Ultra Je
Ultra Je
Ultra Je
ALBERT VILLANUEVA
Tal vez mi otro yo lo había planeado así. Pero yo no fui consciente de ello hasta
que no vi mis manos ensangrentadas y noté mi corazón desbocado en una carrera loca
que rebosaba babas, lágrimas y gritos. Tal vez aquella voz había planificado su muerte
en aquel momento y de aquella manera. Pero yo nunca me hubiera atrevido, aunque lo
deseé durante muchos años.
Ahora, su cuerpo yacía a mis pies. Inerte. Con la cabeza convertida en un
amasijo irreconocible de huesos, sesos y sangre.
Ahora, mi cuerpo se erguía a sus pies. Inerte. Con la mano convertida en una
garra que sujetaba, ávida, aquella piedra teñida de rojo.
…—…
—1—
desplazados.
Molina cambiaba de emisora cada poco tiempo, pero en todas se hablaba de la
dureza de las cargas y de las pelotas de goma. Nadie hacía hincapié en los errores de
las autoridades al ordenar un desalojo que acabó actuando como efecto llamada y que
solo había conseguido que, a aquellas horas de la tarde, la plaza volviera a estar
repleta de jóvenes.
Aquel mes de mayo del 2011, la indignación había salido por fin a la calle y
una juventud que demandaba una democracia más participativa, y alejada del
bipartidismo y del dominio de los bancos y las grandes corporaciones, había tomado las
plazas de las grandes ciudades.
—Veremos si sirve para algo —acabó comentando Molina—. De momento, y
como siempre, nosotros quedamos como los malos de la película.
…—…
—2—
—¿Quién va por ahí con una piedra de ese tamaño? —La pregunta de Molina
interrumpió la explicación de la cabo.
—Hubo ensañamiento —continuó Ávila—. No sé cómo tenéis el estómago a
estas horas, pero en esta carpeta están las fotos…
Pruna sacó las seis fotografías y las esparció por la mesa. Los primeros planos
de un rostro totalmente desfigurado ejercieron en él una atracción casi morbosa. Una
masa informe de huesos, sangre y sesos habían convertido aquella cara en algo
irreconocible. En las dos únicas imágenes donde se veía el cuerpo entero, podía
observarse, en medio del charco de sangre, la piedra de la que había hablado Ávila.
—Tenemos la piedra —comentó mirando a la cabo—. Imagino que, con tanta
sangre, había huellas, ¿no?
—Sí. La piedra estaba empapada de sangre y había marcadas múltiples
huellas de los dedos. Y eso lo hace aún más extraño… Quien lo hizo pareció no
preocuparse lo más mínimo por no dejar señales. Mañana por la mañana tendremos
los resultados de la Científica, que se llevó la piedra para extraer todos los rastros
posibles. También nos debería llegar mañana la autopsia.
El caso parecía claro. Pruna se inclinaba a pensar que el asesino era alguien
cercano a la víctima. Las estadísticas demostraban que, en el noventa por ciento de los
casos, el asesino es del entorno. Y aquel ensañamiento parecía responder a un feroz
brote de rabia implacable. O, tal vez, a un odio cultivado durante mucho tiempo y que
había acabado explotando de aquella manera tan salvaje.
—Aunque imagino que ya lo habéis hecho, me gustaría hablar con los dos hijos
de la víctima—concluyó el subinspector.
—Esta mañana hemos tomado declaración a Carlos, el hijo mayor, que fue el
que lo encontró. El otro llega esta noche. Vive en la costa oeste de Estados Unidos. De
todas maneras, Carlos se ha puesto a nuestra disposición y hemos quedado que lo
citaría en cuanto llegarais. Ahora mismo lo llamo.
Pruna y Molina se dedicaron a revisar todo lo que guardaba aquella carpeta
que les había servido Ávila mientras ella hacía la llamada. Poco más encontraron en
su interior.
