Carrington Leonora - Memorias de Abajo

Descargar como pdf o txt
Descargar como pdf o txt
Está en la página 1de 49

En 1937, cuando apenas tenía veinte años y estudiaba en Londres, Leonora Carrington

conoció a Max Ernst, se fugó con él a Francia y entró en contacto con los círculos
surrealistas de París. Dos años después, en 1940, Max fue declarado enemigo del
régimen de Vichy y trasladado a un campo de concentración. Leonora, con evidentes
signos de trastorno psicológico, se vio obligada a huir a España, donde, por mediación
de su padre, fue ingresada en un sanatorio de Santander.

Memorias de abajo, escrito originariamente en francés en 1943, es el recuerdo, en forma de


dietario, de aquellos días de confinamiento en que Leonora fue asediada no solo por sus
propios delirios, sino también por los métodos poco ortodoxos de su médico, el sádico
doctor Morales. Un calvario descrito con una precisión sorprendente, sin rastro de
autocompasión, por quien ha sido consciente de su descenso al abismo de la locura, de
su recuperación, y de cómo los estratos más hondos del subconsciente pueden ser un
material válido en la práctica artística.
Leonora Carrington
Memorias de abajo
PRÓLOGO

LA ÚLTIMA MUJER DEL SURREALISMO


VIVIÓ Y MURIÓ EN MÉXICO
Donde está Leonora Carrington está el surrealismo. Aunque André Breton consagró a
México como país surrealista por excelencia, el surrealismo llegó a México a raíz de la
guerra. Leonora salió de España y viajó en barco desde Lisboa en 1941. Quedarse en
Europa significaba persecución, desesperanza, fracaso, muerte. Quedarse en España era
recordar «Abajo», su encierro en un manicomio en Santander. Antes, Leonora había
sido una niña habitada por las leyendas celtas de su abuela irlandesa, transformada más
tarde en una joven inglesa que su madre presentaría a la Corte de Jorge en Londres en
1934 y luego en Ascot y en Buckingham Palace a los diecisiete años. A ella sus tres
hermanos, Pat, Gerard y Arthur, nunca le interesarían tanto como su madre, Maurie
Moorehead, quien le ayudó a hacerse pintora y a viajar a Florencia, a la Piazza
Donatello, a la escuela de pintura de Miss Penrose y más tarde a la Academia Ozenfant
en Francia.

Saint-Martin-d’Ardèche es un pueblito cerca de los Alpes por donde pasa el Ródano


en el que Leonora vivió tres años al lado de Max Ernst. Ambos pintaban, pero ella, «la
inglesa» —⁠ como la llamaban en el pueblo⁠ — hacía algo más: cocinaba. Muy pronto la
cocina se volvió el laboratorio de sus sueños y un santo sacramento; los platos y las
cucharas levitaban mientras ella oficiaba el rito. Bastaba cerrar los ojos para entrar por el
espejo y pasar al otro lado como Alicia en el País de las Maravillas, pero Leonora tenía
los ojos bien abiertos, no fuera equivocarse en las proporciones. No pulía su
inconsciente, no lo esperaba todo de ella misma, quería aprender. Mezclaba todas las
sustancias del imaginario. Todo lo que saben hacer los campesinos franceses, ella lo
aprendió. Salía temprano con un ancho sombrero de paja a escoger los salsifís y las
alcachofas antes de que las calentara el sol e iba recorriendo los viñedos clavados en la
tierra para cortar los racimos y llevarlos en una canasta antes de que los jóvenes —
⁠ muchachos y muchachas⁠ — los pisotearan en una danza amorosa. Leonora, que ahora
solo bebe té, hacía té. Al igual que los campesinos franceses, sabía que hay que guardar
todo porque algún día puede servir, y era capaz de algo que pocas mujeres hacen ahora:
coser con aguja, hilo y dedal. Coser con hilo cósmico, remendar, unir los pensamientos
con hilos de colores y confeccionar muñequitas de trapo como las que fabrican con su
ingenio y sus dedos de hada las madres pobres para sus hijas: dos botones en vez de
ojos, una sonrisa pintada, unos cabellos de estambre amarillos o negros según el gusto,
un vestido con delantal, unos calzones porque lo primero que miran las niñas es si su
muñeca trae calzones. Hasta hace algunos años, a Leonora le entretenía coser esas
muñecas, que bien vistas tienen mucho de autorretrato.

Tiempo más tarde, al lado de Remedios Varo, Leonora habría de bordar el manto
terrestre.

¿Qué le pasa a un ser humano cuando de pronto los gendarmes se presentan y se


llevan a su amor alegando razones de religión o de raza o de ideología? En 1939,
después del arresto de Max Ernst, Leonora sobrevivió a una Europa cruel y
enloquecida, en una época incomprensible de vejaciones y campos de concentración
que la llevó a escribir En bas, Down below, Memorias de abajo, la memoria del encierro y el
odio, la memoria de lo que significa ensañarse contra el amor. Si a Leonora la
encerraron en una institución, no hubo peor institución ni clima más cruel que la
España de Franco con su guardia civil que intentó destruir su mundo imaginario y
afectivo. A esa estancia en Santander, a esa época atroz, le debemos los mexicanos la
dádiva inesperada y gratuita de la presencia en México de Leonora Carrington.

En sus últimos años visité a Leonora a menudo. Hablar con ella de su infancia fue
fácil. Yo le contaba sobre la mía y, a pesar de los quince años que nos llevábamos, había
muchas semejanzas en la forma europea en que nos educaron. «Entre las cosas y entre
las rosas hay semejanzas maravillosas». Ahora me doy cuenta de que los antecedentes
de Leonora se parecen a los de la protagonista de mi otro libro La «Flor de Lis». Como
digo, de su niñez, Leonora habló con facilidad; del Cardiazol en la clínica del doctor
Mariano Morales en Santander, en cambio, con verdadera angustia. Sin embargo, con el
terror impreso en sus ojos, volvía a caer en el agujero negro: «Me impidieron cualquier
movimiento, me amarraron, me inyectaron…». Parecía estar denunciando la aplicación
de esta droga que produce convulsiones que van mucho más allá del «amour fou» que
predicaba André Breton. Al contármelo, buscaba mi indignación y solidaridad. ¡Claro
que las tendría! Pero ¿cómo? «Me aplicaron tres inyecciones de Cardiazol» —⁠ se abrían
grandes sus ojos⁠ —. Leí En bas escrito por ella en francés con verdadero dolor. Y el
tema de su encarcelamiento resurgió varias veces en nuestros encuentros, siempre
flotando frente a sus ojos. Recordaba cómo se le había aventado a la enfermera desde lo
alto de un ropero, cómo le había rodeado el cuello hasta casi ahorcarla, cómo había
evitado que la amarraran una segunda vez y cómo en su rabia de animal a la defensiva
había algo sobrenatural que la hacía distinta.

De lo que no habló casi nunca fue de Max Ernst. Nunca mencionó Leonora in the
morning light. Cuando le pregunté si Max Ernst había sido su gran amor, respondió que
cada amor era distinto; cuando le pregunté si su matrimonio con el gran poeta
mexicano Renato Leduc había sido solo por conveniencia, respondió: «Bueno,
tampoco».

Leonora habría de salir de Europa gracias a un hombre que decía cosas que no se
dicen y hacía cosas que no se hacen, como morder una copa de cristal y comérsela ante
el asombro de los invitados. El poeta Renato Leduc logró —⁠ como cónsul de México⁠ —
que muchos de los cien mil refugiados republicanos españoles se trasladaran a México a
bordo del Sinaia, del Méxique, del Ipanema, del Capitaine Paul Lemerle, a invitación
del presidente Lázaro Cárdenas.

En México, Leonora y Renato Leduc vivieron juntos un año, pero tras la separación
nunca dejaron de ser amigos. A Leonora le gustaba sembrar, fertilizar, ver crecer y
cosechar, siempre le atrajo la sabiduría de la tierra (a mí me enseñó a hacer un compost
con peladuras de papa y zanahoria para que germinen flores bonitas), y Renato declaró
que él se dedicaba a sembrar el bien y el mal. Ha de ser muy fácil prenderse de un
hombre que dice «No haremos obra perdurable. No tenemos de la mosca la voluntad
tenaz». Renato coincidía con Leonora al creer que los temas trascendentes, como Dios,
han quedado fuera de servicio, y se dedicó a enseñarle a Leonora la poesía popular que
hay en las malas palabras. Leonora poseía un tesoro de mentadas de madre. A veces
decía con la voz más dulce y melodiosa: «A este pendejo hay que mandarlo a la
chingada». Leonora y Renato reían al unísono. Alguna vez le pregunté a Renato por qué
se habían separado y me contestó que Leonora hablaba más con el perro que con él, y
cuando inquirí si este mariage arrangé había sido solo para salir de España, una chispa
lúdica atravesó sus ojos negros. Años después de su separación, Leonora habría de
ilustrar un libro de poemas de Renato Leduc, y Gaby, el hijo mayor de Leonora,
recuerda que el mexicano visitaba la casa en la calle de Chihuahua y que a él le gustaba
mucho abrirle la puerta.

A Emérico Weisz, Chiki, el fotógrafo, único marido de Leonora, lo vi en varias


ocasiones. Alto y larguirucho, se hacía a un lado de todos y de todo. La incredulidad y
la expresión triste de sus ojos hundidos conmovía. No quería ser parte del espectáculo.
Cuando todos los fotógrafos se le iban encima al personaje de turno o al evento social
para retratarlo, él se retraía, y en su retraimiento había un rechazo que lo hacía muy
atractivo. Seguramente a él le parecía surrealista ese ajetreo de moscas en torno a la
vedette o a la anfitriona de la sección de «Sociales». Para él, que a los veintisiete años
había fotografiado la guerra de España al lado de Robert Capa, estas demostraciones
apenas eran un preludio al teatro del absurdo.

A partir de que Leonora tuvo a sus hijos, Gaby y Pablo, no los soltó ni un momento.
Formaban un núcleo muy unido y muy cerrado. Leonora, Emérico, Chiqui, Gabriel y
Pablo se protegían, parapetados tras los muros de su casa de la calle de Chihuahua, en
la colonia Roma. Se protegían por una razón muy concreta: los niños se apellidaban
Weisz, y Weisz es un apellido judío. Leonora no era judía y Chiki sí, y aunque ninguno
practicara, apenas fueron a la escuela les hicieron saber que ellos habían matado a
Cristo y otras cosas más sorprendentes que las que podría contarles la hija del
minotauro que su madre les hizo conocer en pintura. A Gaby y a Pablo les era más fácil
comprender el mundo místico y alquimista de su madre que el de afuera. En su casa, los
cuatro devoraban libros, dibujaban, guisaban, y ese refugio aislado los protegió (habría
que recordar que Gaby nació en 1946). Si se enfermaban se curaban solos, y Gaby
recuerda una vez en que Leonora se enfermó y los dos se improvisaron médicos y se
turnaban para cuidarla. No tenían más parientes que ellos mismos, México les parecía
antisemita y antiextranjero. Los Weisz se convirtieron en una especie de célula viva en
la que cualquier problema se resolvía entre cuatro. A imitación de Leonora, inventaban
trompetillas acústicas, damas ovales, animales fabulosos, pantalones de franela y
puertas de hiedra, y participaban en la escenografía y el vestuario teatral del teatro de
Alejandro Jodorowsky y el de Poesía en Voz Alta de Octavio Paz. También hacían
aportaciones a la receta de cómo cocinar al arzobispo de Canterbury para comérselo en
mole verde.

Una vez en que Pablo avisó a su madre desde el camp de sus vacaciones de que se
sentía levemente mal de la panza, Leonora sin pensarlo dos veces tomó un taxi e hizo
cuatro horas de ida y cuatro de vuelta para llevárselo.

Si en el colegio el rechazo era evidente, los niños muy pronto tuvieron la certeza de
que era imposible olvidar las atrocidades de los nazis en Europa, y nunca negaron su
identidad judía. Por otro lado, también pesaba la identidad inglesa, la de la nursery de
Crookhey Hall y la de esa madre que producía como por encantamiento cuadros con
títulos en inglés, salvo el de ese naufragio en Manzanillo en que unas monjitas intentan
salvar su vida en una nave que hace agua y tiene una vela roja a punto de desgarrarse.

Leonora era una madre completamente dedicada, «devoted» como dice Gaby, de una
entrega absoluta. Llevaba a sus hijos a ver películas de vaqueros y se estremecía con los
disparos y las diligencias. «Ella debía aburrirse enormemente, pero como era muy
buena madre, allí se quedaba sentada junto a nosotros», recuerda Gaby. Más bien creo
que Leonora recordaba el cuadro de Max Ernst que le causó una enorme impresión y le
hizo ir en su busca: Deux enfants menacés par un rossignol. En el momento en que los
niños regresaban de la Westminster School, Leonora dejaba sus pinceles, salvo en una
ocasión en el que Gaby entró en un momento crucial y Leonora le señaló que guardara
silencio y tomara una silla, porque con un pequeño y delicado pincel encimaba un color
rojo en delgadas capas, creando así una figura mágica que requería toda su atención.
Más rebelde que su hermano Pablo, a Gaby lo expulsaron de la Westminster en
veinte ocasiones. Leonora, siempre defensora, aplacaba a la directora. Seguramente
revivía con su hijo su propia rebeldía; a ella también la habían expulsado de la sociedad
que todavía hoy sigue siendo injusta y conformista. Chiki, el padre, era mucho más
severo y menos conciliador que Leonora, quien compartía los actos libertarios de su hijo
mayor. Lo curioso es que a ambos hijos les dio por la medicina. Pablo es médico y
pintor. El sortilegio de la pintura de Leonora fue su pócima. Gaby es poeta. También a
él le fascinó la medicina, pero se lanzó a la antropología, al teatro, a la literatura
comparada, a la filosofía y, sobre todo, a la poesía.

En la mesa se hablaba francés porque la mayoría de los húngaros de la época de


Chiki lo hablaban, pero los dos niños, hoy convertidos en hombres y que fueron un
gran apoyo para su madre en sus últimos años, también se comunican en inglés. Es
bonito ver cómo se quieren esos dos hermanos, resultado de la inteligencia y el amor de
una madre que escribió en La trompetilla acústica: «Mis ojos son fuertes y están
acostumbrados a todas las luces y a todas las oscuridades».

