Elizaincín. MOTIVACIÓN Y ORIGEN DE LOS CAMBIOS LING
Elizaincín. MOTIVACIÓN Y ORIGEN DE LOS CAMBIOS LING
Elizaincín. MOTIVACIÓN Y ORIGEN DE LOS CAMBIOS LING
Adolfo ELIZAINCÍN
Academia Nacional de Letras. Uruguay
Afortunadamente, el dilema teórico que hasta hace unos quince años atrás nos
quitaba el sueño y hasta en algunas oportunidades impedía avanzar en tareas más prácticas
y concretas, se ha dilucidado; hoy ya nadie piensa en el enfoque sincrónico como algo
diferente del diacrónico: no es un problema interesante. En la tantas veces citada sentencia
de Eugenio Coseriu de que la lengua funciona sincrónicamente y se hace diacrónicamente,
funcionar y «hacerse» no pueden separarse sino en la ficción metodológica y técnica de la
investigación concreta. Es un gran paso adelante en nuestra disciplina.
Todos los objetos sociales, también los naturales, de nuestro mundo presentan la
imagen que capta un observador hic et nunc después de haber andado un largo camino,
objetivación (y metaforización) del tiempo actuando irreversiblemente sobre ellos. Nada es
hoy como lo fue antes; tampoco hubo un solo estado «antes» y un solo posible estadio
ahora y en el futuro. El devenir constante y la diversificación y variación continua está en la
naturaleza misma de estos objetos, de difícil acceso para el observador. Sin duda el lenguaje
se comporta de esta manera. Ello ha llevado a afirmar a David Lightfoot que el cambio
lingüístico es mucho más imprevisible de lo que normalmente pensamos, para
desesperación de quienes intentan explicarlo a través de rígidas regularidades. No
olvidemos tampoco las luminosas palabras de Edward Sapir, para quien el cambio lingüístico
era equiparable, y fácilmente comparable, con la imagen de un péndulo. Todo ello porque el
cambio lingüístico no es unidireccional, es decir que no se inicia inequívocamente en un
momento y lugar determinado y, a partir de ahí comienza su trayectoria ininterrumpida a lo
largo de un lapso determinado, hasta que «termina». No es así, y eso ya lo sabemos desde
hace muchísimo tiempo.
Por ejemplo, Ramón Menéndez Pidal (1942:142), cuando discute un tema muy
candente en su época, el de las leyes fonéticas, explica que las lenguas poseen una especie
de fuerza interior, una corriente o «deriva», que fuerza a las múltiples eventuales
modificaciones cotidianas a adecuarse a ella, arrastrando las palabras afectadas por esa
modificación en un camino no exento de contratiempos: «todas [las palabras] son llevadas
por la misma corriente, como multitud de hojas caídas en un río; cada hoja sigue su curso
especial, tropieza acaso con obstáculos que la desvían, la retrasan o la detienen, pero todas
están sometidas a la misma fuerza». Agregaría yo, quizás algunas de esas hojas se detengan
en un remanso de la corriente y no continúen en absoluto el camino de sus compañeras.
Bien, el cambio es inevitable e imprevisible, parecen decirnos estos autores citados;
por lo tanto, ya que seguramente estamos de acuerdo con que el cambio lingüístico existe
(no hagamos como Coseriu quien tituló uno de sus más celebrados trabajos sobre el cambio,
precisamente, «Linguistic Change Does Not Exist», en la bibliografía, más abajo, como
Coseriu 1988a) será necesario extremar la atención para percibir, en una sincronía
determinada (en la oralidad actual real o reproducida magnetofónicamente, o en la escritura
de épocas pasadas - esto un poco más complejo) los indicios muchas veces apenas
perceptibles de que algo está pasando en una estructura lingüística determinada; que hay
ahí algún movimiento sospechoso, un leve estremecimiento que augura algo que puede
suceder, algo que, si se dan una multitud de condiciones de todo tipo, puede cristalizarse en
un «cambio», lo que la lingüística histórica lleva a bautizar como tal, que empieza a adquirir
un status científico y empieza a ser objeto de tesis doctorales y artículos de revistas
especializadas.
