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Cultura jurídica y revolución.

El decreto de
seguridad individual y la transformación de la
cultura de los derechos en Buenos Aires
(1810-1830)
Magdalena Candioti

INTRODUCCIÓN

En 1812, Juan María Salces, subteniente de la primera compañía del segundo


tercio de guardias cívicas fue denunciado por su vecina, doña Rosa Encinas por
haberla “guanteado en la cara”. Como consecuencia Salces fue arrestado y embar-
gado. Indignado ante la situación, escribió al alcalde de segundo voto del Cabildo
diciendo que “aún en el embolismo de esos abultados códigos de una legislación
anticuada, obra en su mayor parte de la preocupación, barbarie y despotismo, no
se encontrará una tal pena por ocurrencia como la que ha dado mérito al secues-
tro de mis bienes y prisión de mi persona”1. Precisamente en una época en la cual
“el Ciudadano honrado ve su seguridad individual respetada inviolablemente por
la primera Autoridad del Estado”2 la suya había sido violada. A pesar del uso de
una retórica tan afín al “nuevo sistema”, el militar fue condenado, primero por el
alcalde y luego por la Cámara de Apelaciones, a pagar una multa y las costas del
proceso.
El recorrido por el expediente habilita (al menos) dos lecturas. Una posibi-
lidad es erigirlo en un ejemplo de los escasos cambios sufridos por los procedi-
mientos judiciales tras la revolución. La otra es detenerse en el combate retórico y
buscar en él las huellas de un cambio: la emergencia de un lenguaje de los dere-
chos, de la idea de “derechos individuales” a ser garantizados por las autoridades
y de que las leyes positivas —y no el arbitrio, las costumbres o la doctrina— de-
bían reglar la actuación de los jueces.
En este trabajo optamos por profundizar esta segunda vía y analizar un
conjunto de expedientes civiles y criminales de los tribunales porteños pertene-
cientes a los años 1810 a 1830, para rastrear en ellos el proceso de emergencia
y circulación de este lenguaje de los derechos, sin pretender que sea el único
existente o siquiera el más eficaz.
En los últimos años se han multiplicado los trabajos que contrastan “dis-
continuidad política, continuidad jurídica”3 en el marco de las independencias

1
AGN, Tribunal Criminal, S – 1 – 1777-1864, Encinas contra Salces, 1812, f. 10 v.
2
Ibídem.
3
La expresión pertenece a Garriga, Historia y constitución. Trayectos del constitucionalismo hispa-
no, CIDE, Instituto Mora, El Colegio de Michoacán, El Colegio de México, México, 2010, p. 73.

59
americanas enfatizando la fuerte continuidad de las prácticas, las leyes y las
doctrinas tradicionales en la justicia postrevolucionaria.4 Este artículo propone
comenzar a mostrar cuáles fueron las vías por las que esa cultura jurisdiccional
se fue resquebrajando y dando lugar a nuevas formas de pedir y hacer justicia.

1. UNA CULTURA JURISDICCIONAL

¿Qué rasgos tenía la cultura jurídica colonial? ¿Cómo se imaginaba lo justo y su


realización en Buenos Aires antes de la revolución? En las doctrinas jurídicas y
teológicas que legitimaron el ordenamiento de las sociedades de antiguo régi-
men, y para el público de estas sociedades, la administración de justicia era una
función gubernamental y por tanto, esencialmente política. “Hacer justicia” era
la esencia del buen gobierno en tanto actividad de conducción de la comunidad
política hacia la consecución del Bien Común. Más allá de que el rey ejerciera o
no este poder jurisdiccional por sí mismo —esto es, directamente— era de todas
formas el garante último de la justicia humana en el reino.5
En este imaginario de rey justiciero no existía una matriz voluntarista ni del
acto de poder, ni del establecimiento de la norma, ni de la decisión judicial. La
función del rey como la del legislador y el juez se pensaba como “interpretación”,
ellos solo podían declarar, integrar, corregir, renovar, en definitiva, interpretar una
voluntad que estaba por fuera de lo humano: la voluntad divina.6
Los sujetos de esa justicia no eran individuos considerados iguales y con
derechos individuales sino personas con diversas “calidades”, pertenecientes a
diferentes corporaciones que les daban acceso a diferentes tipos de derechos y
de consideraciones por parte de los jueces. El derecho era concebido como un
complejo de normas positivas de diverso origen (regio, foral, capitular), consue-
tudinarias, doctrinarias y religiosas que tenían potencialmente la misma capacidad

4
C. Garriga y M. Lorente, Cádiz, 1812. La constitución jurisdiccional, Madrid, Centro de Estudios
Políticos y Constitucionales, 2007; A. Annino, “Imperio, constitución y diversidad en la América
hispana”, en Historia Mexicana, Vol. LVIII, N.o 1, 2008; M. Lorente, (coord.), De justicia de jueces a
justicia de leyes: hacia la España de 1870, Madrid, Consejo General del Poder Judicial, Cuadernos
de Derecho Judicial, 2006; F. Martínez Pérez, “De la potestad jurisdiccional a la administración
de justicia. Persistencia de un determinado modelo de justicia”, en C. Garriga (coord.), Historia
y constitución. Op. cit, 2010; A. Agüero, “Formas de continuidad del orden jurídico. Algunas re-
flexiones a partir de la justicia criminal de Córdoba (Argentina), primera mitad del siglo XIX”, Nue-
vo Mundo Mundos Nuevos [En línea], Debates, 2010. Puesto en línea el 23 marzo 2010. URL: http://
nuevomundo.revues.org/59352; G. Tío Vallejo, “La buena administración de justicia y la autonomía
del Cabildo. Tucumán, 1770-1820”, Boletín del Instituto de Historia Argentina y Americana “Dr.
Emilio Ravignani”, N.o 18, 1998 y “Papel”, 2010.
5
M. A. Hespanha, “Las categorías de lo político y lo jurídico en la época moderna”, Ius Fugit, 3-4,
1994-95, C. Garriga, “Orden jurídico y poder político en el Antiguo Régimen”, Dossier Historia y
derecho, historia del derecho, en Istor. Revista de Historia Internacional, n.o 16, 2004. pp. 13-44.
6
P. Grossi, L’ordine guiridico medievale, Laterza, Bari, 1995.

