroso. Si es capaz de todo esto, ¿qué más podría hacer para silenciarte?
El fuego arde en mis venas y me quema el corazón.
—¡Pero no podemos quedarnos sin hacer nada!
—No te pido que lo hagas —replica—. Deja que haga algunas
averiguaciones. En privado. Debemos tratar esta situación con mucho
cuidado, Zarela.
Aunque estoy oyendo todo lo que dice, ya sé que no voy a escuchar una
sola palabra.
Somos inocentes.
Y voy a demostrarlo.
Diecinueve
Eduardo,
Cuando leas esto, me habré marchado. Los curanderos se han quedado
sin soluciones y me temo que se acerca lo peor. No te molestes en venir
corriendo a la finca. En lugar de eso, debo suplicarte que hagas algo
por mí.
No te rindas con él.
Te lo suplico.
Hortensia
Frunzo el ceño enrollando la misiva. No tiene nada que ver con lo que
esperaba encontrar, pero no puedo evitar que me pique la curiosidad.
—¿Has mirado en ese cajón? —pregunta Lola señalando uno—. Yo he
comprobado los cuatro de ese lado.
—Baja la voz —murmuro—. Y no, no lo he hecho. —Solo quedan dos.
Me dispongo a comprobar el primero cuando…
—¿Qué diablos le pasa a ese helecho?
Me doy la vuelta y jadeo. La querida planta de don Eduardo ha crecido.
Varios centímetros. Tiene vides como si fueran tentáculos de metros de
largo brotando de la maceta y deslizándose hacia nuestros tobillos.
Me aparto de un salto y apenas consigo no tirar accidentalmente la vela
encendida. Lola corre alrededor del escritorio con su masa de pelo rizado
flotando tras ella.
—Ese maldito helecho está encantado —espeto—. Y nos está bloqueando
la salida.
—Te reto a tirarlo por la ventana.
—Porque eso no será nada sospechoso.
La maceta tiembla a medida que la planta crece y crece con largos tallos
como serpentinas rodeando el escritorio y acercándose a nosotras.
Retrocedemos hasta llegar a la puerta. Tiro del pomo y la abro solo para
ver a un par de centinelas patrullando el otro extremo del pasillo.
—¿Por qué no estamos huyendo? —pregunta Lola detrás de mí con la
voz cargada de pánico.
—Hay hombres en el pasillo haciendo guardia.
—Mierda.
—Eso exactamente es lo que pienso yo. —Mi mente analiza una idea tras
otra—. Tengo una varita curativa. Por favor, dime que tú has traído algo
útil.
Lola se mete la mano en el bolsillo de la falda y me entrega una varita.
—Transformadora.
—Excelente. —Le entrego a Lola la luz (que arde peligrosamente débil) y
pienso por un momento.
—¡Zarela! —grita Lola cuando una rama se le enreda alrededor de la
muñeca. Salto hacia adelante intentando ayudar, pero tengo varias
enroscadas por los tobillos, deslizándose por debajo de mi falda y atándose
alrededor de mis piernas. Hacen presión hasta que empiezan a formárseme
lágrimas en los ojos.
—Voy a pedir gas de dragón —jadeo como puedo. Los dragones rancios
emiten vapores que pudren cualquier cosa que tocan: plantas, tierra, césped,
flores y también árboles. Si lo aspiráramos, nos quemaría de dentro hacia
afuera.
—Seguramente estas cosas no son tan terribles —dice Lola con aspecto
alarmado aunque la planta extiende sus ramas cada vez más hacia arriba y
le rodea el pecho. Deja escapar un gritito intentando mantenerse en silencio
por temor a los guardias de fuera.
—Aguanta la respiración, Lola. —Rompo su varita, susurro rápidamente
la palabra e inhalo profundamente hasta que me arden los pulmones por el
esfuerzo. La magia sale por los extremos de la varita liberando una neblina
verde que se arremolina hacia arriba y hacia afuera. Lola aprieta los labios y
se pellizca la nariz con la mano libre.
Señalo la ventana. Es nuestra única esperanza para escapar. Nos alejamos
lenta y dolorosamente de la puerta con las vides dando vueltas a nuestro
alrededor, apretando y atrapándonos en sus garras verdes. Los vapores
nocivos se expanden y llegan finalmente a la planta alcanzando sus raíces.
