Bueno, El Animal Divino
Bueno, El Animal Divino
Bueno, El Animal Divino
lani
maldi
vino
ens
ayodeunafil
osofí
a
mate
ria
li
st
adel
arel
igi
ón
PENTALF
A
Reservados todos los derechos. Queda terminantemente
prohibido reproducir este libro, total o parcialmente, sin
la previa y expresa autorización escrita del editor. No se
autoriza la utilización de este ejemplar para su alquiler
o préstamo público.
El animal divino
Ensayo de una filosofía materialista
de la religión
2a edición (corregida y aumentada)
Pentalfa Ediciones
Oviedo 1996
Odi profanum vulgus et arceo;
favete linguis: carmina non prius
audita Musarum sacerdos
virginibus puerisque canto.
Horacio, Carmina, lib. ni, 1-4.
Prólogo a la segunda edición
El animal divino fue publicado en 1985. Muchos de sus párrafos podrían re
escribirse aún sin variar «la sustancia» del libro; podrían agregarse desarrollos im
portantes, acaso imprescindibles (sobre todo en lo relativo al tránsito de las reli
giones secundarias a las terciarias); podrían ponerse—añadiendo o sustituyendo—
nuevos ejemplos o ilustraciones, o determinarse algunos hilos susceptibles de ser
anudados con otros terceros, distintos entre si. Pero nada de esto cambiaría el as
pecto global de su tejido.
Por todo ello hemos optado, en el momento de disponernos a preparar una
segunda edición, por dejar las cosas como están. Tan sólo hemos corregido algu
nos errores materiales de detalle, pasado a nota a pie de página algunas referen
cias bibliográficas que figuraban en el texto —a fin de aligerarlo— y renumerado
correlativamente todas las notas del libro (que en la primera edición llevaban nu
meraciones independientes por partes). Se han introducido unos pocos añadidos
y algunas notas aclaratorias que, en todo caso, van flanqueados, al modo clásico,
por los signos kf *», a fin de que queden bien claras las diferencias entre las dos
ediciones.
Nos ha parecido obligado, en cambio, formular «fuera de texto», en escolios
tan breves como fuera posible, algunas puntualizaciones que contribuyan a pre
cisar el alcance de ciertas tesis mantenidas en la obra, orientando su interpreta
ción en una dirección mejor que en otra u otras acaso posibles, pero que desvir
tuarían la intención original del libro. Por otro lado debo decir que en mis Cuestiones
cuodlibetales sobre Dios y la religión (Mondadori, Madrid 1989) he tratado de
algunos asuntos colaterales, pero estrechamente relacionados con los problemas
suscitados por El animal divino; en especial, en la «Cuestión 12: El animal divino
ante sus críticos» (págs. 447-470), traté de sistematizar y responder a las críticas
que, hasta aquella fecha, se habían dirigido contra el libro. Posteriormente han
sido publicados comentarios de diverso alcance pero que, por mantenerse en al
guna de las líneas de los críticos anteriores, pueden considerarse como ya con
testados. Debo exceptuar los importantes análisis críticos de El animal divino que
10 Gustavo Bueno
Gonzalo Puente Ojea ha expuesto en su libro Elogio del ateísmo (Siglo XXI, Ma
drid 1995, págs. 84-187), a los cuales respondo en el Escolio 14 de esta edición
(más materiales en relación con esta polémica, con contrarrespuestas de Puente
Ojea en El Basdisco, n" 20, enero-marzo 1996). Conozco también algunas obras
de la mayor importancia que, de algún modo, «dialogan» con El animal divino-
el libro de Alfonso Fernández Trcsgucrrcs, Los dioses olvidados (Pentalfa, Oviedo
1993), en donde se ofrece una interpretación penetrante de la fiesta de los toros-
y, aunque independientemente de El animal divino, la reciente obra de Desmond
Morris, El contrato animal (Emecé, Barcelona 1991), cuya conexión con las te-
sis del libro ha puesto de manifiesto Trcsgucrrcs («Dcsmond Morris: Teólogo^,
en El Basilisco, 2- época, nB 8, 1991, págs. 96-97).
Más allá de su horizonte académico, este libro pretende impulsar en los lec
tores el pensamiento de que no hay que ir a buscar el núcleo de la religiosidad en
tre las superestructuras culturales, o entre los llamados «fenómenos alucinatorios»
—sin perjuicio de su funcionalismo sociológico o ctológico—, ni tampoco entre
los lugares que se encuentran en la vecindad del Dios de las «religiones superio
res» (tanto si ese Dios se sobrentiende como una realidad, cuanto si se le inter
preta como un ente de razón). El lugar en donde mana el núcleo de la religiosidad
—tal es la tesis de este libro—■ es el lugar en el que habitan aquellos seres vi
vientes, no humanos, pero sí inteligentes, que son capaces de «envolver» efecti
vamente a los hombres, bien sea enfrentándose a ellos, como terribles enemigos
numinosos, bien sea ayudándolos a título de númenes bienhechores. El núcleo de
la religión se encuentra en el mundo de los númenes, en tanto estos envuelvan
efectivamente a los hombres, porque sólo de este modo la experiencia religiosa
nuclear podrá ser, no solamente una verdadera experiencia religiosa, sino también
una experiencia religiosa verdadera.
Introducción
(1) No queremos llevar esta tesis hasta el extremo de la afirmación de su recíproca, porque reco
nocemos ampliamente que el análisis lógico-formal de algún material dado puede, en general, consi
derarse como verdadera filosofía. Y ello, ante todo, en función de la naturaleza del propio material.
Cuando este material es precisamente la religión, esto es obvio. Si tenemos en cuenta, por ejemplo,
que la religión es considerada muchas veces como el ámbito que contiene lo inexpresable, o lo iló
gico (el silogismo cristiano de Unamuno: «Cristo es hombre, Cristo es inmortal, luego todo Cristo,
todo hombre, es inmortal»), el análisis lógico de la religión incluye en muchos casos el planteamiento
de cuestiones propias de la llamada «Filosofía de la lógica» tales como la cuestión de la posibilidad
de un análisis lógico de un lenguaje religioso (vid. Jacques Poulain, Logíque et Religión, Mouton, Pa
rís-La I laya 1973); o bien, incluye cuestiones propias de la «Filosofía gnoscológica», que a la vez son
cuestiones de Filosofía de la Religión, tales como la cuestión de las semejanzas entre los componen
tes lógicos del discurso desarrollado a partir de los enunciados p de la fe objetiva y los componentes
de los discursos científicos: «los enunciados p desempeñan un papel muy similar al de los enuncia
dos experimentales de las ciencias naturales», sostiene el padre Bochenski, de un modo, por cierto,
muy próximo a como lo hacía, en el siglo xvtt, el padre Malebranchc, Recherche de la vérité, Intro-
14 Gustavo Bueno
ducción; vid. I.M. Bochcnski, The Logic ofReligión, Ncw York University Press, 1965. Vid. también
Raeburne S. Heimbeck, Theology and Meaning. A Critic ofMethodological Scepticism, Gcorge Alien
& Unwin, Londres 1969; Durrant, The Lógica! Status of'God', MacMillan, Londres 1973. Ahora bien,
la «verdadera filosofía» en su sentido lógico-formal, ni siquiera podría confundirse con el «análisis
lógico-formal» de los discursos religiosos, pues este análisis podrá ser el mismo confuso c ilógico (por
tanto: falsa filosofía) y porque podría ser correcto, coherente («verdadero», formalmente), sin nece
sidad de recaer sobre las mismas estructuras lógico-formales. Suponemos sencillamente que en «ver
dadera filosofía» el adjetivo «verdadero» carga sobre la forma «filosofía» en su aspecto gnoseológico,
mientras que en «filosofía verdadera» carga sobre el contenido de la doctrina en su aspecto episte
mológico, por analogía con la difcrcnci;r entre los sintagmas «verdadera religión» y «religión verda
dera» (para un musulmán el cristianismo es verdadera religión, pero no es la religión verdadera; para
un cristiano, el culto u la «divina correa» es falsa religión, superstición). La distinción tiene también
que ver con la oposición entre la suposición formal y la suposición material: una fórmula falsa puede
ser una verdadera fórmula, pero una falsa fórmula es una pscudofórmula, que no cumple las reglas de
construcción. La dialéctica entre las dos expresiones que aquí consideramos directamente brota en
parte del hecho de que una llamada (sin serlo) filosofía verdadera puede acaso derivar históricamente
de la verdadera filosofía, pero no sería filosofía, sino ciencia o teoría científica (de suerte que lo que
se llama teoría de la religión, procedente de la antigua filosofía de la religión, y aun ejerciendo algu
nas de sus funciones, no quiera ya ser verdadera filosofía); o bien puede ocurrir que la llamada filo
sofía verdadera, cuanto a la doctrina (por ejemplo, la dogmática cristiana según Escoto Eriúgena) no
sea sin embargo verdadera filosofía, incluso incompatible con ella (por ejemplo, en posiciones como
las del fideísmo evangélico, el de Hermann, o el de Barth).
(2) Vid. Gustavo Bueno, Ensayos materialistas, Taurus, Madrid 1972, págs. 35-ss.
(3) Nos referimos a la célebre fórmula de! De praedesíinatione, 1, 1, de Escoto Eriúgena (aunque
de larga tradición): «Conficitur inde, veram esse philosophiam veram religionem, conversimque ve
ram religionem veram essephilosophiam.» Abundante información al respecto en Étienne Gilson, La
Filosofía en la Edad Media (1922), versión española, Grados, Madrid 19722; pág. 193 para Escoto;
pág. 491 para Santo Tomás de Aquino. « I ladrianus Cardinalis Chrysogoni, De vera philosophia sen
tractalus de vera religione ex quatuor ecclesiae doctoribus, Colonia 1548.n
El animal divino 15
(4) Publio Papinio Estacio, Tebaida, ni, 661: «Primus in orbe déos fecit timar.»
(5) Critias, en Sísifo, apud Sexto Empírico, Adversas mathematieos, IX, 54.
16 Gustavo Bueno
(6) Por ejemplo, Sarah Kofman, Cámara oscura de la ideología (1973), edición española en Ta
ller Ediciones jb, Madrid 1975, pág. 30.
(7) En el sentido de Ernst Benz, «La angustia en la Religión», incluido en el colectivo La angus
tia, traducción española de Femando Vela, Revista de Occidente, Madrid 1960. La bibliografía es muy
abundante: Oskar Pfistcr, Das Christentum und die Angts. Eine religíonspsychologischehistorische
und religíonshygienísche Untersuchung, 1914. Pierre Janet, De l'angoisse a l'extase, 1926. Charles
Odicr, L'angoisse ct la pensée magique, 1947. E. Rochedicu, L'angoisse et les religions, 1952.
El animal divino 17
borda el marco de la presente Introducción. Pero, por otro lado, siendo impres
cindible fijar algunas de las coordenadas gnoseológicas en que nos movemos (dado
el interés de estas coordenadas para la determinación del «lugar» de la Filosofía
de la Religión), nos vemos obligados a resumir algunos conceptos relativos al caso
y que exponemos desde la perspectiva de la teoría gnoseológica del cierre cate-
norial.
En realidad, «teoría» se opone habitualmente a «hechos». Pero, ¿cuál es la
naturaleza de tal oposición? Muchas veces se procede como si esta oposición
fuese un caso particular de la que media entre el «pensamiento» (subjetivo) y la
«realidad» (objetiva) que, a su vez, puede entenderse como una oposición entre
«forma» y «materia». Sin negar estas caracterizaciones, procuramos mantener
nos en lo posible al margen de ellas, dada su índole más epistemológica que gno
seológica y, por motivos similares, también prescindimos de la caracterización
de las teorías como «explicación» de hechos. Una teoría es explicativa de he
chos, no es meramente descriptiva, es cierto, pero también es cierto que «expli
car» o es un concepto psicológico-dialógico («explicarle algo a alguien») o es
un concepto gnoseológico que debe a su vez ser determinado. Para los efectos
del presente Ensayo nos limitaremos a caracterizar una teoría como una cons
trucción (concepto sintáctico, que incluye la utilización de operaciones defini
das) en virtud de la cual un hecho (o un conjunto de hechos, previamente des
critos de algún modo) se inserta en una totalidad o contexto definido, dentro del
cual dice referencia a otros hechos diferentes. Una descripción, incluso una des
cripción por medio de modelos descriptivos, no es una teoría (y, en este sentido,
también diferenciamos teorías y modelos descriptivos). La teoría se desenvuelve
en un nivel sintáctico superior a aquel en que se dan los hechos o incluso los mo
delos. La totalidad en la cual la teoría inserta a los hechos está conformada como
una totalidad distributiva (31) conjugada con una totalidad atributiva (T), lo que
podríamos parafrasear diciendo que la teoría ha de establecer entre los hechos
tanto relaciones de semejanza (o analogía o-en general, isología-a) como rela
ciones de contigüidad (o de causalidad o-en general, sinología-**), mediándose
las unas por las otras. Se comprende entonces que sin los hechos las relaciones
(materiales) no pueden tejerse. Los hechos son a la teoría lo que los sonidos a la
composición musical; y la teoría no tiene por qué entenderse como si fuese una
«retícula formal» arrojada a una masa empírica de hechos que pueden verificarla
o falsaria. Porque los hechos desarrollan la teoría, y sólo cuando la teoría es poco
científica o fantástica es propiamente «formal», «mítica». Una teoría mítica es
algo así como la inserción de un conjunto de hechos en un contexto en el cual
aquellos no están materialmente vinculados (como cuando los antiguos inserta
ban el hecho de las culebras de Libia en el contexto de las gotas de sangre que
chorreaban de la cabeza de la Gorgona, que Perseo había cortado). El mito pla
tónico no es siempre, sin embargo, una teoría mítica, porque los mitos platóni
cos son a veces modelos, y aun contramodelos, ¡mpossibilia, que pueden tener
una indudable función en la construcción científica (el mito del perpetuum mo-
hile de segunda especie, en Termodinámica).
18 Gustavo Bueno
(8) ri’Véasc Gustavo Bueno, Teoría del cierre categoría!. Introducción general, §36. Vol 1, Pen-
talfa, Oviedo 1992.'»
El animal diviho 19
bién poder político o sacerdotal; en segundo lugar, el que contiene a los dioses ca
racterizados por la fuerza física y militar; y, en tercer lugar, el que contiene las
deidades que tienen que ver con la fecundidad, la salud, el bienestar o las rique
zas9. Nuestra pregunta se formula así: ¿Cuándo puede comenzar a ser conside
rado teoría este «esquema clasificatorio» y cuál es la naturaleza de tal teoría (cien
tífica, filosófica, especial, general)? El esquema se funda originariamente sobre
material indoiranio (las trinidades védicas, los Aditya —Mithra, Varuna—, Indra
y los Asvin), pero sería muy arriesgado sostener que el primer esquema brotó
como una mera transcripción de una estratificación eniic, porque esta misma es
tratificación (que no es inmediatamente evidente10) está vinculada con la estruc
turación social según las tres castas consabidas (brahniana, satriya, vaisya)
—que, a su vez, pudo venir sugerida (a Dumézil) por la República de Platón. En
cualquier caso, ni siquiera la coordinación de los tres órdenes de funciones divi
nas con las tres castas puede considerarse como un modelo (ni menos aún como
teoría) sociológico, dado que la propia estratificación de las castas comienza uti
lizándose como un dato él mismo emic, no contrastado con investigaciones ar
queológicas, demográficas, &c. La correspondencia entre las clases de dioses y
las castas, aunque arrastre una vaga connotación causal de tipo sociológico, no
puede rebasar los límites émicos en que se desenvuelve originariamente (y esto
aun sin olvidar que la correspondencia podría desarrollarse en el sentido de in
vertir la flecha causal). Nos inclinamos, pues, a considerar inicialmente el esquema
de la clasificación de las unidades indostánicas en tres órdenes como un modelo
descriptivo, no como una teoría. Utilizando la distinción de Goblet d’Alviella, ca
bría decir que esa clasificación es hierográfica, pero no hierológica y ello sin per
juicio del considerable nivel de saber filológico que la presentación del modelo
trifuncional descriptivo presupone. El modelo descriptivo puede comenzar a to
mar la forma de una teoría en el momento en el cual se pone en contacto con «ma
sas de hechos» (émicos, principalmente) distintos de los estrictamente teológicos
originarios, en el momento en el cual el modelo va desarrollándose tanto en la di
rección distributiva como en su conjugada atributiva:
Según su desarrollo distributivo, el modelo trifuncional indoiranio se apli
cará a otros panteones, por ejemplo, a los clásicos mediterráneos (Zeus/Hera-
cles/Plutón y la doctrina platónica de las tres clases) o bien, Júpiter/Marte/Qui-
rino. Pero también al mundo escandinavo o céltico, la trinidad Odín/Torr/Freyr y
(9) Georges Dumézil, L'idéologie tripartie des Indo-Eumpe'ens, Bruselas 1958; Mythe et épopée.
L’idéologie des trois fonctions dans les épopées des peuples indo-etiropéens, 3 vols., Gallimard, Pa
rís 1968-73.
(10) ri’En realidad en el panteón indoeuropeo se reconocen cinco entidades numinosas: Mithra,
Varuna, Indra (con su ruidoso cortejo, el batallón de los Marut, que dará lugar al Mars latino) y los
dos gemelos Nasatya (a los que la India llama también los Asvin); por estos dioses jura ante el em
perador Shubiluliuma el rey de Mitani, Maltiwaza, hacia el 1340 ane, en la inscripción descubierta en
1907 en el lugar en el que existió Hattusas, la capital del imperio de los hititas. Es cierto que ya en la
Roma primitiva se percibe, en torno a la «triada precapitolina» (luppitcr, Mars, Quirinus) —reorga
nizada más tarde: Júpiter, Minerva, Juno— una reorganización más explícita o estructuración tema
ría de las funciones divinas, u
El animal divino 21
las tres clases de la Irlanda céltica (druidas, guerreros, boyeros). La teoría se de
sarrollará («distributivamente») extendiéndose a otras áreas más «exóticas», a los
escitas (los osetas) o a los pueblos indoeuropeos (celtas o no) que habitaban As
turias en la época del contacto con Roma (Lug-Lugus/Taranus-Taranis/Deva)1 *.
Pero no se trata sólo de probar la distributividad del modelo en distintas áreas.
El desarrollo distributivo del modelo conlleva un desarrollo atributivo conjugado,
es decir, la conexión con hechos diferentes, de índole muy heterogénea. Por ejem
plo, habrá que determinar cómo se insertan en el esquema las diferentes armas
asociadas a cada divinidad, según su función, y explicar las anomalías; qué puesto
ocupan Baldr o Loki entre los germanos (¿se reducen a auxiliares de la primera
función?) o las filgias. El desarrollo de la teoría comporta la delimitación de su
campo, tanto en extensión como en intensión (atributiva), mediante la circulación
de un regressus y de un progressus fenoménico («hierológico»), Y aquí aparece,
en su centro, la cuestión sobre la naturaleza general o especial de la teoría de Du-
mézil. ¿Qué significa «general»? Por de pronto, difícilmente puede entenderse
este concepto, al menos de un modo inmediato, en el contexto de una teoría ge
neral de la religión, puesto que su campo es el de las religiones indoeuropeas y
parecería absurdo tratar de aplicarla a religiones pertenecientes a sociedades prehis
tóricas anteriores a la constitución de las sociedades de clase. Y esta cuestión es
tanto más importante cuanto que la verdad de la teoría (al menos, la verdad como
evitación del error) puede depender precisamente de la «autocrítica» al natural
impulso de generalización, a la tendencia de la teoría especial a convertirse en
teoría general. Probablemente, ni siquiera es legítimo aplicar la teoría de la tri-
funcionalidad indoeuropea a la Trinidad cristiana, tal como fue configurándose a
través de los concilios de Nicea, de Constantinopla o de Efeso (las funciones del
Espíritu Santo tendrían que ver con la propia constitución de una Iglesia Univer
sal, conjugada con el Estado romano y después con los Estados sucesores, como
un factor nuevo de carácter histórico). Y esto, sin perjuicio de las abundantes con
taminaciones mutuas, como la fórmula, en la Noruega medieval, contra las en
fermedades: «En el nombre de Odín, de Thor y de Frigga», que alterna con la fór
mula cristiana: «En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.» Además,
el propio desarrollo atributivo y distributivo suscita cuestiones decisivas que unas
veces limitan el esquema intensionalmente, otras veces permiten ampliarlo, a tra
vés de eslabones intermedios (por ejemplo, las semejanzas entre el Baldr escan
dinavo y el Sozryko oseta, invulnerable a las ruedas cortantes salvo en un punto
de su cuerpo, la rodilla, como Aquiles en el talón) por la intercalación de meca
nismos difusionistas (crítica a Eugen Mogk, Frazer, &c.) o de mezcla cultural,
pongamos por caso el «injerto» (Dumézil) en la estructura ternaria de los núme
nes escandinavos, por ejemplo, del gigante de las montañas, que va a los Ases dis
frazado de artesano para ofrecerse a construirles un castillo a cambio de la diosa
Freya, cuando Loki interviene ayudando a los Ases (se transforma en yegua, que
(11) Vid. el ensayo de Julio Mangas, Religión indígena y religión romana en Asturias durante el
Imperio, Consejería de Educación y Cultura, Oviedo 1983, 35 págs.
22 Gustavo Bueno
distrae al caballo del gigante que arrastra los enormes bloques de piedra); el pa
ralelo de este mito con el del gigante Tyr que entierra el martillo de Torr y pide a
Freya, &c.12
La teoría de Dumézil se va convirtiendo, mediante sus desarrollos (problemas
que suscita, métodos propios), en una verdadera disciplina, cultivada por especia
listas (filólogos, historiadores) que quieren atenerse al más riguroso procedimiento
científico. Pero, como hemos dicho, se mantiene como teoría especial (con res
pecto de las religiones en general, aunque se extienda a la generalidad intermedia
de los pueblos indoeuropeos). Además, esta teoría se mantiene en un nivel más
bien paracientífico (cierre fenoménico), en la medida en que no pueda concluir so
bre la naturaleza o esencia de la trifuncionalidad, ni sobre su origen prehistórico o
protohistórico. Tampoco es una teoría filosófica, ni siquiera en el supuesto de que
se pudiera generalizar a todos los pueblos históricos, siempre que no reciba una
fundamentación antropológica (y todo esto sin perjuicio de que, inversamente, una
teoría filosófica de la religión deba contar con la teoría de Dumézil).
Las sumarias distinciones que preceden serán suficientes para tomar con
ciencia de las confusiones incesantes a las que lleva la falta de rigor o de cultura
gnoseológica de tantos estudiosos que se dedican al cultivo de la teoría de la re
ligión. Para citar un ejemplo ilustre, el de Evans-Pritchard. Pritchard contrapone
teorías científicas a meras «especulaciones filosóficas» y señala (en su conocido
libro sobre las Teorías de la religión primitiva) como criterio de sobriedad cien
tífica la decisión de renunciar a las cuestiones sobre el origen y la verdad de las
religiones (opinión que comparte con otros muchos científicos de la religión, de
la talla de Wilhelm Schmídt). Como es evidente que este veto no puede referirse
al plano fenoménico (las respuestas que las religiones dan a la cuestión de su ori
gen y su verdad son contenidos dogmáticos, parte del material fenoménico, que
deben ser recogidas por el científico), habremos de concluir que se refiere al plano
esencial, y entonces lo que se está afirmando es que las ciencias de la religión se
mueven sólo en el plano fenoménico, y, por tanto (desde la teoría del cierre), que
no son teorías estrictamente científicas, aunque tampoco sean anticientíficas (las
consideramos como para-científicas). La falta de rigor gnoseológico de Pritchard
(cuyo rigor científico no ponemos en duda, sin embargo) se advierte también de
inmediato en la exposición que hace de diferentes teorías de la religión primitiva
al hablar, por ejemplo, de teorías animistas, intelectnalistas, sociológicas y tote-
mistas, sin distinguir los diferentes planos gnoscológicos en que ellas se sitúan.
Pues el concepto de inteleetnalismo se mantiene en el plano causal, es una teoría
causal (verdadera o falsa) de las religiones primitivas, que atribuye a las opera
ciones intelectuales la génesis de los contenidos principales de una religión; pero
el concepto de animismo se mantiene en el plano fenomenológico y el animismo
es una teoría fenoménica (émica) y no causal. El clan puede proponerse corno
causa de una determinada religión primitiva, en un plano esencial, a Ja vez que se
(12) Vid. Gcorges Dumézil, Les dieux des gerniains. Essai sur la forniation de la religión scan-
dinave, Presses Univcrsitaires de Franco, París 1959.
El animal divino 23
(13) Por ejemplo, la siguiente teoría de Engcls: «La religión nació, en una época muy primitiva,
de las ideas confusas, selváticas, que los hombres se formaban acerca de su propia naturaleza y de la
naturaleza exterior que los rodeaba. Pero toda ideología, una vez que surge, se desarrolla en conexión
con el material de ideas dado, desarrollándolo y transformándolo a su vez; de otro modo no sería una
ideología, es decir, una labor sobre ideas concebidas como entidades con propia sustantividad, con un
desarrollo independiente y sometidas tan sólo a sus leyes propias.» (Liidwig Feuerbach y el fin de la
Filosofía clásica alemana, tv). Lo que confiere a estas teorías una mayor proximidad respecto de la Fi
losofía es el postulado de la necesidad (la condición de «ilusión transcendental» de la Idea de Dios en
el sentido de Kant) si bien esa necesidad transcendental ya no se toma sinipliciter, sino elaborada his
tóricamente, situacionalmentc, según el conocido quiasmo del joven Marx: «Exigir al hombre que re
nuncie a las ilusiones sobre su situación, es exigir que renuncie a una situación que necesita ilusiones.»
En la extensa antología en dos volúmenes de Hugo Assmann y Reyes Mate, Sobre la Religión. Sígueme,
Salamanca 1975, pueden encontrarse los textos más significativos de Marx y Engels (vol. 1), de Jaurés,
Lenin, Gratnsci, Rosa Luxemburgo, Mao, &c. Los editores tienden a acortar distancias entre marxismo
y religión, dentro de la perspectiva coetánea del «diálogo» (Rosa Luxemburgo; «La socialdemocracia
pretende la realización del espíritu cristiano»; crítica de Antón Pannekoek al planteamiento de la reli
gión de Lenin, en cuanto estaría muy cerca del planteamiento propio del materialismo burgués, &c.)
(14) Lenin, «La actitud del partido obrero frente a la religión», en Proletario, núm. 45, mayo 1909.
24 Gustavo Bueno
(15) Vid. Werner Post, La crítica de la religión ett Kart Marx, Hcrdcr, Barcelona 1972.
(16) Sólo cuando la Religión sea considerada de algún modo como una ilusión transcendental,
como una falsedad antropológicamente necesaria o interna (y no como un error contingente o adven
ticio, aun cuando fácil es comprender la dificultad de establecer una línea divisoria entre lo que es ne
cesario y lo que es contingente, cuando se habla en el materialismo histórico de necesidades históri
cas), cabría hablar entonces, a nuestro juicio, de una verdadera filosofía (aunque negativa, y acaso
metafísica) de la Religión. Porque entonces la Religión aparecerá contemplada como una falsedad o
ilusión sul generís (por ejemplo, dcrivable de una de las tres Ideas, en el sentido de Kant) a la luz de
las ideas filosófico-antropológicas. En cualquier caso, cuando nosotros hablamos de verdadera filo
sofía de la religión nos referimos a una filosofía de la Religión en el sentido positivo, no en el sentido
de la Filosofía metafísica (teológica o antropológica). rrOtra cosa es que estas falsas filosofías de la
religión (estas pseudofilosofías que se reducen a Psicología de la religión, a Sociología de la religión,
&c.) se presenten como sucedáneos de la Filosofía de la religión, y de forma tal que se llegue a esti
mar irrelevante el contenido doctrinal de tales sucedáneos (por ejemplo, a efectos de la elaboración
de un plan de estudios o de la contratación de un profesor). Se dirá, ¿qué más da, a efectos de llevar
a efectos un «Programa» de Filosofía de la religión, que enfoquemos ese programa desde la perspec
tiva de una Psicología de la religión, desde la perspectiva de una Sociología de la religión, o desde la
perspectiva de una filosofía teológica determinada? En todo caso lo importante será, dirían, el conte
nido doctrinal, y lo menos importante la denominación de esta doctrina (Psicología, Sociología o Fi
losofía). Sin embargo, es preciso subrayar que cuando hablamos, por ejemplo, de «Psicología de la
religión», con pretcnsiones de exponer una doctrina de la religión dada, estamos hablando de algo más
que de una disciplina gnoscológica, estamos reduciendo la religión a la condición de «proceso psico
lógico» a partir del cual nos comprometemos a reconstruir los restantes contenidos de la religión, y
estamos, por tanto, obligándonos a incluir la disciplina «Filosofía de la religión» en una Facultad de
Psicología. Hablar de Filosofía de la religión es pues tanto como decir que ni la Psicología de la reli
gión, ni la Sociología de la religión, &c., tienen capacidad para «penetrar» en el núcleo de las reli
giones, aunque puedan ofrecernos muchos conocimientos positivos sobre los fenómenos religiosos.
Tiene poco sentido «agregar», sin más, la Filosofía de la religión a la Psicología o a la Sociología de
la religión, dejándolas, «intactas». Cuando introducimos la Filosofía de la religión en el contexto de
este conjunto de disciplinas positivas, es porque consideramos críticamente las pretensiones reducti-
vas implícitas, la mayor parte de las veces, en estas disciplinas.u
(17) Maurice Godelier, «Hacia una teoría marxista de los hechos religiosos», trabajo incluido en su
libro Economía, fetichismo y religión en las sociedades primitivas, Siglo xxt, Madrid 1974, págs. 346-ss.
El animal divino 25
denadas, superestructura!), sino que su verdad debe brotar de la misma base («la
ideología religiosa —dice refiriéndose a los Incas— no es solamente la superficie,
el reflejo fantástico de las relaciones sociales. Constituye un elemento interno de
la relación social de producción»), Pero todo esto, cuyo interés no queremos su
bestimar, sigue siendo funcionalismo económico político, que supone ya dado el
hecho religioso, para, partiendo de él, mostrar de qué modos se inserta en un de
terminado modo de producción. Así, en su análisis del ritual molimo, entre los pig
meos mhutu, lo que Godelier alcanzaría a demostrar (y ello es ya muy importante),
es que este ritual no es, por decirlo así, un conjunto de prácticas surrealistas, ins
piradas por un mito y que «patinan» sobre la realidad de los procesos de producción,
sino una acción positiva de los mhutu sobre su realidad social (la exaltación —tras
la muerte de un miembro de la tribu— de la solidaridad de todos los mhutu entre
sí y con la selva). La teoría marxista de la religión marcha aquí en línea con la An
tropología funcionalista, o bien con la llamada «Antropología ecológica», cuyo tra
tamiento de la religión tampoco podría confundirse con un tratamiento de preten
siones globalizadoras18. La filosofía marxista de la religión habría que ir a buscarla,
a lo sumo, al Marx de los Manuscritos, a la teoría (antropológica) de la alienación
y de la falsa conciencia, cuyo mecanismo de «cámara oscura» invierte la realidad
y presenta como causa (los dioses) a lo que es en realidad efecto de los hombres,
considerados en determinadas relaciones sociales e históricas. Esta inversión ilu
soria no es un capricho individual, y ni siquiera, acaso, un mecanismo psicológico:
cabría aproximarla en principio, como ya hemos insinuado, a lo que Kant llamó la
«ilusión transcendental»19. Pero al confinar Marx la alienación religiosa a unas de
terminadas etapas históricas de la producción (ni siquiera los mitos religiosos son
para él idola tribus), su concepción se resuelve de hecho en un claro sociologismo,
puesto que damos por descontado que el concepto de «cámara oscura» es sólo
—valga la paradoja— una luminosa metáfora, sin valor filosófico. Sin duda, el
concepto de alienación (en tanto presenta a los dioses de la religión como «el hom
bre mismo fuera de sí») es ya filosófico, puesto que hace descansar la Idea de re
ligión en la Idea de hombre (en la perspectiva que llamaremos circular); pero es
una filosofía de índole metafísica (como pueda serlo la tomista) porque tan meta-
físico es un Hombre que «se define por no ser lo que es» como un Dios que se de
fine «por ser lo que es».
La filosofía verdadera de la religión no es, pues, necesariamente, verdadera
filosofía, y no nos parece que haya mayores dificultades de principio para acep
tarlo así. Más paradójica es la posibilidad de hablar de una verdadera filosofía de
(18) En su Antropología ecológica (Adara, La Coruña 1978, pág. 229) Ubaldo Martínez Vciga
establece claramente, valiéndose de la generalización de una distinción de Max Wcber, que una cosa
es decir que la religión es un fenómeno «ecológicamente pertinente» (como probarían los análisis tipo
Ornar K. Moore sobre rituales de los Naskapi de la Península del Labrador, o los de ILD. Heinen y K.
Ruddle sobre el nahamu de los Guarao del delta del Orinoco, o los de M. Harris sobre la institución
de la «vaca sagrada» de la India) y otra cosa es decir que es un fenómeno «ecológicamente condicio
nado», o menos aún, decir que es un fenómeno «estrictamente ecológico».
(19) Immanucl Kant, Crítica de la Razón Pura, «Introducción» a la «Dialéctica transcendental».
26 Gustavo Bueno
Esta misma tesis, en una forma contrarrecíproca, suena así: no es posible ex
poner una ontología de la religión verdaderamente filosófica, antes de que previa
mente no se haya «preparado» críticamente el campo mediante la gnoseología de la
religión (sin que ello implique que la gnoseología, a su vez, no pueda recibir im
portantes realimentaciones de la teoría ontológica). La misma doctrina ontológica
de la religión cambiaría su propia estructura en el momento en que se la conside
rase desgajada de su marco gnoseológico. En particular, y para referirme a la doc
trina ontológica que en este ensayo va a ser presentada, su afirmación central acerca
de la naturaleza de lo numinoso (que suponemos se encuentra en el núcleo mismo
de la religión) podría perder su mismo significado filosófico (ontológico-esencial)
en el mismo momento en que fuera entendida como una tesis fenomenológica, em
pírica —una tesis que, por cierto, en este plano, no es nueva. La diferencia de nues
tra tesis, o su novedad (respecto de la tesis fenomenológica correspondiente) sólo
puede percibirse precisamente cuando la trasladamos al plano ontológico o esen
cial. Pero la fundamentación de una distinción entre el plano fenomenológico y el
plano ontológico, en filosofía de la religión, corresponde justamente a la gnoseolo
gía de la religión, y no deja de ser sorprendente la enorme riqueza de proposiciones
filosóficas (relativas a la filosofía de la religión) que es posible establecer, aun des
prendiéndonos de la doctrina ontológica de referencia. Proposiciones que, aun cuando
28 Gustavo Bueno
en muchos casos hayan sido sugeridas tras el análisis de la doctrina ontológica, pue
den considerarse como lógicamente independientes de esa doctrina.
Nuestra tesis, sobre todo en su forma contra-recíproca, puede parecer absurda
cuando se tiene en cuenta que toda gnoseología (teoría de la ciencia) ha de consi
derarse vacía si no tiene previamente como referencia un «cuerpo de doctrina». Y
así, sería absurdo proyectar una gnoseología de la filosofía de la religión previa a
todo tipo de doctrina sobre la religión, como sería absurdo proyectar una gnoseo
logía de las Matemáticas, o de la Física o de la Biología, previamente a cualquier
doctrina sobre las magnitudes, sobre las masas o sobre los ácidos nucleicos. Sólq
cuando hay una bio-logía será posible una consideración acerca del lagos de o so
bre los cuerpos vivientes. Pero la religión ofrece una situación especial y caracte
rística (aunque no sea absolutamente única), a saber: que ella misma (al menos ep
partes importantísimas de su campo) es ya una doctrina, un logos (una teo-logía,
una mito-logia). Que, por mucho que se subraye (como nuestra propia doctrina on-
tológica lo subraya) la importancia de los contenidos no doctrinales de la religióp
(de los ritos, frente a los mitos, como suele decirse, acaso sin advertir bien lo que
se quiere decir) es siempre innegable que las religiones contienen, como partes in
ternas, esenciales suyas, a una doctrina (una mitología, una dogmática, una teolo
gía). Y, lo que es más interesante, una doctrina que es, ella misma, en la mayof
parte de los casos, doctrina crítica de otras doctrinas («Si alguno entre vosotros s£
tiene por sabio en este mundo, hágase necio, para que sea sabio», dice San Pablo
a los Corintios, i,m-l8), una doctrina que incluso ha recorrido los principales ca
minos propios de toda teoría axiomática (desde la Teogonia de Hesiodo, hasta el
Ars Catholica Fidei de Nicolás de Amiens), lo que hace plausible el proyecto de
una «lógica de la religión» al estilo de Bochenski21. Bastaría, pues, esta conside
ración para apoyar nuestra tesis —es necesario (a la verdadera filosofía de la reli
gión) comenzar como teoría de las ciencias de la religión— sin temor a incurrir eí>
fatuidad, comenzar por una filosofía gnoseológica de la religión, desvinculada de
cualquier género de doctrina previa, dado que es el material mismo, las religiones,
aquello que nos pone por delante la necesidad de considerar a la doctrina.
De acuerdo con todo lo que acabamos de establecer, parece obligado des
componer la exposición de nuestro proyecto en dos fases o partes (cuyas relacio
nes mutuas iremos mostrando sobre la marcha):
(21)Joseph M. Bochenski, The Logic of Religión, New York University Press 1965; edición es
pañola, La lógica de la religión, Paidós, Buenos Aires 1967.
Parte I
Proyecto de una filosofía de
la religión en su fase gnoseológico
Capítulo 1
El concepto de una «verdadera filosofía»
Comparación de la zona pelviana del chimpancé y la del Australopiteco (según un dibujo de Lafforet-vNESCO)
Si la posición erecta determinó una profunda reorganización de las percepciones que los homínidos podían tener de
los demás animales de su entorno, ¿no habría que poner ya en el Australopiteco los gérmenes de la distanciación en
tre los protohombres y los demás animales, por tanto, la nueva manera de ver a los animales sobre la que se asenta
rían las religiones positivas, la religión natural?
Capítulo 2
La teoría de la religión como filosofía
(27) Como referencia precisa de este proceso tomamos el De augmentis scientiarum de Francis
Bacon, donde aparece por primera vez la distinción de las disciplinas filosóficas en tres grandes gé
neros: De natura. De numine, De homine. Sin embargo no nos parece adecuado el método por el cual
Michel Foucault, Les mots et les chases: une archéologie des sciences humaines, Gallimard, París
1966, ha intentado dar cuenta de la aparición de la Antropología en la época moderna. Apelar a la «in
vención del hombre», a la cristalización de una nueva episteme, nos parece apelar a un proceso acau
sal. Si la ¡dea de hombre ha experimentado una inflexión característica en el humanismo moderno,
habrá que buscar causas precisas en la historia de las ideas y de las categorías sociales, económicas,
&c. A nuestro juicio habría que regresar a la consideración del desarrollo del cristianismo (y su «lu
cha contra los ángeles») en dialéctica con el islamismo, y ello explicaría el significado de España en
este proceso (que Foucault reconoce).
36 Gustavo Bueno
(28) Max Scheler, De lo eterno en el hombre. La esencia y los atributos de Dios, traducción es
pañola de Julián Marías, Revista de Occidente, Madrid 1940, pág. 51.
El animal divino 37
(29) Nos referimos a las resoluciones del Concilio Vaticano i («Si quis dixerit, Dcum unum et ve-
rum, crcatorem ct Dominum nostrum, per ea, quac facta sunt, naturali rationis humanae lumine ccrto
cognosci non posse: anadíenla sit», Denzinger 1806), al «juramento antimodemista», &c.
El animal divino 41
que nada tendrá que ver con otras religiones que, a lo sumo, sólo serán mimetis
mos de la religión verdadera. En sus posiciones extremas, el fideísmo (protestante:
el de Ritschl en el siglo pasado, el de Barth en el presente) llegará a negar incluso
el concepto de religión como concepto común a diversas religiones y con ello tam
bién se pondrá en cuestión la Filosofía de la Religión. Desde este punto de vista,
una religión que defiende un núcleo racional presente en principio a las religio
nes más diversas, alienta una metodología comparatista y una verdadera Filoso
fía de la Religión, aunque sea en un sentido precario. Filosofía de la Religión por
cuanto se refiere al hombre en general: Dios, cognoscible por los hombres, vir
tualmente por todos, una vez instruidos adecuadamente por los teólogos natura
les, es decir, por la filosofía, en cuanto, según su naturaleza, desarrolla una re
acción natural, de índole moral, de reconocimiento y reverencia, incluso (según
algunos tomistas actuales «avanzados» como Lubac, o Rahner) un impulso hacia
la divinidad, a la salvación sobrenatural, siquiera sea por vía existencial y no ya
esencial. Por tanto, los Preámbulo fidei constituirán una fundamentación filosó
fica de todas las religiones y, en este sentido, cabrá hablar de una filosofía de la
religión subalternada a la filosofía moral. Asimismo, esta filosofía de la religión
teológica inspirará, una vez puesta a punto la «Ciencia de la Religión», una me
todología científica orientada a investigar, incluso en las religiones más primiti
vas, vislumbres de esta tendencia natural (Escuela de Viena).
Sin embargo, esta Filosofía escolástica de la Religión, aunque proyecta una
doctrina general (salva veritate) sobre las religiones, no puede considerarse como
impulsora de una disciplina llamada «Filosofía de la Religión» instituida sobre el
campo de los fenómenos religiosos sin restricción alguna. Pues esta disciplina,
para ser una Filosofía de la Religión en su sentido pleno gnoseológico (y no una
mera teoría de la religión), deberá no sólo poder regresar de los fenómenos a las
ideas, cuanto también, en el progressus, poder recubrir desde ideas determinadas,
la integridad del campo fenoménico. Si no hay regressus a Ideas no puede ha
blarse, desde luego, de filosofía (sino, por ejemplo, de psicología o sociología de
la religión) porque si la creencia en Dios es a quo un contenido psicológico, sólo
cuando se le acopla el argumento ontológico, que resuelve en Dios como término
ad quem, podemos consideramos rebasando el horizonte psicológico (puede la fe
nomenología de la religión presentarse en la perspectiva de una ortología trans
cendental). Pero aun cuando lleguemos a las Ideas, no tenemos más que la con
dición necesaria, no la suficiente: es preciso recubrir todos los fenómenos. En las
primeras versiones de la ontoteología, ya la del fundador Aristóteles, el regressus
de las religiones a los dioses parece cumplirse (basta recordar el libro xn de la Me
tafísica, en donde la teología astral se corrobora con el testimonio de los mitos re
ligiosos más diversos); pero en el progressus no, Aristóteles niega la religión. La
situación cambia totalmente con el cristianismo: Dios no sólo conoce el mundo,
sino que se encarna en un hombre consustancial con el Padre. La religión parece
ya posible; pero el fundamento de esta posibilidad no es filosófico, deriva del cris
tianismo, que enseña la creación del hombre y el carácter sobrenatural de Cristo.
Filosóficamente no puede demostrarse que Dios haya creado al hombre en el
42 Gustavo Bueno
tiempo, y menos aún que se haya encamado en el mundo. En resolución, una partfi
importantísima deí «material» de la religión revelada (que contiene la doctrina de
la Trinidad, la Angelología, los milagros, los sacramentos, &c.) y de la moral, per
tenece a la fe (a la sobrenaturaleza, a la Gracia) y sólo la fe y no la filosofía puede
analizarla. La filosofía, a lo sumo, desempeñará las funciones de ancilla de ja
Teología dogmática. (Contraprueba: los gérmenes, siempre vivos, de una antro
pología transcendental de la religión, de una antrOpoteología que impulsase a con
siderar a los elementos sobrenaturales de la religión cristiana como un desarrollo
interno de la misma naturaleza de la criatura y que, en España, estuvieron repre
sentados por la corriente en la que circuló la Theologia naturalis de Sabunde, o
la Lumbre del alma de Juan de Cazalla, el amigo de Cisneros, pero también Fray
Luis de León, bordearon siempre la heterodoxia.)
El campo de los fenómenos religiosos se organizará, en este contexto, según
dos estratos teóricamente bien definidos: una base (para decirlo deliberadamente
en la terminología de Marx) natural, formulada en los Preámbulo fidei y una su
perestructura gratuita, praeterracional, en la que se incluyen la mayor parte de los
contenidos dogmáticos: las ceremonias, los sacramentos, los milagros, al menoS»
de la religión cristiana. La Filosofía de la Religión escolástica sólo puede enton
ces pretender, y ya es bastante, el progressus hacia la base natural. Lo sobrenatu
ral queda fuera de su horizonte, más allá de la filosofía racional. Por consiguiente
también quedará bloqueada la comparación de los contenidos sobrenaturales con
los contenidos de otras religiones positivas. Las relaciones entre las diferentes re
ligiones, serán explicadas por vía religiosa (digamos, teologicodogmática) no por
vía filosófica. Describiendo ceremonias de los mexicanos relativas a la presenta
ción de los recién nacidos en los templos (sacándoles alguna sangre de los genita
les con lancetas de pedernal, bañándoles, &c.) comenta Solís y Ribadcneyra30: «En
que parece, quiso el demonio (inventor de aquellos Ritos) imitar el Bautismo, y la
Circuncisión, con la misma soberbia, que intentó contrahacer otras Ceremonias, y
hasta los mismos Sacramentos de la Religión Católica, pues introduxo entre aque
llos Bárbaros la Confesión de los pecados; dándoles a entender, que se ponían con
ella en gracia de sus Dioses, y un género de Comunión ridicula (abominable), que
ministraban los Sacerdotes ciertos días del año, repartiendo en pequeños bocados
un Idolo de harina, masada en miel, que llamaban Dios de la Penitencia.»
El campo de los fenómenos religiosos queda de este modo fracturado. Hay un
Dios de los filósofos, y hay un Dios de Abraham y de Jacob (por no decir también
un dios de Mahoma o de Moctezuma). La religión cristiana romana, en conclusión,
al defender como dogma de fe la Teología Natural, a la vez que instaura una teo
ría general de la religión, de naturaleza filosófica, aunque abstracta y precaria, blo
quea la Filosofía de la Religión como disciplina, puesto que la masa principal de
fenómenos religiosos (ceremonias, dogmas, instituciones) quedará protegida por
una muralla que impedirá la penetración del análisis filosófico. Y no sólo en los
(30) Antonio de Solís y Ribadcneyra, Historia de la conquista de México (1684), libro ni, capi
tulo xvn; en la edición de Barcelona 1771, tomo i, págs. 436-437.
El animal divino 43
fenómenos de la propia religión sino también de las restantes (solamente más ade
lante, cuando el «Reino de la Gracia» se transforme en un «Reino de Cultura», po
drá recuperarse para la filosofía el campo sobrenatural de la religión).
La reforma luterana y calvinista impulsó, como es sabido, muy principalmente
la corriente (¡deísta que comprometerá los mismos planteamientos de la teología na
tural escolástica y llegará a establecer, con Karl Barth, que la analogía entis es un
engendro del Anticristo. Es cierto que, con ello, se intentará fundir Natural y So
brenatural-, pero, a la vez, se disociará el cristianismo de las demás religiones, se
tenderá a dudar de la idea misma de la religión como idea general analógica, apli
cable al cristianismo, y ello equivale (nos parece) a declarar la imposibilidad de una
filosofía de la religión, puesto que ella estará sustituida por la teología bíblica31.
(31) Hcnri de Lubac S.J., Suniaturel. Eludes hisforiques, Aubier, París 1946.
44 Gustavo Bueno
ciones o los delirios, sean o no sean mera basura residual, han de poder ser estd'
diados en el contexto del desarrollo humano, en la misma línea que los lenguajes
o las formas de parentesco. Comprobamos de este modo la posibilidad de aplicar
las coordenadas generales que venimos utilizando para establecer las relacionas
entre las ciencias positivas de la religión y la filosofía de la religión (la filosofía
viene después, y no precede a las ciencias positivas) al caso que nos ocupa: tatyi-
bién aquí las incipientes ciencias etnológicas o antropológicas de la religión pro
piciadas por la Ilustración (Dupuis, Lafitau, &c.) habrían precedido a la filosofía
de la religión instalada en el siglo xix, que se habría constituido situando los cop-
tenidos positivos de las religiones en el horizonte de lo humano, y no el horizonte
de Dios o en el horizonte de lo infrahumano.
A’. La ontoteología será demolida, pero no la idea de Dios que pasará (según
la fórmula de Kant) a considerarse como ilusión transcendental, es decir, como
componente esencial de la conciencia humana. Es evidente que este cambio de
perspectiva permitirá el intento de recuperar todos los contenidos positivos (so
brenaturales) a la luz, no ya de la Sociología (como imposturas) o de la Psicología
(como alucinaciones), sino a la luz del concepto de desarrollo de la conciencia en
una fenomenología del espíritu. Tal fue la empresa gigante de Hegel, la empresa
de la restauración de la Filosofía de la Religión como comprensión total, sin resi
duos, de las religiones positivas. Y sin perjuicio de estas afirmaciones, es preciso
decir que esta nueva perspectiva transcendental (de contenido antropoteológico)
estaba viva, aunque dentro de otras coordenadas y referidas a la religión cristiana,
en las corrientes heterodoxas del cristianismo moderno, incluso del cristianismo
católico, del Fray Luis de León que comenta el nombre de Pimpollo atribuido a
Cristo, prefigurando en este comentario las líneas de la metafísica de Hegel; y tam
bién, desde luego, en la amplia tradición, a la que antes nos hemos referido, en la
que se inserta la Teología natural de Raimundo de Sabunde, que es al propio tiempo
un tratado de homine, es decir, un tratado de Antropología en el que se nos enseña
El animal divino 45
La representación de Flammarion puede servir para ilustrar de un minio fantástico un paisaje mesozoico, pero no para
dar una imagen exacta de alguna escena que pudiera haber sido contemplada por el hombre paleolítico. Sin embargo, el
hombre cuaternario pudo contemplar esqueletos de algún reptil gigantesco y numinoso (óeivóci), como el megaterio.
46 Gustavo Bueno
(32) trEl Dios, sumo Bien, exigido por la Voluntad, según Cazalla, es el mismo postulado de la
idea de Dios de la razón práctica (Voluntad) de Kant: Kant ha tocado esta idea en el teclado de un gi
gantesco órgano barroco (con toda la maquinaria escolástica actuando), Cazalla tañéndola en un mo
desto laúd, pero la canción es la misma. No es el entendimiento-razón (que es finita, falsa conciencia
en Kant, ilusión) lo que nos lleva a Dios (que no podría dejar de ser una ilusión, una idea matemática
de Dios); es la Voluntad (la que Baclt expone en el Gloria de la Misa en Si menor), que es buena vo-
luntad (precisamente cuando busca al Bien, Dios) en Cazalla y Kant.'m
F.l animal divino 47
(33) Rudolf Bultmann, Glauben imd Verstehen, Tubinga 1954; especialmente el capítulo «Das
Problcm der ‘Natiirlichen Theologic’».
48 Gustavo Bueno
como los descripcionistas, tanto los que se hacen desde una perspectiva ilustrad^
como los que se emprenden desde una postura confesional), aunque sean muy he'
terogéneos pueden fácilmente considerarse agrupados en una cierta unidad acadé'
mica, como «Filosofía de la Religión», es por razón de que en las religiones hiS'
tóricas aparecen entretejidos los problemas de la inmortalidad, juicio final, justicia»
&c. Pero la unidad de esta disciplina, así entendida, es muy precaria: se trata de uf>
verdadero «cajón de sastre»34. Sugerimos que acaso tenga que ver con la concien'
cia de esa precariedad de la unidad de semejante disciplina la tendencia a recupe'
rar el concepto de una «Teología Natural», o una «Teología filosófica», porque en'
tonces la unidad de la disciplina parecerá más sólidamente establecida al hacer gira*-
todas las significaciones que ella se propone analizar en tomo a la significación
«Dios». Y esto es recaer en el supuesto escolástico (tanto se sea teísta como si se
es ateo) de que la religión, en general (y no sólo las religiones «terciarias») se e$'
tructuran en torno a la idea de Dios. En un brillante artículo, J. Muguerza propuso
hace unos años, aceptando la identificación de la Teología filosófica con la Filo
sofía de la Religión (como investigación sobre el significado del lenguaje religioso)
distinguirla sin embargo de una «Teología Natural» que se ocuparía de la cuestión
de la verdad o falsedad de los juicios teológicos35.
(34) Como puede comprobar cualquiera leyendo el capítulo vil del manual sistemático de John
Hospers, Introducción al análisis filosófico, que se ocupa de la «Filosofía de la religión».
(35) Javier Muguerza, «El problema de Dios en la filosofía analítica. (De la crítica de la teología
filosófica a la lógica del lenguaje religioso)», en Revista de Filosofía del CSIC, Madrid, enero-di
ciembre 1966, vol. xxv, nQ 96-99, págs. 291-366. Contamos también en español con la excelente ex
posición de Javier Sádaba, Lenguaje religioso y filosofía analítica. Del sinsentido a una teoría de la
sociedad, Ariel-Fundación Juan March, Barcelona 1977; ■S’ulterionnente se ha publicado el segundo
volumen («La tradición analítica») de la obra Materiales para una filosofía de la religión, coordinado
por José Gómez. Caffarcna y José María Mardones, Barcelona 1992.H
El animal divino 49
(36) Richard B. Braithwaite, An Empirícist’s View ofthe Nature ofReligions Belief Cambridge 1955.
(37) Vid. infra, capítulo 6.
50 Gustavo Bueno
religiosas introducido por Antony Flew —afirmar algo supone negar otra
pueda rcinterpretarse a la luz de esta estructura normativa3839 . A nuestro juicio, l<i r»^
vedad mayor del análisis lingüístico anglosajón estriba en el oscurecimiento (le ]'
aparente claridad con la que se aplica el principio del tertium non datur a cierta?1
proposiciones religiosas de formato apofántico (tales como «Dios existe», tx IÓ(-VS
incluso 3x D(x)) en función del planteamiento de los problemas del criterio del si^h
niñeado. Es una novedad que la filosofía analítica ha tomado de R. Carnap, de
famosa distinción entre lenguaje positivo y lenguaje metafísica (que va combihacjJ
con su no menos famosa distinción entre modos materiales y modos formales qp
hablar) y según la cual la disyuntiva entre lo verdadero y lo falso debiera entender^’
recluida en el ámbito del lenguaje positivo. De esta suerte lo que se dice en lenguajf
metafísico no será ni verdadero ni falso, sino «sinsentido» (Bedeutunglos). Pelo
el mismo Carnap, en su artículo ya clásico La superación de la metafísica^, el qti*
aplica esta distinción a la palabra religiosa «Dios», separando su uso positivo (mi
tológico, dice Carnap, porque «dios» es utilizado a veces para designar seres cor
póreos que viven en el Olimpo y entonces la expresión «Dios existe» será falsa, mi
tológica, pero positiva y con sentido) de su uso metajísico (el «Dios» de San Anselmo
incorpóreo, necesario, ubicuo, que no puede, por definición, tener ninguna refereti'
cía). Este Dios no puede entrar en frases con sentido («Dios existe») precisamente
cuando se entiende según la definición de San Anselmo, porque es entonces cuando
Dios no puede existir: la necesidad afecta sólo a proposiciones, es una relación en
tre palabras y no entre cosas (entre la esencia y la existencia). Tal es la conclusión
que vienen a sacar John N. Findlay y otros40.
Lo que sí queremos trazar son límites a las pretensiones exclusivistas de mu
chos practicantes de la metodología analítico-lingüística en el campo de la filo
sofía de la religión. He aquí los dos límites objetivos que, a nuestro juicio, hacen
de la metodología analítico-lingüística un instrumento tan necesario como insu
ficiente en filosofía de la religión:
A) Ante todo, el límite impuesto por el mismo lenguaje. Pues no puede de
cirse que todo el material religioso sea lingüístico y, por tanto, analizable como tal.
No afirmamos esto insinuando la supuesta «doctrina supralingüística» del propio
Wittgenstein sobre lo místico, como aquello que se encuentra más allá del lenguaje
y sobre lo que sería preciso callar41, sino simplemente aludiendo a los componen-
(38) Vid. colectivo publicado por A. Flew y A. Maclntyrc, New Essays in Philosophical Titeo-
logy, Londres 1955.
(39) Rudolf Carnap, «Ucberwindung der Metaphysik durch Logische Analyse der Sprachc», en
Erkenntnis, 2, 1932; hay traducción española, «La superación de la metafísica mediante el análisis ló
gico del lenguaje», en la compilación de A.J. Ayer, El positivismo lógico (1959), FCE, Méjico 1965,
págs. 66-87.
(40) rrVer la «Bibliografía» de Enrique Romerales en La tradición analítica, materiales para
mía filosofía de la religión. II, Barcelona 1992, págs. 235-247.n
(41) Nos referimos al aforismo 7 del Tractatus, tal como se interpreta en Alian Janik y Stephen
Toulmin, La Viena de Wittgenstein (1973), trad. esp. Taurus, Madrid 1974.
El animal divino 51
tes positivos (no místicos) del material religioso, tales como los rituales mudos, las
danzas, los templos, que sólo por abuso pueden considerarse «lingüísticos».
B) Pero también y, sobre todo, porque aun dentro del mismo horizonte abierto
por los lenguajes religiosos, por los juegos lingüísticos de sus términos, no todo lo
que encuentra el análisis tiene significado especialmente religioso. Y, por tanto,
este análisis no nos introduce por sí mismo en los problemas de la filosofía de la
religión. Puede ocurrir que el análisis de ciertas proposiciones o términos dados en
el lenguaje religioso se elabore de tal modo que, precisamente, quede desbordado
el campo de la filosofía de la religión, si nos introduce en el campo de la Ontolo-
gía (o de la Metafísica). Así, cabría decir que aunque la religión y la filosofía de la
religión han de apelar, en algún momento, a esas cuestiones, sin embargo éstas no
nos remiten por sí mismas a la filosofía de la religión, ni a la religión misma, por
que se dibujan en el terreno de la Ortología. En el límite, incluso cierran el camino
hacia la religión, como ocurre con la doctrina aristotélica de Dios. Y cuando no lo
cierran, las cuestiones de referencia no son todavía religiosas, no pertenecen a la
fe sino, a lo sumo, a los preámbulo fidei, como decían los tomistas. En la práctica,
justamente éste es el caso de la filosofía analítica de la religión: en una gran me
dida, ni siquiera debería ser llamada (aunque suene a paradoja) filosofía de la re
ligión, sino análisis de la idea de Dios, del argumento ortológico, es decir, de cier
tas palabras del vocabulario ortológico, dadas en el lenguaje religioso, que resultan
privilegiadas como materia de ensayo de los criterios del significado y la verdad42.
Desde el punto de vista de la filosofía de la religión (en cuanto ella es un capítulo
central de la Antropología filosófica), análisis lógico-lingüísticos tales como los
de Malcolm resultan enteramente escolásticos (en todo caso, no antropológicos).
Porque los que a la Antropología importan directamente son más bien los análisis
filológicos que los lógico-lingüísticos. Le importa más perseguir la conexión his
térico-dialéctica de la palabra «Dios» de las religiones superiores —tal es el caso
del Dios anselmiano— con otras palabras propias de fases más tempranas de la re
ligiosidad, que perseguir las reglas de juego lingüístico o lógico de ese «Dios de
los filósofos», en tanto se desconectan de esas otras determinaciones más tempra
nas, a las que ha de ignorar por estructura.
(42) Como testimonio podría aducirse el trabajo de Norman Malcolm, «Anselm’s Onlological
Argumcnts», en The Philosophical Keview, n” 69, 1960.
52 Gustavo Bueno
ticos. Sirva, como ejemplo único, el proceder del propio Carnap en el lugar cp
tado: la proposición «Dios existe» tiene’un uso mitológico (y entonces tiene seif
tido, aunque la proposición es falsa, puesto que no se verifica) y tiene un uso rPer
tafísico (y entonces carece de sentido). Conclusión de Carnap: luego el «Dio?
existe» de las religiones carece de contenido enunciativo. Luego habría que atrj'
huirle otra interpretación (emocional, ética, &c.). Y esta interpretación ya per'e'
nece directamente a la filosofía de la religión.
Ahora bien, la premisa implícita de Carnap es esta: que «Dios existe» posj'
tivamente significa sólo: los dioses del Olimpo u otras entidades semejantes qu^
no son empíricamente verificadas. Con lo cual se descartan, por ejemplo, e$as
teorías de la religión que se basan en atribuir un significado a los nombres divi
nos de las religiones primarias o secundarias (significado deducible de los enr
blemas divinos, de los templos, del propio lenguaje de los textos sagrados) tu'
mando como referencia a los «extraterrestres». Son muchos los que hoy pretende0
aportar pruebas empíricas de estas divinidades; y aunque estas pruebas no se es
timen como tales, no puede rechazarse a priori (estamos en el caso de las «moir
tañas ocultas de la Luna», en la época del Círculo de Viena). Luego —y a cst°
queríamos ir a parar—, si el análisis lingüístico abstracto («escolástico») ofreció0
por Carnap de la frase «Dios existe» no se mantiene sólo en el terreno de la Oh'
tología, sino que penetra en el campo de la filosofía de la religión, es porque (se
supone) va unido a otros análisis, ahora de índole filológica —fenomenológica
(es decir, análisis del material religioso positivo)—, que nos mostrarían que es
gratuito, incluso erróneo, interpretar las cúpulas hemisféricas de los templos com°
emblemas de platillos volantes, los obeliscos o agujas de torres o minaretes com°
recuerdo de misiles in illa tempore utilizados por visitantes extraterrestres.
Por último, y sin perjuicio de todo cuanto hemos dicho a propósito de la f¡‘ •
losofía analítico-lingüística de la religión, tampoco nos parece evidente (aunqúe
aceptemos la fórmula según la cual la filosofía de la religión como disciplina co
mienza en el momento en que la Idea de religión pasa a girar antes en el circuí0
de la Idea de Hombre, que en el círculo de la Idea de Dios, del Dios de los filó
sofos) que la filosofía de la religión envuelva un humanismo, una reducción de la
religión al círculo de lo humano en cuanto ámbito autónomo y separado de todos
los demás ámbitos naturales. Este antropologismo (que podría simbolizarse en la
célebre frase de Feuerbach: «El hombre hizo a Dios a su imagen y semejanza»)
nos parece, desde nuestra perspectiva materialista, sólo un residuo idealista—por
ejemplo, un residuo de la dicotomía hegeliana entre Filosofía de la naturaleza y
Filosofía del espíritu, en la cual se incluye, desde luego, la filosofía de la religión.
La subordinación de la filosofía de la religión a la Antropología filosófica no tiene
por qué significar la reducción antropologista de la religión al terreno de lo hu
mano, en el sentido de las «relaciones del hombre consigo mismo» (lo que lla
mamos «relaciones circulares» antropológicas) o, en términos hegelianos, la re
ducción de la religión a la esfera del Espíritu absoluto.
Capítulo 3
Filosofía de la Religión y
Ciencias de la Religión
(43) Vid. el artículo «Animales virtuosos y animales científicos» de Gustavo Bueno Sánchez, en
El Basilisco, ns 2, 1978, págs. 60-66.
(44) Nos referimos a la conocida distinción de E. Goblet d’Alviella (Croyances, Rites, Institti-
tions, 3 vols., París 1911) entre Hierogrqfía (clasificación, ordenación histórica, planteando la cues
tión del origen) e Hierosofía (cuestión de la verdad). Vid. Henry Pinard de la Boullaye, L’étude com-
54 Gustavo Bueno
l>arée des relif>it>n.s, París 1925, págs. 47 y ss. (traducción española en Fax, Madrid 1940-45; y nueva
traducción crítica de Carlos G. Goldáraz, en Flors, Barcelona 1964). Por lo demás, la expresión ttic-
rología, como nombre de una disciplina consagrada a la investigación de la Historia de las religiones,
aparece en el Ensayo sobre la filosofía de la ciencia (1834; 2- edición en dos partes, 1838 y 1843) de
Andrés María Ampére, que distinguía además, en la Hierología, la Sebasmática y la Esegética (vid.
B.M. Kédrov, Clasificación de las ciencias. Progreso, Moscú 1974, tomo i, pág. 161.)
(45) Vid. Gustavo Bueno, Idea de ciencia desde la teoría del cierre categorial, Universidad Mc-
néndez Pelayo, Santander 1976; vid. también Diccionario de filosofía contemporánea, dirigido por
M.A. Quintanilla, Sígueme, Salamanca 1976; Gustavo Bueno, «En torno al concepto de ciencias hu
manas», El basilisco, n" 2, 1978, págs. 12-46; ra-también Gustavo Bueno, Teoría del cierre catego-
rial, Pentalfa, Oviedo I992-; obra prevista en quince volúmenes de los que ya se han publicado los
cinco primeros.1»
(46) Según opinión de E. Hardy apnd Pinard de la Boullaye, op. cit. § 266.
El animal divina 55
tencional de «ciencia del hombre» (o Antropología científica) para que esta cien
cia tenga un significado efectivo, en cuanto ciencia contrapuesta a la filosofía del
hombre o Antropología filosófica. Porque, desde el punto de vista de la teoría del
cierre categorial, la expresión «ciencia del hombre» sólo alcanzaría sentido gno
seológico riguroso si el «Hombre» fuese una categoría. O, para decirlo de un modo
más expresivo, cuando fuera posible encerrar a los contenidos antropológicos en
un recinto categorial. Pero si esto no es así, si «Hombre» es una Idea, entonces
la Antropología científica, como «ciencia del hombre», resulta ser una expresión
puramente intencional47. Con esto no afirmamos que los trabajos (investigacio
nes, problemas, métodos, doctrinas) que suelen ser recubiertos con el nombre de
«Antropología», sean todos ellos extracientíficos. Muchos de ellos han llegado a
asumir la forma más rigurosa de las ciencias empíricas y ofrecen resultados de la
mayor importancia. Lo que no es científico es interpretar estos métodos o resul
tados como partes de una supuesta «ciencia general del hombre». Nuestra tesis es
que si la Antropología es una ciencia, no es una ciencia general del hombre», sino
una ciencia particular o especial (cuyo campo gnoseológico habrá que delimitar);
y que si es ciencia general del hombre, entonces no es Antropología, sino Zoolo
gía (Primatología, Etología) aplicada:
(47) Vid. Gustavo Bueno, Etnología y Utopía, Azanca, Valencia 1971; § xm, págs. 133-135.
56 Gustavo Bueno
(48) «*0 también como «Antropología otológica»: un hombre hambriento que, en un bosque afri
cano, utiliza una rama para captar hormigas o, por la noche, se cubre con hojas, se comporta como un
chimpancé. Vid. nuestro artículo «La Etología como ciencia de la cultura», en El Basilisco, 2a época,
1991, n-9, págs. 3-37.u
El animal divina 57
(Del coro de un ceremonial de los indios de la costa del Noroeste, cantando cuando bailaban los danzarines-osos.
Traducción de León Dujovne.)
58 Gustavo Bueno
tra mí» (digamos: p v -ip = 1). Otras veces la línea divisoria no es reconocible:
«el salvaje (decía Frazer, en La Rama Dorada) concibe con dificultad la distin
ción entre lo natural y lo sobrenatural, comúnmente aceptada por los pueblos más
avanzados.» Pero tampoco estos pueblos más avanzados entienden siempre, sin
más, la distinción entre lo sagrado y lo profano. En el siglo iv el obispo arriano
Eustacio de Sebasto quería borrar estos límites, quería destruir los templos, por
que veía a Dios en todas partes y le parecía absurda la pretensión de «enconarlo
en una casa». Y en el siglo xn San Bernardo, siguiendo la tradición mística, nos
dice que, al alcanzar el cuarto grado del amor de Dios, la totalidad de nuestro ser
se habrá divinizado (diríamos: dejará de haber en él partes profanas) «como el
hierro se convierte en el fuego o el aire se convierte en luz con la luz del sol»49.
(49) San Bernardo, Del amor de Dios, cap. 10, núm. 27 (Edición bac)
(50) En el Prólogo al tratado sobre el Cántico espiritual (1578); en la edición de Obras de San
Juan de la Cruz del Apostolado de la Prensa, Madrid 1926, pág. 467.
60 Gustavo Bueno
(51) Edward Evan Evans-Pritchard, Las teorías de la religión primitiva, trad. española de Mer
cedes Abad y Carlos Piera, Siglo xxi, Madrid 1973, págs. 35-36.
El animal divino 61
(52) Hermann Karl Usener, Giitternamen Versuch einer Lehre ron der religiosen Begriffsbilden
(1896), Cohén, Bonn 1929 (2« ed.).
62 Gustavo Bueno
bien, además de estos dioses o demonios instantáneos, fugaces, habría que cons.
tatar otra fuente elemental de materiales religiosos: las divinidades que ya no bro.
tan de esas percepciones pasivas y fugaces sino de la propia actividad humana re.
guiada, reiterada y especializada y que dará lugar a un dios especial. Estos dioses,
más estables y permanentes, aunque no son dioses generales, alcanzan una valí,
dez en cierto modo universal, arquetípica (por ejemplo, el dios de la segunda arada,
el dios del almacenamiento del grano en los silos...). Sobre estos elementos se
edificará el resto de los materiales religiosos. De este modo, la ciencia de la reli.
gión nos permitirá asistir, principalmente, al nacimiento de los dioses personales
—nacimiento que tiene que ver con la necesidad de nombrar a los dioses espe.
cíales y con el curso lingüístico de tales nombres cuando (necesariamente) ellos
entren en composición con situaciones distintas de las originales, comenzando a
figurar como nombres propios, nombres personales por tanto, con sus leyes es.
pecíficas del desarrollo (de aquí que la ciencia de la religión se aparezca como
una ciencia eminentemente lingüística, filológica).
Ahora bien, es gnoseológicamente evidente que una metodología como la de
Usencr no podría menos de ser aceptada si sus resultados fuesen efectivos, si ver.
daderamente los fenómenos religiosos pudiesen quedar estructurados en torno a
estos elementos (dioses instantáneos, dioses especiales, dioses personales, coor-
dinación y jerarquización de todos ellos...). Esta metodología sería verdadera,
mente científica y cerradamente constructiva y los «dioses momentáneos» de
sempeñarían papeles similares a los que corresponden a los átomos en Química
clásica, o a los fonemas en Lingüística.
Sin embargo, y aun suponiendo (y es mucho suponer) que efectivamente los
fenómenos de la esfera religiosa fueran rcconstruibles a partir de tales elementos,
no por ello podríamos considerar a la ciencia de la religión como una ciencia ge-
nuina, cerrada en sí misma, autónoma. Si la propia Química clásica tuvo que ir
más allá de sus elementos, penetrando en el núcleo atómico, porque los elemen
tos corticales atómicos no podían sostenerse como sustancias irreductibles (por
ejemplo ante c\ fenómeno de los isótopos) ¿cómo podrían los dioses instantáneos
sostenerse como elementos últimos en los que nada fuera ya posible analizar? Ta
les dioses elementales no serían otra cosa sino meros postulados lógicos (como
ya vio Wundt). Porque los dioses instantáneos nos remiten a esferas de la rcali-
dad exteriores a la propia esfera fenomcnológica religiosa, aun cuando aquellas
realidades (los astros, los animales, la deidad aristotélica, el espíritu humano...)
se nos den a través de aquélla. Y esto precisamente porque no es posible eliminar
la cuestión de la verdad de aquellos dioses instantáneos (o de las proposiciones
correspondientes) cuestión que no es otra cosa sino la cuestión misma del tipo de
realidad que les concierne. ¿Son meros fenómenos mentales, de tipo alucinato-
rio? En este caso, la Ciencia de la religión se reduciría a Psicología, salvo que, a
su vez, se interpreten estos fenómenos psíquicos como expresión del Espíritu di
vino (en el sentido cristiano, o hegeliano), un Espíritu que se manifiesta y deter
mina por la mediación de la mente humana (en cuyo caso la ciencia de la religión
queda inmersa en la filosofía del Espíritu). O bien, ¿son los dioses instantáneos
El animal divino 63
(53) William James, The Varieties of Religious Experience. A Study ¡ti Human Nature, Nueva
York 1902. ni temos analizarlo esta obra en Cuestiones cuodlibetales, Mondadori, Madrid 1989, Cues
tión 7'-' («Experiencia y religión. La experiencia religiosa de W. James»), págs. 273-283. Por otro lado
hoy solo puede citarse arqueológicamente la «vía frenológica» que hace siglo y medio alcanzó gratl
importancia. La explicación frenológica de la religión se mantiene en la perspectiva psicológico-sub-
jetiva (psicológico-fisiológica) pues buscaba el origen de la religión en un órgano cerebral («órgano
de la teosofía» lo había llamado Gall), al que correspondía una determinada protuberancia craneana
(susceptible, por cierto, de minoraciones eventuales); los críticos señalaban que el «órgano de la teo
sofía» también se encontraba en el camero (aunque, en rigor, esto no tendría por que ser una objeción]
(Vid. De Brcyne, Pensamientos de un creyente católico, Barcelona 1854, pág. 156). Spurzheim ofre
ció un análisis más cuidadoso: la religión resultaría de la acción del «órgano de la veneración» (el ór
gano de la teosofía de Gall) asistido por los órganos de los sentidos, por el órgano de la causalidad,
por el de la idealidad y por el órgano de lo maravilloso, ayudado a veces por los órganos de la bene
volencia y del deber [con semejantes teorías —cuyos análogos de nuestros días pueden encontrarse
entre algunos sociobiólogos— no se hacía otra cosa sino una proyección en el cerebro de diversas fi
guras socialmcntc conformadas, y no al reves]. En España Mariano Cubí Soler definía de esta forma
tal afecto superior, el n- 17 de entre los órganos frenológicos (puede verse su localización en la ca
beza frenológica de porcelana que desde entonces produce la fábrica de loztt de Pickman en Sevilla):
«17. Venerazion. Propensión relijiosa-moral a obrar con deferénzia, sumisión o respeto ázia nues
tros semejantes, a obedezer los que tiénen autoridad, i adorar el supremo Hazedor. Las emoziones que
produze son reveréncia, deferénzia, venerazion; i cuando se halla en vigorosa actividad, devo-
ztON», Sistema completo de Frenolojfa, con sus aplicaziones al adelanto i mejoramiento del hombre,
individual i sozialmente considerado. Tomo I. Parte zientífica, 3S edición, Barcelona 1846, págs. 246-
257 (hemos respetado la renovación ortográfica que defendía Cubí). En esta edición Cubí se ve obli
gado a contestar largamente las descalificaciones de Balmes y otros: «fiase dicho que la Frcnolojía es
hostil a la Relijion. Esto es risible, porque la Frenolojfa es el primer sistema de Filosofía que ha rc-
conozido un sentimiento innato, cuya tendenzia es adorar, sin oponerse a ninguna intervenzion divina,
parzial o directamente manifestada.,.»n
El animal divino 65
(57) Johan Huizinga, Homo ludeiis. El juego y lo mentira, 1940 (liad, española de Eugenio Imaz,
|<’H, Méjico 1943).