60
de modular las decisiones del juez. El lenguaje predominante de la justicia y la
política en la sociedad colonial era cristiano, organicista y consensualista.7
Desde los primeros días de la revolución en el Río de la Plata este lenguaje
sufrió fuertes impugnaciones. Generalmente se han analizado y enfatizado las
impugnaciones estrictamente políticas al viejo orden —las nuevas ideas sobre el
sujeto de imputación soberana o sobre la representación— mientras que se ha
considerado a la justicia y el derecho como espacios escasamente transformados
por la revolución.8
Ciertamente, los rasgos del proceso judicial que permiten afirmar la vigen-
cia de esa justicia de jueces (no de leyes) y del pluralismo legal son numerosos.
La justicia de Buenos Aires, antes y después de la revolución, funcionó como un
laberinto de múltiples entradas, en las que las jurisdicciones no se conocían ni
respetaban rigurosamente. Litigantes, abogados y asesores continuaban apelando
a la piedad de los jueces y éstos acentuaron esa imagen de sí mismos abocándose
a la búsqueda de soluciones de “equidad”, juicios verbales, prácticas de “com-
purgación” de penas, etc. Los procesos judiciales podían transcurrir —incluso
con la intervención de abogados matriculados— sin que aparecieran menciones
explícitas a las leyes vigentes, las reglas transgredidas o los castigos legalmente
previstos.9 Dado que los jueces fueron legos a lo largo de la primera década, era
comprensible que los juicios se tramitaran sin referencias eruditas a pesar de que
contaban —desde 1811— con asesores letrados.10 Sin embargo, también luego de
la instalación de los juzgados letrados, esta desaprensión legal fue un rasgo muy
propio de la baja justicia bonaerense.
Esta breve descripción del funcionamiento de la justicia posrevolucionaria
puede sugerir que no fueron muchos los cambios que abrió el proceso revolucio-
nario. Sin embargo, lo que en adelante se intentará mostrar —a partir del análisis

7
Sobre la vigencia de este lenguaje en otros espacios coloniales latinoamericanos cfr. T. Herzog, La
administración como un fenómeno social: La justicia penal de la ciudad de Quito (1650-1750),
Madrid, Centro de Estudios Constitucionales, 1995; D. Barriera, “Herederos: esfuerzos de justifica-
ción, presentación de sí ante la justicia y criterios de legitimación de ‘lo justo’. Santa Fe, siglo XVII”,
Avances Del Cesor, Rosario, 1999, vol. 2., 1999; A. Lempérière, Entre Dieu et le roi, la république.
Mexico, XVIe - XIXe siècles, Paris, Les belles lettres, 2004; F. Morelli, Territorio o nación. Reforma
y disolución del espacio imperial en Ecuador, 1765 - 1830, Madrid, Centro de Estudios Políticos y
Constitucionales, 2005.
8
Cfr. C. Garriga (coord.), Historia y constitución. op. cit, pp. 73 y ss; G. Tío Vallejos, “Papel y grillos,
los jueces y el gobierno en Tucumán, 1820-1840”, Nuevo Mundo Mundos Nuevos [En línea], Puesto
en línea el 23 marzo 2010. URL: http://nuevomundo.revues.org/59252. 2010 y Agüero, op. cit.
9
S. Mallo, La sociedad rioplatense ante la justicia. La transición del siglo XVIII al XIX, La Plata,
Publicaciones del AHPBA, 2004; Fradkin, “De la experiencia de la justicia: estado, propietarios y
arrendatarios en la campaña bonaerense”, en AA.VV., La fuente judicial en la construcción de la
memoria, Mar del Plata, Departamento de historia judicial de la SCJPBA, 1999, entre otros.
10
Tau Anzoátegui, “El abogado del Cabildo de Buenos Aires durante el Virreinato”, en Bicentena-
rio del Virreinato del Río de la Plata, Buenos Aires, Academia Nacional de la Historia, 1977; M.
Candioti, “Reformar útilmente la justicia. Leyes y jueces en la construcción del estado en Buenos
Aires en la década de 1820”, en Irurozqui, Marta y Galante, Miriam (dirs.), Sangre de ley. Justicia
y violencia política en la institucionalización del Estado en América Latina. Siglo XIX, POLIFEMO,
Madrid, 2011.

61
de algunos casos testigos— es que si bien hubo rasgos fundamentales del proce-
so que no se transformaron por decreto ni rápidamente, en los tribunales circuló
y se afianzó un lenguaje de los derechos ajeno a la lógica del viejo orden, y que
dio lugar a nuevos argumentos para pleitear, así como nuevos derechos y valores
a exigir. Ellos generaron expectativas que poco a poco moldearon las formas y
contenidos de las demandas de los litigantes bonaerenses.

2. LA EMERGENCIA DE UN NUEVO LENGUAJE

Un lenguaje político, como sostiene Elías Palti, no es un conjunto de ideas o


conceptos, sino un modo característico de producirlos.11 En este sentido, lo que
caracterizó al lenguaje de los derechos no fue necesariamente la aparición de
categorías nuevas sino de nuevos sentidos para viejos vocablos y sobre todo de
nuevas articulaciones entre ellos. Las nociones de código, de ley, de derecho, de
gobierno de las leyes, de igualdad, de justicia, no se crearon con la revolución
pero se rearticularon y se resignificaron con ella.
Beatriz Dávilo sostiene que ese “lenguaje de los derechos” fue fuertemente
utilizado entre los años 1810 y 1815 para legitimar la desobediencia.12 Las procla-
mas y los documentos más importantes de la revolución expresaron temprana-
mente un discurso político (fundado en los valores de la igualdad, la libertad, la
legalidad, la representación popular) cuyo contenido jurídico era insoslayable y
cuyo recorrido es necesario analizar. No para asumir ingenuamente su inmediata
vigencia pero sí para analizar los efectos complejos de su circulación.
Nos interesa en este trabajo rastrear cómo ese lenguaje de los derechos fue
generando nuevos imperativos de cara al orden jurídico. Estos nuevos sentidos
tendían a enfatizar la idea de que los derechos eran individuales y no gracias re-
gias; que la justicia no dependía de la prudencia del juez sino de la ley; que la ley
era tal si emergía de órganos representativos que la dictaban; que los derechos
y las obligaciones debían fijarse por escrito, que solo era crimen aquello que la
ley expresamente prohibía, que los jueces debían conocer ese derecho escrito
para poder dictar sentencia. Este proceso de re-semantización no se inició con
la revolución pero su circulación se aceleró en el marco de ese nuevo contexto
de enunciación.13 Tampoco estos sentidos se afianzaron rápidamente ni tuvieron

11
E. Palti, El tiempo de la política, Buenos Aires, Siglo XXI, 2007, p. 17.
12
B. Dávilo, Los derechos, las pasiones, la utilidad. Debate intelectual y lenguajes políticos en Buenos
Aires (1810-1827), EDUNTREF, Buenos Aires, 2011. Sobre la centralidad del iusnaturalismo para
la legitimación de la ruptura con la metrópolis cfr. Chiaramonte, “Fundamentos iusnaturalistas de
los movimientos de independencia”, Boletín del Instituto de Historia Argentina y Americana “Dr.
Emilio Ravignani”, 3.a serie, N.o 22, 2000.
13
Sostiene E. Palti: “Los lenguajes… no son entidades autocontenidas y lógicamente integradas, sino
solo histórica y precariamente articuladas. (…) ninguna formación discursiva es consistente en sus
propios términos, se encuentra siempre dislocada respecto de sí misma, en fin, que la temporali-
dad (historicidad) no es una dimensión externa a las mismas, algo que le viene a ellas desde fuera
(de su ‘contexto exterior’), sino inherente, que las habita en su interior”, El tiempo de la política,
op. cit., 55-56.