El helecho se estremece, pero no nos suelta.
Lola cae al suelo aterrizando sobre su costado, cubierta casi totalmente
por la malévola vegetación. Me doy la vuelta hacia ella, pero tengo los pies
enredados con el helecho. No siento los dedos de los pies. El aire de dentro
de mis pulmones se convierte en fuego en mi pecho queriendo abrirse
camino al quemarme.
Miro a Lola, su pálido rostro, sus ojos apretados. De algún modo, sigue
sosteniendo la vela.
No te mueras. Por favor, no te mueras.
De repente, me invade la ira. No puedo perder a otra persona. No lo haré.
Me estiro alargando los dedos hasta que le quito la varita de las manos y
quemo las vides que le rodean el pecho. Se aflojan y luego el resto de la
planta empieza a retorcerse. Los vapores por fin han hecho efecto.
Me libero y ayudo a Lola haciéndole señales para que mantenga el aire a
salvo en su pecho. El veneno sigue funcionando, pudriendo el aire a nuestro
alrededor, matando lentamente al helecho mientras su tono verde intenso se
convierte en tristes grises y marrones.
Hasta nunca.
Tiro de Lola para que se ponga de pie y la empujo hacia la ventana
abriéndola rápidamente y ayudándola a subirse a la repisa. Jadea tomando
aire fresco y salta a la rama.
Echo un último vistazo a la habitación. Es un desastre, el escritorio es un
lío de pergaminos y el helecho moribundo cubre la mayor parte de la
estancia. No hay tiempo para arreglar las cosas y, además, necesito aire.
Un aire precioso y valioso.
Salgo por la ventana tomando grandes bocanadas de aire y salto a la
rama. Bajar del árbol cuesta más y estoy temblando demasiado como para ir
rápido. Lola parece sentirse del mismo modo porque cuando llegamos abajo
no tiene buen aspecto.
Le paso un brazo por la cintura.
—¿Te encuentras bien?
—Claro que no —responde mientras su cuerpo tiembla bajo mis manos
—. Tendría que haber tirado esa asquerosa maceta por la ventana.
Suelto una carcajada, sorprendida.
—Vámonos a casa y…
—¿Qué estáis haciendo?
Lola se pone rígida. Lentamente, nos damos la vuelta y vemos al guardia
que patrulla el perímetro observándonos con una fría mirada. Está calvo y
tiene un aspecto cruel con esos amplios hombros y su pecho aún más ancho.
—He dicho que qué estáis haciendo vosotras dos en esta propiedad.
Lola gime y se aferra a su estómago.
—Mi amiga se ha divertido demasiado esta noche. Se ha pasado un poco
con la bebida, ¿ve como tiene la cara verde? No debería tomar más de tres
copas de vino.
El guardia retuerce los labios, asqueado.
—Estaba buscando un lugar tranquilo —añado rápidamente agradeciendo
el ruido que viene de las calles. Música y gente gritando y bailando y, en
general, divirtiéndose.
—Llévatela.
Lola vuelve a gemir y, como si fuera una señal, vomita a los pies del
guardia. Tendré que darle las gracias más tarde por haber sido tan oportuna.
Durante el resto de mi vida, deseo no volver a recordar nunca el trayecto
de regreso a casa. Cuando llegamos a La Giralda, voy arrastrando los pies.
Ayudo a Lola a meterse en su habitación, le quito los zapatos y la tapo con
una manta.
—Zarela —susurra con voz apagada.
Me acerco más a ella.
—¿Qué pasa?
—Hemos estado a punto de morir.
—Lo sé.
—Tendríamos que haber ido con Guillermo. Él habría estado más
preparado.
Le aparto los rizos salvajes de la frente. Nunca habla de cómo se siente
realmente con respecto al aprendiz de mago. Utiliza fanfarronadas y sube el
volumen para ocultar su gran secreto.
—¿Por eso te gusta?
Asiente contra la almohada.
—Me hace sentir segura.
—Deberías decírselo —le aconsejo, pero sus ronquidos ahogan mis
palabras.
Me voy a mi habitación, exhausta y furiosa por haber desperdiciado la
noche. No he encontrado las pruebas que buscaba y ahora el Gremio sabrá
que alguien se ha colado y será mucho más difícil volver a conseguirlo.