—Estará aquí en cuarenta minutos —dijo cuando volvió—. Si queréis, salimos
un momento a tomar algo aquí al lado.
A poco más de cincuenta metros de la comisaría, en la esquina de la Rambla
con la calle Martí i Vila, entraron en el Antic Cafè, que parecía estar a punto de cerrar.
La presencia de Ávila hizo que los dueños dejaran de lado la limpieza de las mesas y,
con una sonrisa encantadora en la cara, comentaran que no había ningún problema en
servirles algo mientras no fuera café, porque ya habían apagado la máquina.
Delante de las tres coca-colas que intentaban mitigar el calor de aquella tarde,
Pruna preguntó a la cabo por posibles enemigos y por si se conocían problemas que
salpicaran a la víctima.
—Nada de nada —contestó—. Un hombre solitario. Conocido en el barrio, pero
con pocos amigos. Y, aparte de los hijos, sin más familia directa. Los familiares de su
difunta esposa volvieron a Extremadura hace siete años.
Poco más les dio tiempo a comentar, pues el móvil de Ávila sonó y un
compañero la avisó de que Carlos Gómez ya había llegado a la comisaría.
Pruna y Molina dirigieron la conversación con el hijo de la víctima. La cabo
Ávila se mantuvo en un segundo plano, evitando intervenir si no era estrictamente
necesario. El interrogado fue rápido en sus respuestas y mostró una absoluta
predisposición a contestar todas las preguntas que le realizaron. Realmente, parecía
—3—
quedar claro que no tenía nada que ver con el crimen.
—Mi padre era una persona gris —acabó diciendo—. No voy a decir que fuera
de trato fácil, porque era muy suyo y bastante huraño, pero hacía su vida y no
molestaba a nadie. No sé cómo expresarlo… Nos queríamos a distancia y sin
demasiada efusividad… Desde la muerte de mi madre nos veíamos de tanto en tanto,
menos que antes, pero les puedo asegurar que no tenía problemas con nadie. Hacía su
vida y ya está.
Tras veinte minutos, la charla no daba más de sí. Aquel hombre les había
explicado lo mismo que habían leído en los informes o escuchado en boca de Ávila.
—¿Cuándo lo podremos enterrar?
—Mañana tendremos la autopsia —contestó la cabo mientras lo acompañaba a
la salida—. Pero es posible que el juez no permita su inhumación hasta que no se
cierre el caso… Lo siento.
Poco más había que hacer aquella noche. Tendrían que esperar a los resultados
de la autopsia y a las huellas que les enviara la científica para saber si alguna pista
les acercaba a algún posible sospechoso.
Ávila los acompañó hasta el Hotel El Castell, a menos de diez minutos en coche
y ubicado en una colina que les ofreció una magnífica vista panorámica de Barcelona y
alrededores.
—Por lo que se ve —les explicó—, aquí había un castillo levantado por los
árabes y en el siglo XIX se construyó un caserón que acabó convirtiéndose en este
hotel. Estaréis cómodos… Yo estoy muerta… Me voy a dormir. Mañana, más.
…—…
—4—
un correo electrónico de la Científica.
Se arremolinaron junto al ordenador y contemplaron cómo se abrían en
pantalla una serie de imágenes con un sin fin de huellas dactilares. La cabo las fue
pasando una tras otra, cada vez con más rapidez. El correo adjuntaba un documento
de texto donde se detallaban las características de la piedra que se había hallado junto
al cadáver y de donde se habían conseguido todas aquellas huellas. Se trataba de un
trozo de hormigón de forma irregular y cantos afilados.
El texto intercalaba fotografías donde se apreciaba la cantidad de sangre y de
restos de piel, cuero cabelludo y fragmentos de cerebro que habían quedado adheridos
a la piedra. En la sangre seca se apreciaban claramente las marcas de los dedos del
asesino. A continuación, se detallaba que, una vez limpiada, una de las caras de la
piedra mostraba restos de pintura de aerosol. Y varias fotos mostraban tres o cuatro
porciones de colores diferentes, aunque no llegaba a reconocerse dibujo alguno.