62
interpretaciones homogéneas pero, con el tiempo, pudieron cambiar las expecta-
tivas de los actores y modular nuevas formas de pensar la ley y la justicia.
La difusión de este nuevo lenguaje se había iniciado en el vasto espacio
rioplatense hacia fines del siglo XVIII.14 Con la revolución tales reflexiones lle-
garon a la prensa donde los debates sobre la soberanía popular y los ataques
al despotismo se multiplicaron.15 Se hicieron graves contra el derecho colonial:
que carecía del consentimiento ciudadano americano y como tal era ilegítimo;
que no reconocía los derechos de los hombres sino como concesiones reales;
que, en tanto normas muchas veces creadas en la península, no eran adecuadas
para regular el espacio y las relaciones sociales americanas; y finalmente, que se
trataba de un orden jurídico confuso, sin jerarquías normativas, y muchas veces
contradictorio.
Con estos discursos se atacaba el núcleo mismo de la monarquía católica.
La idea del carácter natural de ciertos derechos y la imposibilidad de su negación
civil, implicaba dejar de pensarlos como productos legítimos de la gracia real para
comenzar a exigirlos como corolario de la igualdad innata entre los hombres. La
retórica del imperio de la ley —y la construcción del despotismo como su con-
tracara— se tornó central para la legitimación de la revolución. La ley positiva
fue ensalzada a la vez que el arbitrio judicial era atacado. Ideas como la igualdad
ante la ley, la necesidad de un gobierno de las leyes, el respeto de los principios
de legalidad y de inocencia, se tornaron cotidianas en el naciente espacio público
porteño. El lenguaje de los derechos, tal como lo entendemos aquí, fue un len-
guaje montado sobre la creciente centralidad de estos valores.16
Junto a los documentos públicos (leyes, bandos y prensa), entre los exper-
tos en derecho —los abogados, los juristas de la Academia de Jurisprudencia de
Buenos Aires, los jueces y más tarde, los profesores de derecho de la Universi-
dad de Buenos Aires creada en 1821— el lenguaje de los derechos adquirió una
formulación más específica y fue inescindible del debate sobre la necesidad de
reformar la justicia y las leyes.17 La instauración de algunos de esos principios se
ensayó, en Buenos Aires a partir de 1820, con las leyes de creación de juzgados
letrados (1821), de un Registro Oficial de Leyes (1821), de supresión de fueros

14
C. Thibaud, La Academia Carolina y la independencia de América. Los abogados de Chuquisaca
(1776 – 1809), Sucre, Editorial Charcas - Fundación Cultural del Banco Central de Bolivia, Archivo
y Biblioteca Nacionales de Bolivia, 2010, p. 74 y ss.
15
Goldman, Historia, 1992, “El debate”, 2007a y “El concepto”, 2007b; Carozzi, Las filosofías, 2011,
Ternavasio, La revolución, 2003.
16
No se trató de un radicalismo exclusivamente bonaerense, en otras experiencias revolucionarias
latinoamericanas como la venezolana y la peruana, esta retórica fue central. Cfr. Thibaud, 2012; Mc
Evoy, 2011.
17
Son muestras claras de estos debates tanto las exposiciones del jurista francés Guret de Bellemare
realizadas en la Academia de Jurisprudencia sobre la necesidad de crear nuevos códigos y su
posterior Plan de organización judicial para Buenos Aires, como los cursos de Jurisprudencia dic-
tados por Pedro Somellera (1939) y Antonio Sáenz (1939) en la Universidad de Buenos Aires, así
como varias tesis de los egresados que versaron sobre la necesidad de reformar la justicia, imponer
el principio de legalidad, de proporcionalidad de las penas, etc. Cfr, M. Candioti, Ley, justicia y
revolución en el Buenos Aires (1810-1830), 2015, segunda parte.

63
(1823), y de constitución de comisiones especiales para la sanción de códigos
(1824).18 El cambio estuvo lejos de ser inmediato pero fue esta nueva retórica ex-
presada en instituciones y leyes como las mencionadas, las que hicieron posible
la transformación de la cultura jurídica de los ciudadanos de Buenos Aires.

2. 1. LA “SEGURIDAD INDIVIDUAL” EN LOS PAPELES

Parte pequeña pero central de la nueva legislación, el llamado decreto de segu-


ridad individual fue sancionado en noviembre de 1811. El decreto enumeraba
una serie de derechos y garantías que combinaba elementos de la declaración
francesa de los derechos del hombre y el ciudadano de 1789 y del Bill of Right
inglés. Recogía principios tales como que ningún ciudadano podía “ser penado,
ni expatriado sin que preceda forma de proceso, y sentencia legal”, o ser arres-
tado sin pruebas al menos semiplenas y sin saber la causa del arresto. Para que
el arresto fuera correcto debía existir un decreto u orden que lo autorizara; y la
violación del domicilio de un ciudadano era un crimen. Sostenía también que
las cárceles eran para seguridad y no para castigo de los reos; que todo hombre
“tiene libertad para permanecer en el territorio del estado o abandonar cuando
guste su residencia”; y que los gobiernos deben proteger estos derechos a los
habitantes bajo su jurisdicción. Finalmente, establecía que “Solo en el remoto y
extraordinario caso de comprometerse la tranquilidad pública o la seguridad de
la patria, podrá el gobierno suspender este decreto mientras dure la necesidad,
dando cuenta inmediatamente a la asamblea general con justificación de los mo-
tivos, y quedando responsable en todos tiempos de esta medida”19.
A lo largo de las primeras décadas posrevolucionarias el decreto fue objeto
de reformas y añadiduras al tiempo que era incorporado a diversos reglamentos
provisionales y proyectos constitucionales sancionados en esos años.20 En el Re-
glamento Provisional de 1815, a los 9 artículos originales se les sumaron 12. En
ellos el énfasis en la ley como límite de la acción del estado y la protección de
los ciudadanos se incrementó. El nuevo artículo 2 sostenía que “Ningún habitante
del Estado será obligado a hacer lo que no manda la Ley clara y expresamente, ni
privado de lo que ella del mismo modo no prohíbe”; el 3.o que “El crimen es solo
la infracción de la Ley que está en entera observancia y vigor, pues sin este requi-
sito debe reputarse sin fuerza”; el 5.o que “toda sentencia en causas criminales,
para que se repute válida, ha de ser pronunciada por el texto expreso de la Ley,
y cualquier infracción de ésta, es un crimen en el Magistrado que será corregido
con el pago de costas, daños, y perjuicios causados”. Se agravaban los requisitos
para ordenar prisión y para embargar bienes explicitando en el artículo 14 que
“El Juez o Comisionado, que prenda o arreste a cualquiera individuo (no siendo

18
M. Candioti, “Reformar”, op. cit.
19
Decreto de Seguridad Individual, 28 de noviembre de 1811. Triunvirato. En Estatutos, 1961, p. 29.
20
Los más importantes durante estos 20 años fueron el Reglamento Provisional de 1815; el Estatuto
Provisional de 1817; la Constitución de 1819 y la sancionada en 1826.