Todas estas consideraciones son posibles porque hemos logrado escabullirnos del
rígido corsé de la diacronía como algo opuesto a la sincronía. Sobre el papel que Eugenio
Coseriu, tempranamente, antes que todos los demás lingüistas, cumplió en este proceso no
es necesario abundar aquí. Basta repasar las luminosas páginas de Sincronía, diacronía e
historia publicación montevideana de 1957. No, hoy quiero llamar la atención sobre otro
autor que contribuyó a este propósito, con un trasfondo y una mirada sobre el lenguaje
seguramente muy distinta a la de Coseriu. Me refiero a William Labov.
También él desestima de hecho la hasta entonces falsa dicotomía
sincronía/diacronía; digo de hecho porque no hay una formulación explícita a través de una
teorización pertinente al tema. Pero el mismo hecho de considerar a la variación lingüística
(centro fundamental de su interés) como la manifestación sincrónica del cambio (en marcha,
in progress, claro) o, mutatis mutandis, al cambio como manifestación diacrónica de la
variación, da la pauta de que se trata de un fenómeno con dos caras indisolubles que,
aplicando la metáfora de Saussure a propósito del signo lingüístico como una hoja de papel,
«no se puede cortar una cara sin simultáneamente cortar la otra». Es decir, no podemos
separar sincronía de diacronía.
Por otra parte, Labov aporta, entre otras, esta idea fundamental: el cambio es
siempre el cambio «en marcha»4 . No hay un fin para los cambios (de la misma manera
como hay el fin de un viaje, o de una carrera, cuando se llega a la meta); siempre es posible
que una estructura estable durante un lapso determinado se desacomode e inicie el largo (o
no) camino del cambio.
Esta idea, que plantea concebir el funcionamiento de las lenguas naturales en forma
dinámica y dialéctica es de una fuerza inusitada en el campo de la lingüística histórica. El
cambio que interesa ya no es el cambio terminado, porque ese concepto resulta ser, en
realidad, un concepto vacío, sin significación. Lo que la vieja lingüística histórica (mejor aun,
cierta lingüística histórica de los manuales de gramática histórica, por ejemplo) planteaba
como tal ya no tiene interés, primero porque, por definición, el cambio finalizado no existe,
segundo porque es precisamente a través de ese eterno movimiento como mejor nos
aproximamos a la verdadera esencia del lenguaje; de lo contrario, nunca podríamos llegar a
entender su verdadero y connatural funcionamiento. Hay cambios que, iniciados, abortan en
el camino. El español antiguo, por ejemplo, solía auxiliar a los verbos intransitivos de
movimiento o transformación de estado (llegar, salir, crecer, nacer) con ser pero, al
prosperar, gramaticalización mediante, el antiguo habere (originalmente un verbo de
posesión) como auxiliar, no continuó ese camino, y allí quedó, sin desarrollo posterior, como
por el contrario lo hicieron otras lenguas cercanas del mismo origen, caso del italiano o del
francés. Aun así, con evidencia empírica de que ya no es posible «soy llegado», o «es
venido», no deja de ser interesante la subsistencia de «soy nacido en X». ¿Restos de una
construcción que hace quinientos años no es más productiva? ¿No será un rescoldo que
podría muy bien reactivarse, reiniciando el cambio?
Por fin, el cambio de punto de vista para observar el cambio: si hasta hace poco
tiempo se privilegiaba la perspectiva del emisor, ahora se la complementa con la del
receptor de los mensajes. El inicio de una modificación (que puede o no dar lugar al cambio
posterior) puede ser atribuido no solo a la realización diferente de alguna estructura
fonética o gramatical por parte de un emisor, sino a la descodificación idiosincrásica que de
ella puede hacer un receptor. De esta manera se le da protagonismo a ambas partes del acto
de comunicación en el proceso de inicio del cambio. Si el receptor interpreta lo que recibe
de una forma personal, no necesariamente coincidente con lo que el emisor cree haber
comunicado, impondrá en la estructura en cuestión un análisis diferente al que seguramente
tendría al momento de ser emitido; es decir, estaríamos frente a un reanálisis. Y este puede,
repito, si se dan una cantidad importante de circunstancias, ser el inicio de un cambio.