(58) Émile Durkheim, Les regles de la niéthode soeiologique (1895), y Le suicide, ¿lude de so-
eiologie (1897), págs. 82-ss. (de la edición de puf, París 1960). La conexión entre este circularismo
sociológico del método de Durkheim y la causalidad sociológica es estudiada por Raymond Boudon,
L'analyse malliémaliqiie des faits socianx, Pión, París 1970, págs. ,35-ss.
68 Gustavo Bueno
(59) Georgcs Dumézil, L' itléoloyie tripartie des Indo-Européens, Bruselas 1958.
(60) E. Evans-Pritchard, Nuer Religión, Clarendon Prcss, Oxford 1956, pág. 115. También 77te
Nuer, Clarendon Press, Oxford 1940 y «The Nuer Conception of Spirit in its Relatio to ihe social or-
der», en American Anthropologist, xv, 1953, págs. 20-214.
El animal divino 69
Indios de las praderas disfrazados de coyotes, en maniobra de aproximación a una manada de bisontes (di
bujo de G. Catlin)
Este cuadro podría servir para ilustrar escenas paleolíticas en las que se manifiesta la religación de los hombres con
animales reales (o con partes reales suyas, las pieles de los coyotes), característica de la fase de la «religión natural».
«Por ello, consideraremos su oferta de comprar nuestras tierras. Si decidimos aceptarla, yo pondré una condición: el hom
bre blanco debe tratar a los anímales de esta tierra como a sus hermanos. Soy un salvaje y no comprendo otro modo de
vida. He visto a miles de búfalos pudriéndose en las praderas, muertos a tiros por el hombre blanco desde un tren en mar
cha. Soy un salvaje y no comprendo cómo una máquina humeante puede importar más que el búfalo al que nosotros ma
tamos para sobrevivir. ¿Qué sería del hombre sin los animales? Si todos fueran exterminados, el hombre también mori
ría de una gran soledad espiritual; porque lo que le suceda a los animales también le sucederá al hombre. Todo va enlazado.»
(Del mensaje que el Gran jefe indio Seattle dirigió al Gran jefe de Washington el 21 de enero de 1854.)
Esta carta, difundida mundialmente por el pnuma [Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente] parece
que no es otra cosa sino una reconstrucción fantástica de Ted Perry (guionista de la película llames) de un discurso
que efectivamente pronunció en 1854 el jefe Sealth (Seattle), de las tribus dwamish y suquamish, con motivo de las
negociaciones del Tratado de Point Elliot, orientado a la creación de una reserva india. Sin embargo esto no significa
que la reconstrucción de Ted Perry (basada en un artículo que H. Smith publicó en 1886) desvirtúe enteramente el
sentir de los indios al respecto. Podríamos aplicar aquí muy bien el dicho italiano: se non é vero, c ben tróvala.
70 Gustavo llueiia
gún la cual hay unos «espíritus de arriba», a saber, el «Espíritu que está en e]
cielo», Kwoth, el Espíritu supremo, los espíritus del aire y las almas de quienes
murieron por el rayo, y hay unos «espíritus de abajo», espíritus totémicos, dueru
des de la naturaleza, fuerzas inmanentes de los fetiches) se corresponde con lq
propia estructura segmentaria del sistema social de los Nuer. «Se comprenda
—dice Evans-Pritchard— que el concepto de espíritu de los Nuer en su relacióq
con el orden social segmentario se quiebre en diversas refracciones, mientras
en la relación con la naturaleza y del hombre en general, los muchos vuelvan
reunirse en lo uno.» «Los Nuer dividen el reino de los espíritus en espíritus de
arriba y en espíritus de abajo.» Sin duda. Pero ¿por qué llegan a esa división?
Si se responde: «Por su estructura social», la respuesta sería excesiva y gratuita,
porque la flecha causal incluso podría estar invertida. No se puede confundir Uq
ajuste funcional entre dos sistemas (el dogmático y el social) acoplados y ajus
tados internamente y una relación causal, ni siquiera evolutiva.
Por ello ha de considerarse ya como un avance el intento de vincular los pro
pios fenómenos religiosos con la base misma de los procesos de producción, al
intento de comprender, en cada caso, cómo los fenómenos religiosos no sólo re
sultan de otras estructuras básicas más profundas, sino que también reinfluyen cir
cularmente sobre ellas (la «reacción» de las superestructuras en las estructuras bá
sicas de las que habló Engcls en su carta a Bloch y que exploran marxistas
contemporáneos como Klaus o Godelier).
El concepto de sistema ecológico o ecosistema, tal como ha sido incorpo
rado por la Antropología, ofrece también importantes virtualidades para inser
tar a los fenómenos religiosos en un sistema causal de radio aún más amplio que
el sociológico o el meramente cultural. Porque en el círculo del ecosistema hu
mano figuran también, como términos propios dotados de significado causal,
los contenidos naturales, los animales, por ejemplo, capaces de entrar en rela
ciones de competencia (en el sentido darwiniano, muy próximo al eje que no
sotros llamamos angular) con el hombre. El estudio de Roy Rappaport sobre
los rituales de los maring de Nueva Guinea muestra hasta qué punto lo que po
dría parecer un delirio surrealista, irracional y antieconómico (el ritual del kaiko,
la matanza masiva de cerdos, &c.) desempeña funciones económicas y sociales
básicas como solución, por ejemplo, a las crisis de superproducción. Las super
estructuras rituales o míticas logran, de este modo, ser afrontadas no meramente
desde su superficie fenoménica (émica, en el sentido de Pike), es decir, desde
su propio modelo representado cognitivo (en el sentido de Rappaport), sino desde
la esencia de las estructuras básicas de la producción, estructuras básicas que,
aunque puedan parecer exteriores al fenómeno—éticas en el sentido de Pike,
modelos operacionales en el sentido de Rappaport—, pueden ser mucho más
internas a su proceso cuando se le considera en una perspectiva materialista.
Ahora bien, el ritual kaiko no es un ritual religioso, es cierto (salvo que abusi
vamente se pretenda llamar religión a todo proceso ritualizado), pero el método
es aplicable también a fenómenos cuyo significado religioso es mucho más in
mediato, por ejemplo, el tabú religioso característico del Oriente Medio en re
El animal divino 7/
lación con la carne de cerdo o bien el culto a la vaca sagrada en la India, tal
como lo estudia Marvin Harris61.
Ahora bien, los cierres categorialcs de la Antropología ecológica y, por su
puesto, los de la Antropología cultural o los de la sociológica no tienen la capa
cidad de construir los fenómenos religiosos en su esencia última, puesto que han
de comenzar por considerar a estos fenómenos como algo que ya está dado. Lo
que buscan es, más bien, determinar cómo contribuye la religión a mantener el
equilibrio del sistema62. La Antropología cultural, la Sociología, la Antropología
ecológica, en suma, no se plantean propiamente la cuestión del origen de la reli
gión, en términos absolutos (aunque sí hayan de interesarse por el origen de de
terminados fenómenos religiosos en relación con otros fenómenos religiosos a su
vez dados). Por este motivo, estos cierres no constituyen nunca una teoría espe
cífica de la religión, sino una teoría genérica, incluso oblicua. Podríamos decir
que dan cuenta, más que del origen de la religión, de su permanencia, de su ex
pansión o de su decrecimiento. Es cierto que la tentación de interpretar estas cons
trucciones cerradas (funcionales, sistémicas) en el sentido de construcciones es
pecíficas, es grande. Pero cuando se cae en este tipo de tentación, lo que ocurre
en rigor es que, curiosamente, la Antropología se convierte en Psicología, puesto
que sólo por vía psicológica (la «alquimia mental») cabe entender los mecanis
mos de transformación de los motivos económicos, sociales o culturales extra-
rreligiosos en fenómenos religiosos. El «esqueleto de la tentación» de la que ha
blamos podemos verlo, como en radiografía, a través de las construcciones de
Harris: «Como las vacas de la India son necesarias para su economía —las vacas
equivalen a su industria petroquímica y los bueyes a los tractores de Occidente—
brotará la falsa conciencia de su carácter sagrado.» O bien: «Como los cerdos son
en Oriente Medio un lujo ecológico y económico y a la vez una tentación, Yahvé
hubo de prohibirlos.»63 Yahvé, sin embargo, es la conciencia del astuto legisla
dor (Crilias), o bien la inconsciencia de la «cámara oscura»: es decir, una cons
trucción ad hoc, o un reconocimiento de que no hay construcción. Porque, en ri
gor, el proceso es el inverso: dado el supuesto previo de que las vacas son sagradas
(o, al menos, el supuesto de alguna otra entidad sagrada, cuya cualidad pueda
transferirse a las vacas), sin embargo, sólo cuando este carácter sagrado sea adap-
tativo, podrá mantenerse y, cuando se mantenga, las vacas sagradas desempeña
rán una decisiva función económica (en todo caso, una función propia de una eco
nomía subdesarrollada y maloliente). Los contenidos religiosos son así no meramente
reflejos de los intereses básicos, epifenómenos suyos, sino medios para que estos
intereses puedan abrirse camino —y ello porque los intereses económicos no se
(61) Roy A. Rappaport, Pígs for the Ancestors, Ritual in the Ecology o¡ a New Guinea People,
Yalc University Press, New llaven 1968. Marvin Harris, Vacas, cerdos, guerras y brujas. Los enig
mas de la cultura, Alianza, Madrid 1980.
(62) Está aquí ya la intención declarada de la escuela funcionalista, como es bien sabido. Vid. An-
nemaric de Waal, Introducción a la antropología religiosa, trad. esp., Verbo Divino, Estclla 1975,
pág. 351.
(63) Marvin Harris, Vacas, cerdos, guerras...
72 Gustavo Bueno
(64) A. Díaz, «La relación de dependencia no esclavista y del Concilio de Elvira», en Actas del Co
loquio de 1978 organizado por el Instituto de Historia Antigua, dirigido por J. Mangas, de la Universidad
de Oviedo. Oviedo 1979. «El possesor venía descontando, en sus pagos al dominas, una parte para el
culto a los ídolos; el canon xl estipula que no se descuente nada y que se cntrege el íntegro al dominus:
«xt.. Que los fieles no reciban lo ofrecida a los ídolos. Tenemos a bien prohibir que los dueños, cuando
ajustan las cuentas con sus renteros, anoten como recibido aquello que fue ofrecido a los ídolos. Si en el
futuro contravinieren esta disposición, deben ser excluidos de la comunión durante un quinquenio.»ti
(65) Nos referimos al concepto de Locution set que Mylcs Brand utiliza en su modelo de cons
trucción de la idea de causa. The Nature of causation, University of Illinois Press, 1976, pág. 2 y ss.
(66) Roben H, Lowie, Religiones primitivas, versión española de José Palao, Alianza, Madrid
1976, pág. 19.
El animal divino 73
él.» Las ciencias internas de la religión, con todo, aun moviéndose principalmente
en el plano de los fenómenos religiosos específicos, no podrán menos de procurar
determinar esencias o estructuras, si efectivamente quieren presentarse como cien
cias. Esta pretensión no sería, en principio, absurda puesto que no toda definición
o demostración ha de ser reductiva o metamérica: caben también definiciones o
demostraciones diaméricas^. En cierto modo éstas son circulares, aunque no son
viciosas, siempre que sean capaces de reconstruir el material del cual han partido
mediante sus propios conceptos, a la manera como podemos, en Geometría, re
construir (diaméricamente) un vector partiendo de sus componentes rectangulares
(que contienen ya vectores unitarios), o bien a la manera como podemos recons
truir el teorema de Pitágoras a partir del llamado «teorema del coseno», que, sin
embargo, había sido edificado sobre aquél. El camino hacia la determinación de
las esencias, en nuestro caso, no podría ser otro sino el de la composición diamé-
rica de unas partes con otras partes del campo inmanente de los fenómenos reli
giosos considerados. Por lo demás, estas partes se establecerán de modos muy di
versos, que lógicamente cabría reducir a estos dos: el análisis de las partes atributivas
de una religión dada (partes, en general, heterogéneas) y el análisis de las partes
distributivas (ante todo, las diferentes religiones —budismo, animismo— según la
diversidad de círculos culturales). Ambos tipos de partes (T, ®) —digamos: aso
ciaciones por contigüidad y asociaciones por semejanza— se cruzan evidentemente
de modo matricial. Podríamos referirnos a un diagrama en cuyas cabeceras de co
lumna figurasen las partes ® globales (Rr Ru, Rn|...RN) a su vez agrupadas taxo
nómicamente en diversos niveles (R,0, R,'...) —«las religiones primitivas son es
pecies de un género», dice Evans-Pritchard, especies distributivas, diríamos nosotros,
aseguradas por la solución de continuidad entre las «áreas separadas» de las so
ciedades respectivas— y en cuyas cabeceras de fila figurasen las partes atributivas
(r„r2,r3...rn)^.
(67) Para los conceptos de mctamórico/diamcrico, vid. Gustavo Bueno, «Conceptos conjugados»,
El Basilisco, n'-’ 1, 1978, págs. 88-92.
(68) «"Tabla representativa del campo de las «ciencias positivas de la religión»
T H R> R„ R
ri
r2
r„
Las letras minúsculas representan las partes atributivas de las religiones (por ejemplo: sacerdo
tes, templos, ceremonias, dogmas...); las mayúsculas representan una distribución de las religiones
(por ejemplo: budismo, islamismo, cristianismo...). La letra T designa las totalidades atributivas, cons
tituidas por las partes integrantes de una religión; la letra ÍE designa ;t la totalidad de la religión en
cuanto conjunto distributivo de las diferentes religiones que se consideren con relativa independencia
mútua en su funcionamiento y estructura.ta
74 Gustavo fíueno
(69) Glande l-évi-Slrauss, til totemismo en la actualidad. 1962 (Irad. española, I VI-, Méjico 1965).
(70) Nos referimos a la crítica a la que Hcnri f'rankfort somete el concepto de «dios agonizante»
de frazer en ¡leyes y dioses (1948), Biblioteca de la Revista de Occidente, Madrid 1976, pág. 309.
(71) Philippc Dercbain, en la Historia de las Heliuiottes (de la Iñtcyclopédie de la Pléiade), trad.
española, Siglo xxi, Madrid 1977, tomo i, págs. 105 y 114.
El animal divino 75
(72) A. von Ilarnack, Aus Wisscnschaft noel Lcben, Giessen 1911, pág. 131.
(73) Vid. infra, capílulo 5 de esta primera parte.
7<) Gustavo Hueuo
(74) Roben 11. Lowie, Religiones primitivas..., «1. La religión de los indios Cuervo», pág. 40.
El animal divino 77
de punto o recta del libro i de Euclides). Lo que ocurre es que, en el plano fenome-
nológico, es imposible cerrar una apertura de indeterminación, porque para esta
blecer el orden o estructura que, en todo caso, se busca es preciso pasar al plano on-
tológíco. (Un plano que, en la teoría de la religión, no puede contenerse en el ámbito
científico categoría], puesto que exige compromisos filosóficos muy fuertes.)
Por vía de ejemplo: cuando nos mantenemos en el plano fenonienológico,
tanto los animales (algunos animales) como las plantas (algunas plantas), pueden
mostrársenos como afectados por un componente religioso, como tcofanías, ins
trumentos de númenes o, simplemente, como insertos en el círculo de los fenó
menos numinosos. Pero cuando regresamos a un plano (Mitológico (sea porque
sostenemos que el hombre es la fuente de la numinosidad, o bien porque supone
mos que lo es la deidad de la Ontoteología o, por último, porque pensamos que
esta fuente son los propios animales), entonces los fenómenos mismos habrán de
someterse a una reordenación, la cual, desde la perspectiva puramente fenome-
nológica empírica, podrá parecer exógena y aun violentadora de los fenómenos.
En ningún caso podrá ser gratuita, si es que ha demostrado su capacidad de rein
terpretarse en el mismo material fenoménico. No puede reducirse a la condición
de una especulación mantenida en una esfera tan alejada de los fenómenos que
éstos puedan considerarse inafectados por ella. Así, una planta como la mandra
gora —cuyas connotaciones religiosas o mágicas son bien conocidas (entre los
griegos, la mandragora debía arrancarse del suelo con la ayuda de un perro negro,
pues el perro era la encarnación clónica de lo demoníaco: Mecate es Ja señora de
los perros; entre los cristianos la mandragora es el símbolo del nuevo amor entre
Dios y el Hombre a través de la Iglesia, como vemos por San Jerónimo75)— no
podría ortológicamente aducirse como un simple caso de «contenido religioso
dendromorfo», al lado de los contenidos religiosos antropomorfos o zoomorfos.
Y cabría subrayar que, ya en la fenomenología misma de la mandrágora, figura
la forma humana (algunos filólogos remiten la propia palabra—que no es de cuño
griego— al persa mardinngia, «yerba humana»). Y desde una concepción zooge-
nctica de la religión, no sería tampoco gratuito subrayar la abundancia de rela-
ciones fenonienológicas que la mandrágora, en sus funciones religiosas, mantiene
con los animales: con los perros, de los que ya hemos hablado. Y añadimos: sus
frutos76 eran llamados por los romanos mala canina, «manzanas de perro» (lo que
sugiere una interpretación de la manzana de Adán que llevaría a entender el ár
bol de la ciencia del Paraíso bíblico como una mandrágora). En el Physiologus se
nos informa de cómo la hembra del elefante va al Paraíso y come de la mandrá
gora, dando también de comer al macho, a quien seduce77. Cuando la serpiente
se enrosca en la mandragora, ésta queda envenenada. Para los griegos, por último,
la mandragora, como «Planta de Circe», era no sólo filtro mágico del amor, sino
el filtro de la transformación del hombre en bestia78.
Ahora bien, también es verdad que la perspectiva ontológica no puede utili
zarse como fórmula de simplificación de las relaciones de la planta demoníaca
con los animales. Relaciones muy heterogéneas y complejas que nos hacen dudar
de la posibilidad de hablar de una «ciencia del significado religioso de la man
dragora» en sentido estricto y categorial. Diríamos, pues, que la función de fuente
de los conceptos esenciales, propia en otros casos de una ciencia (por ejemplo de
la Astronomía respecto de sus fenómenos propios, organizados en síndromes por
Ptolomeo), debe desempeñarla, en el campo religioso, la filosofía.
En realidad, las definiciones de religión que nos ofrecen los científicos de la
religión, aun cuando suelen ser pensadas confusamente como si fueran definicio
nes ontológicas, pueden muchas veces ser justificadas pragmáticamente como de
finiciones metódicas. Cuando alguien define la religión como «conjunto de ritos y
mitos que tienen que ver con los espíritus o con los antepasados», habrá que pre
cisar inmediatamente si lo que se propone es ofrecer una definición esencial (sis
temática) de la religión, o si se trata de indicarnos que los mitos y ritos referentes
a los espíritus de nuestros antepasados constituyen una región fenomenológica a
través de la cual la ciencia de las religiones puede estar segura de encontrar cone
xiones muy fértiles, que les llevarán al terreno de la brujería, al de los enterra
mientos, a los propios templos, &c. Es decir, una definición metódica, heurística.
Ocurre que estas distinciones —si se prefiere, los contextos distintos en los cuales
cabe interpretar una definición— no están explícitas, que los autores confunden
los planos (acaso porque pretenden abarcarlos todos) y, por ello, no se sabe bien si
las teorías de la religión de Tylor, Spencer, Durkheim, Schmidt, Lowie o Freud son
teorías científicas, si son teorías filosóficas o, en fin, si son ambas cosas a la vez.
Podemos intentar precisar la formulación de esas diferencias entre ciencia y
filosofía de la religión apelando simplemente a la consideración conjunta de dos
pares de distinciones gnoscológícas de las que ya hemos hecho mención y que,
sin duda, son muy pertinentes en la teoría de las ciencias de la religión (pues lo
son en la teoría de las ciencias humanas, en general), a saber, la distinción entre
los contextos determinantes sistemáticos y los contextos determinantes históri
cos, por un lado, y la distinción (característica de las ciencias humanas a través
de la oposición entre contextos a y B-operatorios) entre el plano fenomenológico
(«émico», aproximadamente) y el plano esencial, por otro lado. Desde el punto
de vista de estas distinciones será posible formular cuatro grandes tipos de meto
dologías para el análisis del campo de las religiones —cuatro tipos que están am
pliamente representados por escuelas concretas, y muy influyentes.
(78) Hugo Rahner, s.j., Mythesgrecs et myst¿re chrétien, Payot, París 1954, pág. 242.
80 Gustavo Bueno
sis, a que antes nos hemos referido, y que culmina en la determinación de sín
dromes, de árboles taxonómicos, &c., al modo de Hessen o de Van der Leeuw79-
Desde luego, damos por cierto que no puede ser éste el método de una ciencia his
tórica de la religión (aunque sea el método de elección de la ciencia comparada
de las religiones) y tampoco el método de una filosofía de la religión80.
(79) Johannes Hessen, Die Werte des Ileiligen, Colonia 1938. Gerardus van der Lceuw, Pháno-
menologie der Religión, Mohr, Tubinga 1956 (hay traducción española, Fenomenología de la reli
gión, fce, Méjico 1964).
(80) Conf., K. Goldammer, Religionem und Christlige Offenbarung. Ein Forschnngsbericht zur Re-
ligionswissenschaft, Stuttgart 1965, pág. 49. La obra fenomcnológico-estructural (en el sentido de la pre
sente clasificación) es la de Rudolf Olio, Das Ileilige, 1917 (trad. española de Femando Vela, Lo Santo.
Revista de Occidente, Madrid 1925). También habría que citar aquí la obra de Max Scheler, De lo eterno
en el hombre, a la que ya nos hemos referido. Después de la guerra, además de la obra de Van der Lceuw,
puede citarse aquí, la de G. Lanczkowski, Einfiihrung in die Religionsplicinomenologie, Darmstadt 1978.
(81) Ulrich von Wilamowitz-Mollendorf, Glatibe derHellenen, 2 vols., Widmann, Berlín 1931-32.
(82) Martin P. Nilsson, A History of Greek Religión, Clarendon Press, Oxford 1949.
(83) Furio Jesi, Mito, traducción española de J.M. García de la Mora, Labor, Barcelona 1976, pág. 79.
(84) Georges Dumézil, Mythe et épopée, 3 vols., Gallimard, París 1968-73.
El animal divino 81
La religión, en tanto es una forma de conducta característica humana, es decir, un fenómeno cultural de orden nuevo, es
la religión positiva, es decir, no la mera religación natura!, inmediata de los homínidos erectos a otros animales, sino la
religación mediata, que cabe documentar con las pinturas paleolíticas, en las que se representan a ciertos animales por
sus rasgos «universales». Es a través de estas representaciones como el animal individual queda unlversalizado como
una entidad que, aunque se oculte o incluso muera, puede comenzar a concebirse como un minien capaz de volver a re
aparecer o a resucitar. Y ello, sin duda, en el contexto de las necesidades más primarias de la alimentación. Las pinturas
rupestres paleolíticas se refieren a animales «buenos para comer», para ser ingeridos en comunión, y sólo posteriormente,
al hilo del desarrollo social, la selección de animales representados se ajustará al objetivo de ser «buenos para pensar»,
como dice Lévi-Strauss. En cierto modo ya lo había dicho Bergson: «Nada se saca de decir que un clan es tal o tal ani
mal; pero decir que dos clanes, comprendidos en una misma tribu, deben necesariamente ser dos animales diferentes, es
ya mucho más instructivo.» (Les deux sourccs de la moral erde la relit’ion, Alean, París 1932, pág. 135.)
(85) W.H. Thorpe, Naturaleza animal y naturaleza humana (trad. española en Alianza. Madrid
1980, págs. 360-365), y Lactancio, De ira Dei, cap. vil.
El animal divino 83
Sería, en todo caso, casi imposible pensar que la contraposición entre una
ciencia de la religión y una filosofía de la religión no tuviese que ver con las re
laciones entre estos dos planos (fenomenológico y ontológico). Pues las ciencias
de la religión se mantienen más bien en el plano fenomenológico, mientras que la
filosofía de la religión necesita poner el pie en el plano de la verdad. Y el con
flicto entre ambos planos podría considerarse como un transformado del conflicto
entre la Fe y la Razón (correspondiendo ahora la fe a la apariencia, por tanto, al
terreno que las ciencias roturan). Relación, pues, muy compleja en sí misma: su
configuración es diferente según la perspectiva desde la cual se la considere. Por
ejemplo, el plano fenomenológico es aparicncial sólo cuando se le mira desde el
plano ontológico, porque, en sí mismo, tiene una realidad, una estructura, incluso
una esencia efectiva y actuante (cualquiera que sea su génesis: alucinatoria, prag
mática, &c.) Pero, por mucho que reconozcamos la efectividad ideológica de las
estructuras míticas y rituales ¿habrá que poner en duda la efectividad histórica de
la verdad religiosa? ¿Habrá que declararla puramente abstracta, transcendente y
cuasimetafísica —como si aquello que tuviese importancia histórica y política hu
biese de ser sólo el dinamismo de los mitos socializados y no las relaciones efec
tivas del hombre con los dioses (o, si se prefiere, con los animales)? Tal conclu
sión nos parecería también gratuita. Pues el peso que pueden alcanzar los distintos
episodios de la evolución de las relaciones reales de los hombres con los anima
84 Gustavo Bueno
les (o, en su caso, con los dioses en general) no puede reducirse a cero, aun cua^
ese peso no actúe sino en otra escala y proporción de la que corresponde a los pe.
sos dados en el interior del círculo social o político. La trayectoria real empíqca
de las religiones, precisamente por resultar de la confluencia de esas gravitaq0.
nes tan heterogéneas, llega a ser una trayectoria errática, que no podrá deducjrse
a partir de ninguno de sus componentes, ni de su conjunto. Pero esto no impl¡ca
que los componentes ontológicos sean inoperantes, puesto que, incluso a esea]a
macrohistórica, acaso son tan significativos como lo son los factores fenomCn¡.
eos a escala microhistórica.
La filosofía de la religión posee, en resolución, según lo que hemos dicho,
ciertas peculiaridades gnoseológicas. Y estas peculiaridades habrán de darse com.
binadas con las características generales de la filosofía. A fin de precisar, eq ]a
medida de lo posible, esta situación tan compleja, reduciremos las peculiaridades
de referencia al momento del regressus de los fenómenos religiosos a las Ideas y
consideraremos el momento del progressus a la luz de las características más ge
nerales de toda filosofía.
Señalaremos dos peculiaridades de la filosofía de la religión patentes ya en
el momento del regressus'.
Nos referiremos sucesivamente, en los dos capítulos que siguen, a cada uno
de estos cuatro puntos: los puntos [A] y [B] se tratan en el capítulo 4 y los puntos
[C] y [D] en el capítulo 5.
Capítulo 4
Sobre la necesidad de una perspectiva
gnoseológica y crítica en Filosofía de la Religión
verá como mera casualidad, sino como algo que está escrito, la circunstancia de
que tantos yacimientos petrolíferos hayan aparecido en el Cercano Oriente o en
países africanos ribereños del Mediterráneo). El hinduísta, con una perspectiva mas
intemporal, acaso vea en el presente la época de un «tercer despertar»; el judío nn-
lenarista o el testigo de Jehová concebirá el momento histórico presente como la
fase final, la época preparatoria de la llegada del Mesías, mientras que el creyente
en los platillos volantes definirá a veces nuestra época como la época de «los en
cuentros en su tercera fase». ¿Y el cristianismo? Algunos, incluso católicos, verán
el presente como la época de la reconciliación, tras la «cerril actitud reaccionaria»
del Concilio Vaticano i, de las Iglesias cristianas; otros verán el presente como la
época de la disolución, del Anticristo y de Satán. Reconocemos que es imposible
definir religiosamente el presente de modo neutral, puesto que la aconfesionalidad
tampoco lo es; pero tenemos que arriesgarnos a definirlo de algún modo porque el
planteamiento de los problemas de la filosofía de la religión no puede llevarse a
cabo como si el hacerlo hoy y no ayer fuera irrelevantc, como si el problema cen
tral de la filosofía de la religión fuera hoy sicnt eral in principio el mine et sempei ■
«Hoy» es, sin duda, un concepto muy complejo, pero por lo que atañe a nuestio
asunto, podemos reducirlo a dos características; una, referente a la perspectiva del
pasado y la otra referente a la perspectiva del futuro.
b) Pero también «hoy» es una situación en la cual renace la atención hacia los
démones del helenismo. Queremos decir: no ya la atención hacia los ángeles (es-
El animal divino 87
píritus puros), sino hacia los vivientes corpóreos practer humanos que habitan en
la atmósfera o los astros y que «hoy» llamamos extraterrestres. No vamos aquí a
emitir ninguna hipótesis sobre la génesis de ese renovado y creciente interés por
los extraterrestres, de la influencia que en él hayan podido tener los viajes espa
ciales (o recíprocamente). Tan sólo nos permitimos sugerir que no es nada evidente
la explicación de quienes entienden el interés por los extraterrestres como un su
cedáneo de las creencias cristianas agonizantes. Porque también podíamos aven
turar la hipótesis de la continuidad de estas creencias demonológicas, continuidad
que no tiene tanto el sentido según el cual los dentones fueran extraterrestres, como
sugieren tantos «ufólogos», cuando el sentido de que los extraterrestres son los dé
monos helenísticos. Dentones que resurgen una vez aflojado el bloqueo impuesto
por un cristianismo que habría mantenido de siempre una cierta actitud de «lucha
contra los ángeles»86. Lo cierto es que «hoy» es una época en la que un número
creciente de ciudadanos cree en la existencia de los extraterrestres y cuenta con
ellos, una época en la que se elaboran en serio lenguajes pensados para comunicar
con ellos, como el propuesto por Hans Freudenthal87. Y no sólo los ciudadanos,
sino, al parecer, los mismos gobiernos cuentan con los extraterrestres; la nasa en
vía mensajes (proyecto Cyclops y, antes aun, en 1960, proyecto Ozina, por el equipo
del observatorio de Greenbank en Virginia occidental), la URSS subvenciona escu
chas de posibles mensajes estelares: pero «hoy» es también la fecha en que la
creencia en estas existencias no está probada y es «hoy por hoy» asunto de ciencia
ficción. cyDe todos modos, la creencia en los extraterrestres parece seguir en auge
en los últimos años. En 1982 la Unión Astronómica Internacional creó la Comisión
de Bioastronomía, cooperando con el programa seti (Search for Extra-Tcrrcstrial
Intelligence; el Instituto seti tiene su sede cerca de San José de California) finan
ciado en la actualidad por la nasa. En el Pabellón del Universo de la Exposición
Universal de Sevilla de 1992 miles de visitantes enviaron, por si acaso, un «men
saje a las estrellas» (como ya en 1974 lo había enviado Cari Sagan, o en 1972 el
Pioneer X con su placa de aluminio grabada) y el 12 de Octubre de ese mismo año
la nasa, coincidiendo con la conmemoración de los quinientos años del descubri
miento de América, utilizó el radiotelescopio de Arecibo —hoy por hoy el mayor
del mundo; es capaz de retratar un qasar a diez mil millones de años luz—, con
tando con una red internacional de observatorios, para poner en marcha la más am
plia operación de «rastreo del firmamento» orientada a establecer el contacto con
supuestos habitantes inteligentes de las galaxias. Todavía se toma como referen
cia la célebre «ecuación de Drake» (Francis Drake fue pionero del proyecto seti)
que evalúa la probabilidad de vida inteligente capaz de entrar en comunicación in
terestelar: p = f nc fj f¡ fc [en donde f es la probabilidad de que en un sistema es
telar dado haya planetas, nc es el número de planetas habitables en un sistema so
lar con planetas, fj es la probabilidad de que en un planeta haya vida, f¡ la probabilidad
Sin embargo, ante un hecho tan señalado, suelen ser mantenidas dos actitu
des igualmente inaceptables, a nuestro juicio; la actitud de quienes dan mucha im
portancia a los problemas vinculados con los extraterrestres, debido a que creen
en ellos, y la actitud de quienes, al no creer en ellos, quitan toda importancia al
asunto, como mera superstición o simple divertimento de ciencia ficción. Desde
nuestro punto de vista, la importancia que «hoy» pueda corresponder a la creen
cia en los extraterrestres sólo puede ser valorada precisamente por la filosofía de
la religión, si es que los extraterrestres son un mito religioso a cuyo renacimiento
masivo estamos asistiendo. «Hoy», en conclusión, es una época en la que (filo
sóficamente) no podemos contar con la realidad de los extraterrestres, aun cuando
contamos ampliamente con su concepto. Y esta característica negativa tiene una
gran significación, como expondremos en su momento, para la filosofía de la re
ligión (como la tendría el eventual momento futuro en el que esta realidad que
dase efectivamente establecida).
Comprendiendo, por tanto, «hoy» a tantos fenómenos religiosos que contie
nen, como partes que se han desarrollado internamente en su ámbito (si es que no
eran cooriginarios de él), una multiplicidad de subsistemas doctrinales, entre los
cuales figuran metateorías de la religión misma (teorías sobre su origen, sobre la
verdad, sobre la diferencia entre fe y filosofía, &c.), y metateorías que llegan a te
ner ellas mismas el carácter de un dogma religioso («el Libro sagrado procede de
una revelación», por ejemplo), parecerá prudente dudar de toda teoría sobre la
esencia de la religión que no se presente explícitamente en la forma de una com
paración con otras teorías de la religión, aunque no sea más que porque ellas mis
mas son, con frecuencia, fenómenos religiosos. Y esta comparación se mantiene
en el plano gnoseológico (en tanto que él también incluye las cuestiones episte
mológicas), en la medida en que son los fenómenos históricos religiosos mismos
aquéllos que hoy nos ofrecen una multiplicidad de «cuerpos de doctrina» muy en
tremezclados (de índole histórica, teológica, mitológica, filosófica) que es preciso
comenzar por analizar. Y este análisis es gnoseológico.
Por ello, una filosofía de la religión que no pusiera por delante esta perspec
tiva gnoseológica, que comenzara exponiendo ex abrupto una determinada doc
trina sobre la religión (sobre su naturaleza, sobre su origen), no podría ser una ver-
(88) rí'Vid. John D. Barrow y Frank J. Tipler, The Anthropíc Cosmológica! Principie, Oxford
University Press, Oxford 1986, págs. 586-ss. Información actualizada, vía internct, sobre el Instituto
seti en http://www.seti-inst.edu (donde incluso hay una página dedicada a la ecuación de Drake, ac
tual presidente del Instituto).n
El animal divino 89
(ladera doctrina filosófica, aunque no fuera más que por su incapacidad para re
coger importantísimos materiales de la fenomenología religiosa (los fenómenos
metateóricos) y, por tanto, la incapacidad para distinguirse a sí misma de lo que
pudiera ser una doctrina teológica.
Cabría, es cierto, adoptar la perspectiva «prehistórica», la perspectiva que
pretende explicar las religiones a partir de situaciones que no contengan aún (su
puestamente) doctrinas o teorías, mitos, sino únicamente ritos, cultos. Pero esta
perspectiva tampoco podría considerarse como una verdadera filosofía de la reli
gión. Pues suponemos que tan interno al campo fenomenológico de la religión
puede ser el dogma como el ritual originario, y que, en todo caso, será preciso dar
cuenta de la aparición de los «nuevos» fenómenos teoréticos y que no por nuevos
habrían de ser menos genuinos o valiosos. Otra cosa equivaldría a admitir que el
primum es siempre el summum.
La perspectiva gnoseológica (que excluye comenzar por la ortología, aun
que no el terminar por ella) tiene efectos constantes y muy precisos sobre la filo
sofía de la religión «hoy». Porque la necesidad de mantener constantemente la
comparación de nuestras propias afirmaciones (y de su encadenamiento) con otros
sistemas alternativos de teorías de la religión, permite, en primer lugar, pensar en
la posibilidad de trazar los límites de una eventual filosofía de la religión por el
procedimiento negativo de las clases complementarias —descontando los méto
dos de la Teología, de la Dogmática, de la Ciencia de la religión. Y, en segundo
lugar, nos obliga a volver incesantemente sobre los presupuestos de nuestras pro
pias afirmaciones, y no ya sólo por motivos generales, propios del método filo
sófico, sino por razón de que aquellos presupuestos pueden tener que ver con la
misma fenomenología religiosa. En este sentido cabría concluir que el efecto prin
cipal de la perspectiva gnoseológica es su carácter crítico. Un carácter que no es
sólo una determinación del carácter genérico de la filosofía como «crítica de la
razón», sino el carácter específico de crítica de la religión y de los saberes sobre
la religión (incluyendo la crítica a las ciencias de la religión y a las propias auto-
concepciones religiosas que forman parte del cuerpo de la religión, al menos a
partir de las fases que llamaremos, más adelante, secundarias). Estas autocon-
cepciones que las religiones, a partir de su fase secundaria, suelen llevar acopla
das (como una suerte de metalenguaje entretejido en el propio lenguaje-objeto)
actuará como un cerrojo teológico, en el sentido de que, dado su alcance trans
cendental, impedirá a cada religión (o al menos dificultará) el salir de su propio
ámbito mitológico. (Los Vedas, por ejemplo, son considerados como textos sa
grados, conocidos por revelación divina: Sruti, literalmente «oir», «audición di
vina»; en el Corán Lili,3 se lee: «Él (Mahoma) no habla de su cosecha.»)
cosariamente filosófica, puesto que se lleva normalmente a efecto desde otras re
ligiones incluso inferiores (según determinadas escalas de valoración) a las reli
giones criticadas. Así, los gnósticos (Valentín o Marción) criticaron al Dios de los
judíos, interpretándolo como mero Demiurgo, creador del mundo y limitando sus
pretensiones de «Primer Principio», porque en realidad, según ellos, sólo sería el
dios del mundo sublunar89. La crítica de Plotino a los gnósticos90 podría tomarse
como muestra de una etílica relativamente más filosófica (en su época) de la re
ligión, pues lo que Plotino niega, no son los démonos, ni las inteligencias separa
das, sino su tratamiento, por así decirlo, dramático, religioso.
La situación de esta filosofía crítica de la religión puede resultar sorpren
dente cuando la comparamos con la situación de la filosofía física o biológica. La
crítica filosófica irá aquí dirigida contra otras filosofías alternativas de la materia
inorgánica o de la materia orgánica —porque parecería un despropósito pensar si
quiera que la verdadera filosofía pueda dirigir sus críticas contra los fenómenos.
Es absuido ciiticar la corteza atómica, o criticar el adn (aunque, por cierto, ya nf
parece tan desproporcionado criticar, desde la perspectiva de un ingeniero aero
náutico, el modo de planear de un ave).
Pero en filosofía de la religión la situación es claramente diferente. Dado d
carácter teorético (dogmático, mítico) de todas las religiones conocidas y su trato
explícito con la Idea de verdad, así como la oposición de las religiones (de sus ver
dades) entre sí, necesariamente la verdadera filosofía de la religión debe tomar po
sición, bien sea frente a todas ellas (por ejemplo, si es materialista, frente a todas
las religiones que enseñen la realidad de los espíritus o de un Dios inmaterial), o
bien sea, al menos, frente a algunas (por ejemplo, si es espiritualista, pero mono
teísta, deberá tomar posición frente a las religiones politeístas). Podemos expresar
este carácter de la verdadera filosofía de la religión diciendo que ella no puede ser
neutial ante la totalidad de su material fenomenológico y que debe juzgar o valo
rar a las diferentes religiones empíricas según su «contenido de verdad»91. Como
este enjuiciamiento o valoración puede tomar la forma de una ordenación objetiva
(coordinable cventualmente con una ordenación histórico-cronológica) nos atre
veríamos a afirmar que la tarca (por lo demás habitual en la filosofía de la religión,
desde el idealismo hasta el positivismo) de ordenar a las religiones, según su va
lor o jerarquía, es una tarea que corresponde a la verdadera filosofía de la religión-
Y que una filosofía de la religión que permaneciese neutral, o que no lograse esta
blecer un cierto orden, según su verdad, entre las religiones empíricas, no sería una
verdadera filosofía de la religión (se encontraría en la situación de una Química in
capaz de ordenar a los elementos según su peso atómico). En realidad, la virtuali
dad crítica de toda filosofía de la religión, en tanto considera a la religión como
verdadera dimensión del hombre (incluso como su verdadera diferencia específica,
en cuanto animal religiosas, como enseñó Lactancio) se alimenta de dos fuentes:
la que procede de la Idea de religión verdadera (en cuanto se opone a la religión
fenoménica o empírica) y la que procede de la Idea de Hombre, en cuanto sujeto
de la religión (que se opone al hombre empírico o apariencial).
No todo lo que aparece en el fenómeno religioso tendrá por qué ser consi
derado religioso en el mismo plano. No todo lo que aparece referido al hombre es
humano del mismo modo, desde una perspectiva filosófica. Decir que un hombre
adora a otro hombre (o le presta culto) puede ser un modo de referir hechos em
píricos frecuentes en el mundo antiguo (el culto al emperador), por no referirnos
al mundo actual. La verdadera cuestión es ésta: ¿en qué medida puede llamarse
«hombre» a quien adora a otro hombre o al hombre que se deja adorar? Si aquel
que es adorado es un hombre ¿no habrá que considerar seinisalvaje a su adora
dor? Y si el adorador es un hombre, ¿no será preciso considerar al adorado por lo
menos como un semidiós?
La filosofía, tanto si se dirige al material específicamente religioso, como si
se dirige al material antropológico general, tendrá que mantener Ideas de Religión
y Hombre que no son propiamente empíricas. Y no porque sean formales. Son nor
mativas, no ya en el sentido de que pretendan afirmar lo que deba ser en un futuro
la religión o el hombre (en lugar de atenerse a lo que es o a lo que ha sido) sino en
el sentido de que pretenden afirmar normativamente lo que debemos pensar de la
Idea de hombre y de la Idea de religión, una vez fijadas sus definiciones esencia
les. Este proceder no es, en principio, muy distinto del proceder geométrico. Es el
axiomatismo —mejor que apriorismo— de Platón cuando enseña que las trayec
torias irregulares de los astros deben pensarse como circulares; el axiomatismo de
Descartes cuando, salva veritate, prescribe la necesidad de pensar a los animales
como máquinas; el axiomatismo de Fichte al exigir ver el mundo como No-Yo.
Pero la materia es diferente (el hombre, la religión). Esto impone a la filosofía una
tensión característica que, por cierto, trabaja con frecuencia en perjuicio de su po
pularidad, por su dogmatismo, su espíritu de sistema, su apriorismo (contrapues
tos, con frecuencia, a la pretendida docilidad del científico ante los hechos de la
experiencia). ¿No es más sencillo —se dirá— reconocer que hay hombres que dan
culto a otros hombres que pretender que los adoradores tales no son hombres? ¿No
es más respetuoso con la realidad quien reconoce que no sólo los hombres han sido
adorados, sino también los animales, las plantas y los objetos inanimados y que,
por tanto, no sólo han de incluirse entre las categorías de lo sagrado a los místicos
y a los profetas, sino también a los betilos y a los paladiones? Pero, por otro lado,
se concederá, al menos, que este proceder normativo es constitutivo de un cierto
tipo de filosofías. Y si estas dimitiesen de su estilo, perderían el sentido mismo de
92 Gustavo Bueno
Este jaguar mítico, devorador de corazones, de una pintura mural de Teotihuacán. ilustra muy bien la fisonomía
zoomórl'ica de los númenes de una religiosidad positiva primaria.
Fachada de Itzan Na
Ilustración de una etapa muy avanzada de religiosidad primaria, en rigor secundaria, en la cual el templo ya no es
una cueva que contiene representaciones de animales, sino que es una construcción que representa por si misma el
animal numinoso. La fotografía muestra un modelo de edificio estilo Chenes, en Hochob, Campeche. La fachada es
un enorme rostro de Itzan Na, con la boca abierta y dientes en la mandíbula superior y la inferior (el umbral), que
formaban la entrada a la casa de las Iguanas. En la misma época en que los españoles en América descubrían estos
templos numinosos, escribía en España San Juan de la Cruz (Noche Oscura del Alma, n, 5): «De tal manera [Dios]
lo desmenuza y deshace [al hombre que entra místicamente en su seno] absorbiéndole en su profunda tiniebla, que
el alma se siente estar deshaciendo y derritiendo a la faz y vista de sus miras con muerte de espíritu cruel, así como
si tragada de una bestia, en su vientre tenebroso se sintiese estar digiriendo, padeciendo estas angustias.»
94 Gustavo limoio
cífica que tiene que ver con la especificidad de los fenómenos religiosos de la qhe
hemos partido, a saber: que los fenómenos religiosos son ellos mismos teorías
si se prefiere, que ellos mismos se presentan («émicamente») como verdades. W¡.
lliam James recogió, en términos psicológicos, esta característica diciendo que lt)s
sentimientos religiosos son «sentimientos de realidad». Característica que, en tér
minos gramaticales, puede formularse diciendo que el género literario de las fq(.
ses mediante las cuales los hombres se dirigen a los dioses no se reduce al géiu’>-()
optativo o expresivo (lenguaje moral, emocional) sino que se contienen en el
ñero apofántico. El creyente no reza diciendo: «Dios, si existes, salva a mi alnla
si ésta existe», sino que, al rezar, está afirmando que Dios existe93. El mismo ar
gumento ontológico de San Anselmo podrá considerarse como una formulación,
referida al Dios de los filósofos (id quod majas cogitari non possif) de estos «sc^.
timientos de realidad» que ciertamente no saben nada de un ser al que por eseq.
cía le conviene existir, pero sí saben de un significado de presencia que, para sos
tener su sentido, pide suponer la realidad (la verdad) aunque sea empírica —y ho
necesaria— de un ser dado: un demonio, un numen, un Tú empírico, el Dios qe
Abraham o de Jacob (que no tiene por qué ser el Acto puro aristotélico o «aquc.
lio cuyo mayor no puede ser pensado»).
Podríamos hablar, así, de un argumento ontológico religioso, respecto de¡
cual el argumento ontológico metafísica —el ansclmiano— fuese sólo un caso
límite particular. Un argumento ontológico religioso que la fenomenología de ]a
religión, de estirpe husserliana, conoció (con el nombre de argumento ex actibils
religíosis: Scheler, Gründler, Hessen, &c.) mejor que la filosofía analítica de la
religión, de estirpe carnapiana o ayeriana, demasiado pegada (como ya hemos
dicho) a los marcos escolásticos medievales, ansclmianos (o, sencillamente, a la
filosofía pragmatista, en la interpretación del uso, por un grupo social detenni-
nado, del concepto de Ser-necesario94). Es cierto que el llamado argumentan! ex
actibus religiasis95, para designar la «fundamentación fenomenológica» que Max
Scheler ofrece, a partir de la religión misma, de una clase especial de objetos re
ligiosos, es muy confuso. Porque ahí no sólo se constata que el espíritu humano
ejecuta actos intencionales que necesariamente exigen una correlación con de
terminados contenidos esenciales y que se diferencian de todas las posibles sín
tesis de experiencias finitas del mundo, sino que se pretende que la evidencia re
ligiosa manifiesta que el espíritu humano posee un exceso de fuerzas y facultades
que desborda lo finito y se abre a Dios (De lo eterno en el hombre). Pero una
cosa es discutir la naturaleza infinita de esos objetos específicos de las creencias
religiosas (objetos que efectivamente corresponden a un exceso de aquello que
el hombre encuentra en el círculo de sus relaciones con otros hombres), y otra
cosa es reconocer que ciertos objetos son exigidos «transcendentalmente» por la
experiencia religiosa.
(93) Vid. J. Muguerza, «El problema de Dios en la filosofía analítica», 1966, op. cit., pág. 325.
(94) Como ocurre en el artículo ya citado de N. Malcolm, «Ansclm’s Ontological Argumenta».
(95) J. Hessen, op. cit., capítulo ti.
El animal divino 95
las que presentan a las Ideas filosóficas como Ideas que no tiene incidencia
investigación de los hechos), primero, poniendo en duda que las ciencias de ]0re-
ligión comporten un conocimiento o comprensión científica de las religiones', se
gundo, deshaciendo la semejanza entre filosofía y actitudes confesionales, til Qu«
una filosofía se comprometa sobre la verdad de una religión o de todas ell^s rio
significa que desarrolle simples construcciones especulativas gratuitas. El pí£Clo
de juzgar, de entender, de discriminar los diferentes planos en los cuales están si
tuados los fenómenos religiosos es tomar posición ante el problema de su verdad,
posiciones que implican a su vez un determinado compromiso con las Ideas, pw
ejemplo con la Idea de Hombre. Así, por ejemplo, cuando Comte considera 3I fe
tichismo, o al politeísmo como propios de épocas primitivas de la Humanidad,
está utilizando una Idea de Hombre; cuando Marx considera degradados a los hin
dúes «que se arrodillan ante el mono Hanuman» lo hace desde una Idea de Horri’
bre según la cual el Hombre es «soberano y dominador de la Naturaleza».
Las teorías de la religión de carácter evemerísta, por ejemplo (que pasan mu
chas veces por ser aquellas que mejor se ajustan a los métodos del racionalismo
científico), ¿no comprometen la Idea de Hombre y la Idea de Dios? «Los dioses
son hombres sobresalientes que el recuerdo o la impostura ha magnificado»; pa
rece una tesis de claridad meridiana, apoyada en abundante documentación em
pírica. Pero, y sin entrar en la crítica de esta documentación (siempre pare'*'!,
cuando se la contempla en relación con la época histórica, o bien meramente es
peculativa, en el peor sentido de esta palabra, el de la ciencia-ficción, para el caso
de la teoría freudiana de Tótem y Tabú), la tesis es todo menos clara. Su claridad
es puramente retórica; filosóficamente es acrítica y aparente. Contiene, además,
una petición de principio, a saber, comenzar a definir a los dioses,.. como «hom
bres sobresalientes». ¿Por qué los hombres sobresalientes habrían de convertirse
en dioses? ¿Acaso Dios no es precisamente un ser que no es humano? ¿Cónto el
hombre puede, él mismo, ser sobrehumano? Un hombre sobrehumano ¿no es un
círculo cuadrado? Y si se dice que el hombre, por naturaleza, tiene en sí esa vir
tud de transcendencia, la virtud de alcanzar lo sobrehumano que en él late y que
es lo divino, estamos incurriendo en el género de explicaciones por la virtus dor
mitiva. Si se corrige la conclusión diciendo que lo divino no significa otra cosa
sino lo humano-sobresaliente, entonces estamos afirmando que lo divino es lo
mismo que cierto conjunto de cualidades humanas sobresalientes (afirmación que
sólo podría aceptarla el hombre normal, con lo que el evemerismo vendría a ser
sólo la opinión de los hombres vulgares). Y si se apela a los mecanismos de la
conciencia colectiva o a los de la cámara oscura de la conciencia, estaremos re
conociendo que el evemerismo es cualquier cosa menos una tesis clara, porque
habremos renunciado a comprender el proceso evemerista de la divinización del
hombre (encomendando esa comprensión a la cámara oscura que actúa como deus
ex machina).
Son los resultados de la crítica global y particularizada a las ciencias de la
religión aquellos que obligan a la misma filosofía a asumir responsabilidades que,
en otras situaciones, podría no tener. Responsabilidades que ya no serán especu
El animal divino 99
no quiere ser especulación filosófica ni, por supuesto, teológica, sino «ciencia de
campo». La llamada «Antropología cultural», por lo demás, alberga siempre la pre
tensión de llegar a ser Antropología simpliciter, Antropología general (científica,
no filosófica), al modo, por ejemplo, de Marvin Harris96. En el marco de esta An
tropología general fragua el capítulo o los capítulos llamados «Antropología reli
giosa». Como la Antropología religiosa se autoconcibe como una parte de una/bi-
tropología a secas (general), es decir, como no quiere ser Psicología de la religión,
ni Historia de las religiones, &c„ aunque no desdeñe las colaboraciones interdis
ciplinares, se comprende que esta Antropología religiosa haya de proyectarse como
un tratamiento científico de la religión en sus aspectos precisamente más genera
les y esenciales desde el punto de vista antropológico —aun cuando se prescinda
de la cuestión de la verdad de la religión, incluso de las cuestiones especulativas
sobre su origen. «La antropología —nos dice un manual reciente, por boca de Luis
Mallart97— no presupone la existencia de una religión verdadera, ni pretende, por
otra parte, contribuir a resolver el problema que muchos hombres se plantean so
bre la existencia de una realidad transcendente. El problema de la ‘verdad’ no es
un problema antropológico.» El planteamiento antropológico no se confunde con
el teológico ni con el filosófico: «Las teorías que la filosofía presupone transcien
den el tiempo y el espacio [parece como si L. Mallart estuviese pensando en Santo
Tomás]; su referencia a los hechos religiosos es secundaria. Para el antropólogo,
en cambio, constituyen la base de su reflexión teórica.»
Semejantes apreciaciones, cuando se las considera desde una perspectiva lógica,
son puramente declamatorias y expresan sólo una pretensión, un deseo (la pretensión
de una ciencia antropológica de la religión al margen de la cuestión de la verdad, la
pretensión de una «reflexión teórica» que no quiere ser «teoría filosófica»). Pero la
cuestión es si esta pretensión intencional puede hacerse efectiva. Sin duda, los pro
blemas sobre la existencia de una realidad transcendente no corresponden a la cien
cia de la religión (estamos de acuerdo con Mallart), pero tampoco a la filosofía de la
religión98. Según hemos dicho, corresponden a la Ontología. Pero esto no significa
que la «teoría de la religión» pueda mantenerse a espaldas de la Ontología. ¿Qué puede
significar entonces la decisión del «antropólogo» de atenerse a los hechos religiosos.
en el sentido de una ciencia empírica, inmanente al material antropológico? Se res-
(96) Marvin Harris, Introducción a la antropología general, versión española de Juan Oliver Sán
chez, Alianza, Madrid 1981, capítulos 21 y 22: «Variedades de experiencia religiosa» y «La religión
como adaptación».
(97) Luis Mallart, «Antropología religiosa», en Las razas humanas, dirigida por Ramón Valdós.
4 vols., Compañía Internacional Editora, Barcelona 1981, vol. i, pág. 189.
(98) í»'La existencia de los dioses, es cierto, no compete a la Antropología científica, pero en cam
bio sí está entretejida con los fenómenos religiosos; luego el «tribunal supremo de apelación», por así
decirlo, para decidir sobre estos fenómenos, no será la Antropología científica sino la Filosofía de la
religión. Ocurre algo similar en las ciencias naturales: cambiemos Dios por el Sol. Sin duda, puede
estudiarse el Sol como contenido antropológico (iconografías, rituales, calendarios...). Pero el Sol es
una entidad extra antropológica. Cierto que el antropólogo la da por supuesta (juntamente con sus ór
bitas, &c.); pero no pueden organizarse los fenómenos antropológicos que tengan que ver con el Sol
prescindiendo de la cuestión de su verdad.n
El animal divino 101
pondera: el análisis de los hechos religiosos en cuanto son hechos culturales (siendo
la cultura el objeto de la Antropología como ciencia científica, distinta de la Zoolo
gía o de la Etología). Ahora bien: cuando se comienza asignando a la Antropología la
misión de establecer las leyes y estructuras de los procesos causales autónomos más
generales que tienen lugar en el ámbito de las culturas humanas" y se enfocan, desde
luego, los hechos religiosos como realidades culturales, se comprenderá que puede
alimentarse la ilusión de una Antropología religiosa que no sea ni Psicología de la re
ligión, ni Sociología de la religión, ni Historia de la religión (ni, por supuesto, filoso
fía de la religión), sino simplemente Antropología, como síntesis totalizadora.
Los problemas comienzan cuando nos atenemos a los resultados, al «pro
ducto» obtenido a partir de propósitos tan plausibles. Pues, no sin cierta sorpresa,
advertimos que este producto de la «Antropología científica» no es otra cosa sino
un amasijo enciclopédico de contenidos filosóficos, psicológicos, sociológicos,
etnográficos, históricos, yuxtapuestos según los intereses del autor. A lo sumo,
éste se atiene a una tradición académica que le impide no olvidarse citar, por ejem
plo, la distinción entre magia y religión, o entre teorías animistas, monistas o to-
temistas. Por esto, el producto resultará tanto más interesante y ameno cuanto más
interesante y amena sea la personalidad del autor. Marvin Harris tiene un gran ta
lento para escoger ejemplos sabrosos. Y así, en su relato, no olvida damos un poco
de las teorías decimonónicas, un poco de las creencias de los jíbaros y otro poco
de alusiones «ilustradas» a religiones actuales.
¿De dónde brota esa persistente creencia, tan persistente como ilusoria, que
permite que tales amasijos enciclopédicos puedan ser tenidos por realizaciones de
la «visión sintética antropológico-científica» de la religión? A nuestro juicio, la
explicación reside en la presencia de ciertas Ideas que actúan por detrás de esos
supuestos métodos empíricos antropológicos. Y por nuestra parte, no impugna
mos tales métodos por el hecho de que respiren en la atmósfera de tales Ideas. Lo
que impugnamos es, en general, la acrítica ingenuidad de quienes creen estar crí
ticamente atenidos tan sólo a los hechos cuando hablan de «perspectiva antropo
lógica», cualquiera que ella sea (a veces, puramente apologética de la religión cris
tiana o de las religiones en general), como si fuese posible organizar unitariamente
los hechos antropológicos a partir de los puros hechos, o de relaciones/ácízcax.
(99) Ramón Valdés, «El concepto de cultura», en Las razas humanas..., vol. t, pág. 57.
(100) El proyecto de una Kulturología de Ostwald, de una Ciencia de la Cultura ha sido reformulado
por Leslie A. White, La ciencia de la cultura. Un estudio sobre el hombre y la civilización, trad. española
en Paidós, Buenos Aires 1959. Vid. en el capítulo 1 información sobre el proyecto de Ostwald.
102 Gustavo Bueno
(103) G.W. Hewes, «Food transport and the origin of hominid bipedalism» (1961), apud Jordi
Sabater Pí, El chimpancé y los orígenes de la cultura. Promoción Cultural, Barcelona 1978, pág. 46.
(104) Gustavo Bueno, Etnología y Utopía, Azanca, Valencia 1971.
104 Gustavo Bueno
pastor..., cuando siervos y nobles, Dios era nuestro rey.» Porque esta profundi
dad es sólo relativa, en cuanto se presenta como crítica a la teología. Ahora bien,
se trata de advertir que esta perspectiva antropológica es totalmente gratuita en
cuanto método explicativo de la religión. Pues, aunque es evidente que en los mi
tos religiosos y en los rituales sagrados, no podrían nunca faltar las huellas de las
figuras humanas (pastores, reyes), sin embargo eso no significa que las dogmáti
cas religiosas, las instituciones o los rituales sacros deban ser un trasunto de las
figuras humanas (individuales o sociales) —como tampoco el sistema decimal
(los números dígitos), es un mero trasunto de los dedos de la mano, ni las leyes
geométricas son un mero trasunto de la agrimensura.
En todo caso, los criterios para la verificación de las relaciones entre los con
tenidos religiosos habrían de ser siempre émicos, puesto que una perspectiva ética,
por sí misma, no sería capaz de introducimos en la esfera específica de la religio
sidad. Si interpretamos las maniobras de un sacerdote sobre el altar como «suce
sos propios de la categoría religiosa», es porque poseemos ya el concepto étnico
de sacerdote y de altar. Si no los tuviésemos, tales maniobras serían simplemente
juegos de manos sobre una mesa o cualquier otra cosa genérica. El material reli
gioso es, en todo caso, muy amplio y no se ve bien siempre por qué sus partes (ma
gia, culto de los muertos, plegaria, &c.) tienen que ver entre sí. Pero cualquiera que
sea el criterio de delimitación, la perspectiva antropológica, en el sentido consa
bido, va orientada, en primer lugar, a mostrar cómo las formas elementales anali
zadas (reconocidas, identificadas) se encuentran en los más distantes círculos de
la cultura humana (de otro modo, no podría llamárseles antropológicas), en rela
ción con las conductas de individuos (no podría pretenderse que todas las formas
de la religión, todos los desarrollos míticos, estén a escala humana y sean meras
proyecciones del hombre o meras formas de comunicación o expresión, puesto que
también son formas de construcción). En segundo lugar, la perspectiva antropoló
gica buscará establecer conexiones con otras formas culturales, de suerte que el
sistema total permanezca en equilibrio con los individuos, según la metodología
funcionalista. Si, por ejemplo, se ha aislado, como una forma elemental de la reli
gión, el contacto ritual de los fieles con los especialistas religiosos (chamanes, bru
jos, sacerdotes...), se procederá a ofrecer, Ínter alia, colecciones iconográficas lo
más variadas posibles de estos rituales (desde la confesión auricular católica, hasta
el requerimiento al brujo azande); si se han identificado ciertas casas como tem
plos (definidos estos como «lugares donde se congregan los fieles»), entonces se
procederá a presentar ejemplos de templos lo más variados posible (una cueva mag-
daleniense, una choza bantú, la catedral de Santiago de Compostela).
¿Qué se pretende con esto y por qué se cree que, realizando esta pretensión,
se alcanzará un conocimiento antropológico? Ante todo es interesante constatar
que, cuanto más grande es el esfuerzo por prescindir de los problemas relaciona
dos con la verdad de la religión, tanto más insistirá el antropólogo en considerar
a la religión como una forma prácticamente necesaria y universal, en el conjunto
de la cultura humana. Ocurre como si funcionase un mecanismo de compensa
ción. Pero el método antropológico, tal como lo venimos describiendo, por su abs-
El animal divino 105
El Concilio de Efesodel431 (pero antes aún Cirilo de Alejandría, en su /rtrá Tón> Ntutopíov óvoy’v/ííwi' nf-vrcipi-
flkoC. ávTÍppi]<H C), condenó a Nestorio por defender una concepción dualista de Cristo como un híbrido constituido
por dos naturalezas, una humana y otra praeterhumana (el latios), que no se unen hipostáticamente, formando una sola
persona, de suerte que la Virgen María no podía ser llamada madre de Dios. Cirilo y el Concilio, sin embargo, reco
nocieron la necesidad de contar con dos naturalezas en Cristo, una humana y otra divina, aún cuando ellas estuvieran
integradas en una sola figura persona!, por la unión hipostática. «La máscara de El Juyo también es en parte humana y
en parte animal, pero se diferencia de los otros híbridos en que sus rasgos humanos y animales están separados entre si
lateralmente. La diferenciación conceptual de sus dos naturalezas es más clara en nuestro caso que en el de otras re
presentaciones. Además, el problema de su integración en una sola figura está conseguido de forma magistral. A una
cierta distancia se tiene la impresión de que se trata del rostro homogéneo de un antropomorfo. Sólo cuando la cara es
cuidadosamente analizada de cerca con una apropiada iluminación, resulta evidente su doble naturaleza. La compren
sión del dualismo de la máscara de El Juyo puede haber sido restringida a unos pocos iniciados.» (J. González Eche-
garay y Leslie G. Frcemann, «La máscara y el santuario de El Juyo», en Revista de Arc/ueolania, 1982, 23.)
106 Gustavo Bueno
(105) Mircéa Éliade, Traite d'histoire des rclif’ions, Payot, París 1953 (Ed. nonvelle, rev. el corr.,
Payot, París 1968); Mythes, reves et mystércs, Gallimard, París 1957.
Capítulo 5
La fase ortológica: Teoría de la Esencia
Sin duda, las religiones superiores ofrecen ya teorías muy elaboradas sobre
tales nexos («los sacerdotes dan culto a Dios en el templo, expulsan a los demo
nios, que fueron creados por Dios y se rebelaron contra Él, ayudan a los difuntos
y los entierran esperando en la resurrección de la carne»), Pero estas teorías si
guen siendo material fenomenológico (desde el punto de vista de la filosofía gno
seológica de la religión) y no esencias ontológicas (salvo para aquellas filosofías
no materialistas que creen poder fundamentar esos nexos en una ontología). A lo
sumo, los conceptos inductivos llegan a establecer distinciones, más o menos cla
ras en principio, separando del material religioso a todos aquellos fenómenos que
suelen ser llamados «mágicos»107 y que corresponden acaso con aquello que los
«hombres de Dios» llaman «superstición». Pero esta misma separación no es con
vencional, émica, tiene un fundamento objetivo, ontológico. Además, es preciso
dar cuenta de la continuidad entre magia y religión, entre brujos y sacerdotes (los
navajos tienen que recitar sus oraciones como si fueran fórmulas mágicas, cuando
quieren que den resultado). Y, sobre todo, aun establecida la distinción, la hete
rogeneidad de lo que queda dentro del círculo de la religión sigue siendo excesiva
como para poder ser encerrada en un concepto clasificatorio uniforme, por género
y diferencia. Por eso, decimos que es meramente enciclopédica la tarea de quie
nes cultivan las ciencias de la religión, de quienes pretenden trabajar con un con
cepto de religión que no esté comprometido con las cuestiones ontológicas de la
esencia. (De hecho, ningún investigador empírico deja de utilizar nexos formales
tales como «asociaciones por contigüidad», «adherencias», «amalgamas», &c.)
Pues no se trata de elegir estipulativamente o metódicamente, entre varias posi
bles, una definición de religión («culto a los muertos», «respuesta a las interro
gantes últimas que plantea la existencia», «sentimiento de dependencia ante las
fuerzas naturales»...), sino, sobre todo, de establecer, mediante una definición sis
temática (con la forma de un género combinatorio) el nexo si es que son partes de
un todo, entre los fenómenos religiosos más heterogéneos (el culto a los muertos
y el culto al Dios vivo, la respuesta a los interrogantes y el sentido del misterio
insoluble que las propias religiones suscitan, el sentimiento de dependencia y los
sentimientos de poder derivados de la conciencia de ser un «hijo de Dios»).
Por este motivo, una concepción ontológica o un uso práctico de la Idea de
esencia como especie porfiriana (una concepción que está correlacionada con el
fijismo de la ontología megárica) ha de considerarse aquí como notoriamente ina
decuada. Ni siquiera en Geometría, estas esencias o conceptos clasificatorios per
miten un verdadero desarrollo de la construcción. En cierto modo, ya el simple
concepto de circunferencia es, como concepto clasificatorio, mucho más rico y
preciso que el mero concepto de «sentimiento de dependencia» por ejemplo, aun
que es insuficiente, por sí mismo, como concepto geométrico esencial. Porque la
esencia geométrica se nos da cuando el concepto de circunferencia aparece, no
ya como especie átoma (la circunferencia respecto de los infinitos «redondeles»
individuales que la realizan), sino como la especie de un género combinatorio (las
lor, raza, sexo, cultura, religión, lenguaje, &c. Volviendo a nuestro asunto: al for
mular, mediante una definición porfiriana, la esencia de la religión por género
próximo y diferencia específica (por variados que sean los contenidos que asig
nemos a estos predicables) estaremos, de hecho, presentando la idea de una reli
gión natural, por respecto de la cual todos los contenidos de las religiones positi
vas habrán de comenzar a ser vistos como «accidentes» (quinto predicable). Los
tomistas, por ejemplo, definían esencialmente a la religión como una virtud (gé
nero intermedio) y, con mayor precisión, como virtud de justicia (género pró
ximo), cuya diferencia específica estribaría en que el «sujeto ajeno» a quien va
referida toda justicia (por su «alteridad») es Dios, y no cualquier otra clase de su
jetos. Desde esta perspectiva habrá que considerar como accidental a la religión
a todo aquello que, por religión, supongamos dar en justicia a Dios (el agradeci
miento por habernos creado, el reconocimiento de su poder y majestad, &c.). Ahora
bien, ocurre que un cristiano tendría, por tanto, que dar esta retribución de justi
cia a Dios a través de sus cultos característicos, así como a través de los suyos los
daría el musulmán o el yanomamo; por lo que habría que considerar como acci
dentales, desde el punto de vista filosófico de la «religión natural», a los dogmas
trinitarios, a los sacramentos, a las virtudes teologales, que, sin embargo, reintro
ducen en su teología positiva los teólogos tomistas. Pero lo que le ocurre al to
mista también le ocurrirá al antropólogo de la religión si utiliza de hecho el es
quema porfiriano, aunque realizado por contenidos diversos: «la religión es el
miedo (género próximo) del hombre ante lo indeterminado (diferencia especí
fica)», es decir, la religión es la respuesta a la angustia del hombre; pues también
será accidental que esa angustia se manifieste una vez en la forma de una danza
de derviches, otra en la posesión diabólica, frecuente entre los católicos, y una ter
cera en la audición del Stabat Mater del culto cristiano.'®!
La «esencia de la religión» que buscamos, sin duda, acaso deba tener la fi
gura de una esencia genérica, es decir, la forma de una totalidad sistemática que,
por sí misma, sólo pueda expresarse mediante el desarrollo en sus partes (entre
ellas, las especies) más heterogéneas y opuestas entre sí, incluyendo a aquellas
fases en las cuales la esencia misma desaparece y se transforma en su negación.
crEn otras ocasiones hemos denominado «esencias plotinianas» (especies ploti-
nianas, géneros plotinianos, &c.) —contraponiéndolos a las «esencias porfiria-
nas» (esencias constituidas por la composición de un género próximo y una dife
rencia específica)— a aquellas totalidades evolutivas o transformativas que se
desenvuelven según líneas muy heterogéneas, sin perjuicio de la unidad dada en
su misma transformación (Plotino, Enéadas, vi, 1,3: «La raza de los heráclidas
forma un género, no porque todos tengan un carácter común, sino por proceder
de un sólo tronco»).‘o El intento, tan estimable por otro lado, del estructuralismo
al modo de Lévi-Strauss, en el sentido de entender las esencias (o «estructuras»)
como invariantes de grupos algebraicos de transformación, se ha revelado como
excesivamente rígido. Ha cultivado un pseudo rigor que conduce muchas veces
al terreno de la ciencia-ficción. Una ciencia-ficción que además, y dicho sea de
paso, resulta ser más fijista que evolucionista.
112 Gustavo Bueno
Por nuestra parte entendemos que el mínimum de una Idea ontológica de esen
cia genérica (necesaria en filosofía de la religión), como totalidad procesual sus
ceptible de un desarrollo evolutivo interno, comporta los siguientes momentos:
1) Ante todo, un núcleo a partir del cual se organice la esencia como totalidad
sistemática íntegra. El núcleo no puede confundirse con la diferencia específica (dis
tintiva e invariante) de los conceptos clasificatorios. Es, más bien, una diferencia cons
titutiva, que ni siquiera tiene que ser invariante (un propriuni, en el primer sentido de
Porfirio108). El núcleo es más bien, germen o manantial («género generador») del cual
fluye la esencia y es el que confiere, incluso a aquellas determinaciones de la esencia
que se hayan alejado del núcleo hasta el punto de perderlo de vista, la condición de
partes de la esencia. n^Ahora bien: aunque el núcleo es género generador respecto de
la esencia, él mismo es resultado de un género generador previo, el que denominamos
género radical (o raíz) que ya no se incorporará a la esencia como si fuera un género
porfiriano, puesto que él habrá de comenzar a ser des-estructurado para, en una rees
tructuración característica, por anamorfosis, dar lugar al núcleo; un núcleo que, por
relación a su raíz, desempeña el papel de una diferencia específica respecto del gé
nero radical. En este libro consideramos como género radical del núcleo de la religión
a la religión natural, de la que trataremos más tarde. Véase también Alfonso Tres-
guerres, «El concepto de religión natural», El Basilisco, n9 18, 1995, pág. 11.*»
(108) Los cuatro sentidos del predicable propio establecidos por Porfirio, según la tradición es
colástica, son los siguientes: 1) lo que conviene a solo y no a todo; 2) lo que conviene a todo y no a
solo; 3) lo que conviene a todo y a solo, pero no siempre; 4) lo que conviene a todo, a solo y siempre.