64
en fragante delito) sin guardar las formalidades que prescribe este Capítulo, será
removido; y el que faltase a las que se previenen en el embargo, e inventario de
bienes, será responsable a las substracciones de que se quejase el interesado”. Sin
embargo esta amplia definición de derechos admitía suspensiones temporales.21

Dos años más tarde, en el Estatuto Provisional de 1817, la enumeración de


derechos fue dividida en dos partes. Una de ellas permaneció como un capítulo
especial del estatuto sobre “Seguridad Individual” y la otra pasó al apartado sobre
“Administración de Justicia”. El artículo 14 de este último —y a pesar de que el
artículo 13 repetía que toda sentencia criminal debía pronunciarse por el texto
expreso de la ley— pasó a aclarar que “No se entienden por esto derogadas las
leyes, que permiten la imposición de las penas al arbitrio prudente de los Jueces,
según la naturaleza y circunstancias de los delitos; ni restablecida la observancia
de aquellas otras, que por atroces e inhumanas ha proscripto o moderado la prác-
tica de los Tribunales superiores”22. Y por esta vía volvía a matizarse la necesidad
de la legalidad de las sentencias y la sujeción de los jueces a la letra de la ley.
A su vez, aunque el artículo 23 sostenía que “El Juez o comisionado que
prenda o arreste a cualquier ciudadano (no siendo en fragante delito) sin… [que
conste en un sumario previo al menos prueba semiplena del delito] será remo-
vido” y el “que faltare a lo que se previene para los embargos en los anteriores,
será responsable al interesado de los bienes, que justificare faltarle”23. Pero, si
estos derechos se violaran “por un muy remoto y extraordinario acontecimiento
que comprometa la tranquilidad pública, o la seguridad de la Patria” los jueces
deberían dar razón de su conducta al Congreso, que examinaría los motivos de la
medida y el tiempo de su duración.

Cerrando la década de 1810, la Constitución sancionada en 1819 heredó


y reacomodó estos artículos. Ellos pasaron al capítulo 2 sobre “Derechos Parti-
culares” de la sección V “Declaración de derechos”, donde se fusionaron con el
articulado original del decreto de libertad de imprenta. Así el nuevo artículo 114.o
sostenía que “Es del interés y del derecho de todos los miembros del Estado el ser
juzgados por jueces los más libres, independientes e imparciales, que sea dado a
la condición de las cosas humanas. El Cuerpo Legislativo cuidará de preparar y

21
Artículo 21.- Todas las anteriores disposiciones relativas a la seguridad individual jamás podrán
suspenderse; y cuando por un muy remoto y extraordinario acontecimiento, que comprometa la
tranquilidad pública, o la seguridad de la Patria, no pueda observarse cuanto en él se previene,
las Autoridades que se viesen en esta fatal necesidad darán razón de su conducta a la Junta de
Observación y Excelentísimo Cabildo que deberán examinar los motivos de la medida, y el tiempo
de su duración.
22
Ibídem, énfasis agregado.
23
Ibídem.

65
poner en planta el establecimiento del juicio por Jurados, en cuanto lo permitan
las circunstancias”24.

Finalmente, la Constitución de 1826 —última legislación relevante del pe-


ríodo analizado aquí pero que no llegó a entrar en vigencia al ser rechazada por
las provincias— incorporó dichos artículos en una sección sobre “Disposiciones
generales”. Como novedad, prohibió expresamente el juicio por comisión.25
El “fracaso” o la imperfecta realización de estas leyes e ideales —tanto en
los tribunales como en la política— ha sido resaltado por la historiografía jurídica
crítica en los últimos años.26 Enfatizando la persistencia del imaginario corporati-
vo, de prácticas judiciales de antiguo régimen y las idas y vueltas legislativas, se
ha sostenido que la revolución dejó casi intocada a la justicia. Este señalamiento,
no obstante, oculta el hecho de que los nuevos discursos y valores no conforma-
ron una retórica vacía. Esta retórica tuvo un carácter sustantivo y performativo.
La enunciación y legitimación pública de estas declaraciones transformaron el
espacio de lo decible en el contexto jurídico posrevolucionario. La idea de que
la ley era solo el derecho positivo asumió una preeminencia que era inédita. Los
criticados procedimientos y leyes coloniales, más de allá de continuar siendo
utilizados, sufrieron constantes hostigamientos retóricos que no es posible pensar
como inofensivos.
Más allá de la imposibilidad de realizar de modo simultáneo y sistemático
los diversos principios impulsados por los revolucionarios, ellos fueron transfor-
mando las formas de pensar el sentido de la justicia y la estructura de la autoridad
política. Nuevamente, no lo hicieron de modo automático pero tampoco fueron
inocuos o irrelevantes. A continuación intentaremos mostrar la gravitación en
los tribunales bonaerenses del lenguaje de los derechos, en particular de la idea
de seguridad individual, alejándonos del problema de su eficacia. En el último
apartado reflexionaremos sobre la importancia de esa circulación para pensar la
transformación de la cultura jurídica en Buenos Aires.

24
El artículo 122 introducía nuevamente el estado de excepción: “Cuando por un muy remoto y
extraordinario acontecimiento, que comprometa la tranquilidad pública ó la seguridad de la Pa-
tria, no pueda observarse cuanto en ella se previene; las autoridades que se viesen en esta fatal
necesidad darán inmediatamente razón de su conducta al Cuerpo Legislativo, quien examinará los
motivos de la medida y el tiempo de su duración”.
25
Artículo 174 - Las anteriores disposiciones, relativas a la seguridad individual, no podrán suspen-
derse, sino en el caso de inminente peligro, de que se comprometa la tranquilidad pública o la
seguridad de la patria a juicio y por disposición especial del Congreso.
26
A. Agüero, “Formas de continuidad del orden jurídico. Algunas reflexiones a partir de la justicia
criminal de Córdoba (Argentina), primera mitad del siglo XIX”, Nuevo Mundo Mundos Nuevos
[En línea], Debates, 2010. Puesto en línea el 23 marzo 2010. URL : http://nuevomundo.revues.
org/59352, p. 11. Allí, Agüero enfatiza “la nula eficacia de los textos patrios de la primera mitad
del XIX que hablan de derechos individuales en el marco de una cultura que, arraigada a un
imaginario corporativo, oblitera la posibilidad de asumir una noción abstracta de individuo como
centro de la axiología jurídica y de crear, en consecuencia, dispositivos institucionales eficaces
para asegurar su vigencia”.

66
2.2. LA “SEGURIDAD INDIVIDUAL” EN LOS TRIBUNALES

¿Cómo se tradujeron en los tribunales los principios movilizados por los revolu-
cionarios? ¿Circuló en los juzgados la idea de seguridad individual y sus principios
aledaños?
Estos principios ciertamente circularon en los juzgados y —si bien estu-
vieron lejos de anular la presencia de referencias tradicionales— fueron insumos
para la redefinición de los modos de pedir justicia. Las nuevas leyes dictadas por
los gobiernos, asambleas y legislaturas fueron utilizadas en los tribunales por li-
tigantes, asesores y jueces. Entre éstas, el decreto de seguridad individual ocupó
un lugar privilegiado.