—Pintura en spray. —Molina parecía pensar en voz alta—. ¿Un grafitero?
La pregunta quedó colgada en una nube de incertidumbre y sorpresa. ¿Qué
relación podía tener alguien que se dedica a pintar en las paredes con un hombre de
sesenta y cinco años que, según su hijo, apenas se relacionaba con nadie? Incógnitas.
Eso era lo único que tenían hasta el momento.
—¿Quién se ceba de esa manera con una persona indefensa? No deja de
parecerme muy extraño —intervino Ávila.
—Siempre digo lo mismo —habló el subinspector mientras hacía girar en su
dedo anular aquel anillo que le torturaba desde hacía tiempo, pero que se negaba a
abandonar, como si de una penitencia se tratara—. Para entender un crimen, lo
importante es descubrir el porqué. Si nos acercamos a la causa, nos acercaremos al
culpable…
El intendente Ramon Asensi pasó un momento por la sala de trabajo para
interesarse por las novedades. Mientras Pruna se las explicaba, Ávila trasladó todas
las huellas que le había enviado la Científica a los compañeros de identificación. Con
un poco de suerte, su dueño habría cometido algún desliz con la justicia y aparecería
en la base de datos.
—Deberíamos hablar con el hijo menor —comentó cuando el intendente ya
había salido—. Imagino que ya habrá llegado.
Ávila telefoneó a Carlos Gómez para que se pusiera en contacto con su
hermano y se acercaran a comisaría. Su predisposición hizo que en menos de cuarenta
minutos estuvieran allí. Su aspecto y actitud eran la noche y el día. Carlos, dinámico y
animoso, mostraba seguridad al caminar y al hablar. Tras él, un hombre que no
llegaba a los cuarenta años parecía arrastrar no solo los pies, sino también el alma.
—Él es mi hermano Pablo. Ha llegado de madrugada y está fatigado.
—Perdónenme —dijo el hermano menor—. No he pegado ojo en el avión y el jet
lag se está cobrando la propina.
Las preguntas y las respuestas siguieron la lógica prevista de alguien que
estaba a miles de kilómetros del lugar del crimen. Fue casi al final de la conversación
cuando Pablo dejó de disimular su malestar y aportó, para sorpresa de los policías e
incomodidad de su hermano, datos hasta el momento desconocidos.
—Vamos a ser claros, señores —empezó a hablar—. Yo estoy aquí por la
insistencia de Carlos. Créanme que la muerte de mi padre representa muy poco. Para
mí estaba muerto desde hacía mucho tiempo.
Pruna, Molina y Ávila se miraron con disimulo mientras Carlos Gómez bajaba
la cabeza, incómodo y angustiado. Los policías sabían que en una situación como
—5—
aquella, su silencio era la mejor de las preguntas.
—Hacía quince años que no venía a Sant Boi —continuó—. Me fui para no
volver y rompí con todo y con todos. Excepto con Carlos. Él siempre me entendió y me
ayudó. Pero mi padre…
Ahora fue él quien se ahogó en el silencio. Un nudo de bilis y rabia subió hasta
su garganta y amenazó con desbordar unos ojos esquivos y enrojecidos.
—Nunca me aceptó como soy. Se avergonzaba de mí… Nunca me quiso.
—No. Eso no, Pablo. Él te quería a su manera. Siempre se preocupó por ti.
—¿A su manera?… Por favor, Carlos, no lo defiendas… Ahora ya no. No le
importó perderme. Era incapaz de querer a nadie… Y menos a un bailarín
homosexual… «Maricón y danzarín», me escupía a la cara. «Maricón por partida
doble»… ¿Has olvidado eso, Carlos? No te puedes imaginar el dolor que producen esas
palabras cuando salen de la boca de tu padre. He vivido siempre con esos dolores
clavados en lo más hondo de mi ser.
