Quien Le Teme Al Lobo Feroz - Blanca Santoro
Quien Le Teme Al Lobo Feroz - Blanca Santoro
Quien Le Teme Al Lobo Feroz - Blanca Santoro
Blanca Santoro
© Copyright 2019; Blanca Santoro.
Diseño de cubierta: Kramer
Depósito legal: B-2266-19
Me llamo Lucía.
Nací hace veintinueve años en un pueblecito muy cerca de Madrid y me
gradué, como bien sabes, en arquitectura. La noche en la que mis amigas y
yo salimos a celebrar la vida que nos esperaba fuera del campus
universitario bailamos, bebimos y me enamoré del hombre que se
convertiría en mi marido.
Sí, no fue exactamente así. El hecho de enamorarme vino después, con
el tiempo. En un principio, Mario sólo fue una distracción, alguien divertido
con quien pasar algunas noches; con quien reír y compartir mis dudas sobre
mi futuro. Pero era inevitable que pasara. Me refiero a enamorarme de él.
Era dulce, cariñoso, y siempre me escuchaba. Y, cuando notaba que el día
no me había ido tan bien como yo hubiera deseado, me hacía reír. Es más, a
los dos meses de salir como pareja, me regaló un ramo de rosas con una
pequeña nota en su interior:
Bajo la mirada hacia el botellín que sostengo por el cuello y bebo un trago
de cerveza; seguido de un segundo. Mi único objetivo esta tarde es
emborracharme y olvidarme de mi otro yo; del que escribió Tiempos
convulsos. Cierro los ojos y me dedico a escuchar el rumor de las olas al
romper sobre la arena; a sentir la pegajosa caricia del viento en la piel
expuesta de mis brazos y piernas. Intento centrarme en la tranquilidad que
me rodea, pero mi mente está inquieta. Así que abro los ojos y descubro a la
mujer que ha aparecido de la nada frente a mi casa. Etérea, frágil, con un
vestido blanco por encima de las rodillas y el pelo largo meciéndose con el
viento.
Fuerzo la vista por si puedo distinguir algún rasgo de su rostro, pero,
desde aquí, solo es una figura estática frente a la inmensidad. Recorro la
playa con la mirada, la vastedad de arena y casas que conforman la costa, y
vuelvo a centrarme en ella. Después de todo, este sitio es bastante solitario
y hace más de una semana que no me he tropezado con nadie.
Bebo otro sorbo, absorto en el bajo de su vestido, en cómo el viento lo
agita contra sus piernas, lo levanta y pega a sus muslos. Subo los ojos hasta
sus caderas y me entretengo más de la cuenta en su cintura hasta que me
doy cuenta del chal rojo que lleva sobre los hombros.
Joder, sólo verlo y ya siento cómo un hilo de sudor se desliza por mi
espalda.
No sé por qué se envuelve con esa tira rectangular de tela, sólo que ésta
excita la parte que hay en mí de escritor. Tanto que mi mente empieza a
elucubrar posibles historias del por qué está aquí, sola, abrazada a sí misma,
inmóvil, como si fuera una estatua de sal adorando el mar. Y se me ocurre
que puede ser porque su novio la ha dejado plantada justo cuando estaba a
punto de pronunciar el fatídico sí quiero. Momento en el que él le revela
que no puede casarse con ella porque se ha enamorado de su mejor amiga o
de su hermana; no no, mejor de su madre, es más fuerte; aunque más
impactante sería si fuera del cura.
Joder, ya puestos, que encima sea mormón.
Vacío de un trago el botellín y noto el sabor amargo de la frustración
bajando por mi garganta. Necesito encontrar una historia que enganche al
lector, que transmita la fragilidad y la desolación de la imagen que tengo
frente a mí. Entrecierro los ojos como si esperase ver materializase la
historia en el aire y tomo una decisión. Después de todo, puede que todo se
reduzca a este momento, a ser capaz de coger lo que el universo me ofrece,
sin cuestionarme nada más.
Así que me levanto y me acerco a ella en busca de la inspiración que me
hace falta para sentarme de una puta vez frente al ordenador y empezar a
teclear algo que tenga sentido.
Camino despacio, como si una parte de mí temiera asustarla, aunque
esto no me impide apreciar cómo la brisa juega con su cabello, liberando
destellos plateados, ni cómo los largos flecos del chal ondean suavemente a
su paso mientras ella observa el mar; ajena a todo lo que pasa a su
alrededor.