Durante la primera década de la revolución, las preocupaciones por el res-


peto o violación del decreto se plasmaron en los juicios políticos llevados adelan-
te por comisiones especiales. Particularmente, la Comisión Civil creada en 1815
para juzgar a la caída facción alvearista (que había ejercido el poder desde 1813)
expresamente le imputó a sus miembros el delito de suspender la vigencia del
decreto.27 En esa década también, algunos ciudadanos aislados —como el citado
Juan José Salces— apelaron al decreto para exigir que el gobierno los protegiera
ante abusos de los oficiales en el dictado de prisiones y embargos.
En la década de los veinte, la apelación a la “seguridad individual” fue un
recurso reiterado entre los usuarios de la justicia bonaerense y fue una herramien-
ta especialmente utilizada para impugnar a los oficiales de justicia.28 Ciertamente,
la idea de que los jueces debían no ser arbitrarios no era una novedad, lo era sí el
lenguaje elegido para expresar esa pretensión —el derecho a la seguridad indivi-
dual— y la referencia a violaciones puntuales de aquel, tales como la ignorancia
del delito por el reo, la violación del domicilio sin orden, el arresto sin sumario
previo, etc.
En 1820, Juan Ignacio Cos “vecino y hacendado en el partido de Chasco-
mus” se quejaba ante el Gobernador de la provincia. Denunciaba el accionar del
comisionado Pedro Funes por haber sido enviado preso a la capital “como un
facineroso y vago, con ignorancia de mi delito, violación de mi seguridad indivi-
dual, y lo que es más, con sustracción total de todos mis bienes que compone la
fortuna de mi subsistencia”29.
Cos daba cuenta de que las “malignas arbitrariedades del Juez Comisiona-
do” no habían acabado allí. Una vez puesto en libertad y vuelto al pago, había
encontrado que sus propiedades no solo estaban embargadas sino que obraban
en poder de dicho juez comisionado. Cos solicitaba entonces que el juez del

27
Sobre los juicios de la comisión civil de justicia cfr. Biblioteca de Mayo, 1961, t. 13, p. 11.947 y ss.
28
Sobre el uso de este tipo de legislación en el caso venezolano, cfr. Zahler, “Complaining like a
liberal: redefining law, justice, and official misconduct in Venezuela, 1790-1850”, The Americas,
65:3, January 2009.
29
AGN, Tribunal Civil – C- 17 – 1819-1821, f. 1. Énfasis agregado.

67
partido interviniera para informarse sobre lo sucedido, certificara la apropiación
de sus animales y aplicara al ladrón un escarmiento que se hiciera “sentir a todos
aquellos que, validos de ser comisionados, toman estos encargos para solo co-
meter estos delitos”30.
El gobernador Sarratea accedió a las peticiones de Cos: le solicitó a Funes
que se presentara en la capital llevando las actuaciones que dieron lugar a la
prisión de su demandante; y designó a un ciudadano del partido, Don Francisco
Aguilera, para que hiciera las averiguaciones del caso junto al alcalde de herman-
dad que había sido denunciado por Cos como “amigo y coligado” de Funes. Del
sumario practicado a partir de testigos presentados por el primero emergió una
versión más compleja aunque fragmentaria de los hechos. Cos habría sido acu-
sado de robar caballos de Funes y otros hacendados, el padre del joven habría
permitido que el comisionado se llevara las reses para compensar esos supuestos
robos, pero su hijo habría sido arrestado de todos modos. Luego de remitir la
información a la capital, Aguilera contaría que intentó sin éxito que Funes devol-
viera los animales incautados, tratando de “hacer valer su comisión porque era
del Gobierno”, pero que no le fue posible. Entonces, pasado más de un año del
inicio de la causa, el gobernador ordenó que el comandante de Chascomús lleva-
ra a Funes a la capital a comparecer y que, en caso de resistirse, lo llevara preso.
Cuando sus propiedades fueron embargadas en agosto de 1821, finalmente
Funes se decidió a dar su versión de los hechos al gobernador Martín Rodríguez.
Si el principio de seguridad individual ofrecía una plataforma liberal para expre-
sar las quejas de un ciudadano ante el accionar de un oficial de justicia, la respon-
sabilidad de este no dejaba de exigirse de modo personal.31 En su escrito Funes
acusó a su vecino de aprovechar su ausencia en “la otra banda” y “la oportunidad
que podía ofrecerle la época del gobierno de Don Manuel Sarratea” para hacer el
reclamo. Presentó duras quejas contra el asesor del gobierno:
No sé, Exmo. Sr., por qué principios legales se ha conducido el Asesor de V.E.
para aconsejar lo se registra en f. 8 vta. No sé donde, ni en que Legislación habrá
aprendido a proceder nada menos que embargando y vendiendo propiedades de
un ausente no solo sin oírle. Pero ni siquiera sin suplir su ausencia…32

Su abogado, Manuel Gallardo, no solo desafió esa decisión sino que se


ofreció a darle “una lección práctica al Asesor con cuyo dictamen se ha obrado”.
A su vez, acusó a Cos de engañar al gobierno con su relato, reclamó el derecho a
ser escuchado33 y enfatizó que, por su condición de comisionado, debería haber
sido tratado con mayor respeto, al menos hasta que se demostrara que no lo me-
recía. Adjuntaba la prueba de la confianza pública que en el pasado había mereci-

30
Ibídem, f. 2.
31
F. Martínez Pérez, Entre confianza y responsabilidad. La justicia del primer constitucionalismo
español. (1810-1823), Centro de Estudios Constitucionales y Políticos, Madrid, 1999, p. 155 y ss.
32
Ibídem, f. 15 v.
33
“…no hay delincuente tan infeliz que ante la presencia inexorable de la Ley pierda el derecho de
ser escuchado aunque sea para la triste confesión de su mismo delito”, Ibídem, f. 15 y 16.

68
do: su designación como comisionado para perseguir y “reparar los graves males
que resultan a la Sociedad de la multitud de vagos, desertores y mal entretenidos
que inundan la campaña”, hecha por Juan Ramón Balcarce en agosto de 1818
y originada en la “imposibilidad de que los Jueces Territoriales por sí mismos,
sin abandono de los demás importantes objetos de su cargo, puedan dedicarse
a la aprensión de ellos con la eficacia que se requiere”34. Adjuntaba finalmente
y para reforzar su preeminencia, la orden del delegado directorial de campaña,
Cornelio Saavedra, asignándole nada menos que 18 milicianos para perseguir a
los “perjudiciales”35.
De todos modos, el gobernador volvió a reclamarle la información sumaria
en la que fundó la prisión de Juan Ignacio Cos y Funes respondió que “como
cualquier otro comisionado” no podía enviar nada ya que “en los mismos parti-
dos se toman conocimientos de los hombres perjudiciales y se verifica su captura
sin obrar otras diligencias que las de los previos informes que se toman”36. El
proceder de las partidas celadoras y su carácter de justicia sumarísima quedaba
expuesto con toda claridad. Mientras las comisiones de carácter político multipli-
caban los procesos escritos e incluso se reglamentaban, una “justicia” mucho más
inmediata, movida por rumores, sin garantías para quienes caían en sus manos,
se extendía por la campaña sin mayores posibilidades de control. Funes percibía
cuán incorrecto sonaba todo esto y por ello mismo intentaría exculparse diciendo:
querrá decirse que semejantes prisiones carecen de la formalidad precisa, mas esta
es la práctica que se observa y mientras no se reglamente o pre-sancione el uso de
estas comisiones no hay una razón para que yo sufra los resultados de defectos que
no son míos sino de la administración del gobierno.37