Las últimas palabras las articuló entremezcladas con lágrimas cargadas de
inquina y amargura. El hermano mayor, incapaz de enfrentarse a los ojos atribulados
de Pablo, mantenía la mirada clavada en el suelo. Y un silencio opresivo y asfixiante
mantenía electrizado el despacho.
—Deseé su muerte infinidad de veces —continuó al fin, mucho más calmado y
sereno—. Deseé tener fuerzas para matarlo con mis propias manos. No lo niego. No me
avergüenzo. Me alegro de que alguien haya hecho el trabajo por mí.
—¡Cállate, Pablo! Te lo ruego…
Carlos Gómez se había levantado bruscamente, desplazando la silla hacia
atrás. Los puños apretados reflejaban desconsuelo y abatimiento. Él también lloraba.
—Lo siento por ti, Carlos. Tú lo querías… Tú tenías relación con él… Seguro
que él también te quería, a su manera. Aunque creo no equivocarme si te digo que te
hubiera gustado que te lo demostrara alguna vez… Pero le era imposible. Ya lo viste
con la tata Maribel.
En medio de aquellos reproches familiares a los que estaban asistiendo como
atónitos espectadores, aquel nombre, aquel nuevo personaje desconocido hasta el
momento captó la atención de los tres policías. Fue Pruna el que intervino para
reorientar la charla.
—¿Quién es esa Maribel?
—Nuestra tía —contestó Pablo Gómez—. La hermana pequeña de mi padre.
…—…
—6—
ensañamiento del que hablamos desde el principio.
—Cierto —habló Pruna—. Aunque es la primera persona que encontramos con
motivos suficientes para llevar a cabo un crimen de este tipo. Hay que comprobar si
realmente ha llegado esta madrugada desde los Estados Unidos. ¿Podría ser que
hubiera venido días antes y que su hermano estuviera encubriéndolo?
—Me cuesta creer que lo que hemos visto sea una representación —contestó
Molina—. Las palabras de Pablo Gómez parecían auténticas, pero voy a ponerme en
contacto con el aeropuerto para verificar cuándo ha llegado.
—Si os parece —terció Ávila—, voy a ver si consigo localizar a la hermana.
Tenemos que hablar con ella.
Poco antes de la una del mediodía tenían resueltas ambas cosas. Pablo había
llegado al aeropuerto del Prat aquella madrugada, después de un vuelo con escala en
París. Y Ávila había localizado a Maribel Gómez. La sorpresa fue descubrir que
también vivía en Sant Boi. ¿Qué había pasado entonces para que no tuviera ningún
contacto ni con su hermano ni con sus sobrinos?
—Vive en uno de los pisos de Camps Blancs —explicó la cabo—, en la otra
punta de la ciudad. Muy alejada del barrio de su hermano. ¿Esperamos a después de
comer para visitarla?
La respuesta de Pruna fue ponerse en pie e indicar con la mano que la visita
no la iban a postergar hasta la tarde. Fue el primero en salir del despacho ante la
sorpresa de sus dos compañeros.
Ávila condujo por el centro de la ciudad. Al llegar a la altura del Parc de la
Muntanyeta, encontraron un poco de retención y comentó al subinspector la opción de
activar la sirena.
—No hace falta hacer ruido —contestó Pruna—. No nos viene de diez minutos.
Prefiero pasar inadvertido.
Aparcaron junto a las instalaciones de un centro escolar. Al bajar del coche,
Pruna vio la placa que lo identificaba como Balmes I y Ávila le explicó que se trataba
de un centro de educación especial. Enfrente se levantaba uno de aquellos polígonos de
viviendas que se edificaron en los años sesenta para dar cabida a la emigración que
llegaba a todo el Baix Llobregat. A simple vista, Pruna calculó más de treinta edificios,
la mayoría de cuatro plantas. «Al menos —pensó—, se dignaron a construir plazas y
pequeños espacios libres entre los inmuebles». Un barrio pobre de gente pobre. Un
gueto para todos aquellos que abandonaban su tierra con poco más que una maleta de
cartón atada con una cuerda y el alma cargada de esperanza. Una ilusión de sesenta
metros cuadrados con ropa tendida en la ventana y vecinos desgastados por el trabajo
y los sueños.