Además de devota, Leonora era una madre divertida. De un día para el otro
anunciaba «Nos vamos a Europa», y preparaba un baúl enorme en el que metía
caballete, telas y pinturas. Salían en tren hasta Saint Louis de Missouri, allí tomaban
otro tren a Nueva York y de Nueva York a Calais en el Queen Elizabeth. De Calais iban
a Southampton y en Southampton los recogían para llevarlos a la mansión de su abuela:
Hazelwood. La abuela y madre irlandesa, Maurie Morehead, fue para Leonora, Gaby y
Pablo un personaje extraordinario y un ser libertario. No solo bautizó a sus dos nietos
más o menos a escondidas, sino que les transmitió un mundo interior en el que priva lo
maravilloso negro, lo maravilloso rosa, lo maravilloso de seres irrepetibles que nos
remiten a las culturas caldeas y asirias y a las leyendas y los mitos celtas.

No he hablado de surrealismo sino de Leonora, que a fin de cuentas es el


surrealismo, es decir, una mujer que busca crear algo más real que la realidad misma e
ir más allá de la realidad cotidiana, la realidad que nos aterra por la absoluta injusticia
de su sociedad. Amiga de Breton, Leonora quiso vivir en sus hijos, con sus hijos, a
través de sus hijos que la acompañan siempre. Los llevó a conocer a Breton en el
número 42 de la Rue Fontaine en París y los presentó a Philippe Soupault, a Paul
Éluard, a Leonor Fini. Todos ellos aguantaron los cerrados interrogatorios infantiles y
las travesuras de Gaby y Pablo. André Breton, Leonor Fini, André Pieyre de
Mandiargues, Luis Buñuel, Octavio Paz, Remedios Varo, Kati y José Horna, Alice
Rahon, Wolfgang Paalen y otros amigos de la familia desde los años cuarenta. Además
de ser una gran fotógrafa de la Guerra Civil Española, Kati Horna —⁠ a quien Leonora
extrañaba⁠ — feminizó la palabra cansancio: «¡Ay, la cansancia!» decía. Desembarcaron
en Veracruz Benjamin Péret —⁠ que en México hizo el periódico La France Libre⁠ —,
Remedios Varo, Esteban Francés y Gunther Gerzso, que se reunían en la casa de la calle
de Gabino Barreda. Su amistad les hizo llevadero el exilio, y Europa siguió presente a
través de las cartas.

Los carteros siempre han dado sorpresas: allí está el cartero de Neruda, allí un
cartero mexicano, Jaimito, de Monterrey, a quien las autoridades del deficiente servicio
postal mexicano encontraron encerrado en una pieza con las miles de cartas que no le
estaban destinadas. «Todavía me falta mucho por leer», dijo señalando los sobres
cerrados cuando fueron a detenerlo tras la denuncia de los vecinos. Cerca de Grenoble,
un cartero, el Facteur Cheval, sin saber nada de surrealismo, levantó un castillo con
piedras recogidas en el camino de la entrega de cartas. Su construcción imaginaria
reúne todas las culturas, todas las imaginaciones, todos los estilos y todas las fantasías
hechas piedra, a pesar de que el cartero nunca salió de la ruta establecida por el correo
postal de Francia. El Facteur Cheval hizo que en su castillo cupieran gigantes y juglares,
princesas y plebeyas. Quizá la obra de este cartero (apellidado «caballo», lo cual
agradaría a Leonora) sea la puerta abierta a la escritura automática, la fuerza del
inconsciente que pregonaron los surrealistas y el antecedente directo del castillo de
Xilitla que Edward James mandó construir y en el que Leonora Carrington pintó un
mural entre 1964 y 1967, a petición de James, quién dejó correr el rumor de que era el
hijo ilegítimo de Eduardo VII de Inglaterra. Pero quizá también sea el antecedente de
todo lo que hay en nosotros, hombres y mujeres que intentamos lo imposible y no lo
logramos, como sí lo logró Leonora en todos los momentos de su vida, hasta en los más
terribles.

En alguna ocasión caminé por las calles de Nueva York con ella y su perro
Baskerville: muchas calles, miles de calles. Ella habría podido ir de Nueva York a París a
pie, caminar sobre las aguas, llegar sentada en una libélula y posarse sobre la Torre
Eiffel. Una vez le pregunté si se había hecho pintora por decisión propia y me
respondió: «Creo que no he tomado una decisión en mi vida».

Me gustó mucho su respuesta porque también a mí todo me ha caído encima como


si se cayera el techo de una casa en un terremoto. Al oírla, la cabeza se me dobló,
caminé encorvada como Leonora al final de su vida, pero no se me dobló el inmenso
amor que siento por ella y el enorme agradecimiento por haber recibido una de las
mejores sonrisas que puedan iluminar un rostro.

Elena Poniatowska
MEMORIAS DE ABAJO
Lunes, 23 de agosto de 1943

Hace exactamente tres años estuve internada en el sanatorio del doctor Morales, en
Santander, España, tras declararme irremediablemente loca el doctor Pardo de Madrid
y el cónsul británico. Después de conocerle a usted por casualidad, a quien considero el
más lúcido de todos, empecé hace una semana a reunir los hilos que pudieron llevarme
a cruzar el umbral inicial del Conocimiento. Debo revivir toda esa experiencia porque,
haciéndolo, creo que puedo serle útil; igual que creo que me ayudará, en mi viaje más
allá de esa frontera, a conservarme lúcida y me permitirá ponerme y quitarme a
voluntad la máscara que va a ser mi escudo contra la hostilidad del Conformismo.

Antes de abordar los hechos concretos de mi experiencia, quiero decir que la


sentencia que la sociedad pronunció sobre mí en esa época particular fue
probablemente, e incluso con seguridad, una bendición del cielo; porque yo no tenía
idea de la importancia de la salud, o sea, de la absoluta necesidad de contar con un
cuerpo sano, para evitar el desastre en la liberación de la mente. Y lo que es más
importante, de la necesidad de tener a otros conmigo, a fin de podernos alimentar
mutuamente con nuestros conocimientos y constituir así un Todo. Yo no tenía en esa
época suficiente conciencia de su filosofía para comprender. No me había llegado el
momento de comprender. Lo que voy a tratar de exponer aquí con la mayor fidelidad no es
sino un embrión de saber.

Empiezo, por tanto, en el momento en que se llevaron a Max por segunda vez a un
campo de concentración, escoltado por un gendarme que portaba un fusil (mayo de
1940). Yo vivía en Saint-Martin-d’Ardèche. Estuve llorando varias horas en el pueblo;
luego volví a mi casa, donde me pasé veinticuatro horas provocándome vómitos con
agua de azahar, interrumpidos por una pequeña siesta. Esperaba aliviar mi sufrimiento
con estos espasmos que me sacudían el estómago como terremotos. Ahora sé que esta
no era sino una de las razones de esos vómitos: había visto la injusticia de la sociedad,
primero quería limpiarme yo misma, y luego ir más allá de su brutal ineptitud. Mi
estómago era el lugar donde se asentaba la sociedad, pero también el punto por donde
me unía con todos los elementos de la tierra. Era el espejo de la tierra, cuyo reflejo es tan
real como la persona reflejada. Tenía que eliminar de este espejo —⁠ mi estómago⁠ — las
espesas capas de suciedad (las fórmulas aceptadas) que lo empañaban, a fin de que
reflejase clara y fielmente la tierra; y cuando digo «la tierra» me refiero, como es natural,
a todas las tierras, estrellas y soles del cielo que hay sobre la tierra, así como a todas las
estrellas, soles y tierras del sistema solar de los microbios.

Durante tres semanas comí muy poco, evitando la carne escrupulosamente; bebía
vino y alcohol, y me sustentaba de patatas y ensaladas, a un promedio, quizá, de dos
patatas al día. Mi impresión es que dormí bastante bien. Trabajé en mis vides,
asombrando a los campesinos con mi fuerza. Se avecinaba el día de San Juan; las vides
estaban a punto de florecer, había que sulfatarlas a menudo. También trabajaba en mis
patatas. Cuanto más sudaba, más me gustaba, porque eso quería decir que me estaba
purificando. Tomaba el sol, y tenía una fuerza física como no había experimentado
antes ni he experimentado después.

En el mundo exterior estaban ocurriendo diversos acontecimientos: la caída de


Bélgica, la entrada de los alemanes en Francia. Todo eso me interesaba bien poco, y no
abrigaba temor alguno dentro de mí. El pueblo se hallaba atestado de belgas, y habían
entrado unos soldados en mi casa, acusándome de espía y amenazándome con pegarme
un tiro allí mismo porque alguien había estado buscando caracoles por la noche, con
una linterna, cerca de casa. Sus amenazas me impresionaron muy poco, porque sabía
que no estaba destinada a morir.

A las tres semanas de estar sola llego Catherine, una vieja amiga mía inglesa, que
huía de París con Michel Lucas, un húngaro. Pasó una semana, y creo que no notaron
nada anormal en mí. Un día, no obstante, Catherine, que había estado mucho tiempo en
manos de psicoanalistas, me convenció de que mi actitud delataba un deseo
inconsciente de librarme por segunda vez de mi padre: de Max, al que debía borrar si
quería vivir. Me suplicó que dejase de castigarme y que me buscase otro amante. Creo
que se equivocaba en eso de que me estaba castigando a mí misma. Creo que me
interpretaba fragmentariamente, lo cual es peor que no interpretarme en absoluto. Sin
embargo, me devolvió con ello el deseo sexual. Traté frenéticamente de seducir a dos
jóvenes, aunque sin éxito. No obtuvieron nada de mí. Y tuve que permanecer
dolorosamente casta.

Los alemanes se acercaban rápidamente; Catherine trataba de alarmarme, y me


suplicaba que me fuera con ella, diciendo que si no lo hacía, se quedaría ella también.
Acepté. Acepté sobre todo porque, en mi evolución, España representaba para mí el
Descubrimiento. Acepté porque en Madrid esperaba conseguir que estamparan un
visado en el pasaporte de Max. Aún me sentía ligada a Max. Este documento, que
llevaba su retrato, había adquirido entidad propia; era como si llevase conmigo a Max.
Acepté un poco impresionada por los argumentos de Catherine, que me iban
infundiendo, hora tras hora, un creciente temor. Para Catherine, los alemanes
significaban la violación. A mí eso no me asustaba; no le daba la menor importancia. Lo
que me inspiraba pánico era pensar que eran robots, seres descerebrados y descarnados.

Michel y yo decidimos ir a Bourg-Saint-Andéol a pedir un permiso para viajar. Los


gendarmes, totalmente indiferentes e insensibles, siguieron fumando su cigarrillo y se
negaron a darnos el trozo de papel, parapetados en frases como «no podemos hacer
nada al respecto». No podíamos marcharnos, aunque yo sabía que nos iríamos al día
siguiente. Fuimos al notario, donde hice cesión de mi casa y de todos mis bienes al
propietario del Motel des Touristes de Saint-Martin. Volví a casa y me pasé la noche
ordenando cuidadosamente las cosas que pensaba llevarme. Cupieron todas en una
maleta que tenía, debajo de mi nombre, una plaquita de latón incrustada en la piel en la
que estaba escrita la palabra REVELACIÓN.

A la mañana siguiente, en Saint-Martin, la maestra de la escuela me dio unos


papeles sellados por el ayuntamiento que nos permitían marcharnos. Catherine tenía
preparado el coche. Yo tenía toda mi fuerza de voluntad puesta en esa marcha. Metía
prisa a mis amigos. Empujé a Catherine al interior del coche; se sentó ella al volante. Yo
me senté entre ella y Michel. Arrancó el coche. Yo tenía confianza en el éxito del viaje,
aunque me sentía terriblemente angustiada, temiendo dificultades que me parecían
inevitables. Marchábamos normalmente cuando, a veinte kilómetros de Saint-Martin, el
coche se paró; se le habían agarrotado los frenos. Oí decir a Catherine: «Se han
agarrotado los frenos». «¡Agarrotados!». A mí también me tenían agarrotada por dentro
esas fuerzas ajenas a mi voluntad consciente que paralizaban el mecanismo del coche.
Este fue el primer paso de mi identificación con el mundo exterior. Yo era el coche. El
coche se había agarrotado por mi culpa, porque yo, a mi vez, me había agarrotado entre
Saint-Martin y España. Estaba aterrada de mi propio poder. Por entonces, me limitaba
aún a mi propio sistema solar; no tenía conciencia de los sistemas solares de los demás,
de cuya importancia me doy cuenta ahora.

Llevábamos toda la noche viajando. En la carretera, ante mí, veía camiones con
piernas y brazos colgando detrás; pero como no estaba segura de mí misma, comenté
tímidamente: «Llevamos camiones delante de nosotros», solo para ver qué contestaban.
Cuando dijeron: «La carretera es ancha, podremos pasarlos», me tranquilicé; pero no
sabía si ellos veían lo que transportaban estos camiones, y temía enormemente
despertar sus sospechas y que la vergüenza se apoderase de mí, lo cual me paralizaba.
La carretera estaba flanqueada por hileras de ataúdes; pero no logré encontrar un
pretexto para atraer la atención de mis compañeros hacia este detalle desconcertante.
Evidentemente, se trataba de gente que habían matado los alemanes. Yo estaba muy
asustada: todo olía a muerte. Más tarde me enteré de que había un inmenso cementerio
militar en Perpiñán.

En Perpiñán, a las siete de la mañana, no quedaban habitaciones libres en los


hoteles. Mis amigos me habían dejado en un café; a partir de entonces, no tuve
descanso: estaba convencida de que era responsable de mis amigos. Pensaba que era
inútil acudir a las autoridades superiores si queríamos cruzar la frontera; en cambio,
pedía consejo a los limpiabotas, a los camareros y a los transeúntes, a quienes
consideraba investidos de un inmenso poder.

Debíamos reunirnos, en un punto a dos kilómetros de Andorra, con dos andorranos


que iban a llevarnos al otro lado de la frontera a cambio de nuestro coche. Catherine y
Michel me dijeron muy seriamente que era mejor que me abstuviera de hablar. Accedí,
y me sumí en un coma voluntario.

Cuando llegamos a Andorra, yo no podía andar derecha. Caminaba como un


cangrejo; había perdido el control de mis movimientos: tratar de subir escaleras me
provocaba otra vez «agarrotamiento».