Para probar que había tenido razón en apresar a su denunciante, pidió


que se le diera un tiempo para probar que no procedió arbitrariamente o que al
menos tuvo malos informes. Dicho tiempo le fue concedido. Mientras tanto, el
gobierno le solicitó a Cos que compareciera nuevamente en la capital. Por medio
de un escrito éste respondió que el mal accionar del comisionado ya había sido
probado, que se lo había tratado “con la mayor de las indulgencias” y que, en
todo caso, Funes debería haberse quejado a la autoridad en tiempo y forma si no
acordaba con el curso del proceso y el embargo. Al no haber nada concluyente
en contra de Cos, la causa pasó al juzgado de segundo voto por recomendación
del asesor interino del gobierno y luego al juzgado de primera instancia del pri-
mer departamento de campaña. Más allá de tales traslados, las partes no realiza-
ron más acciones ni la justicia tomó nuevas determinaciones. Si la causa ilustra la
circulación de la retórica de la seguridad individual en los tribunales, también da
cuenta de una realidad rural en la que se multiplicaban prácticas de control social

34
Ibídem, f. 18.
35
Ibídem, f. 19
36
Ibídem, f. 20.
37
Ibídem, f. 21 v.

69
totalmente ajenas a tales principios y de la vigencia de una idea de ciudadano
como sujeto “domiciliado” y enraizado en la comunidad (cercana a la de vecino)
que se tornaba central a la hora de combatir los abusos de los comisionados.38

Las quejas contra los funcionarios públicos con jurisdicción, en nombre


de la seguridad individual de los ciudadanos, no se detuvieron allí ni compro-
metieron exclusivamente a autoridades con potestades delegadas temporalmente
—como el comisionado— cuyos saberes procesales ciertamente eran acotados.
A inicios de marzo de 1826, Nicolás Romero, un zapatero vecino de San
José de Flores39, se presentó ante la justicia criminal letrada para denunciar “la
tropelía y violencia con que el teniente alcalde Zabala sin motivo, sin orden y
sin autoridad violó todos los derechos más sagrados de un habitante del país”40.
El artesano sostenía que estando en su casa durmiendo en la cocina (porque su
mujer no lo había dejado entrar en la habitación) oyó unos golpes en la puerta.
Se trataba del teniente alcalde del partido que junto a unos auxiliares venía a
arrestarlo pero sin mostrar orden alguna, ejerciendo violencia contra su persona,
obligándolo a dejar a sus hijos y suspender los trabajos con los cuales les propor-
cionaba los “medios de subsistir”. Romero sostenía con vehemencia que:
Por este hecho se ha atentado a la seguridad individual y libertad civil que las leyes
dispensan violándolas escandalosamente; mi persona ha sido injuriada y ofendida
de un modo ignominioso y atroz…41

A pesar de ello, sostenía Romero, no pedía contra el teniente y sus auxi-


liares “el castigo que las leyes prescriben y la condigna satisfacción por la injuria
y ofensa” sino simplemente que se lo dejara permanecer en la capital, poder
recuperar sus instrumentos de trabajo y las supuestas 12 onzas de oro y otros
efectos personales que se le habrían sustraído de la chaqueta durante el arresto.
El juez Guzmán le ordenó al juez de paz del partido que enviara las herramientas
en cuestión y, como las acusaciones eran graves, le pidió que realizara el suma-
rio correspondiente. Tanto el teniente alcalde Vicente Zabala como quienes lo
acompañaron (Dámaso Ramón y Martín Farías) en el arresto dieron su versión de
los hechos. En ésta, la orden habría sido dada por el juez de paz Calixto Silvera,
la intervención se habría iniciado porque la esposa de Romero, Doña Catalina
Ortiz, habría pedido auxilio a las autoridades por encontrarse su marido ebrio y
violento. El artesano se habría resistido al arresto y por eso habría sido golpeado
y atado. Luego, habría advertido que le faltaba algo de la ropa y habría acusado
a sus captores de estar confabulados con su consorte para robarle. También la

38
Sobre las transformaciones y solapamientos entre las nociones de “vecino” y “ciudadano” en el
Río de la Plata cfr. O. C. Cansanello, De súbditos a ciudadanos. Ensayo sobre las libertades en los
orígenes republicanos. Buenos Aires, 1810-1852, Buenos Aires, Imago Mundi, 2003.
39
San José de Flores era por entonces un pueblo suburbano rodeado de quintas y chacras dedicadas
a la producción cerealera y frutihortícola para abasto de la ciudad en crecimiento.
40
AGN, TCR – R – 1 – 1801-1836, Romero contra juez de Flores, 1826, f. 1 y 1 v.
41
Ibídem, f. 2.

70
propia Ortiz declaró en el sumario y aseguró que, en la mencionada chaqueta,
encontró la tapa de un yesquero de plata y que, si habría encontrado plata, nunca
se la habría dado a Romero.
El auxiliar de justicia Farías aportó un dato de interés: sostuvo que una
vez delante del juez él le habría reprochado al reo el haber dicho que le habían
robado 12 onzas y que Romero se habría disculpado diciendo que era culpa de
la embriaguez “pues que no era capaz de imputarle cosa que no había sucedido,
[y] esto lo dijo estando bueno”42.
A partir de allí se recabaron diversos testimonios en torno a corrección de
la conducta de Romero e incorrección de su mujer y viceversa. Un antiguo juez
de paz del partido llamó a Ortiz de “perturbadora del orden con sus escándalos”;
otro vecino dijo que la señora era “capaz de insultar a cualquiera autoridad sin
que sea capaz de refrenarla sino la punición”; y otro sintetizó “la Ortiz de León
jamás podrá su genio altanero y provocativo refrenarlo”. Por otro lado, el cura
párroco de Flores, Nicolás Herrera —cuya opinión requirió el juez— sostuvo que
nada podía objetar de la conducta pública de doña Catalina pero que sí conocía
“el vicio público de borrachera” de Romero.
En este punto, el juez de paz Silvera intentó dar cuenta de la complejidad
del caso asegurando que el matrimonio vivía agitado entre la embriaguez del
esposo y una mujer “peor que una fiera”. Incluso —revelaba el juez— “la Ortiz”
había llegado a acusarlo de dejar morir de hambre a los presos por pobres y que
a Romero “como tenía onzas de oro que se las comía el escribiente y el juez, éste
le dispensaba mayores consideraciones”43. Por todos estos públicos excesos, Sil-
vera pedía que la señora fuera expulsada del partido dado que además “pervierte
sus hijos a quienes no educa como corresponde, ni menos envía a la Escuela”44.
Recién seis meses más tarde el juez letrado, Domingo Guzmán, volvió a
intervenir. Citó a Romero y a su esposa para un juicio verbal sobre sus desavenen-
cias. Amonestó a doña Catalina por su “altanería, insolencia y atrevimiento” y por
haber hablado mal del juez territorial sobre el trato dado a los presos. Al zapatero
lo reconvino por su ebriedad a la que atribuyó el reclamo de las supuestas onzas
de oro. Luego de que un garante firmara por él, Romero quedó en libertad.
La denuncia de violaciones a la “seguridad individual” de un ciudadano
quedaba así olvidada en el marco de un proceso que exhibía un sinnúmero de
aristas y conflictos circundantes. Que ello fuera así no empaña el hecho de que
la idea de derechos individuales circulara en diversas localidades de la provincia,
intervinieran abogados o no, y que su uso fuera relativamente frecuente en el
marco de estrategias de impugnación de las justicias inferiores y sus auxiliares.