Maribel vivía en una cuarta planta. Llamaron al interfono y cuando llegaron al
rellano, ya les estaba esperando en la puerta aquella mujer pequeña que, aunque
vestida con una humilde bata de cuadros, tenía una piel y un cabello muy cuidado.
Les franqueó la puerta y les hizo pasar a una vivienda oscura y que olía a
potaje. El comedor, pequeño y sencillo, estaba en penumbra, con la persiana subida
apenas unos centímetros. Una pequeña mesa redonda con cuatro sillas y una butaca
ante el televisor que descansaba en un mueble que ocupaba la pared eran todo el
mobiliario. Un cuadro con un paisaje marino intentaba dar colorido a aquel espacio
oscuro y sin vida.
—Perdonen ustedes —dijo mientras subía otro palmo la persiana—, estaba
haciéndome la comida y a esta hora entra mucho sol por la ventana. ¿Quieren tomar
algo?
—7—
—Si tiene un poco de agua fresca, se lo agradeceré —respondió Molina, que,
aunque no tenía sed, sabía que aquella técnica les permitiría quedarse a solas e
intentar localizar algún detalle que les sirviera en su investigación.
La mujer desapareció por el pasillo y vieron cómo entraba en la cocina. En
silencio, rebuscaron en el mueble y en sus cajones. Ninguna fotografía, alguna factura
y poco más.
Fue entonces cuando Ávila les hizo un gesto para que prestaran atención.
Desde la cocina les llegaba el murmullo de una conversación apagada. No distinguían
lo que se decía, pero daba la sensación de que otra persona recriminaba algo a
Maribel. La cabo estaba tentada de acercarse con disimulo, pero en ese momento la
mujer apareció con una bandeja y tres vasos altos llenos de agua.
—Siéntense, por favor —dijo con una sonrisa nerviosa aflorando en su cara. A
pesar de ello, Pruna entreveía una profunda tristeza en aquellos ojos cansados.
—Venimos a hablarle de su hermano Manuel —empezó a hablar Pruna.
—Ya me lo he imaginado cuando han llegado —le interrumpió fregándose
nerviosa las manos—. Por lo de su muerte, ¿no?
—¿Sabe usted que ha muerto? Tenía entendido que no había relación entre
ustedes…
—Me avisó una vecina de mi hermano. La única persona de aquel barrio con la
que sigo en contacto… ¿Qué quieren que les diga? Era mi hermano y siento lo que le
ha pasado. Que no nos habláramos no quita que sienta dolor por su muerte.
—¿Vive usted sola?
La pregunta pareció sorprenderle y el nerviosismo de sus manos se acrecentó.
Un leve tartamudeo precedió a su respuesta.
—Sí, claro —articuló por fin—. La vida me llevó a quedarme soltera… Vivo de
alquiler en este piso desde hace cuatro años.
—¿Podría ir al lavabo, por favor? Llevo toda la mañana aguantándome y no
puedo más —interrumpió la conversación Ávila con una forzada sonrisa.
Las indicaciones de la mujer le permitieron pasar por delante de la cocina.
Miró hacia el comedor y comprobó que, antes de entrar en ella, estuviera fuera del
campo de visión de la propietaria. Una olla hervía a fuego lento y un par de platos
sucios esperaban en la pica. Pero allí no había nadie.
…—…
Salieron de aquel piso veinte minutos después y sin nada que les sirviera para
abrir una vía de investigación. Una vez en el coche, Pruna pidió a Ávila que les llevara
al piso de Manuel Gómez. Quería ver en persona el lugar del crimen.