En Andorra —país desierto y dejado de la mano de Dios⁠ — fuimos los primeros


refugiados en ser admitidos en el Hôtel de France por una doncella que llevaba toda la
responsabilidad de aquel establecimiento extrañamente vacío.

Mis primeros pasos en Andorra supusieron para mí lo que deben de suponer para
un funámbulo los primeros pasos sobre el alambre. De noche, mis nervios exacerbados
imitaban el ruido del río que corría sin cesar sobre rocas, hipnótico y monótono.

De día, procuraba caminar por la ladera; pero en cuanto trataba de subir la ligera
pendiente, me agarrotaba como el Fiat de Catherine, y me veía obligada a bajar otra vez.
Mi angustia me agarrotaba por completo.

Me di cuenta de que mi angustia —⁠ mi mente, si usted prefiere⁠ — intentaba


dolorosamente unirse a mi cuerpo; mi mente no podía ya manifestarse sin causar un
efecto inmediato en mi cuerpo, en la materia. Más tarde se ejercitaría en otros objetos.
Yo intentaba comprender este vértigo mío: que mi cuerpo ya no obedecía las fórmulas
arraigadas en mi mente, las fórmulas de la vieja y limitada Razón; que mi voluntad ya
no engranaba con mis facultades motoras. Y puesto que mi voluntad carecía ya de
poder alguno, era necesario eliminar primero la angustia que me paralizaba, y luego
buscar un acuerdo entre la montaña, mi mente y mi cuerpo. A fin de poderme mover en
este mundo nuevo, recurrí a mi heredada diplomacia británica y dejé a un lado mi
fuerza de voluntad, buscando con suavidad el entendimiento entre la montaña, mi
cuerpo y mi mente.

Un día fui a la montaña sola. Al principio no me fue posible escalar; me quedé


tumbada boca abajo en la ladera, con la sensación de que estaba siendo absorbida por la
tierra. Al dar los primeros pasos cuesta arriba, tuve la sensación física de caminar con
tremendo esfuerzo sobre una sustancia pegajosa como el barro. Poco a poco, no
obstante, de manera perceptible y visible, se me fue haciendo más fácil, y unos días
después era capaz de saltar. Podía escalar paredes verticales con la facilidad de una
cabra. Rara vez me hacía daño, y atisbaba la posibilidad de un sutil conocimiento que
no había percibido hasta entonces. Al final, conseguí no dar ningún paso en falso, y
andar con soltura por las rocas.

Es evidente que, para el ciudadano normal, debía de parecer bastante extraño y


extravagante: una joven inglesa bien educada saltando de roca en roca, divirtiéndose de
manera tan irracional: no podía por menos de despertar inmediatas sospechas sobre mi
equilibrio mental. Yo pensaba muy poco en el efecto que mis experimentos podían tener
en los seres humanos que me rodeaban, y al final ganaron ellos.

Después de mi pacto con la montaña —⁠ una vez que pude moverme con soltura por
los parajes más inaccesibles⁠ —, me propuse a mí misma un acuerdo con los animales:
con los caballos, las cabras, las aves. Tuvo lugar a través de la piel, mediante una
especie de lenguaje del «tacto» que se me hace difícil describir, ahora que mis sentidos
han perdido la agudeza de percepción que entonces poseían. El hecho es que era capaz
de acercarme a animales que los demás seres humanos hacían huir precipitadamente.
Durante un paseo con Michel y Catherine, por ejemplo, corrí a reunirme con una
manada de caballos. Estaba yo intercambiando caricias con ellos cuando la llegada de
Catherine y Michel hizo que huyeran corriendo.

Todo esto sucedía en junio y julio, a la vez que los refugiados iban en aumento.
Michel enviaba telegrama tras telegrama a mi padre, en un esfuerzo por conseguir
visados para España. Finalmente, un cura trajo un misterioso y sucísimo trozo de papel,
de parte de no sé qué agente relacionado con los negocios de mi padre, ICI (Imperial
Chemicals), que debía permitirnos proseguir nuestro viaje. Habíamos intentado ya dos
veces cruzar la frontera española; el tercer intento dio resultado gracias al trozo de
papel del cura. Catherine y yo llegamos a La Seu d’Urgell. Por desgracia, Michel no
pudo venir. Luego nos dirigimos las dos, en el Fiat, a Barcelona.

La entrada en España me abrumó por completo: pensé que era mi reino; que su
tierra roja era la sangre seca de la Guerra Civil. Me asfixiaban los muertos, su densa
presencia en ese paisaje lacerado. Me sentía en estado de gran exaltación cuando
entramos en Barcelona esa tarde, convencida de que teníamos que llegar a Madrid lo
más deprisa posible. Así que persuadí a Catherine para que dejase el Fiat en Barcelona;
al día siguiente cogimos el tren para Madrid.

El hecho de tener que hablar una lengua que no conocía fue decisivo: no me
condicionaba la idea preconcebida de las palabras, y podía comprender parcialmente su
moderno significado. Esto me permitió dotar a las frases más corrientes de un sentido
hermético.

En Madrid nos alojamos en el Hotel Internacional, cerca de la estación de ferrocarril,


desde donde nos mudamos al Hotel Roma. En el Internacional cenamos esa primera
noche en la azotea: estar en una azotea respondía para mí a una necesidad imperiosa,
porque allí me sentía en un estado eufórico. En medio de la confusión política y un calor
tórrido, tuve el convencimiento de que Madrid era el estómago del mundo y de que yo
había sido elegida para la empresa de devolver la salud a este órgano digestivo. Creía
que toda la angustia se había acumulado en mí y que se disiparía al final; esto explicaba
para mí la fuerza de mis emociones. Creía que era capaz de sobrellevar esta carga
espantosa y extraer de ella la solución para el mundo. La disentería que más tarde sufrí
no fue otra cosa que la enfermedad de Madrid que tomaba forma en mi aparato
intestinal.

Unos días después, en el Hotel Roma, conocí a un holandés judío, Van Ghent, el cual
mantenía algún tipo de relación con el gobierno nazi, y tenía un hijo trabajando en la
Imperial Chemicals, la compañía inglesa. Me enseñó su pasaporte plagado de
esvásticas. Más que nunca anhelé liberarme de todas las coacciones sociales, para lo
cual regalé mis documentos a una persona desconocida y quise darle a Van Ghent el
pasaporte de Max, pero este no lo aceptó.

Esta escena tuvo lugar en mi habitación: la mirada de este hombre me resultó


dolorosa como si me arrojaran alfileres a los ojos. Cuando rehusó aceptar el pasaporte
de Max, recuerdo que contesté: «Comprendo, debo matarle yo»; o sea, desconectarme
de Max.

No contenta con haberme desembarazado de mis papeles, sentí la necesidad de


deshacerme de todo. Una noche, sentada con Van Ghent en la terraza de un café viendo
pasar madrileños, me di cuenta de que los transeúntes estaban siendo manipulados por
los ojos de él. En ese momento, Van Ghent me hizo notar que ya no llevaba el broche
que me había comprado unos momentos antes como distintivo del dolor de Madrid. Y
añadió a continuación: «Busque en su bolso, y lo encontrará ahí». En efecto, allí estaba el
distintivo. Para mí, esta fue una prueba más del infame poder de Van Ghent. Molesta,
me levanté y entré en el café con la firme intención de repartir cuanto llevaba en el bolso
entre los oficiales que allí había. Ninguno quiso aceptar nada. Creo que toda esta escena
ocurrió en un espacio de tiempo muy breve; sin embargo, de repente, me encontré sola
con un grupo de oficiales requetés. Van Ghent había desaparecido. Se levantaron
algunos de aquellos hombres y me metieron a empujones en un coche. Más tarde estaba
ante una casa de balcones adornados con barandillas de hierro forjado, al estilo español.
Me llevaron a una habitación decorada con elementos chinos, me arrojaron sobre una
cama, y después de arrancarme las ropas me violaron el uno después del otro.

Opuse tal resistencia que finalmente se cansaron y dejaron que me levantara.


Mientras trataba de arreglarme la ropa delante de un espejo, vi a uno de ellos abrir mi
bolso y vaciar su contenido. Esta acción me pareció absolutamente normal, así como la
de acercarse y empaparme la cabeza con un frasco entero de colonia.

Hecho esto, me llevaron a un lugar cercano al Retiro, el gran parque, donde anduve
vagando perdida, con las ropas destrozadas. Finalmente, me encontró un policía que
me devolvió al hotel, desde donde telefoneé a Van Ghent, que estaba durmiendo…
Eran, quizá, las tres de la madrugada. Pensé que mi historia le haría cambiar de actitud
hacia mí, pero se puso furioso, me insultó y colgó. Subí a mi habitación y encontré sobre
mi cama unos camisones de Catherine que la lavandera había dejado allí por
equivocación. Imaginé que Van Ghent, reconociendo mi poder, había querido reparar
su comportamiento y me los había enviado como regalo. Consideré indispensable
probármelos en seguida. Me pasé el resto de la noche tomando baños fríos y
poniéndome los camisones, uno tras otro. Uno de ellos era de seda verde pálido, otro
rosa.

Yo seguía convencida de que era Van Ghent quien tenía hipnotizado Madrid, a sus
hombres y su tráfico; de que había convertido a la gente en zombis y había sembrado la
angustia como caramelos envenenados a fin de esclavizarlos a todos. Una noche,
después de trocear y esparcir por las calles gran cantidad de periódicos, a los que
consideraba un recurso hipnótico del que se valía Van Ghent, me quedé en la puerta del
hotel, horrorizada de ver pasar a la gente por el Prado: parecían de madera. Subí
corriendo a la azotea del hotel y lloré, contemplando la ciudad encadenada a mis pies,
una ciudad que era mi deber liberar. Bajé a la habitación de Catherine y le pedí que me
mirara la cara; le dije: «¿Te das cuenta de que es la imagen exacta del mundo?». Ella se
negó a escucharme y me sacó de su habitación.

Baje al vestíbulo del hotel y, entre la gente, encontré a Van Ghent y a su hijo, que me
acusaron de locura, obscenidad, etcétera; sin duda estaban asustados por mi hazaña de
la tarde con los periódicos. A continuación corrí al parque y estuve jugando allí unos
momentos en la yerba, para asombro de todos los transeúntes. Un oficial de la Falange
me devolvió al hotel, donde me pasé la noche bañándome una y otra vez en agua fría.

Para mí, Van Ghent era mi padre, mi enemigo, y el enemigo de la humanidad; yo era
la única que podía vencerle; necesitaba vencerle para entenderle. Solía darme cigarrillos
—⁠ eran muy escasos en Madrid⁠ —, y una mañana en que me encontraba especialmente
excitada, se me ocurrió que mi estado no se debía solo a causas naturales, y que sus
cigarrillos estaban drogados. La conclusión lógica de esta idea era denunciar el horrible
poder de Van Ghent a las autoridades, y luego proceder a liberar Madrid. Me parecía
que la mejor solución era contribuir a que se estableciese un acuerdo entre España e
Inglaterra. Así que llamé a la embajada británica y fui a visitar al cónsul. Me esforcé en
convencerle de que la Guerra Mundial estaba siendo dirigida hipnóticamente por un
grupo de personas —⁠ Hitler y compañía⁠ — que en España eran representadas por Van
Ghent; que para vencerle bastaba con comprender su poder hipnótico; entonces
detendríamos la guerra y liberaríamos el mundo, que estaba «agarrotado» como yo y el
Fiat de Catherine: que en vez de vagar sin rumbo por los laberintos políticos y
económicos, era esencial creer en nuestra fuerza metafísica y distribuirla entre todos los
seres humanos, que de este modo serían liberados. Este buen ciudadano británico se dio
cuenta en seguida de que estaba loca, y telefoneó a un médico llamado Martínez
Alonso, el cual, una vez informado de mis teorías políticas, coincidió con él.

Ese día se me acabó la libertad. Me encerraron en una habitación de hotel, en el Ritz.


Yo me sentía perfectamente contenta; me lavé la ropa y me confeccioné diversas
prendas de gala con toallas de baño para mi visita a Franco, la primera persona a la que
debía librar de su sonambulismo hipnótico. En cuanto Franco estuviese libre, llegaría a
un entendimiento con Inglaterra, luego Inglaterra con Alemania, etcétera. Entretanto,
Martínez Alonso, totalmente confundido por mi estado, me administraba bromuro a
litros y no paraba de suplicarme que no estuviese desnuda cuando los camareros me
traían la comida. Le tenía aterrado y hecho polvo con mis teorías políticas; y tras un
calvario de quince días, se retiró a una estación balnearia de Portugal, dejándome bajo
los cuidados de un médico amigo suyo, Alberto N.

Alberto era guapo. Me apresuré a seducirle, porque me decía a mí misma: «He aquí
a mi hermano que ha venido a librarme de los padres». Yo no gozaba del amor desde la
marcha de Max y lo necesitaba perentoriamente. Por desgracia, Alberto era un perfecto
imbécil también, y probablemente un sinvergüenza. En verdad, creo que se sintió
atraído hacia mí, tanto más cuanto que estaba al corriente del poder de papá Carrington
y sus millones, representados en Madrid por la ICI. Alberto me sacó de mi encierro, y
disfruté nuevamente de una especie de libertad temporal. Aunque no por mucho
tiempo.

Iba diariamente a ver al director de la ICI en Madrid; este no tardó en cansarse de


mis visitas, sobre todo porque iba a darle lecciones de política y a acusarle, del mismo
modo que a papá Carrington y a Van Ghent, de ser mezquino, muy mezquino, y
bastante innoble; y esto delante de su mujer, de sus doncellas, de los criados del hotel, y
delante de todo el que quería escucharme. Llamó a un tal doctor Pardo y me animó a
ilustrarle en los asuntos del mundo. No tardé en encontrarme encerrada en un sanatorio
lleno de monjas. Esto tampoco duró mucho; las monjas se revelaron incapaces de
dominarme. Era imposible tenerme encerrada; las llaves y las ventanas no eran
obstáculos para mí; vagaba por el edificio buscando el tejado, que yo consideraba mi
morada apropiada.