También en nombre de la “ofensa de la ley de seguridad individual” fue de-


nunciado ante Bartolomé Cueto el juez de paz de Arrecifes Don Marcelino López

42
Ibídem, f. 5.
43
Ibídem, f. 8.
44
Ibídem, f. 8v.

71
en mayo de 1828.45 Dicho magistrado había arrestado a Antonio Barcia y le había
ordenado permanecer preso alegando que así “lo quería el vecindario, [pero] sin
haber formalizado un sumario en que se justificase al menos semiplenamente
algún crimen”46. La razón, explicaba Barcia, a través de la pluma de su abogado
el doctor Cayetano Campana, era que:
no hay más delito que el odio y mala voluntad que me profesa el juez de paz y los
resentimientos vestidos con la capa de la justicia pueden sumergirme en un abismo
de males con mi familia, que pueden causar muy bien mi ruina. Este temor y la
violencia ejecutada en mi persona me han obligado a quebrantar la injusta prisión,
que no era más que un ataque a mi seguridad y a la misma Ley que la protege, para
reclamar ante una autoridad competente el remedio a estas violencias.47

Usar la función pública para perseguir a enemigos personales y violar los


derechos de un ciudadano eran graves acusaciones a las que el juez territorial no
podía dejar de responder. López informó al juez criminal que Barcia había sido
denunciado por varios vecinos por robar animales y que el arresto había sido “de
pura fórmula y apariencia” dado que el hacendado nunca había obedecido y se
había paseado por el partido con “desprecio y burla… de lo que le ordenaba el
Juzgado”. Su último acto había sido precisamente huir a la capital y formalizar el
recurso en cuestión:
Cuyo hecho comprueba [sostenía la contraparte] que para Barcia nada vale la
autoridad de un juez de paz y que quien se contempla autorizado para burlarse
de la justicia, no trepida en atentar a la consideración y derechos de convecinos y
conciudadanos.48

En su largo descargo, el juez aseguraba que su verdadero error había sido


mostrar un “exceso de consideración hacia Barcia, faltando tal vez a las exigen-
cias de justicia que reclamaban sus demandantes”. Lejos de las tropelías y la
violación a la seguridad individual que se denunciaban, él se habría limitado a
intentar “sofocar por medios suaves” el conflicto, relajando las previas fórmulas,
siendo quizás demasiado “blando y omiso en llenar los deberes del cargo que
ejerzo”49. En segundo lugar, aseguraba que el sumario sobre el robo que se le
imputaba a Barcia sí se había realizado, aunque con calma precisamente por
consideraciones a éste, y que “si se empeña[ba] en ello el sumario” aparecería y
con mayores “esclarecimientos”50. Finalmente negaba la “indicación calumniosa”

45
Arrecifes es un partido ubicado al noreste de la ciudad de Buenos Aires, creado en tiempos del
virreinato y ya desde el siglo XVI era un asentamiento clave en el camino entre Buenos Aires y
Córdoba.
46
AGN, L-J – 1 – 1821-1906. Barcia contra juez, 1828, f. 1 v.
47
Ibídem, f. 1 v. Énfasis agregado
48
Ibídem, f. 9 y 10. Énfasis agregado.
49
Ibídem, f. 10 y 11.
50
Ibídem, f. 10 v.

72
de que tenía resentimientos contra el procesado y aclaraba que había seguido las
últimas leyes vigentes.51
Dos singulares elementos de esta respuesta iluminaban cómo el juez de
paz entendía su función. Por un lado, dejaba claro que podía y de hecho mane-
jaba a discrecionalidad la averiguación de las denuncias, la realización o no de
los sumarios, y la formalización de las prisiones. Esa lenidad, la valoración de los
“medios suaves” para resolver las disputas, aparecía como un rasgo tan positivo
de la justicia de la campaña como el respeto de las leyes. Este segundo objetivo,
la legalidad, no dejaba de estar presente dado que López se preocupaba también
por remarcarle al juez letrado que había respetado con el mayor celo las últimas
disposiciones del gobierno.
En relación al primer punto, Barcia y su abogado, alertaron al juez de
primera instancia sobre la informalidad del proceder de López y negaron que se
tratara de una práctica en favor de la conciliación de las partes:
Es preciso que usted no se deje sorprender ni alucinar con las teorías de modera-
ción, de lenidad y de otras semejantes con que el juez de Arrecifes intenta dorar
una venganza disfrazándola con el color de la justicia.

A bien que Usted es juez letrado que no podrá alucinarse con lo que se alucina a
un hombre vulgar que ni sepa discurrir ni pensar.52

Apelaciones como ésta al carácter docto o a la “ilustración” del juez y su


capacidad para sobreponerse a los engaños intentados por las partes se multi-
plicaron en el foro porteño.53 A su vez, Barcia cargaría con mayor ahínco sobre
el juez. No eran suyas las palabras usadas en el foro, sino de su asesor letrado,
Cayetano Campana, pero eran traducciones de sus quejas al nuevo lenguaje de
los derechos. Campana, para exigir la plena libertad de su defendido y la subsa-
nación de costas y perjuicios inferidos, escribía:

En fin yo me abismo señor Juez cómo se atacan tan impunemente los más sagrados
derechos que tiene el hombre en sociedad.54
…yo debo estar alerta y centinela sobre mis derechos para que no sea violada la
ley que los protege, porque entonces yo me haría indigno de vivir en sociedad con
los demás hombres, porque sería semejante a un bruto, claro está que mi primera
obligación ha sido quejarme de la violación de mis derechos sobre los que no hay
habitante por más infeliz que sea que no esté en custodia y guardia de ellos…55

La inalienabilidad de los derechos consagrados por la sociedad y, en par-


ticular, la posibilidad y el deber de exigirlos ante las autoridades, era uno de los

51
Ibídem, f. 11.
52
Ibídem, f. 13
53
Entre otros, AGN, TC – C – 17 – 1819-1821, Capdevila contra Esperón, 1820.
54
AGN, L-J – 1 – 1821-1906. Barcia contra juez, 1828, f. 14 v.
55
Ibídem., f. 15.

73
sentidos últimos de la retórica jurídica de la revolución. Campana sabía bien que
era la herramienta adecuada para impugnar las actuaciones del juez rural y, de la
mano de ella, lograr la libertad (provisional) de su cliente.
Su actuación ilustra el rol clave que cumplieron los abogados en la trans-
formación de la gramática judicial, en la traducción de quejas, demandas y de-
nuncias —que en el fondo no necesariamente eran novedosas— al lenguaje de
los derechos y de la nueva legislación sancionada, cuando ello prometía ser
beneficioso. Esa transformación no fue inmediata ni generalizada, pero se fue
colando cotidianamente en los tribunales y de esta forma no solo impactó sobre
los modos de pedir justicia sino que fue socializando derechos y leyes entre los
actores enfrentados en la justicia.

La impugnación de los jueces en nombre de la violación de la seguridad


individual de los ciudadanos no siempre prosperó pero fue una nueva forma de
impugnan la actuación de los oficiales de justicia: por el incumplimiento de una
ley positiva y la violación de derechos individuales de los ciudadanos que debían
ser respetados. Los oficiales coloniales habían debido tener en consideración un
amplio arco de normas religiosas, consuetudinarias, locales, regias, escritas o
implícitas, al tiempo que habían debido respetar balances sociales que se consi-
deraban naturales y ser flexibles en la consideración de estos diversos criterios.
Como sostiene Agüero: “cuando era posible, cuando las características de las par-
tes involucradas y las condiciones de los hechos lo hacían aconsejable, la misión
del juez se cumplía restableciendo la paz, con independencia de las formalidades
procesales y sustanciales prescriptas in abstracto”56.