El piso estaba en Ciutat Cooperativa, otro de los barrios obreros construidos
durante lo que se llamó el «desarrollismo». Allí encontró edificios de cinco y de nueve
plantas y constató que estaba mucho más masificado.
Un par de mossos estaban apostados junto al bloque y cuando subieron hasta
la vivienda verificaron que seguía precintada. La visita fue rápida. Pruna solo
pretendía ver el emplazamiento donde habían encontrado el cuerpo. Una gran mancha
de sangre seca destacaba en el comedor. Poco más.
De vuelta a comisaría, circularon por la carretera que discurría paralela a la
vía del tren y que comunicaba con Sant Vicenç dels Horts. Junto a ellos se erguía un
muro de hormigón de tres metros de altura que parecía perimetrar un gran espacio
interior.
—8—
—¿Esto qué es? ¿Una cárcel?
La pregunta de Molina hizo que Pruna, abstraído en sus pensamientos, girara
la cabeza y contemplara aquella espesa pared grisácea.
—Desgraciadamente, durante años fue algo muy parecido a una cárcel. O
mucho peor —contestó Ávila.
—Esto es el Manicomio, ¿no? —Pruna había reconocido uno de los parajes que
más pánico le producían de niño—. Hacía mil años que no pasaba por aquí. «Sant Boi,
el pueblo de los locos».
—Por suerte, ya no es lo que era… El año pasado, después de años de trabajo,
entró en funcionamiento aquí el Hospital General y todo el recinto pasó a ser el Parque
Sanitario Sant Joan de Déu. Continúa habiendo una unidad de psiquiatría, pero ya
nada tiene que ver con el antiguo manicomio.
—¿Y esos grafitis? —señaló Pruna al pasar junto a una sección del muro que
estaba medio derribada y en el que destacaban coloridos dibujos.
—Desde que se abrió el Hospital General, se estaba trabajando para conseguir
un recinto abierto a la ciudad. Así que se ha decidido derrumbar el muro. Pero unas
semanas antes se dio la oportunidad a vecinos de la ciudad y a antiguos pacientes a
que pintaran esa barrera llena de simbolismo. Arte efímero, porque a los pocos días
comenzaría el derribo.
—Veo que ya ha empezado —comentó Molina—. En ese tramo hay una parte
convertida ya en escombros…
El subinspector pidió a Ávila que detuviera el vehículo. Abrió la puerta y casi
se bajó en marcha. Cuando Molina y Ávila llegaron junto a él, Pruna rebuscaba entre
los cascotes del muro derribado. Eligió dos fragmentos cuya superficie no hacía más de
dos palmos, pero en los que destacaban los colores estridentes del grafiti derruido.
—Quiero que envíes con urgencia estos trozos a la Científica —se dirigió a la
cabo—. Que te digan si tienen algo en común con la piedra que encontraron junto a la
víctima.
Ávila lo miró con extrañeza, pero no se atrevió a llevarle la contraria, aunque
le pareciese una hipótesis poco probable. El comentario que el subinspector le hizo a
Molina aún le pareció más absurdo.
—Roc, quiero que investigues en qué centro de salud estuvo ingresada Maribel
Gómez.
—¿Estás considerando la posibilidad de que aquella mujer haya estado
ingresada aquí? Y aunque así hubiera sido —se contestó a sí misma la cabo Ávila—,
¿la crees capaz de matar a su hermano? ¿Por qué lo iba a hacer?
…—…
—9—
había cogido y suponía que antes de las cinco de la tarde podía tenerlos.
Molina se plantó ante el ordenador para intentar encontrar el centro donde
había estado ingresada la hermana de la víctima. Y le resultó mucho más fácil de lo
esperado…
—¡Lo tengo! —gritó tras media hora de consulta en las bases de datos—.