A los dos o tres días, el director de la ICI me dijo que Pardo y Alberto iban a
llevarme a una playa de San Sebastián, donde sería absolutamente libre. Salí de la
clínica y me metieron en un coche en dirección a Santander… Durante el trayecto, me
administraron tres veces Luminal y una inyección en la espina dorsal: anestesia
sistémica. Y me entregaron como un cadáver al doctor Morales, en Santander.
Martes, 24 de agosto de 1943

Temo caer en la ficción, veraz pero incompleta, por falta de algunos detalles que hoy no
puedo traer a la memoria y que podrían ilustrarnos. Esta mañana me ha venido otra vez
la idea del huevo y he pensado que podría utilizarlo como bola de cristal para ver
Madrid en aquellos días de julio y agosto de 1940; pues ¿por qué no puede encerrar mis
propias experiencias del mismo modo que el pasado y la historia futura del universo? El
huevo es el macrocosmos y el microcosmos, la línea divisoria entre lo Grande y lo
Pequeño que hace imposible ver el todo. Poseer un telescopio sin su otra mitad esencial,
el microscopio, me parece símbolo de la más oscura comprensión. La misión del ojo
derecho es atisbar por el telescopio mientras el izquierdo atisba por el microscopio.

En Madrid, aún no había conocido el sufrimiento «en su esencia»: vagaba por lo


desconocido con el abandono y el valor de la ignorancia. Cuando miraba los carteles de
las calles, veía no solo las cualidades comerciales y beneficiosas de la mercancía
enlatada del señor Tal, sino también respuestas herméticas a mis interrogantes; cuando
leía AMAZON COMPANY O IMPERIAL CHEMICALS leía también QUÍMICA Y
ALQUIMIA: un telegrama secreto dirigido a mí en forma de maquinaria industrial o
agrícola. Cuando el teléfono sonaba o callaba negándose a responderme, era la voz
interior de la gente hipnotizada de Madrid (no utilizo ningún oculto simbolismo aquí:
estoy hablando en sentido literal). Cuando me sentaba a una mesa con otras personas en
la sala del Hotel Roma, oía las vibraciones de los seres con la misma claridad que sus
voces; y percibía en cada vibración particular la actitud de cada cual hacia la vida, su
grado de poder, y su buena o mala disposición hacia mí. Ya no hacía falta traducir
ruidos, contactos físicos y sensaciones a términos racionales o palabras. Comprendía
cada lenguaje en su ámbito particular: ruidos, sensaciones, colores, formas, etcétera; y
cada uno hallaba su exacta correspondencia en mí y me daba una respuesta perfecta. Si
estaba atenta a las vibraciones, de espaldas a la puerta, sabía perfectamente cuándo
Catherine, Michel, Van Ghent o su hijo entraban en el comedor. Si miraba a los ojos,
conocía a los amos, a los esclavos y a los (pocos) hombres libres.

En esos momentos me adoraba a mí misma. Me adoraba a mí misma porque me veía


completa: yo era todas las cosas, y todas las cosas eran en mí; gozaba viendo cómo mis
ojos se convertían en sistemas solares iluminados con luz propia; mis movimientos, en
una danza inmensa y libre en la que todo tenía su reflejo ideal en cada gesto, una danza
límpida y fiel; mis intestinos, que vibraban de acuerdo con la penosa digestión de
Madrid, me satisfacían de igual manera. Por aquel entonces, Madrid cantaba Los ojos
verdes, de un poema de García Lorca, creo. Los ojos verdes habían sido siempre para mí
los de mi hermano, y ahora eran los de Michel, los de Alberto y los de un joven de
Buenos Aires a quien conocí en el tren de Barcelona a Madrid… Ojos verdes, ojos de
mis hermanos que al fin me librarían de mi padre. Dos canciones más me obsesionaban:
El barco velero que iba a llevarme a lo Desconocido, y Bei mir bist du schön, que se cantaba
en todos los idiomas y que, creía yo, me estaba diciendo que pusiera paz en la tierra.

Entonces dejé de menstruar, función que iba a reaparecer solo tres meses más tarde,
en Santander. Estaba transformando mi sangre en energía total —⁠ masculina y
femenina, microcósmica y macrocósmica⁠ — y en un vino que se bebían la luna y el sol.

Retomo ahora mi historia en el momento en que salí de la anestesia (era una fecha
entre el diecinueve y el veinticinco de agosto de 1940). Me desperté en una habitación
minúscula, sin ventanas al exterior; la única ventana que había estaba en la pared de la
derecha, que me separaba de la habitación contigua. En el rincón de la izquierda, frente
a mi cama, había un modesto armario de pino barnizado; a mi derecha, una mesita de
noche del mismo estilo, con tablero de mármol, un cajoncito y, debajo, un espacio vacío
para el orinal; había una silla también; cerca de la mesita de noche se abría una puerta
que, como me enteraría después, daba al cuarto de baño; frente a mí, una puerta de
cristal comunicaba a un corredor y a otra puerta con cristal opaco, que yo observé con
avidez porque era clara y luminosa, e intuí que daba a una habitación inundada de sol.
Retrato del Dr. Morales

Mi primer despertar a la conciencia fue doloroso: me creí víctima de un accidente de


automóvil; el lugar me sugería un hospital, y estaba siendo vigilada por una enfermera
de aspecto repulsivo y que parecía una enorme botella de Lysol. Me sentía dolorida, y
descubrí que tenía las manos y los pies atados con correas de cuero. Después me enteré
de que había entrado en el establecimiento luchando como una tigresa, que la tarde de
mi llegada, don Mariano, el médico director del sanatorio, había intentado convencerme
para que comiera y que yo le había arañado. Me había abofeteado y atado con correas, y
me había obligado a tomar alimento a través de unas cánulas introducidas por las
ventanas de la nariz. No recuerdo nada de eso.

Intenté comprender dónde estaba y por qué me encontraba allí. ¿Era un hospital o
un campo de concentración? Hice preguntas a la enfermera, probablemente
incoherentes; casi todas sus respuestas fueron negativas, en inglés, con un desagradable
acento americano. Más tarde me enteré de que se llamaba Asegurado, que era alemana,
de Hamburgo, y que había vivido mucho tiempo en Nueva York.

No llegué a averiguar cuánto tiempo había estado inconsciente. ¿Días o semanas?


Cuando volví a ser dolorosamente razonable, me dijeron que durante varios días me
había comportado como diversos animales: había saltado a lo alto del armario con la
agilidad de un mono, había arañado, había rugido como un león, había gañido, ladrado,
etcétera.

Sujeta por las correas, dije muy cortésmente a frau Asegurado: «Desáteme, por
favor». Ella dijo con recelo: «¿Va a ser buena?». Me sorprendió tanto su pregunta que
me quedé desconcertada unos momentos, incapaz de articular una respuesta. ¡Yo no
quería otra cosa que ser buena con el mundo entero, y aquí estaba, atada como un
animal salvaje! No podía entenderlo, y no tenía el menor recuerdo de mis accesos de
violencia; todo parecía ser una estúpida injusticia que solo podía explicarme
atribuyéndola a alguna inclinación maquiavélica de mis guardianes.

Pregunté:

—¿Dónde está Alberto?

—Se ha ido.

—¿Se ha ido?

—Sí, a Madrid.

Se ha ido a Madrid… ¡imposible!

—¿Dónde estamos? ¿Muy lejos de Madrid?

—Muy lejos…

Y así sucesivamente. Tenía la sensación de que me iba alejando cada vez más, a
medida que proseguía la conversación, para descubrir finalmente que estaba en algún
país desconocido y hostil. Entonces me dijo que yo había venido aquí para hacer
reposo… ¡Reposo! Por último, a fuerza de suavidad y muy sutiles razonamientos, la
convencí para que me desabrochara las correas; y me vestí, llena de curiosidad por ver
qué había fuera de la habitación. Recorrí el pasillo sin intentar abrir la puerta de los
cristales opacos, y llegué a un pequeño recibidor cuadrado con ventanas fuertemente
encorsetadas con barrotes de hierro. Pensé: «¡Extraño lugar para hacer reposo! Estos
barrotes están aquí para impedirme salir. Me acercaré a esos hierros y los convenceré
para que me devuelvan mi libertad».

Estaba estudiando detenidamente la cuestión, colgada de los barrotes como los


murciélagos, de espaldas a la habitación, y examinando los barrotes desde todos los
ángulos, cuando alguien salto sobre mí. Tras caer milagrosamente de pie, me encontré
cara a cara con un individuo con expresión y aspecto de perro callejero. Más tarde me
enteré de que era un idiota congénito que vivía en el establecimiento del doctor
Morales. Como se trataba de un caso de caridad, hacía de perro guardián de Villa
Covadonga, un pabellón para los locos peligrosos e incurables que llevaba el nombre de
la hija difunta de don Mariano. Comprendí que era totalmente inútil toda discusión con
semejante criatura. Así que decidí al instante aniquilarle. Frau Asegurado observó la
batalla desde la posición ventajosa de un sillón.

Yo era superior a mi adversario en fuerza física, voluntad y estrategia. El idiota huyó


llorando, cubierto de sangre y terriblemente lleno de arañazos. Más tarde me dijeron
que, después de esa batalla, prefería la muerte antes que acercarse a mí.

Tras explicar un millar de veces que yo solo quería ver el jardín, frau Asegurado
accedió finalmente a acompañarme fuera. El jardín era muy verde a pesar de los
penachos azulencos de los altos eucaliptos; delante de Covadonga había un huerto de
manzanos cargados de fruta. Comprendí que había llegado el otoño y, dado que el sol
estaba bajo, no tardaría en hacerse de noche.

Probablemente estaba aún en España. La vegetación era europea, el clima suave, la


arquitectura de Covadonga bastante española. Pero yo no estaba segura de todo esto ni
mucho menos, y viendo después la extraña moralidad y conducta de la gente que me
rodeaba, me sentía aún más en el mar, y acabé creyendo que me hallaba en otro mundo,
en otra época, en otra civilización, quizá en otro planeta que contenía el pasado y el
futuro y, a la vez, el presente.
Mi cuidadora quería que estuviese siempre sentada en una silla como una buena
chica. Yo me negaba porque, sencillamente, tenía que resolver «el problema» lo antes
posible. Si paseaba en una dirección u otra, me seguía. Finalmente me senté en un
cenador, y apareció de repente un joven con guardapolvo azul —⁠ José⁠ — que me miró
con interés. Sentí alivio cuando le oí hablar en español. ¡Así que estaba en España! Le
encontré guapo y atractivo. Él y frau Asegurado me siguieron cuando me dirigí a Villa
Pilar a examinar el pabellón (en el plano puede observar la situación de Villa Pilar,
Radiografías, Covadonga, Amachu y Abajo respectivamente; eso le permitirá
orientarse). Era un edificio de piedra gris con ventanas enrejadas. Para mi total
asombro, alguien, oculto detrás de las rejas, me gritó desde el primer piso: «¡Leonora!
¡Leonora!».
Me quedé estupefacta.

—¿Quién eres?

—¡Alberto!

¡Alberto! ¡Así que estaba allí! Me pregunté qué podría hacer para reunirme con él;
pero el rostro medio oculto que divisé era espantoso y deforme. En realidad, se trataba
de una broma pesada de las enfermeras, ejecutada por un loco llamado Alberto. Sin
embargo, me agradó el incidente, creyendo que había sido seguida por Alberto, que no
me había traicionado, y que era prisionero como yo.

Fui saltando de contento entre los manzanos; otra vez notaba la fuerza, flexibilidad y
belleza de mi cuerpo. No tardó en aparecer por el paseo una enfermera baja, Mercedes,
corriendo a todo correr, y seguida de Moro, un perro negro; más despacio, detrás, venía
un hombre alto y grueso, también vestido de blanco. Reconocí en él un ser poderoso y
me apresuré a ir a su encuentro, diciéndome a mí misma: «Este hombre tiene la solución
del problema». Cuando estuve cerca, me sentí desagradablemente impresionada: vi que
sus ojos eran como los de Van Ghent, solo que más aterradores. Pensé: «¡Cuidado!,
pertenece a la misma banda y está poseído como los demás». Era don Luis Morales, el
hijo de don Mariano.

Aunque me había detenido justo antes de llegar al alcance de sus manos, trató de
agarrarme. Evité que me tocara, aunque seguí cerca. En ese momento apareció José y
me cogió. Yo me defendí honrosamente hasta que otro hombre —⁠ Santos⁠ — se sumó a
la refriega. Don Luis se había sentado cómodamente entre dos raíces de árbol y
disfrutaba del espectáculo mientras los dos hombres, José y Santos, me arrojaban al
suelo. José se sentó sobre mi cabeza y Santos y Asegurado trataron de atarme los brazos
y las piernas, que yo seguía agitando. Armada de una jeringuilla que esgrimía como
una espada, Mercedes me clavó la aguja en el muslo.

Pensé que era un somnífero y decidí no dormirme. Para gran sorpresa mía, no sentí
sueño. Vi que se me hinchaba el muslo alrededor del pinchazo, hasta que la inflamación
se me puso del tamaño de un melón.

Frau Asegurado me dijo que me habían provocado un absceso artificial en el muslo;


el dolor, y la idea de que había sido infectada, me hicieron imposible andar libremente
durante meses. En cuanto dejaron de apretar, me arrojé furiosa contra don Luis. Le hice
sangre con las uñas antes de que José y Santos tuvieran tiempo de separarme. Santos me
asfixiaba con sus dedos.
En Covadonga me arrancaron brutalmente las ropas y me ataron con correas,
desnuda, a la cama. Don Luis entró en mi habitación a mirarme. Yo lloraba
copiosamente, y le pregunté por qué me tenían prisionera y me trataban tan mal. Se
marchó inmediatamente sin contestarme. Luego volvió a aparecer frau Asegurado. Le
hice varias preguntas. Me dijo: «No tiene más remedio que saber quién es don Luis:
viene todas las noches a hablar con usted; usted le contesta de pie encima de la cama,
según su voluntad». Yo no recordaba nada de eso. Me juré a mí misma que, a partir de
ese momento, me mantendría vigilante día y noche, no dormiría y protegería mi
conciencia.

No sé cuánto tiempo permanecí atada y desnuda. Yací varios días y noches sobre
mis propios excrementos, orina y sudor, torturada por los mosquitos, cuyas picaduras
me dejaron un cuerpo horrible: creí que eran los espíritus de todos los españoles
aplastados, que me echaban en cara mi internamiento, mi falta de inteligencia y mi
sumisión. La magnitud de mi remordimiento hacía soportables sus ataques. No me
molestaba demasiado la suciedad.