Llena de pesar, me pongo el camisón. Quiero un baño, pero no quiero
hacer el esfuerzo de darme uno, lavarme y secarme el pelo, lo que me lleva
una eternidad. ¿Hay algo peor que secarse el pelo largo?
No veo la nota hasta que no aparto las mantas. Es una hoja sencilla,
doblada por la mitad y colocada sobre mi almohada. Tiene mi nombre
escrito con una caligrafía que no reconozco.
Se me forma un nudo de terror en el estómago.
Desdoblo el mensaje y el aire parece salir corriendo de la habitación. El
corazón me late con fuerza golpeándome las costillas. No recuerdo haberme
hundido en la cama. Vuelvo a leer la nota rezando para que, de algún modo,
las palabras cambien o desaparezcan.
Las palabras siguen siendo las mismas sin importar cuántas veces las lea.
Veinte
Espero a Arturo en medio del ruedo sentada en la arena, con las rodillas
pegadas al pecho y vestida con mi ropa de entrenamiento. Se me pasa su
rostro furioso por la mente. Me preparo mentalmente para lo que se me
viene encima.
Me enderezo cuando oigo a alguien acercándose. Sigo mirando al frente
lejos de la entrada. Las botas de cuero desgastadas y sus pantalones
marrones aparecen ante mis ojos. Se agacha para estar a mi misma altura.
Se muestra sombrío, tiene la boca apretada y las largas líneas de su cuerpo
reflejan su agotamiento. Tiene el capote en las manos. Una parte de mí se
derrite, pero entonces recuerdo cuando vi su rostro el día anterior en el
Gremio. La ira y la sensación de traición vuelven sobreponiéndose a
cualquier sentimiento dulce por él. Están en guerra con el recuerdo de él
votando a mi favor, en guerra con la posibilidad de que haya cazado al
morcego huido.
Hablo con voz plana.
—El maestro dragón es tu tío.
—Correcto —responde neutralmente, pero a mí no me engaña. La ira
arde tras ese impenetrable muro que ha construido a su alrededor con un
foso traicionero. Probablemente esté lleno de serpientes.
—¿Por qué no me lo dijiste?
Arturo arquea una de sus oscuras cejas y pregunta con desdén:
—¿Acaso no está a salvo ninguno de mis secretos?
No muestra ni un ápice de disculpa y siseo fuego. Mi visión adquiere una
tonalidad rojo ardiente. El color de mi capote es el de la guerra, el de la
sangre.
—¿Cómo te atreves? Me debes algo mejor que esto.
—Diriges tu furia a la persona equivocada —contesta Arturo fríamente
—. No tengo nada que ver con la decisión de mi tío de castigaros por lo que
pasó en La Giralda.
Arturo cree que estoy enfadada por las razones equivocadas. No sabe que
he descubierto quién es la persona responsable de la masacre de La Giralda:
su tío. Lo tengo en la punta de la lengua, pero me reservo las palabras. No
confío tanto en él como para eso.
—¿Y qué hay de ti? —inquiere engañosamente tranquilo mientras se me
eriza la piel de los brazos—. ¿De lo que has hecho tú? —insiste, pero esta
vez con más fuerza y me pregunto si debería levantarme para mantener esta
conversación—. Me gustaría saber por qué diablos… —Eleva la voz en un
rugido y arqueo las cejas a modo de advertencia. Cierra los labios con
tozudez. Cuando vuelve a hablar, lo hace moderando el tono pero tenso,
como si le costara hacerlo—. Te dije que no voy a volver a combatir nunca.
Jamás. ¿En qué estabas pensando?
No voy a darle ni un centímetro. Se lo merece.
—¿Has estado pasándole información a tu tío?
Parece aturdido.
—¿Pasándole información a mi…? No. Mi tío Eduardo lleva pagándome
la membresía desde que tenía trece años. Sigue pagando la cuota anual con
la esperanza de que cambie de opinión y ocupe su puesto como dragonador.
Cosa que no voy a hacer —añade fulminándome con la mirada.
Ha respondido a mi pregunta, pero no estoy satisfecha. Todavía no sé si
puedo confiar en él. Pero antes de que pueda seguir presionándolo, se
arrodilla sobre la arena, de nuevo con su ceño fruncido, tan afilado que
podría cortar carne.
—¿Cómo has podido hacerme esto? ¡Ya sabes lo que pienso de esta
profesión!