El animal divino 113
dialéctica. Puesto que, si bien nos pareció excesivo exigir que la Idea esencial
religión debiese abarcar la totalidad de los fenómenos llamados (por cualquiera,
en cualquier circunstancia o idioma) «religiosos», sin embargo hemos considerado
la posibilidad de que la Idea de religión acoja fenómenos contradictorios entre sf,
fenómenos de los que puede decirse que unos son la negación de los otros. Teje
mos, de este modo, una primera situación dialéctica, la que aparece en la relación
de unos fenómenos religiosos con otros opuestos, pero de los cuales pueden reci
bir su significado. El método dialéctico de la verdadera filosofía de la religión ]o
oponemos, así, al método analítico —que aisla los usos y significados, acumulán
dolos después para remedar, mediante esta yuxtaposición, la concatenación dia
léctica efectiva. Para referimos al método de Carnap, antes considerado: «La pa
labra Dios designa, o bien seres corpóreos, o bien seres espirituales (pero con
manifestaciones empíricas en el mundo sensible), o bien algo trans-empírico» (es
decir, o bien tiene un uso mitológico, con sentido, aunque erróneo, o bien tiene un
uso metafísica, sin sentido). Aquí hay, sin duda, una distinción analítica clara en
tre dos usos de la palabra «Dios»; pero lo que no hay es una doctrina sobre el nexo
dialéctico entre ambos usos. Por ello, cuando se toma en consideración el uso del
lenguaje religioso, en aquellos contextos en donde aparece el Dios metafísico, se
concluirá que el creyente no hace aserciones de ninguna clase: las creencias reli
giosas no ya no son verdaderas, sino que ni siquiera tienen sentido (Ayer, Haré,
Braithwaite). Ahora bien: aun cuando estas conclusiones tienen el mayor interés
en el contexto de las polémicas filosóficas generales con los teólogos, lo pierden,
en gran medida, en el contexto específico de la filosofía de la religión. Porque ahora,
el uso metafísico de la palabra «Dios» habrá que referirlo, en todo caso, a una de
las fases del curso de la religión. Y su virtualidad significativa y aun asertiva, apa
recerá en la relación dialéctica con los usos de otras fases previas, a la manera
como, en Algebra, la expresión «a°», carente en sí misma de sentido, lo adquiere
en conexión con expresiones previas tales como (an : an = 1) y (an_n = a°).
pinosa íntegro aquello que puede considerarse orientado hacia la constitución de una
filosofía de la religión (si interpretamos como tal el libro v de la Etica), una filoso
fía de la religión que vendría a ser precisamente la clave de bóveda del sistema.
(B) Hay razones históricas y sociológicas a partir de las cuales puede inten
tarse la explicación de por qué era, en el siglo xvn (una vez madurada la Reforma
protestante) y en Holanda (en donde el pensamiento heterodoxo de un judío es
pañol, también heterodoxo, pudo encontrar condiciones favorables para su desa
rrollo), cuando y donde podía aparecer por primera vez el esbozo de una filoso
fía de la religión, como parte o tratado sistemático (subsistema) de un sistema
filosófico racional. Una filosofía de la religión que venía a ocupar el hueco que
en la concepción del mundo tradicional llenó la teología dogmática y que prefi
guraba la disciplina que, un siglo después, se consolidaría como tal, principal
mente en el contexto del Idealismo alemán (Kant, Hegel o Schelling)109.
(109) rrl’ara la influencia críptica, aunque no por ello menos decisiva, de Espinosa en la filoso
fía alemana a través de Lessing, ver el artículo de Manuel F. Lorenzo, «La polémica sobre el esPitto-
sismo de Lessing», El Basilisco, 2’ época, 1989, n- 1, págs. 65-74.u
(110) rrF.l ateísmo de Espinosa ha sido reconocido muchas veces: Bayle, Malebranche, &c- 'Vid.
la obra fundamental de Gabriel Albiac, La sinagoga vacía, Hiperión, Madrid 1987, págs. 160-ss.f
El animal divino 117
«El llamado hechicero de la cueva de los Trois-Fréres (Arriége) [dice Obermaier], de 75 cms. de alto, parte de él
pintado y parte grabado, tiene un rostro de mochuelo, con larga barba de bisonte, grandes orejas de lobo y anchas
astas de ciervo. Sus extremidades delanteras recuerdan las garras del oso, mientras las posteriores son puramente
humanas, con una cola de caballo adaptada.» La denominación de «hechicero» que habitualmente se utiliza (como
aquí Obermaier), a la vez que reconoce el coeficiente numinoso de la figura, numinosidad que dimana precisamente
de sus rasgos zoomórficos, constituye una interpretación de la misma. Decir «hechicero» es decir hombre, un hom
bre que aquí aparecería «disfrazado». Esta interpretación es por lo menos insuficiente. Si nos atenemos a lo que per
cibimos, y a sus analogías etnológicas, hay que decir que estamos ante una figura numinosa compuesta, no ya de dos
partes contrapuestas (como la máscara nestoriana o ciriliana de El Juyo), sino de múltiples partes, algunas clara
mente enfrentadas entre sí (lobo/ciervo) formando una coincidentia oppositorunt en la «unidad hipostática» del hom
bre, como si la sustancia humana se percibiese aquí identificándose con las naturalezas animales en las cuales se de
sarrollan y por cuya mediación alcanza el significado numinoso.
118 Gustavo Bueno
ser el creador de la teología filosófica más elevada (doctrina del Acto puro, que es
religión terciaria ella misma, tanto como filosofía de la religión) se aleja, paradó
jicamente, de la verdadera fdosofía de la religión (tal como la entendemos); aun se
diría que su regressus metafísico, en lugar de suministrar unos preámbulo fidei, nos
conduce a una situación tal en la que la religión se hace imposible. Porque un Dios
que es vói]ot C, vor¡o£a>Q, pero que ni siquiera conoce al mundo ni a los hombres
(a quienes, por supuesto, no ha creado) es un Dios que se mantiene a una distancia
de tal modo infinita respecto de los hombres, que toda amistad de estos hacia él se
hace imposible. Al menos, así podría ser interpretado el sexto libro de la Etica a Ni-
cómaco. Dios existe —el Dios filosófico— pero este Dios no habla con los hom
bres, ni los hombres hablan con Él. Por tanto, nos parece que no es a la doctrina aris
totélica del Acto puro a donde habría que acudir para buscar las premisas de la
filosofía aristotélica de la religión. Acaso pudiéramos dirigimos a su doctrina de los
astros, que el mismo Aristóteles trata de vincular, en el libro xn de la Metafísica
(1074b) a los fenómenos religiosos (de tipo «babilónico»). Pero, entonces, la filo
sofía de la religión aristotélica (como luego lo fue la epicúrea) habría que conside
rarla colindando, más que con la metafísica, con la mitología demonológica o as
tral. En cuanto al neoplatonismo, que fue, sin duda, la escuela más sensible a los
fenómenos religiosos (desde Plotino hasta Porfirio o Jámblico), tampoco nos parece
que pueda ofrecer una fundamentación filosófica de la religión. Sus premisas nos
orientan más a una suerte de «aristotelismo místico» (a una religión terciaria), por
la doctrina del Uno (en cuanto anónimo, Supraser, &c., accesible sólo por el éxta
sis). Acaso, a una demonología sui géneris (Porfirio).
Y si pasamos ahora a referimos a la filosofía medieval, especialmente la cris
tiana, que a su vez recoge la influencia musulmana •—el averroísmo— y judía,
también tendríamos que concluir, aunque por motivos diferentes a los que obra
ron en la filosofía griega, que sus preámbulo fidei tampoco preparan adecuada
mente el terreno para una genuina filosofía de la religión. Es cierto que aquí se al
canza una teoría filosófica (no materialista) muy elaborada y sutil de la religión
natural. Pero esta teoría no puede, gnoseológicamente, considerarse, nos parece,
como una filosofía de la religión dispuesta a interpretar la totalidad de los fenó
menos religiosos positivos. Precisamente ella contiene la doctrina de la Revela
ción y de la Fe praeterracional (doctrina que equivale gnoseológicamente a la ne
gación de la filosofía de la religión, en cuanto declara vedados para ésta importantísimos
territorios del campo de los fenómenos de las religiones positivas). La corriente
tradicionalista representada por Roger Bacon, que desconfía de la teología filo
sófica y se atiene más a los fenómenos positivos religiosos dados históricamente
(sobre todo a través del lenguaje), aunque ha podido impulsar determinados mé
todos de la ciencia filológica de la religión, no es en modo alguno una filosofía
de la religión. Ni quiere serlo, sino ciencia positiva, teología positiva o bíblica.
Más próximo a lo que consideraríamos una conceptuación filosófica de la reli
gión se encuentra el averroísmo. Porque el averroísmo introduce una metodolo
gía hermenéutica alegorista, en principio universal, y en la dirección del gnosti
cismo (acepción de Scheler) de todas las religiones positivas, como «metafísica
120 Gustavo Bueno
del pueblo». En todo caso, la filosofía de la religión averroísta sigue siendo me
tafísica (ontoteológica). Y, desde luego, sectaria, lo que equivale, gnoseológica-
mente, a su incapacidad para corregir la distorsión metódica que el punto de vista
confesional impone a toda teoría de la religión. Pues ésta necesita, entre otras co
sas, establecer una ordenación interna de las diversas religiones positivas, así como
de las partes integrantes de cada religión.
Concluiríamos, en resumen, este rápido apunte histórico, diciendo que en el
marco del pensamiento medieval no hay propiamente lugar gnoseológico para una
disciplina filosófica o tratado de religione. Porque la religión queda allí escindida
en dos partes: la parte de la religión natural (cuyo análisis filosófico corresponde
a la Ética, en cuanto subalternada a la Metafísica, que conceptuará a la religión
como un deber de justicia) y la parte de la religión positiva, sobrenatural (o incluso
las otras religiones étnicas, contempladas como degeneración de la Revelación pri
mitiva o como fruto de la inspiración diabólica), cuyo estudio corresponderá a la
Teología dogmática y bíblica, o a la religión positiva misma. La temática de lafi
losofía de la religión deberá quedar, pues, repartida entre la Filosofía moral y en
tre la Teología dogmática. No cabe una disciplina, dentro de las coordenadas es
colásticas, que pueda asumir las tareas de la filosofía de la religión.
Tendremos que pasar a otro sistema de coordenadas tan distinto como pueda
serlo el sistema de Espinosa (tal como lo interpretamos aquí) para poder ver di
bujada la figura gnoseológica de un tractatus de religione capaz de afrontar la in
tegridad de los fenómenos religiosos (tanto naturales, como positivos, cualquiera
que sea el signo atribuido a esta positividad) desde una perspectiva filosófica uni
taria, para poder ver dibujada, por tanto, la figura de una filosofía de la religión.
3. Pero cuando nos referimos a Espinosa, conviene ante todo, según (A), in
sistir en la situación de distanciación que le fue dado mantener a Espinosa ante
las religiones positivas (que, sin embargo, conocía por experiencia directa). Esta
distanciación no fue el resultado, desde luego, de un simple proceso psicológico.
Podía afirmarse que, fuera de Holanda (la Holanda de Juan de Witt, el Gran Pen
sionario), la obra de Espinosa no hubiera podido ser publicada, ni siquiera pen
sada. La vida de Espinosa transcurre prácticamente durante el período de la in
fluencia de De Witt, del auge de la nueva república burguesa (simbolizada en la
Compañía de las Indias Orientales), la gran potencia activa y deseante (en el sen
tido de la proposición lix de la m parte de la Ética) que sucedió a España en la
hegemonía colonialista y cuya rapacidad (según apreciación del propio Marx, en
El Capital) fue todavía mayor que la de los españoles. (¿No ejercían los nave
gantes o piratas holandeses ese mismo «derecho natural» del cual Espinosa es
taba hablando?) La tolerancia holandesa —resultado del enfrentamiento de ios
más diversos grupos confesionales, aglutinados en empresas mercantiles aún más
perentorias— está seguramente en el fondo del distanciamiento que Espinosa man'
tuvo hacia las religiones positivas. cr(La aproximación de Espinosa al Estado po
dría explicarse a partir de la consideración de que ella fuera la única alternativa
que se le abría tras su expulsión de la sinagoga y de los problemas en tomo al «Es-
El animal divino 121
tado dentro del Estado» suscitados a raíz de Uriel da Costa111.)'®i Las circuns
tancias biográficas de Espinosa (en particular, su condición de «exilado» español,
y su condición de expulsado de la Sinagoga) son muy conocidas y marcan pun
tualmente ese camino del distanciamiento real que entendemos como una disci
plina necesaria para la formación de una adecuada perspectiva filosófica, capaz
de abarcar todo el volumen del material religioso.
Sin embargo, la distanciación de Espinosa respecto de los fenómenos reli
giosos no habría sido tan radical como algunos piensan, ni tendría el sentido que
muchos le atribuyen. Ya Christian Kortholt, De tribus impostoribus magnis [Her-
bert, Hobbes, Espinosa] vio a Espinosa como un puro ateo112. Así lo vieron tam
bién Voltaire o Jacobi, incluso, en nuestro siglo, el mismo Einstein cuando, en su
respuesta a la pregunta del rabino ortodoxo de Nueva York («¿Cree usted en
Dios?») habría respondido: «Creo en el Dios de Espinosa, que me revela una ar
monía entre todos los seres y no en un Dios que se ocupa del destino y en las
acciones de los hombres.» Pero tampoco nos parece que pueda decirse que Espi
nosa siga siendo un judío. Y ello, sin perjuicio de que puedan reconocerse en él,
como es lógico, múltiples influencias (Oscar Cohén y otros, como Joél, han su
brayado el sabor judaico de la propia metodología del Tractatus: León Dujovne
lo vinculaba a Maimónides y a Gersónides, Wachter a la Cúbala, a través de los
cabalistas de Amsterdam). Pero también podría decirse que muchas de sus posi
ciones se encuentran muy cercanas al cristianismo (recíprocamente, se habla de
la secta de Leenhoff, como secta de los «cristianos espinosistas») y también esta
cercanía ha sido advertida desde muchos puntos de vista. H. Duméry ha sugerido
que Espinosa no ve discontinuidad entre el Antiguo y el Nuevo Testamento pero
que, en todo caso, hace de Jesús una figura especial y única, la figura de la inte
rioridad personificada, «lo que equivaldría a un transformado filosófico del dogma
cristiano de la Encamación»113.
Espinosa ha retenido, sin duda, muchos elementos judíos pero se ha aproxi
mado a muchos lugares cristianos. Bastaría recordar el escolio de la proposición 68
del libro iv de la Ética: «Nada más creer (el hombre) que los brutos eran semejan
tes a él, al punto empezó a imitar los afectos de éstos, y a perder su libertad, que re
cobraron después los Patriarcas, guiados por el Espíritu de Cristo, esto es, de la idea
de Dios.» En cualquier caso, esta aproximación al cristianismo la ha llevado a cabo
desde una perspectiva siempre filosófica («sólo creía en Dios al modo filosofal»,
como decía certeramente, según leemos en el libro de Vidal Peña114, el informe so
bre Espinosa que un fraile coetáneo entregó a la Inquisición española) o científica.
Pues Espinosa ha mantenido siempre ante las religiones el punto de vista del racio
nalismo más depurado. Es cierto que decir «racionalismo» no es decir algo excesi
vamente preciso, salvo la connotación negativa del «distanciamiento», que en Es
pinosa es más explícito todavía que el que se advierte en Descartes («reverenciaba
nuestra Teología y pretendía, tanto como cualquier otro, ganar el cielo... pero no
hubiese osado someter las verdades reveladas a la debilidad de mis razonamien
tos»). Como observa Hans Küng, Descartes hace filosofía como cristiano. Su ra
cionalismo se detiene, al menos formalmente, ante las «verdades reveladas». Es un
racionalismo muy peculiar. Podríamos precisar este concepto de «racionalismo» por
medio de la distinción (gnoseológica) entre ciencia (categorial) y filosofía. Espinosa
habría desarrollado ante la religión, en un primer término, el punto de vista del ra
cionalismo científico (el racionalismo de la sociología ulterior, o el racionalismo de
la psicología). Pero también habría desarrollado después, o simultáneamente, el
punto de vista del racionalismo filosófico. Al menos, esta oposición puede servir,
grosso modo, para formular la diferencia entre el Tratado teológico político y la
Ética. Una diferencia que es, de algún modo, análoga a la que media entre la His
toria natural de la religión de Hume y sus Diálogos sobre la religión natural.
La analogía no es puntual. Mientras la Historia natural de la religión es una
obra «científica» (precientífica), el Tratado teológico político de Espinosa sólo
podrá reducirse al plano de las categorías científicas cuando se le considere en sí
mismo, con abstracción de la luz que sobre él proyecta la Ética. En efecto: con
siderado en sí mismo, no creemos que sea muy adecuado decir (como es habitual)
que el Tratado sea la exposición más radical de la filosofía de la religión de Es
pinosa. Nos parecería más adecuado afirmar que el Tratado contiene la primera
exposición de la metodología científica moderna de interpretación (hermenéidrca)
de toda religión positiva, aunque la exposición se circunscriba al caso de la reli
gión de los judíos. Pues en el Tratado hay una crítica a la religión, en el sentido
de un «distanciamiento» de su dogmática; y hay un intento de construir los fenó
menos (los dogmas y los ritos) a partir de principios esenciales naturales (el Sol
que Josué logró que Dios detuviese y la luz prolongada por los hielos). Pero cuando
se considera el Tratado a la luz de la Ética entonces, como veremos, podemos ha
blar de algo más que de una ciencia reductiva de los fenómenos religiosos (de la
reducción de la religión a moral, o de la reducción del sentido apofántico do los
textos sagrados a su sentido pragmático). Puesto que ahora la religión positiva ín
tegra (sin ningún territorio suyo vedado) comienza a ser reinterpretada, no ya sólo
como religión falsa, sino como falsa religión. Por tanto, como un horizonte ne
cesario para construir la doctrina de la verdadera religión.
4. Pero, sobre todo, lo que nos importa ahora, (B), una vez que hemos cons
tatado la distanciación o inmunidad de Espinosa respecto de las dogmáticas reli
giosas positivas, es determinar (a) cuáles son los preámbulo fidei de su sisierna a
los cuales cabe regresar para fundamentar la posibilidad de una verdadera reli
gión, así como también (b) cuáles son los cauces a través de los cuales el sistema
progresa desde esos preámbulos hasta los fenómenos positivos.
El animal divino 123
(115) r* Sobre el concepto de esta relación ver Teoría del cierre categorial (tomo 2, págs. 498-ss.).1®!
124 Gustavo Bueno
(«de manera que la felicidad no es otra cosa sino una contemplación») y, aún más,
la sentencia de la Ética a Enciento, 1248b,20 («la felicidad es la adoración y con
templación de Dios»).
(2) El hecho de que este concepto de religión nos remita, por cuanto la reli
gión ha sido definida como un deseo, ante todo, a los lugares de la parte ni (pro
posiciones 58 y 59, por ejemplo) en las cuales se habla del deseo y del gozo como
de acciones (no pasiones) del hombre y, en particular, de la fuerza del alma (cons
tituida por la firmeza y la generosidad).
El animal divino 125
(3) La autorización que la conjunción de (1) y (2) nos otorga para conferir
un alto significado a algunas proposiciones de la parte v (proposición 41, por ejem
plo) en las cuales se vuelven a citar los conceptos rigurosos de firmeza y genero
sidad de la parte ni, en correspondencia textual (aunque meramente ejercitada,
no mencionada explícitamente, es cierto) precisamente con la moralidad y la re
ligión de la parte iv. De este modo, se cierra el primer círculo de contenidos tex
tuales de la Etica de Espinosa que dicen referencia a la religión.
cargas exteriores, imposiciones que provienen de fuera y obra por el temor o es
peranza en la vida futura) y, lo que es más importante aún, la separación u oposi
ción, en el seno de los propios hombres, entre el vulgo y el sabio (o acaso, puesto
que el sabio también es hombre y, por tanto, forma parte del vulgo, entre los es-
tratos vulgares y los superiores de cada individuo humano). Esta es, nos parece
—la distinción entre el vulgo y el sabio— una de las oposiciones claves que obran
en el fondo de la filosofía de la religión de Espinosa. Una oposición oscurecida
en las interpretaciones metafísicas de la religión como relación del hombre con el
Todo. Porque tal distinción no es meramente empírica, sociológica o psicológica
(por ejemplo, la distinción entre el rústico y el letrado, incluso la oposición entre
el pagano y el cristiano) sino que tiene pretensiones ontológicas y contiene la crí
tica filosófica (obligada para toda filosofía de la religión, según hemos dicho) de
la Idea de Hombre. En efecto:
El fundamento de la distinción entre el vulgo y el sabio se encuentra en la
doctrina de los géneros de conocimiento. En la Etica (parte Jl, proposición 40, es
colio ti) esta doctrina alcanza su forma más depurada. Hay tres géneros de cono
cimiento. El conocimiento según el primer género se mueve en el terreno déla
imaginación (podría ponerse en correspondencia con la eÍKaoia y la jiíoti CT, los
dos primeros segmentos de la línea platónica del libro vi de La República)', el co
nocimiento de segundo género es racional, acaso de índole pragmática, hipotética
(en un sentido también platónico, el del tercer segmento de la línea, ótávota); el
conocimiento del tercer género, la ciencia intuitiva (que podría combinarse con
el cuarto segmento de la línea platónica, vópot^) es el verdadero conocimiento.
Ahora bien, de lo que se trata es de tener en cuenta que esta doctrina de los tres
géneros del conocimiento no es una doctrina meramente psicológica, puesto que
ella tiene que ver con la verdad. Y, por tanto, debe ser contemplada desde la pers
pectiva de las relaciones ontológicas del hombre con la realidad. Por ello, como nos
descubrirá Espinosa en la parte v de su gran obra (proposición 25: «El supremo es
fuerzo del alma, y su virtud suprema, consiste en conocer las cosas según el tercer
género de conocimiento») los diversos géneros de conocimiento están vinculados
con la misma estructura ontológica del alma y por ello, como veremos, es en la doc
trina de los géneros de conocimiento (considerada en sus implicaciones ontológi
cas) en donde habrá que poner los auténticos preambula fidei de la filosofía de la
religión de Espinosa. Es así como la propia teoría de la religión, a la vez que deriva
de tal doctrina, permite advertir el alcance de la distinción de Espinosa: el concepto
de conocimiento de tercer género de la parte n de la Etica sólo puede comprenderse,
creemos, a la luz del uso que de él hace Espinosa en la parte v. Esta parte permite
contemplar la doctrina de los tres géneros como algo más que una distinción dada
en el plano psicológico (acaso «ontogenético») para percibirla, si no ya como una
distinción histórica, en el sentido de la Fenomenología del Espíritu (los tres géne
ros de conocimiento como criterios para establecer las etapas del desenvolvimiento
histórico de la Humanidad) —puesto que en Espinosa no hay rastro de concepción
que prefigure la de un Herder, un Lessing o un Hegel, en este punto— sí al menos
como una distinción sistemática con connotaciones sociológicas (en el sentido de
El animal divino 127
la doctrina platónica de las tres clases sociales o, acaso, sobre todo, en el sentido de
la tradición gnóstica y averroísta). Si, efectivamente, la doctrina de los tres géneros
de conocimiento, con sus implicaciones ontológicas y antropológicas, es conside
rada como los preámbulo fidei de la filosofía de la religión espinosista, habría que
concluir que la religión no es propiamente un concepto que, en el sistema de Espi
nosa, pueda ser referido al hombre en general, porque sólo tiene que ver en princi
pio con el alma.
Lo que equivale a decir que, cuando se intenta reconstruir el concepto de re
ligión verdadera, hay que comenzar precisamente por desvanecer la confusión de
la idea global de hombre, para atenernos tan sólo al hombre sabio, único que po
drá también ser llamado hombre religioso. Y esto es tanto como reconocer a la fi
losofía de la religión de Espinosa su carácter crítico (es decir, discriminatorio en
un material empírico mediante la aplicación de una axiomática), que hemos con
siderado propio de la filosofía de la religión, en general (en relación con la pri
mera de las ideas de referencia, a saber, la Idea de hombre). Porque la doctrina de
los tres géneros de conocimiento arrastra una Idea axiomática de gran poder crí
tico, cuando es utilizada antropológicamente, cuando se aplica al hombre empí
rico. Así también, según veremos después, la doctrina de la religión filosófica
constituye un axioma crítico respecto de la segunda idea de referencia, la Idea de
religión, cuando se aplica al material fenomenológico (postulando la necesidad
de discriminar la religión verdadera de la superstición).
Ahora bien, el hombre sabio, aquel que alcanza el tercer género de conoci
miento de modo habitual, no es meramente un hombre que, por decirlo así, co
noce especulativamente verdades que, a la vez, sean transcendentes al mundo o a
la humanidad. Se trata de un conocimiento práctico (¿el de Crisipo el estoico, para
quien el juicio recto incluye la liberación de la pasión morbosa, la ataraxia?) No
sólo porque sus objetos son los objetos cotidianos, sino también porque la cien
cia intuitiva constituye el principio de una reorientación de la vida íntegra, por
cuya virtud ésta comienza a ser una vida verdaderamente libre. (A la ciencia in
tuitiva se llega a través del conocimiento del segundo género; sin duda, es precisa
una disciplina previa para lograr este tránsito, aunque Espinosa no es muy explí
cito al respecto.)
La libertad del alma, por lo demás, no debe entenderse como indetermina
ción, acausalismo. El alma, no menos que el cuerpo, en tanto forma parte de la
Naturaleza o Sustancia (de la que es atributo), procede siempre según una rigu
rosa necesidad: «quienes creen que hablan, o callan, o hacen cualquier cosa, por
libre decisión del alma, sueñan con los ojos abiertos» (escolio de la proposición
2 de la parte ni). La libertad del alma es su misma actividad y el alma es activa,
cuando tiene ideas adecuadas; es pasiva, cuando sus ideas son inadecuadas. «Ade
más, de aquello que se sigue necesariamente de una idea que es adecuada en Dios,
no en cuanto tiene en sí el alma de un solo hombre, sino en cuanto que tiene en
sí, junto con ella, las almas de las otras cosas, no es causa adecuada el alma de ese
hombre, sino parcial, y, por ende, el alma, en cuanto tiene ideas inadecuadas, pa
dece necesariamente ciertas cosas» (demostración de la proposición 1, parte m).
128 Gustavo Bueno
Podría, quizá, decirse que el hombre libre, según Espinosa, es precisamente |.|,re
cuando conoce internamente (de forma intuitiva) las conexiones necesaria^
envolviéndole, determinan su acción («conciencia de la necesidad»). Y
hombre que se cree libre, en el sentido de inmune de toda condición, es presa
mente el que no lo es, porque esos decretos del alma, que él cree espontáne^ no
son distintos de la imaginación o del recuerdo (escolio a la proposición 2 qe |a
parte m). Es decir, pertenecen al conocimiento del primer género.
Ahora bien, el alma, en cuanto es pasiva, está sometida a constantes Pertur
baciones o fluctuaciones, que la hacen pasar de un estado de menor a mayor per
fección o, inversamente, de un estado de mayor perfección a otro de perftjCc¡ón
menor. En el primer supuesto, el alma es un Gozo; en el segundo una TrístezQ (es
colio de la proposición ni, 11). Un Gozo que se determina como Amor, cuap(]0 va
acompañado por la idea de una cosa exterior (generalmente, los otros honores;
escolio de la proposición in,49). Así como la Tristeza, en situación análoga, de
termina como Odio (escolio de la proposición iii,22). Se diría que Espinosa ha
querido oponer a esta situación pasiva (y, por ello, fluctuante) del alma ^cuyo
amor será inconstante y cuyo odio se coloreará como envidia o melancolía, como
retraimiento ante los demás hombres (la melancolía de lo que hoy llamamos «con
tracultura», la melancolía de los que esperan algo de la vida inculta y solitar¡a del
buen salvaje: escolio de la proposición 35 de la parte iv)— la situación del a|ma
activa. La situación del alma dotada, no ya sólo de voluntad, sino de deseo, en
tendido como el esfuerzo del alma en perseverar en su ser, cuando se relaciona a
su vez con el alma y el cuerpo y con conciencia de sí mismo (según el escoi¡o de
la proposición 9 de la parte in). Porque el alma que desea estará gozosa, por es
tar activa y en disposición de amar con un amor no fluctuante, sino seguro y fuerte.
(Pues no hay afección de tristeza que se pueda relacionar con el alma en cuanto
es activa, dice la demostración de la proposición ni,59.) Se comprende bien, nos
parece, cómo esta fortaleza o fuerza del alma activa y deseante (en tanto es el di
que que frena el oleaje del amor inconstante o del odio envidioso) pueda des
componerse, por ello mismo, en dos componentes (componentes de la fuerza del
alma, a la manera como se habla de los componentes de una fuerza física). A sa
ber: la firmeza (frente a la inconstancia) y la generosidad (frente al odio envidioso
o miserable). «Por firmeza entiendo el deseo por el que cada uno se esfuerza en
conservar su ser, en virtud del solo dictamen de la razón; por generosidad en
tiendo el deseo por el que cada uno se esfuerza, en virtud del solo dictamen de la
razón, en ayudar a los demás hombres y unirse a ellos mediante la amistad» (parte
in, escolio de la proposición 59).
En realidad, los praeambula fidei de la filosofía de la religión de Espinosa es
tán dados en las premisas anteriores, que constan en las cuatro primeras partes de
la Ética. Ya en la parte iv (escolio 1 de la proposición 37) refiere a la religión «todo
cuanto deseamos y hacemos, siendo nosotros causa de ello en cuanto que tenemos
la idea de Dios». Esto implica que la idea de religión es puesta, desde luego, por
Espinosa, en el contexto de fuerza del alma. La religión (por la proposición m,59),
por tanto, será gozosa, no melancólica o triste (¿pensaba Espinosa en alguna forma
El animal divino 129
En la fase secundaria las figuras animales aparecen fundidas en una suerte de unión hipostática con figuras huma
nas. Incluso cabría decir que muchas veces son las figuras humanas las que actúan como soportes de los rasgos ani
males (el ibis, el okapi, el buey, el elefante, el chacal), de los cuales reciben el halo preternatural, numinoso.
130 Gustavo Bueno
de calvinismo?) ¿Podría decirse que la religión (desde el punto de vista del hom
bre) es amor? Aquí nos parece que el sistema de Espinosa toca uno de sus puntos
más difíciles. Porque, si la religión es amor (véase la demostración de la proposi
ción 18 de la parte v), entonces (según la definición de la proposición ni, 13) la idea
de Dios debiera figurar como causa exterior de la actividad del alma; lo cual no es
admisible, en tanto Dios no sea considerado como una entidad transcendente y dis
tinta del alma, es decir, en tanto el alma pueda considerarse como identificable, en
ciertas condiciones, con Dios mismo. Podría acaso encontrarse una salida (para
deshacer esta contradicción) resolviendo la Idea de alma en una multiplicidad de
almas que se acogen a la Idea de Alma universal (a la manera como el Gran ca-
ribú de los esquimales del Labrador acogía a los renos que iban llegando en gran
des manadas, pasando por debajo de él). De este modo, la idea de Dios que habita
en las almas sería a la vez, de algún modo, interior y exterior a cada una de ellas.
O acaso, simplemente, encontraríamos una salida poniendo entre el Alma y Dios
la relación de la parte al todo (proposición 36, parte v).
Desde luego, ninguna de estas soluciones aparecen escritas en la obra de Es
pinosa. Con la primera concordaría la evidente correspondencia que se establece
entre la religión como amor, y la generosidad, es decir, el amor de unos hombres
a otros, en el sentido ya «religioso» de la proposición 37 de la parte tv: «El bien
que apetece para sí todo el que sigue la virtud, lo deseará también para los demás
hombres, y tanto más cuanto mayor conocimiento tenga de Dios.»
La religión, según esto, tal como se define en la parte iv (escolio i de la propo
sición 37), parece que puede entenderse como lafuerza misma del alma que esté aso
ciada a la Idea de Dios. Pero la fuerza del alma, según hemos dicho, tiene dos com
ponentes: firmeza y generosidad (m,59). No queda claro si la moralidad (del escolio
recién citado) ha de coordinarse con la firmeza (de suerte que la generosidad pueda
quedar asociada a su vez a la honradez-, «deseo de un hombre que vive dirigido por
la razón de unirse a otros por lazos de amistad»), ni tampoco si la firmeza (o mora
lidad) y la generosidad (u honradez) deban estar comprendidos siempre bajo la reli
gión o bien puedan desenvolverse de un modo no religioso, digamos «laico».
Desde luego, lo que sí parece desprenderse de la proposición 41 de la parte
v, es que la moralidad, y aun la religión misma no tienen por qué pensarse ert tér
minos extremos, en su límite del tercer género de conocimiento (que incluye el
saber de nuestra alma como eterna). Y lo que también parece muy probable es qite
Espinosa ha querido expresar explícitamente que la religión, así como la morali
dad (sea ésta formalmente religiosa o no lo sea), se relacionan con la generosi
dad y con la firmeza del alma (según este mismo orden de enunciación, qUees
ejercitado, aunque no significado, en v,41). Es decir, con la fuerza del alma, ya
se desenvuelva ésta en el segundo o en el tercer género de conocimiento. Lo m^s
plausible es suponer que el concepto de religión (si es que puede ser pensado se
gún los tres niveles o géneros de conocimiento) tenga que ver con \a fuerza ilel
alma de distinta manera. Y que lafuerza del alma (firmeza y generosidad), cuando
se desenvuelve en el segundo género, es cuando adquiere una coloración compa
rativamente «laica», o cuasi-filpsófica, en el sentido del deísmo.
El animal divino 131
hombres (en tanto que ellos, a su vez, son expresiones de Dios) se satisface por sí
mismo y es el único modo de amarnos a nosotros mismos, en cuanto somos divi
nos. Tal sería el «pragmatismo transcendental» de la filosofía de la religión de Es
pinosa. En esta interpretación «circular» del amor Dios como generosidad o amor
a los demás hombres —«filantropía»—, cobra un sentido inesperado la proposi
ción v,19; porque, de ser una proposición metafísica, equiparable a la proposición
aristotélica del libro vni,7 de la Etica nicomaquea antes citada, pasa a ser una re
gla práctica, de una grandeza indiscutible: «Quien ama a Dios no puede esforzarse
en que Dios lo ame a él.» Es decir: «El que ama a los otros hombres suh specie
aeternítatis no debe esforzarse en esperar correspondencia.»
La pregunta que tenemos que hacernos ahora, desde nuestras coordenadas,
es la siguiente: ¿por qué llamar religión a este amor de Dios que se resuelve como
amor de los hombres a los otros hombres en cuanto son divinos (lo que implica
una interpretación del espinosismo como riguroso antievemerismo)? Desde luego,
se diría que Espinosa ha despojado a la religión de todo residuo de misterio. Asi
mismo, parece que la relación religiosa no conservaría nada, en su sistema, de lo
que conviene a una relación numinosa (la relación del hombre con los númenes),
puesto que se mantiene como relación «circular» entre hombres. (Espinosa des
carta de la religión todo componente «angular» —en el sentido que damos a esta
expresión más adelante— considerándolo como supersticioso: «En su virtud —
dice en el escolio i a la proposición 37 de la parte iv—, es evidente que leyes como
la que prohibiera matar a los animales estarían fundadas más en una vana su
perstición, y en una mujeril misericordia, que en la sana razón.» Y esto sin per
juicio de que Espinosa atribuya un gran significado antropológico a la imitación
que los hombres hicieron de los animales, de la que habla el escolio de la propo
sición 68 de la iv parte.)
Sin embargo, tampoco podría concluirse que Espinosa sitúa la idea de reli
gión en el círculo de un sistema de relaciones entre iguales, puesto que, dado el
reconocimiento de las diversas clases de hombres (según los géneros de conoci
miento) más bien resultaría que la religión puede tener lugar, al menos, entre al
mas desiguales. La generosidad del hombre religioso no se confundiría con un
altruismo utópico, o filantropía escatológica, o esperanzada (Metz, Bloch, Molt-
mann y su «teología de la esperanza»), sino que incluye incluso el amor eficaz
hacia los inferiores, de quienes nada se espera. De este modo y respecto de la Idea
clásica de Religión, cabría advertir, insinuada en Espinosa, una curiosa inversión,
virtualmente contenida en la idea espinosista de religión, una inversión derivada
de la identificación misma del amor a Dios y el amor de Dios: la inversión según
la cual la religión no es ya sólo el amor del hombre hacia un ser superior (o de
unos hombres a otros hombres superiores, al modo evemerista), sino el amor del
hombre hacia los hombres inferiores, a los pobres (en el límite: a los animales),
del mismo modo que el Dios cristiano ama a las personas que necesariamente es
tán por debajo de Él. Un amor orientado, a lo sumo, a elevar a los demás hacia el
estado de igualdad con el amante (proposición iv,37), aun reconociendo la desi
gualdad (los que no siguen la virtud y los que la siguen). En ningún caso la reli
134 Gustavo Bueno
gión, para Espinosa, es amor del hombre a algo que esté por encima de él (sajvo
que se tome como referencia al hombre del primer género, el cual precisamente
no es religioso), puesto que el Dios de Espinosa no es transcendente. En este sen
tido, no cabe confundir la idea de religión de Espinosa con la idea de religión na
tural, pues la religión natural (como consta por el Colloquium de Bodino, de 1593)
comporta como dogmas: 1) la existencia de Dios personal y transcendente, 2) la
libre voluntad y el pecado, 3) la inmortalidad del alma, 4) la «ley de la natura
leza»... Ahora bien, salvo el último, Espinosa no admite ninguno de los dogmas
de esta religión natural.
Tampoco la religión es para Espinosa amor del hombre a la «naturaleza» cós
mica (salvo que ésta se dé a través del hombre: proposición iv,35). A lo sumo, es
amor del hombre hacia sí mismo, en cuanto es divino. En este sentido la filosofía
de la religión de Espinosa se alinearía entre las filosofías humanistas de la reli
gión, siempre que entre ellas incluyamos también a la filosofía de la religión de
Hegel, con lo que llamamos «pragmatismo transcendental» («el amor intelectual
del alma hacia Dios es una parte del amor infinito con que Dios se ama a sí mismo»,
proposición v,36). Hay, además, pasajes de Espinosa que explícitamente apuntan
en esta dirección: «Lo que acabamos de decir [se lee en el escolio de la proposi
ción iv,35] lo atestigua también diariamente la experiencia, con tantos y tan im
presionantes testimonios que está prácticamente en boca de todos el dicho: ‘el
hombre es un dios para el hombre’», o bien: «nada es más útil al hombre que el
hombre [escolio de la proposición iv, 18]; quiero decir que nada pueden desear los
hombres que sea mejor para la conservación de su ser que el concordar todo en
todas las cosas, de suerte que las almas de todos formen como una sola alma.»
En resolución, la filosofía de la religión de Espinosa podría verse cómo el
cauce a través del cual su Etica opta por una de las escasísimas alternativas dis
ponibles: la opción del antropocentrismo axiológico, la que declara al hombre
(aun después del «dcscentramiento copernicano», aun después de retirada la ecua
ción Hombre = Dios = Sustancia) como el valor absoluto, dotado de una digni
dad soberana. Aun cuando nada tenga que esperar en el seno de una sustancia in
finita, el hombre religioso es el hombre que, sin necesidad de ser el centro físico
del universo, es un centro metafísico (como dirá después Hegel).
distinción entre una verdadera religión y una religión falsa es utilizada por ej pro
pio Espinosa según diferentes modulaciones. En el prefacio del autor al TrQtado,
como diferencia entre la religión aparente y religión verdadera (o «herrnOsa>>)
«El gran secreto del régimen monárquico consiste en engañar a los hombres dis
frazando bajo el nombre de religión al temor que necesitan para mantener]os en
servidumbre», y ello «porque bajo las apariencias de la religión se lleva a 1qs pue
blos a orar a los reyes como a los dioses». Otras veces Espinosa opone la adula-
ción a Dios (o culto externo) y el homenaje a Dios. Las falsas religiones (en ]a
Ética, v,41 escolio) son la religión del vulgo, que cree que la religión y la mora
lidad son cargas de las que espera verse libre después de la muerte, pues es ]a es
peranza o el temor lo que mantiene al vulgo dentro de un orden justo116.
Esta perspectiva (crítica de las religiones positivas, en la mayor parte qe sus
contenidos, en cuanto religiones falsas) no equivale a una condenación g]obaL
Por el contrario, el programa crítico ha de ir orientado a mostrar hasta qué punto
los fenómenos o apariencias, por serlo, tienen una realidad (incluso una verdad)
como apariencias. Tienen una causa, no son gratuitos, arbitrarios o misteriosos.
Si lo fueran —si no pudieran ser explicados racionalmente—, estaríamos mante
niendo ante las religiones positivas una posición parecida a la que mantienen los
creyentes supersticiosos (cuando declaran a las Escrituras como sobrerraciona-
les). La perspectiva crítica de Espinosa está inspirada, en cambio, por el princi
pio metodológico según el cual los fenómenos religiosos son apariencias y tie
nen una verdad como tales apariencias. Lo que equivale a decir que deben ser
explicados como refracción de verdades filosóficas (añadimos: o científicas) en
la imaginación, en el conocimiento del primer género. Refracción utilizada a ve
ces intencionadamente por los gobernantes («no hay medio más eficaz que la su
perstición para gobernar a los pueblos», es sentencia de Quinto Curcio Rufo, que
Espinosa hace suya). La hermenéutica crítica deberá ir orientada, por tanto, a ex
plicar estos contenidos imaginarios, mitológicos, mostrándolos como fundados
en alguna verdad y construidos según procesos no gratuitos, sino legales y nece
sarios (una prefiguración de la doctrina de la «falsa conciencia», desde Kant hasta
Marx). En la parte segunda de la Ética, proposición 36, Espinosa había estable
cido: «Las ideas inadecuadas y confusas se siguen unas de otras con la misma ne
cesidad que las ideas adecuadas, es decir, claras y distintas.»
Por medio de esta revolución hermenéutica (la razón, filosófica o científica,
como norma para interpretar las verdades de la fe, y no recíprocamente), es como
Espinosa emprende el desarrollo de su Tratado teológico político. Su objetivo, en
realidad, sería (si la religión filosófica es generosidad) reinterpretar las religiones
positivas como formas para hacer posible la generosidad en el pueblo, mostrar el
contenido moral y pragmático de las religiones positivas. El punto de partida es
éste: las Sagradas Escrituras no son falsas, sólo son falsas las interpretaciones que
de ellas ofrecen los teólogos, los fariseos. Es decir, aquellos que se creen deposi
(116) r»T:stos teoremas de Espinosa resuenan de modo singular en el contexto del asunto de Sa-
batai Zeví (Gabriel Albiac, La sinat’O^a.... págs. 33-ss.)“í«
El animal divino 137
tarios de una iluminación especial, que distingue a los judíos de los gentiles (olvi
dando la universalidad de la razón). Las Sagradas Escrituras son verdaderas y, en
tonces, su significado profundo debe poder mostrarse a cualquier hombre dotado
de razón. Ni siquiera la Biblia habría enseñado que los judíos están separados y
elevados sobre los demás hombres, como «pueblo escogido». Sin duda, debe te
ner algo el pueblo judío que constituya el fundamento de verdad del dogma de su
condición de «pueblo escogido», es decir, con características propias, específicas,
peculiares. Pero estas peculiaridades habrán de derivarse, simplemente, de la pro
pia tierra sobre la que se fundó el Estado de Israel. O bien, de ese rasgo distintivo
en el que los judíos ponen su superioridad, la circuncisión (un rasgo distintivo que
Espinosa sitúa en el «plano etnológico», al compararlo con la coleta de los chinos).
De este modo general, podría afirmarse que la verdad de la religión positiva
consiste en su propia falsedad o apariencia, en tanto ella pueda ser deducida (en
cada caso) como una refracción imaginativa de una realidad establecida por la fi
losofía o por la ciencia natural o política. En este sentido, el análisis de las reli
giones positivas correspondería, no sólo a las ciencias naturales o sociales, sino
también a la filosofía. Diríamos que la misma estructura compleja del material re
ligioso es la que impide una tajante separación entre ciencia natural o ciencia so
ciológica de la religión y crítica filosófica de la religión. Ya hemos visto de qué
modo utiliza Espinosa proposiciones (filosóficas) de su sistema para interpretar
(generalmente según la crítica asimilativa) enseñanzas de las Sagradas Escritu
ras. Nos parece interesante constatar que, cuando los principios hemenéuticos se
toman de las ciencias naturales o sociales, entonces la crítica suele ser negativa,
sin que esto signifique que no quepa una crítica negativa a partir de principios fi
losóficos. (Así, cuando el Pentateuco nos dice que el primer hombre a quien se
reveló Dios fue a Adán, hay que concluir que esta enseñanza es falsa, pues Adán
vio a Dios desconociéndolo, dado que lo vio según imágenes, puesto que igno
raba su omnipresencia, ya que intentaba esconderse de El.) La crítica asimilativa
suele proceder de las «ciencias positivas»: Josué no podrá verse como alguien que
ha sido inspirado por Dios según la razón, sino sólo según la imaginación, pues
él cree que el Sol gira en torno a la Tierra, por lo que la revelación de Jehová está
dada en un marco erróneo. La Biblia dice que el Sol detuvo su marcha: esto es ri
dículo. Pero no es del todo falso. Si la Biblia es verdadera, si es un libro revelado,
deberá ser verdad que aquel día duró más. Pero Josué desconocía la causa: pensó
que se paró el Sol, sin observar que en aquella época del año (como dice el mismo
Josué, x,l 1) hay gran cantidad de hielo en el lugar, que pudo producir una re
fracción extraordinaria. Josué nos transmite, pues, una revelación verdadera, pero
según una imagen errónea (casi inadecuada). Así también, el decreto divino que
abrió a los israelitas el paso del Mar Rojo fue un viento de Oriente que sopló con
frecuencia durante toda la noche (Exodo, xiv,21).
Lo que queremos subrayar, como final, es esto: que el Tratado teológico po
lítico, aunque utiliza ampliamente los métodos filológicos y científicos propios
de las «ciencias de la religión» (de la sociología de la religión en la interpretación
de las profecías, porque la interpretación de los milagros nos remitiría, más bien,
138 Gustavo Bueno'
1) De la esperanza de que sean las religiones mismas las que nos respondan. Y
no porque no tengan múltiples respuestas en su depósito dogmático, sino porque estas
respuestas no son filosóficas. Además son contradictorias o distintas entre sí. Eustacio
de Sebaste y su secta, movidos por un espíritu religioso indudable, entendían que los
templos no deben considerarse como partes esenciales de la religión: «Es absurdo pre
tender encerrar a Dios, que es ubicuo, en el templo.» Pero los Padres del Concilio de
Gangres lo condenaron: «No encerramos a Dios en el templo, sino a los fieles en él.»
Desde el punto de vista de la filosofía de la religión, ¿haremos caso a Eustacio de Se
baste, el arriano, o a los Padres del Concilio? No es que no debamos tomar partido y
permanecer neutrales ante disputa tan importante (aproximadamente equivalente a la
que, en la filosofía biológica, puede mantenerse acerca de si los virus del mosaico del
tabaco forman parte o no del «reino de lo viviente»). ¿Forman parte los templos del
«reino de la religión», o bien son exógenos a este «reino»? Si podemos llegar a tomar
partido, no será porque nos lo digan los arrianos o los católicos —en general: no será
por motivosfenomenológicos, o de lenguaje religioso— sino por otro tipo de motivos.
2) De la esperanza de que sean las ciencias de la religión las que puedan ofre
cernos la última palabra. La crítica gnoseológica de estas ciencias, si nos lleva a
verlas como ciencias oblicuas, nos hará concluir que debemos considerar como
¡42 Gustavo Bueno
(117) Decimos «si son constructivas» porque sólo entonces tienen interés filosófico, aunque sea
para discutirlas. Cuando las definiciones, aunque sean internas, no son constructivas, ni tampoco se
mantienen en su ámbito estricto, sino que se extienden lato sensu por mera contigüidad, entonces ca
recen de interés filosófico: reúnen un agregado de hechos cuya unidad no decimos que no exista, sino
que ni siquiera se la ha intentado analizar. Un ejemplo de este proceder en Marcel Mauss (Manuel
cTEtnographie, Payot, París 1977): «Del mismo modo que la estética se define por la noción de lo
bello, las técnicas por el grado de eficacia, lo económico por la noción de valor y el derecho por la
del bien, los fenómenos religiosos o mágico-religiosos se definen por la noción de lo sagrado. En el
conjunto de fuerzas que se llaman místicas —nosotros las llamaremos mana— hay algunas que lo
son en tal manera que por ello mismo son sagradas. Ellas constituyen la religión ¡tríelo sensu, por
oposición a las otras que forman la religión lato sensu. Mi vecino estornuda y yo le digo por educa
ción: ¡Salud!; es la religión lato sensu.» Poco después Mauss hace suyas las observaciones del pa
dre Dubois sobre los betsileo: «desde el momento en que el indígena se acerca a su casa, todo se
vuelve religioso... cada cosa ocupa un lugar fijo y el padre, por ejemplo, se sienta siempre al fondo
a la derecha.» «'Este positivismo étnico (como podríamos denominarlo) de Mauss podría ponerse en
correspondencia con el positivismo axiológico de quienes alegan (por ejemplo Hessen) el carácter
irreductible de las «vivencias» o «intuiciones» de los valores de lo santo: una irreductibilidad que es
comparada, a veces, con la que es propia de las cualidades cromáticas del rojo, el verde, el amarillo
o el azul. Los valores de lo sagrado, de lo diabólico, de lo milagroso, &c., aun soportados sobre bie
nes cambiantes (la gruta escondida, la perversidad del sádico, la salida del Sol a medianoche) bri
llarían por sí mismos como brillan los colores que están «soportados» por las cambiantes frecuen
cias de las ondas electromagnéticas. En todo caso, es necesario no olvidar que las cuestiones filosóficas
aparecen en el momento en que preguntamos por la conexión entre los valores y los bienes (del mismo
modo a como las cuestiones epistemológicas aparecen en el momento en que preguntamos por la co
nexión entre los colores y las longitudes de onda). El punto más importante implicado en estos plan
teamientos positivista-fenomenológicos es el de la constitución de los contenidos (materiales) de los
«valores de lo santo». Mientras que los colores se constituyen por la acción de las diversas frecuen
cias de onda (en sí mismas constatables) sobre el nervio óptico, a los valores de lo santo no cabe
asignarles un proceso de constitución semejante. El papel de las frecuencias de onda corresponde
ahora a las estructuras culturales y sociales (que incluyen «teorías», «mitologías»), al margen de las
cuales ninguno de los valores religiosos podría brillar. (De otro modo: los «valores de lo santo»
—por ejemplo, el milagro— son teorías, tanto o más que hechos o, si se prefiere, el hecho del eclipse
milagroso contiene en su misma estructura una teoría sin la cual el coeficiente de «milagro», o «va
lor» del fenómeno, se desvanecería.)■»
146 Gustavo Bueno
II. Sin embargo, concluir declarando inexistente toda unidad esencial entre
las partes de este conjunto de materiales que llamamos religioso, sería tanto como
renunciar a una filosofía de la religión efectiva. Quedaría ella resuelta en una en
ciclopedia de proposiciones históricas, psicológicas, sociológicas o etnológicas118.
Es una alternativa, sin embargo, muy útil. No sólo por su capacidad informativa,
sino, incluso, por su virtualidad crítica, respecto de las definiciones unívocas.
Pero, ¿sería justo (después de reconocer las diferencias que median, no ya en
tre las conductas religiosas y las conductas mágicas, por ejemplo, sino también las
diferencias que median entre las leyes que gobiernan la construcción de los tem
plos y las que gobiernan los colegios sacerdotales, y esto en diversas religiones)
no reconocer nexos fundados de unidad? ¿Acaso entre las partes del material re
ligioso no cabe introducir más que nexos o asociaciones por contigüidad? No ol
videmos que estos nexos, por otro lado, son muy importantes en la fenomenología
religiosa: pues estos nexos son los que ligan, por ejemplo, a la estatua de un Dios
con su paredro, o los que presiden la obtención de reliquias ex contacta (de suerte
que una cinta, o un trozo de madera, que por sí mismos no pertenecen al campo de
los fenómenos religiosos, ingresa en este campo por el hecho de haber sido puesto
en contacto con otro cuerpo sagrado). Y entonces, al menos émicamente, la cinta
o el trozo de madera habría que considerarlos, con todo derecho, como partes in
tegrantes de la esfera religiosa. Sin embargo, la relación émica no es una última ra
zón, desde el punto de vista esencial. En todo caso, cabría conceptuar estos meca
nismos de propagación del material religioso, antes como fenómenos de magia
simpática —por contacto—, que como fenómenos religiosos.
El tratamiento de la unidad del material religioso como si fuese un agregado
(ya dado por los hechos) de partes heterogéneas, vinculadas por nexos de contacto
o de simple semejanza es, en la práctica, la regla habitual de los prehistoriadores,
y aun de los historiadores de la religión. Acaso sea la regla más sabia y sensata
en el plano fenomenológico descriptivo. Pero traducir al plano filosófico esta re
gla equivaldría a declarar a la religión como un nombre (además, mal elegido) que
envuelve una polvareda de hechos heterogéneos que el azar ha mantenido, hasta
cierto punto, unidos. Y esta conclusión, que muchos de estos historiadores no es
tarían dispuestos a aceptar, sin embargo, pero que debe tenerse presente siempre
como una de las alternativas abiertas a la filosofía de la religión, será, en todo
caso, la opción última, a la que nos podríamos adherir sólo después de haber en
contrado cegadas las restantes alternativas.
(118) Tal es el caso, sin duda, de la exposición que la Introducción a la antropología general de
Marvin Harris consagra a la religión, en sus capítulos 21 y 22.
El animal divino 147
Las figuras inversas de los númenes zoocéfalos son las esfinges, que tienen el cuerpo de animal (un león, las egip
cias; una leona, las griegas) y la cabeza antropomorfa.
148 Gustavo Bueno
El procedimiento que nos parece más riguroso, cuando nos disponemos a de
terminar algún contenido que pueda desempeñar el papel de núcleo de la «reli
gión», en el sentido dicho, comprende dos pasos o trámites generales:
(119) En la línea de Petcr Winch, Ethics and action, Routledge & Kegan Paúl, Londres 1972.
152 Gustavo Bueno
(1) Ante todo, tenemos que delimitar un contenido interno, fenomenológico, del
material religioso. Aceptamos, en efecto, la condición de que aquello que vaya a ser
propuesto como núcleo de la religión tenga un respaldo fenomenológico irrefutable.
El contenido fenomenológico que hemos seleccionado del depósito inmenso
constituido por el material religioso, como expresión interna de algo que ulteriormente
pudiera ser considerado como núcleo de las religiones, es aquello que se designa por
medio de la palabra latina numen. Los númenes, y lo numinoso de los númenes, son,
suponemos, categorías específicas de la vida religiosa. Esto significa que todo aque
llo que pueda considerarse como dado dentro del marco de las relaciones entre los
hombres y los númenes (así como en el marco de las relaciones recíprocas de los nú
menes con los hombres) ha de llevar, sin ninguna duda, el sello de la religiosidad.
No queremos, por tanto, decir que todo lo que llamamos «religión» deba re
ducirse al trato inmediato con los númenes. Incluso reconocemos que hay fases o
aspectos dados en el curso de la religión en los cuales el numen pasa a un segundo
plano, y hasta se desvanece. Pero, siempre que hablamos de un «trato de los nú
menes con los hombres o recíprocamente», de la «presencia» de algún numen ante
algún hombre, o un grupo de hombres, estamos hablando un lenguaje religioso.
Incluso la religión, en su acepción de religación, podría redefinirse, precisamente
en función de los númenes, como religación de los hombres con los númenes™.
(120) La interpretación del concepto latino de religión como religatio entre entidades «personales»
procede de la teología (Varrón) puesto que, según la definición de Festo (religiones stramenta erant), la
religatio aludía a ciertos nudos de paja (strámen, inis) que no ataban necesariamente animales, ni per
sonas, ni personas con animales, sino cosas, por ejemplo, las piezas del Pons Supplicius al que los pon
tífices debían mantener junto al Tíber. Cómo se haya propagado esta acepción de religión a estos luga
res o, viceversa, cómo se haya restringido para designar esos nudos, es materia de especulación.
El animal divino 153
(121) John Lubbock, Los orígenes de la civilización y la condición primitiva del hombre (estado
intelectual y social de los salvajes) (1870), traducción española de la cuarta edición inglesa por José
de Caso, Daniel Jorro, Madrid 1912, pág. 203.
(122) Julio Mangas Manjarrés, Hispania Romana, pág. 145.
154 Gustavo Bueno
(123) En el período preaugusteo, numen (seguido por un genitivo: vim numenque Cereris) se uti
lizaría más bien como designación de cierta propiedad de los sujetos divinos o de las fuerzas natura
les o sociales; habría sido más tarde cuando numen pasó a designar al sujeto mismo. Tal es la pers
pectiva desde la cual está redactado (por Friedrich Pfister) el artículo «Numen» de la Realencyclopádie
der Classischen Altertumswissenschaft de Pauly-Wissowa (tomo xvtt, cois. 1273-1291); «In der alte
ren Zeit wtirde man nur sagen kónnen: Palladium habet numen, nicht aber Palladium est numen, d.b.
in der voraugusteischen Zeit bedeutet numen die Eigcnschaft cines Subjekts, in der augusteischen und
nachaugusteischcn Zeit kann es auch das Subjekt selbst bezeichnen.» (col. 1279, 12-18) wExiste tam
bién una revista dedicada a las cuestiones religiosas que lleva por título Numen, publicada por E.J.
Brill en Leiden (Holanda) desde 1954, y que desde 1967 publica suplementos bajo el rótulo Disser-
taitones ad historiam religionum pertinentes.^
El animal divino 155
(124) o-Vid. Julián Velarde, «Análisis gnoseológico de la Teoría de los sistemas difusos», en El
basilisco,2* época, 1991-1992, 10:26-38 y 11:28-45.-»
156 Gustavo Bueno
0) La clase de los númenes divinos, clase que, en sus especies límites, llega
a perder el cuerpo (númenes espirituales, incorpóreos o metafísicos), pero con
servando siempre alguna referencia a las formas humanas o animales («volun
tad», «ojo invisible»...). Y esto aunque no tenga explícitamente reconocida esa
misma forma corpórea (cuando se le reconoce, los cuerpos serán inmortales, glo
riosos, &c.). En cualquier caso, en esta clase de los númenes divinos podrán siem
pre ser distinguidos los númenes divinos andromorfos (Zeus, Dionisos) de los nú
menes divinos zoomorfas (Anubis, la vaca Hathor).
bres y los demonios, sino también los dioses son, según esta tradición, animales
cuyo cuerpo es etéreo (mientras que el cuerpo de los demonios es aéreo y el de
los hombres es terrestre). Entre los cristianos, aunque el Concilio lateranense de
finió a los Angeles como espíritus puros (contra San Basilio o San Hilario), con
tinuó siempre la tendencia a dotar a los ángeles de corporeidad, por tanto, de ani
malidad, lo que planteaba agudamente la cuestión de cuál fuese su sexo. (Psello
enseñó que, gracias a la sutileza de su materia, los ángeles podían adoptar suce
sivamente sexos diferentes.) csxSan Bernardo se inclinó a pensar que los ángeles
debían tener cuerpos etéreos 129."ei Franciscus Georgius publicó seis tomos que
contienen problemas (i, 54, 74, 75; vi, 31, 36) en donde asegura no sólo que los
demonios son corpóreos sino que emiten un semen prolífico que, en otro tiempo,
fecundando a las mujeres, engendró a los gigantes. Y el mismo cardenal Caye
tano, según nos dice Caramuel, creyó que los ángeles o los demonios eran cor
póreos, por tanto animales130. Sin embargo, Cayetano establece diez diferencias
muy profundas entre las sustancias separadas (compuestas de essentia y esse) y
las sustancias hilemórficas131.
(129) trSermón 5 sobre el Cantar de los Cantares, n.2 y 7; también el Sermón 54,4 nos dice que
los ángeles malos pululan por la atmósfera.-»
(130) Caramuel, Pandoxion Pliysico-Ethicum, Campania 1668, pág. 281; una obra rebosante de
noticias que Julián Velarde puso en mis manos; de esta obra tomo la referencia de Franciscus Geor
gius. Caramuel sostiene que está fuera de controversia que los ángeles son incorpóreos o que, de no
serlo, tienen un cuerpo aéreo o ígneo diverso del humano, «invisible a los ojos».
(131) La relación de estas diferencias en su Comentario al De ente et Essentia de Santo Tomás
de Aquino, cap. v, lectio 90 (págs. 142-143 de la edición Laurent, Marietti, Turín 1934). trEn los co
mentarios de Cayetano a la Suma teológica de Santo Tomás, sobre todo a la cuestión 50 de la primera
parte, a lo largo de sus cinco artículos (págs. 229-234 del tomo 1, edición de Lyon 1575), Cayetano
matiza su interpretación de Santo Tomás sobre los ángeles.-» Sugerimos que la célebre discusión so
bre la universalidad de la composición de materia y forma en las sustancias finitas (la tesis introdu
cida por Ibn Gabirol), tiene que ver muy de cerca con la cuestión de los ángeles (conf. la defensa por
Maimónides contra Ibn Gabirol de la tesis de las inteligencias separadas exentas de toda materialidad,
en Adolfo Bonilla y San Martín, Historia de la Filosofía española. Tomo 2 (siglos VIH-XII: judíos),
Victoriano Suárez, Madrid 1911).
(132) No hay líneas claras de separación entre los númenes de esta tercera clase y los de la se
gunda (como tampoco la había siempre entre los númenes de la segunda clase y los de la primera).
Hemos visto cómo los ángeles cristianos son a veces incorpóreos (=dioses) y a veces corpóreos (=dé-
mones). El mundo asaman («mundo de los espíritus») de los Achanti es, al parecer, a la vez, un mundo
de espíritus (demonios) y un mundo de antepasados (númenes de segunda clase), a juzgar por las in
formaciones de K.A. Busia, «Los Achanti», en el colectivo de Cyril D. Forde, Mundos africanos. Es
tudios sobre las ideas cosmológicas y los valores sociales de algunos pueblos de Africa, trad. esp.
FCE, Méjico 1959, pág. 299.
158 Gustavo Bueno
(2) El segundo paso o trámite que tenemos que ejecutar, como hemos dicho,
ha de ir orientado a seleccionar, entre toda esta variada tipología fenomenológica,
aquellos númenes que puedan ser confirmados como reales (según los criterios
de realidad ontológica que cada cual presuponga).
Este trámite, según hemos dicho anteriormente, está promovido por el «ar
gumento ontológico religioso» (argumentum ex actibus religiosis), en cuanto es
un argumento que se aplica precisamente a los númenes. En efecto, la tesis feno
menológica, según la cual las vivencias religiosas son «sentimientos de realidad»,
de presencia, puede ser interpretada precisamente de este modo: los númenes se
manifiestan ante el horizonte humano como entidades reales, enfrentadas a los hom
bres mismos. Pues son vividos como voluntades independientes de las voluntades
humanas, a las cuales protegen o amenazan, temen o dominan, acechan o huyen
(«como el ciervo huiste, habiéndome herido», leemos en el Cántico Espiritual de
San Juan de la Cruz). Aquellos «objetos especiales» que Max Scheler ponía como
«correlatos intencionales» de la experiencia religiosa serían, pues, los númenes.
La expresión «verdad de la religión» la haríamos equivalente a la verdad
de esta proposición: «existen los númenes». Es decir, no todos los númenes son
meros contenidos de conciencia (individual o social), simples «episodios menta
les» de tipo alucinatorio, pseudopercepciones. ra’Desde una metodología feno
menológica de estricta ortodoxia husserliana (vd. Ideas relativas a una fenome
nología pura, §32) habría que pedir la epojé o «puesta entre paréntesis» de la
existencia intencionalmente presente, al parecer, en la «vivencia de Dios», a fin
de retener únicamente la esencia de la vivencia; pero justamente esta epojé es la
que prohibiría el argumento ontológico anselmiano.'E» Y si los númenes existen,
la religación dejará de ser una categoría meramente psicológica o social para
convertirse en una categoría ontológico-antropológica, en una relación real en
tre los hombres reales y los númenes reales. Si la vivencia del numen es vivencia
de un numen real (existente), cuando esa realidad se eclipsa, la propia vivencia
(gramaticalmente: su significado) se destruye: es necio hablar de Dios negando
su existencia, dice San Anselmo (refiriéndose al Numen de los númenes), porque*
(133) Podríamos clasificar las teorías de la religión según la clase de esta tabla que se tomase
como originaria. Un primer grupo de teorías, tomaría a la clase 0 como la clase originaria (San Agus
tín); el segundo grupo, tomaría como originaria la clase 5, &c. rrEn relación con un tercer grupo de
teorías que tomase a la clase T] como originaria véase el escolio ó.u
El animal divino 159
entonces ya no estaríamos hablando de Dios. Y lo que San Anselmo dice del Dios
cristiano es lo que la filosofía de la religión, a nuestro juicio, tiene que decir de
los númenes en general. Y como los númenes no son siempre dioses, tampoco la
filosofía de la religión puede confundirse con la Teología. El argumento ontoló
gico, que es muy débil en el plano teológico metafísico, y en este plano no resiste
un análisis lógico riguroso134, es muy fuerte, en cambio, en el plano de la filoso
fía de la religión, cuando se aplica a los númenes que hemos llamado «análogos».
Queremos decir que la existencia de los númenes es una condición (no deci
mos una perfección) de los propios númenes, según su concepto, por tanto una con
dición necesaria para poder hablar de «experiencia religiosa» ante los númenes y
ello en razón de ser éstos personales (númenes «análogos»), no en razón de que sean
infinitos o necesarios (que son las razones que utiliza el argumento ontológico-teo-
lógico). Un numen sólo es personal si es existente, si la existencia es condición de
la realidad «extramental» de otras personas (el «tú» no puede ser contenido de con
ciencia del «ego»). No cabe distinguir aquí entre la idea de otra persona y su reali
dad, entre el orden ideal y el orden real, porque la idea en que se me da esa persona
no puede ser independiente de su propia realidad, y si se acepta por hipótesis que
esa persona jamás existió, desaparecerá también la idea misma de tal persona (Ma-
lebranche135 ya apelaba al principio de que toda idea es una cierta visión del objeto,
precisamente en su defensa de argumento ontológico, aun cuando utilizaba este prin
cipio en general, sin detenerse en la fuerza específica que se le inyecta al principio
cuando es aplicado a objetos «personales» y, sobre todo, a personas no humanas, a
númenes, cuya realidad tiene por así decir más relieve para un hombre que el que
pueda tener otro hombre semejante a él). Incluso cabe sostener la tesis según la cual
la propia «impresión de realidad» que nos suscitan las cosas del mundo (las cosas
impersonales) se abre camino en nuestra conciencia precisamente a través de la rea
lidad de las otras personas (o sujetos), en tanto ellas manipulan o gobiernan a otros
objetos, no ya precisamente en tanto son las otras personas quienes nos proponen
la existencia de las cosas del mundo (como si la creencia en las cosas del mundo ex
terior o, por lo menos, la creencia en el mundo de las cosas exteriores, fuese cues
tión de fe y de fe religiosa, como pensó no sólo Malebranche sino el propio Gramsci).
Pero la esencia del argumento ontológico-religioso la hacemos consistir en el
hecho de que sea exigible la existencia en toda percepción o «visión» de una per-
(134) Sobre la crítica lógica al argumento ontológico: John Niemayer Findlay, «Can God’s Exis-
tence be Disproved?», en Mind, 57, 1948 (incluido en la obra de Flew-Maclntyre, New Essays in Phi
losophical Theology, SCM Press, Londres 1955); A.C. Reiner, «Necessity and God. A reply to pro-
fessor Findlay», en Mind, enero 1949; Jonathan Barnes, The Ontological Argument, MacMillan,
Londres 1972; Jules Voullemin, Le Dieu d'Anselme et les apparences de la raison, París 1971; Jac-
ques Bouveresse, La parole malhereuse, Minuit, París 1971; H. Scholz, «Der anselmiches Gottesbe-
weis», en Mathesis Universalis, Basilca 1961; Norman Malcolm, «Anselm’s Ontological Arguments»,
en The Philosophical Review, 1960; Alvin Plantinga, Failh and Philosophy, Nueva York 1967. «'Ver
también los trabajos de Enrique Romerales, «El argumento ontológico en la Philosophical Theology»
y «Existencia necesaria y mundos posibles», en La tradición analítica. Materiales para una filosofía
de la religión, II, Barcelona 1992, págs. 135-180 y 181-210.n
(135) Como recordaba el P. Gratry, en El conocimiento de Dios, i, v, tv.
160 Gustavo Bueno
sona, de un numen concreto y, por tanto, finito y contingente. Una persona infinita
y necesaria, no sólo plantea el problema mismo de su posibilidad (a la manCr-i ¿c
«círculo cuadrado» o «hierro de madera») sino, sobre todo, el de su visibilidqq por
tanto de su religiosidad. Según esto, bastaría demostrar que una persona infinita
debe existir para concluir que no tenemos una idea de semejante persona, y ello
nos permite ofrecer un planteamiento preciso de los problemas principales q^eel
argumento ontológico suscita a la filosofía de la religión, tal como ven¡mos en
tendiéndola. Pues al análisis y discusión del argumento ontológico (su vcrq^f sU
racionalidad, su plausibilidad, al menos) que compete, indiscutiblemente, a ]a Ci
tología, ¿en qué medida forma parte interna también de la filosofía de la re]¡g¡(5n?
Evidentemente, en la medida en que el Dios del argumento ontológico tenga que
ver con la religiosidad, en la medida en que la verdad o plausibilidad de este ar
gumento tenga que ver con la verdad de las religiones. Y se da casi siempre
presupuesto que la conexión de la verdad del argumento ontológico con ]a reli
giosidad ha de tener, en todo caso, un sentido directo («directamente proporcio
nal»): a mayor racionalidad del argumento ontológico, mayor racionalidad Je (a
religión (al menos, de las religiones superiores).
De este modo la defensa del argumento, su reformulación en términos modales,
para remontar la crítica kantiana, se convierte en una defensa de la religión superior,
es decir, sencillamente, en apologética (Malcolm, Plantinga). Sin embargo, esta co
nexión es muy oscura. El aceptarla equivale sin más a suponer que sólo en la hipóte
sis de su validez el argumento ontológico tiene significado para la filosofía de la reli
gión, en tanto esta se ocupa de la validez de la religión. En la hipótesis de la validez
sería en todo caso preciso aun demostrar que ese Dios infinito y necesario, ese irfquod
niajus cogitan nequit, que es el genuino «Dios de los filósofos» [d = i xPx a Ay(Mxy)]
es también el Dios de Abraham. Por otra parte es muy improbable que un argumento
que desemboca en la prueba ontológica de Dios pueda quedar marginado del hori
zonte de problemas de la filosofía de la religión. Desde nuestros planteamientos, la
cuestión tiene unas líneas de desarrollo relativamente claras: el análisis de la validez
del argumento ontológico interesa a la filosofía de la religión pero justo en sentido
«inversamente proporcional» a su significado religioso, en la perspectiva de la teoría
de los númenes. La validez del argumento ontológico, suponemos, suprimiría el sig
nificado religioso de Dios; luego si Dios mantiene su significado religioso lo será en
la medida en que el argumento ontológico no es válido. Pero una conexión «inversa
mente proporcional» es tan significativa e interna como la conexión «directamente
proporcional» que los filósofos-teólogos-apologetas postulan. Porque, ella supuesta,
cabe dibujar claramente las tareas que a la filosofía de la religión competen ante el ar
gumento ontológico:
La fase de la religión mitológica o secundaria, aunque se define por las figuras híbridas (antropomorfas-zoomorfas),
no excluye la presencia de formas anímales puras, propias de la religión primaria.
La elevación de un hombre individual sobresaliente al estado de numen (la apoteosis o divinización de hombres de
carne y hueso, base de la teoría de la religión de Evémcro), se ha llevado a cabo simbólicamente con mucha fre
cuencia por el procedimiento de insertar el retrato ¡diográfico del hombre sobresaliente en un marco o halo nomo-
Ictico zoomórfico, de león en este caso.
162 Gustavo Bueno
(136) Conozco a otras «mentes» y, por analogía, conozco la «mente más grande», Dios, en la lí
nea de A. Plantinga, Gods and Other Minds, Comell UP, Ithaca 1967.
El animal divino 163
noso puede estar, en principio, encamado realmente en cada una de sus especifica
ciones, sin que sea lo más importante determinar cuál (sería cuestión más empírica
o histórica que filosófica). Cabría decir que se da una suerte de henoteísmo de los
númenes asociado a esta metodología fenomenológica.
Sólo la segunda metodología nos parece lógicamente correcta: la que pres
cribe partir de las especies para —una vez establecida la realidad de alguna de
ellas (y sólo eventualmente de todas)— poder pasar al género, cuya intención de
realidad realimentará, eso sí, a las especies consideradas posibles. En el caso lí
mite en el cual sólo una de las subclases de N sea declarada real (o posible) —ca
ben cuatro teorías primarias según la subclase que tomemos como referencia—
tampoco tendríamos que eliminar la clase fenomenológica N (ni siquiera redu
cirla a su subclase verdadera). Porque, en virtud de la generalización ligada a la
operación lógica reunión (N = (ú u <5 u p u tp}) podremos seguir hablando de
númenes en general, aunque este sentido general haya de entenderse como una
irradiación de la luz despedida por la subclase seleccionada como «primer analo-
gado» (o núcleo) —incluso como una irradiación dialéctica (si ella fuera capaz de
eclipsar el foco de origen).