A los jueces de la revolución, en el plano retórico, se les pedía que aplica-


ran las leyes escritas sancionadas por autoridades legitimadas para hacerlo y, que
en el proceso, respetaran los enunciados derechos individuales de los justiciables.
Ciertamente el cambio de paradigma no ocurrió inmediatamente, los casos anali-
zados muestran con claridad que a las demandas fundadas en leyes se le suma-
ban continuamente quejas de carácter moral que en un orden jurídico liberal no
habrían de tener sustento judicial. Sin embargo, fue esta circulación progresiva,
confusa, incluso imperfecta, de nuevos derechos y valores como los contenidos
en el decreto aquí analizado, la que creó un sustrato compartido que haría posi-
ble, con el tiempo, la realización coherente de los mismos. Si no reconstruimos
el proceso de circulación de estos principios difícilmente podremos comprender
cómo se fue construyendo, de modo paulatino, una justicia legiscentrista.

56
A. Agüero, “El testimonio procesal y la administración de justicia penal en la periferia de la monar-
quía católica, Siglos XVII y XVIII”, Acta Histriae 19, 2011.

74
3. ALGUNAS REFLEXIONES SOBRE LA TRANSFORMACIÓN DE LA CULTURA JURÍDICA
BONAERENSE

La cultura jurídica pluralista y jurisdiccional de antiguo orden no se deshizo en


el Río de la Plata en mayo de 1810 con los primeros atisbos de la retórica legi-
centrista. Pero quizás tampoco la constitución de 1853 marcó su fin ni la sanción
del código civil en 1869 le puso una lápida definitiva. Porque ¿qué es una cultura
jurídica y cómo puede cambiar?
Las culturas, siguiendo a Clifford Geertz, son un conjunto de tramas públi-
cas de significaciones, compartidas por una comunidad, y que otorgan inteligibi-
lidad a la vida social. El derecho es uno de los componentes de ese conjunto de
ideas y valores, hábitos y prácticas que, entrelazados entre sí, organizan el modo
en que se piensa cómo las cosas son y deben ser en una determinada sociedad.
En este sentido, el derecho no trata solo de instituciones y reglas, de procedi-
mientos y códigos, ni de una mera tecnología para la resolución de conflictos.
Es central, en este sentido, considerar que en la construcción de la cultura
jurídica en tanto trama de sentidos, no solo participan los “expertos” (abogados,
jueces, legisladores) que definen las leyes y operan en las instituciones judiciales
sino también los ciudadanos legos que forman cotidianamente sus ideas sobre lo
justo y lo legal.57 Es por ello que el rastreo de la circulación del lenguaje de los
derechos, entre expertos y legos, aun con sus inconsistencias y rasgos innovado-
res, con sus límites y también con sus pretensiones, es central para comprender
cómo la cultura jurídica posrevolucionaria pudo transformarse. Como sostiene
el historiador del derecho Maurizio Fioravanti: “es precisamente esta cultura de
los ciudadanos y de los mismos poderes públicos la que vuelve operativas, o al
contrario ineficaces, las lecciones positivamente hechas desde el ordenamiento
para la tutela de las libertades”58. Es decir, las leyes por sí mismas no garantizan
automáticamente el respeto de los derechos y las libertades, solo la creencia de
los ciudadanos en tales valores —lo que Fioravanti denomina, la “cultura de los
derechos” de cada sociedad en un tiempo dado— puede hacer posible su reali-
zación.
Esta cultura de los derechos comenzó a cimentarse en Buenos Aires con
fuerza desde la crisis imperial y el advenimiento de los gobiernos revolucionarios.
Ellos hicieron de la ruptura con la cultura jurídica imperial un eje central de su
legitimación. Las proclamas y bandos de los gobiernos y la pedagogía política

57
Sobre la noción de cultura legal o jurídica cfr. D. Nelken, Comparing legal cultures, Darmouth,
Aldershot - Brookfield, 1997. El autor destaca dos modos alternativos de conceptualizar las culturas
legales: uno más restringido que las considera como el conjunto de saberes jurídicos y técnicos
que circula exclusivamente entre los funcionarios y los operadores de la justicia y otro, más am-
plio, que la considera como el conjunto de saberes que en torno a la ley y al uso de las instancias
judiciales, se encuentran difundidos en toda la sociedad o entre determinados grupos sociales en
un momento histórico concreto. En este trabajo se recupera este segundo sentido.
58
M. Fioravanti, Los derechos fundamentales. Apuntes de historia de las constituciones, Madrid, Edi-
torial Trotta, 1996.

75
esbozada en la Gaceta de Buenos Aires entre otros periódicos, actuaron como
creadores y difusores en el espacio público bonaerense de los principios de igual-
dad ante la ley, del principio de legalidad, de la división de poderes.
La justicia retuvo muchos de sus rasgos pero también fue objeto de impor-
tantes reformas y a ella recurrieron los ciudadanos utilizando de modo alterna-
tivo argumentos jurídicos de viejo y nuevo cuño. No lo hicieron necesariamente
inspirados por la creencia en la legitimidad o justicia de unos u otros sino en
función de su potencial eficacia coyuntural para la defensa de intereses y el lo-
gro de resultados deseados. Sin embargo, y en la medida en que tales retóricas
jurídicas fueron usadas por los actores y, a su vez, validadas por los tribunales,
esas visiones normativas y esas prácticas procesales pudieron difundirse a secto-
res más amplios. En esta nueva gramática, el derecho a la seguridad individual
—a conocer las causas del propio arresto, a no ser arrestado sin orden judicial,
a no ser juzgado sino por leyes expresas— adquirió un protagonismo inédito.
Que todo ello sucediera en el marco de procesos que se desenvolvían de modo
secreto, siguiendo las reglas pluriseculares del derecho hispano, entre laberínticas
jurisdicciones de difícil organización, torna más interesante el análisis de las cau-
sas tramitadas en estos años. Ellas muestran que si bien no hubo transformación
automática y unilineal de la organización judicial y del orden legal, los cambios
retóricos y prácticos tampoco resultaron irrelevantes: ellos fueron cimentando un
cambio nada más y nada menos que cultural en torno a las formas de imaginar lo
justo, exigirlo y validarlo institucionalmente.
Los tribunales fueron así tempranamente un espacio de resonancia y difu-
sión de conceptos y valores para la construcción de una cultura jurídica legalista
y garantista. La idea de “seguridad individual” fue un intersticio por el que la idea
de derechos individuales y derecho como ley se fue colando y, de ese modo,
contribuyó a crear las condiciones que harían efectiva la ley que pretendía ga-
rantizarlos. Es la historia larga y temprana de esa cultura de los derechos en el
Río de la Plata la que intentamos empezar a comprender a partir de la trayectoria
formal y práctica del decreto de seguridad individual en la Buenos Aires posre-
volucionaria.

76

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