Tenías razón, Miquel. Maribel Gómez estuvo ingresada en el manicomio. Y durante
una friolera de años… Ni más ni menos que treinta ocho…
No sabían lo que aquello podía significar de cara a la resolución del caso, pero
les fue imposible no sentir compasión por aquella mujer que había pasado casi toda
una vida encerrada detrás de aquel muro que ahora se derribaba.
A las seis de la tarde entraban en el pabellón San Rafael del Parque Sanitario,
pues habían conseguido contactar con Josep Alvarado, el director de la Red de Salud
Mental. Los esperaba en su despacho y, tal como les había comentado por teléfono,
tenía sobre la mesa una gruesa carpeta con el nombre de Maribel.
—Me ha sorprendido que me preguntaran por ella —les dijo tras el saludo—.
Maribel era toda una institución aquí. Era la paciente de más larga duración que
teníamos. He ido a buscar su expediente clínico que, como ven, es amplio.
—Estuvo ingresada muchísimo tiempo —comentó Pruna—. ¿Siempre aquí?
—Exactamente aquí, en este mismo edificio, que era el pabellón femenino. Y sí,
estuvo mucho tiempo internada. Demasiado.
—Tenemos entendido que entró con dieciocho años.
—En 1969 —reafirmó el doctor—. Y pueden hacerse a la idea de que, por
aquellos tiempos, este lugar se parecía poco al de hoy en día… Esos muros que ven que
ahora estamos derribando se levantaron en épocas en que había grandes estigmas
sobre la locura. Los muros eran protección para los pacientes, pero también a la
inversa. En aquella época se encerraba a gente aquí por prejuicios o por control social.
Las personas que tenían comportamientos extraños eran excluidas de la sociedad. Se
encerraba a los que molestaban y, desgraciadamente, la psiquiatría se instrumentalizó
políticamente…
—¿Cuál era el trastorno de Maribel?
—Esquizofrenia. Nada excesivamente grave. Algo que hoy en día, con una
buena medicación, es totalmente controlable. Pero en la época en que Maribel era
joven, la sociedad señalaba con el dedo a esos enfermos y los estigmatizaba. Incluso la
familia los menospreciaba.
—Lo que me parece exagerado —comentó Ávila— es que no se le diera el alta
antes.
—Antiguamente, los enfermos mentales eran confinados en los manicomios
durante toda la vida… En 1986 se legisló una reforma psiquiátrica que intentaba
evitar los ingresos permanentes y que los enfermos dispusieran de atención
comunitaria, en su entorno, sin alejarse de su familia. Como siempre, buenas
palabras… Han pasado treinta cinco años y aún estamos en ello… Aunque es cierto
que se ha humanizado mucho la atención.
—Maribel aún tardaría prácticamente veinte años en salir —habló Pruna—.
¿Qué explicación hay a eso?
—Nadie quería hacerse cargo de ella.
—¿No se pusieron en contacto con su hermano?
—Claro que lo hicimos —rebatió el facultativo—. Pero no quiso saber nada de
ella.
— 10 —
Las miradas furtivas de los policías recalcaban que ese hecho no debía pasarles
inadvertido. El subinspector intentó ahondar en el motivo de esa negativa.
—Sus sobrinos nos han dicho que no tenían relación con ella… Pero ¿cómo es
posible renegar de un familiar enfermo, doctor?
Josep Alvarado infló sus mejillas con una bocanada de aire que acabó
expulsando sonoramente.
—A mí también me parece cruel e inhumano… Pero tengan en cuenta que,
cuando Maribel tenía dieciocho años y acababa de morir su padre, fue su hermano
quien la ingresó en el manicomio.
…—…
— 11 —
Maribel salió al pequeño balcón. Descolgó la jaula, la abrió y, con una ternura
inmensa, tomó al pajarillo entre sus manos. Se acercó a la baranda y lo echó a volar.
A continuación, sin que los policías pudieran reaccionar, se subió a un pequeño
taburete que tenía allí preparado y se precipitó al vacío.
— 12 —