El planteamiento lógico que hemos dado a la cuestión de la verdad de la re
ligión, como cuestión central de la filosofía de la religión, parece lograr así su ob
jetivo gnoseológico, de mantener el contacto entre la perspectiva ontológica y la
fenomenológica.
Ahora bien, para alcanzar una determinación de la realidad que pueda co
rresponder a las subclases de N, es absolutamente necesario regresar a los princi
pios de la Ontología. Es imposible afectar neutralidad, hay que optar entre el ma
terialismo y el espiritualismo. Y esta decisión (es nuestra tesis) no corresponde a
la filosofía de la religión137. Nuestra tesis, por lo demás, no está subordinada al
materialismo. Aun cuando una larga tradición cristiana, islámica o judía (San An
selmo, el tradicionalismo de Roger Bacon, Algazel, Maimónides) pudieran su
gerir lo contrario, lo cierto es que toda la corriente racionalista (aristotélica) que
se abrió camino en el seno de la Teología de las mismas grandes religiones uni
versales (Ibn Gabirol, y aun Maimónides, Averroes, Santo Tomás de Aquino), de
fendió siempre la misma tesis, la tesis de los preambula fidei. La cuestión no es
triba, según esto (como suele aceptarse hoy sin discusión entre tantos filósofos
no confesionales), en decidir entre Ontología (Teología natural, principalmente)
o Filosofía de la religión (Scheler: el problema de Dios sólo es accesible filosó
ficamente a través de la religión), sino en decidir, dentro de la Ontología de los
«preambula fidei», entre el materialismo o el espiritualismo. Y aquí, por nuestra
parte, sólo nos cabe declarar que la perspectiva que adoptamos es la perspectiva
(138) Nos referimos a la línea en la que se inscriben obras como la de Robert K.G. Temple, The
Sirius mystery, Sidgwick & Jackson, Londres 1976.
(139) Erich von Diiniken, Beweise. Lokaltermin in funf Kontinenten, Econ Verlag, Dusseldorf
1977 (trad. esp. con el título de La respuesta de los Dioses, Martínez Roca, Barcelona 1978).
168 Gustavo Bueno
La vaca Hathor
pío, en la teoría de los tres ejes del «espacio antropológico» que aquí presupone
mos, y a la que luego habremos de referirnos, el eje circular y el eje angular se
componen con un eje radial; o bien, en la teoría de las tres Ideas, aquellas que, en
la terminología de Bacon de Verulamio, dan lugar a las tres disciplinas de homiite,
de numine, de natura. Parecería que fuera también formalmente posible recono
cer un tercer grupo de teorías de filosofía de la religión, las teorías «radiales», o
cósmicas, las que ponen como referencias de lo numinoso a los fenómenos im
personales de la naturaleza. Pero la consecuencia sería errónea. El criterio de cla
sificación de las filosofías de la religión habrá que tomarlo, no del «espacio an
tropológico» u «ontológico», genéricamente considerado, sino de sus «ejes
personales», aquellos que pueden con sentido (fenomenológico y ontológico a la
vez) ser pensados como numinosas: el circular y el angular.
Podríamos agrupar, es cierto, en torno a un eje radial a un conjunto de teo
rías (filosóficas o científicas) sobre la religión, caracterizadas por su tendencia
a poner las referencias del núcleo en algún contenido cósmico impersonal o na
tural (al modo del alegorismo de los cuatro elementos, que conocemos desde el
Poema de Empédocles), o bien, en el Ser, en la Naturaleza. &c. KF(Cabe incluir
también aquí a la concepción que David Federico Strauss esbozó en el Prefa
cio a la segunda edición de Der alte und der nene Glaube, 1873: una nueva f?
fundada en las ciencias naturales podría constituir el sentido de dependencia a
Dios como un todo cósmico.)'® Sin embargo, las teorías de la religión así agru
padas, aun cuando tienen una efectividad histórica, no debieran ponerse al lado
de las teorías circulares o angulares, en un mismo plano gnoseológico (siem
pre que mantengamos nuestro planteamiento fenomenológico). Diríamos que
las teorías radiales de la religión, más que verdaderas o falsas, son sencilla
mente inadecuadas o disparatadas, aun cuando muchos de sus contenidos pue
dan ser reinterpretados en términos circulares o angulares (antropomorfismo,
zoomorfismo).
gica de Freud, en Tótem y Tabú, puede considerarse como una versión actual del
evemerismo.)140
Pero la filosofía de la religión que llamamos circular tendría una inspiración
diferente, no reductivista. No afirmaría propiamente que los «númenes» son hom
bres, sino más bien (y, a su vez, contra todo género de docctismo), que los hombres,
al menos algunos hombres extraordinarios, son númenes y númenes reales (no por
vía alucinatoria o por cualquier otro mecanismo psicológico). Sin negar que en mu
chas doctrinas evemeristas (categoriales) pueda latir la concepción filosófica cir
cular, nos inclinaríamos a escoger, mejor que a Evémero, a Sófocles, como primer
gran pensador que ha formulado esta filosofía con todas sus consecuencias, al Só
focles que hace decir al coro de Antígona, en su primer estásimo, la célebre senten
cia; ao/Aa rá deiva kovócv ávdpánov beivórepov neXei. Pues el óeivoC
—lo que sobrecoge, lo espantoso (como un dinosaurio), lo que es fascinante— puede
traducirse por ¡luminoso, como el mismo R. Otto lo hace. Y porque en esta senten
cia, Sófocles no dice sólo que «muchas cosas son sobrecogedoras», numinosas; lo
que dice también es que el hombre es, de todas estas cosas, la más sobrecogedora,
el «analogado principal», el núcleo (diríamos nosotros) de la numinosidad —el Tu
solus sanctus de los cristianos, el liaba illalah de los musulmanes (pero presupo
niendo al hombre como referencia). Por consiguiente, nos dice que toda otra numi
nosidad —y, en particular la numinosidad animal o la numinosidad de los elemen
tos naturales— es una numinosidad reflejada, antropomórfico.
Esta forma de filosofía de la religión, cuyo principio estamos tratando de de
limitar, encontraría su más acabada expresión en la fórmula de Feuerbach: «El
hombre hizo a los dioses a su imagen y semejanza», siempre que esta fórmula se
interprete en un sentido no reductivista. Porque ella puede interpretarse, no tanto
en el sentido de que los dioses son semejantes a los hombres, sino en el sentido
de que los hombres son realidad semejante a los dioses, el sentido que Hegel de
fendió cuando propuso al dogma central del cristianismo («El hombre, por Cristo,
es Dios») como la fórmula definitiva de la verdad. «La conciencia de Dios es la
conciencia de sí del hombre, el conocimiento de Dios es el conocimiento de sí
mismo del hombre...»141142 «El hombre—ahí está el misterio de la religión—ob
jetiva su esencia, después se constituye él mismo en objeto de este ser objetivado,
transformado en un sujeto y en una persona; se piensa a sí mismo, es su propio
objeto pero como objeto de un objeto, de un ser distinto de sí mismo.»’42 La fór-
(540) «•«Actualmente —dice Freud (Tótem y tabú, trad. de L. López Ballesteros, Biblioteca
Nueva, Madrid 1923, pág. 220)— nos parece inconcebible que un hombre pueda llegar a ser Dios y
que un Dios pueda morir, pero la antigüedad clásica [y aquí podemos incluir a Evémero; pites aunque
noes probable que Freud estuviese refiriéndose explícitamente a Evémero en este texto, es seguro que
no podría lógicamente excluir la referencia si se le hubiera hecho explícita! admitía sin esfuerzo al
guno estas representaciotres.»,®i
(141) Feuerbach, La esencia del cristianismo. Introducción, capítulo 2.
(142) Feuerbach, ibidem. Con razón objetará Max Stimer a Feuerbach que no había logrado apar
tar a los hombres de Dios, pues les dejó los predicados (la esencia divina, el amor, la sabiduría), aun
que les quitase el sujeto (diríamos, la referencia transcendente). «Les quitó la palabra y les dejó la
cosa» (El único y su propiedad, trad. csp. en Scmpere, tomo 1, pág. 82).
172 Gustavo Bueno
Psicología social, &c.) y, por ello, no lo consideramos como una opción filosór
Cica (la filosofía de la religión sólo indirectamente se ocuparía de este modo, a tra
vés de su concepto gnoseológico). El tercer modo es propio más bien de la Teo
logía dogmática o confesional, pero también de las ciencias históricas, en su sentido
idiográfico. Y la filosofía de la religión puede también utilizar este modo de con-
ceptuación de lo numinoso, sobre todo en relación con el modo primero (sería el
caso de la Historia de Jesús de Hegel en la medida en que, como subraya su tra
ductor español, Santiago González Noriega, «la despreocupación de Hegel por la
fidelidad histórica... es evidente»).
Por sí mismo, el evemerismo tampoco podría considerarse como verdadera
filosofía, sino como tesis empírica, como una teoría especial, limitada a las so
ciedades históricas en las cuales el lenguaje oral y escrito pueda conservar la tra
dición y el nombre propio de la persona numinosa.
Hay una versión de la filosofía humanista («circularista») de la religión que
cabría denominar pragmatismo transcendental y que se encuentra especialmente
preparada para incorporar mecanismos psicológicos sin ser por ello, en modo al
guno, psicológica. Según esta filosofía la religión es el mismo proyecto (automá
tico) de un animal que, partiendo de una situación de indefensión singular, sin em
bargo ha podido generar un dispositivo compensador que le ha permitido
autocomprenderse como señor del mundo, que inicialmente lo aplastaba y lo anu
laba: este dispositivo es la religión. De este modo cabría afirmar que la religión
es verdadera, pues lo divino-personal que a través de ella se manifiesta (se re
vela) es real, no es una alucinación; pero tampoco es una verdad a parte ante,
puesto que el hombre no ha inventado los dioses en virtud de que él mismo sea
previamente un dios {en sí, aunque no para sí), sino que precisamente por haber
los inventado, logrará ser hombre a lo largo de la Historia. Psicológicamente esto
es un mecanismo de sobrecompensación, pero propiamente no es ningún meca
nismo psicológico, porque no hablamos de un individuo positivo que compensa
alguna minusvalía relativa a otros individuos de su especie, ni se trata de las imá
genes delirantes emanadas de una psique previamente constituida. Se trata de la
constitución misma del individuo humano y de su especie. Es una constitución,
pues lo que se afirma es que sin la religión, el hombre sería nada; por ello se trata
de una concepción transcendental (por su forma), puesto que no opera con indi
viduos ya definidos positivamente como hombres que desarrollan mecanismos de
compensación, sino que opera con entidades aún no definidas como hombres (de
ahí el uso de conceptos como indigencia, inmadurez, la apelación, en algunos ca
sos, a la doctrina fetalista de Bolk) y que mediante la religión pueden alcanzar su
definición como tales. Si los dioses originarios son alucinaciones, al comprobar
sus efectos habría que decir que son alucinaciones verdaderas, o que se han he
cho verdaderas en la Historia.
cpEI «humanismo transcendental», como característica genérica común a
muy diversas filosofías de la religión, podría considerarse formulado por Kant.
En efecto, podría decirse que, para Kant, las tres Ideas que constituyen el núcleo
de la «religión natural» —Alma, Mundo, Dios— son, desde luego, «secreciones»
174 Gustavo Bueno
de la razóp pura cuando, funcionando en el vacío, sin engranar con las categoría?
(a la manera como la rueda dentada gira «loca» sobre su eje: la «razón pura» de
Kant viene a ser, en este sentido, una «razón loca») procede por silogismos cate
góricos, hipotéticos y disyuntivos, respectivamente. La Idea de Dios deja de set
una idea adventicia, o incluso la idea que se forjó el deísmo (como conclusión de
un razonamiento cosmológico que conducía a la idea de un Arquitecto del Uni
verso, pero sin la menor incidencia para la vida práctica de los hombres) para con
vertirse en una idea que brota de la estructura misma de la conciencia racional,
sin perjuicio de que la Crítica de la Razón Pura la declare, no ya inútil, cuanto
ilusoria. La Idea de Dios, resultante de los silogismos disyuntivos, junto con la
Idea de Alma (que brota de los silogismos categóricos) y la Idea de Mundo (se
gregada de los silogismos hipotéticos), constituye la clave de bóveda del sistema
de «ilusiones transcendentales» de la razón que, en principio, parecen tener sóla-
mente el estatuto de un mero «subproducto» de la conciencia especulativa, de la
«razón loca» que gira en el vacío, sin mayor transcendencia práctica.
Pero Kant ha desarrollado también una concepción de la vida moral basada
en el formalismo de la ley moral (el imperativo categórico). Sería a partir de este
ejercicio de la ley moral como podríamos llegar a vernos como personas, como su
jetos dotados de libertad («debo, luego puedo»). Ahora bien, la forma de la ley mo
ral autónoma, aunque deja de lado todo contenido material, en cuanto motor de la
acción (por ejemplo, el deseo de felicidad), no podría reducirse a los actos pun
tuales en los que se cumple o se incumple la ley moral. Un acto bueno, ¿cómopo
dría desvanecerse como un punto en la línea sucesiva de la vida, como si el sujeto
que lo ha ejecutado acabase en el momento mismo de su ejercicio? El cumplimiento
(o el desvío) de la ley moral por mi acción ha de tener algo que ver con las suce
sivas acciones del sujeto activo, así como con las de los demás sujetos, puesto que
la ley moral es universal. El premio de la virtud es la virtud misma, sin duda, pero,
¿por ello mismo la virtud ha de carecer de toda consecuencia para la vida humana
futura, individual y comunitaria? Asimismo, aunque mi acción sólo pueda cum
plirse, como acción moral, en virtud de la ley, ¿cómo podría mantenerse desco
nectada de las cosas del mundo al que toda acción humana ha de ir referida? ¿Y
cómo la acción moral de una persona podría referirse a la posterioridad de los ac
tos de las personas (de la sociedad universal de personas), actuando en un Mundo,
si no contásemos con la unidad de esa sociedad de personas en un Mundo conti
nuamente desbordado, una unidad que tiene sin duda algo que ver con la deidad?
Es ahora cuando Kant recupera aquellos «subproductos» de la conciencia especu
lativa (Alma, Mundo y Dios) y advierte el «funcionalismo» que ellos pueden te
ner, no ya para engranar con las categorías a fin de producir una «ampliación» dd
conocimiento, pero sí para engranar con la vida moral en marcha, en el momento
mismo en que ella desborda el horizonte puntual de sus actos.
En súma, cuando postula al Alma (y su inmortalidad), al Mundo y a Dios,
como constitutivos de la vida moral. No incurre con ello en contradicción, puesto
que estos postulados no pretenden una ampliación de conocimiento. ¿Qué impli
can entonces? Caben interpretaciones diferentes. Por ejemplo, sería posible en
El animal divino ¡75
(145) rj>A su vez, la filosofía kantiana de la religión puede considerarse como una secularización
del «cristianismo pragmático» (soteriológico) que propone la fe en función de la salvación personal, y
no en función de un;t «verdad especulativa» previa o independiente de esta salvación. La fe se prueba
por sus efectos soteriológicos, por sus obras —que ya no será la visión beatífica (una prueba imposible,
por definición) pero sí la instauración de la vida moral, como si se dijera: «sin Dios, no hay vida inoral;
sin vida moral no hay libertad; sin libertad no hay Humanidad (como ser irreductible a la vida zooló
gica)». Schcler o Gehlen traducirán estas concatenaciones de ideas a una escala histórica o evolutiva."**
(146) «-Alfonso Tresguerres («Bueno y Bergson. Sobre filosofía de la religión». El Basilisca,
época, 1992, ri’ 13, págs. 74-88) puntualiza la adscripción de Bergson que se hace en el texto alo que
Bergson llama religión estática, que no sería otra cosa sino el mecanismo diseñado por la naturaleza
(por el élan vital) para contrarrestar los «peligros» a los que se halla expuesto el animal humarlo —
egoísmo disolvente de la cohesión social, miedo a la muerte, temor al fracaso— quien, no disponiendo
ya del instinto protector que guarda de ellos a otros animales, ha de fiar todo su ser a la inteligencia,
que es quien los engendra."**
El animal divino 177
tener mejor a ese hombre en la existencia; como superación del sentimiento sub
jetivo de debilidad, como volante impulsor de la cóntrarresignación..Así tam
bién, como versión de esta filosofía de la religión pragmático-transcendental, que
ya no se desarrolla a partir de categorías biológico-evolutivas (como es el caso de
Bergson, Scheler o Gehlen), sino más bien a partir de categorías históricas o psi-
cológico-existenciales (Kierkegaard, Loisy y los que, en tiempos de Pío X, se lla
maban modernistas), citaríamos muy especialmente la concepción unamuniana
de la religión, la concepción del Unamuno del Sentimiento trágico de la vida
(«creer es crear») y de La agonía del cristianismo, verdaderas precursoras de la
llamada Teología de la crisis y de la Teología de la muerte de Dios («mi religión
es buscar la verdad en la vida y la vida en la verdad, aun a sabiendas de que no he
de encontrarla mientras viva...»).
Queremos dejar sentado nuestro respeto por esta filosofía de la religión prag
mático-transcendental, en cuanto le reconocemos su condición de verdadera fi
losofía de la religión. Reconocemos su capacidad para alcanzar una profundidad
inusitada, y su tragicismo virtual constituye, sin duda, una forma muy adecuada
(teológica) para pensar la religiosidad «terciaria» del nihilismo luterano moderno,
un «nihilismo creyente» que, en los términos de Sartre, sería la expresión misma
de la «mala fe», pero que históricamente se presenta como fe exultante y buena
(«la buena voluntad» kantiana), la voluntad que brota de la voluntad de poder en
el Credo de la Misa en Si menor de J.S. Bach. Una buena voluntad activa que,
como la generosidad espinosiana, se dirige, por el amor divino, a la elevación de
los humildes, a la liberación de los galeotes, de los oprimidos, incluso violentando,
si es preciso, a los opresores. En esta perspectiva activa y militante (cuando se
plasma en términos sociales y políticos, más que individuales o quijotescos) de la
buena voluntad, el pragmatismo transcendental puede seguir siendo considerado
como la ejecución histórica (i.e., no meramente lingüística o conceptual) del ar
gumento ontológico, como el argumento ontológico práctico. Pues si la Idea de
Dios implica su existencia y la esencia de Dios es la esencia de aquel ser que en
cierra todas las perfecciones, entre las que se destacan el Amor y la Justicia, en
tonces la esencia divina implicará la realización de esas perfecciones.
Supongamos ahora que esas perfecciones son históricas y que se realizan a
través (entre otras cosas) del desarrollo humano. Entonces, la esencia de Dios, la
que pide su existencia, pedirá también el desenvolvimiento del hombre, de sus va
lores de Justicia y Caridad. Porque si estos valores no se realizasen, Dios no se
ría Dios (la dicotomía metafísica entre la transcendencia y la inmanencia divina,
respecto de la voluntad humana, habrá de ser desbordada). Dicho según las fór
mulas consabidas: Dios realiza su esencia a través (aunque no exclusivamente)
de la existencia del hombre y el hombre sólo es hombre en tanto que, a través de
su acción existencial, realiza la esencia de Dios. «Así, pues [dice Hans Küng147[,
el argumento de que con la idea de Dios viene dada también su existencia, ¿no
deberá entenderse menos como demostración que como expresión de una fe con-
(147) Hans Küng, ¿Existe Dios?, vi, ni, 1c (edición española, pág. 730).
178 Gustavo Bueno
fiada..a saber: que a mi idea de un ser pcrfcctísimo responde una realidad y que
mi pensamiento no está orientado a la nada, sino a la suma plenitud de todo ser?»
La historia del hombre será, por tanto, el lugar en donde podrá manifestarse
el contenido mismo de la verdad de la religión, la realización del argumento on
tológico. Pero no sólo la historia positiva, pretérita —aquella en la que el argu
mento ontológico práctico puede adquirir la forma que le dio Chateaubriand en
El genio del cristianismo— sino también la historia virtual, es decir, el futuro po
lítico y social. Y entonces el «argumento ontológico-práctico» tomará la forma
de la llamada «teología política», en el sentido de J.B. Metz148. A nuestro juicio,
si esta «teología de la liberación» tiene algún contenido filosófico —si es otra cosa
más que la ideología retórica de ciertos movimientos «cristomarxistas»—, este
contenido ha de buscarse en la concepción humanista-transcendental de la reli
gión, en el argumento ontológico-pragmático, en el hegelianismo «romanizado»
y, acaso mejor aún, en el espinosismo, en el concepto de generosidad o de amor
en la proposición 37 del libro iv de la Ética geométrica: «El bien que apetece para
sí todo el que sigue la virtud, lo deseará también para los demás hombres, y tanto
más cuanto mayor conocimiento tenga de Dios.» wVéase el escolio 12.^3
II. En cambio, tenemos que decir que la segunda opción —que es la que va
mos a defender aquí—, la que corresponde a la concepción angular (zoomórfica)
de la religión, no ha sido desarrollada por ninguna filosofía clásica. Una situación
tan paradójica no puede ser debida al azar y de ella debe dar cuenta la propia fi
losofía de la religión.
Sin duda, la concepción humanista tiene buenas razones para explicar esta pa
radoja desde su punto de vista; pero también tiene que haber una explicación desde
la perspectiva opuesta. Por nuestra parte, tomaremos esta explicación del curso
mismo del desarrollo del núcleo de la religión, considerando que las teorías circu
lares son propias de lo que, en su lugar, llamaremos fase terciaria de las religiones.
Pueden ser citadas, sin embargo, reflexiones filosóficas en las que, de algún
modo, se ha concebido a la divinidad, o a los dioses, como si fuesen animales. Por
ejemplo, Epicuro (según testimonios de Diógenes Laercio) sostuvo la tesis de un
dios-animal —acaso los astros dioses de Aristóteles, erigidos por Epicuro, el corpo-
reísta, en dioses supremos. Apoyándonos en este testimonio, podríamos decir que
los epicúreos habrían perfilado ya una doctrina zoológica de la religión. Nos equi
vocaríamos, sin embargo. Porque la doctrina epicúrea hay que entenderla, antes como
(148) Que no es el sentido de la theologia civilis de Varrón, según nos recuerdan los que en
tienden de estas cosas, Marcel Xhaufflaire, pongo por caso, en su libro sobre La teología política que
la editorial Sígueme nos ofreció traducido en su momento. En esta editorial se encuentran publica
das también las obras de Rtibén Alves (Cristianismo, ¿opio o liberación?, 1973; Hijos de! mañana:
imaginación, creatividad y cultura, 1976), Gustavo Gutiérrez (Teología de la liberación, 1971) o
Sergio Torres (Teología de la liberación y comunidades cristianas de base, 1983). Vid. también L.
Boff, Edesiogénesis: las comunidades de base reinventan la Iglesia, Sal Terrae, Santander 1977; 1.
Ellacuría, «Hacia una fundamentación filosófica del método teológico latino-americano», en Libe
ración y cautiverio, Méjico 1976, y E. Dussel, Historia general de la Iglesia en América Latina, I,
Sígueme, Salamanca 1983.
El animal divino 179
una Teología que como una filosofía de la religión. Ella es una teoría de los dioses,
antes que una teoría de la religión. Es una teoría teológica que, aparte su carácter
fantástico y mitológico (cuando se la considera en sí misma), no tiene posibilidad de
establecer el progressus hacia los fenómenos religiosos empíricos, dado que los dio
ses-animales de Epicuro no son los animales «terrestres» ra"(mejor diríamos: «lin-
neanos»)'» de la Biología, de la Zoología. Son «animales celestes», metafíisicos, que
están fuera del mundo (en los intermundos) y que, pese a su contenido intencional
mente corpóreo, son invisibles, como lo eran los propios átomos de Demócrito. Ca
bría, pues, decir que mientras la Teología podía llegar a la conclusión de que los dio
ses son animales (prefiriendo esta conclusión a otras, según las cuales los dioses son
espíritus puros, o bien, hombres), sin embargo, no se confundiría con la filosofía de
la religión, cuando ella establece la tesis recíproca, a saber, la tesis según la cual los
animales son dioses, o han sido los prototipos de los dioses primitivos149.
Al afirmar que la filosofía «angular» de la religión no ha sido desarrollada
por ninguna filosofía clásica, estamos también negando que hayan de interpre
tarse como filosóficas las numerosas referencias que, obligadamente, han tenido
que hacerse a los animales por los antropólogos, teólogos, historiadores o cien
tíficos de la religión en general. (Tampoco pudimos considerar a las doctrinas
evemeristas como filosofías «circulares» de la religión.) En efecto:
O bien la referencia a los animales (cuando no se hace de un modo puramente
ocasional, sin desarrollo adecuado mínimo) se establece desde una perspectiva
metafísica («La realidad divina, transcendente o inmanente a la Naturaleza, se ma
nifiesta ínter alia en los animales, que podrán ser considerados como teofanías,
emblemas o incluso partículas de la divinidad»), o bien esta referencia se esta
blece específicamente, pero en los términos en los cuales pueda hacerlo una cien
cia empírica descriptiva (categorial), a saber, con la única pretensión de mante
nerse en un plano fáctico o fenomenológico (la constatación de la «Zoolatría»),
al estilo de la llamada «Escuela mitológica de la Naturaleza» (F. Creuzer, O. Mü-
11er, &c.) Un ejemplo de lo primero nos lo suministra el propio R. Otto (aun cuando,
es cierto, más bien de pasada), citando a Goethe: «Aunque aquel elemento de
moníaco puede manifestarse en todo lo corporal e incorpóreo, e incluso se mues
tra notablemente en los animales...»150 Pero casi diríamos que ésta es la norma
(149) En su tesis doctoral sobre el pensamiento de Schelling (Universidad de Oviedo 1984) «■pu
blicada con el título La última orilla, Pentalfa, Oviedo 1989t>, el profesor Manuel Fernández Lorenzo
presenta algunos interesantísimos textos de Schelling en posible línea con una teoría zoológica de la
religión. Acaso el pensamiento de Schelling en este punto tiene mucho de Teología (Ontología), teo
ría de los animales eternos, increados (en la tradición estoica y leibniziana), sin que por ello deje de
pisar el terreno de la filosofía de la religión estricta. El mismo profesor Fernández Lorenzo cita un pá
rrafo de la obra de Miklos Vetó, Le Fondement selott Schelling, Beauchesne, París 1977, en donde
leemos: «La brave Bockshammer écrit d’une voix plaintive: le Dieu de Schelling es ‘presque végétal
(=gewachsartig)’, tandis que pour l’adversaire Salat, Schelling déduit Dieu du regne animal, il l’cx-
pose comme 1'animal supréme et absolu» (pág. 48). De hecho, Schelling conoce el Diccionario de
Bayle que, en su artículo Rorarius (nota K, pág. 84) cita las palabras de M. Bernard que recuerda «ha
ber leído en alguna parte esta tesis: Deus est anima hrutorum».
(150) Rudolf Otto, Das Heilige, 1917. Traducción española de Fernando Vela: Rodolfo Otto, Lo
Santo. Lo racional y lo irracional en la idea de Dios, Revista de Occidente, Madrid 1925, pág. 192.
180 Gustavo Bueno
(151) Ad.E. Jensen, Mythos uncí Kult bel Naturvólkern, Franz Steiner, Wiesbaden 1960 (trad. es
pañola, Mito y culto entre pueblos primitivos, fce, Méjico 1966, pág. 157). C.G. Jung, en Metamor
fosis y símbolos de la libido, se refiere passim a animales como figuras simbólicas a veces próximas
a lo numinoso (la esfinge, «animal terrible», síntesis de todos los símbolos sexuales, de la madre, &c.).
Gilbert Durand, en la Las estructuras antropológicas de lo imaginario —libro que más que al pro
yecto botánico de Linneo recuerda el de De Lobel, que clasificaba a las plantas por la forma de la hoja
(lo que le confería gran fertilidad taxonómica)— observa cómo el animal suele estar «sobredetemti-
nado por caracteres particulares que no se vinculan directamente a la animalidad». La serpiente, el pá
jaro, «no son animales [en los mitos] más que en segunda instancia pues lo que en ellos prima no son
cualidades animales: el cambio de piel que la serpiente comparte con la semilla, el vuelo que el pá
jaro comparte con la flecha...». Y, con todo, Durand, al hacer un balance global del mundo total de
las imágenes humanas de todos los tiempos, culturas y lugares no deja de constatar un hecho para no
sotros el más significativo desde la perspectiva antropológica, a saber: la prioridad «imaginativa» del
«eje angular»: «En efecto, de todas las imágenes son las imágenes animales las más frecuentes y co
munes. Puede decirse que nada nos es más familiar, desde la infancia, que las representaciones ani
males. Incluso en el pequeño ciudadano occidental... la mitad de los títulos de libros para la infancia
están consagrados al animal.» (edición española en Taurus, Madrid 1982, pág. 63).
(152) U. von Wilamowitz-Móellendorf, Der Glaube der Hellenen, apud Furio Jesi, Mito, ed. cit.,
pág. 66. También cabría citar en esta línea a Gilbert Murray, Five stages of Greek Religión, Bostón
1952, como lo hizo, en un comentario periodístico a la presentación global de este libro en el verano
de 1981 en la Escuela Asturiana de Estudios Hispánicos de La Granda, Eduardo Chamorro (La Voz
de Asturias, 3 septiembre 1981). No puedo saber cuáles fueron las intenciones que movieron la pluma
del comentarista. Es interesante, sin embargo, detenerse en una conjetura gnoseológica, que cae ya en
el marco de nuestros planteamientos: a juzgar por el tono de sus palabras, al comentarista le resultaba
«molesto» que desde una filosofía (a su parecer «marxista») se llegara al resultado al cual, según él,
Murray, un filólogo positivo, había ya llegado al explicar «cómo el ritual del sacerdote disfrazado con
los atributos del toro, no constituía sino un estado degradado de un ritual mucho más arcaico en el que
era el propio toro, en carne y hueso, el que reinaba majestuoso y noble, feroz y genesíaco, en el altar
de la divinidad, como supremo señor de las leyes de la vida».
El animal divino 181
El zoodiaco
Las figuras animales que en la época primaria habitaban las bóvedas de las cavernas, pasan en la época secundaria, en
la fase babilónica, a habitar la bóveda celeste. Los cielos se pueblan de animales, comienzan a ser zodíacos, y los pro
pios hombres llegarán a veces a aparecer como si estuvieran moldeados a imagen y semejanza de los animales celestes.
182 Gustavo Bueno
(153) Así, dentro de las coordenadas del Diamat, los puntos de vista de Ladislav Varel, El cris
tianismo y sus orígenes, trad. esp. Buenos Aires 1960, pág. 14.
(154) E. Drioton, L’Egipte pharaonit/ue, París 1954, pág. 17.
(155) Guillermo Schmidt, Manual de Historia comparada de las religiones. Origen y formación
de la religión. Teorías y hechos, trad. esp., Espasa-Calpe, Madrid 19412, págs. 107-116. rrUna re
presentación (propiamente psicológica) interesante del contexto «teriomórfico» de las religiones pri
mitivas nos la ofrece Gabriel Tarde en Les lois de l'imitation (1890), Alean, París 1910, pág. 298.
Tarde cita, por cierto, la Mythologie de Andrew Lang; y sugiere con gran vivacidad las impresiones
que los hombres primitivos pudieron experimentar al enfrentarse con las fieras que les rodeaban. Si
la re-presentación de G. Tarde, u otras análogas, pese a su viveza, no puede confundirse con una fi
losofía de la religión, se debe a que se mantiene en un terreno positivo (circunscrito a una supuesta
circunstancia antropológica) y no trascendental (a las restantes situaciones antropológicas y muy es
pecialmente a las que dieron lugar a las religiones secundarias y terciarias: precisamente son estas re
ligiones las que quedan fuera por completo del horizonte de las representaciones positivas que co
mentamos). Pues no se trata de «citar a los animales», de convocarlos, en el momento de representamos
la forma de la religión primaria; se trata de «citarlos» o «convocarlos» desde una perspectiva tal que
sea capaz de englobar a las grandes religiones terciarias, lo que implica estar utilizando una idea de
estas religiones llevada además a cabo desde perspectivas no humanistas.^*
El animal divino 183
más fenomenológico (émico) que ontológico. Las teorías totemistas antiguas (puesto
que las actuales ni siquiera consideran al totemismo como una categoría origina
riamente religiosa) se atienen, además, a lo sumo, a las religiones primitivas, a quie
nes consideran empíricamente fundadas en el culto a los animales. No contemplan
globalmente a las religiones superiores, pues su perspectiva no es filosófica. Y en
virtud, en gran parte, precisamente, de la tesis de que el correlato animal de lo nu-
minoso es prueba de salvajismo, lo que refuerza nuestro diagnóstico de estas teo
rías como algo que se dibuja en una perspectiva no filosófica.
Es cierto, como no podía ser por menos, que en muchos trechos de su reco
rrido estas teorías empíricas de la religión incorporan contenidos ontológicos: los
animales serán estimados como correlatos reales y adecuados (en cuanto tales) de
la relación religiosa. Pero, a pesar de ello, la perspectiva de tales teorías no se con
funde necesariamente con la perspectiva de la filosofía de la religión. Principal
mente, porque ese reconocimiento empírico del significado de los animales no se
contempla en la perspectiva de las religiones superiores. Ejemplo muy claro, John
Lubbock. Según él, el grado más inferior de la religiosidad primitiva es el feti
chismo; después sigue la zoolatría, la cual le parece a Lubbock muy plausible,
aunque no ya respecto a su Idea filosófica de Dios, sino respecto a la Idea de Dios
que tienen los salvajes: «Si además tenemos presente que el dios de un salvaje es
un ser de naturaleza poco distinta de la suya, aunque en general algo más pode
roso, comprenderemos al punto que varios animales, como el oso o el elefante,
satisfagan cumplidamente su concepción de la divinidad. Otro tanto puede de
cirse, y con mayor razón, de los animales nocturnos, como el león y el tigre, por
que aquí el efecto aumenta merced a cierto misterio. Cuando el salvaje, acurru
cado de noche junto a su fuego, oye los gritos y rugidos de esas fieras que andan
rondando en su inmediación, o las ve deslizarse como sombras por entre los ár
boles, ¿qué mucho que forje sobre ellas historias misteriosas?» Añade Lubbock:
«K si en su estima de las animales yerra en un sentido, nosotros hemos caído quizá
en el extremo opuesto»156 A continuación suscribe la tesis de Fergusson sobre la
serpiente como primer animal objeto de culto, «cuya belleza y brillo de sus ojos
entraban por algo en las causas primeras de su deificación» (además de ser ani
mal ubicuo, de larga vida, &c.). En resolución: Lubbock encuentra razonable la
zoolatría de los salvajes pero, en todo caso, la zoolatría para él es una etapa del
desarrollo de la religiosidad que, una vez agotado el ateísmo inicial, comenzó en
el fetichismo y, después del culto a la naturaleza (o totemismo), continúa por el
(156) John Lubbock, Los orígenes..., pág. 239. El reconocimiento que hace Lubbock del signifi
cado de los animales, en una cierta fase del desarrollo de las religiones (ateísmo, fetichismo, totemismo,
chamanismo, &c.), será compartido por Tylor (que agrega la fase del animismo) y por Salomón Reinach;
véase su Orfeo. Historia genera! de las religiones (1904), versión castellana por Domingo Vaca, Daniel
Jorro, Madrid 1910, Introducción, 34, pág. 18: «Cuando los griegos nos cuentan que Júpiter-Zcus se ha
transformado en águila o en cisne, hay que ver en ello mitos contados al revés. El águila dios y el dios
cisne han cedido el puesto a Zeus, cuando los dioses de los griegos han sido adorados en forma humana;
pero los animales sagrados han seguido siendo los atributos o los compañeros de los dioses que a veces
se ocultan bajo la forma animal. Sus metamorfosis no son más que una vuelta a su estado primitivo.»
184 Gustavo Bueno
(157) Émile Durkheim, Les formes élémentaires de la vie religieuse, te systémc loténiique en Aus-
tralie. Alean, París 1912.
(158) Claude Lévi-Strauss, El totemismo en la actualidad, ed. cit.
El animal divino 185
(162) Traducción de Daniel Ruiz Bueno en Padres Apologistas Griegos (s.lt), bac n'-’ 116, Ma
drid 1954, pág. 61. r»’F?.l mismo Don Daniel Ruiz, trece años más tarde, tradujo este fragmento del si
guiente modo: «Al que se acerca a ellos se le presentan espléndidos recintos y bosques sagrados, gran
des y hermosos pórticos y templos, admirables y soberbios tabernáculos en torno, y cultos llenos de
superstición y misterio; pero el que ha entrado y penetrado en lo más secreto, se encuentra con que
allí se adora a un gato, a un mono, a un cocodrilo, a un macho cabrío o a un perro.» (Orígenes, Con
tra Celso, bac n" 271, Madrid 1967, pág. 188; libro tercero, 17.)"®i
El animal divino 187
«¿Cómo nos esconderemos del oso que se mueve en torno del mundo todo?
¡Arrastrémonos bajo tierra! Cubramos nuestras espaldas
con lodo para que el terrible Gran Oso
del Norte del mundo no nos encuentre.»163
(163) Citado por Ruth Beiiedict, El hombre y la cultura. Sudamericana, Buenos Aires 1967, pág. 213.
Capítulo 4
Premisas antropológicas
tica sería más plausible, puesto que, por argumentos fenomenológicos (etnológi
cos, históricos) habría motivos para concluir: p = 1; q = 1. Nosotros partimos, por
el argumento ontológico, de la premisa (p v q = 1). Pero, también, introducimos
la premisa según la cual los númenes animales (adscribámoslos a q) son reales
(es decir, q = 1). Esta premisa es la que está apoyada en un fondo materialista: el
argumento ontológico, que pide un correlato real para los númenes fenomenoló-
gicos (que además, son zoomórficos en una proporción muy elevada y, por su po
sición serial, significativa), se satisface, desde luego, con estas referencias, puesto
que no hay ningún motivo para rechazarlas desde prejuicios mctafísicos o teoló
gicos (espiritualistas o mecanicistas). Dadas estas premisas, el problema de la fi
losofía de la religión, reducido a la resolución de la alternativa global (p v q = 1)
supuesto q = 1, queda a su vez reducido al problema de determinar si p (es decir,
la tesis de los númenes humanos) es o no admisible. Una respuesta negativa sig
nificaría, por tanto, simultáneamente, junto con la tesis zoológica, el rechazo de
toda concepción ecléctica.
Ahora bien, es evidente que el rechazo de la tesis circular «los hombres pue
den ser realmente númenes» (una tesis, como hemos dicho, en cierto modo recí
proca de la de Evémero: «los dioses son hombres»), no podría considerarse como
una cuestión de hecho, empírica, fenomenológica. Porque empíricamente es un
hecho de la historia de las religiones que el hombre ha desempeñado funciones
numinosas y que incluso se ha presentado, en repetidas ocasiones, como divino.
Pero este hecho (sobre el cual habrá de apoyarse toda concepción humanista de
la religión), desde una metodología dialéctica, puede ser considerado como una
apariencia (un episodio de la «falsa conciencia»), como un fenómeno o, si se
quiere, como un hecho confuso.
Y la confusión procedería del uso que las teorías humanistas hacen, en este
contexto, del término «Hombre». La confusión se despliega en dos direcciones, una
extensional y otra intensional. «En la historia de las religiones constatamos cómo
el hombre ha soportado funciones numinosas»: es este un modo confusivo de ha
blar del hombre (en cuanto a su extensión, a lo largo de la historia de las religiones),
puesto que no existe ningún punto de apoyo empírico para sostener semejante pro
posición global (confusa) cuando nos referimos a todo el largo período del paleolí
tico inferior o del superior. Los únicos elementos fehacientes (que suelen, por lo de
más, ser interpretados desde categorías religiosas) son ciertas reliquias, especialmente
dibujos de las cavernas cuaternarias. Pero se ha calculado que las 4/5 partes de las
pinturas parietales representan animales («probablemente —dice E.O. James164—
porque los animales constituían el principal medio de subsistencia del hombre y,
por consiguiente, ocupaban un lugar excepcional y muy importante en la economía
humana»). Por consiguiente, hablar «globalmentc» o por «promedios» en este te
rreno es tanto como querer ignorar la estructura serial dialéctica del curso del desa
rrollo de la conciencia religiosa como conciencia de los númenes.
(164) E.O. James, La religión de! hombre prehistórico, trad. española de José Manuel Góniez-
Tabanera, Guadarrama, Madrid 1973, pág. 231.
El animal divino 191
A medida que los animales van siendo dominados por el hombre, su prestigio numinoso va transfiriéndose a éste en
calidad, precisamente, de dominador de los animales.
Las divinidades terciarias se configurarán cada vez más según modelos antropomórficos. Incluso cuando lleguen a
perder la corporeidad, mantendrán de algún modo la «inteligencia» y la «voluntad».
Ahora bien: el hecho del que hablamos es, sobre todo, confuso en un sentido
aún más importante, el intensional, el que más interesa quizá desde un punto de
vista antropológico. Porque cuando se habla del hombre-mimen no se distingue
si sus contenidos antropológicos son humano-específicos (por ejemplo, lo que tra
dicionalmente se llamaban «actos humanos»), o si son humanos no específicos,
es decir, genéricos («actos del hombre»). Pero si fueran genéricos, habrían de po
nerse antes del lado zoológico (genérico) que del lado específico. Y, dada la con
fusión objetiva que existe entre los estratos específicos y los genéricos del hom
bre, se comprenderá que la distinción entre unos contenidos y otros pueda entenderse
como una distinción de razón. No por ello dejará de ser una distinción objetiva,
en la cual queda comprometida la Idea práctica de «Hombre» que utilizamos, la
Idea con la cual, efectivamente, operamos. Por ello, se comprenderá nuestra afir
mación anterior según la cual no es una cuestión de hecho, sino de interpretación
(por tanto, desde nuestro presente práctico, desde nuestra Idea de Hombre), el
distinguir entre lo que es propio del hombre, en cuanto es específicamente hu
mano, y lo que es propio de él, pero en cuanto que es «más que humano» o, si se
prefiere, «menos». Algunos prehistoriadores interpretaron los cráneos y los hue
sos neanderthalienses del depósito de Krapina como reliquias de una batalla tras
la cual los vencedores (acaso bandas de Cromagnon) se habrían comido a sus ene
migos: los cráneos y huesos de Krapina serían los restos de un festín. No es se
gura esta interpretación de la «batalla de Krapina», pero sirve igual para nuestra
pregunta: ¿se trata de un episodio humano o más bien de un episodio de la prehis
toria del hombre? Sabemos que episodios similares de épocas más avanzadas, in
cluso muy recientes (los campos de Dachau o de Auschwitz, ra’y hoy mismo, muy
cerca de Krapina, se practica la limpieza étnica de bosnios por servios y de ser
vio-bosnios por croatas"®!), suscitan siempre la misma cuestión moral, antropo
lógica, práctica: ¿son hombres (humanos c^es decir, primates que realizan actos
humanos y no meros actos del hombre, para utilizar la distinción escolástica1»)
realmente quienes practican actos tan bestiales? ¿Acaso no han dejado de serlo
por el hecho mismo de cometerlos?
Cuando la cuestión se plantea a parte ante, en la Prehistoria, cobra más fuerza,
en la perspectiva de la teoría de la evolución, puesto que la pregunta (que siempre
parece tener algo de metafísico): «¿Puede un hombre dejar de ser hombre en el mo
mento en que comete actos bestiales?», se transforma en esta otra: «¿Eran ya hom
bres los contendientes de la batalla de Krapina?» Es decir: ¿se trataba de una bata
lla o de un episodio de caza entre bandas de homínidos (de protohombres, de «hombres
primitivos», es decir, no hombres todavía)? Es innegable que, habitualmente, los
protagonistas de Krapina son considerados ya hombres por los prehistoriadores; las
discusiones se reproducen a propósito del Sinántropo y, para quienes aceptan al
Sinántropo como ser humano (Homo erectas), se vuelven a reproducir a propósito
del Australopiteco. Convencionalmente suele darse la cuestión por zanjada por vía
taxonómica porfiriana (linneana): la familia de los homínidos se distribuye en dos
géneros, el de los australopitecinos y el genus Homo, que, a su vez, comprende dos
especies principales: homo ercctus (Pitecántropo) y homo sapiens sapiens.
El animal divino 193
Sin embargo, tenemos necesidad de subrayar que esta taxonomía, por su forma
lógica, es escolástica y muy poco dialéctica. Precisamente es inútil y aun pertur
badora para la cuestión que nos ocupa. Cuando los criterios de la taxonomía se
mantienen en el terreno anatómico estricto de la Antropología física, nada tenemos
que objetar (salvo el olvido de que muchos de los rasgos anatómicos considerados,
suponen un medio cultural humano). Pero cuando se introducen, como es el caso,
criterios no anatómicos (lenguaje, uso de herramientas, o sencillamente, la diferen
cia específica de Linneo, sapiens), entonces la taxonomía biológica se vuelve con
fusa, por no decir metafísica. ¿Acaso el uso de instrumentos, la inteligencia tecno
lógica (la talla de bifaces, incluso la utilización del fuego), pero también la inteligencia
social, cristalizada en los sistemas de parentesco, son criterios suficientes para ha
blar ya de «Hombre»? ¿No está actuando en esta taxonomía la forma dicotómica
porfiriana, que conduce a la conclusión, por ejemplo, de que dado el supuesto de
que los monos antropomorfos no utilizan el fuego, hay que considerar como hom
bres a los homínidos que lo usan? ¿Es que no caben formas intermedias, es decir,
homínidos, que sin ser ya meros primates todavía no son hombres! Desde la dico
tomía (porfiriana, escolástica) no-hombres/hombres, es cierto que tratar de intro
ducir formas intermedias entre el mono y el hombre (llamémoslas: parapitecoides,
humanoides, &c.) resulta una empresa casi tan difícil como la de tratar de interca
lar un número entero entre el 99 y el 100. Sin embargo es imprescindible acostum
brarse a pensar en la realidad de formas no humanas que, no obstante, tampoco son
monos, porque tienen una organización cultural, una tecnología lítica, por ejemplo,
que obliga a situarlas en otro plano (por ejemplo la cultura del Homo erectas). No
es la cultura, según esto, un criterio riguroso de demarcación del círculo antropoló
gico: es preciso determinar qué característica deben tener esas formas culturales en
virtud de la cual podemos ya hablar del hombre, la característica de la cultura que
tradicionalmente se llama espiritual, sin que ello implique apelar a una creación o
a una revelación procedente de lo alto, porque la cultura se hace espiritual (es de
cir, operatorio-proléptica, normativa, simultáneamente en el plano tecnológico y en
el lingüístico-gramatical) por anamórfosis, que es un modo de evolución y no un
modo de procesión. El recurso habitual de referirse a estas formas como proto-hom-
bres o como formas prehistóricas, aunque sirve «para salir del paso», es muy peli
groso, porque, por un lado, inclina a pensar tales «formas intermedias» en función
de su posterioridad (introduciendo, por tanto, una teleología enteramente metafí
sica) y, por otro, sugiere que esas formas carecen de estructura propia, como si fue
ran formas de mera transición hacia el hombre.
La fórmula «hombre primitivo» es lógicamente inaceptable, porque ella equi
vale el anacronismo de interpretar a los antecesores por sus resultados («lo que
va a conducir al hombre»), a poner a los progenitores del lado en el que se clasi
fican a los sucesores.
El problema se re-produce en la línea ontogenética: ¿el niño es hombre? (una
versión del problema escolástico: ¿tiene alma el niño, o en qué punto de su evo
lución embriológica la adquiere?) Los presupuestos que obran en una respuesta
afirmativa a la pregunta ontogenética parecen mucho más patentes: el niño es hom
194 Gustavo Bueno
bre (por ejemplo, jurídicamente) en tanto puede llegar a desarrollarse como per
sona responsable. Es decir, por relación a su término ad qttem y en la medida en
que este desarrollo depende prácticamente de hombres ya existentes. Por este mo
tivo, dudar de la humanidad del niño es dudar de la posibilidad de desarrollarlo,
del deber de educarlo, por tanto, tratar de inhibirse de una dinámica ya en marcha
del «Espíritu Objetivo».
Ahora bien, los mismos presupuestos prácticos que «tocamos con el dedo»
en lo que aparentemente es sólo una cuestión biológica («¿el niño es hombre?»)
están actuando, con idéntica precisión, pero a mayor distancia práctica, cuando
planteamos la cuestión histórica (filogenética). Y es necesario tener en cuenta que
esas cuestiones generales antropológicas no pueden considerarse como dema
siado alejadas de los problemas estrictos de la filosofía de la religión, puesto que
tales cuestiones generales forman parte del conjunto de los principia media de
esta filosofía. Al menos, hasta que no se haya rechazado la posibilidad de consi
derar a la religión, precisamente, como uno de los criterios taxonómicos capa
ces de establecer la líneafronteriza, en la filogenia, entre los animales y los hom
bres. De hecho, un gran número de prehistoriadores y de biólogos toman, como
criterio empírico diferencial, a ciertos fenómenos de la vida religiosa o fenóme
nos que se interpretan a su luz, como pueda serlo el culto a los difuntos. (La pre
sencia de enterramientos «intencionales» se considera, con frecuencia, como cri
terio objetivo de humanidad del material, por parte de los prehistoriadores.)
Sin embargo, nos parece que puede decirse que las complejas discusiones so
bre los criterios de la hominización, a la par que discusiones biológicas y antropo
lógicas, son discusiones lógicas —como lógica es toda cuestión de taxonomía. Nos
parece que la doctrina de la evolución, consecuentemente, ha representado, tanto
como una revolución biológica, una revolución lógica, una revolución de la con
cepción lógica de Porfirio (con más precisión: del aristotelismo de Linneo) y, en de
finitiva, la discusión de estos criterios, es quizá la perspectiva más inmediatamente
significativa en el momento de formular los problemas de la filosofía de la religión
(en cuanto son problemas antropológicos, tal y como venimos presentándolos).
En efecto, en su expresión lógica, las cuestiones relativas a la relación del
hombre con los animales incluyen las cuestiones de relación entre la especie (el
homo sapiens sapiens) y el género próximo (aquí Genus Homo Linné) y, por su
puesto, la cuestión de las relaciones entre el género próximo con los (en términos
porfirianos) géneros subalternos (en términos linneanos: familia—hominoidea—,
orden—primates—, clase—mamíferos—, reino—animal—). No creemos desca
minado sospechar de la influencia perniciosa que la lógica porfiriana (aliada tra
dicionalmente con una metafísica creacionista y espiritualista) sigue manteniendo
en la formulación de las relaciones del hombre con los animales. La lógica porfi
riana, en efecto, concibe los géneros como géneros anteriores (respecto de las es
pecies), géneros que van desplegándose dicotómicamente merced a las diferen
cias específicas sobreañadidas. En el caso del hombre, como diferencia específica
se ponía la racionalidad (el concepto «biológico» del homo sapiens de Linneo
mantiene este criterio). Este criterio taxonómico iba ligado a la teoría escolástica
El animal divino 195
(tras la condenación del traduccionismo) del alma espiritual creada por Dios en
cada embrión humano. La relación de inclusión de clases (relación constitutiva
de la silogística) preside toda la lógica porfiriana. En su virtud, las especies se in
cluyen en los géneros próximos y éstos en los subalternos respecto de la catego
ría, interpretada como género supremo (el reino animal, en nuestro caso, o quizá
la esfera de lo viviente, la biosfera —aun cuando el concepto de biosfera intro
duce la forma de una totalización atributiva, contrastando con el concepto clásico
de reino animal, que se mantiene más bien dentro de los límites de las totalida
des distributivas).
De este modo —y este es el punto que en filosofía de la religión formalmente
más nos interesa—, la especie hombre, en Porfirio-Linneo, quedaba incluida en
el género (porfiriano) animal, a través (mediante la transitividad de la inclusión)
de los taxones intermedios (familia hominoideos, superfamilia antropoidea, or
den primates, clase mamíferos, &c.). El hombre es así plenamente animal y, como
tal, comparte enteramente todas las propiedades o notas genéricas. Es una espe
cie más entre el millón de especies animales, o entre las tres mil especies de ma
míferos. Pero debía quedar caracterizado por una diferencia específica irreducti
ble (¿la racionalidad? ¿la religiosidad?) Una diferencia de la cual derivarían los
contenidos específicamente humanos del hombre.
Es evidente que este análisis lógico de la situación taxonómica del hombre
iba combinado con la doctrina metafísica de la antropología hilcmórfica («cuerpo
y espíritu») que, en los casos más radicales, tendía a poner en el principio espiri
tual la diferencia específica del hombre (y aun su misma esencia) frente a los de
más animales. Según esto, el hombre, además de sus componentes genéricos, es
taría dotado de espíritu (aunque encarnado), como diferencia específica.
Ahora bien, la lógica porfiriana resultaba demasiado rígida para dar cabida
a las múltiples relaciones del hombre con los demás animales y ello precisamente
por su tendencia a «embotellar» las especies en los géneros concéntricos que las
envuelven. (Es decir, por la tendencia a considerar todo lo que brota de la dife
rencia específica como algo que presupone dado el género, lo desarrolla sin sa
lirse de sus límites y lo determina en especificaciones progresivas.) Porque si el
hombre es una especie entre otras, debería quedar reducido íntegramente al ám
bito animal, y la Antropología sería sólo una parte de la Zoología, como pueda
serlo la Ictiología. En efecto, la diferencia específica (la racionalidad, el espíritu)
debería ser contemplada como una diferencia zoológica entre las otras (raciona
lidad aparece lógicamente del mismo modo que pentadactilia). Por tanto, como
una diferencia que habría de componerse armónicamente con las notas genéricas
por vía zoológica, produciendo la separación respecto de las demás especies165.
(165) Esta conclusión (en la que los específicos contenidos culturales y espirituales no quedan
eliminados, sino englobados en el genero) aparecía formulada con toda ingenuidad en el Programa
razonado de Antropología (1892) de Manuel Antón y Ferrándiz: «La palabra Antropología se ajusta
y conviene mejor al hombre considerado como especie que como individuo... Se trata, pues, de una
parte de la Historia natural, y aún más concretamente de la Zoología, que estudia al hombre como la
etnología al perro o la Hipología al caballo, según entienden Broca, Quatrefagcs y los antropólogos
196 Gustavo Bueno
Pero esto es justamente lo que nos ocurre con el hombre, precisamente por
que las notas específicas que se le atribuyen, si son zoológicas, no son caracte
rísticas (sino re-generativas), de una sola línea taxonómica, o son irrelevantes (la
anatomía de la mano humana sólo comienza a ser verdaderamente significativa,
desde el punto de vista antropológico, cuando va asociada a formaciones cultura
les, desde el hacha de piedra hasta el piano de cola); si no, son zoológicas, no cul
turales (en un sentido característico, dado que también existen las culturas ani
males), entonces incluso desbordan las mismas estructuras zoológicas (la Gramática
de la Lengua tiene tanto que ver con la Zoología como la Geometría) y aun se
oponen dialécticamente a ellas.
¿Y cómo sería posible, desde la taxonomía porfiriano-linneana, admitir que
una especie pueda desbordar (metábasis) las propiedades de su género, que pueda
variarlas en la evolución? Todas las respuestas vienen acaso por sólo dos caminos:
o bien por vía metafísica, negando de entrada que el hombre sea animal (porque
esta tesis sería un simple prejuicio pagano, aristotélico: tal es la tradición agusti-
niana, que llega a Descartes y a Malebranche), o bien por vía crítica-taxonómica.
negando que el hombre sea una especie: será un Reino (o más que un Reino), el
«reino hominal» —como sostuvo en el siglo pasado Edgar Quinet o, en el nuestro,
entre otros, Teilhard de Chardin166. Pero ninguna de esas respuestas parece satis-
todos; y así como cuando se ocupa del género Canis o de la especie Canis familiaris, el naturalista es
tudia las cualidades orgánicas y mentales de este animal, sus costumbres y sociedades... al antropó
logo toca hacer otro tanto con la especie humana...» (Vd. Luis de Hoyos Sáinz, Técnica antropoló
gica, Madrid 1899, pág. 36). El problema no estriba, sin embargo, en que no pueda considerarse la
cultura y el espíritu humanos como el equivalente antropológico de la mentalidad y cultura cinoló-
gica o hipológica, es decir, que no pueda considerarse zoológicamente. El problema está en si el mé
todo zoológico de la Historia Natural es el mismo método que ha de utilizarse para el análisis de la
cultura y el espíritu del hombre, si la cultura humana es una especificación co-genérica de cultura, o
implica una metábasis a otro género. El propio Antón, desde perspectivas más bien ontológicas que
gnoscológicas, restringe su conclusión a «aquella parte del ser humano reconocida como de natura
leza animal», con lo cual deshace su tesis inicial: que la Antropología, ciencia del hombre, es una parte
de la Historia Natural (salvo que suponga que es el hombre, y no sólo una parte suya, el que tiene na
turaleza animal). En gran medida, de lo que se trata aquí es de una cuestión lógica, de la cuestión de
las relaciones entre géneros y especies. La tradición porfiriano-escolástica (en la que se mantiene Lin
neo) entendió la especificación del género como especificaciones descendentes o diferenciales, me
diante las cuales descendemos desde el género a regiones suyas diferenciadas unas de otras por ca
racterísticas propias («diferencias específicas»), Pero hay otro tipo de especificación del género
—paradójico desde la perspectiva porfiriana— en virtud del cual el desarrollo de las notas genéricas
no tiene lugar por diferencias específicas sino por exposición de las mismas notas genéricas según mo
dos que nos mantienen en el mismo rango genérico (las notas especificantes son análogas, tanto como
diferenciales, respecto de otras especies). Hablaremos de especificaciones co-genéricas (no sub-ge-
néricas). La nota «genérica» pentadactilia se especifica cogenéricamente en la pezuña del caballo y
en la mano del primate. Por último, señalamos un tercer tipo de especificación —especificación trans
genérica— mediante la cual tiene lugar la metábasis a otro género (sin por ello tener que abandonar
el original). Una metábasis que a veces es una de-generación (la recta como especificación degene
rada de la circunferencia de radio infinito), frente a la re-generación de las especificaciones co-gené
ricas (re-generación de géneros posteriores).
(166) Edgar Quinet, La creación, traducción española de Eugenio de Ochoa, Bailly-Bailliere, Ma
drid 1871, tomo i, págs. 365-366: «se dirá, el naturalista nada tiene que ver con las obras del hom
bre... ¿pues por qué no se añade también en la vida de la abeja, no hay para qué ocuparse en su in-
El animal divino 197
dustria, su arte, sus trabajos y su miel...? El hombre no es un sub-órden. No: él solo forma un orden,
o más bien el reino humano. Punto es este que muchos conceden, ¿pero ese reino en qué consiste?»
Quinet ofrece una respuesta cuyas fórmulas recuerdan casi literalmente a las que utilizaría después
Ortega y Gasset: «¿Estáis bien seguros de que el animal no piensa? En manera alguna: lo único que
sabéis es que hace hoy lo que hacía en tiempos de los Faraones, es decir, que no está dotado de la fa
cultad de locomoción en el tiempo... Busquemos el reino humano allí donde realmente está, en un ór-
den histórico» (págs. 368-370). Ortega, Historia como sistema, vtti: «...cabe decir que el tigre de hoy
no es ni más ni menos tigre que el de hace mil años: estrena el ser tigre, es siempre un primer tigre,
&c.». En cuanto a Teilhard de Chardin: «El hombre, aparecido como una simple especie, pero gra
dualmente elevado, por el juego de una unificación étnico social a la condición de envolvente espe
cíficamente nueva en la Tierra. Más que un injerto, más que un Reino: ni más ni menos que una Es
fera —la Noosfera, &c.» (El (¡ñipo zoológico humano, Taurus, Madrid 1962, pág. 96).
(167) Esta tesis, en la práctica (es decir: aunque no se la formula en la figura lógica propiamente
taxonómica que hemos creído necesario darle), es utilizada por muchos zoólogos y antropólogos (Car
veth Read, Sherwood Lamed Washburn, A. Kortlandt, Desmond Morris, &c.)
198 Gustavo Bueno
«mono que llevamos dentro». También a parte post, y no como una pervivencia,
y ni siquiera como una refluencia, sino incluso como una novedad genérica (como
novedad es el número de Avogadro respecto de las estructuras atómicas genéri
cas a las diferentes especies químicas de gases). Tomando ahora la especie como
centro de coordenadas, cabría distinguir dos tipos de propiedades (que sólo pue
den darse como determinadas por la especie):
(168) Nos referimos a la tercera idea («naturalismo») de las cinco ideas fundamentales del hom
bre que, según Scheler, se han decantado en nuestra historia. Ver Max Scheler, La Idea de Hombre y
la Historia, La Pléyade, Buenos Aires 1980, púgs. 35-49.
El animal divino 201
Moisés, haciendo beber el oro del becerro derretido o disuelto a los principales promotores de su culto, es el mejor sím
bolo de la violencia o pedagogía mediante la cual la religiosidad terciaria fue imponiéndose a la religiosidad secundaria.
Eva y la serpiente
Ya en el Génesis el demonio que tienta a Eva aparece en forma de animal. En este grabado alemán del siglo xv, la
serpiente tentadora conserva su cola pero desarrolla unas enormes alas de murciélago.
202 Gustavo Bueno
(169) Gustavo Bueno, «Sobre el concepto de ‘espacio antropológico’», en El Basilisco, n" 5, 1978,
págs. 57-69; arEtnología y utopía, 2a edición, Júcar, Madrid 1987 (en particular el «Epílogo» prepa
rado para esta segunda edición) y El sentido de la vida, Pentalfa, Oviedo 1996.H
El animal divino 203 ’
como asignarle una posición en el Universo tal, que, por su megalomanía (incluso
cuándo esta sea negativa, el hombre como la Nada: contraria sunt circa eadem),
distorsionará todas sus relaciones efectivas, atribuyéndole prerrogativas gratuitas
y confiriéndole una situación de sublime soledad sin contenido alguno. Este car
tesianismo «plano», soporte verdadero del idealismo antropocéntrico posterior, lle
gará a intercalarse en el proceso mismo del materialismo, incluso en el pensamiento
de Marx. En escrito de 10 de junio de 1853, publicado en el New YorkDaily Tri-
bune de 25 de junio dice: «No debemos olvidar que esas pequeñas comunidades
[indostánicas] estaban contaminadas por las diferencias de casta y por la esclavi
tud, que sometían al hombre a las circunstancias exteriores en lugar de hacerle so
berano de dichas circunstancias, que convirtieron su estado social que se desarro
llaba por sí solo en un destino natural e inmutable, creando así un culto grosero a
la naturaleza, cuya degradación salta a la vista en el hecho de que el hombre, el so
berano de la naturaleza, cayese de rodillas, adorando al mono Hanumán y a la vaca
Sabbala.» Desde la perspectiva de este dualismo cósmico, la religión sólo podrá
entenderse filosóficamente en la perspectiva del antropologismo transcendental,
puesto que a ella terminará reduciéndose toda conceptuación de la religión como
religación con la Naturaleza impersonal, infinita.
Ahora bien, entre las relaciones circulares (inmanentes, que se sostienen en el
contexto de lo humano personal ante lo humano personal) y las relaciones radiales
(de los hombres con las entidades definidas como no humanas y además imperso
nales) es necesario reconocer el concepto de otro tercer tipo de relaciones que son,
por así decirlo, intermedias: las relaciones de los hombres con entidades que no son
humanas (por ello estas relaciones no son circulares), sin que tampoco sean imper
sonales (relaciones radiales), puesto que son relaciones que los hombres mantienen
con otras entidades semejantes a los hombres en cuanto a «voluntad» o deseo, en
cuanto a inteligencia o percepción, en cuanto incluyen conductas lingüísticas.
El concepto de relaciones angulares quiere, ante todo, cubrir este contexto
de relaciones antropológicas que no son ni circulares ni radiales. Los dioses, desde
luego, son, intencionalmente al menos, una clase particular de estas entidades que
son términos de las relaciones «intermedias», pero también lo son los animales.
Debemos observar que los fundamentos de la filosofía de la religión de tradición
escolástica (incluyendo el deísmo y la religión natural) se han puesto ya en la lí
nea de lo que estamos llamando eje angular, al referir la religión a los dioses o a
Dios. Ahora bien, y en la medida en que los dioses son entidades de cuya exis
tencia se duda y cuya naturaleza es desconocida («De los dioses —decía Protá-
goras, según testimonio de Diógenes Laercio— no sabré decir si los hay o no los
hay, pues son muchas las cosas que prohíben el saberlo, ya la oscuridad del asunto,
ya la brevedad de la vida humana»), no parece muy adecuado tomarlos como base
para una filosofía de la religión de un mínimo grado de solidez. Sería ella la que
tendría que demostrarlos, como la antigua Teología. Por ello nosotros hemos op
tado por considerar a los animales como representantes indubitables de ese eje an
gular, sin olvidar, desde luego, que aun en el supuesto de que en extensión el eje
angular y el eje zoológico coincidan, sin embargo no coinciden en definición. Por-
El animal divino 205
que el eje angular viene definido no ya por la relación de los hombres a los ani
males, sino a «cualquier entidad no humana y no cósica», como concepto lógico
constructivo: por lo demás, nos parece evidente que la consideración de los ani
males como entidades constitutivas del espacio antropológico, como figuras cons
titutivas del horizonte humano, es de la mayor importancia filosófica. Precisa
mente el cartesianismo —Descartes, Malebranche, Cordemoy, Regius, &c.— al
reducirlos, siguiendo a Gómez Pereira, a la condición de autómatas, es decir (en
nuestros términos), al eliminar de hecho el eje angular, confundiéndolo con el ra
dial (mecanicismo) estaba poniendo las bases del idealismo antropologista, mu
cho más que por sus reducciones críticas de los objetos a la inmanencia del co
gito. Reducciones imposibles, por otra parte, con las entidades del eje angular,
porque, en particular, resulta ridículo tratar de reducir a la condición de un con
tenido del cogito a un animal que me está acechando y que puede devorarme al
menor descuido. (La filosofía del cogito sólo puede, según esta perspectiva, ger
minar entre hombres que han transformado las selvas en parques, que han do
mesticado a las fieras o las han exterminado.) Pero la mera introducción de los
animales en el eje angular del espacio antropológico opera el desplazamiento de
las posiciones que los hombres se asignaron en sus modernas fantasías metafísi
cas antropocéntricas, el descentramiento del hombre en una dirección que (por ser
la del eje angular) recuerda a la dirección del descentramiento teológico medie
val aunque con un sentido contrario (terrestre, no celeste).
Según esto, lo que llamamos Hombre (o Humanidad) habrá de ser pensado
como un material inmerso en este espacio antropológico, cuya dialéctica incluye
principalmente la circunstancia de que las relaciones propias de cada eje (las re
laciones esenciales puras) sólo pueden tener realidad existencia! por mediación
de las relaciones dadas en los otros ejes, sin que ello signifique que no puedan al
canzar una «legalidad esencial». También podrán tenerla las relaciones comple
jas, las que participan de más de un eje, o de los tres.
En todo caso, este planteamiento inicial (al margen del cual juzgamos imposi
ble aproximarnos siquiera a los problemas de la filosofía de la religión) nos permite
enfocar cada uno de los sistemas de relaciones puras, no como un sistema dado
desde el principio (con la «especie humana»), sino como el resultado de un proceso
dialéctico, un proceso constante de segregación esencial, según leyes objetivas. Un
proceso de «decantación», correlativo al proceso mismo de constitución o cierre de
los sistemas de esas relaciones puras. De este modo, el orden de las relaciones an
gulares y el orden de las relaciones circulares, por ejemplo, debieran pensarse como
si tuviese una génesis rigurosamente correlativa. Hasta el punto de poder decirse
que las relaciones circulares se «desprenden» de las angulares y recíprocamente.
Y ello sin perjuicio de que, desde un punto de vista evolutivo, las relaciones angu
lares sean más genéricas y de que sea en su seno en donde las relaciones circula
res hayan de segregarse como relaciones características.
Aun cuando uno de estos órdenes de relaciones, las relaciones circulares,
por ejemplo, se nos dé en el presente según rutas institucionales ya cristalizadas,
que parecerían predeterminar su curso, sin embargo, y en virtud de los mecanis-
206 Gustavo Bueno
mos de refluencia o de efluencia simple, habrá que decir que estos mismos órde
nes ya cristalizados han de seguir segregándose continuamente (y en virtud del
juego de sus propias legalidades institucionales) de las efluencias o refluencias
que ellos mismos generan (segregación que puede servir ahora para recoger el
componente negativo, incluso prohibitivo, o bien normativo, en general, de los
procesos antropológicos). El mecanismo general de segregación de un orden (en
su caso, de un suborden) de relaciones, dado en un eje, lo entendemos no como
una segregación existencia! (lo que equivaldría a una hipostatización), sino en el
sentido de una segregación esencial. Es decir, como instauración de figuras que
dependen de otras figuras del mismo eje, y que si son independientes de las figu
ras de otro eje, ello sólo es debido a que son compatibles con una diversidad al
ternativa de tales figuras. Es el mismo mecanismo por el cual las figuras geomé
tricas derivadas de la revolución de un triángulo rectángulo sobre uno de sus
catetos, dependen de figuras anteriores, no porque sean independientes de la ma
dera o del metal (o del color o velocidad del giro) propios del triángulo existente
que gira, sino porque son compatibles con diversos materiales, colores, velocida
des, &c., de los cuales quedan segregadas. Por ejemplo, en el seno de las rela
ciones biológicas brotan relaciones de parentesco (circulares') que forman grupos
algebraicos de transformaciones segregables de los contenidos angulares. Así
también las relaciones económicas de mercado (asimismo circulares) se segre
gan de las relaciones radiales, porque el valor de cambio de diferentes mercan
cías puede ser equivalente, sin perjuicio de las diferencias, de los valores de uso.
La teoría del espacio antropológico, organizado en torno a estos tres ejes, no
pretende ser una suerte de taxonomía convencional, orientada a clasificar, desde
coordenadas exteriores, el material antropológico. Pretende ser la formulación
del proceso real mismo en virtud del cual, a partir de un material indiferenciado
(por respecto a los ejes consabidos), su propio desarrollo determina la segrega
ción de unos cursos esenciales de construcción, que se alinean a lo largo de un
eje, más que a lo largo de otro (o bien, a lo largo de dos ejes, segregándose del
tercero). Por consiguiente, no cabría eliminar arbitrariamente cualquiera de estos
ejes; pero tampoco cabría agregar un cuarto o un quinto, sin que la organización
global del material antropológico quedase profundamente alterada. No será po
sible, según esto, decir: «Puesto que hemos asignado al eje angular las relaciones
del hombre con los animales, ¿qué inconveniente se seguiría de introducir, cuando
conviniera (por motivos de sistematización de un material fenomenológico abun
dante) un cuarto eje, en el que figurasen las relaciones de los hombres con las
plantas?» Porque la pregunta sólo podría tener respuesta afirmativa si, efectiva
mente, las relaciones del hombre con los vegetales fuesen irreducibles a las rela
ciones que se contienen en los otros ejes. Esto ocurre, desde nuestro punto de vista,
con las relaciones angulares respecto de las circulares y radiales. En efecto: su
puesto ya dado el eje circular y el eje radial, las relaciones angulares se nos mues
tran, en cierto modo, como si estuviesen situadas a mitad de camino. Se aseme
jan a las relaciones radiales en que ellas no son circulares (no son relaciones de
hombre a hombre); pero se> distinguen de las radiales en que tampoco son mera-
El animal divino 207
mente relaciones entre hombres y cosas, puesto que, en este punto, se asemejan
a las circulares (por ejemplo, como relaciones lingüísticas objetivas). Sin duda,
los hombres han desarrollado ante los vegetales conductas de índole lingüística:
con frecuencia «hablan» con ellos, «escuchan» los mensajes de las flores, incluso,
a veces, aman a las plantas tan afectuosamente como puedan amar a los anima
les. El cónsul Pasieno Crispo, segundo marido de Agripina, se enamoró perdida
mente de un moral que había en Tusculum; dormía a su sombra, lo besaba y abra
zaba su tronco. Lo amaba por lo menos tanto como, al parecer, según Plutarco,
amó Craso a una murena que tenía domesticada. Pero la cuestión no la queremos
plantear en el terreno fenomenológico-psicológico, en el cual, efectivamente, en
contramos abundante material constituido por conductas ante árboles o plantas
que son muy similares a las conductas ante animales.
Algunas tribus neoguineanas adoran al ñame y le dan una especie de culto
—pero precisamente por ello lo perciben como algo que tiene sustancia animal.
Los ejemplos se pueden multiplicar fácilmente. «El maya es animista de todo co
razón —dice Eric Thompson—, o sea, cree que la creación es viva y activa. Árbo
les, piedras y plantas son seres animados [animales por tanto] que le ayudan o se
le oponen... Cuando abate la selva para hacer su milpa, pide perdón a la tierra por
desfigurar su faz... La Farge y Byers dicen que los mayas Jacaltecas de un remoto
rincón de los altos de Guatemala, cuando necesitaron tirar un árbol grande para
hacer la cruz del pueblo enviaron a un rezador a un grupo de árboles altos a pedir
a uno de ellos que se ofreciera voluntariamente para ese fin. Uno de ellos aceptó
y habiéndosele preguntando qué altura quería tener, contestó que lo indicaría rom
piéndose por la altura adecuada al caer.»