La lingüística histórica actual (llamémosla así desde Weinreich, Labov & Herzog 1968)
es una compleja disciplina que ya no puede actuar en solitario: su alianza con la
dialectología y la sociolingüística es imprescindible para justipreciar el funcionamiento
siempre dinámico de las lenguas en perspectiva temporal, que es casi como decir la visión
obligada que el propio objeto impone al observador, al lingüista (v. Elizaincín en prensa).
De la misma manera como la superación del equivocado enfoque dicotómico de la
distinción entre sincronía-diacronía trajo tranquilidad a la academia, en un sentido inverso
hoy estamos acusando el impacto de la visión funcionalista combinada con los enfoques
cognitivos, que están modificando muchos puntos de vista y obligando a rever muchos
problemas a veces considerados saldados. Por este lado pasa la discusión actual la que a su
vez se complementa con asuntos de índole más práctica o, si se quiere, de técnicas de
recopilación de los datos, a saber, dos cuestiones, en este sentido fundamentales: el uso de
fuentes no únicamente literarias o muy formales para recoger los datos necesarios, sino
también escritos y textos más informales (por lo mismo más difíciles de encontrar por
cuanto no se conservan ni atesoran con la misma prolijidad que los anteriores) y, por otro
lado, la irrupción de la así llamada lingüística del corpus, posible gracias a la tecnología
informática que permite lidiar en pocos segundos con una cantidad hasta ahora impensable
de documentos.
Con estas coordenadas teóricas y prácticas –metodológicas– que he estado
repasando en las líneas anteriores irrumpe la nueva lingüística histórica en la arena de los
estudios lingüísticos. Mi hipótesis sobre el cambio tiene que ver con factores externos e
internos a la propia lengua, una suerte de lingüística externa y también, de lingüística
interna. Lo externo tiene que ver con el problema del contacto lingüístico que no debe
verse, a estos efectos, desde el punto de vista antropológico o sociológico, ligado al
concepto de contacto de culturas, con el que está irremediablemente asociado; tampoco en
el sentido de Weinreich (1954) es decir, como consideración relacionada con la construcción
de diasistemas y del papel que en ello juegan las interferencias lingüísticas de un sistema en
otro; tampoco en el sentido de condición indispensable para el surgimiento del bilingüismo
social a lo que se asocia el concepto de diglosia dentro de la sociología del lenguaje
(Ferguson 1959). No, aquí el contacto está visto como el responsable externo del proceso de
cambio, a través del esquema, que ya he expuesto en varias oportunidades
CO > VA > CA
es decir, el contacto (CO) como la primera fuerza que produce la variación (VA) la que
a su vez, eventualmente, desemboca o activa el cambio (CA). Se trata del contacto en su
sentido más general entonces, el contacto entre tradiciones lingüísticas que no tienen
porqué pertenecer a lenguas históricas diferentes. Por el contrario, dos tradiciones
lingüísticas pertenecientes a una misma lengua histórica o, mejor, desarrolladas dentro del
mismo ámbito lingüístico histórico, pueden ponerse en contacto si se cumplen determinadas
circunstancias y así, comenzar el estadio de la variación a resultas del cual, en una de sus
posibles líneas de desarrollo, emergerá y culminará (o no) el cambio lingüístico.
Uno de los más originales (y desconocidos, dicho sea de paso, v. Elizaincín 2009)
autores sobre el contacto lingüístico, Frans van Coetsem lo explica (desde otro punto de
vista) muy claramente (2000:277): «Indeed, the study of language contact has common
features with (historical) comparative linguistics, specifically with inverted reconstruction
(van Coetsem 1994:42). Of course this should not ignore field work in a so called synchronic
perspective». Véase también al respecto Winford 2005.