Durante el día era vigilada por frau Asegurado; de noche, por José o Santos. De vez
en cuando, José me ponía su cigarrillo en la boca para que diese unas chupadas; de vez
en cuando me limpiaba el cuerpo, que lo tenía siempre ardiendo, con una toalla mojada.
Yo le agradecía sus atenciones. Una criada bizca (llamada Piadosa) me traía la comida:
verdura y huevos crudos, que ella me metía en la boca con una cuchara, con mucha
precaución para que no la mordiera. Yo la quería y no habría sido capaz de morderla. Creía
que Piadosa quería decir pies doloridos, y la compadecía por haber tenido que caminar
tanto.

Por la noche, especialmente, estudiaba la situación. Examinaba las correas que me


ataban, los objetos y las personas que me rodeaban, y me observaba a mí misma. Una
inmensa hinchazón me tenía paralizada la pierna izquierda; y sabía que liberando mi
mano izquierda, podría curarme.

Yo tengo siempre las manos frías, y el ardor de mi pierna tenía que bajar con el frío
de mi mano, con lo que desaparecerían el dolor y la inflamación. No sé cómo, pero me
las arreglé para lograrlo más tarde; y el dolor y la inflamación cedieron como yo había
previsto.

Una noche, estando desvelada, tuve un sueño: había un dormitorio enorme como un
escenario de teatro, un techo abovedado pintado de manera que parecía el cielo. Todo
tenía un aspecto muy desvencijado, aunque lujoso. La cama era antigua, con cortinajes y
cupidos pintados o reales, no sé bien, y un jardín muy parecido a aquel por el que había
paseado el día anterior; estaba rodeado de alambre de espino sobre el que mis manos
hacían crecer plantas, plantas que se enroscaban alrededor del alambre y, cubriéndolo,
lo ocultaban de la vista.

Al día siguiente de tener esa visión, vino a hablar conmigo don Luis. Yo pensaba
pedirle que me vendaran el muslo, pero enseguida se me fue de la cabeza. Quería
preguntarle también dónde estaba Alberto, pero se me fue igualmente del pensamiento
y, sin darme cuenta, me vi enzarzada en una discusión sobre política. Mientras hablaba,
descubrí de repente que estaba otra vez en un jardín parecido al que había soñado.
Estábamos sentados en un banco, al sol, y me hallaba limpia y vestida; me sentía
contenta y lúcida, y, entre otras cosas, decía:

—Puedo hacer lo que sea, gracias al Saber.

Él contestó:

—Entonces hágame el médico más grande del mundo.

—Déjeme en libertad, y lo será.

Dije también:

—Fuera de este jardín verde y fértil hay un paisaje árido; a la izquierda, una
montaña en cuya cima se levanta un templo druida. Ese templo, pobre y ruinoso, es mi
templo; fue construido para mí, también pobre y ruinosa; contiene solo un poco de leña
seca; será el lugar donde viviré, y vendré a visitarle a diario; entonces le enseñaré mi
Saber.

Este fue el exacto sentido de mis palabras. Sin embargo, cuando más tarde me
dejaron salir, descubrí que no había tal templo, y que el campo era completamente fértil.

De repente, me volvieron a la conciencia el recuerdo de Alberto y de mi muslo. Al


punto me descubrí desnuda, postrada y sucia en la cama, y vi que don Luis se levantaba
para marcharse.

Después de esta conversación, le envié, por medio de José, un triángulo dibujado en


un papel (me era muy difícil conseguir lápiz, papel y permiso para que me soltaran las
manos para dibujar). Ese triángulo, a mi modo de ver, lo explicaba todo.
Miércoles, 25 de agosto de 1943

Llevo tres días escribiendo, aunque esperaba exponerlo todo en unas horas; me resulta
doloroso porque estoy volviendo a vivir ese periodo, y duermo mal, inquieta y
preocupada por la utilidad de lo que estoy haciendo. Sin embargo debo continuar con
mi historia a fin de salir de mi angustia. Mis mayores, afectados y malévolos, tratan de
asustarme.

Durante el tiempo que estuve atada a mi cama, tuve ocasión de conocer a mis
extraños vecinos; conocimiento que no contribuyó a resolver mi problema, a saber:
¿dónde estaba y por qué estaba allí? Venían a observarme a través del cristal de mi
puerta. A veces entraban a hablarme el Príncipe de Mónaco y de la Pan America, don
Antonio, con su caja de cerillas con un trocito de excremento dentro; don Gonzalo,
perseguido y torturado por el Arzobispo de Santander; el Marqués da Silva, con sus
arañas gigantes —⁠ se estaba secando a causa de su adicción a la heroína (también él
sufría a causa de la misma inyección que me habían puesto a mí, aunque las enfermeras
querían hacer ver que su inflamación se debía a una picadura de araña)⁠ —, el cual
había sido amigo íntimo de Alfonso XIII, y era también amigo de Franco. El Marqués
tenía mucha influencia en el Requeté, el partido carlista; era muy simpático, y
chocheaba.

Al observar cierta extravagancia en esos señores, deduje que estaban bajo el influjo
hipnótico de la banda de Van Ghent, y que este lugar era por consiguiente alguna clase
de prisión para los que amenazaban el poder de dicho grupo; y también que yo, la más
peligrosa de todos, estaba condenada a sufrir una tortura aún más terrible, a fin de
someterme más todavía y reducirme a la misma condición que mis compañeros de
desgracia.

Yo pensaba que los Morales eran amos del Universo, magos poderosos que
utilizaban su autoridad para extender el horror y el terror. Intuía que el mundo estaba
congelado y que me correspondía a mí derrotar a los Morales y a los Van Ghent, a fin de
volverlo a poner en movimiento.

Después de varios días de forzada inmovilidad, observé que mi cerebro aún


funcionaba y que no estaba vencida; creía que el poder de mi cerebro era superior al de
mis enemigos.

Una tarde, mientras era vigilada por José y Mercedes, me sentí de pronto
horriblemente deprimida. Me di cuenta de que estaba siendo poseída por la mente de
don Luis, que su dominio se hinchaba dentro de mí como un gigantesco neumático de
automóvil, y oía su vasto e inmenso deseo de aplastar el Universo. Me sentí penetrada
por todo esto como por un cuerpo extraño. Era un suplicio. Estaba convencida en ese
momento de que don Luis se hallaba ausente (lo que era verdad), y solo concebí una
idea: aprovechar su ausencia para escapar del impuro dominio de su ser. Me había
transmitido su poder convencido de que no podría contenerlo, convencido de que era
mi antípoda, de que ese poder me mataría como la inyección intravenosa de un veneno
virulento. Llorando, suplique a José y a Mercedes que me soltaran y se vinieran
conmigo a Madrid, lejos de este hombre terrible. Me respondieron: «¡Pero no sería
práctico emprender el viaje a Madrid desnuda!». José, sin embargo, me desató y
preparó mi equipaje (una sabana muy sucia y un lápiz), mientras recitaba: «Libertad,
igualdad, fraternidad». Caminé penosamente hasta el vestíbulo seguida de mi exiguo
cortejo. La pierna izquierda me dolía de manera horrorosa.

En ese momento regresó don Luis. Oí su coche… y entró acompañado de dos


hombres, uno de los cuales era probablemente mexicano, del que me vengué más tarde
en Portugal. No recuerdo quién era el otro.

No sé cuánto tiempo estuvimos allí paralizados… Yo pensaba que los tenía


inmovilizados con mi mirada. El mexicano se reía; los otros estaban petrificados. Fue
don Luis, creo, quien finalmente rompió el encanto, al flaquear un segundo mi atención:
José y Mercedes se arrojaron sobre mí y me llevaron a rastras a mi habitación. Siguió
una media hora infernal: yo sujetaba a José y a Mercedes por las manos y no podía
soltarlos: estábamos pegados unos a otros por alguna fuerza irresistible; nadie podía
hablar ni moverse. Con un esfuerzo de voluntad, conseguí despegar mis manos de las
de ellos; entonces empezaron a hablar los dos a una velocidad pavorosa. Cada vez que
yo volvía a cogerles la mano, se hacía inmediatamente el silencio, y nuestras miradas
volvían a quedar fijas unas en otras. Esto duró quizá varias horas. Me parecía el efecto
de una broma infernal por parte de don Luis, cuyo propósito era demostrar que si yo
pretendía fraternizar con José y Mercedes, quedaríamos unidos físicamente como
hermanos siameses, y que de lo contrario su poder volvería a adueñarse de mí para
destruirme.

El día siguiente debió de ser domingo, porque aún oigo el tañer de campanas, en el
exterior, y el repiqueteo de pezuñas de caballos, que despertaba en mí una terrible
nostalgia y un inmenso deseo de huir. Parecía imposible comunicarse con el mundo
exterior; me preguntaba quién querría ayudar a alguien envuelto en una sábana y con
un lápiz a llegar a Madrid.

Había oído hablar de varios pabellones: el más grande era muy lujoso, como un
hotel, con teléfonos y ventanas sin reja; se llamaba Abajo, y la gente vivía en él muy
feliz. Para llegar a aquel paraíso había que recurrir a medios misteriosos que yo creía
que eran la adivinación de la Verdad Total. Me encontraba meditando el modo de
poder llegar allí lo más rápidamente posible, cuando la llegada de Moro, el perro, me
advirtió de la visita de don Luis. La expresión de este era tan distinta de la del día
anterior que me pareció que el mundo giraba al revés; con la noche, se había
desvanecido su habitual dominio de sí; estaba desaliñado, agitado, y se conducía como
un loco. Con ayuda de José y de Santos, quitó todos los muebles de mi habitación salvo
la cama, desde la que yo observaba su extraña actividad. Yo sabía que en el armario que
se llevaban, cerrado con llave, estaban mis ropas y unos pocos objetos de mi propiedad.
Frau Asegurado permanecía impasible a mi lado. Pensé que era día de limpieza general,
anuncio de mi liberación, y me sentí llena de alegría. Pero una vez que hubieron
terminado de vaciar la habitación, me dejaron sin darme la más ligera explicación.

Frau Asegurado me dijo que don Luis se había vuelto loco. Oí gran conmoción
encima de mi habitación, acompañada de gritos e insultos. El perro, Moro, estaba junto
a mi cama inmóvil y miraba hacia el techo. Yo pensé que era Moro el que tenía el poder
en ese momento, que don Luis se había entregado a un acceso de locura furiosa a fin de
tomarse vacaciones de sí mismo. Veía a frau Asegurado como un cable de teléfono que
transmitía la voluntad de don Luis (frau Asegurado era la más inmóvil de las mujeres).

Estaba casualmente desatada ese día, y de vez en cuando trataba de escapar; pero
Asegurado estaba alerta y yo no quería utilizar la violencia contra una mujer para
salvarme.

Todo el día continuó el alboroto de arriba; yo me alegraba en secreto ante la idea de


que don Luis se hubiera vuelto un maníaco furioso. Hacia el final de la tarde cesaron los
ruidos súbitamente, y oí pasos en la escalera. Me apresuré a salir al recibidor, donde
apareció un hombre mayor de baja estatura: era don Antonio, con su caja de cerillas que
aún contenía el deprimente trocito de excremento. Pensé que don Luis se había
introducido solapadamente en el cuerpo del anciano. Don Antonio no era violento
habitualmente, y jamás he logrado explicarme los incesantes alborotos de aquel
domingo.

A la caída de la noche, reapareció don Luis con una mujer: Angelita. Sus ropas de
calle, muy pulcras, me dieron cierta esperanza y la interrogué:

—¿Es usted gitana? —le pregunté.

—Sí.
—¿De dónde viene?

—De Abajo.

—¿Es bonito, Abajo?

—Es precioso. Todo el mundo es feliz allí.

—Lléveme con usted.

—No puedo.

—¿Por qué?

—Porque no está usted lo bastante bien para ir allí.

A continuación don Luis me llevó al solario, que en ese momento estaba oscuro. Era
la primera vez que entraba en esa habitación. Me puse a hablar de mis visiones como si
él las hubiese vivido conmigo. Entonces se marchó súbitamente; yo quise seguirle a
Abajo con la gitana, pero me lo impidió frau Asegurado, y José reapareció para atarme.

Más tarde, Piadosa me preparó un baño. Esa tarde me bañaron por primera vez y
me limpiaron la cama. Yo me dije: «Están preparándome para mi entrada triunfal en
Abajo». Creí que me estaban purificando para unirme con Alberto; creía que habían
arreglado el palacio para recibirme; creía que esto era el alba de la libertad. Una vez
sola, limpia en mi cama y atada como de costumbre, se iluminó la ventanita de la
izquierda con tan maravillosa luz naranja que presentí una deliciosa presencia cerca de
mí. Fui feliz. Más tarde José me trajo su cigarrillo.

Una nueva época empezó con el día más negro y terrible de mi vida. ¿Cómo puedo
hablar ahora de esto, cuando me da miedo solo pensarlo? Siento una angustia terrible,
aunque no puedo seguir viviendo sola con ese recuerdo… Sé que una vez lo haya
escrito me liberaré. Pero ¿podré expresar con meras palabras el horror de aquel día?

A la mañana siguiente, entró un desconocido en mi habitación. Llevaba en la mano


un maletín de médico, de piel negra. Me dijo que había venido a sacarme sangre para
un análisis y que debía ayudarle don Luis. Yo le contesté que estaba dispuesta a recibir
a uno, pero solo a uno cada vez; que había observado que la presencia de más de una
persona en mi habitación me traía desgracia; que, además, iba a marcharme a Abajo y
que no consentiría que me pusieran ninguna inyección bajo ningún pretexto. La
discusión duró bastante. Acabé insultándole, y se marchó. Luego entró don Luis, y le
anuncié mi marcha. Suave e insinuante, empezó a hablar de la extracción de sangre. Yo
hablé largo y tendido de mi mudanza, de Alberto, y de otras cosas que no recuerdo.
Hablamos en perfecta armonía: él me tenía cogida la mano izquierda. De repente,
entraron José, Santos, Mercedes, Asegurado y Piadosa en mi habitación. Cada uno
agarró una parte de mi cuerpo y vi el centro de todos los ojos fijos en mí con una mirada
espantosa. Los ojos de don Luis me arrancaban el cerebro, y me fui hundiendo en un
pozo… muy lejos… El fondo de ese pozo era la detención de mi mente, por toda la
eternidad, en la esencia de la angustia absoluta.