La cuestión la planteamos en el terreno ontológico: ¿son efectivamente reales
las relaciones lingüísticas entre los hombres y los vegetales? Es decir, por ejemplo:
¿existe una reciprocidad real afectiva —no decimos simetría— entre el árbol y Jer-
jes (quien se había enamorado perdidamente de un plátano que había visto en Li
dia), similar a la que habría existido entre el delfín y el niño de que nos habla Aulo
Gelio? Esta es una decisión que tenemos que tomar: si las plantas deber reducirse
(desde el punto de vista de nuestro espacio antropológico) al eje radial, a la cate
goría de cosas —y ello, sin perjuicio de reconocerles un nivel de organización esen
cialmente distinto del nivel de los cristales, por ejemplo—, o bien si hay que redu
cirlo al eje angular o, en todo caso, crear un eje nuevo. Y esta decisión depende de
la tesis que se esté dispuesto a sostener sobre la objetividad «ética» (no meramente
«émica») de las relaciones, con independencia de las interpretaciones subjetivas.
Cuando, por tanto, reconocemos como irreductibles las relaciones angulares
y decidimos introducirlas como eje del espacio antropológico, es evidente que este
nuevo eje no podrá acumularse meramente a los otros dos que suponemos tradi
cionalmente admitidos (circular y radial) porque los reordenará profundamente y
cambiará el sentido que adquirirían aislados. Cuando consideramos el espacio plano,
determinado sólo por dos ejes (el circular y el radial) es muy probable (por no de
cir necesario) que tengamos que presuponer el esquema dualista de las dos sus
tancias de Descartes, la res extensa (radial) y la res cogitans (circular), un esquema
208 Gustavo Bueno
(170) P. Morand, /tí/.v confins de la vie, 1955. J. Caries, Les origines de la vie.
El animal divino 209
(171) En el sentido gnoseológico de las operaciones de las que hemos hablado en «En torno al
concepto de ‘ciencias humanas’; la distinción entre metodologías a-opcratorias y B-operatorias», en
El Basilisco, n"2, 1978, págs. 12-46.
210 Gustavo Bueno
Las formas animales, conforme van desplazándose de los cielos en las religiones terciarias, van pasando a los in
fiernos: los demonios se representan por medio de formas animales.
212 Gustavo Bueno
bres tanto como los han unido. Acaso sean las relaciones económicas comercia
les aquellas que han abierto el camino más franco hacia relaciones de algún modo
universales. Según Marx, las realidades efectivas del individuo universal sólo apa
recen con ocasión del modo de producción burgués, en las relaciones capitalistas
de un mercado sin fronteras (religiosas, lingüísticas, políticas).
De aquí obtenemos un resultado antropológico, también de naturaleza lógica,
que encierra la mayor significación entre ios preambula fidei, para la filosofía de la
religión, a saber: que mientras las relaciones circulares son relaciones humanas es
pecíficas, en cambio, las relaciones entre los diversos círculos (hordas, Estados...),
que pertenecen a otro nivel lógico, el de las relaciones entre clases disyuntas, ya no
tienen por qué ser específicas, a título de circulares. Y, por consiguiente, podemos
concluir que éste es el terreno de mayor probabilidad para la refiuencia o efiuencia
de propiedades genéricas (animales) y, por consiguiente, de relaciones interhuma
nas que, sin dejar de serlo, habría que poner en el eje de las relaciones angulares.
Con esto no queremos hacer otra cosa sino analizar el marco lógico en el que puede
dejar de ser una metáfora la sentencia de Hobbes: homo homini lupus.
Con las premisas precedentes estamos ya en condiciones de concluir nues
tra argumentación presente: puesto que las relaciones circulares las concebimos
como relaciones reguladas, de algún modo, por la igualdad (aunque esta igualdad
sea intencional o se realice por la mediación de transformaciones de relaciones
no simétricas), y puesto que las relaciones con los númenes implican una distan
cia o asimetría irreversible (de la que nos hablaba San Agustín), las relaciones
circulares, según su concepto, no podrán acoger a las relaciones numinosas. Di
ríamos que las relaciones entre los hombres, por su transparencia racional (cuando
se contemplan desde su propia inmanencia), no pueden ser numinosas. Respira
mos en su atmósfera y ningún hombre puede ser aceptado como numen para otro
hombre. Entre los hombres es el respeto (que es necesariamente recíproco), y no
la adoración, la única relación racional concebible. Con esto, no queremos decir
que no existan empíricamente entre los hombres relaciones de adoración. Deci
mos que esas relaciones empíricas, fenomenológicas, obligarían críticamente a
considerar a esos hombres como apariencias que están fuera de su propia esen
cia (teoría de la alienación). Obligarían propiamente a hablar, no ya del desarro
llo del hombre, sino de su involución; obligarían a hacer, no ya tanto del adora
dor cuanto del hombre adorado, una suerte de animal (o de Superanimal)173.
Según esto, las relaciones numinosas que, en el plano fenoménico, se consta
ten, desde luego, entre los hombres, habrían de ser interpretadas filosóficamente,
en el plano de la esencia (por tanto, en el plano de la moral normativa), como re
tí 73) ra-La posición mantenida en el texto «disuelve» ciertas disyuntivas, aparentemente muy
«profundas», como la que formula Claude Lévi-Strauss referida a las relaciones de los blancos con
los indios en la época del Descubrimiento: «y en tanto que los blancos proclamaban que los indios
eran bestias, éstos se conformaban con sospechar que los primeros eran dioses. A ignorancia igual, el
último procedimiento era ciertamente más digno de hombres» (Tristes trópicos, cap. 8, págs. 77-78
de la edición española). Lo divino es siempre superior al hombre; solo cabe adoración religiosa hacia
un Ser superior y por ello el Ser supremo, el Dios infinito, no es religioso.
214 Gustavo Rueño
Iliciones angulares. Como relaciones de los hombres con otros hombres, sin duda,
pero en la medida en que estos manifiestan propiedades animales (genérico-de-
terminativas). Los hombres de Neanderthal pudieron parecer animales a los hom
bres de Cromagnon en la «batalla de Krapina», como todavía en el siglo v antes
de Cristo parecieron animales los habitantes del Africa negra a los hombres del pe-
riplo de Hannón, a juzgar por la versión griega del informe que se nos ha conser
vado: «Siguiendo ríos de fuego [¿un incendio de hierba cerca del monte Came
rún?! por tres días llegamos a un golfo llamado el Cuerno del Sur. En este golfo
había una isla como la última mencionada, con un lago dentro del cual había otra
isla. Ésta estaba llena de salvajes; el mayor número con mucho eran mujeres con
cuerpos peludos, llamadas por nuestros intérpretes ‘gorilas’. Intentamos coger los
hombres, pero no pudimos coger ninguno, pues escalaban rocas escarpadas y nos
arrojaban piedras. Sin embargo cogimos tres mujeres, que mordieron y arañaron a
sus captores. Las matamos y desollamos, y trajimos sus pieles a Cartago. Esto es
todo lo que pudimos navegar, debido a la falta de provisiones.»174175También cabría
citar aquí los testimonios sobre la impresión que produjeron los vedas de Ceilán y
los pigmeos índicos a sus «descubridores» a raíz de las campañas de Alejandro.
Citamos, por brevedad, la exposición que hace Herbert Wendt de este asunto17-1:
«A Ctesias... habían llegado referencias de la existencia de pigmeos en el área ín
dica, así como de seres barbudos, mitad hombre y mitad bestia, en las ‘montañas
de la India’. Mcgasthcnes, embajador seléucida en la Corte india del rey Tschan-
dragupta. pudo averiguar algo más, pues este diplomático y expositor de la cultura
era un atento observador, de quien se puede confiar. De él proviene la primera re
ferencia sobre el hulmán, el mono sagrado de los hindúes, que es ‘muy apacible y
nada dado a latrocinios ni a burlas’. Según Megasthenes, en la India viven, además
de estos hulmanes, sátiros de cara humana que andan erguidos y son ágiles y ma
lintencionados. Puesto que Megasthenes, según se sabe, estuvo en Ceilán, es de su
poner que le hubieran llegado infonnaciones relativas a los vedas, una raza humana
muy primitiva...» Tampoco podemos olvidar las relaciones de los españoles ante
los caribes y la polémica de Sepúlveda; o la descripción que el anatomista inglés
Edward Tyson hizo de un chimpancé en su Anatomía de un pigmeo (1699) y so
bre la que se basó Linneo, como es sabido, para construir su concepto de Homo
troglodytes, el.hombre de las cavernas. Otras veces, serán los propios animales
quienes se nos presenten como super-aniniales (no ya formalmente como super
hombres), como el orangután (el «hombre de la selva») a los malayos. Según el
relato de Jacob Bontius, en su De quadrupedibas, avibus et piscihus (Leiden 1650),
los malayos dicen que estos monos hablarían si quisieran; pero no lo hacen porque
temen que, de hacerlo, se les obligaría a trabajar. Más aún: los mismos dioses an
tropomorfos griegos, por sus caracteres anatómicos (su talla, su vigor), tampoco
(174) Anota Warmington: «Los ‘gorilas’ no eran, desde luego, los simios antropoides que fueron
llamados así por su descubridor moderno del vocablo del informe de Hannón» (B.H. Warmington.
Cartago (1958), versión española de José Luis Lana, Caralt, Barcelona 1969, págs. 88-89 y 93).
(175) Herbert Wendt, El legado de Noé. Historia del descubrimiento de los animales, traducción
española de Ramón Margalef, Labor, Barcelona 1963, págs. 338-339.
El animal divino 215
(180) Lionel Tiger y Robin Fox, «The zoological perspectivc in social science», en Man (NS), i,
págs. 75-81.
218 Gustavo Bueno
identificarse una región del material empírico, en cuanto dotada de rasgos propios
y diferenciales, en el conjunto de las otras regiones. Por lo demás, un concepto
formante genérico, como el que exploramos, no tendrá por qué ser entendido ne
cesariamente en el sentido de un género anterior (por respecto de las notas ca
racterísticas de una especie determinada que recibe las notas genéricas por vía fi-
logenética), puesto que también puede ser entendido en el sentido de un género
especificable genéricamente, y aun como género posterior. Un género que, a ve
ces, nos remite a estructuras biológicas mucho más primitivas o arcaicas. «Se lian
observado—dice Skinner181—resultados comparables en palomas, ratas, perros,
monos, niños e individuos psicóticos. A pesar de las grandes diferencias que los
distinguen desde el punto de vista filogenético, todos estos organismos dan mues
tras de propiedades sorprendentemente similares en los procesos de aprendizaje.»
Otras veces, la situación es meramente estadística o de cualquier otro tipo, pero
tal que incluya los previos desarrollos específicos.
Ahora bien: dada la amplitud, inabarcable por nosotros, del concepto de las
relaciones zoológicas interespecíficas, en función de una exploración de las con
secuencias que el enfoque otológico de la religión pueda encerrar para la doctrina
zoogenética, nos atendremos aquí a una subclase mucho más restringida de esas
relaciones, a saber, la categoría del saludo —entendido en su sentido etológico—
puesto que, a propósito de esta categoría, pueden suscitarse seguramente los pro
blemas gnoseológicos más generales, que son los que nos interesan.
El saludo, en su sentido etológico, es una categoría genérica, pero también,
en todo caso, desempeña un papel muy importante en la esfera de la religión. El
saludo religioso exhibe acaso la forma misma de la actitud global del hombre ante
el numen; prefigura la dirección de actuaciones ulteriores del hombre con respecto
de la divinidad (.saludo reverencial, imprecatorio, exhibicionista'). Y, en modo al
guno, puede considerarse como una característica exclusiva de religiones supe
riores (la antífona Salve regina, pongamos por caso). R. Firth, por ejemplo, ha ob
servado en Tikopia la correlación que existe entre los diferentes grados de inclinación
que alcanza el saludo por genuflexión (un concepto «etic») y los diferentes gra
dos de mana (un concepto «emic»), atribuidos a la persona a quien se dirigen182.
Si hubiera posibilidad de establecer una teoría etológica general del saludo, pa
rece evidente que ella tendría mucho que decirle a la teoría de la religión (si da
mos por supuesta la importancia de las conductas de saludo en la vida religiosa).
Por nuestra parte, hemos intentado en otro lugar183, mediante la construcción
de un concepto que quiere ser estrictamente antropológico, el concepto de ceremo
nia, como categoría cultural-espiritual, evitar el reduccionismo en la conceptuación
de las conductas humanas que tienen un paralelo estrecho (como ocurre con el sa
ludo) con otras conductas etológicas. Pero el decir que el saludo, para ser religioso.
(181) Burrhus F. Skinner, Tecnología de la enseñanza, Labor, Barcelona 1970, pág. 21.
(182) Raymond William Firth, Symhols, Public and Prívale, Gcorge Alien & Unwin, Londres 1973.
(183) Gustavo Bueno, «Ensayo de una teoría antropológica de las ceremonias», El Basilisco, n
16, 1984, págs. 8-37.
El animal divino 219
zMiora el demonio, en forma de macho cabrío, se aproxima a la mujer no para atormentarla sino para copular con ella.
1
220 Gustavo Bueno
(184) J.P. Scott y J.L. Fuller, Genetics and the Social Behaviour ofthe Dog, University of Chi
cago Press 1965, pág. 76. (apud Hilary Callan, Etología y sociedad. En busca de un enfoque antro
pológico, Fct¡, Méjico 1973, pág. 197.)
(185) E.S.E. Hafez, «The behaviour of horses», en Behaviour of Domestic Animáis, Bailliére,
Londres 1962, págs. 370-396 (apud Hilary Callan, Etología y sociedad..., pág. 221).
(186) Hilary Callan, Etología y sociedad..., pág. 195.
(187) Marc Bekoff, «Social Communication in Canid», en Science, vol. 197, 1977, págs. 1079-1099.
El animal divino 221
(188) R.J. Andrew, «The origin and evolution of the calis and facial cxpressions of the primates»,
en Behaviour, 20, págs. 1-109.
(189) Jane Goodall, Mis amigos los chimpancés (1971: In the Shadow ofMan), traducción espa
ñola de Julio Rodríguez Puértolas y Carmen Criado, Noguer, Barcelona 1973, pág. 228.
(190) Las discusiones en tomo a la tesis de Robertson Smith sobre la importancia metodológica
u ontológica del rito, respecto del mito, reaparecen de algún modo en el enfrentamiento del conduc-
tismo y el mentalismo. Pero nadie podría hoy renunciar al análisis de los mitos, de la fe, en el sentido
de Wilamowitz, en el estudio de las religiones, aun cuando esos mitos, los etiológicos, hayan tomado
origen de un rito que ha comenzado a ser mudo. La dificultad gnoseológica estriba en el modo de dar
entrada en una ciencia a algo que parece mental.
222 Gustavo Bueno
que las conductas supersticiosas más sofisticadas (en tanto son resueltas por la
Etología como «complejos de rituales») se encuentran también en los animales,
sin necesidad de un envolvente o marco mitológico dador de significado simbó
lico. Con todo, sí será necesaria la consideración del entorno apotético del ani
mal. Este es el caso de la interpretación por J. Goodall de la «danza de la lluvia»
de los chimpancés del Gombe. Las conductas supersticiosas, meramente rituales,
no pueden considerarse como religión —lo que no excluye la recíproca, a saber,
que en la conducta religiosa se contenga una gran porción de conducta supersti
ciosa (en el sentido de Skinner), que en los rituales del trisagio puedan, en su día,
detectarse algunos componentes de la danza de la lluvia.
De todas formas, el punto más importante que el tratamiento etológico abre
a la teoría zoogenética de la religión, tiene que ver con la efectividad de la dis
tinción entre saludos intraespecíficos y saludos interespecíficos. Desde luego, es
comúnmente aceptada la existencia de señales interespecíficas características,
opuestas, por tanto, a cualquier tipo de señal de valor intracspccífico (Zvi Woll-
berg y John D. Newman han estudiado, por ejemplo, pautas de respuesta de cé
lulas aisladas de la corteza auditiva del mono ardilla a las vocalizaciones propias
de su especie: durante la presentación de las vocalizaciones grabadas, se regis
traron las descargas unitarias extracelulares de 213 neuronas del giro temporal
superior de monos ardillas despiertos191192
). Pero el concepto de saludo se aplica in
distintamente por los etólogos a ambas situaciones. Lo importante para nosotros
es saber si se mantienen significativamente las diferencias de pautas, por lo me
nos con referencia a algunas especies próximas a los primates. Observamos, acaso,
en los otólogos una tendencia a atenuar el significado de las diferencias entre el
saludo Ínter e intra en el momento de describir los ceremoniales del saludo, como
si las diferencias entre estos rituales no fuesen significativas y debieran ceder a
favor de otras distinciones, tales como la oposición entre el saludo a amigos y el
saludo a enemigos, kfEs muy sugerentc, en este contexto la observación que hizo
Gardner con el chimpancé Washoe, ante el espejo: el chimpancé —que ya «sabía
hablar»— no se reconoció como de su especie y, con miedo, llamó a su imagen
«sabandija negra»it)2w «Los tigres que ya se conocen [observa Hedigcr193] emi
ten un sonido específico cuando se encuentran: el así llamado ronroneo social de
salutación. En el zoológico, un tigre manso emitirá la misma señal de saludo cuando
vea a su guardián..., en otras palabras, el hombre se convierte en el sujeto de la
ceremonia específica del tigre; el hombre es incluido en el comportamiento in-
traespecífico; es considerado y tratado como un individuo de la misma especie.»
En la hipótesis de que no fuera posible establecer una oposición otológica
mente significativa entre el saludo ínter e intra, ¿habría que concluir que, por tanto
(191) «Audilory cortcx of squirrcl monkey: Reponsc patterns of single cclls lo specics-spccific
vocalizations», en Science, 1972, vol. 175, pág. 212-214.
(192) r»’Vid. el libro de Jordi Sabatcr Pi, El chimpancé y los orígenes de la cultura, Promoción
Cultural, Barcelona 1978, pág. 78.-n
(193) II. Ilcdiger, «Man as a social partner of animáis and vice versa», 1965 (apud II. Callan.
Etologíay sociedad.... pág. 221).
El animal divino 223
(pues quien dice saludo dice patrones de conducta religiosa en general), carece
de base cualquier intento de fundamentación etológica de la teoría zoogenética de
la religión? Y, lo que es más grave, la teoría zoogenética de la religión, sólo en
frentándose a los supuestos generales de la Etología —«que no distingue de sa
ludos ínter e intra»— podría ser defendida. Sin embargo, tal conclusión sería pre
cipitada. Pues, aun cuando no hubiera diferencias entre saludos ínter e intra (que
las hay) en cada una de las especies animales tomadas in genere, si las hubiera en
el momento de referirnos a la especie homo sapiens (acaso porque, ahora, los ce
remoniales de saludo religioso han de ser descritos en el contexto de los mitos co
rrespondientes), esto ya sería razón suficiente para fundar una oposición con sen
tido, en el marco general de la Etología y para hablar de una característica específica
de homo sapiens en el conjunto de las especies animales.
En todo caso, esta supuesta conducta interespecífica, característica del homo
sapiens, sería siempre susceptible de ser tratada mediante un enfoque etológico,
porque los rituales característicos, sin embargo, no podrían menos de contener
componentes genéricos etológicos (aunque trabados, integrados y transfigurados
de modo singular). El campo abierto a estas investigaciones es muy amplio y acaso
puedan acometerse en un futuro próximo cuestiones empíricas como la siguiente
(cuestiones sobre los fundamentos etológicos de la religión): supuesto que hay di
ferencias entre señales y respuestas Ínter e intra; supuesto que los mecanismos
diferenciales de estas señales están procesados en áreas distintas del cerebro (por
ejemplo, en hemisferios diferentes: los macacos japoneses estudiados por R. Zo-
loth y otros194 mostraban regularmente una superioridad del oído derecho en las
tareas de procesamiento perceptual de vocalizaciones específicas), ¿cabría seguir
por esta vía la filogenia de las señales numinosas y dar cuenta de la oposición,
efectiva en el cuerpo humano, propia de tantas religiones, entre la derecha (santa,
sagrada) y la izquierda (profana)? c^Estas cuestiones se mantienen en el ámbito
de otra más general, aunque muy poco tratada por los científicos de la religión, a
saber, la cuestión de la relación entre Dios, los dioses o los númenes, con la voz,
la palabra, el grito o el alarido. «En el principio era el Verbo», el logos, pero no
un logos escrito, obviamente (quien escribía era el autor sagrado, no Dios), sino
un logos hablado, un mito. Dios calla muchas veces, pero lo significativo es que
Dios pueda hablar, revelarse por la palabra. ¿Cómo podría Dios, los dioses, asu
mir estas características? ¿Cómo podría nadie atreverse a atribuírselas, si no fuera
porque ese Dios parlante no es, él mismo, la última estilización de un buey que
muge o de un león rugiente? ■€»
Las relaciones angulares humanas, en particular las específicas, como su
ponemos lo son las religiosas, sólo podrán entenderse cuando se consideren como
correlativas a las relaciones circulares. No cabrá pensarlas como relaciones pre
vias, como un fondo a partir del cual pudieran segregarse las relaciones circula-
(194) Stephen R. Zoloth & alii, «Procesamiento perceptual propio de la especie en los sonidos
vocales de los monos» (1979), en José Eugenio Ortega (comp.), Lecturas sobre el comportamiento
animal. Siglo xxi, Madrid 1982, págs. 96-105.
224 Gustavo Bueno
res humanas. Si tiene algún sentido el concepto de este fondo (y lo tiene, sin duda,
cuando nos referimos a las etapas pliocenas de los antepasados del hombre, in
cluso a las etapas del paleolítico inferior, acaso hasta el Musteriense), ello tendrá
lugar en la medida en que nos representemos estas etapas como períodos en los
cuales las relaciones de unos hombres con otros no son relaciones muy distintas,
por su contenido, de las relaciones con otros animales. El sentido se pierde en el
momento en que hablamos de relaciones religiosas angulares. Porque al hablar
de estas relaciones, simultáneamente será preciso hablar de relaciones circulares.
así como también radiales, todas ellas lo suficientemente maduradas y segrega
das como para que pueda decirse que los animales son ya tratados a distancia (a
la distancia de la caverna en la que se representan sus figuras), simbólicamente,
porque sólo entonces pueden aparecérsenos como númenes.
Desde una perspectiva estrictamente conductualista (es decir, etológica o
psicológica, subjetualista), es evidente que se atenuarán las diferencias, y aun se
borrarán, entre las relaciones de los hombres primitivos ante determinadas situa
ciones radiales (por ejemplo una tormenta, con gran aparato de truenos y relám
pagos) y otras situaciones angulares (el ataque de una manada de babuinos), o
bien circulares (el asalto de una banda homínida enemiga). Es evidente que to
das estas situaciones, tan heterogéneas teóricamente (radiales, angulares, circula
res) pueden llegar a componer figuras muy similares en su calidad de «sistemas
de estímulos», ante los cuales el hombre primitivo (por no hablar del hombre ci
vilizado) puede desencadenar reacciones también muy similares, aquellas que mu
chos consideran como fuentes del sentimiento religioso. Por ejemplo, si estas si
tuaciones, heterogéneas en sí mismas, comparten el aspecto común de ser situaciones
sobrecogedoras, terroríficas, in-finitas, extraordinarias. Cabría asociar a ellas
ciertas reacciones, también extraordinarias, que fácilmente se incluirán, por su as
pecto fenoménico, en la misma clase en la que ponemos a las conductas religio
sas. La «danza de la lluvia» podía ser una de esas reacciones del primate ante los
elementos naturales {radiales), que fácilmente pueden interpretarse como muy
próximas a un ceremonial religioso. Pues incluso tiene el componente social que
pedía Durkheim. «Mientras los dos últimos machos descendían la ladera, el que
había comenzado el espectáculo bajó de su árbol y regresó al punto de partida.
Los otros le imitaron.»195 Estas reacciones, una vez ritualizadas, podían ser lla
madas religiosas, por lo menos con el mismo derecho con el cual Skinner llama
supersticiosos a ciertos rituales de las palomas. Y una vez agrupados todos estos
fenómenos reactivos en una misma clase conductual (en realidad, de índole ne
gativa: «reacciones anómalas») se buscaría un correlato objetivo, situacional, des
crito en conceptos más o menos abstractos (por ejemplo, «situación anómala»),
que fácilmente traerá a la memoria términos del vocabulario religioso (situacio
nes in-finitas, misteriosas, &c.)
Y con esto ya estamos en el centro de la teoría naturalista de la religión. A
saber, en el centro del entendimiento de la religión como reacción genérica (aun
En plena época de religiosidad terciaria, aunque en ceremonias ocultas y perseguidas, como eran los aquelarres, el
macho cabrío sigue desempeñando las funciones numinosas de Satán, presidiendo el aquelarre.
226 Gustavo Bueno
(196) A. Watts, FJ gran móndala (capítulo «Drogas psicodélicas y experiencia religiosa»), Kai-
rós, Barcelona 1981.
(197) Maya Pinos, Los manipuladores del cerebro. Los científicos y el nuevo control de la mente,
Alianza, Madrid 1978, págs. 106-112.
)
Capítulo 5
El «curso» de la religión
y sus tres fases esenciales
El núcleo es, pues, sólo una parte de la esencia, algo así como su germen.
Pero tan esencial a la religión, tomada globalmente, en su desenvolvimiento his
tórico, es el trato con los animales numinosos, como la transformación dialéctica
de ese trato en una serie de conductas simbólicas que parecen ordenarse ontoge
néticamente en el sentido de un progresivo alejamiento respecto del núcleo ori
ginario. Un alejamiento que llevará, es cierto, en su límite, a la desaparición casi
total del núcleo. Y con ello también, evidentemente—si queremos mantener la
coherencia de nuestra Idea de religión—, a la desaparición de la vivencia misma
de lo numinoso.
Por lo demás, el concepto filosófico (esencial) de esta transformación dialéc
tica, en la que hacemos consistir el curso de la religión, ni siquiera es exógeno a la
misma fenomenología religiosa, tomada en su conjunto. Podríamos llamar, en
efecto, a los episodios o fases de ese curso dialéctico «avalares» de la esencia de
la religión. Bastaría acordarse del concepto hinduísta (en particular, de la religión
de Visnú) de avalara, sin más que cambiar el sentido fenomenológico de la flecha
(la «cámara oscura de la conciencia») de esta transformación o metamorfosis. «Ava
lara deriva de la raíz TR —atravesar-— precedida del prefijo ava, que indica mo
vimiento de arriba abajo; el avatara expresa, pues, un descenso a la tierra del prin
cipio divino», dice A.M. Esnoul Y así, por ejemplo, el primer avatara de Visnú
nos lo presenta en forma de pez—niatsya—, el segundo como tortuga—karnta—,
el tercero como jabalí —varaha—. Ulteriormente aparecerá en formas humanas o
híbridas—Visnú se presentará como Narasimha, el «Hombre-León», &c.
Podríamos, pues, con cierta licencia, denominar «avalares de la religión» a
la serie de fases o etapas esenciales constitutivas de su curso, del curso en el cual
el núcleo zoológico de la religión se desarrolla en las restantes fases de su esen
cia humana y espiritual (divina). Ahora bien: aun cuando el núcleo de la religión
(según hemos dicho) nunca estará aislado, sino envuelto en un cuerpo también
esencial, es más económico (en el orden de la exposición) comenzar por presen
tar (aunque sea esquemáticamente) el curso de la religión que comenzar por el
análisis de su cuerpo, dado que las capas de las cuales éste consta se van, en gran
medida, determinando a partir de los diferentes avalares esenciales de su curso.
Los avalares esenciales del curso de la religión, según el concepto que de
ellos hemos dado, tienen que estar forzosamente vinculados al desarrollo mismo
de la humanidad (al desarrollo del «material antropológico» en las coordenadas
de su espacio propio). Si la religión es parle interna del eje angular, el principio
del establecimiento de los avalares esenciales de la religión no podrá tomarse ni
de lugares externos a la religión misma (de otras categorías histórico-culturales
—como cuando se habla de «religión oriental», «religión del feudalismo», &c.),
ni tampoco de lugares internos (en el sentido émico, fenoménico de alguna dog
mática religiosa determinada). El principio se tomará de lugares antropológicos,
es decir, tales que permitan ajustar las propias fases esenciales del curso de la re
ligión a aquellas fases del desarrollo mismo del material antropológico que pue
dan ser establecidas por una Antropología filosófica. Las fases esenciales del curso
de la religión, según esto, no podrán proyectarse como mera transformación de
la conciencia religiosa (en su sentido psicológico subjetivo), sino que tendrán que
entenderse como transformaciones de la realidad objetiva misma del hombre, en
su eje angular (que habrá de reflejarse, desde luego, en una transformación de la
misma fenomenología religiosa).
Desde la perspectiva de la Idea de un espacio antropológico tridimensional,
las transformaciones del eje angular han de entenderse determinadas, en gran me
dida, por la intersección con las transformaciones dadas en los otros ejes, el eje
circular y el eje radial. Es evidente que un desarrollo de la vida religiosa según
categorías tan específicas como puedan serlo las Iglesias, sólo puede entenderse
a través del desarrollo social «circular». Al mismo tiempo, la perspectiva antro
pológica nos preserva del sociologismo durkheiniano, en este caso (para decirlo
desde nuestras coordenadas), de la tendencia a reabsorber totalmente el desarro
llo de la religión en algún curso que tenga lugar en el eje circular —(«La religión,
en cuanto fenómeno social, no puede entenderse al margen de la Iglesia», a dife
rencia de la magia que, en la teoría de Durkhcim, quedaría, por su condición de
asocial, fuera del campo de lo sagrado, y se movería en el eje radial). Asimismo,
también es evidente que el desarrollo del eje angular, según sus contenidos reli
giosos, no podría entenderse al margen de las transformaciones dadas en el eje
radial —transformaciones que se amalgamarán con las experiencias religiosas
originarias, para dar lugar a una fenomenología religiosa que va enriqueciéndose
con el paso del tiempo. Este enriquecimiento de la frondosidad de la religión po
drá ser contemplado entonces como un proceso real histórico (no sólo como un
proceso abstracto, resultante de recomponer lógicamente aquello que, por abs
tracción —los ejes, sus contenidos— habíamos comenzado por disociar). Por
ejemplo, es muy frecuente interpretar desde luego a las reacciones del hombre
«ante el mundo infinito» como contenidos propios de la esfera religiosa. Y nues
tra teoría no tiene el sentido de una «propuesta de eliminación» de estos conteni
dos de la esfera religiosa (como tampoco pretende desconocer el significado de
sus contenidos sociales o políticos, circulares). Más bien ofrece una orientación
muy general, es cierto (pues, en concreto, es la historia empírica la que debe es
tablecerla en cada caso), sobre el modo de incorporarlos.
(Nos inclinaríamos a sugerir que no será al principio, sino en fases ya avan
zadas —aquellas en las que tiene sentido referirse a un mundo que se desorga
niza, respecto de una organización previa y, por tanto, puede mostrarse como in
finito, supracategorial, caótico, como un fondo misterioso—cuando las reacciones
ante este mundo, que se disponen en el eje radial y que originariamente no son re
ligiosas, sino metafísicas, se combinen con las reacciones angulares en la unidad
fenomenológica de los contenidos de las religiones superiores.)
Ateniéndonos a estos criterios, el principio que buscamos para el estableci
miento de las fases esenciales del curso de la religión podrá tener, al menos, la
ventaja de su objetividad. La ventaja de no ser un principio enclaustrado en la pura
El animal divino 233
fenomenología religiosa (que, en todo caso, será siempre una referencia inexcu
sable, como material ofrecido por la ciencia comparada de la religión) sino un
principio que se atenga al cambio real mismo de las posiciones objetivas del hom
bre por relación a los animales. A unos animales que necesariamente constituyen
parte de su medio biológico. A su vez, como quiera que el cambio de estas rela
ciones viene determinado por las transformaciones radiales —ecológicas, tecno
lógicas— y circulares —sociales, económicas, políticas— (lo que es evidente de
modo inmediato en la historia de la caza), podemos concluir que el lugar a donde
vamos a ir a buscar el principio de una división de las fases del curso de la reli
gión ofrece todas las garantías en orden a poder ser considerado como verdade
ramente significativo desde el punto de vista antropológico.
Es obvio que los criterios deducibles de este principio sólo podrán alcanzar
a fases de escala macrohistórica del curso de la religión. No al detalle caleidos-
cópico de los desarrollos empíricos de la religiosidad (debidos a causas históri
cas, sociales, &c., cuyas combinaciones tampoco tienen por qué ser entendidas
como meramente aleatorias) y que corresponde exponer a las ciencias de la reli
gión. Reconocemos que, desde la perspectiva de estas ciencias, una concepción
global filosófica de las fases esenciales del curso de la religión tomará el aspecto
de una construcción apriorística, lineal y excesivamente genérica. Sin embargo,
al menos en principio, esta impresión no tiene por qué considerarse adecuada. No
es apriorística o «especulativa» una concepción que pretende apoyarse en crite
rios materiales objetivos, que tienen que ver con el cambio de posición de la hu
manidad respecto de su entorno biológico. No es lineal una fasificación que con
templa la posibilidad de permanencia de los estadios anteriores, si bien combinados
con los ulteriores, y que contempla la posibilidad de la refluencia de cualquier es
tadio. Y en cuanto a la obligada generalidad de una teoría filosófica sobre el curso
de la religiosidad, tampoco tiene por qué considerarse siempre externa o poco sig
nificativa para la propia investigación empírica. (¿Qué historiador de las religio
nes no apela, de hecho, a criterios tan generales como aquel que contrapone el
animismo al concepto de religiones superiores —tan vago y sospechoso, por otra
parte, desde un punto de vista filosófico?) Una concepción filosófica general (ex
plícita o implícita) sobre el curso de la religión constituye siempre el marco in
dispensable para que las series empíricas (que, en todo caso, son la materia misma
del curso) alcancen una mínima inteligibilidad y para que la propia investigación
empírica pueda disponer de un sistema de coordenadas que la eleve sobre su con
dición de mera erudición enciclopédica.
Aun partiendo de una fasificación lineal in abstracto, tendríamos que concluir
el desarrollo no lineal del curso empírico de la religión, como consecuencia del
mismo entretejimiento de las fases dadas en este curso abstracto. El concepto de
un curso sistemático abstracto implica también que sus fases han de poder ser apli
cadas, no solamente a series históricas limitadas (a microcursos, como pueda serlo,
comparativamente, el desarrollo de la religiosidad en el Egipto faraónico) sino tam
bién a la serie histórica total. Y esto aunque no sea más que porque el curso glo
bal de la humanidad, la llamada historia universal, no es la «historia total» sino, a
234 Gustavo Bueno
lo sumo, un ciclo más (un ciclo parcial). Pero los cursos empíricos deben ser abor
dados con los métodos propios de la investigación histórica. Sin embargo, insisti
mos en que el reconocimiento de que el método histórico-positivo es el único ade
cuado para establecer las líneas efectivas de desarrollo y propagación de las formas
religiosas, no equivale a condenar, como construcción puramente especulativa, a
cualquier teoría orientada a determinar las líneas sistemáticas del desarrollo. Bajo
la expresión «construcción especulativa» suelen englobarse confusamente cosas
muy heterogéneas, desde el punto de vista gnoseológico. Una construcción espe
culativa puede tener la forma de una ciencia —y entonces será ciencia-ficción. (Un
buen ejemplo: la construcción de la idea del tótem, como símbolo del Padre, por
Freud.) Puede tener la forma de una filosofía. Y ocurre que el investigador posi
tivo, cuando cree haber prescindido de todo género de construcción especulativa
previa, en realidad o no ha prescindido de hecho, o bien no puede decir nada (aun
que ofrezca la apariencia de estarlo diciendo todo). Los capítulos que Marvin Ha
rris consagra en su Antropología general a la religión, son un buen ejemplo de lo
que puede decimos acerca de la religión una metodología que quiere ser puramente
empírica en este punto: tiene que suponer dados ya los fenómenos religiosos, como
procesos psicológico-alucinatorios —por tanto: dimitiendo de toda pretensión de
entendimiento antropológico de la religión— y se ve obligada a ceñirse a la pre
sentación de una miscelánea de viñetas religiosas (que pueden estar elegidas con
gran inteligencia literaria y «periodística») cuyo orden cronológico podrá sugerir
la forma de un desarrollo. En ningún caso, por último, la teoría Filosófica del de
sarrollo de la religión actuará como una forma a priori, con la pretensión de hacer
superfina la investigación histórica positiva. Por el contrario, su eficacia se de
mostrará en su capacidad de promover estas investigaciones, en su fertilidad para
plantear nuevos problemas y evitar pistas falsas (v.gr. buscar númenes espiritua
les en el Magdaleniense). Y, por lo menos, en colaborar en la formación de la con
ciencia crítica del investigador positivo, evitándole su vana satisfacción ante los
resultados valiosos, pero meramente acumulativos y misceláneos, que comporta el
trato puramente positivo (no dialéctico) con los hechos religiosos.
En cualquier caso, y dado que somos los primeros en reconocer que la ver
dadera filosofía no puede desarrollarse a espaldas de los fenómenos que consti
tuyen su propio material (y fenómenos son también las series empíricas cronoló
gicas), tenemos que comenzar haciéndonos cargo de las dos dificultades más
importantes que entraña, para el establecimiento del curso esencial de la religión,
un principio fundado en una concepción zoológica del núcleo como la que hemos
expuesto, a saber:
k
236 Gustavo Bueno
(200) Apttd Otto Eissfcldt, «Phonikische und friccltische Kosmogoni», Actas del Coloquio de Es
trasburgo (Mayo 1958), publicado en PUF, París 1960. También Otto Eissfcldt, Taautos und San
chunjaton, Akademic-Vcrlag, Berlín 1952.
(201) wEl significado, en este contexto, de Daniel (por su ideología del «hijo del hombre») es
aun más relevante cuando se interpretan sus profecías como ficciones literarias, si es que el libro de
Daniel es un libro apocalíptico y no proferirá, como sostiene Gonzalo Puente Ojea (vd. principal
mente su profunda interpretación de Daniel en relación con el tema del hijo del hombre, en su libro
Fe cristiana, Iglesia y poder, Siglo xxt, Madrid 1991, págs. 12-13, 46-47, &c.).u
El animal divino 237
Fases del pacto del hombre con el diablo en forma de animal numinoso.
238 Gustavo Rueño
(202) Daniel Ruiz Bueno, «Introducción» a Tratados ascéticos, de San Juan Crisóstomo, BAC n"
169, Madrid 1958, pág. 41.
(20.3) Vid. Marvin I larris. El desarrollo de la teoría antropológica. Historia de la teoría de la
cultura, Siglo xxi, Madrid 1983, pág. 161.
El anima! divino 239
(204) «"Diego González Ilolguin, en su Vocabulario... Qquichtta o Inca, 1608, definía de este
modo ‘Ayllú’: «parcialidad, genealogía, linaje o parentesco o casta». El curaca [señor del pueblo] re-
cibíti tierras del ayllú (vid. John Murra, La organización económica del Estado Inca, Siglo xxi, Mé
jico 1980).u
240 Gustavo Rueño
res (las cuales, sin duda, pueden durar siglos, aun habiendo perdido la fuerza de
vanguardia que tuvieron en el pasado). De este modo, nuestro principio de fasíf>-
cación, según el desarrollo del eje angular, comprendería, en rigor, cinco grand?s
períodos o etapas macrohistóricas, de las cuales solamente las tres centrales (pri
maria, secundaria y terciaria) podrían considerarse como las etapas de desarrollo
de la religión positiva, de la religión histórica.
En cualquier caso, cada uno de estos períodos no debe entenderse como meí°
desarrollo de una conciencia religiosa subjetiva o social (desarrollo de los mitos
o de los ritos) sino como etapas que señalan diferentes posiciones reales del hom
bre ante los animales. En este sentido, los períodos señalados de la religión refle
jarían situaciones efectivas, reales, y no subjetivas o mentales, por importantes
que estas fueran, desde el punto de vista sociológico. Esto no quiere decir que to
dos los episodios de cada período puedan ser interpretados como reflejos de
situación verdadera, dados todos ellos en el mismo plano. En el período de la re
ligión primaria, según ya hemos dicho, no sólo los animales serán percibidos com°
numinosos, puesto que también importantes contenidos del eje radial les irán aso
ciados (pongamos por caso, el arco iris cuando es interpretado, no ya como un fe
nómeno meteorológico—radial—sino como una serpiente gigantesca). Este tipo
de error es enteramente contrario a aquel en el que desembocarán las religiones
terciarias, a saber, la pseudoperccpción de los animales como máquinas (Gómez
Pereira, Descartes, Malcbranchc...). Porque si, en un caso, un fenómeno radid
pasa a ser percibido como un numen animal, en el otro es un núcleo animal, vir-
tuahncnte numinoso, aquello que comienza a ser percibido como un fenómeno
radial, impersonal (el organismo-máquina del mecanicismo).
En el contexto dialéctico global, todas las religiones positivas podrían ser lla
madas antropológicamente verdaderas. Sin embargo, como verdadera religión po
sitiva, en un sentido directo e inmediato, habremos de considerar a la religión pri
maria o nuclear. La época de las religiones falsas —de las religiones mitológicas—
será la época de las religiones secundarias (tribales, bárbaras). Porque, aunque en
su religiosidad, siguen nutriéndose de las múltiples veces milenarias experiencias
constitutivas de la religión primaria, sin embargo, no quieren reconocer la verda
dera fuente de la numinosidad y vienen a constituir la etapa de la «verdadera falsa
conciencia» religiosa, el período mitológico del error y la superstición, colindante
con la demencia colectiva (sin que ello quiera decir que carezca de causas y, sobre
todo, de efectos objetivos). Esta valoración de las religiones secundarias (las reli
giones positivas, en su período de plenitud), nos permite, a su vez, formular lo que
podría considerarse como raíz filosófica de la verdad propia de las religiones ter
ciarias, a saber: que ellas constituyen una etapa esencialmente crítica, la crítico
monista de las religiones secundarias o mitológicas, así como la crítica mutua de
los monoteísmos que su misma pluralidad comporta. («Así como no caben dos so
les en el cielo, tampoco caben en la tierra Alejandro y Darío.») Mediante esta crí
tica implacable y progresiva de los mitos (aunque sin desprenderse nunca entera
mente de ellos, para mantener su condición de religiones positivas), las religiones
terciarias podrán considerarse como dialécticamente verdaderas en tanto culitti-
El animal divino 241
J
242 Gustavo Bueno
tener en cuenta la evolución del homínido hacia las formas grupales de los caza
dores cooperativos, en cuyo seno el egocentrismo del herbívoro se combinará gra
dualmente con estilos altruistas de conducta. En virtud de ello lo que es cazado
ya no será consumido inmediatamente por el cazador; se arrastrará hacia donde
viven las mujeres y los hijos. ¿No sería legítimo entonces hablar de una prefigu
ración de la caridad, una caridad que se nos muestre como desarrollo final de M
fe y de la esperanza de las que comenzamos hablando?
El campo conductual cubierto por las tres virtudes teologales de la religión
superior—fe, esperanza, caridad—no parece, por tanto, enteramente extraño a la
religión natural. Ni al hombre que, a través de ella, va tomando forma. (Las tres
célebres preguntas que Kant resolvía en una cuarta interrogación antropológica.
«¿Qué es el hombre?», ¿no pueden ponerse en correspondencia precisamente con
estas tres virtudes teologales o naturales?; «¿Qué puedo saber?», ¿no se coordina
con la fe, o acaso, con el pasado?; «¿Qué debo hacer?», ¿no tiene que ver con la
acción caritativa, materia del presente?; en cuanto a la tercera pregunta, «¿Qué me
es dado esperar?», explícitamente tiene que ver con el futuro, con la esperanza.)
Aquí damos por supuesto, desde luego, que las etapas de la prehistoria que
nos delatan la presencia de homínidos o protohombres, con tecnología en compa
ración con la muy avanzada de los australopitecos y con una organización social
relativamente muy compleja, no pueden considerarse como partes de la historia del
hombre (salvo que se defina al hombre por la capacidad de fabricar instrumentos,
o por su inteligencia práctica —como si los animales no tuviesen ya una inteli
gencia práctica y una tecnología rudimentaria). Mucho más sólido nos parece (si
guiendo el criterio de Lactancio) tomar a la religión como criterio que marca la
transición del protohombre al hombre. Porque la religión, en el sentido en el cual
venimos entendiéndola, supone evidentemente que se ha abierto ya una diferencia
significativa interna, pero objetiva, entre el hombre y los animales, una disociación
del eje circular respecto del angular, una distancia que pide ser desplegada en abun
dantes determinaciones nuevas. Alguna de las cuales podría acaso ser utilizada
como guía de investigaciones empíricas. Sugerimos, por ejemplo, la probabilidad
de alguna relación entre la evitación del canibalismo y la evitación del incesto, en
la medida en que tales evitaciones, en su forma institucionalizada como prohibi
ciones (según normas combinatorias) puedan tomarse como criterio significativo
de una sociedad humana. (El tabú del canibalismo, en tanto supone una discrimi
nación objetiva entre las viandas humanas y las animales, y sin perjuicio de las for
mas de canibalismo mágico, siempre excepcionales, representaría, en el eje angu
lar, un cambio paralelo a lo que el tabú del incesto representa en el eje circular.)
En cualquier caso, antes de la cristalización de la religiosidad, en su primer
período, no parece que pueda hablarse de la existencia de hombres. Por ello, co
menzamos por referirnos a las relaciones de los protohombres con los animales,
en cuanto premisas sobre las cuales habrá de desarrollarse la conducta religiosa
ulterior, como relaciones constitutivas de la religión natural. Es cierto que, desde
muchos puntos de vista, resulta abusivo utilizar el concepto de religión natural
para estos servicios. Porque el concepto de una religión natural, tal como se di
El aninial divinó 243
(205) Jean Bodin, Colloqitiutn Heptaplonieres de rerum siiblimiun arcanis abditis, 1593.
J
244 Gustavo Bueno
(206) o-Pucdc verse una sínlesis actualizada de la idea de religión natural en Alfonso Tresgue-
rres, «til concepto de ‘religión natural’. Deísmo y filosofía materialista de la religión», El fíasili.wii,
2“ época, 1995, n" 18, págs. 3-12.*»
El animal divino 245
(210) Hugo Obermaier, El hombre prehistórico y los orígenes de la humanidad (1932), edición
española aumentada por Antonio García Bellido, Revista de Occidente, Madrid 1942, págs. 50-51.
(211) Kyosuke Kindaichi, «The concepts behind the Ainu Bear Festival», Sonth Western Jour-
nal ofAnthropology, vol. 4, pág. 349, Nuevo Méjico 1949.
El animal divino 247,
pío, la teoría de Othenio Abel212). Sin embargo, es evidente que la investigación etno
lógica, centrada sobre nuestros contemporáneos primitivos, jamás puede pretender ca
pacidad para llegar a ofrecer una prueba de la religión prehistórica (como lo creyeron
los investigadores de la escuela de Viena, Schmidt, Schebesta, Gusinde, Gahs, &c.).
Porque la escala de su tiempo es otra. Nuestros contemporáneos más primitivos y mar
ginados (los Mae Enga, de Nueva Guinea, por ejemplo), han estado, sin embargo, ex
puestos a influencias milenarias de religiones secundarias y terciarias —es decir, en
términos absolutos, no son ni primitivos ni marginados y difícilmente pueden tomarse
como testigos de la humanidad primitiva. (¿Cómo probar que en el Waq de los galla,
un «Dios del cielo» de atributos similares al Dios del Antiguo Testamento, no alienta
ningún átomo de un dios egipcio o, simplemente, cristiano o musulmán?)
Y no es que la consideración de las religiones de los «contemporáneos pri
mitivos» sea adversa por completo a nuestra tesis. ra=Leemos, por ejemplo, en un
manual de Antropología213, al describir la «organización social, arte y religión» de
los nativos costeros ecuatorianos y, en particular, de los indios esmeralda', «se sabe
muy poco acerca de la religión de los esmeralda; en sus templos había representa
ciones de animales; colocados sobre altares bajos, ante los cuales quemaban cons
tantemente maderas olorosas. En otros templos se veneraban representaciones de
grandes serpientes. Se sabe que los indios esmeralda inmolaban niños y mujeres a
sus dioses [en general —parece que hay que decir— cabe pensar que siempre que
una religión practique sacrificios humanos es porque detrás de ellos acechan los
colmillos de algún numen antropófago]. Las víctimas eran despellejadas y las pie
les eran rellenas de paja y expuestas luego en los templos con los brazos en cruz.
Los pescadores [esmeralda] veneraban los tiburones y los cazadores a los grandes
felinos.»'®! Si nos atenemos a los datos arrojados por las fuentes que suelen ser
consideradas como testimonio actual de los estados más primitivos de la humani
dad, a saber, las que se refieren a ciertos pueblos cazadores, encontramos, en casi
todos ellos, la figura de un señor de los animales, un ser divino cuya función pa
rece consistir en proteger a los animales (en principio, de una especie determinada)
y permitir que los cazadores tomen su parte. Como si el señor de los animales fuese
el órgano de control de la depredación. Ahora bien, el señor de los animales suele
tener figura antropomorfa, pero con frecuencia es él mismo un animal o, al menos,
(212) Othenio Abel, Tiereder Vorzeit in ihrent Lebensratim, Ullstcin, Berlín 1939. «'Muchos tes
timonios que prueban la universalidad del culto al oso podrían añadirse, no solo arqueológicos (el
bronce del siglo 1 encontrado cerca de Berna, que representa un oso corpulento inclinándose hacia una
osa —el mismo nombre de Berna se relaciona con Bar=oso—) y filológicos (artio, una voz celta si
milar al griego arktos=oso-, Artio era también el nombre de una diosa osina) sino también etnológi
cos (cerca de Cuzco, en Perú, a 4800 metros de altura, hay un lugar helado al que, aún hoy, suben unos
hombres-oso —ukukus— que hablando en falsete buscan tomar contacto con el dios del Monte Blanco).
Los indios navajos creían (creen) que el oso, reverenciado por la tribu, les enseñó el uso de la planta
medicinal Ligustucunt porteri; y, efectivamente, los osos pardos y los osos kodiak de América del
Norte desentierran las raíces de esta planta y, después de masticarlas, se untan con su jugo la cara y
la piel (vd. Michacl A. Huffman, «La farmacopea de los chimpancés», en Mundo Científico, n‘-’ 165,
febrero de 1996, pág. 154).u
(213) «■Augusto Panyella, Razas Humanas, Ramón Sopeña, Barcelona 1966, pág. 518.t>
248 Gustavo Bueno
puede tomar la forma de un animal. Según Koch Grünberg214 así le ocurre a Ke-
yeme, «el padre de todos los animales de caza», pájaros, &c., al alcance de los tau-
lipang (indios caribes al norte de América del Sur). Keyeme es como un hombre,
pero cuando se pone su piel coloreada, se convierte en una gran serpiente de agua.
En cambio, el rey de los Karibú (los renos, al alcance de los esquimales del La
brador) es ya, él mismo, un Karibú, un reno gigante (que logró ser visto, según el
mito, por un chamán interesado en saber a dónde iban los renos cuando se retira
ban, en grandes manadas, hacia el interior); un animal que descansaba ante una
casa enorme, hecha de césped y hierbas: los Karibús pasaban por debajo de él y se
introducían en la casa y una vez que el último karibú hubiera entrado, el Gran Ka
ribú se tendía delante de la puerta para vigilar. Diríase que el Gran Karibú encar
naba el arquetipo (o universale ante rem, la clase de elementos) en la forma de un
elemento gigante, capaz de cubrir a los elementos ordinarios.
También la Sedna esquimal es señora de los animales y, aunque antropo
morfa, está casada con un perro. Sus hijos, que en parte fueron perros y en parte
hombres, fueron los antepasados de los europeos —los perros— y los antepasa
dos de los esquimales —los hombres—. Sedma es una divinidad (no única) y el
chamán es el mediador, que actúa aquí como sacerdote.
Podríamos alegar la figura del señor de los animales como indicio de la exis
tencia de númenes animales primigenios, anteriores incluso al totemismo (como
institución social). La figura del señor de los animales parece estar, en todo caso,
en relación con el llamado (Hermann Baumann) protototemismo que es, si se
quiere, el totemismo genuino, todavía no desarrollado socialmente (clanes exó-
gamos, &c.) Sin embargo, nuestra alegación sería más retórica y tópica que cien
tífica. Porque también podríamos aducirla como testimonio de un antropomor
fismo primigenio (pues el señor de los animales es muchas veces humano). Incluso
en la perspectiva «degencracionista» de la Escuela de Viena podríamos interpre
tar las figuras del señor de los animales como una «astilla» de la figura origina
ria del Ser Supremo. Lo que ocurre es que la ciencia de la religión queda, en este
punto, enteramente indeterminada. Y si nos interesa determinar el orden entre los
componentes antropomorfos, teriomorfos o teomorfos, componentes incluidos en
la figura del señor de los animales, no es a la experiencia empírica, sino a las pre
misas filosóficas a donde tendremos que dirigirnos. Recíprocamente: si ofrece
mos una doctrina determinativa de los componentes de la figura del señor de los
animales y de su situación respeto del totemismo más tardío, no será tanto por
que dispongamos de motivos empíricos (por muchas pruebas que se acumulen)
cuanto porque nos apoyamos en motivos filosóficos, confesados o inconfesados.
Distinguiremos pues, la Etnología de la Prehistoria, al menos en lo que a la
teoría de la animalidad del mimen originario se refiere. Ello sin perjuicio de re
conocer que la Etnología puede ofrecer rasgos originarios, aunque envueltos con
rasgos más evolucionados. Y, lo que es más, sólo a través de la Etnología nos es
dado alcanzar la medida y la escala de esos rasgos.
(214) Koch Grünberg, Von Roroima zum Orinoco, Stuttgarl 1916, 28, vol ni, pág. 174.
El animal divino 249
(215) Fran^ois Bordes, «La vida cotidiana en la antigua edad de piedra», en la obra patrocinada
por la uniísco, coordinada por Juan Schobingcr, El origen del hombre. Promoción Cultural, Barce
lona 1973, pág. 107.
(216) Ilerbert Wcndt, Tras las huellas de Adán. La novela de una ciencia, Noguer, Barcelona
1958, págs. 537-539.
(217) Según estimación que asunte E.O. James, La religión del hombre prehistórico..., pág. 231:
«Se ha calculado que en el Paleolítico Superior las cuatro quintas partes de las pinturas parietales re
presentan animales...»
(218) G.I I.R. von Kocnigswald, Los hombres prehistóricos (1955, 1964), traducción española de
Miguel Fuste, Omega, Barcelona 1967, pág. 184 (subrayado nuestro).
El animal divino 251
(219) Francisco Jorilá Ccrdál Prehistoria de Asturias, tomo i de la Historia de Asturias, Ayalga,
Salinas 1977, págs. 89-90.
J
252 Gustavo Hueno
Les Combarelles) tampoco demuestran una escena religiosa, por ejemplo (desde
nuestro punto de vista) una apoteosis humana, porque podrían ser simplemente la
representación de un disfraz pragmático de caza (a lo sumo mágico, no religioso).
Con todo, Breuil, por ejemplo, prefería interpretar la figura humana de perfil y con
cola de Altamira como representativa del «dios de la caverna».
Quizá pudiera analizarse de este modo la situación: los científicos más «so
brios» (aquellos que temen, fundadamente, quedar prisioneros de definiciones de
masiado genéricas y tajantes) utilizan las Ideas según las determinaciones que al
canzan en las categorías del presente (quizá «eternizándolas»): «Arte», «Religión»
(terciaria), «Economía», «Tecnología». Lo que equivale a decir que, en sus inter
pretaciones de las reliquias prehistóricas, proceden, y muy legítimamente, por ana
logía: «El fondo recatado y casi inaccesible de la caverna que contiene la figura de
un bisonte se parece a un santuario»; o bien: «Las soluciones para representar en un
plano las tres dimensiones del animal real se parecen a las que encontramos en nues
tros talleres de pintura artística»; o bien: «La subordinación de las pinturas a fines
utilitarios se parece a los procedimientos propios de la actividad económica.» Se
utilizan también retazos de Ideas filosóficas procedentes de diversas fuentes, com
puestas entre sí. Por ejemplo, la Idea de comunión, como identificación del hombre
y del alimento —lo que recuerda la idea del deseo de la Fenomenología del Espí
ritu de Hegel—. Comentando al danzante disfrazado de bisonte, contiguo al brujo
de Les Trois Freres, dice E.O. James: «...la situación se complica por un sentido
inherente de parentesco que el hombre primitivo sentía entre él y los animales, a los
que veía dolados de mayor fuerza, virilidad y astucia que él mismo, y de quienes,
sin embargo, dependía en cuanto a sus medios de subsistencia, que implicaban su
caza.»220 Las Ideas de comunión, o de identificación, se combinan con la Idea mar-
xista de la subordinación de la religión a la economía, lo que equivale acaso, sim
plemente, a entender la religión primitiva como una alucinación (un mecanismo de
la mentalidad prelógica o un efecto de la falsa conciencia, aunque justificado por
su contenido pragmático). El resultado es una acumulación, por yuxtaposición «po-
linómica», de perspectivas heterogéneas. Esto aparece muy claro en la utilización
habitual del concepto (polinómico) de factor: factor religioso, factor económico,
factor mágico. Lo que no es otra cosa, ya es bastante, sino la expresión misma del
análisis de las reliquias desde las categorías del presente. Análisis que puede resul
tar suficiente para alimentar una larga tarca comparativa, sin duda, muy útil y ne
cesaria, de las reliquias entre sí. Otros autores más «abstractos», como Ringgrcn y
Slróm221, distinguen, para «facilitar» el análisis del hecho religioso, un componente
intelectual, un componente emocional y una implicación social: una teoría de los
factores que, filosóficamente, es irrelevante, pero que se utiliza como si lucra muy
clara, porque sirve al menos, mal que bien, para clasificar materiales religiosos.
(220) E.O. James, I-'rom Cave to Cathedral, Thanics and Hudson, Londres 1964; edición espa
ñola con el título de /;/ templo, Guadarrama, Madrid 1966, pág. 45.
(221) Helmcr Ringgrcn y Ake V. Slróm, apud Philippe Dcrchain, «Religión egipcia», en Las re
ligiones anticuas, Siglo xxi, Madrid 1977, pág. 102.
/:'/ animal divino 253
(222) Sobre el culto al oso entre los aínas informa George I’etcr Murdock, Nuestros contempo
ráneos primitivos, 1934 (ed. española. Pondo de Cultura Económica, Méjico 1954, cap. vnt, págs.
157-ss). Son muy conocidas, a través del libro de Ruth Benedict (l’attcriis of Culture. traducción es
pañola por León Dujovne, con el título /;/ hombre y la cultura. Iitvestigacióti sobre los orígenes de la
civilización contemporánea. Sudamericana, Buenos Aires 1967, capítulos tv y vi), las ceremonias que
las «sociedades medicas» de los Zuñí desarrollaban como culto a sus dioses-bestias, cuyo jefe era el
oso. Los danzantes lo personifican, y colocan sobre sus brazos la piel de las patas delanteras con sus
garras. Asimismo, las ceremonias de los pueblos de la costa del Noroeste (Kwakiutl). Cuando baila
ban los danzarines osos, el coro cantaba:
Todos los bailarines que se equivocan en su actuación tienen que tirarse al suelo como si cayeran
muertos y los que personifican al oso caen sobre ellos y los despedazan... «En las grandes ceremo
nias los osos estaban vestidos totalmente con pieles de oso negro, y en ceremonias de menor impor
tancia usaban en los brazos las pieles de las patas delanteras del oso con las garras extendidas. Los
osos bailaban alrededor del fuego, arañando la tierra e imitando los movimientos de los osos enfure
cidos mientras la gente cantaba el canto del bailarín que personificaba al oso:
¿Cómo nos esconderemos del oso que se mueve en torno del mundo todo?
¡Arrastrémonos bajo tierra! Cubramos nuestras espaldas
con lodo para que el terrible gran oso
del Norte del mundo no nos encuentre.» (pág. 213).
Sobre dioses relacionados con el oso en I lispania (por ejemplo Arco o la diosa Artio. diosa ursina
relacionada con Artentis) ver José María Blázquez. Martínez, Religiottes primitivas de Hispatiia. i.
l-'ueiites literarias y epigráficas. este, Roma 1962, pág. 103.
i
254 Gustavo fíueuo
(223) A. Lcroi-Gourlian, Le geste el la paróte. Albín Michcl, París 1965, cap. 14.
El animal divina 255
Y estos mecanismos son los que (desde nuestros supuestos) no podrían en
tenderse al margen del propio proceso de constitución de relaciones circulares.
Por ello, formularemos el proceso de inmunización de los animales naturales como
un proceso simultáneo de segregación o extrañamiento (la serpiente, por ejem
plo, en el Génesis) de unos seres que rodean a los hombres, como partes de un
mundo del que además se depende (el alimento) y con el cual se convive cotidia
namente. Un proceso en virtud del cual, a medida que van cerrándose las rela
ciones circulares, van también desdoblándose como extraños los seres que nos ro
dean y que, sin embargo (a diferencia de los árboles o de las piedras) continúan
siendo, aunque sin seguir nuestras reglas «circulares», centros de voluntad, que
acechan, huyen, aparecen y desaparecen en lugares imprevistos224225 . Desde el punto
de vista de esta segregación, ex-sistencia o extrañamiento adquiere un significado
muy rico (sin salimos del terreno mismo de las actividades primarias, orientadas
a la alimentación) la cuestión del canibalismo. A medida en que los demás hom
bres no puedan ser comidos (esto es, no es que no se coma de hecho, sino que se
configure una norma o regla que prohíba el canibalismo —lo que implica la pre
sencia de conceptos universales similares a los que aparecen en las técnicas de fa
bricación normada de instrumentos lílicos), tendremos un criterio de distancia
ción de los animales, de los cuales se depende, y recíprocamente22-’.
En el origen de la percepción de los animales como númenes nos inclinarí
amos a ver más que un proceso de identificación del hombre con el alimento ani
mal, del que se depende (una comunión), un proceso de segregación o de extra
ñamiento de aquello mismo de lo que, sin embargo, dependemos. Una segregación
o extrañamiento que se lleva a cabo a partir de un fondo de semejanza, de comu
nidad de vida y de lucha, de religación natural.
Aquello que comienza a ser extraño, sin embargo, nos envuelve. Va y viene,
nos acecha: respecto de ello tenemos ese sentimiento de dependencia mediante el
cual Schlciermacher caracterizaba la esencia de la religión. Porque los animales
que los hombres comienzan a percibir como extraños (a medida que van cerrán
dose las relaciones regladas familiares) siguen siendo, sin embargo, envolventes,
en el sentido en el que nos envuelve una voluntad y una inteligencia (la que se
manifiesta en la religión natural). Y esta situación ontológica nos parece que tiene
capacidad para suscitar el «reflejo» o «coloración» del animal como numinoso.
No como ilusión o simple fenómeno, sino como aspecto objetivo, aunque posi-
cional, de la misma realidad de aquello «que es cada vez más distinto, sin dejar
(224) «...es probable que la presencia o ausencia de un habla semejante a la humana haya sido
un poderoso factor en los apareamientos entre individuos más o menos concordantes», Philip Liebcr-
man, «Un enfoque unitario de la evolución del lenguaje» (1973), en Víctor Sánchez de Zavala (comp.).
Saín e el lenguaje de las antrapaides, Siglo xxt, Madrid 1976. pág. 190.
(225) Dice Edmund Leach en un artículo repleto de referencias a los aspectos sagrados de los
animales: «El hombre y el perro son ‘compañeros’; el perro es ‘el amigo del hombre'. Por otro
lado el hombre y la comida son categorías antitéticas: el hombre no es comestible, por lo tanto el
perro tampoco.» En «Aspectos antropológicos del lenguaje: categorías animales c injuria verbal»,
en Eric II. Lencmbcrg, Nuevas direcciones en el estudia del lenguaje. Revista de Occidente, Ma
drid 1974, pág. 47.
256 Gustavo ¡turno
(227) Apud, Robert A. Hinde, Non-verbal coniniunication, Cambridge University Press, Cam
bridge 1975, pág. 120.
(228) trEsencialización no significa aquí tanto la determinación de una esencia transempírica y
metafísica cuanto la universalización nonnalizada de las propias figuras empíricas. Por ello la esen
cialización puede ser a la vez muy «realista», sin perjuicio de su abstracción esencial: un bisonte de
Altamira no es una figura que represente algún arquetipo celeste, sino un promedio de los bisontes
empíricos más cercano a lo que Galton llamó una «imagen media», que a una esencia mcgárica.ti
258 Gustavo Bueno
1) Ante todo, como parte real (corpórea) disociada del animal mismo que
mucre: lo que se conserva del animal muerto son los huesos (su cráneo, por
ejemplo) o su piel; la piel con la cual los hombres mismos se cubren y se
protegen para dirigirse (desde el arquetipo o esencia universal) a los nue
vos ejemplares empíricos de la especie o a sus enemigos. Tal sería la fase
de la religión musteriense. (Sin embargo, el carácter sagrado del animal
concreto puede aparecer también en fases muy posteriores: lo atestiguarían
las momias egipcias del papión hamadriada, que personificaba a Tot.)
(229) Gonzalo Fernández de Oviedo, Historia General y Natural de las Indias, libro 5Q, capítulo
1 (bae, tomo i, pág. 112). Fernández de Oviedo se refiere a esas islas de tierra firme, sobre todo esta
isla (La Española). «'Añadamos esta viva descripción que Fray Toribio de Bcnavente («Motolinia»)
ofrece en su Historia de los indios de la Nueva España (1,4): «Tenían asimismo unas casas o templos
del demonio, redondos, unos grandes y otros menores, según eran los pueblos, la boca, hecha como
de infierno, y en ella pintada la boca de una temerosa sierpe (Quctzalcoatl] con terribles colmillos y
dientes y en algunos de estos los colmillos eran de bulto, que verlo y entrar dentro ponía gran temor
y grima; en especial, el infierno que estaba en México, que parecía trasladado del verdadero infierno.»'»
(230) Descripción de Hugo Obermaicr, El hombre prehistórico..., pág. 84.
260 Gustavo Bueno
En la época moderna las formas animales mantienen su presencia como encarnación de lo terrible-numinoso.
El interés por los animales, en cuanto seres inteligentes (y no simples automatismos) constituye un enfoque reciente
que, liberándose del cartesianismo, ha impulsado el desarrollo de la Etología, disciplina científica que en cierto modo
podría considerarse como una versión actual de la Teología positiva.
262 Gustan) Bueno
(espontáneas o provocadas por técnicas especiales) del tipo de las citadas, ca
recen de interés filosófico-religioso, puesto que ellas no permiten poner a los
hombres en relación con entidades transcendentes (cuestión de la verdad) aun
que sí permitan graduar la enorme capacidad de los hombres (o de la «estupi
dez humana») para engañarse o sugestionarse, para ser moldeados por impos
tores o simplemente por profetas o locos.
Ahora bien, lo que tienen de común todos los fenómenos reseñados, desde
nuestras coordenadas, es el ser, o bien radiales (la magia, las técnicas de hechicería)
o bien circulares (espiritismo, chamanismo, &c.). Metodológicamente habría
que atribuirles fuentes características no religiosas, así como significado antro
pológico peculiar, no religioso en su origen. Así la acción del brujo sobre una
persona distante está más en la línea de lo que después será un contacto por te
léfono o por radio, sin que nadie se crea en la obligación de tener que concep-
tualizarla como un fenómeno religioso. Magia, hechicería, espiritismo, mántica,
quiromancia, &c., tienen fuentes no religiosas y cursos de desarrollo propio y
si los etnólogos o antropólogos incluyen todas estas cosas dentro de un mismo
capítulo (por comodidad o por confusión de ideas) peor para ellos. Porque sólo
distinguiéndolos esencialmente cabe cambiar al modo más adecuado los plan
teamientos de tantos problemas que se abren a la investigación etnológica. Y
principalmente los problemas que tienen que ver con los procesos de intersección
y confluencia de corrientes de origen distinto. Intersecciones y confluencias que
se producirán principalmente en el curso secundario del desarrollo de la reli
gión. Cabría incluso definir la religión secundaria como el momento en el cual
las ceremonias y conductas relacionadas con los númenes se amalgaman (cere
monial y míticamente) con ceremonias mánticas, con el espiritismo, con la he
chicería..., aunque siempre conservando unas características propias. (Tampoco
en la fase terciaria de las religiones estas prácticas «supersticiosas» son nece
sariamente segregadas de la religiosidad teológica, sino que por el contrario se
mantienen alentadas, pese a sus protestas, por los especialistas religiosos, que
saben que la teología metafísica no interesa demasiado al pueblo y que éste de
sea «cosas prácticas» como la adivinación de su futuro o simplemente el estar
reunidos.)
(231) En rigor, mapas de un entorno de ra< I i o creciente, mapas o planos sobre los cuales se asen
tarán ulteriores mitos geográficos, cosmogónicos, meteorológicos.
264 Gustavo Bueno
En todo caso, han de encerrar un especial significado para el análisis del de
sarrollo de la religión secundaria los esquemas utilizados para dar cuenta de la «tran
sición al neolítico», sus causas (según algunos, preferentemente radiales, por ejem
plo acontecimientos geológicos tales como la subida del nivel de las aguas o acaso
invenciones tecnológicas extendidas por difusión; según otros preferentemente an
gulares, la extinción de la caza; según unos terceros, predominantemente circula
res, la presión demográfica, creciente de modo constante), sus cauces (es muy di
ferente utilizar la tesis circular al modo de Cohén, como mera «crisis alimentaria de
la prehistoria», a utilizar dialécticamente esta tesis introduciendo la idea de que la
presión demográfica creciente no actúa inmediatamente sobre el medio —casi nunca
agotado hasta el límite de sus virtualidades—, sino mediatamente a través de la pre
sión de unos grupos humanos sobre otros, presión que sugiere procesos regulares
de conflictos entre los númenes primarios respectivos y sólo eventualmente sincre
tismos jerarquizados) y sus ritmos. La transición probablemente se produce de modo
gradual y probablemente ubicuo, lo que ajusta muy bien con las condiciones más
adecuadas para explicar la complejidad de los desarrollos de la religión mitológica,
cuya artificiosidad y variedad no podría haberse dado ex abrupto ni siquiera en cor
tos lapsos de tiempo, ni haber alcanzado la relativa homogeneidad de «escala», que
no se explica bien siempre por vía difusionista. Se advierte ello más claramente si
se tienen en cuenta los procesos de desarrollo, que tuvieron que darse, de las cere
monias propias de la religiosidad primaria, por entretejimiento con otras ceremo
nias (mágicas, políticas, tecnológicas) de alto funcionalismo circular (extrarreli-
gioso), pues sólo así se explica que el núcleo religioso primario, sin perderse, al irse
El animal divino 265
(232) Ad.E. Jensen, Mito y culto entre pueblos primitivos, págs. 107, 110, 141.
266 Gustavo Bueno
a) Los cambios operados en los ejes circular y angular permiten entender la me
táhasis como orientada hacia una inversión de las referencias animales y humanas.
Una inversión que, en términos estilísticos, podría ponerse en el género de esas me
tonimias en las cuales un significado se transfiere desde un objeto dado a otro que
mantiene con él una relación de oposición. Al invertirse la relación de dependencia
que los hombres mantenían respecto de los animales numinosas, y al pasar los hom
bres a la posición de «señores» del control (al menos, en el plano tecnológico de la re
producción) de los animales, será la figura humana aquella a la que habrá de aplicarse
la numinosidad. De este modo, la metáhasis por inversión nos llevaría ya a los dioses
antropomorfos (confluyendo estos resultados con las tendencias insinuadas en la re
ligión primaria en virtud de las cuales los hombres de otros grupos o razas son perci
bidos como animales). Y, por contra, a los hombres degradados se les considerará
como animales, como esclavos o «bestias parlantes». No deja de tener interés que esta
conexión de esencias (dentro del sistema de relaciones que presuponemos) pueda ma
nifestarse en la forma de una correlación entre la institución de la esclavitud (que com
porta la reducción fenoménica de grandes conjuntos de individuos humanos al eje an
gular) y las religiones secundarias. Por tanto, la reducción de los hombres a la condición
de animales no implicaría, en la fase primaria, una degradación.
El mecanismo que designamos como inversión, la metáhasis por inversión.
no se limita a ser un mero proceso de cambio semántico, en el que la nueva acep
ción sustituye sin más a la antigua. En este caso no cabría mantener el alcance mi-
E/ animal divino 267
b) En cuanto a los cambios operados en los ejes circular y radial (por ejem
plo, los cambios en los mapas cosmogónicos o meteorológicos): se comprende
que orientaran la metáhasis o cambio de referencia en el sentido de una expan
sión o transferencia hacia nuevas referencias (meteorológicas o astrales) asigna
bles a los númenes. Y tampoco se trata de que «la atención creciente por los fe
nómenos cósmicos» haya sido, por sí misma, la causa de su divinización, como
sostienen las concepciones pambabilonistas de la religión. Desde nuestras pre
misas, no son los fenómenos cósmicos o meteorológicos aquellos que han dado
principio a la religión, o a la vivencia religiosa. Estos fenómenos se organizan (se
«procesan») a partir de estructuras cognitivas independientes, pero tales que, al
confluir con las corrientes procedentes de los ejes angulares y circulares, permi
ten la metáhasis por expansión de los númenes animales que, como ocurría en la
inversión, podrán mantener sus figuras originarias (en la medida en que sean com
patibles con los cambios de referencia). Las figuras de los númenes primarios se
rán, podría decirse, utilizadas como modelos para reorganizar los nuevos fenó
menos, del mismo modo que también se utilizarán modelos tomados de lugares
no zoológicos. Pero, así como estos segundos modelos alcanzarán un significado
puramente cosmogónico o precientífico, es decir, no religioso (pongamos por caso,
el modelo de la rueda del carro, para configurar las diferentes posiciones de un
planeta), en cambio cuando los modelos se tomen de las propias figuras numino
sas primarias, la metáhasis por expansión conferirá un significado religioso a las
nuevas construcciones. La bóveda celeste se poblará de animales numinosos, como
bóveda zodiacal, como si en ella se hubiesen proyectado las figuras que, en el pri
mer período,, poblaban las bóvedas de las cavernas. (La constelación Aries es la
cabra, proyectada por pueblos pastores que ven acaso en ella la renovación de la
primavera, los nacimientos de rebaños, &c.; la constelación Piscis es acaso pro
pia de los pescadores del Eúfrates y del Tigris que vieron la relación de la cons
telación y la época de la freza en los ríos.) Los mecanismos perceptuales-intelec-
tuales (cognitivos) que conducen a la organización de los fenómenos meteorológicos
o astronómicos a partir de modelos zoomórficos son, no solamente obvios en su
naturaleza, sino muy probables en su realización, dada la abundancia de estribos
sobre los que pueden apoyarse los procesos alegóricos. Una nube, según su forma.