A mi presencia, inclusive.
Me detengo a un metro suyo, me paso indeciso una mano por el pelo y
desvío la vista un segundo antes de volver a mirarla. Ahora o nunca, me
digo, y suelto lo primero que me viene a la cabeza.
—Buen día para surfear, ¿no? —Sí, bueno, sin comentarios, porque si
esto es lo mejor que puedo hacer, no me extraña que mi creatividad me haya
abandonado.
Ella se sobresalta, puedo ver cómo sus hombros se tensan, al igual que
el chal sobre su espalda. Sigue con la vista clavada en el horizonte y yo
decido acercarme un paso más.
—No es que piense salir a cabalgar ninguna ola, en realidad, ni siquiera
tengo una tabla con que hacerlo, pero es algo que siempre he querido hacer.
— ¿En serio, machote?
Nada. Como si estuviera hablando solo. Quién sabe, a lo mejor lo estoy
haciendo, después de todo, puede que sea sorda. Aunque si lo fuera, ahora
mismo sus hombros no estarían tan tensos. Así que me acerco un paso más
hasta situarme a su lado y decido que sea ella la que dé en esta ocasión un
paso hacia mí y me mire. Permanezco con la vista al frente, con las manos
en los bolsillos del pantalón corto, esperando, pero ella me da la espalda y
se va.
5
Playa, norte.
Hace más de una hora que camino sin ser consciente de adónde me llevan
mis pies, solo con la necesidad de huir de mí misma y de los recuerdos que
se agolpan en mi cabeza. Del millón de preguntas sin respuesta que me
ahogan con sus infinitos porqué.
¿Por qué dejé y permití que las cosas llegaran tan lejos?
¿Por qué oculté la violencia de Mario ante todos?
¿Por qué perdoné y justifiqué cada una de sus agresiones?
¿Por qué me alejé de mi familia y de mis amigas para poder estar bien
con él?
Me detengo, cierro los ojos y alzo la cabeza hacia el sol mientras la brisa
juega con mi cabello y me envuelve en su caluroso abrazo. Dejo que el
calor aleje las pesadillas que aún forman parte de mi cuerpo y, por un
instante, celebro el estar viva.
Si pudiera, si existiera una fórmula mágica de borrar el pasado y
empezar de cero…
8
Playa, norte.
Estoy sentado en la terraza de uno de los bares que hay en la plaza. Esta
mañana he decidido cambiar el rumor del mar por el bullicio de la gente.
Necesito distracción, pensamientos nuevos y, por más que encuentro
interesante a la desconocida del chal rojo, no es muy sano por mi parte
esperarla sentado cuando lo más probable es que me evite. Después de todo,
para ella, debo de ser el loco que les habla a las gaviotas.
Saboreo un primer trago de café y sonrío; fuerte, como me gusta. Miro a
unas chicas sentarse en la terraza de al lado y mis ojos se pierden en la piel
expuesta que dejan ver los pantalones tan cortos que llevan. Subo despacio
la mirada hasta sus pechos y noto cómo mi cuerpo me recuerda que llevo
siete meses sin sexo.
Inmediatamente escupo parte del café.
Espera, siete meses es lo que llevo en la casa de la playa. Exactamente
sin echar un polvo… Me atraganto con un segundo sorbo de café y toso. Ni
yo mismo me lo creo. ¿Hace más de un año que estoy a dique seco?
Mierda, no sabía que estaba tan mal.
Ni que estaba mal o tan mal.
¿Lo estoy?
A ver, no nos alarmemos. Es normal que no haya tenido sexo durante un
año, tenía cosas más importantes en las que pensar como, por ejemplo, en si
seré capaz de superarme y escribir un nuevo best seller. Este tema es capaz
de dejar impotente a cualquier hombre.
Joder, ¿he dicho impotente? ¿Ahora ya no se me levanta? Vuelvo a
mirar a las chicas y, sí, noto que tengo ganas de sexo, pero mi miembro no
hace ningún esfuerzo por saludarme.
Lo que me faltaba.
Me termino el café, dejo la taza en el platillo sobre la mesa y vuelvo a
mirarlas. Deben de creer que soy un pervertido, un treintañero que sueña
con acostarse con jovencitas y, visto lo visto, no deja de tener su gracia.
Tanto que me imagino de pie frente a ellas, esgrimiendo mi mejor sonrisa,
antes de soltarles un: «Me encantan vuestros cuerpos, el de toda mujer, pero
sólo disfruto del paisaje. Y más ahora que mi masculinidad se ha declarado
en baja indefinida».