Con una convulsión de mi centro vital, salí a la superficie con tal rapidez que sentí
vértigo. Vi otra vez los ojos espantosos y fijos, y aullé: «¡No quiero… no quiero esa
fuerza impura! Me gustaría liberaros; pero no puedo hacerlo, porque esta fuerza
astronómica me destruirá si no os aplasto a todos… a todos… a todos. Debo destruiros
junto con el mundo, porque está aumentando… aumentando; y el universo no es lo
bastante grande para tal necesidad de destrucción. Estoy creciendo. Estoy creciendo… y
tengo miedo, porque nada escapará a la destrucción».

Y nuevamente me hundí en el pánico como si hubiese sido escuchada mi plegaria.


¿Tiene usted idea de cómo es el Gran Mal epiléptico? Pues una cosa así provoca el
Cardiazol.

Más tarde supe que mi estado había durado diez minutos; estaba convulsa,
lastimosamente horrenda; gesticulaba, y mis muecas las repetían todas las partes de mi
cuerpo.

Cuando volví en mí yacía desnuda en el suelo. Grité a frau Asegurado que me trajera
limones, y me los comí con corteza y todo. Solo ella y José estaban conmigo ahora. Me
arrojé a la bañera y el agua saltó sobre mí, sobre ellos dos y sobre todo lo que había a mi
alrededor. Luego volví a la cama y saboreé la desesperación.

Me confesé a mí misma que un ser lo bastante poderoso como para infligir tal
tortura tenía que ser más fuerte que yo; admití la derrota, mía y del mundo que me
rodeaba, sin esperanza de liberación. Estaba dominada, dispuesta a convertirme en
esclava del primero que llegara, dispuesta a morir; me importaba todo muy poco.
Cuando, más tarde, vino a verme don Luis, le dije que era el ser más débil del mundo,
que yo podía satisfacer sus deseos cualesquiera que fuesen, y que lamía sus zapatos.
Debí de dormir unas veinticuatro horas. Me desperté por la mañana; un viejecito
vestido de negro me estaba observando; supe que era el amo porque las pupilas de sus
ojos claros, como puntas de alfiler, se parecían a las de Van Ghent y a las de don Luis.
Era don Mariano Morales. Me habló en francés, muy cortésmente, algo a lo que ya no
estaba acostumbrada.

—Así que ¿se siente mejor, mademoiselle?… Ya no veo ante mí una tigresa, sino una
dama.

Parecía conocerme; y le estaba expresando mi sorpresa cuando entró don Luis en la


habitación y dijo: «Este es mi padre».

Don Mariano ordenó que me desataran y me llevasen al solario de Covadonga.


Podían hacer lo que quisieran conmigo: me mostré obediente como un buey.

El solario era una habitación amplia; uno de sus lados era de cristal opaco que
difundía una luz cegadora. Empapándome beatíficamente en ese sol amortiguado, sentí
como si hubiese dejado detrás el aspecto sórdido y doloroso de la Materia y entrase en
un mundo que podía ser la expresión matemática de la Vida. La habitación estaba
amueblada con unas cuantas sillas, una litera de cuero y un pequeño escritorio de
madera de pino. El suelo estaba enlosado con baldosas azul y blanco. Estuve tendida
varias horas a la luz, limitándome a seguir el curso del sol a través de los cristales. Tomé
mi comida con docilidad y renuncié a resistirme.
Jueves, 26 de agosto de 1943

Fue, estoy casi segura, la noche antes de que me inyectaran Cardiazol, cuando tuve la
siguiente visión:

El lugar parecía el Bois de Boulogne; yo estaba en lo alto de una pequeña loma


rodeada de árboles; a cierta distancia, debajo de mí, en el camino, había una valla como
las que había visto a menudo en la feria caballar; a mi lado había dos grandes caballos
atados el uno al otro; yo esperaba impaciente a que saltaran la valla. Tras largas
vacilaciones, saltaron y bajaron la ladera al galope. De repente, se separó de ellos un
pequeño caballo blanco; desaparecieron los dos caballos grandes, y no quedó nada en el
sendero salvo el potro, que cayó rodando hasta abajo, donde permaneció tendido de
espaldas, moribundo. El potro blanco era yo.

A la terrible caída que me provocó el Cardiazol siguieron varios días de silencio.


Hacia las ocho de la mañana, oí lejos la sirena de una fábrica, y supe que era la señal de
Morales y Van Ghent para llamar a los zombis y también para despertarme a mí; a mí, a
quien se había confiado la misión de liberar el día. Entonces entró Piadosa con una
bandeja en la que traía un vaso de leche, unas cuantas galletas y fruta. Para tomarme
este alimento, seguiría un ritual especial:

Primero, tenía que beberme la leche de una vez, sentada muy derecha en la cama.

Segundo, me comería las galletas medio recostada.

Tercero, me tragaría la fruta tumbada.

Cuarto, haría una breve visita al cuarto de baño, donde comprobaría que la comida
me pasaba sin digerir.

Quinto, de vuelta a la cama, volvería a sentarme muy derecha, y examinaría los


restos de la fruta, la piel y los huesos, y los ordenaría en forma de dibujos que
representasen otras tantas soluciones a los problemas cósmicos. Pensaba que don Luis y
su padre, al ver los problemas resueltos en mi plato, me dejarían ir a Abajo, al paraíso.

Entró frau Asegurado para mi baño, y luego me llevó al solario. Aquí me libré de
todos mis objetos familiares que, por pertenecer al pasado tumultuoso y emocional,
habrían ensombrecido mi labor. Aquí estaba sola y desnuda, con mi sábana y el sol: la
sábana unida a mi cuerpo en una danza. Aquí, en el solario, me daba cuenta de que
manejaba el firmamento. Había descubierto que era esencial para resolver el problema
de mi Yo con relación al sol.
Creía que estaba siendo sometida a torturas purificadoras, a fin de poder alcanzar el
Saber absoluto, momento a partir del cual podría vivir en Abajo. Ese pabellón era para
mí la Tierra, el Mundo Real, el Paraíso, el Edén, Jerusalén. Don Luis y don Mariano eran
Dios y Su Hijo. Pensaba que eran judíos; pensaba que yo, una celta y aria sajona,
soportaba estos sufrimientos para vengar a los judíos por las persecuciones a que
estaban sometidos. Más tarde, alcanzada la plena lucidez, iría a Abajo en calidad de
tercera persona de la Trinidad. Creía que, por acción del sol, era andrógina, la Luna, el
Espíritu Santo, una gitana, una acróbata, Leonora Carrington, y mujer. También estaba
destinada a ser, más adelante, Isabel de Inglaterra. Era yo quien revelaba religiones y
llevaba sobre los hombros la libertad y los pecados de la tierra transformados en Saber,
la unión del Hombre y la Mujer con Dios y el Cosmos, todos iguales entre sí. Ya no me
parecía que la hinchazón de mi muslo izquierdo formara parte de mi cuerpo: se había
convertido en un sol en el lado izquierdo de la luna; todas mis danzas y giros en el
solario tenían ese bulto como eje. Ya no dolía, porque lo sentía integrado en el Sol. Mis
manos, Eva (la izquierda) y Adán (la derecha), se comprendían, y por ese medio se
decuplicaba su habilidad.

Con unos pocos trozos de papel y un lápiz que José me había dado, hice cálculos y
deduje que el padre era el planeta Cosmos, representado por el signo del planeta
Saturno. El hijo era el Sol y yo la Luna, elemento esencial de la Trinidad, con un
conocimiento microscópico de la tierra con sus plantas y sus criaturas. Yo sabía que
Cristo había muerto y había desaparecido, y que yo tenía que ocupar Su sitio; porque la
Trinidad, sin una mujer y un conocimiento microscópico, se había secado y estaba
incompleta. Cristo era reemplazado por el Sol. Yo era Cristo sobre la tierra en la persona
del Espíritu Santo.

Unos tres días después de mi segunda inyección de Cardiazol me devolvieron los


objetos que me habían sido confiscados al ingresar en el sanatorio, junto con algunos
otros. Comprendí que tenía que ponerme a trabajar con la ayuda de estos objetos,
combinando sistemas solares para regular la conducta del Mundo. Tenía unas cuantas
monedas francesas que representaban la caída de los hombres a causa de su pasión por
el dinero; aquellas monedas debían formar parte del sistema planetario como unidades
y no como elementos particulares; de unirse a los demás objetos, la riqueza no generaría
ya desgracia. Mi lápiz recargable rojo y negro (sin mina) era la Inteligencia. Tenía dos
frascos de agua de colonia: el aplastado eran los judíos; el otro, cilíndrico, los no-judíos.
Una cajita de polvos Tabú con tapa, mitad gris y mitad negra, representaba el eclipse, lo
complejo, la vanidad, lo tabú, el amor. Dos botes de crema facial: el de tapa negra era la
noche, el lado izquierdo, la luna, la mujer, la destrucción; el otro, de tapa verde, era el
hombre, el hermano, los ojos verdes, el Sol, la construcción. Mi pulidor de uñas, en
forma de barca, evocaba para mí un viaje a lo Desconocido, y era también el talismán
protector de ese viaje: la canción El barco velero. Mi espejito debía vencer al Todo. En
cuanto a la barra de labios Tangee, tengo muy vago recuerdo de lo que significaba;
probablemente era el encuentro del color con la palabra, la pintura con la literatura: el
Arte.

Feliz con mi descubrimiento, agrupé estos objetos unos alrededor de otros, vagaron
juntos en el curso celeste, ayudándose unos a otros y formando un ritmo completo. Di
una vida alquímica a los objetos según su posición y su contenido. (La crema facial de
noche, en el tarro de tapa negra, contenía limón, que era un antídoto contra el trance
provocado por el Cardiazol).

Lúcida y contenta, esperé impaciente la llegada de don Luis. Me dije a mí misma:


«He resuelto los problemas que él me había planteado. Sin duda me llevarán a Abajo».
Así que me horroricé cuando, lejos de apreciar mi trabajo, me puso una segunda
inyección de Cardiazol.

En vista de eso, organicé mi propia defensa. Sabía que cerrando los ojos podía evitar
la llegada del más insoportable de los sufrimientos: la mirada de los demás. Por tanto,
los iba a mantener cerrados durante mucho, muchísimo tiempo seguido. Así expiaría mi
exilio del resto del mundo; ese era el signo de mi huida de Covadonga (que para mí era
Egipto) y mi regreso a Abajo (Jerusalén), adonde estaba destinada a llevar el Saber;
había pasado demasiado tiempo soportando la soledad de mi propio saber.

El mantener los ojos cerrados me permitió soportar menos dolorosamente la


segunda prueba de Cardiazol; y me levanté muy deprisa y dije a frau Asegurado:
«Vístame; tengo que ir a Jerusalén a contarles lo que he aprendido». Me vistió y salí al
jardín sin encontrar obstáculo alguno, con frau Asegurado detrás. Seguí por el paseo,
entre los árboles, dejando los manzanos y «Villa Pilar» a la derecha. A medida que
avanzaba, se iba volviendo todo más rico y hermoso a mi alrededor. No me paré hasta
llegar a la puerta de «Abajo». Una anciana, doña Vicenta, hermana de don Mariano,
salió de la casa con un vaso de agua y un limón, y me los dio. Me bebí el agua y me
guardé el limón como talismán con el que llevar a cabo mi peligrosa misión. Llegué al
pie de la escalera de mi Paraíso con una angustia espantosa, una angustia comparable
en todo a la que había experimentado frente a la montaña, en Andorra. Pero, como en
Andorra, nuevamente encontré fuerzas para luchar contra los poderes invisibles que
pugnaban por detenerme, y triunfé.

Tenía tres pisos: en cada uno había una puerta abierta. Pude asomarme a las
habitaciones, mirar las mesitas de noche: otros tantos sistemas solares, tan perfectos y
completos como el mío. «¡Jerusalén lo sabía ya!». Habían penetrado el misterio a la vez
que yo. En el tercer piso descubrí una puertecita ojival; estaba cerrada. Yo sabía que, si
la abría, estaría en el centro del mundo. La abrí y vi una escalera de caracol; subí y me
encontré en una torre, en una habitación circular iluminada por cinco ventanas
redondas: una roja, otra verde (la Tierra con sus plantas), otra traslúcida (la Tierra con
sus hombres), otra amarilla (el Sol), y otra malva (la Luna, la noche, el futuro). Una
columna de madera que servía de eje a este extraño lugar salía del techo, cruzaba el
centro de una mesa pentagonal, dispuesta con un mantelito rojo, roto y cubierto de
polvo. Consideré el gran desorden que había encima de esta mesa como la obra de Dios
y su Hijo: desorden en los diversos objetos que había; desorden en los engranajes de la
maquinaria humana que, inmovilizada, tenía al mundo sumido en la angustia, en la
guerra, en la indigencia, en la ignorancia.

Aún puedo ver aquellos objetos con toda claridad: dos tacos de madera recortados
en forma de ojo de cerradura alargado; una cajita rosa que contenía polvo de oro; varios
platillos de laboratorio de cristal grueso, unos en forma de creciente, otros de media
luna y los demás completamente redondos (creo recordar que los había triangulares),
una lata ovalada con una etiqueta con el nombre de Franco pegada y que contenía un
poco de excremento; finalmente, un disco de metal y una medalla de Jesucristo. De la
pared, formando triángulo en esta habitación circular, colgaban tres depósitos
rectangulares de un metal que fui incapaz de identificar; estaban muy sucios por fuera,
y por dentro tenían una espesa capa de pintura. El primero era malva; otro era rosa. No
recuerdo el color del tercero. Cada uno tenía a un lado un agujero por el que salía el
mango de un cucharón.

Empecé por poner el disco junto a la columna y coloqué encima los dos tacos de
madera (el masculino y el femenino). Luego derramé el polvo de oro sobre ellos,
cubriendo el mundo de riqueza. A continuación puse los platillos dentro de los
depósitos, y la medalla de Jesucristo y la cajita de Franco me las metí en el bolsillo. Abrí
todas las ventanas —⁠ como habría abierto las de la Conciencia⁠ — menos una, la de la
Luna, dado que el «ciclo de la luna», mi periodo menstrual, había cesado.