El animal divino 269
tivos zoomorfos de intención religiosa: así los zayamuincab, entre los yucatecas
—según informes recogidos en 1904 y en 1934—, unos enanos [como nibelun-
gos] jorobados míticos, figuraban como constructores de grandes caminos y edi
ficadores, mientras el mundo estaba en tinieblas, antes de crearse el Sol; pero
Thompson lo relaciona, a través de la voz zay (hormiga roja) con hombres-hor
miga {op.cit., pág. 409).
Los ejemplos pueden multiplicarse. El jaguar {Leo onca) o tigre americano,
vive en toda América española, de Méjico a Patagonia. De aspecto fiero, de ronco
y profundo gruñido, carnívoro, no suele atacar al hombre. Sin embargo «el hom
bre siempre se ha sentido atraído por los felinos: su movimiento es silencioso, su
aspecto es fiero y a la vez enigmático... En América el jaguar ha aparecido unido
a la vida religiosa, y ha sido representado en multitud de formas desde los co
mienzos de la civilización»235. Entre los olmecas de Méjico el jaguar era el dios
del corazón del mundo. Con su figura se construyen altares formados por un ja
guar encogido de cuyas fauces sale un hombre que a su vez tiene rasgos felinos.
Entre los aztecas el jaguar es dios del Cielo del Norte, y símbolo de las dos gran
des órdenes militares; los miembros de la orden de los guerreros de noche iban al
combate vestidos con una piel de jaguar y dispuestos a comportarse con su agili
dad y fiereza. Entre los mayas el jaguar se representa ya desde el periodo forma-
tivo. Es dios del centro y superficie de la tierra, y los guerreros mayas lo tornaron
como símbolo. También en el Perú el jaguar y el puma desempeñan funciones pa
recidas desde los tiempos de la cultura chavín.^t
En todo caso, no es la religión la única fuente impulsora de la Astronomía.
Globalmente cabrá decir que es más bien la Astronomía aquella disciplina que,
con su desarrollo, contribuirá decisivamente a salvar a las religiones primarias,
transformándolas en sus versiones secundarias. Al propio tiempo, la «Astrono
mía» ofrecerá un plano inclinado por el cual las propias figuras animales podrán
deslizarse hasta desaparecer del horizonte (aunque reapareciendo acaso como ani
males extraterrestres de figuras inauditas, la figura de aquellos demonios que son
espiados por radiotelescopios como el de GoldStone, California, o la de aquellos
a los cuales iba dirigida la placa de aluminio grabada del Pioneer X, en 1972).
No es según esto la religión, internamente, la que determina que los fenó
menos celestes aparezcan divinizados en formas zoomórficas, sino que son las
nuevas configuraciones cosmogónicas las que ofrecen a los viejos númenes la po
sibilidad de seguir manteniendo su prestigio, de prestar, remozados, nuevos ser
vicios en la organización de los mapas del mundo, coloreando /luminosamente un
firmamento que, de otra suerte, sería inexpresivo. Así, los egipcios aplicaron el
modelo fluvial a los efectos de organizar los fenómenos celestes, representándose
al cielo como un río sin límites sobre el que navegase el Sol, la Luna y las estre
llas —como si del Nilo se tratara— (Dcrchain). Esta organización del cielo, me
diante el modelo fluvial, no tiene, de por sí, nada que ver con la religión, ni si
(235) «-vid. Gran Enciclopedia de España y América, dirigida por Alfredo Jiménez Nuñez, Ls-
pasa-Calpe, Madrid 1983, tomo I, pág. 72,'í.i
El animal divino 271
quiera con la religión secundaria; tiene que ver con la historia de la Astronomía.
£1 significado religioso del modelo fluvial sera alcanzado cuando confluya con
Otro modelo que, sin dejar de ser astronómico, es también un modelo numinoso,
saber, aquel mediante el cual la Tierra resulta estar situada bajo una Vaca gi
gantesca, Hathor, cuya piel está salpicada de estrellas y cuyos pies se apoyan en
los cuatro puntos cardinales, mientras que otras estrellas cuelgan de su vientre (¿la
Vía Lúctea'l). El modelo fluvial se combinará con el modelo zoomórfico, dando
como resultado una figura del cielo que se aproxima al aspecto de una vaca, en
cuyo vientre se mueven los barcos que transportan los astros. La coloración reli
giosa de los cielos manará precisamente de las figuras zoomórficas y, combina
das con éstas, de las antropomórficas. Así, es debido a que la serpiente cósmica
Apopliis rodea al universo, intentando devorarlo, por lo que se ejecutan diaria
mente rituales religiosos apotropáicos (acaso con mezcla de magia) destinados a
detener su acción devoradora de lo creado, al menos a suavizarla, ya que no es
posible suprimirla.
En cualquier caso, los caminos a través de los cuales las metáhasis por ex
pansión han podido tener lugar no son nada misteriosos. Aunque sólo podamos
precisarlos por vía especulativa, tienen mucho que ver con los procedimientos de
la metáfora o de la analogía. La figura del creciente de la Luna puede ser perci
bida como figura formada por dos cuernos de un toro y, a partir de esta semejanza,
se reconstruirá el toro numinoso, en la metáhasis del dios Osiris representado
como un toro de cuernos puntiagudos. Acaso esta metáhasis se reforzará con la
semejanza acústica mugido-trueno y, a su vez, ésta con la semejanza óptica entre
el cuerno retorcido y el rayo: «...Tampoco habrá que olvidar [dice un historiador
de las religiones236] que Hadad en su tauromorfismo lleva implícito el signo del
rayo que adquiere forma de cuernos rituales y que el dios egipcio Min, prototipo
de Ammon, calificado de ‘toro de su madre’ y ‘gran toro’ [El toro solar que, en el
neolítico, se hará paredro de la madre Tierra, un toro que es a la vez marido e hijo
de la Tierra, un toro que vive en un fantástico hipogeo en el que, de vez en cuando,
(236) José Manuel Gómez Tabancra, «Monte Bego y el culto al toro», en Cuadernos de Prehisto
ria y Arqueología, Castellón, n" 5, 1978. «“La presencia más notable de la figura del «toro numinoso»
nos la ofrece el culto mistérico de Mithra en época contemporánea del cristianismo (el emperador Có
modo se inició en sus misterios) del cual fue competidor (Mithra, ante Zcus-Ormud, ocupa el papel de
Salvador que asumió Cristo ante Dios-Yahvé). Los cultos mistéricos de Mithra conservan además ele
mentos de religión primaria superabundantes: los santuarios de Mithra, los nútreos son (decía Loisy),
por definición, cavernas o antros: grutas naturales o cámaras abovedadas que representan el firmamento;
en estas cuevas graznaron los primeros cuervos, rugieron los primeros leones: Porfirio conoce, en el culto
a Mithra, águilas y halcones. En las representaciones de Mithra tauróctono aparece a menudo un cuervo-
mensajero encargado probablemente de transmitir, de parte del Sol, la orden de inmolar al toro (asimi
lado al sol y consumido en comunión por la pequeña comunidad recatada de cada santuario). «Todo nos
lleva a creer, pues, que se representa esta relación mística entre Mithra, el toro, y los elementos de la
cena, en el cuadro de Mithra tauróctono. El toro ha dejado de ser la víctima perpetua sobre la que reposa
el equilibrio del mundo y la salvación de los hombres; no ha dejado de ser y, en cierta medida, será hasta
el fin, Mithra mismo» (Alfred Loisy, Los misterios paganos y el misterio cristiano (1914-1919), edición
española, Paidós, Barcelona 1990, pág. 145). Una exposición sistemática de la interpretación religiosa
de la fiesta de los toros en Alfonso Tresguerres, Los dioses olvidados, Pentalfa, Oviedo 1993.n
272 Gustavo Bueno
______ _ -------------------------------------------------i'
13í¿__________ Culturavlv»-r———— i, ,v
SEGUN UN INVESTIGADOR, LA ESTRELLA " • .
DE BELEN PUDO SER UN OVNI ;
-Los angeles—afirma J.'Bentteí— eran seres extraterrestres . ..
Hay habitantes en
otros planetas
'li| |» iflttn» u»
i ihAtílífii wte»»«ic»M TTnTURft-C1^1
s-iTSS....... \<£¿‘
"-nwtfr
--------
En la prensa diaria aparecen de vez en cuando, pero con regularidad sorprendente, noticias extraordinarias sobre ex
traterrestres, redactadas en el mismo estilo que se utiliza para informar sobre acontecimientos terrestres ordinarios.
Estas noticias no aparecían, de hecho, en décadas anteriores: incluso no podrían haber aparecido en una prensa dia
ria que se tuviese por seria. Constituyen por eso un indicio revelador de ese renacimiento de la fe en los démones
característica de los últimos años del siglo xx.
214 Gustavo Bueno
con el curso de la propia religión. Así, la famosa estructura de las tres funciones
que Dumézil ha descubierto en el panteón de los dioses indoeuropeos, y cuya im
portancia no tratamos de subestimar, no constituirá tanto el acceso científico al
núcleo mismo de la religión indoeuropea; ni, mucho menos, uno de los accesos
privilegiados hacia la esencia específica de la religiosidad, sino precisamente (y
ya es mucho) el acceso hacia la comprensión del curso que la religiosidad indo
europea experimentó, en su período secundario, en virtud de mecanismos lógicos
(sociales, gramaticales...). Unos mecanismos que actúan también sobre otros cam
pos no religiosos y que, en todo caso, tampoco son exclusivos.
Asimismo, el carácter delirante que atribuimos a la religiosidad secundaria
tampoco debe entenderse como si, en virtud de ese carácter, los ritos y aun los mi
tos de la religión secundaria hubieran de ser interpretados como efectos de un de
mente, como movimientos desconectados de la realidad, capaces de poner en pe
ligro la propia vida. Por el contrario, podemos conceder ampliamente al pragmatismo
transcendental filosófico, y a la metodología funcionalista (más positiva), que,
incluso en esta fase, las religiones han estado intrínsecamente conectadas (¡no
siempre adaptadas!) con las necesidades básicas del hombre, tal como se han ido
presentando históricamente. Podemos comprender por nuestra parte cómo al con
solidarse, dentro de los marcos sociales idóneos, la personalidad individual cor
pórea (los nombres propios y los pronombres de primera persona) surgirá como
un problema el hecho de la muerte individual y, como una respuesta, la creencia
en la inmortalidad de las almas. Unas almas que no podrán menos de entrar en so
ciedad con las formas numinosas que flotan en los ciclos o yacen bajo la tierra.
Unas almas que cobrarán fuerza creciente, coloreándose con tintes religiosos. «La
existencia de fuertes adhesiones personales y el hecho de la muerte, que es el acon
tecimiento humano que más trastorna y desorganiza los cálculos del hombre, son
quizás las principales fuentes de la creencia religiosa.» Estas palabras de B. Ma-
linowski (que no podemos aceptar cuando se refieren a la religión en general) tie
nen, sin embargo, una gran aplicación dentro de las religiones secundarias y ter
ciarias. «Pues la afirmación de que la muerte no es real, de que el hombre tiene
un alma y de que ésta es inmortal, nace de la profunda necesidad de negar la des
trucción personal, necesidad que no es un instinto psicológico sino que está de
terminada por la cultura.» Y esta determinación (añadimos por nuestra parte) no
podría dejar de entrar en contacto con el horizonte de la inmortalidad y con los ri
tos de resurrección que, en la religión primaria (suponemos) se venían desarro
llando en torno a los animales numinosos.
El delirio religioso del que venimos hablando es, por tanto, sólo relativo al
campo específicamente religioso y no significa otra cosa sino que la combinatoria
inagotable de los elementos mitológicos puede ejercerse autónomamente, es decir,
en el vacío, respecto de una supuesta legalidad específica religiosa. Cabría decir
que este «delirio mitopoyético» cierra en falso constantemente, en cuanto a la re
ligiosidad se refiere. Y por ello, consideramos a la religiosidad secundaria como
religión falsa, como la «religión de los dioses falsos», de Anubis o Huitzilopoch-
tli. ra“La falsedad que atribuimos a las religiones secundarias no es sólo una «fal-
El animal divino 2 75
sedad transcendental», indeterminada, sino que la mayor parte de las veces puede
concretarse como «falsedad positiva», determinada, que ningún relativismo cultu
ral puede disimular, una falsedad derivada simultáneamente de la impostura de sa
cerdotes y políticos y de la estupidez infantil de los creyentes; una falsedad en todo
caso, cuyas causas son perfectamente inteligibles en líneas generales. Un ejemplo
entre los miles, el de los iconos religiosos llamados [en perspectiva emic] aquei-
ropoiéticos (=no fabricados por manos humanas). Se comprende que la afinidad
operatoria entre el fabricante de símbolos y el contenido personal representado en
ellos creará situaciones en las cuales, con una gran probabilidad, las propias figu
ras simbólicas («significantes») sean interpretadas como obra o efecto de los nú
menes («significados»): las «palabras de Yahvé» escuchadas por Moisés son ya un
símbolo aqueiropoiético (si extendemos el concepto de «operaciones quirúrgicas»
a las operaciones en las que intervienen músculos estriados, en las que se incluyen
las operaciones fonéticas). El símbolo aqueiropoiético más estricto es el mandy-
Hon o servilleta con la santa faz, que llevó el emperador Heraclio en su expedición
contra los persas del 622. Y también es un icono aqueiropoiético la figura de Coatlalo-
pech (en náhuatl, «la que ahuyenta la serpiente») —la Virgen de Guadalupe— que
el indio Juan Diego recibiera el 9 de diciembre de 1531 en el Cerro de Tepeyac (a
este extremo aqueiropoiético no llegaron, al parecer, ni el vaquero Gil Cordero, en
1326, en Guadalupe, ni los devotos extremeños posteriores).■©> Si la religión se
cundaria recibe alguna determinación verdadera, que mantenga su contacto con la
realidad, esta determinación no procederá de fuentes religiosas (angulares) sino,
en nuestros términos, radiales o circulares. Esto no excluye, en modo alguno, la
posibilidad de reconocimiento de una cierta legalidad inmanente a la mitología, es
decir, del desarrollo (racional, lógico —en cuanto comporta comparación, coordi
nación, resolución de contradicciones entre mitos diferentes) de los mitos; una le
galidad inmanente que, de un modo u otro, es siempre un postulado de la ciencia
mitológica. Porque la Mitología, así entendida —como desarrollo lógico (según
el logos) de los mitos— tiene la misma forma gnoseológica que la Teología, aun
cuando los mitos no tengan siempre naturaleza religiosa. Y no tienen por qué te
nerla, incluso si los mitos se refieren a animales. Las fábulas de Esopo siguen siendo
razonamientos (logoi) —según dice Platón, Fedon, 60c)—, es decir, no se refieren
a los animales como a númenes, sino como soportes de alegorías morales (apro
vechándose de su comunidad con los hombres y de un fondo prehistórico indeter
minado). Pero, sin perjuicio de su falsedad, siempre cabe admitir la persistencia, a
través de los siglos, de un determinado conjunto finito de mitologuemas (en el Na
cimiento de Venus de Botticelli —dice K. Kerényi — hay tanta mitología viva
cuanta pueda haberla en el himno homérico a Afrodita), así como la de sus com
binaciones más probables. Y cabe reconocer una cierta autonomía al curso histó
rico del desarrollo de estos mitologuemas (la postulada desde Bultmann, K.O. Mü-
11er, Wilamowitz o Nilsson). La misma masa de mitologuemas históricamente
desarrollados en las tradiciones culturales documcntables, constituye no sólo un
campo gnoseológico abierto a la investigación histórico-filológica y arqueológica,
sino también un horizonte desde el cual se nos revela, si no la verdad ontológica
276 Gustavo Bueno
1
278 Gustavo Bueno
el que está siendo invocado, goza de todos los atributos del Ser supremo), un nom
bre que parece ya utilizado por Schelling238.
Pero, sobre todo, la principal fuente de la descomposición de las religiones
mitológicas habría que ponerla en el eje radial, en el desarrollo de la tecnología
y de las primeras categorías científicas (mecánicas, geométricas y astronómicas)
y, con ellas, de la filosofía metafísica. Sólo cuando se han puesto a punto nuevos
modelos impersonales de construcción meteorológica, astronómica y cosmoló
gica, puede disponerse de una perspectiva capaz de introducir una nueva disci
plina del delirio mitológico (que organizaba el cosmos según, sobre todo, rela
ciones de parentesco) y que, por otra parte, sigue su curso. Habrían sido los modelos
naturalistas (por ejemplo, el del poema fenicio de Sanchunjaton) y, sobre todo,
los geométricos, que dieron lugar a la metafísica presocrática239, aquellos instru
mentos que más eficazmente pudieron sacar de su clausura al delirio mitológico.
La actividad teológica se mezcla, pues, con la actividad científica y con la filosó
fica—y, desde este punto de vista, reconocemos mucha verdad a la interpretación que
Jaeger ofrece de los filósofos presocráticos como teólogos de la religiosidad griega240.
Ahora bien: desde nuestras premisas, diremos que la teología escolástica se manten
drá siempre, por la influencia de la filosofía, en el horizonte del ateísmo, en tanto in
tenta una reconstrucción de la religión en ténninos puramente filosóficos, en cuyo marco
Dios y los misterios desaparecen. Se ve muy claro este proceso en el actual movimiento
de la teología cristiana que se conoce con el nombre de «teología de la muerte de Dios»
y en el que la religión es sustituida por un vago humanismo, por la voluntad de Sche-
ler-Gehlen, por la angustia de Hcidegger, por la esperanza de Bloch241.
No nos parece que se puedan explicar las llamadas religiones superiores (el
budismo, el cristianismo, el islamismo) como religiones que hayan aparecido al
margen de la filosofía. Semejante explicación es sólo una autointerpretación de la
fe. Pero, históricamente, el cristianismo no hubiera sido lo que fue sin la filosofía
griega (y no digamos nada del islamismo). La oposición global [religión (fe) /fi
losofía (razón)], cuando se la entiende como un par ordenado («primero la religión,
después la filosofía») es ilusoria, por su carácter genérico-abstracto. Es preciso es
pecificar. Y entonces cabría afirmar, por ejemplo, que la religión primaria (incluso
la secundaria) es anterior a la filosofía en sentido estricto, pero, en cambio, habrá
que decir que la filosofía (la filosofía griega) es anterior a la religión terciaria (al
cristianismo o al islamismo). Por ello, las relaciones de la teología escolástica con
la filosofía moderna son totalmente distintas a las relaciones que puedan estable
cerse entre las teogonias o teologías griegas y la filosofía antigua.
Démones en el cinematógrafo.
Viaje a la Luna, de (¡eorge Melles, 1902. Space 1999.
(244) Constantin Rcgamey, «Las religiones de la India», en Franz Kónig, Cristo y las Religiones
de la Tierra, traducción española de Ramón Valdés del Toro, bac, Madrid 1961, tomo 3, pág. 202.
(245) Félix Amat, Tratado de la Iglesia de Jesucristo, o Historia eclesiástica, tomo séptimo, 2a
edición, Madrid 1806, pág. 381.
El animal divino 283
data de su mismo comienzo, como nos testimonia San Agustín (Ciudad de Dios,
libro vil i). Es, en todo caso, un hecho que la Iglesia Católica se caracterizó por su
frontal batalla contra los démones del helenismo. Nos interesa determinar los mo
tivos y el alcance de esta oposición, precisamente en la medida en la que contiene
un aspecto (y de los más importantes, en las últimas etapas históricas de las reli
giones) del enfrentamiento de las perspectivas terciarias a las secundarias.
El cristianismo acaso pueda considerarse como la religión terciaria (mono
teísta) que ha ejercitado del modo más radical el programa de Protágoras —«el
hombre es la medida de todas las cosas»— y, por ello, ha puesto al hombre en el
lugar más elevado de la creación. En realidad, en el lugar más elevado, no sólo
del mundo corpóreo, sino del universo en general. En efecto, el hombre es el lu
gar de la parusia, en donde Dios va a encarnarse y, de este modo, la creación
misma va a quedar justificada. Semejante antropocentrismo contrasta con las vi
siones más características del paganismo helénico. En el «paganismo», en efecto,
puede decirse que el hombre quedaba anegado en su condición de partícula en
tre las infinitas de la tyvat £. Y ello, aunque se le reconociera un XóyoQ Porque
de este ÁóyoC:también participan los demás seres. El estoicismo (tan afín al cris
tianismo en muchos aspectos) contrastaba notablemente con el cristianismo en
este punto. El universo entero está penetrado del logos: Dios es inmanente al
mundo real; el mundo se organiza como una escala gradual en la cual el hombre
ocupa sólo un lugar intermedio, precedido por plantas y animales y seguido por
demonios de muy diversas especies. Frente a esta concepción, el cristianismo en
señaba que el Dios transcendente se ha hecho carne, precisamente en el punto in
termedio de la escala. Y, por ello mismo, todo comenzará a girar en su torno. Y
esto es antropocentrismo metafísico.
Que el antropocentrismo había llegado a ser una tesis característica de los
cristianos (aunque no fuera exclusiva suya) puede probarse por el testimonio de
Celso. «Una sola afirmación de la doctrina cristiana [dice en su Doctrina verda
dera} quiero tratar detenidamente, a saber, que Dios lo ha hecho todo para el hom
bre. Mas se puede demostrar por la historia natural de los animales y por la inte
ligencia que aparece en ellos que el mundo no fue más bien hecho para el hombre
que para ellos. En primer lugar, ni truenos ni relámpagos ni lluvias son obra de
Dios; y luego, aun concediendo que lo fueran, no se producen esos fenómenos
más para alimentarnos a nosotros que a las plantas, a los árboles, hierbas y espi
nas. Y si se replica que todo esto nace y crece para el hombre, ¿qué motivo hay
para afirmar que crece más bien para los hombres que no para los animales irra
cionales más feroces? Nosotros, a la verdad, con fatigas y trabajos, apenas si a
fuerza de sudores logramos alimentarnos; para ellos, en cambio, “todo nace sin
siembra y sin arado”. Y si se alega el verso de Eurípides “el Sol y la noche está
al servicio de los hombres”, ¿por qué más a nuestro servicio que al de las hormi
gas o al de las moscas? Porque también a ellas la noche les sirve para descansar
y el día para ver y trabajar. Y si alguno nos replica que somos los reyes de los ani
males, porque los cazamos y nos los comemos, ¿no podríamos con más razón de
cir que fuimos nosotros hechos para ellos, pues nos cazan y nos devoran? Y no
284 Gustavo Bueno
(246) Celso, Doctrina verdadera, iv, 74-79. Traducción de Daniel Ruiz Bueno en Padres apolo
gistas griegos (s. n), bac, Madrid 1954, págs. 67-68.
(247) Federico de Onís, Introducción a la edición de Clásicos castellanos.
El animal divino 285
sudor humano, sino solamente fecundada por el cielo y las nubes. Estamos, pues,
en aquella edad (para decirlo con palabras de Don Quijote, i, 11) en la que «aún
no se había atrevido la pesada reja del corvo arado a abrir ni visitar las entrañas
piadosas de nuestra primera madre». En una palabra, Cristo es fruto de una Vir
gen, la Tierra. La tierra es símbolo de la Virgen, tanto como la Virgen lo es de la
Tierra. De la Tierra virgen brota, como su fruto interno y silvestre (es decir, an
terior al hombre y a la historia), un pimpollo, «un arbolico que sube hasta Dios».
Este pimpollo es Cristo. Y es Cristo lo que da razón de que el mundo haya sido
creado por Dios. Al margen de la Trinidad, la creación sería incomprensible. «Por
manera —dixo Marcello [Fray Luis]— que Dios, porque es Bien infinito y per
fecto, en hacer el mundo no pretendió recibir bien alguno del, y pretendió algún
fin, como está dicho. Luego si no pretendió recibir, sin ninguna duda pretendió
dar; y si no lo crió para añadirse a sí algo, criólo sin ninguna duda para comuni
carse El a sí, y para repartir en sus criaturas sus bienes.» Si, por su naturaleza, las
cosas se asemejan ya a Dios y por la Gracia (por los dones sobrenaturales) reme
dan al ser y la condición y estilo de Dios, por la unión personal (Cristo, la unión
hipostática) las criaturas vienen a ser el mismo Dios, porque se juntan con El en
una misma persona. En resolución: Cristo es la razón última de la creación del
mundo finito, porque en Cristo el mundo alcanza el grado más elevado que un
ser finito pueda alcanzar: la apoteosis, la unión hipostática. Y no son los ánge
les, quienes han alcanzado este grado último, ni los demonios, sino los hombres,
a través de Cristo. En la escala de la naturaleza, por tanto, el hombre ocupa el lu
gar más alto, y se pone en presencia inmediata del mismo Dios. El hombre reca
pitula al mundo íntegro que es, sólo por ello, «templo de Dios». Este hombre di
vinizado (por Cristo) precisamente por ser el fruto —el pimpollo—de la naturaleza,
no ha sido el resultado del sudor del arado o de la azada, de la voluntad y desig
nio contingentes humanos, sino de un designio que está por encima de la propia
voluntad humana y que Fray Luis (paralelamente a Giordano Bruno, aunque con
otro sonido) identifica con la deidad misma. Fray Luis de León —en la tradición
de San Anselmo, opuesta a la de San Gregorio (para quien el hombre es un acci
dente de la creación, determinado por la rebelión de los ángeles) habría trazado
al pensamiento la órbita en la que todavía se moverá Hegel248.
Es la órbita que sigue un universo que gira en torno al hombre (y a la Tierra
como su morada). Y no ya precisamente en cuanto centro astronómico (espacial),
sino, sobre todo, en cuanto centro dramático (temporal, histórico). Centro meta-
físico, en tomo al cual se organiza el argumento de la totalidad de lo que existe.
Por ello, la «revolución copernicana» no llegó a alcanzar los efectos fulminantes
que de ella podría haberse esperado, a saber, el desplazamiento del hombre de su
condición de centro del mundo. Antes bien, podría decirse que la «revolución co
pernicana» confirió a la Tierra una excentricidad peculiar, análoga a las excen
tricidades que los astrónomos (y luego Kepler) ya conocían. Una excentricidad
en virtud de la cual, la Tierra, sin perjuicio de que ella ya no pueda reclamar su
condición’de centro astronómico, siga siendo centro metafísico, el lugar del uni
verso de donde brotará la vida. La Tierra no será, pues, una estrella más (como en
el panteísmo de Bruno), sino el crisol de la vida, el humus que prepara el naci
miento del hombre. Y ello porque el hombre va a ser el punto en el que va a te
ner lugar la unión hipostática, Cristo, el fruto de la Tierra. La Tierra será, por
tanto, el centro del torbellino universal y, por eso, cabe decir que ahí reside me-
tafísicamente el origen del movimiento o devenir universal (ahí, no en la perife
ria, en donde Aristóteles ponía el Primer móvil). Es Cristo la razón de la creación.
Por su eficacia se mueven los elementos y los cuerpos celestiales (los dioses aris
totélicos). Por tanto, mientras en el orden de la Naturaleza el movimiento co
menzaba en la periferia del universo (el primer móvil recibía el movimiento del
primer motor y Jo transmitía a los astros, que a su vez lo retransmitían a los ele
mentos terrestres), en el orden de la Gracia (de la causa final) la Tierra (la vida,
el hombre, Cristo) es el lugar que pone en marcha el movimiento y lo transmite a
los demás seres, incluso a los astros y aun a los mismos serafines, querubines y'
tronos. Porque, sin dejar de girar en torno a Dios, se encontrarán girando ahora
en torno a Cristo, al hombre. (Es un aspecto más del amplio proceso que en otra
ocasión hemos designado como «inversión teológica».)
Es en este contexto del antropocentrismo metafísico, en el cual situamos,
desde luego, al cristianismo católico (y no de modo simple, sino, como queda di
cho, en tanto se mantiene en conflicto dialéctico permanente, explícito o implí
cito, con el teocentrismo propio de toda religiosidad terciaria), en donde cobra un
significado peculiar el tratamiento de la cuestión de los ángeles. Un tratamiento
que (según nuestro planteamiento) podrá ser todo menos claro y unívoco. Porque,
por un lado, los ángeles son pieza esencial de las concepciones no antropocén-
tricas del universo, características de las religiones secundarias; por otra parte,
si el cristianismo lleva en sí el germen del antropocentrismo metafísico, tendrá
que entrar en conflicto permanente con los dogmas que giran en torno a los án
geles (dogmas que, a su vez, ha recibido como herencia del Antiguo Testamento).
De aquí la necesidad de re-escribir una historia dialéctica del tractatus de unge-
lis en la tradición cristiana. Pues partimos del supuesto de que los propios teólo
gos cristianos difícilmente pudieron alcanzar la conciencia de la contradicción en
Ja que ese tractatus tenía que desenvolverse necesariamente. Por consiguiente,
será preciso interpretar a otra luz cuestiones y debates que, fuera de contexto, po
drán parecer puros delirios o juegos bizantinos (por ejemplo, para comenzar por
los más conocidos: «¿cuál es el sexo de los ángeles?», «¿fue el pecado angélico
un pecado de soberbia o fue un pecado de envidia?», o bien: «Luzbel, el príncipe
de los ángeles caídos, ¿fue un miembro perteneciente al orden de los serafines o
más bien pertenecía al coro de los querubines?»).
Sin duda, el inmenso mundo de los ángeles constituye una pantalla sobre la
cual han de proyectarse intereses y figuras característicamente humanas. Podrá
decirse, con gran fundamento, que la estructura del mundo de los ángeles es an-
tropomórfica y, más aún, que está modelada a imagen y semejanza de la socie
dad humana. Si el hombre es la «medida de todas las cosas», ¿no habrá de serlo
El animal divino 287
también del mundo de los ángeles? Ya el Pseudo Dionisio ofreció una visión de
|a jerarquía celeste de los coros angélicos que es obviamente un trasunto de la te
rrestre jerarquía eclesiástica: la primera jerarquía—querubines, serafines, tro
nos— corresponde al Episcopado; la segunda—dominaciones, virtudes, potesta
des— al Presbiterado; la tercera—principados, arcángeles, ángeles—-al Diaconado.
fjl padre Billuart (inspirado acaso por Fray Gerundio) todavía estrechaba más la
coordinación de las jerarquías angélicas con las jerarquías eclesiásticas y las ci
viles: las jerarquías angélicas (decía el ilustre dominico) corresponderían a las je
rarquías de cardenales, obispos y párrocos; o bien, en el orden civil, a las jerar
quías de los ministros del rey, gobernadores y alcaldes. Sin embargo, es opinión
común de los teólogos cristianos que la doctrina de las jerarquías angélicas an
tropomorfas no es doctrina dogmática cierta, sino sólo probable —y ello (nos pa
rece a nosotros) porque distinguen muy bien las formulaciones antropomórficas
de la Angelología y el propio material pre-antropomórfico (nosotros diríamos:
zQomórfico) sobre el cual aquellas formulaciones se aplican. Pues no son los án
geles (ni los demonios, ni los dioses) posteriores a los hombres, ficciones hechas
a su imagen y semejanza, como tampoco lo son los animales. Y, así como en Zoo
logía, el tratado de homine ha de venir después (en el orden natural) del tratado
de anímalibus, así también en Teología el tratado de homine habría de venir des
pués del tratado de angelis.
Pero el cristianismo introdujo un mundo, llamado sobrenatural (el mundo
de la Gracia), que, superponiéndose al orden de la Naturaleza, lo invierte, en cierto
modo, lo reorganiza (sin perjuicio de las declaraciones de los teólogos, según las
cuales sólo lo eleva de plano, sin cambiarlo). En realidad, cambia el sentido de
sus relaciones, a la manera como la causa final invierte las relaciones de la causa
eficiente. (Lo que era anterior pasa a ser posterior; lo último, el resultado, pasa a
ser lo primero en la intención, el fin.) Según el orden natural, en efecto, los án
geles (y esta doctrina fue establecida ya en el Concilio lateranense) fueron crea
dos en el primer día (puesto que son los seres más perfectos y más próximos a
Dios) y el proceso de su «evolución» (por ejemplo, su caída) discurrirá, por tanto,
con independencia de lo que pueda ocurrirle al hombre, obra del sexto día. Pero,
según el orden sobrenatural, lo que iba a ocurrirle al hombre comenzó a reper
cutir (metalépticaniente, cabría decir) en la propia «evolución» de los ángeles,
tanto como, al menos, recíprocamente. El conflicto dialéctico entre el orden na
tural y el orden sobrenatural (o, si se prefiere, el conflicto entre esas líneas dife
rentes cuyo entrecruzamiento constituye la dogmática cristiana y que habría sido
formulado por medio de los conceptos de naturaleza y sobrenaturaleza) se ela
borará según diversas figuras de compromiso inestable, de las cuales las más im
portantes, a nuestros efectos, acaso sean las siguientes:
Una primera figura según la cual se tenderá a presentar la evolución de los án
geles como un proceso independiente de la evolución del hombre, pero no recípro
camente. En efecto, los ángeles creados por Dios, en su estado de naturaleza, pu
dieron pecar. (Si hubieran sido elevados en un principio al estado de Gracia santificante,
su pecado no hubiera sido posible.) El pecado de los ángeles habría consistido en
288 Gustavo Bueno
AaielúbBMos, .ilgünos dé Üoi cuales pueden. ier tauy semejantes a. áosotros ’oextraterres-
‘.tet,que-.vivan «toen» planeta»;, pero, tamban Jos' hay-malos. Se los conoce por tu»: obras
Us'. consejos, porque ’los buenos aconsejan-virtudes y obediencia * los Mandamientos de
JMpí.I dejla Santa Iglesia, no ensefiando . nada .contra el dogma q . Credo católico. Perte-
mdéd'a' loé buenos los que trasladaron la‘CkWta de Naearet desde Palestina a Ixáreto
(Ztatia);. fos. qtío.|ra}eroB el Pilar y a la misma Virgen María en bermoeo trono de nube»,
a jZíragbza; los que abubciaban el Nacimiento del Mesías g los pastores y cantaron en su
honor-el «Gloría in. excelsi»Deo>.-A¿stos esa Jo» que representa el grabados. Su -poder,
«ú sabiduría y bondad es extraordinaria. Cuando traten con los hombres familiarmente,
como, y* Io nizo San Rafael Arcángel con Tobías, la tierra se convertirá en felicísimo
paraíso, desde el que seguramente se podrá ir con facilidad a otros muchos planetas pa*
cadUíaoos ea «ludida Era laterplanetaria, «n la que de este modo se -unirán Jos cíelos
con. Jó tierra, hecho* ai que se refieren algunas profecías.
Una interpretación, procedente de un autor católico, de los ángeles: del libro de Jeremías López (pseudónimo
de Francisco Arroyo), Hay extraterrestres malos que ayudan al Anticristo de quien se asegura que ha nacido ya
y reside en...». Piedras Albas (Cáceres) 1971.
Como contraprueba de Ja tesis mantenida en esta obra, en el sentido de interpretar a los extraterrestres de nuestros
días como una nueva modulación de los démones helenísticos (reducidos por el cristianismo ortodoxo a la condi
ción de entes espirituales, ángeles o diablos, sin perjuicio de las concesiones constantes a las imágenes zoomórficas,
siempre contestadas por los iconoclastas), cabe citar la tendencia que se abre camino entre algunos cristianos a rein-
terprctar a los iconos tradicionales de ángeles y diablos cristianos como extraterrestres.
290 Gustavo Bueno
turas tan excelentes como los ángeles no podría ser sino una exaltación de su pro
pio bien., no un querer algún mal absoluto, sino, a lo sumo, el querer un bien, aun
que fuera del orden (eligendo aliquid, quod sequndum se est bonum, sed non cuín
ordine dehitae mensúrete, aut regulae). Este bien sólo podría ser su propia exce
lencia; pero a este pecado pudo seguir inmediatamente un pecado de envidia —
pero de envidia hacia el propio hombre. Juan de Santo Tomás, con su caracterís
tico estilo, tratará de componer estas posiciones en conflicto de Santo Tomás y de
Suárez, sugiriendo que, aun cuando la razón formal de la soberbia angélica fuera
la propia excelencia (al margen del hombre), la materia in qua sobre la cual la so
berbia se ejerce pudo ser múltiple y la unión hipostática, el finís qui, esto es, la
cosa querida como materia de la propia excelencia (finís cui), de la cual no con
sideraba digno a ningún otro.
Y si la rebelión de los ángeles tuvo como motivo precisamente la envidia por
el puesto sobrenatural que Dios iba a asignar al hombre, a través de Cristo, se com
prenderá también que los ángeles caídos tendieran a ser concebidos como enti
dades orientadas a girar en tomo al hombre, a fin de destronarle de su puesto, para
hacerle perder su estado de Gracia, ya como tentadores de Adán, ya como tenta
dores de los hombres en general. Por ello, los demonios no residirán, al margen
de los hombres, únicamente en los lugares infernales, sino también cerca de los
hombres, en el aire caliginoso, como enseña el propio Santo Tomás251. Y, sobre
todo, los ángeles caídos terminarán por ser concebidos como un principio ma
ligno, que precisamente se orienta hacia la generación del Anticristo. Por ello, la
concepción de la historia humana como una lucha perpetua de Cristo o su Iglesia
con el Anticristo, habrá de referirse, más que a alguna suerte de subterráneo ma-
niqueísmo, al antropocentrismo metafísico propio del cristianismo. Por eso, el
Anticristo —sea Federico Barbarroja, sea Napoleón— terminará por ser aplastado
ante la gloria de Cristo, en la plenitud, en la plenitud de la historia humana, en el
Juicio Final (Valsecchi, y el llamado «pensamiento reaccionario», italiano, fran
cés y español del xvtu y xix).
Podríamos decir, en resolución (si enfocamos el estado de esta cuestión en el
siglo xv en los términos de «conflicto de las Facultades»), que, al final de la Edad
Media, y por influencia del cristianismo, la Facultad de Medicina se ve determinada
al reconocimiento del hombre como un animal que, sin embargo, ha de verse como
el animal más perfecto, como el soporte del espíritu. Mientras tanto, en la Facultad
de Teología el hombre habrá de ser visto, en principio, como el espíritu más bajo’,
un espíritu que estaba pasando de ser considerado como espíritu que ocupa el orden
más ínfimo en la jerarquía de los espíritus (un espíritu que es sustancia incompleta,
que necesita encarnarse) a ser considerado como el espíritu que, gracias a su cuerpo
y por la unión hipostática, está destinado a sobrepasar a todos los demás espíritus,
puesto que se hace Dios mismo (Fray Luis de León). ¿No habría de repercutir esta
transmutación teológica en la ideología característica de la Facultad de Medicina?
Sin duda y, si no nos equivocamos, el resultado más directo de esta repercusión ten-
(]j4 el sentido de una tendencia a la disociación del hombre respecto a los animales,
cuya serie formaba la cabeza. El hombre es único: «...el gato parece formado a
sgíhejanza del tigre, el perro a la del lobo, el camero a la del camello: en suma, to-
los géneros tienen su consonancia, excepto el hombre», dice Sturm, en sus Re
flexiones sobre la Naturaleza (ed. 1852; 6:121). Los animales podrán seguir siendo
vjStos con una coloración fuertemente religiosa; pero, o bien ésta se reduce a pura
algorfa (la serpiente, en el Physiologus y otros bestiarios, es imagen del cristiano
parque cuando busca una angosta hendidura para restregarse en las paredes y des
penderse de su vieja piel, representa al cristiano que busca la piedra espiritual, que
Cristo), o bien es encamación de númenes demoníacos a los cuales pueden llegar
a vencer los padres de la Tebaida, según el texto de San Lucas (x, 19): «Veis, que os
dado potestad de pisar sobre serpientes, y escorpiones, y sobre todo el poder del
efiemigo: y nada os dañará.» La escultura y la pintura cristianas rebosan animales
monstruosos que devoran al hombre pecador, pero también animales monstruosos y
ofdinarios, sobre los cuales se alza la figura de Adán (como en el famoso díptico de
marfil del siglo iv que se conserva en el Museo de Bargello, de Florencia).
El hombre-divinizado, es decir, elevado por encima de los ángeles, se compa
dece mal (en la fase terciaria) con el hombre-animal-, la parte animal del hombre, en
resumen, difícilmente podría servir de eslabón real entre la cadena de los seres cor
póreos y la de los incorpóreos (una vez que el hombre había sobrepasado todos los es
labones). La parte animal del hombre nada tendrá que ver con el espíritu; ni siquiera
tendrá alma. Los animales serán máquinas, carecerán de conciencia, de sensibilidad
y, por tanto, el hombre no tendrá por qué tener la menor piedad hacia ellos. Esta pie
dad sería ilusorio antropomorfismo y mera sensiblería. Tal consecuencia del cristia
nismo, que lleva hasta su límite el desarrollo dialéctico de la religión primaria (pues
convierte la religión en la más descamada impiedad ante los animales), fue sacada con
asombroso rigor lógico por Gómez Pereira, muy cerca del lugar y tiempo en los que
Fray Luis de León concluía las fórmulas más exaltadas del antropocentrismo cristiano.
La justificación que da de su tesis Gómez Pereira en su Antoniana Margarita es de
ípdole inequívocamente espiritualista: si a los animales les concediésemos alma sen
sitiva, también habría que atribuirles el espíritu. Esta justificación de la tesis (que, con
todo, es muy actual, en cuanto se apoya en el reconocimiento de la afinidad entre la
sensación y la inteligencia) no excluye (nos parece) una probable influencia de la ideo
logía propia del nuevo esclavismo, consecutivo a la colonización de las Islas Cana
rias y, enseguida, de América. Una ideología que debía proporcionar recursos para
endurecer la sensibilidad ante las terribles situaciones determinadas por la saca de es
clavos africanos o caribes, a quienes se tendía, a su vez, a considerar como animales,
o cuasi hombres (¿acaso eran hombres los guineos a quienes Enrique de Portugal, en
cima de un poderoso caballo, contempla mientras son anebatados por sus tropas, como
si fueran ganado, para ser esclavizados?)252. Sin duda (pensarán algunos), los anima
les no merecen un trato tan cruel. Pero, ¿cómo hablar de crueldad ante las máqui-
(252) Antonio Rumeu de Armas, «Los problemas derivados del contacto de razas en los albores del
Renacimiento», en Cuadernos de Historia, n" 1, Instituto Jerónimo de Zurita, CS1C, Madrid 1967, pág. 78.
292 Gustavo Buena
ñas?253 Los escolásticos (alguno de los cuales, con Sepúlveda254, encontraba en las
tesis de Aristóteles sobre los animales desprovistos de alma racional una cobertura
ideológica suficiente para mantener en servidumbre a los indios), aunque insistían,
como los cartesianos, en las diferencias entre los animales y el hombre, creían que es
tas diferencias podrían explicarse adecuadamente a partir de la distinción entre el alma
sensitiva y el alma racional. Distinción oscura y ad hoc, que es justamente aquella
que Gómez Pereira (siguiendo en este punto una larga tradición que, desde Empédo-
cles y Estrabón pasa por los estoicos y Plutarco y se continúa en la Edad Media, en
judíos como Maimónides y en cristianos como San Francisco) cree necesario borrar.
Pero sacando modas tollens todas las consecuencias, que son muy significativas en
una filosofía de la religión como la que aquí exponemos. Bayle, por lo demás, que
percibió claramente el significado religioso de esta tesis sobre los animales en el artí
culo Rotarías de su Diccionario histórico crítico —artículo en el que tuvo el cuidado
de citar la opinión de Celso sobre la racionalidad de los animales, como opinión pre
cisamente dirigida contra los cristianos— subrayaba la «desgraciada situación» en la
que se encontraban los escolásticos ante el dogma del alma sensitiva, a la vez que re
conocía (acaso con oculta ironía) que la tesis de Pereira, «tan ventajosa para la ver
dadera fe» —por su perspectiva antimaterialista—, era muy poco verosímil255.
Lo que se llama «descubrimiento del hombre y de su dignidad» en el huma
nismo moderno, ¿que otra cosa podía ser (puesto que el concepto de autoconciencia
del hombre, en términos absolutos, carece de sentido y es metafísico) sino esta nueva
toma de posición én el espacio de los ángeles y de los animales? Fue la filosofía car
tesiana la que recogió a manos llenas estos resultados y los sistematizó en forma sen
cilla y geométrica. En el universo, aparte Dios, sólo hay dos sustancias, la res extensa
y la res cogitans. Pero la sustancia pensante es justamente la que habita en el hom
bre. El mundo que rodea al hombre es, como su propio cuerpo, extensión pura; es
decir, los astros ya no son habitados por ángeles buenos, ni siquiera movidos por
(253) Unos de los argumentos (ad hominem) de Gómez Pereira para probar el automatismo de las
bestias es precisamente éste: sería inhumano (si los brutos tuviesen sensaciones) tratarlos con la cruel
dad y atrocidad habituales (los cargamos con grandes pesos, les damos latigazos, les herimos con hie
rros). Luego, si no consideramos atroz esta conducta, es porque no les concedemos sensibilidad. An-
rrwnana Margarita, Medina del Campo 1554, col. 22.
(254) Lo que sugerimos es asociar, como partes de un mismo movimiento, estas dos maniobras
ideológicas paralelas: la de Gómez Pereira, rebajando a los animales al rango de las máquinas, y la de
Sepúlveda, rebajando a los indios al rango de bárbaros, muy próximos a la animalidad. «La primera
[causa en que se funda la justicia de la guerra hecha por los españoles a los indios] es que siendo por
naturaleza siervos los hombres bárbaros, incultos e inhumanos, se niegan a admitir la dominación de
los que son más prudentes, poderosos y perfectos que ellos...» (Juan Ginés de Sepúlveda, Demacró
les altcr, sive de justis belli causis apud indos, hacia 1548, traducción de Marcelino Mcnéndcz Pe-
layo, en el Boletín de la Real Academia de la Historia, tomo 21,1892, cuaderno 4, pág. 347). El texto
anterior debe de ir confrontado con el celebre texto de la Política de Aristóteles, traducida por el pro
pio Sepúlveda: «Non est igiturdubitabile, quin homines quídam ad libertatem nati sint, alii ad servi-
tutem, quibus hoc ipsum ut serviant commodum est atque justum.»
(255) «C’esl dommage que le sentiment de Mr. Descartes soil si difficilc a souteur, et si cloigné
de la vraiscmblcnt; car il est d’aillcurs tres avantagcux á la vraie foi, et c’est fuñique raison que cntpó-
chc quclques personnes de s'cn de partir», Bayle, Dictionnaire, sub voce «Rorarius».
El animal divino 293
ellos; ni el aire caliginoso es el lugar donde podemos encontrar a los ángeles ma- ■
los256257
. Los cuerpos de los animales, no sólo no están ya habitados regularmente por
demonios; ni siquiera por almas sensibles. Tanto más necesaria era esta filosofía me-
canicista en el siglo xvn cuanto más avanzaba la ola de superstición, cuanto más cre
cía la marea de las posesiones diabólicas —las energúmenos de San Plácido, las po
sesas de Loudun, las brujas de Salem. Es como si un certero instinto advirtiese a los
cristianos que su antropocentrismo sólo podía cobrar su verdadero significado, y
mantenerlo, en el contexto de los coros angélicos. Los cristianos sabían que en el mo
mento en que este contexto se pusiera entre paréntesis, el antropocentrismo había de
derivar hacia una fórmula vacía, la res cogitans del solipsismo.
Supuestas estas premisas, se comprenderá que el renacimiento que en nues
tros días experimenta el interés por los extraterrestres (es decir, el renacimiento de
los demonios, de los genios aéreos o ígneos, en suma, corpóreos, animales) sólo
desde una perspectiva sectaria e interesada (la del cristianismo) pueda interpretarse
como un sucedáneo de la fe cristiana (incluida en ella la creencia en los ángeles)
«que el materialismo contemporáneo está sofocando». Más adecuado sería inter
pretar este renacimiento de la demonología como un proceso que tiene lugar al
compás mismo del desfallecimiento del cristianismo, pero en razón de que es éste,
es decir, Cristo, quien tenía represados a los demonios. El renacimiento de los de
monios, desde nuestra perspectiva, se nos manifiesta como una refluencia, no como
un sucedáneo-, es un volver a fluir corrientes retenidas de mucho atrás, cuando la
presa ha comenzado a quebrar por todos los lados —la presa antropocéntrica251.
1. Una vez que ha sido expuesto el curso global del desarrollo de las reli
giones positivas, podemos abordar las cuestiones relativas a lo que hemos llamado
el cuerpo de la religión, en la medida en que también este cuerpo forma parte de
su esencia. De una esencia que no permanece rígida, sino que va cambiando en
el mismo proceso de su evolución.
Pero mientras esta evolución, considerada desde la perspectiva de su curso,
se nos manifiesta como una sucesión de fases específicas que llegan a sustituirse
las unas a las otras, considerada desde la perspectiva de su cuerpo se nos mani
fiesta, sobre todo, como un crecimiento o adquisición de capas que se acumulan
a las anteriores, haciendo cada vez más complejo el material religioso, ampliando
el radio de su esfera. Como quiera que estas capas esenciales (entre las que no
consideraremos las adherencias aleatorias o detenninaciones adventicias que pue
dan agregarse al núcleo o a sus metamorfosis) suponemos que se adquieren pre
cisamente al compás del ritmo marcado por las fases específicas del curso, de la
religión, de ahí también que la exposición de lo que llamamos cuerpo esencial de
la religión deba venir después de la exposición de su curso. Por lo demás, noso
tros nos limitaremos, en esta ocasión, a una simple exposición general de los pro
blemas que a la filosofía de la religión suscita el concepto de esencia que veni
mos utilizando y de la línea general por donde irían nuestras respuestas.
Los problemas relativos al cuerpo de la religión pueden considerarse como
la reelaboración filosófica del tratamiento empírico que las ciencias fenoménicas
de la religión dan a su material. Se nos muestra este material, en efecto, como un
agregado de partes o componentes muy heterogéneos, muchos de los cuales no
tienen por qué albergar directamente un significado religioso (aunque histórica y
socialmente, y aun teológicamente—¿nucamente—aparezcan indiscutiblemente
asociados unos a otros). Pero el punto de partida del planteamiento filosófico es
la distinción entre los nexos esenciales y los nexos empíricos o contingentes en-
296 Gustavo Bueno
trc las partes. Y los criterios de esta distinción no pueden ser establecidos etnpí
ricamente', ni siquiera en virtud de un análisis lógico genérico, que separe lo e.y
peeifico de lo común. Ello es debido a la sencilla razón de que, según nuestro plan
teamicnto, las partes del cuerpo de la religión han de proceder del exterior de
núcleo (por tanto, de fuentes comunes o genéricas a otras categorías dadas en lo>
ejes radial y circular).
En el fondo, de lo que se trata (a propósito del cuerpo de la religión) es de
medir la virtualidad del núcleo fijado, combinado con categorías radiales y cir
culares (y supuesto que ese núcleo no puede darse existencialmente aislado en el
puro eje angular), para conducirnos a aquellas determinaciones positivas que, de
acuerdo también con los fenómenos, pueden considerarse como esenciales a la
religión, en tanto esta va desenvolviéndose según las fases internas de su curso
(determinado, a su vez, por episodios que no siempre son angulares). Casi nadie
discute (aunque debiera ser siempre discutido) que el culto a los muertos perte
nece a la esfera religiosa, e incluso se toma como criterio de la religiosidad pale
olítica; casi nadie discute, y también debiera ser siempre discutido, que la dog
mática ligada a la concepción del mundo forme parle de la esfera religiosa. Pero
de lo que se trata es de mostrar la razón por la cual estos componentes (en tanto
que, por sí mismos, no son religiosos —los rituales de enterramiento pueden te
ner un alcance simplemente mágico, o higiénico, o político, o psicológico: se ata
al cadáver para evitar que, por la noche, pueda atacar, vengativo, al grupo; las con
cepciones cosmogónicas pueden ser consideradas como simples episodios de la
historia de las ciencias de la filosofía) se vinculan esencialmente a la religión (y
no ya sólo al núcleo, sino unos con otros), así como de determinar en qué fase de
su curso aparece ese nexo como esencial.
Es esta una distinción que apenas suele alcanzar importancia en el marco de
las teorías de la religión. De ahí la tendencia a considerar, sin más, a propósito de
la religiosidad primitiva, desde luego, a su cosmología, o a los rituales funerarios
como ligados, no sólo a la religiosidad primitiva, sino también a las religiones su
periores. Sin embargo, no es nada evidente que los rituales funerarios puedan con
siderarse como algo ligado de suyo a la religión, tomada en general, ni tampoco
los dogmas cosmogónicos. En cualquier caso, una concepción filosófica de la re
ligión tiene que intentar alcanzar la raíz de tales conexiones, aun partiendo de su
realidad empírica. Para ello, es preciso apelar a algún criterio uniforme. Porque,
en realidad, más que de ausencia de criterios podría hablarse de utilización (por
parte de los científicos de la religión) de criterios cambiantes o, simplemente, lo
mados de las teologías terciarias. Por ejemplo, quienes atribuyen un significado
religioso a los enterramientos musterienses suelen hacer uso del criterio escato-
lógico: «Los enterramientos intencionales demuestran que los hombres nean
derthales tenían ya preocupación por la supervivencia de sus almas» (lo que, al
parecer, constituye ya obviamente un motivo religioso). Nosotros, en cambio, en
contraríamos justificado conectar el núcleo de la religión —o sus metamorfosis
secundarias— con las prácticas funerarias, pero a través, por ejemplo, de los mi
tos asociados a la metempsicosis. (Si el muerto, o el alma del muerto, es perci
El animal divino 297
bida como una entidad que tiene que ver con el reino animal, una filgia de la mi
tología escandinava, entonces se comprende que las prácticas funerales deban ser
directamente asociadas a la religión primaria y, naturalmente, esta construcción
especulativa, podrá figurar como hipótesis de trabajo para el investigador.) Pero
no se trata sólo de sustituir un criterio por otro, sino de mantener un criterio uni
forme y adaptado al desarrollo del núcleo de la religión en un cuerpo positivo, que
varía a través de las diferentes fases de su curso.
(258) «■Por ejemplo, un árbol sagrado o cultual podría haber adquirido esta función por metoni
mia de un dios-ave; el árbol, sin embargo, no sería todavía propiamente un templo.n
300 Gustavo Bueno
de las iglesias cristianas después del edicto de Milán del 312 y quizá inmediata
mente antes de él»259. Es importante constatar cómo la naturaleza dialéctica se
gún la cual hemos concebido el curso de la religión terciaria se manifiesta en el
cuerpo mismo de la religión en determinación tan obvia (empíricamente) como
pueda serlo el templo. En el período primario la realidad del lugar sagrado, como
recinto acotado y opuesto al mundo profano, no plantea dificultades mayores y se
deriva directamente de la irradiación o aura del animal numinoso (o de su sím
bolo o fetiche) a su obligado habitáculo. Los lugares sagrados aparecerán, en mu
chos lados, con signo muy heterogéneo y en dialéctica recíproca, del mismo modo
que múltiples y heterogéneas son las especies numinosas.
sas que representan al numen animal, látigos, &c.), así como también todo lo que
tiene que ver con la ofrenda y el sacrificio (por ejemplo, la entrega al animal nu
minoso de cuerpos humanos o de cuerpos de otros animales). Todo este tejido ten
dría, en la fase primaria, un sentido global muy definido en principio, a saber, la
ejecución simbólica (institucional) de actos orientados a la propiciación, adula
ción, defensa, caza o reproducción del animal numinoso.
D) Por último, entre las determinaciones que habría que referir al «tejido de
interconexión», citaríamos principalmente el conjunto de representaciones y de
normas de conducta (tipo tabúes) que, cualquiera que sea su contenido, puedan
considerarse afectadas por las determinaciones anteriores, aunque no sea más que
porque han de ajustarse a ellas.
A) Refiriéndonos a los tejidos que brotan más directamente del eje radial,
habrá que citar, ante todo, como órganos más señalados del cuerpo de la religión
que alcanzan su diferenciación plena en esta fase secundaria, a los templos. El
templo procede del lugar sagrado de la fase primaria (en cuanto a la organización
del espacio se refiere). Pero lo reconstruye como un lugar ad hoc una vez que ha
aparecido la aldea, que, en ocasiones, se habrá edificado precisamente en tomo al
lugar sagrado. («No era simplemente [dice Mumford261 hablando de los templos
de la «era eotécnica»] que los pilares mismos, en el más tardío gótico, se pare
cieran a troncos de árboles entrelazados o que la luz filtrada dentro de la iglesia
tuviera la penumbra del bosque, mientras que el efecto del cristal brillante fuera
como el cielo azul o la puesta de sol vistos a través de las ramas.») Ahora bien,
(261) Lewis Mumford, Técnica y civilización (1934), Alianza, Madrid 1971, pág. 137.
302 Gustavo Bueno
desde kis premisas que venimos utilizando, la teoría del templo adquiere una pro-
blematicidad característica, puesto que el templo no puede definirse meramente
como el lugar sagrado «incorporado a las estructuras urbanas» (la cueva artifi
cial, la casa de Dios, el habitáculo del ¡turnen). Sin duda, se mantendrán amplia
mente estas funciones, pero lo esencial es que van apareciendo funciones y si
tuaciones nuevas, precisamente las que constituyen la especificidad (interna,
religiosa) del templo frente al lugar sagrado. Un lugar sagrado, reforzado por un
edificio, aunque en apariencia sería un templo, sólo se diferenciaría del lugar sa
grado primario por motivos extrarreligiosos, a saber, el desarrollo de la tecnolo
gía arquitectónica. En efecto, en tanto que los númenes primarios se han trans
formado en dioses, ya no están confinados a un habitáculo, nicho o guarida finitos
(porque los establos o las granjas reales, aunque contienen a los antiguos núme
nes, ya no serán, en general, templos, al perder sus inquilinos el coeficiente nu
minoso). Los dioses han llegado a habitar lugares celestiales, inaccesibles, o in
cluso inaccesibles lugares terrestres o marítimos. (La religiosidad secundaria,
paralela al descubrimiento de la navegación, puede haber incorporado nuevos nú
menes nucleares, con la figura de monstruos marinos, que se añaden al Bchemoth
terrestre: Leviathan, cuyo «estornudo es resplandor de fuego, y sus ojos, como los
párpados de la aurora», y ante el cual tiemblan espantados los mismos ángeles,
según el capítulo xli del Libro de Job.)
En consecuencia, la casa o habitáculo de los númenes secundarios ya no será
el templo. El templo, sin embargo, conservara una de las funciones propias de los
lugares sagrados precursores, a saber: la del lugar en el cual el numen divino puede
aparecer ante los hombres, pero según su propia voluntad. Acaso, de un modo in
termitente, posando en el templo como estación de paso, en sus viajes de largo al
cance. Habrá situaciones intermedias: en Mcdamud, al nordeste de Karnak, las
excavaciones han sacado a la luz el santuario del Buey sagrado de Montu, re
construido en época ptolomeica. Esta instalación formaba exteriormente un cuerpo
con el templo, al que duplicaba poco más o menos en tamaño, pero sin comuni
car con el interior de él. (Los Heles que venían a consultar los oráculos del Buey
sagrado no tenían necesidad de pasar por el templo propiamente dicho.) Un caso
en el que la conexión entre el templo y el numen zoomórfico aparecen con sin
gular nitidez lo encontramos en el edificio maya, estilo Chenes, de Hochob, Cam
peche: se trata del templo de Itzan Na, llamado «La casa de las iguanas» (it:an se
traduce a veces por lagarto, en el sentido de «cualquier reptil saurio, desde la
gartija a caimán»). Itzan Na, que algunas fuentes identifican con Hunab Ku (a pe
sar de muchos informes, como el de López de Cogolludo, que lo describen como
incorpóreo y, por tanto, no reprcscntable en figuras) es una deidad típica de la que
llamamos fase secundaria, una deidad de índole celestial. (Los cuatro Itzan Na
han sido identificados por Thompson con monstruos celestiales que son parcial
mente cocodrilo, lagarto o serpiente y hasta pueden tener rasgos de venado, cuer
nos o pezuñas hendidas.) Pues bien, la fachada de este edificio tiene la forma de
un enorme rostro de Itzan Na, en el que la puerta es la boca abierta, las ménsulas
del dintel son los dientes, &c.
El animal divino 303
(264) Lcopold Sabourin, Priesthmxl. A coniparative study, Brill, Leiden 1973, pág. 13.
El animal divino 305
rísticas. Por ello, es a partir de estos límites (que se tocan de vez en cuando, en
momentos históricos ya muy tardíos) de donde podemos tomar las perspectivas
adecuadas para percibir el significado del proceso en su conjunto (puesto que,
como decimos, este significado se mantiene oculto tenazmente, en virtud de me
canismos de confusión objetiva).
cristianismo originario» (una «vuelta» que sólo pretendió haberse logrado en epi
sodios tan efímeros como el que encabezó Juan de Leyden).'®i
La peculiaridad del Cristianismo (dentro de las religiones terciarias) en lo que
concierne a la definición del templo en función del dogma del Hijo (de Cristo, en
cuanto presente realmente en la Eucaristía) se refuerza con la peculiaridad del «Cris
tianismo real» derivada del dogma del Espíritu Santo, en cuanto dogma que tiene
que ver con la definición de la Iglesia. Ante la imposibilidad de abordar este in
menso asunto (que hemos tratado en otras ocasiones) me limitaré a hacer una re
ferencia a la posibilidad de investigar en las implicaciones entre el dogma de la
Trinidad (y, en especial, en la interpretación del dogma del Espíritu Santo) y la de
finición de la Iglesia, como vía para comprender la significación peculiar de la Igle
sia romana en tanto que es institución histórica única (idiográfica), sin paralelo en
otras religiones. El punto de partida es la constatación de que los grandes Conci
lios trinitarios (Nicea, Constantinopla) se celebran a partir de la formalización de
la alianza entre la Iglesia cristiana (paulina) y el Estado romano, de Constantino a
Teodosio n. Y que en estos concilios, el arrianismo y el macedonianismo quedan
gradualmente eliminados a la par que la Iglesia romana se va separando del bi-
zantinismo, principalmente en la cuestión del Filioqne. La tesis central sería esta:
que el dogma del Espíritu Santo, «que del Padre y del Hijo procede», se despliega
en función del desarrollo de una Iglesia (en rigor, esta tesis fue ya conocida y en
señada por Sabelio en el siglo m, aunque en el contexto de otras doctrinas heréti
cas), como organización de una comunidad espiritual internacional, que toma cuerpo
frente al Imperio romano y a los Estados sucesores y que tiene, por tanto, un pro
fundo significado político aunque indirecto, a través de las relaciones del Papa con
el Emperador. La Iglesia romana se ha configurado como un espacio nuevo, que
no es transcendente, sino inmanente, pero sobre-natural (cuando tomamos como
criterio de lo que es natural, el Estado). La nueva realidad que es la Iglesia (en sí
misma y en su relación con Cristo, por un lado, y con el Dios-Padre de los filóso
fos por otro) no podría haber sido conceptual izada con categorías griegas (el Es
tado, la familia) y sería precisamente la Idea del «Espíritu Santo» aquella Idea que
permitirá formular la nueva realidad. Según esta nuestra perspectiva «sabeliana»,
la Iglesia dejará de ser simplemente la institución fundada por Cristo, un recuerdo
histórico acaso, para convertirse en una realidad que va creciendo y que tiene una
vida propia, abierta hacia el futuro, porque procede, no sólo del Hijo, sino también
del Padre, por espiración. El bizantinismo brotaría en cambio, creemos, no mera
mente de las dificultades derivadas de entender la presencia del Ser superpersonal
de Dios en las diferentes iglesias266, sino del conflicto entre una Iglesia definida
por un acontecimiento pretérito que se aleja cada vez más, y una Iglesia definida
por un futuro rico en dones (Sacrtim septenarium) que, lejos de terminarla, la agranda
y consolida —un conflicto que en su estilización simbólica (zoomórfica) contra
pone el animal terrestre, el cordero, al animal aéreo, la paloma.
(266) Como sugiere Philip Sherrard en su libro The Greek East and the Latín West, a stndy in the
Christian tradition, Oxford University Press, Londres 1959.
308 Gustavo Mucho
C) Las religiones terciarias dan lugar a las formas más estilizadas del culto,
a la oración mental, a la mística y, con frecuencia, en particular, al desprecio ab
soluto por los animales, como bestias inmundas o irracionales, juntamente con el
desinterés por el mundo físico, como «valle de lágrimas» y lugar de paso (por su
puesto estas formas no son exclusivas). Ahora aparecen, o se profundizan, las ca
tegorías de pecado y culpa, el desarrollo de las religiones soteriológicas ligadas
al crecimiento del interés por la individualidad corpórea. Todo ello, unido a un
despliegue masivo y tecnológico de la liturgia, del arte sagrado, de la arquitectura
y la música sacra, continuando, en un nivel mucho más complejo, el ritmo del de
sarrollo de las formas precursoras de la fase secundaria.
Este curso ha conducido a la exaltación del hombre, como único ser corpó
reo dotado de espíritu, como un hombre que (en el cartesianismo, en el hegelia
nismo) sólo llega a la conciencia de sí mismo por la presencia directa ante Dios.
Pero cuando la fe en este Dios terciario se extingue, o se identifica con la fc
en el hombre mismo («la muerte de Dios»), el hombre queda aislado, extraviado,
entregado a sí mismo, y, por tanto, puesto que no es sustancia, a la nada («la muerte
del Hombre»),
No es extraño que, desde la perspectiva de la teología terciaria, se interprete el
creciente interés de nuestro siglo por los extraterrestres, por un lado, y por los ani
males, por otro, como un sucedáneo de la religión perdida. Porque, en efecto (y ate
niéndonos a lo que nos importa) el lenguaje utilizado incluso por hombres eminen
tes de nuestros días para referirse a los animales, se asemeja notablemente al lenguaje
religioso. He aquí un párrafo de Konrad Lorenz: «¿Existe alguna justificación para
añadir otra raza de perros a las muchas ya existentes? Creo que sí. Si se prescinde
de algunas profesiones, como cazadores o policías, la mayor parte de las personas
buscan en un perro satisfacción espiritual. Lo que puede proporcionar un perro es
semejante a lo que da un animal salvaje que nos acompaña a través del bosque: una
posibilidad de restablecer el vínculo directo con la naturaleza que el hombre civili
zado ha perdido.» Y termina: «Hemos de ser sinceros para reconocerlo y no enga
ñamos sosteniendo que necesitamos al perro para vigilancia y protección. Puede ser
cierto que lo necesitamos; más no para eso. Sea como fuere, puedo decir por expe
riencia que en ciudades extrañas y durante tiempos calamitosos, he deseado la com
pañía del perro que me seguía y he hallado gran consuelo en el simple hecho de su
existencia. El ha sido para mí un apoyo comparable al que se encuentra en los re
cuerdos de la infancia, en la memoria de los tupidos bosques de nuestra patria, en
algo que nos vaya diciendo que, en el fluir constante de nuestra vida, nosotros se
guimos siendo siempre nosotros. Pocas cosas me han dado esta seguridad de ma
nera más evidente y tranquilizadora que la fidelidad de un perro.»267
2. Sin embargo, nos parece más teológica (terciaria) que filosófica la inter
pretación del nuevo interés por las inteligencias y voluntades extrahumanas como
verdadero sucedáneo de la fe en el Dios vivo, el Dios de la religión terciaria. Filo
sóficamente, como ya hemos dicho, nos parece que el interés por los extraterres
tres es una refluencia histórica de la religión secundaria, represada enérgicamente
por el monoteísmo humanista cristiano en su «lucha contra los ángeles». Y podría
decirse con fundamento que el interés por los animales constituye una refluencia
de momentos aún anteriores, cercanos a la situación de la religión natural. Porque,
en efecto, y desde una perspectiva antropológica que reconozca la efectividad de
las determinaciones fundamentales de una dimensión angular humana, podría afir
marse que el interés por los animales es un interés verdadero y constitutivo del
hombre mismo. Incluso nos atreveríamos a utilizar un tecnicismo teológico acu-
(267) Konrad Lorenz, «Después de todo la fidelidad existe», del libro Hablaba con las bestias,
los peces y los pájaros (El anillo del rey Salomón), Trad. española Labor, Barcelona 1975, pág. 225.
El animal divino 311
Supennan
ñado.en la fase terciaria, «religación», para designar a esta relación angular del
hombre con los animales. Incluso sin necesidad de elevar a los animales a la con
dición de númenes, en tanto esta religación es relación constitutiva (transcenden
tal) del hombre mismo. Es un camino análogo, pero inverso, a aquel que seguimos
al aplicar el concepto de religión natural a una relación de los protohombres con
los animales. Sólo en la religación del hombre con los animales (sólo desde la pers
pectiva del eje angular) será posible comprender, en su justas proporciones, las re
laciones de los hombres con la naturaleza y las relaciones de los hombres entre
ellos mismos («las relaciones del hombre consigo mismo»). Cuando la conciencia
de la religación se eclipsa, se diría que no sólo las relaciones del hombre con la na
turaleza (las relaciones radiales), sino también las relaciones de unos hombres con
otros (las relaciones circulares) se distorsionan, se desfiguran.
Desde luego, esto ocurre con las relaciones radiales, soporte de la concien
cia del lugar relativo que ocupamos en la naturaleza (una conciencia que algunos
consideran como meramente especulativa, pero que no es otra cosa sino el plano
del mundo y, por tanto, instrumento de indudable significado práctico). Cuando
ponemos entre paréntesis el mundo animal, reduciéndolo a un mero episodio del
eje radial (como ocurre en el mecanicismo cartesiano), entonces, en el mejor caso,
el hombre se autoexalta, como puro espíritu, en el horizonte de la naturaleza y
sólo encuentra su término de medida en un Dios imaginario. Un Dios que no sólo
ha de conservarle en su existencia; tiene que conferirle su seguridad (el cogito),
pues lo ha creado nominatim. La doctrina de la evolución ha puesto las premisas
para desmoronar semejantes despropósitos metafísicos. Los hombres sólo brotan
a partir de los animales; estos son la referencia necesaria para establecer nuestra
inserción de origen con el mundo natural y para medir nuestras propias faculta
des en el campo de la realidad. A fin de cuentas, más exacto que decir, con los
cartesianos, que nuestra inteligencia sólo puede entenderse como un grado dis
minuido respecto de la sabiduría divina, es afirmar que lo que llamamos inteli
gencia o razón humana es sólo el exceso respecto de la estupidez de las aves. Por
que no es nada que pueda comprenderse en términos absolutos, o por relación a
un absoluto, como lo es el Dios terciario.
Sobre todo, el eje angular es una referencia imprescindible para analizar y
comprender el alcance de las relaciones de los hombres con sus semejantes, unas
relaciones que son ya explícitamente prácticas y eminentemente éticas y mora
les. Sólo en el contraste continuado de nuestras virtudes o de nuestros vicios éti
cos o morales —la amistad, el odio, la lealtad, la maldad— con las virtudes o vi
cios de los animales que nos son más familiares podemos decantar y criticar, medir
el significado humano de nuestra propia vida práctica. Podremos, por ejemplo, fi
jar los límites zoológicos del odio o de la guerra, podremos evitar las místicas ten
dencias que exaltan (como si fuera divino) o deprimen (como si fuera diabólico)
el amor sexual; porque si él es animal, también es humano y lo humano especí
fico sólo se establece a partir de esa materia genérica.
En resolución, la religación con los animales es la única vía filosóficamente (ra
cionalmente) abierta hoy para la devolución a los hombres de lo que, en términos re-
El animal divino 313
King-Kong
King-Kong no se opone a Supennan sólo como el tercer mundo se opone a la sociedad industrial, sino, sobre todo,
como los númenes terrestres (naturales, primarios) se oponen a los númenes secundarios (interplanetarios, celestes).
«...Y el loco iba gritando, corriendo entre la gente, taladrándola con la mirada. ¿Dónde ha ido Dios?, gritaba, ¡Os lo
diré yo! ¡Le hemos matado nosotros! ¡Vosotros y yo! ¡Nosotros, todos nosotros .somos sus asesinos! Dios ha muerto.»
(Nietzsche, La Gaya Ciencia.)