En vez de esto, dejo el importe de la consumición en la mesa, me
levanto y voy en busca de una librería. Necesito entretenerme, pensar en
otras cosas, y qué mejor manera que leyendo algún libro interesante.
Camino por las calles del pueblo mientras mi mente persiste en recordarme
el gran fraude de escritor que soy. Que, una vez le diga a mi editor que no
tengo ningún manuscrito que ofrecerle, todo se habrá terminado; justamente
cuando cuesta tanto encontrar trabajo.
Abro la puerta de la librería y agradezco que el dueño tenga puesto el
aire acondicionado.
—Buenos días, Pepe.
— ¿Todavía andas por aquí? —me responde éste desde detrás del
mostrador—. Estaba convencido de que ya te habrías marchado.
—Estoy pensando en quedarme otros dos meses más.
— ¿Eso quiere decir que la novela va bien?
Sonrío, ¿qué puedo decirle? Cuando llegué a finales de diciembre no era
tan agradable salir a pasear por la playa, así que me dedicaba a venir con
cierta frecuencia al pueblo en busca de algún libro o historia que despertase
en mí la necesidad de volver a escribir. Y, bueno, Pepe, el propietario de la
librería, me reconoció y creyó que estaba escribiendo una nueva novela.
Una verdad a medias que yo no vi ninguna necesidad de desmentir. Después
de todo, es más fácil así. Por lo menos para mí.
Me acerco a la estantería de historia y reviso los títulos. Descarto
algunos, otros leo la sinopsis, pero ninguno consigue llamar mi atención
hasta que saco uno sobre la antigua roma. Es un periodo de tiempo que
siempre ha llamado mi atención y quizá ha llegado la hora de dejarse
arrastrar por la curiosidad. Después de todo, no tengo nada mejor a hacer.
11
Mediodía, playa sur.
Estoy sentado frente al mar, esperando ver lo que casi nadie ha visto.
Hace unos meses escuché en la radio a un locutor afirmar que, después
de años, por fin había visto el escurridizo destello verde que aparece a la
puesta o a la salida del sol. En ese momento no sabía a qué se refería, así
que lo busqué en san Google y, según Wikipedia —la madre de toda la
sabiduría—, se trata de un fenómeno óptico atmosférico en el que se puede
ver un punto verde sobre la posición del sol. Dicho fenómeno solo dura uno
o dos segundos.
Otras fuentes, en cambio, afirman que solo lo pueden ver las personas
enamoradas.
De ser así, está claro que hoy tampoco lo veré.
Para eso tendríamos que retroceder a mis tiempos de universitario o de
operario de fábrica: cuando salía con Laura, estudiante de veterinaria, o con
Carla, compañera de trabajo. La primera me dejó, decía que yo era
demasiado impersonal con la vida; la segunda la dejé yo, era demasiado
personal con la vida.
Aparte de ellas, he flirteado y aceptado invitaciones a tener sexo rápido
en el baño de discotecas, así como en el coche, en su casa o en mi cama. He
vivido y asumido los riesgos de pasar la noche con una desconocida, como
también me he llevado algún que otro desplante al proponérselo a la
persona inadecuada. Sólo que ahora…
Ahora ni me planteo la posibilidad de enamorarme. Mis días y noches
están consagrados a la escritura o a la falta de ella. A la desconsoladora
sensación de fracaso que siento cada día al sentarme frente al ordenador y
comprobar que sigo sin nada que decir.
Bajo la mirada hacia la arena y miro el libro que esta mañana he
comprado y vuelvo a observar el horizonte, la cada vez más exigua línea de
claridad. Estoy seguro de que lo que más extrañaré cuando me marche de
este lugar serán las puestas de sol; la tranquilidad de este momento, el sentir
que, en realidad, nada importa.
Sonrío; porque ni yo mismo sé lo que me digo.
Vuelvo a posar la mirada en el horizonte y la sonrisa pierde fuerza. Me
levanto, cojo el libro y le doy la espalda al mar. Después de todo, ¿quién
quiere ver un destello verde cuando no es capaz de sentarse a escribir una
novela? Despacio, enfilo el camino hacia la cerveza que aún no me he
tomado. Me apetece tumbarme en el sillón y perderme en las letras que otro
ser humano ha sido capaz de tejer, como una vieja tejedora de dedos hábiles
y ligeros, mientras vacío la nevera.