Concluida la Obra, bajé y regresé a Egipto.


Viernes, 27 de agosto de 1943

Camino de Covadonga, seguida por frau Asegurado, me encontré con don Mariano:
Dios Padre, vestido como siempre con su bata negra, cubierta, a la altura del estómago,
por una costra de comida antigua y seca a causa del tiempo. Vigilaba a un niño muy
pobre que recogía hojas secas llorando. Pregunté qué había hecho el niño. Don Mariano
contestó: «Ha robado una manzana de mi huerto».

Ofendida, le grité: «¡Con la de manzanas que tiene usted! Con esa moral, no me
extraña que el mundo se encuentre “agarrotado” y no sea feliz. Pero acabo de romper
su malvado sortilegio de la torre, y ahora el mundo se librará de su angustia».

Pasó corriendo el nieto del Marqués da Silva, y Dios Padre, tranquilizado ante la
presencia de un niño tan «educado», le sonrió con amabilidad.

Regresé a Egipto bastante indignada con la Sagrada Familia… Desde la ventana del
cuarto de baño, contemplé largo rato el paisaje triste y verde: los campos llanos se
extendían hasta el man cerca de la costa, un cementerio: lo Desconocido y la Muerte.

Me enteré por Asegurado de que en ese cementerio estaba enterrada Covadonga (la
hija de don Mariano). Frau Asegurado me hablaba a menudo de Covadonga, rodeando
su muerte de misterio. Yo pensaba que la había matado don Luis, torturándola para
hacerla más perfecta, como me había torturado a mí. Creía que don Luis buscaba en mí
otra hermana que, más fuerte que Covadonga, resistiera sus pruebas y alcanzara la Cima
con él. Para lo cual confiaba yo no en mi fuerza, sino en mi habilidad. Estaba
convencida de que un poder misterioso me había hipnotizado en Saint-Martin-
d’Ardèche y me había llevado a Santander.

Un día, don Luis intentó hacerme dibujar un plano de ese viaje. Fui incapaz de
complacerle. Me cogió el lápiz de la mano y empezó a trazar el itinerario. En el centro
puso una M para representar Madrid. En ese instante tuve mi primer destello de
lucidez: la M se refería a «Mí» y no al mundo; este asunto me incumbía a mí nada más,
y si podía hacer el viaje otra vez, en el momento de llegar a Madrid alcanzaría el
dominio sobre mí misma y restablecería la comunicación entre mi mente y mi yo.

Poco después de mi visita a Abajo, don Luis decidió instalarme en Amachu; se


trataba de un pabellón situado fuera de la tapia del jardín; estaría sola con mis criados.
¿Por qué me encontraba yo «agarrotada» otra vez, y presa de gran angustia? ¿Por qué
imaginaba que había sido considerada indigna de vivir en el Jardín del Edén? Al fin y al
cabo, estaba dejando atrás los sufrimientos soportados en Egipto, en Covadonga.
El nombre de mi nueva casa, Amachu, y el hecho de que fuera un edificio de
madera, me hizo pensar en China: a medio camino entre Covadonga (Egipto) y Abajo
(Jerusalén). Seguía teniendo conmigo a Piadosa, a José y a frau Asegurado; y don Luis
me había dicho que no consideraba necesario ponerme más Cardiazol. Y había añadido:
«Esta casa será suya, su hogar, y será responsable de ella». Yo, sin embargo, di a la
palabra hogar un significado más amplio, un significado cósmico, representado por el
número seis.

A pesar de la confianza que don Luis había puesto en mí, a pesar del aspecto vulgar
del pequeño bungalow, que no despertaba el menor recelo en mi mente, al entrar en el
corredor que separaba las distintas habitaciones tuve la sensación de que acababa de
caer en un laberinto: igual que una rata. Las puertas parecía como si las hubiesen
recortado de la pared y formaran parte de ella, de manera que se volvían casi invisibles
al cerrarse. Así que aquí estaba yo, enfrentada a un rompecabezas chino que debía
resolver con el saber adquirido en Egipto.

Un día don Luis me anunció la visita de Nanny, la niñera que había estado conmigo
hasta que cumplí los veinte años.

Llegó muy excitada, tras un viaje terrible de quince días en una cabina angosta de un
barco de guerra. No esperaba encontrarme en un manicomio; creía que iba a ver a la
niña sana que había dejado hacía cuatro años. La recibí con frialdad y desconfianza: me
la enviaban mis padres hostiles, y yo sabía que pretendía llevarme con ellos.
Desconcertada por mi actitud, Nanny se puso nerviosa. Frau Asegurado consideró su
llegada un acontecimiento lamentable, aunque no peligroso para mí. Nanny se sintió
mortificada y terriblemente celosa por que otra mujer hubiera ocupado su puesto a mi
lado. Para mí, sus celos se convirtieron en un problema cósmico, en una empresa casi
imposible que yo debía resolver en mi Hogar, en Amachu. Cuando salía al gran jardín
con frau Asegurado, encargaba a Nanny alguna tarea para retenerla dentro. Esto
sucedía todas las mañanas, a las once, de acuerdo con el ritual.

Me dispuse a cruzar las puertas del Paraíso; desde el umbral, dominamos la


propiedad entera y el valle; mi gozo era tan completo que no pude por menos de
detenerme unos minutos para volver mis ojos extasiados hacia una mancha de
verdísima yerba, donde un niño provisto de una vara vigilaba unas vacas. Luego
seguimos el ancho paseo que conducía a Abajo; pasamos por un cenador, en el que me
senté; a mi alrededor se extendía el Jardín del Edén; a mi izquierda tenía el garaje de
don Luis, donde siempre esperaba verle llegar. Me quede allí, vigilante y callada, y dejé
que frau Asegurado entrara en Abajo. Unos momentos después salió cargada con una
bandeja en la que traía un vaso de leche, galletas, miel, y un cigarrillo de tabaco rubio:
alimento de los dioses que yo saboreé con éxtasis. Estaba empezando a engordar. Luego
entré en mi adorado Abajo: crucé directamente el recibidor y entré en la biblioteca: una
habitación rectangular amueblada con una mesa de escritorio y una pequeña estantería.
La biblioteca daba a otras dos piezas; un día en que la puerta de la izquierda había
quedado entornada, reconocí la habitación contigua por una visión que había tenido en
Covadonga: una habitación de techo abovedado, pintada de modo que representaba el
cielo. Inmediatamente la llamé mi habitación: la habitación de la Luna. La otra, la de la
derecha, era la habitación del Sol, mi lado andrógino. Me senté ante la mesa después de
elegir un libro de Unamuno en el que había escrito: «Gracias a Dios, tenemos pluma y
tintero». En ese momento, Angelita, la gitana (en realidad era una enfermera), que vivía
en Abajo, me trajo pluma y papel. Tracé un horóscopo del día y se lo di para que se lo
entregara a don Luis.

La biblioteca asomaba a una terraza, donde descansé un momento. Allí, sentada


sobre el comedor de los Morales, me dejé absorber por la atmósfera de Abajo. Luego
bajé la escalera de la izquierda que conducía a la parte de atrás del jardín; en una
elevación había un cenador deteriorado; frau Asegurado me trajo una silla y me senté
allí, a contemplar el valle por encima de la verja de hierro: luego me puse a trabajar con
las tres cifras que me obsesionaban constantemente: el 6, el 8 y el 20. Tras largos
cálculos, obtuve la cifra de 1600, que me recordó a la reina Isabel… En aquel entonces
pensaba yo que era su reencarnación. Luego bajé de mi cenador y di la vuelta a la
elevación, detrás de la cual había una especie de cueva, practicada para dejar en ella las
herramientas del jardín. Allí amontonaban las hojas secas; y en mi mente, el montón
adoptó la forma de una tumba, que se convirtió para mí en la de Covadonga y mía.

Un día, yendo por el sendero de la parte de atrás del huerto, topé con don Luis y le
pregunté si quería venir conmigo a China. Me contesto: «Sí pero no tiene que decírselo a
nadie: habla usted demasiado. Aprenda a guardarse para sí las cosas que le ocupan el
pensamiento» (esta fue la señal para mi primera inhibición, mi entrada en el
hermetismo). A continuación me dio un bastón al que llamó mi Bastón de la Filosofía.
Se convirtió en compañero de todos mis paseos… Luego entré en el huerto, entre los
manzanos, y regresé a Amachu a la hora de comer.

Por la tarde fui a visitar al Príncipe de Mónaco, que estaba en Villa Pilar;
escuchamos juntos Radio Andorra. Estuve sentada allí la mar de feliz mientras el
Príncipe escribía a máquina interminables cartas diplomáticas a una velocidad frenética.
Cada vez que se detenía, intercambiábamos ideas con la mayor seriedad. Su habitación
estaba tapizada de mapas; el que a mí me interesaba especialmente era uno de Francia y
el norte de España, en el que estaba trazado mi viaje con lápiz rojo. Creía que el Príncipe
me estaba ilustrando sobre mi propio viaje.
A media noche vino a visitarme don Luis: su presencia en mi habitación a esa hora
me hizo desearle. Me habló suavemente, y yo pensé que venía a interrogarme sobre mis
ideas delirantes. Sin esperar a sus preguntas, le dije: «No tengo ideas delirantes. Estoy
jugando. ¿Cuándo dejará usted de jugar conmigo?». Se quedó mirándome con asombro,
al encontrarme lúcida, y se echó a reír. Le dije: «¿Quién soy yo?»; aunque lo que estaba
pensando era: «¿Quién soy yo para usted?».

Se marchó sin contestar, completamente desarmado.

En un momento de lucidez, me di cuenta de lo necesario que era sacarme de dentro


todos los personajes que habitaban en mí. Pero la única determinación que me perduró
fue la de expulsar a la reina Isabel: para mí, era el personaje más desagradable de todos.
Se me ocurrió la idea de construir su efigie en mi habitación: una mesa de tres patas
representaba sus piernas; como cuerpo, coloqué una silla encima de la mesa; y, sobre la
silla, una licorera hizo de cabeza. En la licorera puse dalias amarillas y rosas rojas: la
conciencia de Isabel; luego la vestí con mis propias ropas y puse en el suelo, junto a las
patas de la mesa, unos zapatos de frau Asegurado.

Había construido esta efigie con objeto de que pudiera dejarme. Tenía que librarme
de todo lo que la enfermedad me había traído, arrojar fuera estas personalidades, e
iniciar así mi liberación.

Feliz por mi éxito, me dirigía a Abajo atravesando el jardín cuando reparé en un


enorme penacho de juncos que habían crecido en el hoyo de una antigua granada;
espontáneamente, llamé a ese lugar África, y me puse a recoger ramas y hojas con las
que me cubrí completamente. Regresé a Amachu en estado de gran excitación sexual.
Me pareció natural encontrar a don Luis en mi habitación, dedicado a examinar la efigie
de Isabel. Me senté a su lado y él me acarició la cara e introdujo los dedos en mi boca.
Esto me produjo verdadero placer. Luego cogió mi cuaderno y escribió en una página:
«O corte, o cortijo» (O perteneces a la corte, o al corral). Desde entonces empecé a
desearle de manera terrible, y a escribirle a diario.

Un día, a la hora de comer, un olor nauseabundo invadió mi habitación: estaban


esparciendo estiércol en el campo vecino. No comprendía cómo Dios Padre consentía
que me envenenaran así la comida. Indignada, me levanté de la mesa y, seguida de frau
Asegurado, fui a buscar a don Mariano a su propio comedor. Don Luis se volvió a mi
enfermera y le habló en alemán. Irritada porque no comprendía lo que decía, y celosa
porque hablaba con ella y no conmigo, me senté entre los dos. Noté con toda claridad
que me atravesaba una corriente eléctrica que iba del uno al otro. Para cerciorarme, me
levanté, me aparté de ellos y sentí inmediatamente que la corriente había abandonado
mi cuerpo. Comprendí que esta corriente era el fluido del miedo que me tenían.

Don Mariano me dio permiso para mudarme, y así es como fui admitida en Abajo.
Asustada ante la idea de vivir en el jardín grande, donde le daba miedo encontrarse con
locos, Nanny trató de quitarme la idea de instalarme en Abajo. Era, dijo, un lugar malo
y peligroso. Insistí tanto que acabo cediendo.

Por fin llegué a la habitación de techo abovedado que había conocido en una visión,
al principio de mi enfermedad. La estancia era tal como yo la había visto, aunque más
pequeña, y el techo pintado en realidad era plano, no abovedado; entré sin emoción,
casi con una sensación de desencanto. Estaba examinando minuciosamente las
ventanas, porque quería asegurarme de que no habían instalado micrófonos en ellas,
cuando entró una gran libélula y se posó en mi mano, y se me agarraron sus patas a la
piel. Le temblaban las alas y se sujetaba a mí como si no quisiera separarse nunca. Pasé
varios minutos mirándola así, sujeta a mi mano sin moverse, hasta que cayó muerta a
las baldosas del suelo…

Esa noche, cuando entré en el comedor circular de Abajo a la hora de la cena, me


dijeron que podía elegir mesa; comprendí que debía encontrar un sitio en el círculo, y
me senté cuarenta y cinco grados a la izquierda de la puerta, en lo que me pareció el
sitio donde mejor podía interceptar todas las corrientes interesantes de la habitación.

Unos días más tarde, don Luis me propuso mi primer paseo: salimos en automóvil a
hacer unas visitas. Fuimos a ver a una joven embarazada a la que tenía que ponerle una
inyección (creí que era una inyección de Cardiazol, y que la criatura que llevaba en el
vientre era yo). La joven me dio un paquete de cigarrillos, y me dejaron sola en una
habitación oscura. Corrí a la estantería de libros y encontré una Biblia que abrí al azar.
Tropecé con el pasaje en que el Espíritu Santo desciende sobre los apóstoles y les
infunde el poder de hablar todas las lenguas. Yo era el Espíritu Santo y creía que estaba
en el limbo, o sea, en mi habitación, donde la Luna y el Sol se juntaban al amanecer y al
crepúsculo. Cuando entró don Luis, acompañado de la joven, esta me habló en alemán
y yo la entendí, aunque no conozco el idioma. Me regaló la Biblia, que yo apreté bajo mi
brazo, ansiosa por regresar y recuperar mi Bastón de la Filosofía que don Luis no me
había dejado llevar.