314 Gustavo Bueno
ligiosos, se llama sentido del misterio, esa percepción que el mecanicismo bloquea
sin cesar, apoyado en sus realizaciones pragmáticas; pero que también es eclipsado
por el practicismo institucional, que lleva a los individuos a moverse en el éter trans
parente de las normas, de los algoritmos fundados en reglas jurídicas o morales que,
es cierto, configuran el «cuerpo» mismo del Espíritu. Lo que llamamos «sentido del
misterio» no quiere significar, sin embargo, aquí otra cosa sino una crítica a esa per
cepción aparentemente clara y luminosa (pues su claridad es diamérica, pero es apa
riencia cuando se toma como absoluta). El sentido del misterio lo recuperamos no
precisamente cuando asignamos a los animales su condición de númenes, sino en el
momento en que comprendemos que el hombre (el hombre clausurado en sus rela
ciones circulares') es «más que hombre», tiene un exceso que rebosa su propio cír
culo humano. Y este más, este exceso, es precisamente la animalidad.
3. Los pasos hacia esta nueva religación de los hombres se dejan oír cada vez
con más fuerza en los últimos cincuenta años —y el camino ha sido preparado, sin
duda, en el siglo pasado, por el evolucionismo (y, antes aún, en pleno curso de las
religiones terciarias, por el franciscanismo). Es cierto que muchos de estos pasos
que hoy se dan suenan a parodias, a caricaturas de pasos que ya han sido dados en
el propio terreno de las relaciones «circulares». «Todos los animales nacen iguales
y tienen los mismos derechos durante su existencia» —dice una declaración oficial
de una comisión de la unesco (octubre 1978) de la que formaron parte Alfred Kos-
tler, Premio Nobel de Física, y George Heuse, fundador de la «Liga Internacional
de los Derechos de los Animales». La crueldad con los animales es considerada
como delito por los códigos penales (en España, a partir de 1979, artículo 675). No
sólo existen Sociedades protectoras de animales, sino Frentes de liberación ani
mal. En Ginebra se trabaja sobre el proyecto avanzado de creación de una Cruz Roja
internacional para animales, con objeto de extender a los animales, siglo y cuarto
después, el proyecto que Henri Dunant concibió para los hombres. Se diría que la
religación deja de ser un mero concepto especulativo y comienza a ser, en las últi
mas décadas del siglo xx, un componente del Espíritu objetivo.
Es cierto que no siempre son percibidos los animales como «hermanos se
parados», amigos de los hombres, sujetos de derechos. A veces (sobre todo, y esto
es del mayor interés, si actúan en bandadas, o en enjambres) son percibidos como
un mundo propio, misterioso, con designios terribles respecto de los hombres.
Pero precisamente esa malignidad, y el proyecto de su ejecución colectiva, es lo
que hace resaltar más su aspecto numinoso, como Alfred Hitchcock nos lo hace
ver en su película Los pájaros.
Sin embargo, hay que decir que prevalece la percepción amable y benevo
lente de los animales268. Acaso una de las realizaciones más significativas del si
(268) Peter Singer, Animal liheration. A new Ethicsfor our treatment of animáis, Random House,
Nueva York 1975. Peter Singer & Tom Regan (eds.), Animáis Rifthts and Human Obligativas, En-
glewood Cliffs, New Jersey 1976. En España, vid. José Ferraler Mora & Priscilla Cohn, Etica apli
cada, Alianza, Madrid 1983.
El animal divino 315
glo xx en esta dirección y una de las menos discutidas, sea la fundación y el de
sarrollo gigantesco de la nueva ciencia que conocemos con el nombre de Etolo
gía. Esta realización es, al menos desde el punto de vista que venimos mante
niendo, muy expresiva. Pues la Etología suministra los marcos adecuados para
que la nueva religación pueda avanzar por los caminos más seguros. Incluso nos
arriesgaríamos a decir que la Etología es la nueva Teología —o, si se prefiere, que
la vieja Teología (y casi literalmente, la Teología de los arúspices, o la de los au
gures) es la precursora de la nueva Etología. Porque si el etólogo es el teólogo de
la nueva religación (non intratur in veníate nisi per charitatem), también el teó
logo fue el etólogo de las fases primeras de la religión, si son ciertas nuestras pre
misas. «El misterio de la Teología es la Antropología» —dijo Feuerbach. Tene
mos que confesarlo: el misterio de la Teología es la Etología.
y Pakhet, señora de Speus, era también una diosa-gata. Uto es una diosa-serpiente,
Heket (que vivía en la región de la primera catarata) tenía la cabeza de rana, mien
tras que Nekhbet, de Hieracópolis, era un buitre.
Ahora bien, el intenso color zoontórfico de la religión social egipcia no ex
cluyó (antes bien la incluía) la variedad heterogénea de doctrinas mitológicas, pro
pias de la/á.sc secundaria. (Por ejemplo, la religión de Heliópolis, o bien la reli
gión hermopolitana, que ponía a Toth, el dios-luna, ibis o cinocéfalo, en el origen
de todas las cosas: despertando del caos, había dado vida a la Ogdoada —cuatro
parejas, los machos con cabeza de rana, las hembras con cabeza de serpiente—
de la cual se formó el huevo que daría lugar al Sol.) Ni tampoco excluyó las ten
dencias hacia una evolución terciaria, confluyente en formas monoteístas (las que
se abren paso en la xvm dinastía, con Amenofis m y, sobre todo, con Amenofis
iv, Akhenaton). Pero la teología tebana, la del dios Amon, no había desaparecido:
el buey Apis, que andaba suelto dentro de su recinto sagrado, seguía dando orá
culos favorables (cuando tiraba hacia la derecha), o desfavorables (cuando tomaba
la izquierda), a los fieles que iban a consultarle. Y bajo la dominación persa, en
el siglo iv antes de Cristo, y, más aún, durante la época helenística, bajo la domi
nación romana, cuando los grandes dioses dinásticos nacionales habían decaído,
fueron los dioses locales de las dinastías reinantes (la diosa gata Best de Bithas-
tis, o bien el buey Apis, fundido con el dios de los muertos, Osiris, en la forma del
Serapis de los griegos, Osiris-Apis) los que proporcionaron consuelo al vulgo pro
fano. Vulgo profano que, en los siglos sucesivos, iría absorbiéndose gradualmente
en la nueva fe terciaria victoriosa, el cristianismo y, más tarde, el Islam.
No tenemos, pues, ningún fundamento para profetizar la etapa final de la reli
giosidad, una etapa destinada a sustituir a las anteriores, que sólo podrían permane
cer, a lo sumo, a título de supervivencias. Por abundantes que sean los indicios que
apuntan efectivamente, en nuestro siglo, hacia el advenimiento de una quinta etapa,
hay que subrayar la no menor abundancia de los indicios que apuntan, no ya hacia la
propagación de las religiones terciarias, sino hacia la refluencia, en el ámbito de las
propias Iglesias universales muchas veces, de formas nuevas de religiosidad secun
daria, la religiosidad mitológica. Me refiero al incremento prodigioso, en las socie
dades industriales y en sus periferias, del interés por los extraterrestres, interés que
habría de verse, según hemos dicho, en la línea del renacimiento de la Demonología.
En este sentido, no sería gratuito del todo imaginarse el siglo venidero como siglo en
el que van a cristalizar masivamente nuevasformas de religiosidad secundaria. (Lo
que obligaría a interpretar el denominado «tercer despertar» de un modo algo distinto
a como lo ve M. Harris en el cap. 8 de La cultura norteamericana contemporánea.)
Todo depende de que logren fraguar en su torno instituciones sociales que,
al mismo tiempo, resulten tener asociadas funciones efectivas, desde el punto de
vista práctico. (Ahora bien: la expansión de la religiosidad secundaria determi
nará indirectamente una justificación racional de las religiones superiores, confi
riéndoles motivos nuevos y materia suficiente de renovación, en torno a proble
mas que nunca se habían planteado: «¿Deben ser bautizados los extraterrestres?»;
«¿Cabe hablar de un Cristo de los habitantes de Ummo?»)
El animal divino 317
Por último: acabamos de decir que el auge del interés por los extraterrestres,
observable en la segunda mitad del siglo xx, puede entenderse a la luz de la reli
giosidad secundaria, de la fase demonológica de la religión. Es interesante ad
vertir que esta afirmación sólo se sostiene en el supuesto de que las visitas de los
extraterrestres sean imaginarias, mitológicas. Si efectivamente estas visitas lle
gasen a considerarse reales, o se produjeran realmente en el futuro, entonces su
reconocimiento ya no cabría concebirlo como una regresión a la fase secundaria.
Propiamente, habría que hablar de una regresión a la/ose primaria, y aun a la re
ligión natural, dado que los extraterrestres serían demonios reales y los demonios
son animales, dada su naturaleza sensitiva, según los estableció Porfirio, con la
reprobación de San Agustín269. Consideramos como un mérito formal de nuestra
teoría de las fases de la religión su virtualidad para reordenarse en función de los
eventuales hechos efectivos que puedan tener lugar (pongamos por caso, la visita
de extraterrestres). Porque, según esto, las fases establecidas no señalan un orden
a priori futuro, en todo caso inverificable, sino que subordinan este orden a los
hechos, si bien ofreciendo categorías para situarlos en un cuadro de conjunto. Y
en el supuesto (gratuito, por otra parte) de que los extraterrestres visitasen real
mente la Tierra, pongamos por caso, dentro de cinco siglos, sólo entonces cabría
hablar de un regreso a la religación primaria y, mejor aún, a la religación natu
ral en una forma nueva. Aquella en la cual el mamut y el oso de las cavernas ha
brían sido sustituidos por Anthar Kerac o por Ummo Woa. Pero en la hipótesis de
que los extraterrestres no aparezcan realmente, la religión que se nos anuncia será
una religión secundaria, mitológica.
Lo importante, desde nuestra perspectiva gnoseológica, es haber logrado mos
trar que una predicción acerca de las próximas fases de la religión debe estar nece
sariamente subordinada a los contenidos que el propio futuro pueda deparamos. Son
los hechos que se produzcan los únicos que pueden fijar el sentido de la función que
predecimos, es el futuro el único parámetro de nuestra predicción presente.
Los «saberes» sobre la religión, cuando tenemos en cuenta que las religio
nes mismas ya constituyen un «saber» (por ejemplo, el saber sacerdotal de Euti-
frón relativo a los cultos que hay que poner en ejecución en cada época del año),
son muy diversos y pueden clasificarse en tres grandes grupos:
(270) En el sentido que dimos a este término en Cuestiones cuodlibetales sobre Dios y la reli
gión, Mondadori, Madrid 1989; cuestión 2, números 6-9, pág. 97-104.
320 Gustavo Bueno
(1) Ante todo la clase de los saberes nematológicos internos, es decir, los que
se mantienen en la perspectiva de la «concavidad» de las creencias internas a la ne
bulosa: estos saberes nematológicos intemos representan la Hematología positiva y
tienen por objeto la reexposición, analítica y sintética, de los contenidos de las creen
cias nucleares (ncmatología dogmática positiva, «filológica») o bien la exposición
de esos contenidos desde perspectivas más amplias, utilizando instrumentos toma
dos de otras esferas distintas de la nebulosa de referencia (Hematología sistemática o
escolástica). También cabe establecer, dentro de la Hematología positiva una «disci
plina» que llamaríamos Nematologíafundamental, organizada en la vía del regressus,
a partir siempre de las creencias nucleares de referencia, hacia los fundamentos desde
los cuales esas creencias nucleares parece que han podido (emic) constituirse.
El problema que plantea la Teología dogmática es del mayor interés, por cuanto
implica el análisis del sentido que puede tener una institución (institución que com
prende tanto los Concilios, y aun las mismas llamadas fuentes sagradas, como los
escritos paulinos, por ejemplo) inspirada por una fules quaerens intellectum. Par
timos, desde luego, de la teología positiva, no como «ciencia de Dios» (que no lo
es, salvo materialmente, puesto que formalmente es «ciencia de la Revelación»)
sino como ncmatología de la Iglesia romana (o bizantina, &c.) y, por analogía, la
teología de judíos o musulmanes, en tanto necesita, al parecer «una reexposición
racional» de la revelación (supuesto que esta sea praeterracional o suprarracional).
Se comprenden los recelos fideístas contra la teología dogmática, y especialmente
cuando esta utiliza a la filosofía griega; recelos que, o bien terminaban proscri
biendo toda forma de teología o, al menos, la teología dogmática, en nombre de
una teología positiva, «filológica» (la que pedía Rogcr Bacon en su Opus maius,
oponiendo de hecho filología y filosofía: convendría dejarse de filosofías para in
terpretar a los escritores sagrados y atenerse a la hermenéutica del griego, del he
breo o del arameo). Los recelos fideístas o «positivistas» (teológico-positivistas)
quedaban justificados ante la tendencia de los teólogos dogmáticos a deslizarse ha
cia la filosofía (las disputas entre los dialécticos y los teólogos, del siglo xn, giran
principalmente en torno a estos puntos) bien fuera reinterpretando los textos de
masiado libremente (aunque la interpretación no marchase en la línea del raciona
lismo) bien fuera por el temor ante una supuesta presencia de la tesis averroísta de
los tres grados de conocimiento de la religión (el popular —por imágenes o mi
tos—, el teológico y el filosófico; una suerte de «ley de los tres estadios» de Comte
proyectada «sincrónicamente»). Pero, a pesar de todo, el desarrollo de la teología
dogmática siguió ocupando el curso central, en una compacta continuidad propi
ciada por la organización eclesiástica y la doctrina de la tradición de la revelación.
¿Cómo sería imaginable que la inmensa producción teológico dogmática
—millares y millares de folios plenos de sutilezas y hallazgos— no fuese sino un
continente vacío? En realidad el problema de la teología dogmática, respecto de
la revelación, podría ser considerado hoy como un caso particular del problema
El animal divino 321 •
(crida al «saber teológico») se concreta ahora como distinción entre Teología po
sitiva y Teología preambular (que ya no será «interna» a la creencia, puesto que
formalmente, al menos, se presentará como ciencia o como filosofía, es decir,
¡jomo Antropología —o Historia o Cosmología— o como Teología natural); o
píen, dentro de la Teología positiva, como Teología dogmática, frente a la Teo
logía escolástica, y ambas frente a la Teología fundamental-1
Pero aunque la Teología preambular (en rigor, «apologética») se resuelva en
piencia o en filosofía, no por ello toda ciencia o toda filosofía ha de ser considerada
como Teología preambular, pues, según su contenido, la ciencia o la filosofía po
drían desempeñar los papeles más opuestos a los preambulares, a saber, aquellos que
parecen ordenados a «cerrar el camino» a toda la posibilidad de presentar las cien
cias de referencia como compatibles con las premisas exteriores preambulares. No
por ello la Teología preambular —ni la Teología positiva— podrán definirse como
¿procedimientos de racionalización» de la fe religiosa, puesto que es también obje
tivo principal suyo establecer las distancias entre los dogmas «misteriosos» y las pro
posiciones racionales: la «explicación» (nematológica) tomista del «misterio euca-
íístico» por medio de la doctrina hilemórfica de Aristóteles es una explicación o
racionalización nematológica que, lejos de reducir el misterio a términos filosóficos
^nuestra su irreducibilidad y su carácter sobre-natural, llevando al límite de lo so
brenatural (es decir, de lo irracional) a las propias relaciones hilemórficas. La teolo
gía hilemórfica de la eucaristía permite re-construir «racionalmente» en el marco fi
losófico de la doctrina aristotélica un dogma que cuando se expone en el marco del
lenguaje cotidiano («al pan, pan; al vino, vino») corre el peligro de perder todo sig
nificado, de ser interpretado como un simple mito poético; su transposición «racio
nal» (que lo es por las operaciones de coordinación proporcional que implica) hace
posible una re-definición que confiere un sentido al mismo dogma, pero no resulta
dos «racionales», sino precisamente «sobrerracionales» (por no decir irracionales).
(271) La Teología dogmática (leemos en una obra que hace ya casi cien años fue muy utilizada en
tre los católicos, las Institutiones Theologiae Fundamentalis, de Hermanno van Laak, s.l., Tractatus i:
«De Theologia Generatim», Fasciculus t.Typis Cuggiani, Roma 1910, pág. 6) «iam supponit ut notum,
Deum locutum esse atque ea quac elocutus sit, in ecclesia catholica infallibiter custodiri. lamvero hoc
utrumque factum non est per se notum. Ergo necesse est, ut dogmaticam antecedat aliqua disciplina,
quae probet utrumque hoc factum, scilicet Dei locutionem eiusque in ecclesia catholica conservado-
nem. Quam disciplinam ideo cum plurimis vocamus theologiamfundamentalem». Poco después (pág.
11) van Laak declara que la Teología fundamental «non videtur esse pars philosophiae» [diremos: no
es «filosofía de la religión», ni siquiera Teología preambular, si es que esta puede ser formalmente fi
losófica —las cinco vías— o científica —la doctrina antropológica del Dios monoteísta de los «pue
blos naturales»—]. La llamada Philosophical Theology por algunos «filósofos de la religión» de tradi
ción analítica (que siguen el rótulo utilizado por F.R. Tcnnant en su libro de este nombre, Cambridge
1930, y después por A. Flew y A. Maclntyre, eds., New Essays in Philosophical Theology, Londres
1955) no es, desde luego, Teología fundamental ni tampoco es Filosofía de la religión, sino que está
más cerca de la Teología natural en el sentido tradicional, puesto que ésta también contenía la presen
tación de las tesis ateas, la discusión sobre los atributos divinos de omnisciencia, omnipotencia, &c.
Otra cosa es que la teología natural tradicional tenga una función apologética o preambular y la teolo
gía filosófica, en alguna de sus orientaciones, pretenda desentenderse de tal función o incluso asuma
decididamente, como hizo Flew, una actitud crítica; en cuyo caso el rótulo «Teología filosófica» no
tendría más alcance del que pudiera corresponder en Física a la «Flogistología».
324 Gustavo Bueno
(272) Nos referimos a la cuarta acepción del término ciencia, la ciencia «en sentido positivo am
pliado» (que reseñamos en el tomo 1 de nuestra obra Teoría del cierre categorial, Pcntalfa, Oviedo
1992, Introducción, §3 y §4). En realidad la expresión «ciencias de la religión» toma valores bien di
ferenciados en cada una de esas cuatro acepciones: (1) un ejemplo de «ciencias de la religión», en su
primera acepción, nos lo suministra la «ciencia de Eutifrón», tal como nos la presente Platón en el diá
logo homónimo, su «saber hacer» en lo relativo a los cultos a los dioses de los que es sacerdote; (2)
la parte de la «filosofía moral» tomista que comprende la doctrina de la religión natural (o la parte ho-
móloga de la Etica de Espinosa) es «ciencia de la religión» en su segunda acepción; (3) no es fácil po
ner ejemplos de «ciencias de la religión» según la tercera acepción de ciencia (las ciencias en sentido
«moderno», las ciencias físico naturales, químicas, &c., que dejan fuera a los «cuerpos doctrinales fi
losóficos»), intencionalmentc habría que buscarlas en el ámbito de la Frenología del siglo xtx o de la
Sociobiología del siglo xx; (4) en cambio, hay muchos ejemplos de «ciencias de la religión» según la
cuarta acepción de ciencia (ciencias positivas en el sentido ampliado, ciencias que se ocupan de cam
pos empíricos de naturaleza psicológica, etnológica, lingüística...): historia de las religiones, socio
logía de la religión, filología bíblica, &c.
(273) Desde luego, el concepto de «ciencia» por el que nos guiamos deja fuera de su extensión a
los cuerpos doctrinales que se autodenominan (utilizando la segunda acepción de ciencia reseñada en
la nota anterior) «ciencias teológicas» (como puedan serlo la Teología dogmática, en general, o la Ma-
riología o la Sindología [rótulo que cubre a los saberes centrados en torno a la Sábana Santa conser
vada en Turín; disciplina que cuenta con Congresos y Revistas especializadas] en particular, sin con
tar a la llamada Philosophical Theology, que los españoles traducen por Teología filosófica) y que suelen
autopresentarse como «hábitos —entes— naturales» y no como «hábitos infusos», como decía Juan de
Santo Tomás (Cursas Theologicus, Primae partis, Quaestio prima, Disputatio 11, Articulus vtll: «Utruni
Theologia sit scientia supematuralis, vel naturalis»). Este teólogo, sin embargo, reconocía el origen so
brenatural de los objetos sobre los cuales versa esa «ciencia natural» y, por tanto, la perfección que la
fe (relativa a esos objetos) comunica a esa ciencia y a sus propios principios. (Podríamos aplicar al caso
la misma interpretación del pasaje de Isaías que, en el contexto de los dones del Espíritu Santo sugería
Juan de Santo Tomás al decir que las «alas de águila» que Dios daba a quienes confían en El no signi
fican que estos vayan a volar, sino solo que podrán correr y caminar como hombres [aquí, como cien
tíficos, no como místicos | pero impulsados por las alas del águila [diríamos: de la cultura objetiva par
ticipada emic[ que desciende de los cielos). La autodenominación de «ciencia» se guía aquí por un
concepto [de ciencia| presuntamente aristotélico, tan laxo que precisamente introduce la confusión, en
lugar del análisis, al meter en un mismo saco a la Termodinámica y a la Mariología. Más laxo aún (ni
siquiera aristotélico) era el concepto de ciencia que K. Barth propuso como detenninado por la propia
Teología. Una ciencia —decía Barth, con criterios que podrían llamarse, por cierto, de «gnoseología
materialista» si contasen con un eje fisicalista— debe proporcionarse a su objeto; luego habrá que con-
El animal divino 325
r,o haya ninguna sino porque reconocemos que hay muchas, sin que cualquiera de
gjlas (la Psicología, la Antropología, la Sociología, &c.) pueda arrogarse el papel
je «ciencia de la religión» por antonomasia (acaso considerada a su vez como una
^arte de la llamada «antropología cultural»). La expresión «ciencia de la religión»
^ólo puede entenderse como un rótulo para designar una yuxtaposición enciclopé
dica de diversos retazos de sociología de las religiones, de historia de las religiones,
Je psicología de las religiones, de etnología religiosa (pero esta yuxtaposición en
ciclopédica aunque vaya encuadernada en un solo volumen, no puede pasar por una
Jisciplina unitaria llamada «Ciencia de la Religión»).
Se comprende que la respuesta a la cuestión que aquí nos interesa plantear espe
cialmente —la cuestión de las relaciones entre las «ciencias de la religión» y las «reli
giones» mismas— no puede ser unívoca, dada la variedad, no sólo de religiones, sino
Je ciencias. Las relaciones pueden ser, por lo menos, de alguno de estos dos tipos:
(275) Sobre «desmitificación» de la Biblia las obras «clásicas» son las siguientes: R. Bultmann,
Entmithnlogisierung (1941); E. Kinder (ed.), Ein Wort lutheranische Theologie zur Entmithologisie-
rung (Munich 1952); F. Gogarten, Entmithologisierung undKirche (Stuttgart 1953); K. Jaspers, Ke-
rigma und Mythos, 5 vols. (Hamburgo 1951-1955).
El animal divino 327
¿os) sobre el padre de Cristo, con su fe trentina; pero esta compatibilidad psico
lógica (esta «doble verdad») no elimina la incompatibilidad lógica objetiva, y esta
¿s la que social e históricamente seguirá actuando hasta inclinar a los individuos
pien sea hacia el fideísmo, bien sea hacia el racionalismo. Hay, por tanto, con
flictos objetivos entre la religión y la ciencia; y si estos conflictos parecen mu
chas veces perder su virulencia es debido (casi siempre) no ya a que «la ciencia»
paya mudado de contenido, sino a que «la religión» se ha replegado a lugares es
tratégicos en otro tiempo considerados inaccesibles (el caso Galileo, el caso Dar-
win, &c.), y se ha replegado precisamente por influjo de la presión de los descu-
primientos científicos.
Un ejemplo particularmente ilustrativo, cuyo desarrollo puede seguirse día
íi día en los últimos cincuenta años, es el de las transformaciones experimentadas
(en la dirección del «repliegue») por el dogma cristiano del «pecado original», a
consecuencia, principalmente, del avance científico y la popularización de las
¡deas evolucionistas. El dogma del «pecado original» se mantuvo intacto durante
siglos y siglos, y puede decirse que en torno a él se organizó la casi integridad de
la dogmática cristiana (incluyendo la teología de la Encarnación del Verbo, así
como la nematología «hamartiológica» de la institución del bautismo). Pero es
evidente que en los escenarios en los que se desarrolló el pithecántropo no que
daba ningún hueco para el Paraíso, ni para Adán, ni menos aún para su ciencia in
fusa. A medida que fue haciéndose evidente que el relato científico era, en sus lí
neas generales, irrebatible, los teólogos tuvieron que ir «replegándose», reinterpretando
los textos bíblicos (atribuyendo muchas veces la formulación del dogma a la tra
dición eclesiástica y conciliar —a partir sobre todo de San Agustín— más que a
los propios pasajes del Génesis, que volvían a ser re-leídos «como si nada hubiera
pasado») pero siempre en la misma dirección: no sólo no hubo manzanas y ser
pientes míticas, sino que ni siquiera Adán y Eva fueron personajes históricos (Teil-
hard de Chardin, Dubarle, Pierre Grelot...); a lo sumo «epónimos de la humani
dad» y —cuando el teólogo se deja impresionar por los argumentos poligenistas—
ni siquiera de una humanidad única en su origen, sino «en su destino».
En suma, no habría pecado original, ni paraíso terrenal, ni costilla de Adán,
sino, a lo sumo, «urdimbre de pecados» (Siindenverflochtenheit, de Weismayer),
o bien una «condición existencial» (al modo de la «angustiosa nihilidad» kierke-
gardiana) que afecta a todos los hombres, y que irá determinando, al menos entre
los teólogos y catequistas, una reorganización ad integrum de la dogmática secu
lar (Adán pasará a un segundo plano; Cristo ya no se presentará como mero res
taurador de un pecado pretérito factual, que no existió nunca, y será presentado
en función de una situación colectiva que afecta al destino de la Humanidad, más
que a su origen); «dado que la creencia en el ‘pecado original’ se hace cada día
más insostenible dentro de la teología católica —dice (recogiendo además una
opinión cada vez más generalizada entre los teólogos españoles, y no sólo entre
los holandeses, franceses o alemanes) el teólogo franciscano Alejandro de Vi-
llalmonte en un libro admirable por su erudición y claridad (El pecado original,
Salamanca 1978, pág. 555)— parece necesario ir pensado en la estructuración de
32S Gustavo Bueno
cional admite, a saber, la interpretación del «de» como genitivo objetivo y como genitivo subjetivo.
La «filosofía de», interpretada como filosofía centrada, corresponde al uso del «de» como genitivo
objetivo («filosofía de la religión» = «filosofía sobre la religión»). Pero cuando interpretamos el «de»
como genitivo subjetivo, la expresión «filosofía de» adquiere un alcance inesperado, el que es pro
pio de lo que, en otras ocasiones, hemos llamado «filosofía genitiva» (¿Que1 es la filosofía?, Pen
talfa, Oviedo 1995, 1“ ed., págs. 32-35). La expresión «filosofía de la religión», en sentido genitivo
(subjetivo), alude a la filosofía que brota de la religión (o de una religión determinada), a la filoso
fía que se abre camino a través de una religión revelada, por ejemplo. No sólo el fideísmo tendería
a interpretar regularmente la filosofía de la religión en este sentido genitivo («la verdadera filosofía
es la misma religión cristiana»); también el positivismo clásico, el de la ley de los tres estadios de
Comtc, viene a entender a la filosofía metafísica (por lo menos) como una filosofía de la religión en
sentido genitivo, puesto que el estadio metafísico procede de una transformación de las posiciones
pro-puestas en el estado teológico previo. Por último, el método fenomenológico propone a su vez.
la tendencia a subordinar la filosofía de la religión, en su sentido centrado, a la filosofía de la reli
gión en su sentido genitivo: la filosofía de la religión (como disciplina académica) no podría ser otra
cosa sino explanación de las experiencias o vivencias religiosas, es decir, en el fondo, de una filo
sofía genitiva de la religión.
(277) Hemos tratado este problema en La Metafísica Presocrática, Pentalfa, Oviedo 1974, pág.
261-275.
El animal divino 331
historia, una historia que necesita ser reconstruida urgentemente desde sus fun
damentos. Ante todo, la cuestión la formulamos de este modo: «¿qué saberes so
bre la religión (o que saberes religiosos) es preciso presuponer para que la pre
gunta filosófica acerca de la religión pueda plantearse?» Nuestra respuesta —que
sólo por su apariencia puede resultar ser demasiado tajante o radical— es la si
guiente (en función, desde luego, de las coordenadas de El animal divino): el
«ateísmo terciario», en tanto implica la aseheia, la impiedad (por ejemplo, el tra
tamiento de los «textos revelados» según el mismo rasero con el que tratamos los
«textos profanos»). Dicho de otro modo: el «saber sebasmático» que prefigura la
necesidad —o la posibilidad— de la constitución «institucionalizada» de una fi
losofía de la religión es el ateísmo relativo al Dios de las religiones terciarias (ateís
mo, como es sabido, es un concepto negativo —Atenágoras o San Justino nos in
forman de cómo a los cristianos de su tiempo se les daba el nombre de ateos, por
relación a los dioses paganos: «Y si de esos supuestos dioses se trata [dice San
Justino, Apología, 1,6] confesamos ser ateos, pero no respecto del Dios verdade-
rísimo...»— y por ello aquí precisamos que nos referimos al ateísmo respecto a
ese «Dios verdaderísimo» de los cristianos, entendido como Dios terciario). El
ateísmo terciario no debe confundirse con el ateísmo filosófico: un deísta, como
Voltaire, es ateo terciario, pero no ateo filosófico. Dicho brevemente: sólo cuando
se ha tenido saber o experiencia del alcance y volumen social, moral, histórico
—digamos: transcendental—de una religión ecuménica organizada en torno a un
Dios verdaderísimo (que no es meramente el «Dios de los filósofos», sino tam
bién el Dios vivo, numinoso, que se hace presente en el mundo, lo crea e incluso
se encarna en él) que da cuenta, por revelación, de la esencia de la religión misma,
y cuando se llega a perder la evidencia de que ese Dios verdaderísimo lo sea
realmente (es decir: cuando se llega a saber que ese Dios autoexplicativo no existe,
un saber que sólo puede alcanzarse cuando se den circunstancias sociales, políti
cas y personales adecuadas), entonces la pregunta filosófica (id est, no meramente
política, o histórica o psicológica) por la religión se dibujará plenamente, como
pregunta transcendental para el hombre. Según esto, lejos de ser paradójico que
un ateo (terciario) se interese por la esencia de la religión, habrá que reconocer
que sólo ese ateo podría interesarse propiamente por una tal «esencia». Lo pa
radójico hubiese sido que el creyente terciario en el Dios verdaderísimo se hu
biese formulado tal pregunta, como si no conociese ya la respuesta, como dogma
central contenido en su propia creencia, o dudase de ella. (En realidad, al creyente
sincero, debiera sonarle a necedad infantil la pregunta formulada por otro cre
yente: «¿Qué es la religión?», pues, ¿acaso no lo sabe ya de modo pleno e insu
perable por el simple hecho de estar «en la creencia del Dios verdaderísimo»?)278
Pero el ateísmo terciario presupone, desde luego, el desarrollo de las religiones
(278) En el Catecismo de San Pío v, «de Trento» (Parte 1, capítulo n; traducción de Fray Agustín
Zorita, Madrid 1791, pág. 9), leemos: «De lo dicho se sigue que aquel que esté adornado con este co
nocimiento celestial de la fe, queda libre de la curiosidad de inquirir. Porque Dios, cuando nos manda
creer, no nos propone sus divinos juicios para escudriñarlos, o que averigüemos la razón, o causa de
ellos; sino que demanda una fe inmutable, la cual hace que se aquiete el alma en la noticia de la ver
332 Gustavo Bueno
terciarias hasta un punto crítico tal —determinado por las contradicciones entre
las mismas religiones terciarias (judíos contra musulmanes, musulmanes contra
judíos y cristianos, cristianos romanos y cristianos anglicanos entre sí)— que
pueda comenzar su neutralización mutua, el deísmo o el ateísmo, pero acompa
ñado, a la vez, del conocimiento o saber relativo al alcance históricamente «trans
cendental» de la religión (no ya sólo para la política o para la economía, sino tam
bién para «el hombre» en general). Esta situación se ha dibujado en la época
moderna. En El animal divino (parte i, capítulo 6) se presentó a la filosofía de Es
pinosa como el primer núcleo de cristalización reconocible de una auténtica filo
sofía de la religión. Hasta el siglo xvm no se constituyen en Europa las minorías
suficientemente consolidadas que eran necesarias para que la vida intelectual, al
margen de la fe religiosa (de la Iglesia), pudiera ser «ecológicamente» posible.
Sólo en el seno de estas minorías (rodeadas siempre de una inmensa masa de cre
yentes en grados diversos de fanatismo, por no contar a la masa inculta y estú
pida) pudo formularse el problema nuevo y mantenerse un interés sostenido por
él: «¿qué son las religiones?», «¿qué relaciones tienen con otras instituciones so
ciales, políticas, &c.?» Esto no excluye que, una vez consolidada y objetivada una
temática científico-filosófica, los creyentes en una confesión pudieran también
acercarse a ella, aunque siempre con «luz reflejada» (la de la «teología filosófica»
en cuanto «filosofía de la religión»).
Y ello nos obligará a reconstruir de otro modo la historia convencional de la
filosofía de la religión «que parte de los griegos». Es un hecho (negativo) que en
tre las diversas rúbricas establecidas por las clasificaciones de la filosofía pro
puestas por las escuelas griegas (la Academia, el Liceo, la Estoa, el Jardín, &c.)
no encontramos ninguna «filosofía de la religión». La «Historia convencional»
tratará de interpretar este hecho reduciéndolo al terreno de los nombres: «que no
encontremos un rótulo similar no significa que no podamos encontrar abundan
tes doctrinas que puedan considerarse como contenidos del rótulo moderno, de la
‘filosofía de la religión’.» Y lo primero que hay que hacer constar respecto de este
proceder es que se trata de una «interpretación»; es decir, que la «historia con
vencional» no es la ejecución de un proyecto obvio sino, por lo menos, tan car
gado de supuestos como pueda estarlo el proyecto de reconstrucción que aquí pro
ponemos, según el cual, en la época de la filosofía griega, no pudo haber «filosofía
de la religión» porque en esa época no había tenido lugar el desenvolvimiento ade
cuado de la religiosidad terciaria. Desde algún punto de vista, esta razón podría
equipararse a la de quien dedujera la imposibilidad de la construcción de una ta
bla periódica de los elementos por una «mente» que hipotéticamente pudiera ha
dad eterna...», y continúa diciendo que sería arrogancia y desvergüenza no dar crédito a un hombre
grave y docto que afirma una cosa, sino estrecharle también a probar con razones y testigos lo que
dice: «¿qué arrojo y qué locura no será, oír las voces de Dios, y pedirle razones de su celestial y sa
ludable doctrina?» Podría alguien contraponer a esta «disposición catecumenal» de Trento el princi
pio anterior: fides quaerens intcllectum. Sin embargo, este principio no tiene capacidad suficiente para
rectificar o desbordar la actitud del creyente. La fe busca el entendimiento de la fe en los términos de
una teología dogmática, o incluso preambular, de las que hemos hablado, pero no el entendimiento de
la fe en los términos de una «filosofía de la religión».
El animal divino 333
J
per existido durante los miles de millones de años que fueron suficientes para con
formarse los elementos de la «tercera fila» de la tabla. Esa «mente» conocería el
pidrógeno, el helio o el litio, pero no podría captar todavía la «ley de construc
ción» de la tabla periódica, ni sus límites internos; para determinar esta ley, y sus
(imites, será preciso conocer el «desarrollo» de las últimas filas positivas de la ta
pia (concretamente, en ella se producen los fenómenos de radiación y desinte
gración de los elementos). Otra analogía menos fantástica: ¿cómo podrían los fi
lósofos griegos haber desarrollado una filosofía de la música si en la antigüedad
todavía no habían aparecido Mozart, Haydn o Beethoven? Pero este tipo de ra
bones no es el único; en todo caso, es un tipo de razón ontológica, más que gno-
geológica. Desde la perspectiva de El animal divino (pues se trata en todo caso de
dar razón interna del desarrollo de la filosofía de la religión a partir de una doc
trina filosófica sobre la religión) los filósofos griegos clásicos se desenvolvieron
en el horizonte de una religiosidad secundaria muy desarrollada; y las «experien
cias» o el «saber» que una tal religiosidad podía deparar a los filósofos griegos
no era suficiente para permitirles plantear la pregunta por la esencia de la religión.
La religiosidad primaria «ya había transcurrido» y la religión secundaria ocultaba
precisamente (dada su naturaleza supersticiosa, falsa) la raíz y transcendentalidad
de la religión. Solamente desde las religiones terciarias, la experiencia de lo nu
minoso —aunque percibida en función de sujetos incorpóreos— podría ser resti
tuida a su génesis positiva, que está en función de sujetos corpóreos propios de la
religiosidad primaria.
Lo que precede constituye además la base para un proyecto de reinterpreta
ción de la supuesta «filosofía de la religión» de los griegos. No habría tal cosa,
hemos dicho; pero traduciéndolo de modo positivo, cabría afirmar que la filoso
fía de la religión de los griegos es la clase vacía, su negación o, si se prefiere, la
filosofía negativa de la religión (salvo que sea religiosa ella misma). Lo que pa
rece constituirla se reduciría principalmente, por tanto:
(b) La gran porción de contenidos que esa historia convencional llamaría «fi
losofía (positiva) de la religión» de los griegos, tampoco sería filosofía sino pre
cisamente religión o nematología secundaria. Así podría interpretarse el «alego-
rismo» de Empcdocles y, sobre todo, el de los estoicos. ¿Acaso el Himno al Sol
de Cleantes puede considerarse como filosofía de la religión y no, más bien, como
una oración él mismo?
La filosofía (negativa) de la religión, de los griegos, forma parte de la dia
léctica de la transformación de las religiones secundarias en la religiosidad ter
ciaria (Filón, entre los judíos; San Pablo, entre los cristianos; &c.), religiosidad
que se desenvolvió sobre las ruinas de la religión secundaria, constituyendo una
concepción milenaria que, si puso una y otra vez en peligro a la misma filosofía,
en general, bloqueó la posibilidad de la filosofía de la religión, no sólo como pro
yecto superfluo (como podemos decir retrospectivamente) sino impensable: pues
la religión terciaria, en cuanto religión revelada, ya contiene, como componente
central, la propia autoconcepción de la religión. Pero de esto ya se habla sufi
cientemente en El animal divino, así como de las vías hacia el planteamiento de
la moderna filosofía de la religión como alternativa del «protestantismo radical»
a la teología católica (parte i, capítulo 2).
La llamada «teología filosófica», a la que hemos aludido, en cuanto contra
distinta de la «teología natural» (consagrada al análisis de los valores de verdad
de los juicios teológicos), pretende ser el nombre más adecuado para designar a
la temática de la filosofía de la religión; pretensión que sólo se justifica desde una
filosofía de la religión ella misma teológica (que considera a las religiones ter
ciarias —llamadas «religiones proféticas postaxiales»— como las religiones por
antonomasia, como si las religiones estrictas, primarias o secundarias, sólo signi
ficasen algo para la filosofía en lo que tienen de «teofanías»); en realidad, la «teo
logía filosófica» es, tanto como filosofía de la religión, teología y, generalmente,
nematología preambular. Quienes, sin buscar esos objetivos preambulares, sino
acaso los opuestos, aceptan la reducción de la filosofía de la religión a teología
preambular no dejan de mantenerse dependientes de ese planteamiento (distor-
sionador, desde nuestro punto de vista), aunque sea para llegar a posiciones con
trarias. En cualquier caso, esa «teología filosófica», o filosofía de la religión, que
pretende acceder a la religión desde una concepción metafísica de la deidad (como
Fundamento del ser, o Creador de los mundos posibles, o Ser necesario, &c.) puede
considerarse como una filosofía no positiva de la religión; es sólo una filosofía
metafísica aunque no fuera más que porque procede mediante la evacuación, casi
total, del material de las religiones positivas, reteniendo sólo los momentos teo-
lógico-terciarios. Su paralelo sería una filosofía natural que, por decreto, evacuase
(279) Gustavo Bueno, Cuestiones cuodlibetales..., «Cuestión 3-. El Dios de los filósofos», págs.
115-145.
El animal divino 335
(pdo los objetos del mundo físico y se atuviese únicamente, a lo sumo, al Espa
cio-tiempo vacío. Pero la filosofía de la religión ha de interesarse por Oñancopon,
C por la Divina Correa, tanto o más que por el Dios de los filósofos (el Ser nece
sario, el Ser mayor que puede ser pensado, &c.), de la misma manera como la fi
losofía natural ha de interesarse por la Tierra o por el helio tanto o más que por el
^spacio-tiempo de curvatura cero, vacío.
En cualquier caso, «Teología filosófica», «Ciencias de la Religión», «Teolo
gía positiva», &c., constituyen el marco en el que ha de moverse la Filosofía de la
Religión. Una filosofía de la religión que quiera mantenerse como filosofía posi
tiva de la religión ha de ser principalmente, desde luego, una filosofía que se acerca
las religiones, ante todo, desde un plano fisicalista, aquel desde el cual los con
tenidos religiosos no son tanto «vivencias» o «experiencias anímicas o metafísi
cas» sino (para decirlo groseramente) bultos, sólo que «bultos» con significado re
ligioso (bulto, de vultus, faz). Bultos, entidades corpóreas finitas, son en efecto los
templos, los sacerdotes y hasta el Corpus Christi del sagrario católico. La filosofía
positiva de la religión se ocupa ante todo, podríamos decir, de cosas positivas, es
decir, de bultos portátiles, que es uno de los sentidos más originarios incluidos en
la voz «positivo» (por ejemplo: órgano [musical] positivo): Dios ubicuo no es por
tátil. Pero la filosofía positiva no tiene por qué entenderse como sujeta a la disci
plina positivista, en tanto pretende determinar leyes a partir de los hechos fisica-
listas. Una exposición histórica del desarrollo del curso de las religiones puede dar
la impresión de que se atiene antes a la estilística científica que a la filosófica; pero
esta impresión es engañosa, pues ella no tiene en cuenta que cada proposición so
bre un hecho positivo está aquí calculada contra otras proposiciones alternativas.
Una exposición científica cerrada no necesita, de ordinario, oponerse continua
mente a otras para hacerse inteligible; pero la exposición del curso de las religio
nes está en continuada polémica con otras concepciones alternativas.
Escolio 2
El evemerismo como nematología,
como ciencia y como filosofía de la religión
(280) Ver Ilenry Pinard de la Boullaye, L’Elude comparte des religions, París 1925 (traducción
española en Fax, Madrid 1940-45; y nueva traducción crítica de Carlos G. Goldáraz, en Flors, Barce
lona 1964, por la que citamos), capítulo i, artículo tu, 16, pág. 31.
338 Gustavo Bueno
(281) Antonio Pinero, «Epílogo» al libro Orígenes del cristianismo, antecedentes y primeros pa
sos, Ediciones El Almendro, Córdoba 1991, pág. 429.
El animal divino 339
dioses griegos —«los dioses a los que los paganos rendían culto no fueron, según
confesión propia, sino hombres mortales»—, consiguieron perfilar la interpreta
ción del evemerismo como una teoría de la religión desarrollada desde la pers
pectiva del ateísmo.
Vicente Domínguez García, en su magnífico trabajo doctoral sobre Evémero
de Mesene282, se inclina por la interpretación del sentido teológico (no ateo) de la
Hierá anagraphc, tras una revisión a fondo de los diversos argumentos disponibles
y, en particular, tras el agudo análisis estilístico de las posiciones de Cotta, el altér
elo de Cicerón en el De natura deorum (tanto Evémero, como Pródico, estarían
—para Cicerón— entre quienes dijeron que los dioses existían y, por tanto, entre el
grupo de aquellos que «tienen pareceres diversos y discordantes» sobre la divini
dad). Evémero, en suma —según se desprende del análisis de Vicente Domínguez—
no habría sido «evemerista» (en el sentido canónico que este término ha adquirido
en las ciencias o en la filosofía de la religión). Pues —dice— una cosa son los hom
bres que fueron honrados después de su muerte como dioses y otra cosa (pág. 258)
son los dioses que han aparecido sobre la Tierra—epigeious geneszai theous—, sin
que ello quiera decir que son hombres mortales (lo que Evémero habría hecho
—según la ingeniosa interpretación de Domínguez— sería un proyecto de presen
tación, dentro del proceso de «purificación» de los dioses de los poetas que Platón
ya había promovido, de los epigeioi theoi, como dioses que reconocen la divinidad
de los ouranoi theoi, y por tanto «un claro intento de fundamentación cósmico-po-
lítica de la creencia religiosa en la divinidad de los epigeioi theoi, Urano, Zeus, He
racles, Dioniso, Alejandro Magno, los Ptolomeos...» (pág. 299).
Ahora bien: esta cuestión disputada acerca de si la Hierá anagraphé de Evé
mero fue una obra de intención nematológico-teológica o acaso de intención me
ramente histórico-positiva (científica o protocientífica), o bien si fue una obra atea
(«evemerista»), aunque, en principio, es una cuestión filológica, encierra el gran
interés de que, por su mero planteamiento (es decir, aun cuando no se alcance una
conclusión terminante) se manifiesta como cuestión de gran alcance para la teo
ría de las ciencias de la religión. Esto es evidente para quienes se inclinan por la
interpretación ateística de la inscripción sagrada, puesto que en esa hipótesis, ha
bría que ver al evemerismo, aun desde su marco «positivo-científico» (sin duda
intencional) como el vestíbulo de una filosofía de la religión de tipo «humanista»,
que propiciaría además una metodología precisa de investigaciones positivas ten
dentes a establecer la génesis antropológico histórica de cada uno de los dioses,
en particular. (Con todo, el evemerismo no sería aquí un espiritismo, por ejemplo
un «culto a los antepasados», en el sentido que damos a estos términos en el Es
colio 6.) Pero para quienes se inclinen por la interpretación no ateística de la Hierá
anagraphé, la situación que se dibuja alcanza aún mayor interés, puesto que nos
depara la ocasión de analizar el proceso inverso, a saber: el de cómo una teoría
que no tiene formato filosófico sino que es, o bien una teoría teológica, o bien una
hematología o justificación ideológica de ciertas apoteosis políticas, ha podido
trasformarse en una teoría filosófica de carácter metafísico (en una «teología fi
losófica»). Por otra parte, la doctrina cristiana de los «Santos» puede considerarse
como una doctrina ampliamente cubierta por el evemerismo: es el evemerismo
actuante en la Iglesia romana («los Santos son hombres sobresalientes que ulte
riormente han sido canonizados»).
En cualquier caso, si esas transformaciones (de las supuestas teorías cientí
ficas o nematológicas en teoría filosófica) no se hubieran producido, Evémero se
ría hoy un desconocido, o conocido sólo ya como un mero «ideólogo aúlico», ya
como una especie de erudito o «bolandista helenístico» interesado en desmitifi
car algunos dioses (o santos) acaso para mantener el prestigio de otros, o bien sim
plemente un trabucador a la manera como el gran hebraísta Samuel Bochart, en
pleno siglo xvii, se empeñaba en reducir Saturno a Noé, Neptuno a Sem, Júpiter
a Cam o Plutón a Jafet. Sólo porque la obra de Evémero (o, si se prefiere, su finís
operis) fue interpretada como «evemerismo» en su sentido filosófico o cuasi fi
losófico, el de Mesene alcanzó la importancia que hoy le atribuimos en filosofía
de la religión. Podríamos concluir, en resolución, diciendo que así como fue Amé
rica la que «descubrió» a Colón (puesto que Colón —que creía haber descubierto
el Cathay o el Paraíso Terrenal— no fue quien descubrió América) así también
fue el «evemerismo», en sentido convencional, el que descubrió a Evémero (in
dependientemente de que Evémero «hubiera descubierto» al «evemerismo» con
vencional, o inventado alguna de las doctrinas alternativas que se le atribuyen).
Escolio 3
Sobre la naturaleza filosófica
de la concepción zoomórfica de la religión
(1) Negando que la religión, por cuya esencia preguntamos, sea una parte del
material zoológico o etológico o psicológico (que comprende también a una parte
importante del material antropológico). Con esto descartamos procedimientos ta
les como los que comienzan por definir a la religión por el «miedo, temor o an
gustia»; lo que implicaría que el marco de la religión desborda los límites espe
cíficos del material antropológico, ya que las aves, o los mamíferos, también tienen
miedo, terror o incluso angustia (el miedo, temor o angustia humanos podrán in
terpretarse, además, como determinaciones subgenéricas o cogcnéricas de las co
rrespondientes determinaciones etológicas o psicológicas). Si renunciamos, desde
el principio, a estos planteamientos de la cuestión, es porque las premisas que ellos
arrastran contienen ya, a su vez, una concepción otológica o psicológica de la re
ligión que no sólo determina, sino también borra, la especificidad eventual de las
religiones positivas (no se niega, en cambio, que estas religiones positivas sean
un rico campo de análisis de la etología y de la psicología).
(3) Negando que la religión sea un contenido de una revelación teológica sobre
natural. Basamos esta negación en motivos de carácter gnoseológico «racionalista».
ción» o «rezo colectivo» son ceremonias; «templo» es una cosa. Habrá teorías de
la religión que pongan la esencia de la religión en los contenidos personales; otras,
lo pondrán en las acciones o en las ceremonias (considerándolas «cosas sagra
das», al modo iconoclasta, como fetiches indignos del nombre religioso); unos
terceros considerarán que lo único positivo y permanente de carácter religioso son
las cosas religiosas, las reliquias. Además, habrá contenidos eniic del material re
ligioso que, desde el punto de vista etic, serán de muy dudosa clasificación. Para
un católico una hostia consagrada pertenece a la región de la persona, puesto que
ella es el cuerpo de Cristo; pero para un antropólogo no católico, es una cosa. En
todo caso, cualquiera de las decisiones que tomemos al respecto, habrá que to
marlas como resultados. En el principio, es decir, al formular la pregunta «¿qué
es la religión?», enmarcada en su condición de parte del material antropológico,
no excluiremos ninguno de los resultados posibles. Lo personal, lo ceremonial, lo
material, podrán ser por igual «religiosos», al menos en tanto que fenómenos. La
pregunta ¿qué es la religión?, como pregunta por la esencia, la interpretaremos
siempre en función de esos fenómenos.
Ahora bien, sin perjuicio de la considerable amplitud que corresponde al «ma
terial antropológico», debemos constatar que el horizonte de la Antropología no
puede circunscribirse dentro de los límites de ese material antropológico. El ma
terial antropológico está, a su vez, inmerso en un espacio antropológico, en el que
intervienen, desde luego, contenidos que no son humanos, como puedan serlo los
astros o los animales, aun cuando juegan un papel imprescindible en la vida de
los hombres, hasta el punto de que la Antropología, como análisis de la vida hu
mana en su conjunto, sólo puede llevarse a efecto en el ámbito de ese «espacio
antropológico». La religión es precisamente una de las partes del material antro
pológico que exige del modo más agudo el desbordamiento o «transcendencia»
del material antropológico en el espacio antropológico. ¿Cómo podría responderse
a la pregunta por la esencia de la religión manteniéndonos en el ámbito del mate
rial antropológico? El espacio antropológico lo hemos coordenado según tres ejes,
circular, angular y radial. Sólo si la respuesta a la pregunta por la esencia pudiese
mantenerse en la línea del eje circular tendría algún sentido decir que la filosofía
de la religión se circunscribe en el ámbito del material antropológico; pero si para
responder a la pregunta ¿qué es la religión? nos vemos obligados a considerar con
tenidos dados en el eje radial (por ejemplo: «la religión es el culto a los astros»),
o bien en el eje angular («la religión es el culto a los dioses o a los démones»),
entonces estaremos de hecho reclamando para la filosofía de la religión las di
mensiones del espacio antropológico.
En cualquier caso, la esencia, o mejor aún, el «núcleo» de la esencia de la re
ligión, deberá ser un contenido del material antropológico, con contrapartidas eniic
y etic. Estas exigencias pueden tomarse como condiciones necesarias, aunque no
suficientes. Muchos contenidos emic del material antropológico pueden resultar
ser incompatibles con otras condiciones imprescindibles desde un punto de vista
racional: millones de personas pudieron «vivir» la epidemia europea de la peste en
el siglo xiv como un «castigo divino»; pero semejante «vivencia» es incompatible
El <iiiinial divino 347
con las causas reales —ratas y pulgas— que intervenían en el contagio del bacilo
de Yersin. El contenido emic, «candidato» a núcleo de la esencia, debe tener tam
bién contrapartida etic, pero tampoco esta exigencia es condición suficiente. Su
pongamos un físico que propusiera, como núcleo de las religiones, la acción de
ciertos gravitónos sobre los grupos humanos: tales gravitónos no han sido jamás
«experimentados» por los hombres religiosos (advirtamos, de paso, que el Acto
puro, está aún más lejos de la vivencia religiosa que esos hipotéticos gravitones).
La principal condición que hemos de exigir a un contenido del material antropo
lógico que tenga ya contrapartidas emic y etic, puede reducirse a su misma virtua
lidad constructiva (en la composición con terceros contenidos) de la integridad del
conjunto del material fenoménico, en el ámbito del espacio antropológico. Dicho
de otro modo: no es tanto por «razones de principio» (digamos, a priori, o forma
les) por lo que conferiremos a un contenido dado (en nuestro caso, el contenido
zoomórfico) la función de núcleo de la esencia de la religión, sino, sobre todo, por
sus «consecuencias», por los resultados, por su capacidad para reconstruir el ma
terial religioso que, a partir del núcleo seleccionado, pueda sernos presentado.
Escolio 5
Religión y religación
quier otra entidad —como una ob-ligación o un deber— los libera de toda de
pendencia) o bien como «sentimientos transcendentales» (que no tienen por qué
suponer una re-ligatio, salvo con la nada, para ser analizados) o, sencillamente,
como ceremonias cultuales, ritos cuyo significado unas veces no tiene nada que
ver con los dioses (por ejemplo, los ritos funerarios), otras veces se nutren de su
misma ejecución reproducida (por tanto, a lo sumo, re-ligan a los hombres con
sigo mismos, es decir, no los religan con nadie ajeno) o, por último, de todas es
tas cosas y aun de algunas más a la vez?283
Si, por nuestra parte, no nos sentimos incómodos al utilizar el término «re
ligión», tal como se interpreta en la tradición de Lactancio y al margen de la exac
titud filológica de su etimología, ¿no será precisamente porque tampoco utiliza
mos el término como mero rótulo denotativo, sino porque aceptamos que la
connotación latina asociada (convencionalmente o no) a los términos religio-ie-
ligatio constituye, tanto gnoseológica como ontológicamente, la forma más ade
cuada (aunque esté necesitada de enérgicas determinaciones) para englobar a los
«conjuntos heterogéneos de fenómenos» de referencia? Y ello, sin perjuicio de
no minimizar esa heterogeneidad. Sin duda. Sólo que nuestra «sintonía» con el
término latino pretende estar fundada en motivos lógicos, no meramente psicoló
gicos, lo que significa que creemos contar con argumentos poderosos para recha
zar la interpretación meramente denotativa del término «religión». Estos argu
mentos pueden substanciarse en los dos siguientes:
(283) La etimología religio<religando aparece en Lactancio (Instituciones divinas, tv, 28). Sin em
bargo Cicerón [mirando antes al culto de las «religiones positivas» que al dios de la «religión natural»] su
giere religüxrelegendo'. «qui omnia quac ad cultum dcorum pertinerent, diligenter retractaren! et tanquam
relegerent, sunt dicti religiosi ex relegendo, ut ex cligcndo eligentes, tanquam ex diligendo diligentes» (De
Natura deorum, n, 28). Y San Agustín (Ciudad de Dios, x, 3) aun propone otra «etimología»: religio<re-
eligendo, subrayando la reconciliación que después del pecado y por la virtud de la religión, los hombres
habrían llevado a efecto «re-eligiendo» de nuevo a Dios. En cualquier caso, parece que religio, en su ori
gen, tenía poco que ver con el «campo sebasmático», en general: Festo nos dice que las religiones eran nu
dos o ataduras de paja (religiones stramenta eranf); otros vinculan religio con scrupulum, en general (scru
pulum dice peso mínimo, cantidad mínima, fina: scntpus, por su parte, dice cuidado, inquietud; el diminutivo
scrupulus dice cautela, diligencia; de donde scrupulositas equivale a inquietud): religio equivaldría pues,
en principio, a «delicadeza, finura» (religiosae aures Atticorum, los delicados oídos de los atenienses, de
Cicerón). Sólo más tarde habría tenido su especialización este término en el sentido del pium scrupulum,
incluso el que linda con la superstición (ver Lactancio, tv,28) (M. Breal y A. Bailly, Dictionnaire ctymo-
logique latin, París 1898; A. Emouty A. Meillet, Dictionnaire étymologique de la langue latine, París 1932).
El anima! divino 351
(284) Jean-Pierre Vernant, Mito y religión en la Grecia antigua (1987), Ariel, Barcelona 1991.
352 Gustavo Bueno
simple máscara cuyo rostro profundo, con ojos fascinantes, evoca lo divino»). Pero,
¿a quien se lo evoca? ¿A Vemant o a los griegos? ¿Y cómo sabe Vemant qué pueda
• ser esa divinidad teofánica que los griegos evocaban si no fuese porque también el
la evoca? Y si esto fuese así tendría al menos que esforzarse por explicárnoslo, con
referencias fisicalistas, a quienes esa «simple máscara» no nos evoca lo divino. De
otra suerte, recaeríamos en el mismo circulo vicioso de Mircéa Éliade —un círculo
que, en rigor, disimula o al menos tolera un postulado estrictamente metafísico, el
postulado del «monismo de lo santo» que se manifiesta en mil formas o teofanías di
ferentes— cuando da una misma razón para explicar por qué una máscara es un fe
nómeno religioso y por qué lo es una danza o el éxtasis de un chamán: porque todos
estos fenómenos (viene a decir) son «hierofanías» o «teofanías». La máscara, la danza
o el chamán serán fenómenos religiosos porque son hiero-fanías o teo-fanías, pero
¿qué pueden ser esas hierofanías (o teofanías) al margen de las danzas, las máscaras
o los chamanes? ¿Acaso se pretende dar como supuesto incontestable que hay un
fondo sagrado que se manifiesta en esas formas? Y, ¿cómo, sobre tal postulado me
tafísico, fundar la unidad de los fenómenos religiosos, del campo de las ciencias de
la religión? ¿Apelando a una «experiencia» religiosa, a un «sentimiento de lo divino»
que se manifiesta en el ámbito humano sin necesidad de determinar su re-ligatio con
ningún otro término inteligible de la relación, sino en virtud del regressus hacia la
misma «sustancia de la experiencia o sentimiento de las teofanías»? Podría ser esto
verdad, desde la perspectiva de la realidad (desde la perspectiva ontológica); pero,
aunque lo fuera, carecería de relevancia desde la perspectiva del conocimiento cien
tífico o filosófico de esa realidad (desde la perspectiva gnoseológica).
Si nos acogemos al concepto latino habitual de la religio como re-ligatio es
porque ese concepto está con-formado a partir de la categoría aristotélica de la re
lación (en tanto se da por mediación de acciones —operaciones— y pasiones) y
porque, a través de esa categoría, podemos establecer un marco inteligible y ra
cional para proceder al análisis de los «fenómenos sebasmáticos». Este objetivo
es el que nos mueve a recusar, no ya el proyecto, sino el modo de ejecución de
ese proyecto de reconstrucción filosófica del concepto latino de religatio que llevó
a cabo Xavier Zubiri con su teoría de la religación', y lo recusamos dado el ca
rácter metafísico de la idea de religación propuesta por Zubiri, de la religación
metafísica como la hemos llamado en otra ocasión285. La «religación metafísica»
de Zubiri podría considerarse como una versión del ontologismo de Malebranche,
de Gratry o de Rosmini («el Ser infinito es el primum cognitum; nosotros vemos
a todas las cosas en Dios»), Nuestra recusación del ontologismo tiene lugar, ante
todo, como es obvio, en esta ocasión, desde la filosofía de la religión —más que
desde la filosofía del conocimiento—, precisamente porque ese «Dios» del onto
logismo es, en todo caso, «el Dios de los filósofos», es un Dios filosófico y no el
Dios finito de las religiones positivas. Nuestra recusación se dirige también, evi
dentemente, a la misma idea de una religación metafísica.
(285) Hemos tratado de este asunto en Cuestiones cuodlibetales..., Cuestión 3a, págs. 109-110 y
Cuestión 5a, págs. 193-218.
El animal divino 353
(1) Religación de primer género: la que pueda darse por establecida entre su
jetos humanos y términos no subjetuales, pero inmanentes al campo an
tropológico (por ejemplo, la relación del sujeto humano, en su calidad de
homo faber, a las herramientas o útiles culturales al margen de los cua
les su propia subjetualidad tecnológica no podría considerarse consti
tuida). Diríamos que el sujeto humano, como homo faber, está religado
a sus herramientas y útiles según el primer género de religación.
(2) Religación de segundo género: la que pueda darse por establecida entre
los sujetos humanos y términos subjetuales e inmanentes al campo an
tropológico, es decir, otros sujetos humanos. Habrá religación de segundo
género, según esto, en las relaciones asimétricas entre el niño y el adulto
(pero no entre el yo y el tu, cuando las consideramos en general; aunque
estas relaciones puedan seguir siendo transcendentales sin embargo no
serán relaciones de religación, según lo dicho).
(3) Religación de tercer género: la que pueda darse por establecida entre su
jetos humanos y términos no subjetuales y, además, transcendentes al
campo antropológico (aunque constituyan partes de su espacio). Así, las
relaciones de los hombres a la bóveda celeste apotética, o al Sol (en la
medida en que estos términos hayan moldeado la conciencia apotética
humana) serían relaciones de religación de tercer género.
El animal divino 355
(4) Religación de cuarto género: la que pueda darse por establecida entre su
jetos humanos y términos subjetuales, pero transcendentes al campo an
tropológico, es decir, sujetos no humanos pero finitos, tales como las re
laciones (emic) de los hombres con Zeus, con Marte o con Quirino (Zeus,
aunque sea el más grande y el mas poderoso de todos los dioses y, por
supuesto, de todos los reyes —«todos los reyes vienen de Zeus»— sigue
siendo finito, determinado). Tales son también las relaciones etic de los
sujetos humanos paleolíticos con los sujetos animales que les rodeaban
—el oso, el tigre de dientes de sable, el elefante— y determinaban la cons
titución misma de su existencia.
ser visto desde él. En cualquier caso, las ánimas separadas de los hombres, sea por
que se han separado supuestamente de los cuerpos después de la muerte, sea porque
se han separado de él en vida, en el sueño por ejemplo (y cuando han querido retor
nar a su cuerpo acaso éste desapareció, como le ocurrió al cuerpo del profeta Hermó-
temes, que fue puesto en la pira funeraria por su mujer creyéndolo muerto cuando su
alma estaba de excursión), hay que situarlas en las mismas lindes del eje circular, y ni
siquiera puede descartarse que tales espíritus contengan también algún «gen» zoo-
mórfico: al menos, los ángeles cristianos se representan —y sólo algunos saben que
una cosa es el símbolo y otra el concepto— con grandes alas (en la catedral de To
ledo, entre otras, se enseñaba hace algunas décadas un alón del arcángel San Miguel).
Más aún: la misma «alma del mundo» que parece ser el contenido central de ese
Dios de la «fe religiosa superior» que los fenomenólogos describen de vez en cuando
—«creo en Dios» significa, al parecer, para muchos hombres de hoy: «creo que el
Universo no está vacío, ni se reduce sólo a la materia visible, sino que, en su fondo o
en su periferia, un Dios invisible vigila, una deidad que permite afirmar que no esta
mos solos ante un Universo mudo, sino acompañados por una entidad lejana, sin duda,
pero personal» (un ser al que no puedo ver más que, a lo sumo, después de mi muerte
o, para decirlo con el pintoresco lenguaje de los teólogos analíticos, al que sólo puedo
«verificarlo escatológicamente»; un concepto que recuerda, por su formato tramposo,
el de la «ciencia subalternada a los beatos»)—, aunque pueda interpretarse como una
transformación estilizada de un «espíritu antrópico» (un padre o un Gran Hermano
que me acompaña) sin embargo tampoco puede negarse a priorí que no contenga de
terminaciones importantes procedentes de ciertos animales numinosos.
Por otra parte, el fenómeno del chamanismo podría entenderse también mejor
como espiritismo (o como monismo) que como animismo, si es que el chamán —al
menos el más genuino, el tungús— es sobre todo el mediador con los espíritus de los
antepasados. (El chamanismo no sería, según esto, un fenómeno religioso, sino un fe
nómeno espiritista-mágico.) En cualquier caso, nos parece completamente gratuita la
construcción de E.B. Tylor al poner el origen de la religión en los fenómenos psico
lógicos ligados a las imágenes de las almas separadas (lo que equivale a negar a las
religiones todo fundamento de verdad objetiva, puesto que las almas separadas no
existen). La religión quedaría reducida, en su origen, a una «alucinación», a un «en
sueño», más o menos refinado. Además, el animismo, incluso como fenómeno, no
tiene por qué considerarse como primitivo, si tenemos en cuenta que el alma, el ego
o el yo, salvo anacronismo, no puede considerarse como un concepto propio de la hu
manidad primitiva, como algo capaz de ser proyectado en los objetos inanimados o
en los sujetos animales, puesto que el yo está vinculado al pronombre de primera per
sona, requiere un lenguaje desarrollado (a saber, tal que puedan el yo y el alter ego
aparecer como sustituibles, en lugar de ser ambos partes de un todo); los canacos, en
la época en que los describió Leenhard, no tenían concepto del yo, al que sin embargo
se pone en correspondencia con su do kanur. mal podían proyectar lo que no tenían,
y más bien serían los sujetos animales, como unidades operativas, las que les servi
rían de modelos para la representación propia de la subjetividad humana, originaria
mente inmersa en representaciones comunales o cósmicas.
El animal divino- 361
Pero aun cuando, en muchos casos, los contenidos zoomórficos y los anlró-
picos se confundan en el seno de estas entidades incorpóreas (incorpóreas en el
sentido fisicalista, aunque se les dote de un «cuerpo astral» o etéreo) también hay
que reconocer que en otros muchos casos, los espíritus antrópicos (por ejemplo,
los santos del cristianismo) se mantienen bien diferenciados de los animales. Y
esto corrobora la decisión de llamar espiritismo (apelando a un término ya acu
ñado y bien consolidado) a todo el conjunto de conductas humanas que están orien
tadas intencionalmente en función de esos «espíritus antrópicos» (como proto
tipo, podría tomarse la ceremonia de la «malfama», practicada en ciertas regiones
de Madagascar o Balí, a los cinco años del fallecimiento de un familiar). El con
cepto de espiritismo alcanza así una gran extensión: el espiritismo de Elena P.
Blavatsky es sólo el espiritismo por antonomasia; pero también podríamos con
siderar como forma de espiritismo al manismo descrito por Spencer y aun a gran
parte del animismo, en el sentido de Tylor (en lugar de interpretar el espiritismo
de nuestros días como una última transformación del manismo o del animismo,
incluso como un animismo degenerado, lo que estamos haciendo es considerar al
manismo o al animismo como un espiritismo primitivo, balbuciente o, más poé
ticamente, auroral). El animismo podría considerarse entonces como la forma ru
ral del espiritismo y, si se prefiere, el espiritismo sería la forma urbana del ani
mismo. En cualquier caso no confundiremos el animismo como creencia (primitiva,
rural o urbana), es decir, como un hecho psicosocial y, en principio, no religioso,
y el animismo como una teoría de la religión; el carácter religioso de la teoría ani-
mista se funda en las supuestas consecuencias del animismo (en la transforma
ción de las ánimas en demonios y en dioses) más que en el carácter intrínseca
mente religioso de las ánimas.
Ahora bien, si mantenemos nuestras coordenadas tendremos que establecer,
con carácter de principio, la tesis de que el espiritismo, en la medida en que pueda
identificarse estrictamente como ligado a una conducta delimitable, no es religión.
Esta tesis fue defendida, por cierto, aunque desde otras premisas, por la Iglesia
romana; aunque también es cierto que la Iglesia se mantuvo muy vacilante al res
pecto, puesto que algunas veces se inclinó hacia la interpretación del espiritismo
por antonomasia como un disfraz del satanismo, que ya es, intencionalmente, an
gular. Ni siquiera el culto a los espíritus (antrópicos), trasunto de los hombres
reales, podría considerarse religioso, puesto que estos espíritus, por sí mismos, no
serían numinosos (ya fueran enemigos, ya fueran amigos) sino simplemente hu-
manos-ultrafísicos (la teología cristiana habría tratado esta cuestión a propósito
de si a los santos se les debe el culto de dulía o de latría; el culto católico a los
santos se justifica por la proximidad que éstos tienen con el numen divino: su ca
rácter religioso les viene por contagio).
El espiritismo intersectará constantemente con la religión, e incluso llegará a
constituir gran parte del contenido intercalar de las religiones secundarias (a me
dida que estas vayan desplazando de su ámbito a los númenes zoomórficos genui-
nos). Además, la misma figura de las ánimas, troqueladas sobre el molde de los su
jetos humanos, encontrará una obligada contrapartida en la remodelación de los
362 Gustavo Rueño
(287) Podríamos transcribir estas conexiones en fórmulas modales de diversas maneras. Según la in
terpretación de R. Kane, «The Modal Ontological Argumcnt», Mind (1984), cabría escribir: □ (d —> Dd)
y ód; luego [O(d —» Od)] -> (Od —> C>Dd), de donde (aplicando un principio algo más débil que el pro
pio de S5, ODp —> Dp, es decir, el principio ODp -» p) obtendríamos: d.
366 Gustan) Bueno
(288) Un numen infinito (un ens a se) no podría ser numen personal, con relaciones dialógicas
con los hombres, ni con relación a su propia realidad (Dios no es religioso); esto, al margen de la cues
tión de la «posibilidad de pensar» siquiera en ese numen personal infinito sin «oscurecerlo» como tal
numen (algunos ven en el jainismo la conclusión-límite del temor a representarse a Dios en «especies
finitas»; el mismo mecanismo que manda a los judíos no pronunciar su nombre sin mancharlo habría
llevado a los jainistas a no pensar en Dios para no destruirlo).
El animal divino 367
(289) Juan de Santo Tomás, Cursus Theoloaicus. Primae Partís, Quaestio xtv «De scientia Dei»,
Disputado XVI «De intelligcre divino secundum se», Articulus II «Utrum actualis intellcctio sil fór
male constitutivum naturae Divinac?» (págs. 371-380 de la edición de Lyon 1663).
L
368 Gustavo Bueno
gere, & cui id quod naturaliter habet non determinatur ab alio, hic est quod obtinet sum
mum gradum vitae», pág. 373); y por supuesto tiene como objetos primarios de su acto
de entender (que no admite siquiera la distinción del acto primero y el acto segundo) a
su propia esencia divina, que es el mismo ser necesario en acto, es decir, el esse o exis
tencia necesaria; por lo que su ciencia de simple inteligencia es ciencia de lo necesa
rio. Sin perjuicio de lo cual, la ontoteología cristiana admitirá también la posibilidad de
una ciencia de visión que recae sobre «objetos secundarios» cuya existencia no es ne
cesaria, sino contingente. Entre la necesidad y la existencia (contingente) se situará la
posibilidad pura de aquellos sucesos (los futuribles) que no van a ser pero que podrían
haber sido; aquellos a los que Molina asignó su célebre ciencia media y Leibniz los
mundos posibles (pero no efectivos)290. ¿Cómo no reconocer la correspondencia entre
los términos de la célebre distinción leibniciana —verdades de razón y verdades de he
cho—■ y los términos de la distinción escolástica, a saber, la ciencia de simple inteli
gencia y la ciencia de visión? Las verdades de razón son verdades necesarias que no es
posible alterar (en concreto, son las verdades matemáticas); las verdades de hecho son
las verdades positivas (que dimanan de la voluntad divina y que Dios podría alterar:
son las verdades físicas, históricas o antropológicas). Pero lo que aquí nos interesa es
esto: si las verdades intermedias, las que versan sobre lo meramente posible (y que
Leibniz habría concretado en la figura de los mundos posibles, pero jamás realizados),
no habría que ponerlas en correspondencia con la ciencia media de Molina. En cual
quier caso, las tres ideas claves de la ontoteología pasarán a constituir, a través del hilo
conductor de la lógica, las tres categorías que Kant asignó a los juicios, según la mo
dalidad: existencia, necesidad y posibilidad.
(290) liemos tratado esta cuestión en nuestro artículo «Sobre el alcance de una ‘ciencia media’
(ciencia B1) entre las ciencias humanas estrictas (a2) y los saberes prácticos positivos (B2)», en El Ba
silisco, n" 2, 2- ¿poca, 1989, págs. 57-72.
El animal divino 369
(291) J. Hintikka, «On the Logic of the Ontological Argumcnt», en Models for Modalities, Rci-
del, Dordrccht 1969.