13
De noche, playa sur.
Una cálida bocanada de viento barre la playa, cuando abro los ojos y giro la
cabeza hacia él.
Ha sido una reacción espontánea. Una necesidad más fuerte que mi
miedo. Tal vez por el tono de su voz: en parte carente de emoción, seca,
como quien explica algo que no le pasa a él. Y, sin embargo, sé que le
duele. Lo veo en cómo se cubre los ojos y aprieta la mandíbula; en cómo
respira profundo y suelta el aire por la boca.
Puedo entenderlo, así como su dolor y frustración. Yo he perdido
algunos sueños por el camino. Bastantes, diría. Vuelvo a mirar al frente y
dejo que mis pensamientos se disuelvan en el interminable vaivén de las
olas. En su hipnótico movimiento. Después deslizo mi atención hacia la
arena, hacia mis rodillas y mi silencio y, finalmente, otra vez hacia él.
Recorro con la mirada la barba de dos días que cubre su mandíbula, su
boca de labios delgados y firmes; su cuello, sus hombros y la fina línea de
vello que se pierde en el bajo de sus pantalones cortos cuando una ráfaga de
viento levanta su camiseta.
Quisiera decirte que aparto la mirada con rapidez, pero estaría
mintiendo. Al contrario, es como si una parte de mí se estuviera rebelando
contra una vieja imposición y sigo mirando su piel bronceada. Pero la
culpabilidad se aposenta de golpe en mi estómago. Con fuerza. Con saña.
Como si quisiera castigarme por mirar a otro hombre que no es mi marido.
Un sentimiento que arrastra tras de sí el miedo a ser castigada.
Aprieto los brazos en torno a mis piernas y trato de recobrar la calma,
pero cada vez me cuesta más respirar. «Tranquila, no pasa nada», me digo,
«estás a salvo, Mario no está aquí y no puede hacerte daño».
Cierro los ojos, respiro profundo y suelto el aire despacio.
Una vez, dos, tres veces. Y, aunque el miedo aún no me ha abandonado
del todo, sé que debo enfrentarme a él si quiero llegar a superarlo; que debo
dejar que exista para que pierda su poder sobre mí.
—Me gradué con mis amigas en arquitectura. Me apasionaba la idea de
crear algo en un espacio vacío e imaginarme qué clase de vida llevarían las
personas que habitasen en él. Siempre creí que serían felices. —Hago una
leve pausa, insegura, al sentir cómo una nube de lágrimas sube por mi
garganta—. Me hubiera encantado vivir en uno de los apartamentos que
diseñé. Creí, estaba segura de que lo haría cuando me casara, pero Mario
me convenció de irnos a vivir a su piso. Así no tendríamos que pagar
ninguna hipoteca y podríamos ahorrar para comprarnos una casa. —Cierro
los ojos y apoyo el mentón en las rodillas, necesito refugiarme en algún
lugar donde me sienta segura y, ahora mismo, estoy al descubierto—. Quizá
por eso no fui feliz, porque en vez de diseñar mi hogar, dejé que otro lo
hiciera por mí.
Noto cómo el viento acaricia la huella que dejan las lágrimas al
deslizarse por mis mejillas; suave, sofocante por las altas temperaturas, e
intento controlar el temblor de mi voz, que no se note tanto lo que me duele.
—Al principio todo iba bien, creo que éramos felices, que él lo era. Lo
que no sé es en qué momento empezó a desenamorarse de mí ni cuándo
empezó a molestarle todo lo que yo hacía. —Mi voz se rompe y yo con ella.
Me tapo la boca con una mano para ahogar el sollozo que escapa de mi
boca, pero ya es demasiado tarde para silenciarlo—. No lo sé, de verdad
que no lo sé, ni por qué me empujaba como si yo le repeliera, ni por qué me
pegó la primera vez. Y quisiera saberlo, en serio, necesito saberlo, porque
tengo que haber hecho algo muy malo para que él…
El mundo se para de golpe.
Todo en mi interior se detiene y sólo queda encendida una luz roja de
peligro.
No me atrevo a moverme, ni a hablar ni a respirar, mi cuerpo está
preparado para suplicar y rogar cuando llegue el dolor y la humillación.
Espero conteniendo las lágrimas mientras el temor a ser castigada de nuevo
y la culpa por haber hablado corre por mis venas. Pero sólo noto su cuerpo
pegado al mío.