Cuando entré en la biblioteca de mi pabellón, encontré a Nanny armada con el


bastón. Lo necesitaba, dijo, para defenderse de los locos internos. ¿Cómo se le ocurría
dar semejante uso a mi querido compañero, a mi más seguro medio de Saber? En aquel
momento la odié.
Mi segundo paseo fue en coche de caballos. Don Luis me llevó a la funeraria de
Santander, donde me alquiló un coche tirado por un pequeño caballo negro. Junto a mí
se sentó un niño, para hacerme compañía. Conduje el caballo muy deprisa, hasta
alcanzar lo que me pareció una velocidad de vértigo, mientras el niño, excitado, gritaba:
«¡Más, más deprisa!». En una ancha avenida, topamos con una compañía de soldados
que cantaba: Ay, ay, ay, ay, no te mires en el río. Volví convencida de que había cumplido
un acto de la mayor importancia.

Una mañana, don Luis me aconsejo que empezara a leer. Dio a frau Asegurado una
lista de libros y le dijo que me llevara a una librería. Me sentí tranquila y contentísima
ante la cantidad de libros, entre los que esperaba que me dejasen elegir libremente. Pero
noté que mi mano iba en dirección contraria a la que yo pretendía, y cogía libros que yo
no deseaba en absoluto leer. En ese momento me di cuenta de que tenía a frau
Asegurado de pie detrás de mí; me pareció que era como una aspiradora. Cada vez que
cogía un libro de los estantes, me preocupaba de consultar la lista, esperando que su
título no figurara en ella; pero, invariablemente, allí estaba. Le pedí que dejara en paz
mi cerebro, reivindiqué la libertad de mi mente. Volví a casa furiosa. Frau Asegurado se
mantuvo impasible, inconmovible, como apartada de la escena. Tan pronto como
llegué, apareció don Luis por mi habitación. Le dije a gritos: «¡No admito su fuerza, el
poder de ninguno de ustedes, sobre mí. Quiero ser libre para obrar y pensar; odio y
rechazo sus fuerzas hipnóticas!». Me cogió del brazo y me llevo a un pabellón que no se
utilizaba.

—Aquí soy yo el amo.

—Yo no soy ninguna propiedad de su casa. También tengo mis pensamientos


personales y mi valor particular. No le pertenezco a usted.

Y de repente, me eché a llorar. Me cogió del brazo, entonces, y comprendí con horror
que iba a administrarme una tercera dosis de Cardiazol. Le prometí todo lo que estaba a
mi alcance conceder si desistía de ponerme la inyección. Por el camino, cogí un pequeño
fruto de eucalipto creyendo que me ayudaría. Me llevó, vencida, al pabellón de las
radiografías. Me resigné a ocupar el lugar de su hermana, a soportar la última prueba:
la que le devolvería a Covadonga en mi persona.

La habitación estaba empapelada con un papel de pinos plateados sobre fondo rojo;
presa del pánico más absoluto, vi pinos en la nieve. En medio de mis convulsiones,
reviví mi primera inyección, y sentí de nuevo la atroz experiencia de la dosis original de
Cardiazol: ausencia de movimiento, fijeza, realidad espantosa. No quería cerrar los ojos,
pensando que había llegado el instante sacrificial, y estaba dispuesta a oponerme con
todas mis fuerzas.

A continuación me trasladaron a Abajo en estado cataléptico. Nanny repetía


incansablemente «¿Qué le han hecho? ¿Qué le han hecho?»; y lloraba, junto a mi cama,
creyendo que había muerto. Pero su dolor, lejos de conmoverme, me exasperaba;
porque en ese momento comprendí que mis padres intentaban todavía tirar de mí a
través de ella. La eché. Pero seguí notando aún, desde la habitación contigua adonde se
retiró, esa succión de la voluntad de ellos. Me di cuenta cuando se fue. Por último, entré
en ese estado de postración indolora que suele seguir a este tipo de tratamiento.
Cuando desperté, don Mariano estaba junto a mi cama. Me aconsejó que no volviera
con mis padres. En ese momento recobré la lucidez. Mis objetos cósmicos, mis cremas
para la noche y mi pulidor de uñas, habían perdido su significado.

Fue entonces cuando apareció Echevarría. Estaba yo sentada en el jardín cuando se


me acercó otro interno, don Gonzalo, y me dio un libro de parte de un hombre llamado
Echevarría, que enviaba disculpas por no poder traérmelo personalmente, dado que ese
día estaba enfermo en la cama. Dos días después, me encontré en la biblioteca con un
hombre bajo de cara gris, envuelto en ropas de abrigo. Era Echevarría. Me habló con
amabilidad de mi país. En el comedor, se sentó en una mesa vecina a la mía; luego me
miró larga, afablemente, y dijo por fin: «¿Estará aquí mucho tiempo?».

Un sentimiento de alegría se fue apoderando lentamente de mí: hablaba con un


hombre razonable que no inspiraba ningún temor, que me tomaba en serio y me trataba
con simpatía. Le hablé de mi poder sobre los animales. Él contestó sin la menor sombra
de ironía: «El poder sobre los animales es algo natural en una persona sensible como
usted». Y comprendí que el Cardiazol era una simple inyección y no un efecto de
hipnotismo; que don Luis no era un brujo sino un sinvergüenza; que Covadonga y
Amachu y Abajo no eran Egipto, China y Jerusalén, sino pabellones para dementes, y
que debía marcharme de allí cuanto antes. Echevarría «desmitificó» el misterio que me
había envuelto y que todos parecían complacerse en espesar a mi alrededor.

Tras largas charlas sobre el deseo, Echevarría me aconsejó que me acostara con José.
Entonces dejé de interesarme por don Luis y empecé a desear a José. Lo encontraba en
diversos lugares apartados del jardín y, acechados por frau Asegurado y Mercedes,
intercambiamos furtivos e incómodos besos. José me quería mucho. Me ofrecía
cigarrillos…

Lloró cuando me marché.


EPÍLOGO
Yo tenía un primo en Santander, en el otro hospital, en el hospital grande y corriente.
Era médico: el doctor Guillermo Gil; y creo que era pariente de los Bamford, la familia
de mi abuela, de Cheshire. Era mitad español y mitad inglés. Fue una coincidencia.
Cuando llegó no querían que me viera nadie, pero como era médico, insistió, y así tuve
una entrevista con él. Y dijo: «Quiero que vengas a tomar el té conmigo. No pueden
negarse». No pudieron. Y hablamos, y al final me dijo: «Voy a escribir al embajador en
Madrid, y te sacaré». Cosa que hizo. Me enviaron a Madrid con frau Asegurado, mi
cuidadora.

Era Nochevieja, lo recuerdo muy bien. Hacía un frío intenso y paramos en Ávila,
donde nació santa Teresa. Había un tren largo con muchos vagones cargados de ovejas
que balaban de frío. Era espantoso. Los españoles pueden ser atroces con los animales.
Recordaré aquellas ovejas sufriendo hasta el día que me muera. Era como el infierno.
Estuvimos detenidos, no sé por qué, horas enteras, escuchando ese lamento
absolutamente infernal; y estaba sola con frau Asegurado.

Después llegamos a Madrid y nos hospedamos en un hotel amplio y bastante caro.


Es un poco complicado hablar de esa época, porque la Imperial Chemicals era capaz de
toda clase de cosas. Reapareció el hombre que la dirigía, y se le permitió llevarme a
comer sin frau Asegurado, y a veces a cenar también. Una noche, él y su mujer me
invitaron a comer; estaban recelosos de mí, porque acababa de salir del manicomio.
Pude ver cómo dudaba ella en darme el cuchillo y el tenedor. Hice lo que pude para no
desmoronarme, tan extraño era todo. La tenía absolutamente petrificada; a los dos, de
hecho. Luego, ella no quiso volverme a ver más. Resultaba yo demasiado inquietante
para entrar en la vida social de Madrid.

Una noche ventosa —era invierno, recuerdo, y hacía mucho frío en Madrid,
entonces⁠ — fui con él a un restaurante muy caro; y me dijo: «Su familia ha decidido
enviarla a Sudáfrica, a un sanatorio donde será muy feliz porque es delicioso».

Yo dije: «No estoy segura de eso».

Y añadió: «Tengo otra idea (personal, naturalmente): podría ponerle un piso


precioso aquí y visitarla a menudo», y me cogió el muslo.

Así que me vi frente a una tremenda alternativa. O me embarcaban para Sudáfrica, o


me acostaba con ese hombre espantoso. Corrí al servicio. Sin embargo, cuando salí aún
no había decidido nada. Íbamos a abandonar el restaurante cuando sopló una tremenda
ráfaga de viento y el letrero de metal del restaurante cayó justo delante de mí, a mis
pies. Podía haberme matado; así que me volví y le dije: «No. Mi respuesta es no». Y eso
fue todo lo que dije. No tuve que añadir nada más. «Entonces, significa que saldrá para
Portugal, y luego para Sudáfrica», dijo.

Lo dispusieron todo para enviarme, y frau Asegurado regresó a Santander. Me


metieron en el tren, con mis documentos, cualesquiera que fuesen. Yo me había
deshecho de todos, pero por lo visto habían reaparecido. Iba a ser embarcada. Se
avergonzaban de mí.

Yo me dije: «¡No voy a ir a Sudáfrica ni a ningún otro sanatorio!». Pero no se me


ocurrió bajarme del tren antes de llegar a Lisboa.

Una vez en Lisboa, donde me recibió un comité de la Imperial Chemicals: dos


hombres que parecían policías, y una mujer de rostro avinagrado. Dijeron: «Tiene usted
mucha suerte, va a ir a vivir a una casa preciosa de Estoril, con doña Fulana de Tal».

Por entonces, yo ya había aprendido: no había que luchar con esa clase de gente,
sino pensar más deprisa que ellos. Así que dije: «Será maravilloso».

Llegamos a la casa de Estoril, a unos kilómetros de Lisboa. Había apenas centímetro


y medio de agua en la bañera y un montón de loros. Pasé allí la noche y me dediqué a
pensar afanosamente; y al día siguiente me dije: «Este clima les va a sentar
terriblemente a mis manos. Tendré que comprarme guantes. Y no he traído sombrero».

Mi intención era ir a Lisboa, y funcionó. La mujer dijo: «Naturalmente. Nadie sale


sin guantes».

Así que fuimos. Llegamos a Lisboa, y me dije: «Ahora o nunca». Tenía que encontrar
un café lo bastante grande, y luego: «¡Aarg! —⁠ exclamé agarrándome el estómago⁠ —.
Necesito ir al aseo». «Sí, inmediatamente», dijo ella. Me condujo adentro. Había
calculado bien: era un café con dos puertas. Salí corriendo, cogí un taxi —⁠ llevaba algo
de dinero para comprar los guantes⁠ —, y dije al taxista en español: «A la embajada de
México».

Me había encontrado con Renato Leduc en mi paso por Madrid. Me tropecé con él
en un thé dansant, en el que me permitieron ver bailar a la gente, aunque, por supuesto,
no me dejaron bailar. Yo estaba con mi cuidadora, frau Asegurado —⁠ a Renato lo había
conocido en París, era amigo de Picasso⁠ —; le conté lo que me había pasado, y le
pregunté: «¿Adónde va, por el amor de Dios?». Teníamos que hablar taquigráficamente
en francés, lengua que frau Asegurado no conocía. Renato me dijo entonces: a Lisboa.

Así que ese día desembarqué en el consulado de México, donde había un montón de
mexicanos a los que jamás había visto. Les pregunté si estaba allí Renato, y me dijeron
que no; tampoco sabían cuándo iba a estar. Entonces les contesté que me quedaría a
esperarle. Protestaron: «Pero, señorita…». No dijeron más. Así que añadí: «Me busca la
policía», lo cual era más o menos verdad. Y dijeron: «En ese caso… —⁠ parpadeos,
parpadeos⁠ —, puede esperar a Renato».

El embajador se portó maravillosamente conmigo, después. Tuve que entrar a verle,


y dijo: «Está usted en territorio mexicano. Ni siquiera los ingleses pueden tocarla». No
sé cuándo apareció Renato. Al final, dijo: «Vamos a casarnos. Sé que es horrible para los
dos, porque no creo en esa clase de cosas, pero…».

Por entonces tenía yo tanto miedo de mi familia como de los alemanes. Encontré a
Renato atractivo la primera vez que le vi, y aún me lo seguía resultando. Tenía una cara
morena como la de un indio, y el cabello muy blanco. No; estaba perfectamente en mis
cabales. Era capaz de cualquier cosa para que no me enviaran a Sudáfrica, para no
doblegarme a los designios de mi familia.

Entonces apareció Max con Peggy [Guggenheim], y ya seguimos siempre juntos


todos. Era algo extraño estar con los hijos de todo el mundo, los exmaridos y las
exesposas (allí estaba Laurence Vail, anterior marido de Peggy Guggenheim, con su
nueva esposa, Kay Boyle). Me parecía muy mal que Max estuviera con Peggy. Yo sabía
que no la amaba, y aún conservo la vena puritana de considerar que no se debe estar
con alguien a quien no se ama. Pero Peggy se ha maleado mucho. Era una persona
bastante noble, generosa, y jamás se mostró desagradable. Se ofreció a pagar mi avión a
Nueva York, a fin de que pudiera irme con ellos. Pero no quise; estaba con Renato.
Finalmente fuimos en barco a Nueva York, donde permanecí casi un año, hasta que nos
marchamos a México.

Esa es la historia.

Mi madre vino a verme a México cuando nació mi hijo Pablo en 1964. Pero nunca
hablamos de esos tiempos. Es el típico asunto del que los ingleses de esa generación no
hablan jamás. Y era una faceta propia del carácter peculiar y complejo de mi madre.

Podría pensarse que fueron a verme a Santander. Pero la verdad es que no lo


hicieron. Enviaron a Nanny. Puede imaginarse el español que hablaba Nanny. Fue un
milagro que llegara. Lo terrible es que una ahoga su enojo. Jamás me enfurecí de
verdad. Me daba cuenta de que no tenía tiempo. Me atormentaba la idea de que tenía
que pintar; y cuando me alejé de Max y estuve con Renato, en seguida me puse a pintar.

Nunca volví a ver a mi padre.

Según fue contado a Marina Warner

Julio de 1987, Nueva York

También podría gustarte