370 Gustavo Bueno
■real, por lo que, en su metafísica, los mundos posibles son posibles puros, esen
ciales, pero imposibles existencialmente, aun cuando pudieran interpretarse acaso
los «milagros» —tal como Leibniz los entiende, en función de las «leyes positi
vas», como únicas leyes que realizan los posibles— como la prueba de que hay
mundos posibles, dentro del nuestro, diferentes del mundo positivo real.) Dicho
de otro modo: no se trata de retirar, sin más, la referencia a los mundos posibles,
sino, sobre todo, la concepción de la lógica formal que esa referencia implica: una
concepción que (para no alargarnos) podemos cifrar en la tesis que establece la
distinción entre unas leyes o estructuras formales y unos hechos positivos (que
constituyen la materia o contenido empírico de los diversos mundos a los que se
aplican, M<d,f>, mediante reglas de asignación f de variables a términos). Pero
esta tesis no es sino una versión del hilemorfismo metafísico, que pide el princi
pio. Porque ese dualismo hilemórfico de leyes formales (lógicas, acaso también
matemáticas) y leyes materiales (positivas, empíricas) —un dualismo que se re
fleja en la posición entre ciencias deductivas y ciencias inductivas— no se re
suelve por la apelación a los mundos posibles, ya que las relaciones lógicas que
es preciso suponer dadas entre esos mundos posibles reproducen los mismos pro
blemas envueltos por la distinción entre la forma y la materia. Podríamos, en efecto,
establecer cuatro alternativas distintas para formular la conexión entre los mun
dos posibles (distintos, en el sentido de su unidad sinalógica) en función de sus
relaciones lógicas (isológicas):
(1) Mundos posibles esencialmente isomorfos, es decir, con las mismas le
yes formales, pero con hechos o leyes positivas diferentes.
(2) Mundos posibles aparentemente isomorfos: las leyes formales serían dis
tintas, pero los hechos serían similares. Estaríamos en el caso de morfo
logías tan semejantes (a una cierta escala) como las de un cerebro y una
nuez, pero cuya ley de construcción fuese enteramente diferente.
(3) Mundos posibles iguales, con las mismas leyes y los mismos hechos (sólo
numéricamente diversos). Cada mundo sería una «fotocopia» de los otros.
(292) W.V.O. Quine, «Quantification and the empty domain», enjonrnal ofSymbolic Logic, 19,1954.
372 Gustavo Bueno
¿Que conexión cabe establecer entre estos dos contextos? Tres alternativas
eStán disponibles:
(1) la que considera que los dos contextos (el contexto-0 y el contexto posi
tivo) son independientes, primitivos; por tanto que hay que reconocer dos
modos irreductibles de la idea de posibilidad;
(3) la que postula el contexto positivo como el originario de suerte que haya
que considerar al contexto absoluto como derivativo o límite.
Desde luego optamos por la tercera alternativa. Elegir la primera, sin perjui
cio de sus ventajas léxicas, nos llevaría a romper la unidad de la Idea de posibili
dad y, sobre todo, nos llevaría a acumular las dificultades que suscita la segunda
alternativa. Es esta, en efecto, la que parece más difícil de asumir, por su carác
ter marcadamente metafísico: una posibilidad absoluta presupone una existencia
negada, retirada en su «reflexividad pura», para luego ser puesta de nuevo (dado
que si la posibilidad absoluta no se funda en una existencia previa es porque la
hemos construido —por ejemplo, la posibilidad del polígono de 855.000 billones
de lados—, con lo cual ya no sería absoluta). Adoptamos, en consecuencia, la ter
cera alternativa para definir la idea primitiva de posibilidad. Posibilidad es com
posibilidad, es decir, compatibilidad de A con otros términos o conexiones de tér
minos lomados como referencia. La misma definición (negativa) de la idea de
posibilidad como «ausencia de contradicción» sólo en este contexto alcanza al
gún sentido, pues una «ausencia de contradicción» pensada en absoluto, no sig
nifica nada; ni, por tanto, significa nada la llamada «posibilidad lógica» que mu
chos definen precisamente por la «ausencia de contradicción». Ha de sobrentenderse
«ausencia de contradicción de algo» (de A); pero este algo debe haber sido dado
como complejo (por ejemplo, un decaedro regular). Si el decaedro regular no es
posible es porque «envuelve contradicción», pero no «él mismo», que no es nada
(el sintagma gramatical no envuelve contradicción alguna) sino sus componentes
(la imposibilidad topológica no afecta al decaedro regular sino a la composibili
dad de las caras con los vértices y aristas según la regla de Euler). De otro modo:
la ausencia de contradicción (dado que todo lo que puede ser pensado es com
plejo) deja de ser un concepto negativo-absoluto y se nos manifiesta él mismo
como contextual. La «posibilidad absoluta» es así un desarrollo límite de la idea
de composibilidad («composibilidad de A’ consigo mismo») que sólo tendrá un
significado diferencial si se supone que A’ es simple (por tanto, impensable); pues
si A es complejo, al «relacionarlo consigo mismo» estamos forzosamente inser
tándolo en contextos exteriores a él, a través de sus componentes múltiples.
374 Gustavo Bueno
cinc la existencia debe estar ya presupuesta. Cuanto al sujeto: que el sujeto de exis
tente no puede ser un sujeto real, pues este sujeto ya debe existir (la existencia es
ja «posición absoluta de la cosa») para recibir el predicado de existente (por lo
(lúe este sería sólo gramatical, no lógico, por ser redundante). Luego tendría que
¿er un sujeto nominal o conceptual, lo que dará lugar a la paradoja de atribuir exis
tencia a lo que es sólo un signo (aunque podría interpretarse «existencia» más que
(orno predicado del signo, como un cuantificador existencial acoplado al signo;
fon lo que, al modo de Frege, y para evitar la metafísica del objeto de Meinong,
podríamos decir que la existencia va referida no a sujetos o términos reales sino
funciones proposicionales 0(x) cuando además postulamos que alguno de los
valores de la variable existe fuera del campo algebraico, en el mundo). Estas cues
tiones (relativas a si la existencia es o no predicado real) son cuestiones que se
plantean desde una perspectiva gramatical (de gramática natural o lógica), lo que
po excluye su importancia; sólo que no es suficiente un tratamiento gramatical de
Ja cuestión. La misma tesis kantiana (la existencia no es un predicado real) puede
considerarse ella misma como gramatical aunque sea por modo negativo. Es cierto
que Kant añade: «la existencia es la posición absoluta de la cosa»; pero aquí, sin
duda, «absoluta» tiene, valga la paradoja, un alcance relativo, y relativo precisa
mente a la gramática de los predicados. Lo que Kant parece querer decir es que
(a existencia no es algo que «tenga que ver con los predicados», sino que está des
ligada (ab-soluta) de ellos, como un modo que se nos da en la experiencia empí
rica. Dicho de otro modo: la existencia como posición absoluta de la cosa, no es
la existencia absoluta de la cosa. ¿Qué es entonces la existencia desde un punto
de vista ontológico?
Supuesta la estructura sincategoremática del término («existencia» es «exis
tencia de algo» —como ocurría con la posibilidad—) podemos también distinguir
dos modos de utilizar este término (paralelos a los modos de la posibilidad y de la
necesidad): un modo absoluto (existencia absoluta de algo, considerado en sí mismo,
absuelto de todo contexto exterior a el) y un modo positivo (existencia positiva o
co-cxistencia). El tratamiento lógico de la idea de existencia como predicado mo-
nádico corresponde al modo absoluto; el tratamiento de esa idea como predicado
n-ádico corresponde al modo positivo (cuando Kant niega que la existencia sea un
predicado real está refiriéndose, sin duda, a un predicado monádico). Las alterna
tivas disponibles, en el momento de establecer la conexión que pueda mediar en
tre estas opciones son también aquí (como en el caso de la posibilidad) tres:
(293) Para la idea de límite revertido ver Cuestiones cuodlibetales.... Cuestión 8a, §3.
378 Gustavo Bueno
' cuado: el del argumento ontológico ex actibus religiosis. Argumentos que no pue
den utilizarse tanto para demostrar la existencia de un numen concreto, sino de
algún numen. El argumento ontológico numinoso se apoya en la conexión entre
la «esencia de lo numinoso» y su «existencia». Sólo si un numen existe puede ser
numinoso, puesto que no es posible pensar en un numen in-existente, es decir, no
coexistente con otros sujetos, &c. Lo que no significa que «toda experiencia nu-
minosa» pruebe que hay un correlato efectivo.
Cuando nos referimos a los argumentos ontológicos de la teología terciaria
(los argumentos anselmianos) las cuestiones que se nos plantean son de otro or
den muy diferente. Ante todo, ahora hablamos de un Dios único, que reclama exis
tencia absoluta, necesidad absoluta y posición absoluta. No se trata de desestimar
a pi iori estos argumentos a partir de la tesis del carácter derivativo de las ideas
de existencia absoluta, de posibilidad absoluta y de necesidad absoluta; pues aun
que admitamos que estas ideas no son primitivas, no por ello habrían de ser for
zosamente absurdas (tampoco es primitivo el concepto de «conjunto transfinito»
y no por ello es absurdo). Lo que si será preciso subrayar es que estos argumen
tos ontológicos no toleran tratar a la existencia, posibilidad o necesidad, en el sen
tido adecuado a un tratamiento lógico formal, por variables. Es sencillamente dis
paratado «formalizar» los argumentos ontológicos anselmianos porque la existencia
de Dios ha de postularse «en todo lugar y tiempo» y, por tanto, no puede ser sim
bolizada por letras variables y letras predicados. Por consiguiente no tiene sen
tido pensar en una prueba lógico formal de la existencia de Dios en la que pueda
representarse al menos su posibilidad o imposibilidad lógica; fórmulas tales como
t)13x(x = D) —> 3xd(x = D) (interpretadas como representación de la proposi
ción de Malcolm: «supuesto que Dios no es imposible lógicamente entonces es
necesario ontológicamente») son meros ideogramas fruto del matrimonio inces
tuoso entre lógicos formales y metafísicos teólogos, puesto que D no puede utili
zarse como «argumento» de una variable x (o bien, ningún sistema lógico S( ¡
puede ser interpretado en un modelo que sólo contiene D). Por tanto, «Dios», no
es posible «lógicamente» (es decir, no es representable en el lenguaje de la lógica
formal, en cualquiera de sus sistemas).
Las formalizaciones de los argumentos ontológico metafísicos se mantienen
en el terreno de los ejercicios escolares (lo que no suprime su interés algebraico).
Entre todas las dificultades que entrañan los argumentos ontoteológicos, la
primera nos parece ser, por tanto, la que se refiere a la misma posibilidad de Dios.
Concedida la posibilidad, su necesidad y su existencia presentarían dificultades
menores; pues su existencia podría deducirse como coexistencia relativa a noso
tros [re-ligación metafísica] y su necesidad, como necesidad positiva, a partir, no
ya del mundo (las cinco vías) sino de su propia idea posible (al modo leibniciano).
Sin embargo, desde Santo Tomás, se distingue la esencia ideal de Dios, y su esen
cia real; otros dirán que Dios es, pero que no existe (como decían, en el pasado
siglo, E. Vacherot y I. Armesto294).
(294) Ver X.L. Barreiro, Indalecio Armesto (1837-1890), Santiago de Compostcla 1991, págs. 154-155.
El animal divino 379
Hay que tener presente que el cuerpo empírico de las religiones comprende
contenidos muy variados. En efecto, en el curso de su desarrollo, se habrán ido
agregando a las instituciones constitutivas del cuerpo estricto de las religiones
otros contenidos que, aunque sin duda, tienen fuentes no religiosas (por ejemplo,
la «ira sagrada» —como llama Manuel Delgado al complejo «síndrome» consti
tuido por el anticlericalismo, la iconoclastia y el antirritualismo en la España con
temporánea296— que sólo tiene sentido, indudablemente, en función del cuerpo
de las religiones terciarias y forma parte, por tanto, de ese cuerpo, acaso no tiene
fuentes religiosas, es decir, no es una forma negativa de religiosidad, sino sim
plemente la negación de la religiosidad terciaria), se irán entretejiendo con el
cuerpo de la religión de un modo tan enmarañado, y con funciones intercalares
ulteriores tan precisas que prácticamente convertirán en empresa artificiosa las ta
reas de diferenciación; y esto, en muchos casos más que en otros, por ejemplo, en
las ceremonias funerarias menos que en el arte musical. La música de órgano, por
ejemplo, se entretejerá de tal modo con las ceremonias de la religiosidad luterana
o católica («música religiosa») que prácticamente en muchos momentos no se
concebirán esas ceremonias sin órgano, ni el órgano fuera de las catedrales; sin
embargo es evidente que el órgano y sus sonidos no forman parte interna del cuerpo
de las religiones y, de hecho, su secularización es en nuestros días un proceso en
marcha. En cuanto al culto a los muertos, así como todo lo que tiene que ver con
las ceremonias funerales (enterramiento de los cadáveres, pero también prepara
ción de la vida del alma para después de la muerte, en el Hades o en el Cielo, o
incluso de la resurrección de la carne): aunque todas estas instituciones suelen ser
consideradas como contenidos indiscutibles (y según algunos, nucleares: desde el
animismo spenceriano hasta el «sentimiento trágico de la vida» unamuniano) de
toda religión, sin embargo —al menos desde la teoría que en El animal divino se
propone— no es fácil explicar la razón por la cual van entretejidos con los cuer
pos de las religiones positivas (las ceremonias de enterramiento, como las prácti
cas medicinales, no tendrían por qué ser religiosas: ni lo fueron en sus principios
paleolíticos ni lo son en amplios sectores de la sociedad industrial laica); sin em
bargo, los misterios de Eleusis (si es que, como sugiere Loisy, «el secreto de los
misterios [eleusinos] habría sido el de todo el mundo, pues nadie ignoraba cual
era el fondo de la creencia y la finalidad de los ritos, a saber, el don de la inmor
talidad») son considerados, sin discusión, como instituciones religiosas, Y no ne
gamos que lo fueran; lo que negamos es que su significado religioso haya de ser
considerado axiomático o por definición. En este sentido, las tesis que mantene
mos acerca del núcleo de las religiones son, a la vez, fuentes de abundantes pre
guntas. Desde este punto de vista son hipótesis fértiles en función de investiga
ciones ulteriores. Habrá que plantear problemas como el siguiente: ¿Por qué y
desde cuando los misterios eleusinos se constituyen como instituciones religiosas
y no, por ejemplo, como instituciones relacionadas (en función de la presentación
de la espiga del trigo) con la magia de fertilización (como algunos sospechan, fun
dándose en testimonios de Tertuliano a Astcrio)? La intervención de diosas (De
meter, Core, Perséfone) confiere, sin duda, una tonalidad religiosa a los misterios
eleusinos, pero ¿en qué momento se produjo tal intervención?
Escolio 10
¿Una vía judía al monoteísmo creacionista?
La Biblia conserva múltiples indicios, además del episodio decisivo del be
cerro de oro de Aarón (citado en el texto), de una religiosidad secundaria de fondo
sobre la que, en todo caso, hubo de conformarse la religiosidad terciaria judía: la
transformación en serpiente de la varita mágica de Moisés (Éxodo vil, 9-12); la
serpiente de bronce que se adoraba en el templo de Jerusalén hasta que Ezequiel
la destruyó (iv Reyes xviu, 4); la abominación de Oseas del toro, la advertencia
de Isaías acerca de los castigos que el Eterno enviará a quienes se santifiquen co
miendo ratones, cerdos y animales inmundos, sin contar con los terribles mons
truos numinosos del libro de Job, Leviathan y Behemot. Ahora bien, es muy im
probable que la transformación de esta religiosidad secundaria de fondo en la
característica religiosidad terciaria del monoteísmo creacionista judío fuese un
proceso interno: puede darse por evidente que esta transformación fue la resul
tante de la interacción del pueblo hebreo (=separado) con los pueblos de su en
torno. Interacción que no tiene por qué reducirse a la acción (o influencia) de re
ligiones exógenas sobre la religión de Israel (la supuesta, por S. Freud y por otros
muchos, influencia del monoteísmo de Akhenaton sobre Moisés) puesto que puede
haber consistido, sobre todo, en la reacción sistemática de un pueblo, constante
mente amenazado por otros pueblos, contra sus enemigos («Pues si oyéreis mi
voz, y guardáreis mi pacto, seréis para mí una porción escogida entre todos los
pueblos: porque mía es toda la tierra. Y vosotros seréis para mí un reino sacerdo
tal, y una nación santa», le dice Dios a Moisés, Éxodo, xtx, 5-6). La monolatría
ha sido una y otra vez alegada como el punto de partida más probable hacia el mo
noteísmo de un pueblo que, sin ninguna duda, tenía tratos con dioses diferentes
(«¿Quién como tú, Yahvé, entre los dioses?», Éxodo, xv, 11).
Pero hay más aún, cuando nos atenemos, no sólo al monoteísmo, sino al crea
cionismo ligado al dios único, al monoteísmo creacionista (cuya formulación teo
lógica sólo puede haber aparecido en la época de los filósofos, la época de Filón
386 Gustavo Bueno
el judío). Pues este monoteísmo debe tener un origen religioso que ha de venir de
más atrás, a saber, desde la situación del pueblo hebreo ante los pueblos del en
torno que amenazaban su misma existencia. La magnitud de las amenazas es la
mejor medida de la magnitud del poder que se necesita para protegerse de ellas.
¿Hasta qué punto no podríamos explorar en este contexto el inicio de la «vía ju
día» hacia el monoteísmo creacionista? La amenaza de aniquilación puede ex
plicar la visión creciente del dios nacional protector como creador, porque, sién
dolo, ni siquiera tendrían que estar sus operaciones fabricadoras supeditadas a
disponer de los metales poseídos por los enemigos para fabricar espadas o arados.
El puede «fabricarlos» (para ponerlos en nuestras manos) sin necesidad de metal,
es decir, puede crearlos (de «la nada»). En todo caso, esta hipotética vía judía ha
cia el monoteísmo creacionista, a diferencia de la «vía griega», se nos mostraría
como internamente vinculada a un voluntarismo divinizado del dios protector, es
decir, a su omnipotencia. Esta vía sería, además, la que habría preservado al «pue
blo elegido» de las tendencias hacia el ateísmo que los griegos experimentaron
constantemente. La propia «autodefinición» que Dios ofrece a Moisés («yo soy
el que soy») no tendría el significado metafísico ontológico que habrían de atri
buirle los hermeneutas griegos o escolásticos («soy el que consiste en existir»,
«soy el ser por esencia, el ipsum esse»)-, su sentido sería elusivo en lo que se re
fiere al fondo especulativo, ligado a la «vana y sacrilega curiosidad» (sentido elu
sivo del que el texto bíblico da otra muestra en las palabras de Dios a Ezequiel:
«porque yo, Yahvé, diré lo que diré») y a la vez, enfático, como si quisiera decir:
«cualquiera que sea mi nombre (mi esencia) lo único que a tí, Moisés, te interesa
saber es que estoy contigo cuando te hablo y escojo a tu pueblo; más aún, que con
sidero una insolencia por tu parte el que quieras saber más de mi, y nada menos
que mi nombre.»
Por su parte, J.L. Cunchillos, en una importante contribución297 en la que
dice haber adoptado una perspectiva «nordista» —la de Ugarit, para mirar a Je-
rusalén— capaz de ofrecer nuevas luces a la habitual perspectiva «sudista» —la
de Jerusalén, para mirar a Ugarit— ha contrapuesto la mitología de la Pro-crea
ción (que implica un contexto sexual) propia de la religión cananea de Baal a la
concepción de la Creación judía. Y pregunta: «Si Pon tient compte de la compo
sante cananéenne de l’ancien Israel, comment se fait-il que la Bible nous motre
le yahvisme en lutte avec sa propre composante cananéenne?» (pág. 95).
cura y confusa, incluso contradictoria en sus partes y en relación con otras reali-
dádes)?, entonces, «ese alguien» no debiera haber dicho «Dios no existe», sino que
simplemente se habría mantenido en silencio, al margen, como si no «tuviese» la
idea de Dios: en tal caso el argumento dialéctico pierde todo su punto de aplica
ción y por tanto toda su fuerza. Pero en el momento en que ese alguien dice «Dios
no existe», se convierte en un necio, en un insensato, cuando sobrentiende que ese
Dios al que niega la existencia es el Dios de San Anselmo y de los monjes. Ahora
bien, ¿y si ese Dios no pudiera siquiera ser pensado? Entonces el insensato no de
biera haber dicho «Dios no existe», pues con esto está proponiendo a Dios como
un sujeto a quien se niega un predicado (en la negación, la existencia toma la forma
de un predicado) y esto es, en el caso de Dios, contradictorio. Pero dejaría de ser
insensato si dijera simplemente: «no existe la idea de Dios» y no «Dios no existe».
O, de otro modo: «ese Dios a quien estáis rezando no puede corresponderse con la
idea de Dios que pretende ser definida como aquello cuyo mayor no puede ser pen
sado, porque esta idea no puede ser pensada (carece, no sólo de referencia, sino de
sentido); luego ese Dios a quien estáis rezando habrá de ser un ser finito, aunque
sea muy poderoso, por ejemplo, Cristo.»
Ahora bien, cuando el argumento ontológico se saca fuera de ese escenario
dialéctico (en el que figura alguien que niega la existencia de Dios) y, una vez di
sociada, por la negación, la existencia de Dios de su supuesta esencia ideal, se pre
tende utilizar el argumento como prueba capaz de establecer la derivación de la
existencia de Dios a partir de su esencia, entonces es cuando nos internamos en
el terreno de la Teología pura que, en principio, se nos manifiesta como totalmente
desconectada de la Filosofía de la Religión; un terreno, además, muy poco firme.
En efecto, el argumento ontológico, fundado en la «regla de oro de lo divino» o
crisocanon («et quidem credimus, te [domine Deus] esse bonum quo maius bo-
num cogitan nequit»; «Deus est id quod maius cogitari non possit»), es un argu
mento muy grosero y primitivo, puesto que parte de una definición de Dios ba
sada en una relación indeterminada (podríamos llamarla «no paramétrica») de
mayor que (>); esta relación indeterminada no tiene sentido si no se determina su
materia k (del mismo modo que carece de sentido decir que dos números a y b
son congruentes si no se determina el «parámetro» k de la relación a=kb). Por este
motivo la «formalización» del argumento ontológico en términos de lógica de pre
dicados, que no determinan paramétricamente la relación «mayor que» (limitán
dose a transcribirla por un predicado diádico indeterminado «M»), adolecen del
mismo primitivismo conceptual, aunque intenta disimularse por el uso del álge
bra: d = tx A y(Px a Mxy), equivalente a d = tx i Vy(Px a Myx), en donde P dice
posibilidad, como predicado monádico, y M, «mayor que» (id quod maius), como
predicado diádico. La crítica a las cadenas de derivación del argumento son me
ros ejercicios escolares, como por ejemplo cuando se introduce además la premisa
Ax(Px a ->Ex) Ay(Py a Myx), es decir, para cualquier x, si x es posible (o
puede ser pensado) y no existe, entonces, para todo y que pueda ser pensado como
lo mayor que existe, será mayor que x (con lo cual se toma la existencia E como
si fuese un predicado real monádico) y se concluye Ed (es decir, «Dios existe»).
El animal divino 389
Sin embargo creeríamos incurrir en ligereza si, a la vista de este estado de pri
mitivismo del argumento ontológico, aunque esté formalizado, nos limitásemos a
^chazarlo, ignorando todo cuanto él pueda encerrar de pertinente para la Teolo
gía o para la Filosofía de la Religión. Atengámonos a la definición formalizada de
píos que hemos citado. Es lo cierto que la fórmula es muy grosera; pero también
e5 cierto que ella arrastra algún sentido, por oscuro y confuso que sea. Interpre
tando esta oscuridad y confusión como indeterminación, el mejor modo de esta
blecer un sentido es determinar los «parámetros» y, con ellos, los campos de va
riabilidad de las variables x,y. Se trataría de alcanzar situaciones o plataformas
Rateriales en las cuales la «definición formal ontológica de Dios», tal como la que
figura en la definición anterior, comience teniendo pleno sentido para después, a
partir de tales plataformas, tratar de reconstruir el argumento ontoteológico mos
trando las fronteras en las que ese sentido comienza a desdibujarse. De este modo,
en lugar de rechazar de plano el argumento ontológico, nuestro rechazo tendría lu
gar de un modo dialéctico, puesto que comenzaría por establecer una plataforma
positiva inteligible (para todos: para los teístas y para los ateos) desarrollando des
pués sus contenidos de suerte que ellos reconstruyan el argumento ontológico desde
la plataforma positiva considerada, pero manifestando los puntos en los que la ra
cionalidad de la construcción se pierde necesariamente. Advertiremos que este tra
tamiento dialéctico del argumento ontológico (que fue además considerado ordi
nariamente dialéctico, en el sentido dialógico de esta expresión) no pretende ser
dialógico, puesto que no es fácil que ningún creyente en el argumento se deje per
suadir por nuestra crítica, ni será fácil siquiera hacérsela oír. El tratamiento dia
léctico del argumento ontológico tiene un interés intrínseco, por así decir semán
tico, más que dialógico o pragmático, en tanto permite explorar más de cerca la
estructura de las argumentaciones en materia de teología o de filosofía de la reli
gión. Podríamos así, al menos, rescatar para la filosofía de la religión, de las ga
rras de la metafísica especulativa, el planteamiento del argumento ontológico an
selmiano en tanto contiene la relación de ordenación de los seres según relaciones
asimétricas (puesto que el crisocanon implica la ordenación climacológica, utili
zada en la cuarta vía por Santo Tomás), ordenaciones que cabe aplicar en las reli
giones primarias a ordenaciones posibles entre los númenes zoomórficos.
Presentamos aquí dos reconstrucciones positivas del argumento ontológico
en el sentido dicho: la primera es una reconstrucción geométrica (en campo geo
métrico) que carece, sin duda, en principio, de pertinencia religiosa, aunque man
tiene plenamente, a nuestro juicio, la pertinencia teológica (tomando como refe
rencia la teología aristotélica). La segunda es una reconstrucción etológica (en
campo etológico), que reclama ya plena pertinencia religiosa sin que por ello deje
de tener también pertinencia teológica. Ambas reconstrucciones se basan en la
presentación de modelos positivos (geométrico, etológico) a partir de los cuales
el argumento puede ser reexpuesto con todo rigor.
Al modelo geométrico le daremos la siguiente fonna: sean {x} e {y} conjuntos
de valores de variables definidas en un campo de variabilidad constituido por los
puntos geométricos determinables en el volumen de un cono: éste será nuestro «uni-
390 Gustavo Bueno
/o i i n
1 2>\
0 0 11 0 1
0 0 0 1 o o
\0 0 0 0; 0 0 0j
392 Gustavo Bueno
/O 1 2 3A
0 0 12
0 0 0 1
\0 0 0 0/
(el poder de x, = 6; el de x2 = 3; el de x3 = 1 y el de x4 = 0 ).
(298) Puede verse la deinostración de este teorema en J.G. Kemeny, J.L. Snell y G.L. Thompson,
liuroiluction to Finite Mathenuitics, Prentice-Hall, Nueva York (traducción francesa con el título Alge
bre Moderne et Activités Humaines, Dunod, París 1960, pág. 288).
El animal divino 393
porque este sujeto corresponderá a «aquel cuyo mayor (poder) no puede ser pen
sado». Pero esto exigiría que el número de elementos del conjunto fuese infinito.
Tendríamos que manejar matrices cuadradas de cardinal Xo x Xo; matrices en las
cuales quedarían desvirtuadas todas las relaciones de dominación, en tanto estas
requieren un número finito de términos en el campo (según los cálculos que ofre
ció J. Wier en su libro De praestif’iis daemoniorum et ¡ncantationibus ac benefi-
ciis, 1564, Satán ejercería su dominación sobre 7.409.127 diablos, a las órdenes
de 79 príncipes [la dominación sobre los casi siete millones y medio de diablos
sería de segundo grado, los dominación sobre los 79 príncipes sería de primer
grado]; cifra importante, pero ridicula, comparada con la que corresponde al nú-
rnero de súbditos del emperador de la China y, en todo caso, finita). La omnipo
tencia divina requiere, en este contexto, un número infinito de súbditos, es decir
un infinito actual real, incompatible con las matrices de dominación, a partir de
las cuales habíamos llegado a él.
Escolio 12
Las líneas maestras de la teología
de la liberación
(299) Gustavo Bueno, Cuestiones cuodlibetales..., «Cuestión 9a. Teología de la liberación», págs.
347-375.
396 Gustavo Bueno
(300) Ernst Bloch, Das Prinzip Hoffnung (El principio Esperanza), 3 vols. 1954-59.
(301) Traducción al español en Sígueme, Salamanca 1969.
(302) Traducción al español en Sígueme, Salamanca 1977.
(303) En su obra La trinidad, la soc iedad y la liberación. Ediciones Paulinas, Madrid 1986.
FJ animal divino 397
3) La idea de una edad del espíritu, como edad de la comunión de los san
tos, que en la tradición cristiana escatológica se fundaba en interpretaciones mís
ticas de ciertos símbolos apocalípticos {signa jndicii de la llegada del anticristo3(M,
la segunda venida, el fin del mundo, &c.), será ahora fundamentada incorporando
doctrinas del materialismo histórico sobre el fin del capitalismo y la instauración
de la sociedad comunista (en la línea de la Crítica al Programa de Gotha). Lo que
era una utopía, a lo sumo, se transforma ahora en mito. Y este es, a nuestro jui
cio, el principal punto de articulación entre la teología de la liberación y el mate
rialismo histórico. La teoría de la plusvalía de Marx desempeñaría en una teolo
gía trinitario-sabeliana un papel similar al que el hilemorfismo de Aristóteles
desempeñó en la teología eucarística de Santo Tomás; y así como no cabe «echar
en cara» al hilemorfismo aristotélico el mito de la eucaristía, así tampoco cabe
«echar en cara» al materialismo histórico el mito de la edad del espíritu.
(304) Puede verse una erudita exposición en José Luis Pensado, «Los ‘Signa Judicii’ en Berceo»,
Archivuni, tomo x, págs. 229-270, Oviedo 1960.
398 Gustavo Bueno
(305) Gustavo Gutiérrez, Teología de la liberación. Sígueme, Salamanca 1984 (10a ed.), pág. 357.
El animal ilivino 399
jos oprimidos por la colonización: estos son los pobres del mundo, representados
sobre todo por aquellos que viven en las culturas latinoamericanas: «no conocen
el individualismo de poseer para mí»; tienen valores muy cercanos al Evangelio
y, desde sus culturas, cuando asuman realmente el Evangelio, «el cristianismo po
drá adquirir otro rostro.»306
De este modo, los «teólogos de la liberación», lejos de liberar a los «indios»
de sus rituales, oraciones y creencias delirantes, propias de una religión secundaria,
lo que pueden conseguir es hundirlos más y más en la charca de su ignorancia, fin
giendo que sus delirios (sus oraciones, sus rituales primitivos e infantiles) expresan
una «espiritualidad profunda» que merece nuestro respeto y ante la que habría que
inclinarse con sentido del misterio, como si esos ritos, oraciones o creencias tuvie
ran algo que entender fuera de su propia estructura primitiva y delirante.
(306) Leonardo Boff, ¿Cómo celebrar el Quinto Centenario?, Fundación Alfonso Conu'n, Barcelona
1992.
Escolio 13
Atributos diaméricos de las religiones:
dogmatismo y represión
■ carios» a los que Pío x llamó «modernistas» (Alfrcd Loisy, el padre Laberthon-
niére, Antonio Fogazzaro,&c.), es decir, a los que fingen la posibilidad de una re
ligión pura, no contaminada, libre de dogmas y no manchada por los hábitos de
represión violenta. Hay que tener en cuenta que las religiones positivas, en cuanto
realidades vivientes, se desarrollan internamente en el seno de las sociedades en
las que viven; por tanto, que no es postizo, sino interno, su desarrollo y contacto
con otras religiones y con el Estado, y que tanto puede decirse que el Estado uti
liza a las religiones a su servicio, como podría decirse que las religiones utilizan
al Estado para extenderse (basta recordar la doctrina de San Agustín o la de San
Isidoro de Sevilla sobre la función del Estado como instrumento de terror para
conseguir que el pueblo siga siendo cristiano). En cualquier caso, la formulación
dogmática de una religión cristaliza principalmente en el momento en el que tiene
que enfrentarse con religiones diferentes. En cierto modo las cristalizaciones dog
máticas podrían verse como la costra que las religiones deben segregar en el mo
mento de enfrentarse con las religiones de su contorno (para defenderse de ellas,
para atacar, para propagarse, para diferenciarse, &c.). La teología cristiana, por
ejemplo, su dogmática, podría considerarse sobre todo como resultado del en
frentamiento con la religión judía y con otras religiones orientales: oportet hae-
resses, puede decir el teólogo que sistematiza los dogmas aplicándose a su modo
el lema paulino. Sin herejes el teólogo dogmático carecería, en gran medida, de
materia. Una religión que puede estar viviendo en una sociedad aislada de modo
pacífico y «espontaneo», comenzará a ser agresiva o comenzará a mantenerse a
la defensiva —en todo caso, comenzará a ser represiva— al enfrentarse con otras
religiones en sí mismas también pacíficas. La confluencia de dos religiones pací
ficas puede dar lugar a su transformación en religiones violentas, a la manera como
la frotación de dos bloques de hielo puede producir calor.
Escolio 14
Religiones y animismo.
Respuesta a Gonzalo Puente Ojea
(307) Hay naturalmente otras, algunas de las euales fueron respondidas por el autor en la «Cues
tión 12: ‘El animal divino’ ante sus críticos» de Cuestiones cuodlibetales sabré Días y la religión,
Mondadori, Madrid 1989, págs. 447-470.
(308) Gonzalo Puente Ojea, Elogio del ateísmo. Los espejos de una ilusión, Siglo xxt, Madrid 1995;
bajo el título «La verdad de la religión. A propósito cíe un libro de Gustavo Bueno», págs. 84 a 187.
404 Gustavo Bueno
Ahora bien: Puente Ojea va más allá, y ello precisamente porque comparte
(según dice en su libro) muchos de los planteamientos iniciales de El animal di
vino, y, en particular, la «teoría de teorías filosóficas de la religión» según la cual
habría que reconocer dos grandes familias de teorías filosóficas de la religión: la
que comprende a aquellas teorías que ponen el núcleo de la religión en el hombre
(teorías circulares de la religión, cuya fórmula más expresiva la habría propuesto
Feuerbach: «los hombres hicieron a los dioses a su imagen y semejanza») y la que
engloba a aquellas teorías de la religión que ponen su núcleo en determinados su
jetos operatorios no humanos (teorías angulares de la religión; esta segunda fa
milia incluye entre otras la teoría zoomórfica, cuya divisa podría ser la siguiente:
«los hombres hicieron a los dioses a imagen y semejanza de los animales»).
Es, en efecto, desde este planteamiento de lo que habría de ser una teoría filosó
fica —no metafísica ni tampoco científica-— de la religión (por tanto, un planteamiento
que presupone ya la crítica a las teorías metafísicas —sobre todo a las ontoteológi-
cas— de la religión, así como también la crítica a las teorías científico categoriales de
la misma) desde donde Puente Ojea parece llevar a cabo su crítica a El animal divino.
La cuestión fundamental estribará entonces en determinar las razones por las cua
les podemos tomar la decisión de seleccionar alguna de las teorías circulares posibles
como teoría más adecuada, o bien la de seleccionar alguna de las teorías angulares po
sibles con la misma intención. Dicho de otro modo: Puente Ojea está interpretando al
animismo de Tylor como una teoría circular de la religión; lo que se corrobora además
en la siguiente afirmación «metodológica»: «La decisión en favor de la teoría angular
de GB o de la teoría circular de Tylor descansará, en último término, en supuestos axio
máticos relativos a la naturaleza del pensamiento humano» (pág. 103). Proposición con
la cual, por lo demás, y en líneas generales, no puedo menos de estar de acuerdo.
Puente Ojea, sin perjuicio de la simpatía hacia la obra que analiza y acaso
precisamente por ella, penetra con su acerado bisturí crítico en el centro mismo
del asunto y pone al rojo vivo muchos rescoldos o cuestiones que acaso latían, de
masiado tranquilos, en el fondo de las cenizas.
Me atendré a tres de estas cuestiones que, sin ser las únicas, son acaso las
más pertinentes para nuestro propósito:
3) Una tercera cuestión, más bien oblicua (aunque no accidental): ¿qué im
plicaciones filosóficas diferenciales tienen las teorías circulares y las teorías an
gulares en relación con el «espacio antropológico»?
* * *
(309) E.B. Tylor, Antropología. Introducción al estudio del hombre y de la civilización (1881),
traducción española de Antonio Machado y Alvarcz, El Progreso Editorial, Madrid 1888, pág. 405.
(310) Tylor, Antropología..., pág. 420.
El animal divino 409
3) Por estar de acuerdo, como cuestión de método, con Gonzalo Puente Ojea,
la tesis de la implicación que cualquiera de las opciones (circulares, angulares)
tiene con premisas (si no ya con axiomas) antropológicos, tengo que estar en de
sacuerdo con él en el momento de aplicar al caso estos principios metodológicos.
Y ello debido a que las premisas antropológicas deben ser más determinadas,
puesto que ni siquiera cabe hablar de un acuerdo metodológico cuando nos refe
rimos a un terreno no suficientemente precisado. ¿Cuales son las premisas de
Puente Ojea?
Ocurre que las premisas antropológicas, desde un punto de vista filosófico
materialista, no pueden formularse al margen de una concepción determinada del
espacio antropológico (salvo que, desde premisas idealistas, se considere al hom
bre como sustancia exenta, fundamento del no-Yo en el sentido de Fichte). Ahora
bien, el espacio antropológico del materialismo, o bien se organiza en torno a dos
ejes (circular y radial), como si fuese un espacio plano —lo que nos aproxima al
dualismo cartesiano o hegeliano, pero también marxista, de la materia y el espíritu
(o la cultura)—, o bien se organiza en torno a tres ejes, como defiende el materia
lismo filosófico: circular, radial y angular. Puente Ojea, aunque no hace afirma
ciones explícitas al respecto, procede como si el espacio antropológico tuviese sólo
dos dimensiones. Parece como si estuviese reconstruyendo una suerte de dualismo
cartesiano, dejando de lado la teoría tridimensional de espacio antropológico so
bre la que se construye El animal divino. Y, sin negarle ningún derecho a hacerlo,
ni tratar de «refutarle» en sus principios, sí debo decir en cambio que su propia «re
futación» a la doctrina de los númenes zoomórficos, adolece de no tener en cuenta
sus implicaciones filosóficas que, además, tienen mucho que ver con la concep
ción ontológica misma del mundo. En efecto, desde las coordenadas del dualismo
cartesiano, el hombre (alienado o no, si alguien sabe qué es humanidad alienada')
aparece como la única res cogitans existente en el mundo. El mundo material o fí
sico se presenta como una realidad transparente; los animales son simples máqui
nas, autómatas instintivos (como los vio Gómez Pereira y el propio Descartes, y
siglos después J. Monod, al que precisamente Puente Ojea, pág. 101, pone en re
lación con Tylor). Pero este modo de ver a los animales, corriente hasta el adveni
miento de la Etología (de hecho, después de la segunda guerra mundial), está hoy
completamente rebasado por el desarrollo de esta ciencia que en gran medida ha
invadido territorios antaño reservados a la Antropología: los animales son sujetos
dotados de vis representativa («entendimiento», o facultad intelectual, en su grado
límite) y de vis appetitiva («voluntad», en su grado límite), y reconocerlo así no se
considera hoy, en modo alguno, como antropomorfismo.
Descartes podría creer, encerrado en una estancia bien protegida y calentada
con una buena estufa que permitía mantener viva su duda metódica, que el oso
que viniera a amenazarle a través de las rejas de las ventanas fuese sólo una pro
yección antropomórfica suya; pero si, eliminando las rejas, viera al oso amena
zándolo y rodeándolo, ¿cómo podría seguir viendo estas peligrosas maniobras de
rodeo (la «conducta de rodeo» es un criterio clásico de los otólogos para probar
la inteligencia de los animales) como «proyecciones mentales» suyas si quisiera
410 Gustavo Bueno
(311) Hemos realizado un análisis de esta película de Jean Jacques Annaud en Cuestiones cuod
libetales..., pág. 442.
El animal divino 411
ftflogía de los animales dados «a escala» del hombre. Las religiones primarias,
por tanto, no se habrían constituido como consecuencia de una errónea visión o
¿proyección» a los animales de la propia numinosidad, puesto que la fuente de la
nUminosidad misma manaría de, pongamos por caso, la mirada de la serpiente, o
habría comenzado o resonado en el rugido del tigre. Se dirá, es cierto, que si los
animales son númenes, también'debieran serlo los hombres, puesto que son am
píales. Pero esta conclusión implicaría una sustantificación (o hipostatización) de
jos númenes sobre el fondo de la materia física, es decir, otra vez el dualismo,
puesto que los animales no son, por sí mismos, númenes, sino que lo son sólo ante
el hombre, en tanto que ambos están co-determinándose inmersos en el mundo.
I>os animales son númenes ante el hombre no a título de ilusorio efecto subjetivo
suyo, sino porque la relación real que mantiene con ellos es la que les confiere
pna posición, en el conjunto del universo, enteramente peculiar: los animales no
son «por sí mismos» númenes ante los hombres, sino que sólo lo son porque am
pos están codeterminándose en un mundo físico común que los envuelve y que es
cualquier cosa menos transparente. Y así como la corriente eléctrica se genera por
una diferencia de potencial, así también, podríamos decir, la numinosidad se ge
nera en la «diferencia de potencial» entre los hombres que se constituyen en «cír
culo» (en su banda, con su lenguaje) frente a los animales que quedan en un «án
gulo», fuera de su círculo. La constitución de los animales como númenes es
estrictamente correlativa a la constitución de los animales como hombres. La «di
ferencia de potencial» de la que hablamos se produciría en esta correlación; y en
tonces no tiene ya sentido hablar de proyección del hombre sobre el animal, puesto
que es el animal mismo el que, envuelto en el mundo sin orillas, al comenzar mos
trándose al hombre como numinoso contribuye decisivamente a conformar al hom
bre como tal. Tiene pues tanto sentido decir que ese numen que se nos manifiesta
es proyección nuestra como decir que es proyección de mi cerebro el otro hom
bre que veo a mi lado, como si fuera un semejante mío312. La hipótesis animista
a la que Gonzalo Puente Ojea se acoge para explicar la naturaleza de las religio
nes positivas nos parece más apta para construir una teoría del espiritismo (vid.
Escolio 6) que para construir una verdadera filosofía de la religión.
(312) En El Basilisco, n" 19, podrá ver el lector sendos comentarios al libro de Gonzalo Puente
Ojea, escritos por sus autores sin conocimiento de este escolio, así como recíprocamente, que sin duda
constituirán complementos importantes a las observaciones formuladas aquí por nosotros: Alfonso
Tresguerres, «Lecturas de El Animal Divino» y Pablo I luerga Mclcón, «Notas para una crítica a Gon
zalo Puente Ojea».
Apéndice
El animal divino y Los dioses olvidados
Alfonso Tresguerres
I
En respuesta a la crítica de Gonzalo Puente Ojea a El animal divino (véanse
las referencias en el escolio 14 de esta segunda edición), insistía yo, entre otras
argumentaciones, en la siguiente: que una de las ventajas de la filosofía materia
lista de la religión, frente a otras teorías alternativas (por ejemplo, el animismo de
Tylor), estriba en el hecho de que desde ella cabe efectuar una reconstrucción de
la fenomenología religiosa, esto es, de las diversas formas mediante las que se ha
ido desplegando la religiosidad humana y de los distintos contenidos caracterís
ticos de cada una de ellas (vale decir, del curso y del cuerpo de la religión). Sin
duda, no basta con esto, pero con toda certeza se puede asegurar que sin satisfa
cer tal exigencia no hay verdadera filosofía de la religión posible. Ni siquiera ver
dadera filosofía en general: porque esa exigencia (mostrarse capaz de reconstruir
el material fenoménico) no lo es únicamente de la teoría de la religión, sino de la
Filosofía misma.
Tal como nosotros la entendemos, la Filosofía no es una ciencia, lo que no sig
nifica que estemos ante un saber puramente mitológico o ideológico, o ante un con
junto de opiniones más o menos gratuitas, pero siempre personales, subjetivas: se trata
por el contrario, de un saber racional y crítico, tanto o más (seguramente más) de 1<
que pueda serlo cualquier ciencia particular, pero un saber diferente del saber cientí
fico, una forma distinta de ejercitar la crítica y la racionalidad. Acaso la diferencia fun
damental estriba en el hecho de que cada ciencia se ocupa de un campo (de una Ca
tegoría) que pretende acotar mediante el establecimiento de un cierre categorial capa
de segregar verdades (entendidas como identidades sintéticas), en tanto que la Fik
sofía no tiene un campo propio, siendo su objeto las Ideas, que recorren distintos án
bitos categoriales (también tecnológicos o mundanos) sin posibilidad de quedar «o
rradas» en ninguno de ellos. Ideas, pues, objetivas (no psicológico-subjetivas)
transcendentales-, mas no transcendentales en sentido kantiano, sino en el que el té
mino «transcendental» tiene en español, mucho antes de Kant, cuando, por ejempl
414 Gustavo Sueno
en los documentos de la Inquisición se decreta que la culpa del reo se hará «transcen
dental» a sus herederos, es decir, extensiva íi ellos (un uso del concepto similar al que
a veces hace Feijoo del término «transcendente»; así, cuando afirma —«Ingrata ha
bitación de la corte», Cartas eruditas y curiosas. Tomo III, Carta XXV— que la ex
presión fingida de amistad o cariño es un vicio de los pretendientes —de quienes bus
can «hacer carrera» en la Corte— que se ha hecho «como transcendente» a otros
cortesanos que no son pretendientes). Ideas, por tanto, que, siendo transcendentales a
las distintas categorías científicas, son, por ello, esencialmente abiertas, lo que explica
que, a diferencia de lo que sucede en las ciencias, la Filosofía no pueda cerrar un campo
ni a la teoría filosófica le sea dado constituirse mediante el establecimiento de un cie
rre categorial. Todo ello tiene, como es lógico, importantísimas consecuencias res
pecto al modo en que haya de ser concebida la que podríamos denominar «verdad fi
losófica», que tendría que ver, ante todo, con la capacidad mostrada por el análisis
filosófico para remontarse desde las Categorías, y desde los contextos tecnológicos,
mundanos, &c., a las Ideas allí entretejidas y a la teoría explicativa capaz de recoger
la totalidad del material fenoménico del que se ha partido, mediante el establecimiento
de concatenaciones objetivas, causales y esenciales entre los fenómenos analizados,
haciendo de ese modo posible el retomo a los fenómenos mismos (en ese incesante
movimiento de regressus y progressus que consideramos característico de la verda
dera filosofía); y hacer todo eso de forma más poderosa y convincente que cualquier
teoría alternativa: potencia y convicción que habrán de ser evaluadas por la capacidad
que muestre la teoría propuesta para reducir y reinterpretar a las otras (por ejemplo,
poniendo de relieve su carácter puramente formalista, o ideológico, o simplemente
metafísico y especulativo). De ahí que no haya una Filosofía, sino múltiples filosofías
enfrentadas; de ahí también que la genuina construcción filosófica incluya, como trá
mite obligado, el diseño de un sistema de alternativas posibles, de una Teoría de teo
rías, en la cual, a la luz de la teoría propuesta, las otras habrán de presentarse fre
cuentemente como simples apariencias, como meros fenómenos ellas mismas.
Todas estas exigencias se hallan, a mi juicio, perfectamente satisfechas en
El animal divino. Naturalmente, en la obra hay un aspecto que se da por supuesto:
me refiero a la Ontología, materialista y radicalmente atea, que le sirve de base
(una parte, pues, no escrita, pero no porque no pueda escribirse, como la celebre
segunda parte del Tractatus de Wittgenstein, sino porque está escrita en otros lu
gares, como Ensayos materialistas y Materia, principalmente). La Filosofía de la
religión no es una disciplina exenta, sino que depende directamente de un sistema
filosófico general, y más en concreto, de una Ontología y de una Antropología fi
losófica. Y es justamente el hecho de partir de premisas ontológicas materialistas
(desde las que se niega la existencia de entes espirituales, divinos o demoníacos)
lo que hace de la religión un verdadero problema. Esto viene a significar que sólo
desde el horizonte y la perspectiva del ateísmo cobra verdadero sentido el pro
yecto de una filosofía de la religión (lo que podría introducir ciertos recelos so
bre la posibilidad de una verdadera filosofía de la religión de cuño espiritualista
o teísta). De otro modo: es precisamente el hecho de que Dios no existe lo que
torna aún más problemática la religión misma: ¿cómo entonces, y por qué, han
El animal divino 415
II
Cuando escribí Los dioses olvidados, yo tenía muy presentes todas estas cues
tiones. De lo que se trataba, tal como entonces veía el asunto, era no tanto de «po
ner a prueba» la filosofía materialista de la religión (cuya fuerza me parecía tan in
discutible entonces como me lo continúa pareciendo ahora), sino más bien de
proporcionar el análisis acabado de algún ejemplo que sirviera para ilustrarla. Como
es lógico, tampoco me desagradaba la posibilidad de que dicho análisis pudiese ser
interpretado como una especie de confirmación de aquella filosofía o que contri
buyese a poner de relieve la fertilidad del materialismo filosófico, en general, y de
la antropología filosófica y la filosofía de la religión materialistas, en particular.
Insistiendo en este último aspecto, he de decir que yo veía (y sigo viendo) El
animal divino como una obra enormemente fructífera en orden al análisis no sólo,
como es lógico, de cuestiones relativas a la religión (historia de las religiones o his
toria de la filosofía de la religión, por ejemplo; examen crítico de concepciones de
la religión en filósofos, antropólogos, psicólogos, sociólogos, &c.), sino también de
cuestiones que tienen que ver con eso que, sin mayores precisiones, podríamos de-
Apéndice
El animal divino y Los dioses olvidados
Alfonso Tresguerres
I
En respuesta a la crítica de Gonzalo Puente Ojea a El animal divino (véanse
las referencias en el escolio 14 de esta segunda edición), insistía yo, entre otras
argumentaciones, en la siguiente: que una de las ventajas de la filosofía materia
lista de la religión, frente a otras teorías alternativas (por ejemplo, el animismo de
Tylor), estriba en el hecho de que desde ella cabe efectuar una reconstrucción de
la fenomenología religiosa, esto es, de las diversas formas mediante las que se ha
ido desplegando la religiosidad humana y de los distintos contenidos caracterís
ticos de cada una de ellas (vale decir, del curso y del cuerpo de la religión). Sin
duda, no basta con esto, pero con toda certeza se puede asegurar que sin satisfa
cer tal exigencia no hay verdadera filosofía de la religión posible. Ni siquiera ver
dadera filosofía en general: porque esa exigencia (mostrarse capaz de reconstruir
el material fenoménico) no lo es únicamente de la teoría de la religión, sino de la
Filosofía misma.
Tal como nosotros la entendemos, la Filosofía no es una ciencia, lo que no sig
nifica que estemos ante un saber puramente mitológico o ideológico, o ante un con
junto de opiniones más o menos gratuitas, pero siempre personales, subjetivas: se trata,
por el contrario, de un saber racional y crítico, tanto o más (seguramente más) de lo
que pueda serlo cualquier ciencia particular, pero un saber diferente del saber cientí
fico, una forma distinta de ejercitar la crítica y la racionalidad. Acaso la diferencia fun
damental estriba en el hecho de que cada ciencia se ocupa de un campo (de una Ca
tegoría) que pretende acotar mediante el establecimiento de un cierre categorial capaz
de segregar verdades (entendidas como identidades sintéticas), en tanto que la Filo
sofía no tiene un campo propio, siendo su objeto las Ideas, que recorren distintos ám
bitos categoriales (también tecnológicos o mundanos) sin posibilidad de quedar «ce
rradas» en ninguno de ellos. Ideas, pues, objetivas (no psicológico-subjetivas) y
transcendentales-, mas no transcendentales en sentido kantiano, sino en el que el tér
mino «transcendental» tiene en español, mucho antes de Kant, cuando, por ejemplo,
416 Gustavo Bueno
III
Enfrentados a una corrida de toros, lo primero que llama la atención es su
profundísimo carácter ceremonial. Desde ese punto de vista, se trata, en efecto,
de una actividad riquísima, y que satisface de manera más que sobresaliente las
condiciones exigidas por el materialismo filosófico a una «ceremonia». La ver
dad es que todo en el toreo es ceremonia. Desde la salida de las cuadrillas hasta
la muerte del último animal, todo lo que acontece en el ruedo es pura ceremonia,
418 Gustavo Bueno
contrario, son éstas las que desaparecen, tal desaparición provoca, a la vez, la de
las ceremonias secundarias, que no tendrían ya ninguna razón de ser (lo que no
es cierto en el caso contrario, es decir, la desaparición de las secundarias no tiene
porque suponer la de las primarias), y la desaparición, también, de la ceremonia
misma, porque si tras dicha eliminación brota una ceremonia nueva, ésta será ya
esencialmente distinta. Si en una corrida de toros procedemos a transformar todo
aquello que no tiene que ver con la relación misma establecida con el toro, la ve
remos transmutarse hasta el punto de dejar de ser propiamente una corrida, pero
para convertirse, acaso, en una ceremonia cuyo significado esencial permanece
invariable: sea el toreo portugués de rejoneadores, una capea, un encierro, una
fiesta taurina del tipo que sea, o incluso el duro aprendizaje de un «muletilla» a la
luz de la luna, sin público, sin traje de luces, sin tercios ni clarines. Pero si lo que
hacemos es, no ya segregar al toro (lo que haría obvia nuestra conclusión), sino
transformar la relación establecida con él hasta el punto de traspasar unos deter
minados límites, lo que obtendremos no sólo ya no será una corrida de toros, sino
una actividad esencialmente distinta, que, por ejemplo tendría más que ver con la
lucha desesperada de un gladiador romano, con una cacería o con las actividades
propias de un matadero municipal, que con el toreo. La ceremonia, de continuar
existiendo, será ahora constitutivamente radial, y no angular.
¿Qué clase de ceremonia es pues, esencialmente hablando, el toreo? Como
hemos dicho, desde la perspectiva del espacio antropológico sabemos que no hay
más que tres respuestas posibles, aunque, sin duda, cada una de ellas admita múl
tiples variantes. Nuestra teoría de teorías del toreo distinguiría, pues, entre: teo
rías circulares, teorías radiales y teorías angulares.
Dentro de las primeras incluiríamos, como ejemplos más significativos, a to
das aquellas explicaciones del toreo que ven en él la puesta en escena de com
plejas simbologías sexuales, o la forma mediante la que una sociedad determinada
transmite a los jóvenes su modelo de masculinidad, enseñándoles como debe com
portarse un verdadero hombre. Tales teorías colocan la esencia del toreo en las
afecciones psicológicas o sociológicas de los sujetos humanos participantes en el
ceremonial taurino. Pero con ello no se explica la relación misma que se establece
con el toro; más aun: es esta relación la que resulta segregada de la teoría para es
tablecer ésta en el ámbito de las relaciones humanas o sociales. Ahora bien, esto
supone dejar inexplicados los fenómenos mismos, porque sin explicar qué hacen
en el ruedo toro y torero, no hay teoría posible; pero es esa relación la que ha sido
puesta entre paréntesis para regresar a una explicación que nada tiene que ver con
ella, ni con el resto de la fenomenología taurina en general, si no es por mera ana
logía puramente formal: el torero/hembra provoca al toro/macho que, excitado,
intenta penetrarla; la hembra se resiste, rehúsa, se le escapa, «capotea» el deseo
viril y, finalmente, lo domina y lo mata, conduciéndolo al matrimonio; o también:
el torero/macho persigue al toro/hembra, la acorrala, la acosa y, por último, la po
see y la penetra, haciendo brotar la sangre de su virginidad mancillada. Pero ana
logías de este tipo (y aseguro que yo no me he inventado las anteriores) pueden
ser encontradas en muchas otras actividades humanas: todo depende de la imagi-
420 Gustavo Bueno
nación más o menos despierta (o calenturienta) del interprete. De ahí que, aun ad
mitiendo que el toreo cumpla esas funciones psicológicas, sociológicas o simbó
licas que se le atribuyen (y seguramente es mucho admitir), siempre quepa pre
guntarse por qué eso ha tenido lugar a través de la corrida de toros, y no de otra
actividad cualquiera (fuese o no ceremonial).
En definitiva, tenemos que concluir que las teorías circulares nada explican
en realidad, sencillamente porque no dan cuenta del material fenoménico consti
tutivo del toreo; todo lo más, éste intenta ser incorporado a la teoría mediante su
posiciones meramente especulativas y gratuitas, sin la menor concatenación ob
jetiva ni causal, ni entre los fenómenos ni entre éstos y la teoría explicativa.
Teorías radiales, por su parte, serían aquéllas que si bien centran su atención
en la efectiva «presencia» del toro en la ceremonia, advirtiendo que eso es, ante
todo, lo que hay que explicar, y explicar, asimismo, la peculiar relación que se es
tablece con él en la plaza, su génesis y su sentido (lo que, sin duda, hace que sean
explicaciones mucho menos formalistas que las teorías circulares), sin embargo,
reducen al animal a la condición de un mero elemento impersonal de la natura
leza, convirtiéndolo en una simple fuente de proteínas, y haciendo del toreo una
ceremonia de corte culinario. Según esto, la corrida de toros debe ser vista como
una institución que habría surgido como un intento de paliar una deficiencia de
proteínas en la España de la época.
La explicación resulta, también, profundamente insatisfactoria. Es verdad
que ahora no es segregado el toro, ni la relación que con él mantienen los indivi
duos humanos; pero se segregan, en cambio, importantísimos aspectos fenomé
nicos del ceremonial taurino para, de ese modo, poder regresar a estructuras eco
lógicas hipostasiadas, que es, en definitiva, en lo que se resuelve la teoría, sin que
con ello se consiga explicar la corrida misma. Porque lo que la teoría radial no
puede explicar es el motivo por el que ese intento de aportar carne a la dieta de
los españoles acabó por generar precisamente esta ceremonia, y no otra cualquiera.
Desde la teoría dietética se hace imposible la vuelta a los fenómenos mismos, ex
plicándolos y enlazándolos entre sí; antes bien, éstos resultan absolutamente bo
rrados; y se comprende que así sea, porque de otro modo la teoría no podría ser
establecida: ¿qué tiene que decir, por ejemplo, la teoría radial de los distintos pa
sos que van conformando el ceremonial taurino?
Así pues, aun admitiendo (a título de hipótesis que, desde luego, habría que
demostrar históricamente) que la institucionalización de la corrida de toros supu
siese un cierto alivio a una necesidad de proteína animal, lo que no se acaba de
entender es por qué para satisfacer esa función se genera ese complejísimo cere
monial que es el toreo. En todo caso, el aumento de carne en la dieta habrá de ser
visto como una consecuencia de la corrida de toros, mas no como su causa. Por
que lo que la teoría dietética olvida es que al toro no se le mata para comérselo,
aunque, en efecto, se le coma una vez muerto; pero no es para eso para lo que se
ha desplegado tan compleja ceremonia, porque, en tal caso, no se alcanza a com
prender la razón por la cual no se arbitraron procedimientos más simples y me
nos costosos: si se suman los gastos provocados por cuadrillas y toreros, los ca-
El animal divino 421
palios muertos en el ruedo (cosa harto frecuente antes de que se hiciese obligato
rio el uso del peto), los hombres heridos (o muertos), las horas de trabajo perdi
das, &c,, se llegará a la conclusión de que aquello no era un buen «negocio», por
que cada kilogramo de carne alcanzaba un precio excesivamente elevado. Una
plaza de toros —digámoslo de una vez— no es un macelo municipal.
Serían igualmente radiales las explicaciones del toreo en términos de simple
«lucha» entre el hombre y el animal. Y serían igualmente insatisfactorias, porque
ni se explica la génesis ni los elementos constitutivos de la ceremonia taurina (¿por
qué esa lucha y por qué así y no de otro modo?) ni se tiene presente que el toreo
no es una lucha sin más ni el torero un gladiador romano, cuyo único objetivo
fuera dar muerte al toro o defenderse de él. El toreo no es simplemente una lucha,
como tampoco es una forma de caza. La cuestión (tenía razón Ortega) es mucho
más compleja y mucho más sutil.
Según esto, la única conclusión posible es que el toreo es una ceremonia an
gular, cuya explicación, por tanto, sólo puede ser dilucidada en clave religiosa. Y
ello sin perjuicio de que tal ceremonia se configure como tal a través no sólo de
actividades estrictamente angulares, sino también de importantes ceremonias cir
culares (y, en mucha menor medida, acaso también radiales). Ya hemos dicho que
una ceremonia de un tipo dado puede tomar forma a través de ceremonias perte
necientes a otro. Pero ceremonias que habrán ser vistas como secundarias y deri
vadas de la actividad ceremonial primaria y original, la única capaz de dar sen
tido no sólo a todo el proceso, sino también a las mismas ceremonias secundarias,
que, evacuada aquélla, no tendrían razón de ser. Esto es justamente lo que sucede
en el toreo: su momento constitutivo o esencial hay que situarlo en la relación de
los individuos humanos (principalmente aquéllos que se encuentran en la arena)
y el toro (no en la relación de los individuos entre sí); pero en un contexto que al
no ser radial, necesariamente se nos dibuja en el eje angular. Es esta relación pri
maria y esencial, y las ceremonias propias mediante las cuales se desarrolla, el
elemento determinante que condiciona y explica todo lo demás que acontece en
el ruedo, incluso aquellas ceremonias que habrán de ser reconocidas como es
trictamente circulares.
Podría pensarse que a esta explicación angular del toreo cabría enfrentarle
una explicación alternativa (que no fuese ni circular ni radial ni angular), a saber,
que el toreo no es un fenómeno religioso, sino estrictamente lúdico: torear sería
jugar. Una corrida de toros es un simple juego (con independencia del juicio ético
o estético que pueda merecernos), y no hay que andar buscándole más complica
ciones ni más sutilezas. Ahora bien, el carácter lúdico del toreo nadie lo niega; al
menos, no la teoría que se defiende en Los dioses olvidados. Lo que dicha teoría
hace es, asumiendo ese carácter lúdico que indudablemente presenta el toreo, in
tentar ir más allá de él y tratar de desentrañar su génesis y su origen, así como los
términos en los que pueda ser explicado. Porque decir simplemente que el toreo
es un juego, de nuevo no es decir gran cosa, a menos que se nos de cuenta de sus
orígenes y se nos pongan de manifiesto los motivos por los que ese juego es como
es. Pues bien, lo que sostengo es que esa génesis y esas claves explicativas son
422 • Gustavo Bueno
paleolítico, nos coloca frente a un animal cuyas funciones numinosas han estado
siempre asociadas a la fertilidad y a la fecundidad, y nos revela también que, desde
^sta perspectiva, las relaciones que el hombre ha mantenido con él han seguido
¿los líneas fundamentales: las que denominamos culto (no sangriento, o por lo me
nos no mortal) y sacrificio. Líneas que se desarrollan hasta trasladase del ámbito
sagrado al profano o lúdico, dando lugar, en España, al toreo nupcial (evolución
del culto) y al toreo caballeresco (evolución del sacrificio), y cristalizando am
bos, hacia el siglo XVIII, en una determinada ceremonia que conserva elementos
de los dos y a la que, heredera del «correr toros», se ha dado en llamar «corrida».
No es cosa de ocuparnos ahora en reexponer al detalle los análisis que el lec
tor interesado puede encontrar en Los dioses olvidados. Quiero solamente llamar
la atención sobre el hecho de que nuestra teoría del toreo se configura con los ojos
puestos en la historia del toro (aunque tiene la fuerza suficiente como para cons
tituirse al margen de ella), y que, al mismo tiempo, es esa historia la acaba por
conducirnos finalmente a la teoría misma. De este modo, la filosofía materialista
de la religión, El animal divino, ayudada de la Antropología filosófica de la que,
en definitiva, forma parte, tiene la fuerza suficiente para ser capaz de hacerse cargo
de la fenomenología religiosa asociada al toro (su historia en tanto que animal nu
minoso) y para concatenar esa historia con la ceremonia del toreo mediante ne
xos causales y esenciales.
No veo cómo podría hacerse eso mismo desde otra filosofía de la religión.
Indice onomástico
Lieberman, Philip: 244, 255. Marte: 20, 74, 86, 267, 355.
Linneo, Carlos de (1707-1778): 80, 175, 179, 193, 194, Martínez Vciga, Ubaldo: 25.
195, 196, 198,214. Marut: 20, 267.
Lipsio, Justo (1547-1606): 243. Marx, Carlos (1818-1883): 23, 24, 25, 42,98, 120, 136,
Ltvio, Tito (59 a.n.e.-17): 154. 204,213,239, 396,397.407.
Lobel, Mateo de (1538-1616): 180. Mate Rupércz, Manuel Reyes: 23.
Locke, John (1632-1704): 43, 243, 345. Mauclaír, Camilo (1872-): 355.
Loisy, Alfred (1857-1940): 177, 271,384,402. Mauss, Marcel (1872-1950): 67, 145.
Loki:21,363. Máximo de Tiro (siglo ti): 156.
Londres: 14,50, 151, 159, 167,218, 220,252,279,280, McLennan, J.F.: 74.
307, 323. Medamud: 302.
Long, J.: 74. Medina del Campo: 249, 292.
López Ballesteros, L.: 171. Mediterráneo: 86, 267.
López de Cogolludo, Diego (1610-1686): 302. Megasthenes (/7. 330-323 a.n.e.): 214.
Lorenz, Konrad (1903-1989): 310. Meillet, A. (-1936): 350.
Lorenzo, Manuel F. (1954-): 116, 179. Meinong, Alexius von (1853-1921): 369, 375.
Louditn: 293. Méjico: 42,50,67,74,80, 157, 168, 178. 180,220,239,
Lovejoy, Arthur Oncken (1873-1962): 208. 253, 259, 270, 279.
Lowie, Robert Harry (1883-1957): 72, 76, 79. Melkar: 86.
Lubac, Henri de, S.J. (1896-): 41,43,46. Menelao: 110.
Lubbock, Sir John (1834-1913): 153, 183,216,217. Menéndez Pelayo, Marcelino (1856-1912): 292.
Lucas, San (siglo i); 291. Mesopotamia: 267.
Luckmann, Thomas: 82. Metz, Johann Baptist (1928-): 133, 178, 396.
Lucrecio Caro, Tito (96-55 a.n.e.): 153, 329. Midgard: 363.
Lug: 21. Milán: 300.
Lugalzaggisi: 148. Min: 271.
Lulero, Martín (1483-1546): 90, 187, 306. Minelaph (1232-1224 a.n.e.): 236.
Luxemburgo, Rosa (1871-1919): 23. Mitani: 20, 267.
Luzbel: 286. Mithra: 20, 271.
Lyon: 157, 367, Moctezuma: 42.
Mogk, Eugen (1854-): 21, 123.
Moisés: 135, 201, 236, 243, 250, 275, 280, 385, 386.
M Molina, Luisdc (1535-1601): 368.
Moltmann, Jürgen: 133, 396.
Maclntyrc, Alasdair Chalmers (1929-): 50, 159, 323. Monod, Jacques (1910-1976): 409.
Mac Lennan, Juan Ferguson (1827-1881): 182. Mont: 268.
Machado y Alvarez, Antonio (1848-1892): 408. Montesquieu, Charles de Secondat, Barón de (1689-
Madagoscar: 361. 1755): 102.
Madrid:*), 10, 14, 16,24,31,32, 36,48,50,54,59,60, Montgomery Watt, W.: 280.
64,66,71,72,74,80,82,90, 100, 116, 121, 153, Moore, Ornar K.: 25.
157, 169, 171, 179, 182, 183, 185, 190, 196, 197, Morand, P.: 208.
202, 223, 227, 231, 236, 238, 245, 246, 252, 255, Morgan, Lcwis Henry (1818-1881): 103, 238, 239.
267, 270, 279, 282, 284, 285, 291, 301, 314, 319, Morris, Desmond (1928-): 10, 197.
325, 337, 338, 344, 396, 403, 408. Moscú: 54.
Mahoma: 42, 89, 243, 280. Mosul: 236.
Maimónides (1135-1204): 121, 157, 166, 292. Mozart, Wolfgang Amadeus (1756-1791): 333, 355.
Maistre, Joseph de (1753-1821): 96. Muguerza Carpintier, Javier (1939-): 48, 94.
Malcolm, Norman (1911-): 51,94, 159, 160, 163, 365, Mühlen, Heriberi: 279.
378, 379. Müller, Carlos Otfried (1797-1840): 179, 275.
Malcbranche, Nicolás (1638-1715): 13, 116, 159, 196, Müller, Federico Max (1823-1900): 54, 272, 278, 356.
205, 240, 352. Mumford, Lewis (1895-1990): 85, 301.
Malinowski, Bronislaw K. (1884-1942): 67, 274. Munich: 325, 326.
Maltiwaza: 20. Munin: 363.
Mallart Guímerá, Luis (I932-): 100. Murdock, George Peter (1897-): 253.
Mangas Manjarrés, Julio: 21,72, 153. Murra, John V.: 239.
Mao Tse Tung (1893-1976): 23. Murray, Gilbert (1866-1957): 180.
Mar Rojo'. 137, 236.
Marción de Sínope (85-165): 90.
Mardones, José María: 48. N
Margalef, Ramón: 214.
María: 60, 105, 106,284, 326, 392. Nabucodonosor (600 a.n.e.): 236.
Marías Aguilera, Julián (1914-): 36. Napier, Juan (1550-1617): 56.
El animal divino 433
U
T
Uganda: 239.
Tácito, Publio Cornelio (55-117): 154, 363. Ugarit: 386.
Tales de Milcto (640-546 a.n.e.): 329, 333. Utmir. 316.
Tanqucrey, Adolfo (1854-1932): 325. Unarnuno, Miguel de (1864-1936): 13,48,92, 143, 177,
Taranus: 21. 278, 306.
Tarde, Gabriel (1843-1904): 182. unesco: 33, 250,314.
Tebaida: 291. Urano: 337, 339.
Tebas: 303. urss: 87, 167,398.
Teilhard de Chardin, Pierre (1881-1955): 196, 197, Usener, Hemtann Karl (1834-1905): 61,62.
327. Uto: 316.
436 Gustavo Bueno
w
Waal, Annemarie de: 71.
z
Wachter: 121. Zadeh, Lotfi Asker: 155, 345.
Wagner, Ricardo (1813-1883): 355. Zenón de Cilio (335-264 a.n.e.): 338.
Walbank, Frank Wílliam (1909 ): 338. Zeus: 20, 155, 156, 163, 183, 271, 272, 337, 339, 355,
Walhalla: 363. 356, 377.
Wallace. Anthony F.C. (I923-): 300. Zeví, Sabatai (1626-/?. 1666): 136.
Waq: 247. Zoloth, Stephen R.: 223.
Warmington, Brian Hcrbert (1924-): 214. Zorita, Fray Agustín: 331.
Washburn, Sherwood Lamed (1911-): 197. Zorobabel: 284.
Washington', 65. Zubiri Apalátegui, Xavier (1898-1983): 352.
Washoe: 222. Zumel, Francisco (1540-1604): 367.
Watts, Alan (1915-1973): 227. Zuñi: 253.
Indice
A manera de Prólogo..................................................................................................... *1
Introducción......................................................................................................................
PARTE I
PARTE II
CONCLUSION 309
Escolio 1. Nematología, ciencia y filosofía de Ja religión.............................. 319
Escolio 2. El evemerismo como ncmatología, como ciencia y
como filosofía de la religión............................................................... 337
Escolio 3. Sobre la naturaleza filosófica de la concepción zoomórfica
de la religión............................................................................................ 341
Escolio 4. La filosofía de la religión como disciplina inscrtablc
en el marco de una antropología filosófica..................................... 343
Escolio 5. Religión y religación............................................................................. 349
Escolio 6. Religión y espiritismo........................................................................... 359
Escolio 7. Sobre las ideas de existencia, posibilidad y necesidad................ 365
Escolio 8. Precisiones relativas al proceso de transformación
de las religiones primarias en secundarias...................................... 381
Escolio 9. Sobre el cuerpo de las religiones....................................................... 383
Escolio 10, ¿Una vía judía al monoteísmo creacionista?................................. 385
Escolio 11, Reconstrucciones positivas del argumento ontológico............... 387
Escolio 12, Las líneas maestras de la teología de la liberación....................... 395
Escolio 13, Atributos diaméricos de las religiones: dogmatismo
y represión............................................................................................... 401
Escolio 14. Religiones y animismo. Respuesta a Gonzalo Puente Ojea...... 403
Director:
Gustavo Bueno
Nuestro emblema es el emblema tic la antigua dialéctica: r-L basilisco, que tritura con su mi
rada todo aquello que tiene a su alrededor, el animal clónico que está más cerca de Plutón y de
Pro.serpina, de la Tierra, que de Júpiter y Minerva, los dioses celestiales. También nosotros qui
siéramos triturar, y aún reducir a cenizas, si nos fuera posible —porque no siempre lo es__ loque
nos rodea: no precisamente para aniquilarlo por el placer de destruirlo, sino para entenderlo, con
la esperanza de que las cenizas resultantes de nuestra crítica puedan transformarse, protegidas por
Proserpina, en el humus de una floración siempre renovada.
Una de las características más peculiares de el basilisco es la de evitar, en todo momento,
la publicación de trabajos ya editados en otras lenguas. Se convierte así en una de las pocas re
vistas de tilosof ía en la que todos sus artículos son originales y han sido pensados y escritos en
español.
La revista el basilisco publicó, en su primera época (entre 1978 y 1984), un tota) de 16 nú
meros. A partir de 1989 la revista inicia una segunda época, apareciendo cada tres meses, siendo
el último número editado el 19 (julio-diciembre 1995).
Pedidos, suscripciones
y correspondencia:
El. BASILISCO
Apartado 360
33080 Oviedo (España)
Teléfono (98) 598 53 86
Fax (98) 598 55 12