—¡Claro que lo sé! —exclamo, enfadada—. Y nunca te haría enfrentarte
a un dragón en el ruedo.
—¿En serio? —pregunta en un tono mordaz—. Porque ayer parecía que
eso era exactamente lo que iba a tener que hacer.
—Estaba mintiendo.
Su ceño se suaviza y casi desaparece, excepto por la fina línea de
escepticismo que le cruza la frente.
—¿Qué?
—Voy a ser yo la que luche en el ruedo. Solo dije tu nombre para
asegurarme de tener una oportunidad.
—¿Y cuando te vean a ti en el ruedo? ¿Entonces qué?
Me muerdo el labio y me encojo de hombros.
—Puede que se queden impresionados por mi atrevimiento. Eso es lo que
siempre me dices, ¿no? Ser dragonador no consiste realmente en matar al
dragón. Es una forma de arte viva y que respira, un espectáculo que
demuestra la valentía y el honor del luchador.
Arturo arruga la frente.
—Es arriesgado.
—Es el único movimiento que me queda. —Lo miro entornando los ojos
—. ¿Por qué no me delataste delante de tu tío cuando tuviste la
oportunidad? Podrías haberle dicho que estaba mintiendo, que no sabías de
qué estaba hablando.
—No importa. —Se ruboriza y cambia de tema rápidamente—. ¿Vamos a
entrenar o qué? No quiero malgastar más tiempo.
Lo fulmino con la mirada. ¿No ha aprendido nada sobre mí?
—Ya sabes qué te voy a responder.
Tiende la mano para ayudarme a levantarme.
—Pues mueve el culo.
Arturo tira de mí para que me incorpore y me tambaleo hacia adelante
perdiendo el equilibrio. Me coloca las manos en los brazos para
estabilizarme y para impedir que me acerque más a él.
—¿Por qué? —susurro.
Su rostro es impenetrable. Quieto como una roca. Una verdadera
fortaleza.
—Es hora de trabajar.
Doy un paso hacia adelante hasta que solo nos separa una respiración. Él
se mantiene firme, como sabía que lo haría.
—¿Has dado caza al dragón desaparecido y lo has entregado al Gremio?
—Lo único que obtengo es un parpadeo lento y comedido. Nada más. Gira
la cara, pero no he acabado con él—. Necesito saber la verdad.
Arturo desenrolla el capote y lo tiende entre nosotros formando una
barrera.
—¿Qué más te da? Hay un dragón peligroso menos en las calles…
—¿Has sido tú?
Le tiemblan los labios.
—Cazo dragones. Es lo que hago…
Sujeto el capote.
—Has sido tú. Pero ¿por qué? Lo matarán.
—Lo sé.
Había dado caza al dragón de todos modos. Suelto el capote y me aparto
del domador, boquiabierta.
—Pero ¿por qué?
—Ya te lo he dicho —responde en un tono plano que me he dado cuenta
de que es el más amable que tiene—. Soy cazador de dragones. Nada más.
Es todo lo que soy para ti. —Durante un momento, su rostro no se muestra
tan cerrado y me doy cuenta de que está intentando decirme algo acerca de
ayer. Sobre el momento que compartimos en el carruaje.
Sobre el beso.
Está diciendo que no significó nada. La búsqueda del dragón, lo que pasó
entre nosotros… no está conectado y mucho menos del modo en el que Lola
sospecha que lo está. Yo misma quiero reírme, o tal vez llorar, por haber
malgastado un solo instante de mi vida pensando en él, confundida por él.
No es el único que tiene un trabajo que hacer.
—Sí —respondo cortantemente—. Ya me lo dijiste.
Asiente. En un momento, se ha vuelto a separar de mí, en lo que ha
tardado en inclinar la barbilla.
—Bien, porque mañana te enfrentarás al dragón. Lucharás en el ruedo
dentro de cuatro días —afirma tranquilamente—. Ha llegado la hora de que
te enfrentes al monstruo al que tienes que matar.
—¿Estoy preparada?
Aprieta los labios.
—Tendrás que estarlo. —Saca la lanza del baúl en el que están guardadas
todas las armas. Deja caer el capote sobre la tapa y me tira la lanza. La
atrapo con una sola mano. El domador arquea una ceja—. Veamos si puedes
atravesarme con ella.
Levanto la lanza mientras él se acerca corriendo hacia mí.
Veinticinco