18
Playa norte. Él.
Por un instante, dejo de ser consciente del mar, del graznido de las gaviotas
y del sol. Sólo soy capaz de oír su trémula voz rota por las lágrimas y el
sentimiento de impotencia que recorre mi cuerpo al no saber qué hacer.
A ver, no me entiendas mal, no soy tonto, sé que existe el machismo y la
violencia de género, la televisión nos lo recuerda con más frecuencia de lo
que nos gustaría a todos. Pero es sólo una noticia, triste, real, ajena a
nuestro entorno. Una imagen en una pantalla de la fachada de un edificio,
de vecinos afirmando que hacían una pareja encantadora, que nunca
sospecharon nada. Aunque el sentido común nos diga que los gritos suelen
traspasar las paredes y que los moratones y el miedo no siempre son fáciles
de esconder.
Somos una sociedad abierta que camina con los ojos cerrados, que exige
libertad, pero que es permisiva con aquello que nos mata como sociedad y
que, como yo en este momento, pierde su fuerza tras las buenas intenciones.
Me levanto y me siento a su lado, tanto que nuestros cuerpos se rozan y
su voz se apaga en el silencio del miedo. Me gustaría rodearla con mis
brazos y susurrarle la verdad: que algunos hombres aún viven en la
prehistoria y creen que las mujeres con las que se casaron les pertenecen.
Que, de alguna manera, se creen superiores a ellas, cuando la violencia que
emplean para demostrarlo los deshumaniza hasta el extremo de convertirlos
en monstruos. En asesinos.
Sin embargo, durante unos eternos segundos, permanezco en silencio sin
saber cómo expresarme. Es difícil hablar con alguien sobre este tema y más
si este alguien es una desconocida.
—Un día de estos deberíamos intentar hacer surf; ya sabes, para caer y
volver a levantarnos. Seguro que nos reiríamos bastante. —Vaya, esto no
era lo que pensaba decirle, más bien iba por el camino de que algunos
hombres olvidan que el amor es entrega y no sumisión—. La verdad es que
no sé qué manía me ha cogido con esto del surf. Tengo o debería de estar
pensando en escribir, ya sabes, hacer por lo menos el esfuerzo de sentarme
ante el ordenador y empezar a teclear lo que fuera. —Miro un instante el
mar, cojo arena con la mano y dejo que se escurra entre mis dedos—. Una
vez leí no sé dónde que la mejor manera de romper la maldición de la
página en blanco es teclear cualquier cosa que se te pase por la cabeza. Pero
creo que si lo intentara solo pensaría en cómo sería navegar sobre las olas.
Permanecemos un rato en silencio, perdidos en nuestros propios
mundos; aun cuando sigo atento a cada leve señal que percibo de ella.
Me encantaría afirmar que el miedo por mi cercanía ha desaparecido de
su cuerpo, pero seamos realistas, tampoco he hecho nada por merecer su
confianza, solo le he soltado un sermón sobre mi problema. De todos
modos, y desde que he roto el espacio que nos separaba, me atrevo a
mirarla y nuestros ojos se cruzan.
Sólo durante un momento.
Sólo durante un segundo.
Pero suficiente para saber que tiene unos ojos preciosos, almendrados,
de un verde bosque después de la lluvia.
Observo otra vez el mar y, poco a poco, el graznido de las gaviotas
vuelve a sobrevolarnos.
19
Playa norte. Ella.
He entrado a por otras dos latas. Tanto Lucia como yo necesitamos seguir
hidratándonos a base de cerveza. Abro la nevera, las cojo y una punzada de
ves a saber qué, me hace apretar la mandíbula al recordar mi comentario y
el sonrojo que le he causado. Bueno, sí tengo que ser sincero, no niego que
me ha gustado ver que es capaz de aceptar una broma y no huir, pero hay
otra parte de mí que no deja de fastidiarme. Tal vez la que cree que, por ser
ella una víctima de género, tengo que tratarla como si fuera de cristal,
cuidar cada gesto o palabra que hago o digo para no asustarla.
Cierro la nevera y maldigo en silencio.
La verdad es que no sé qué debo hacer ni cómo comportarme.
Salgo al porche, miro la fiesta que se han montado los mosquitos
alrededor de la bombilla y apago la luz.
Me siento en el mismo escalón de antes, le paso a Lucia su cerveza, abro
la mía y bebo un trago. La noche es tranquila, tanto que el silencio vuelve a
apoderarse de nosotros. Solo que esta vez no pesa tanto y me es más fácil
romperlo.
—No me gusta la playa. —Si, bueno, no me preguntes, ya sabes que mi
boca se disocia de mi mente muy a menudo—. Quiero decir en general,
vamos. Nunca he sentido ninguna especie de atracción hacia el mar.
—Entonces, ¿qué haces aquí?
Buena pregunta, sí, señor.
—La verdad, no tengo ni la más remota idea.
Y mis labios empiezan a curvarse hasta que me oigo reír y ella me sigue.
Al principio, su risa es tan suave que creo estar imaginándomela, pero al
mirarla y ver cómo entrecierra los ojos y al oír cómo nuestras risas ganan
profundidad…
— ¿Qué te parece si brindamos por las malas decisiones? —Es decirlo y
arrepentirme de haber propuesto el brindis. No quiero que piense en su
marido, no esta noche, ni que crea que es la culpable de lo que le ha
sucedido. Pero el mal ya está hecho, lo veo en sus ojos, en cómo el miedo
regresa a ellos y cierra el puño en el regazo para esconder el leve temblor
que se ha apoderado de su corazón.
23
Playa norte, ella.
Echo la cabeza hacia atrás y bebo un par de sorbos. Es la única manera que
tengo para no maldecirme por mi último comentario. Sé que en algún
momento ella tendrá que enfrentarse a sus miedos, pero no soy su psiquiatra
ni terapeuta. ¡Mierda! Me inclino hacia delante, apoyo los brazos en las
rodillas y observo la noche. Quietud. Esa es la primera palabra que me
viene a la mente. Sólo que mi cuerpo aún no ha captado esa sensación, más
bien al contrario, y se debate entre un mar de preguntas y frustraciones.
—Si pudieras ser otra persona, ¿quién serías? —Hago una pausa,
observo el firmamento salpicado de estrellas, y continuo—. Quiero decir, si
pudieras ser alguien a quien admiras.
—No lo sé —titubea—, nunca me lo he replanteado.
—A mí me gustaría ser Elizabeth Gilbert. ¿No crees que sería una mujer
muy atractiva?
Durante un segundo no dice nada, así que me giro para mirarla y sólo
puedo tragar saliva cuando nuestros ojos se encuentran y veo cómo se
muerde el labio inferior para contener la risa.
—Y ¿por qué quieres ser una mujer?
—Por su filosofía.
Veo cómo ladea levemente la cabeza hacia la izquierda y cómo la
tensión del chal disminuye hasta dejar sus hombros al descubierto. El
nacimiento de su cuello. Esa parte tan erógena que me encanta besar en una
mujer. Sí, lo sé, no debería de fijarme en estos detalles, pero que quieres,
soy un hombre que está con una mujer espectacular en la playa y de noche.
—Hace unos meses leí “Libera tu magia” y me enamoré de cada una de
sus palabras. Desprendía tanta pasión por la vida, por la escritura, que me
encantaría ser como ella.
— ¿Lo añoras? Quiero decir, ¿extrañas escribir?
—Supongo que sí. Es lo primero que se me da bien en la vida.
Nos refugiamos otra vez en el silencio y empiezo a notar cómo la rabia
sube por mi garganta. Estoy cansado de sentirme así, de sentir que soy un
fracasado, un inútil que a sus treinta y cinco años aún no sabe qué quiere
hacer en la vida ni para qué vale. Así que me levanto, dejo la lata en la
arena y le tiendo una mano.
—Ha llegado la hora, ¿estás preparada para ser una nueva Lucia?
La veo vacilar, el miedo bailar en sus ojos, pero también cómo se
levanta y deposita su mano en la mía. Sonríe, con reservas, con temor, al
igual que yo, somos dos almas que esperan encontrarse a sí mismas esta
noche.
25
Playa norte. Ella.
He comprado una caja de preservativos. Doce, para ser exactos. Creo que
para empezar tendremos bastantes. Claro, si hay un empezar. Con esto
quiero decir que ya han pasado dos días desde que Lucia y yo nos bañamos
para reinventarnos, y aún no se ha dejado caer por aquí. Mis únicos amigos
son los mosquitos, a los que he empezado a bautizar. Tengo un Pancho, un
Rodríguez y hasta a una Claudia, y varios muertos a los que velar.
Me limpio con el bajo de la camiseta la sangre que ha dejado en mi
pierna mi última víctima, un tal Juárez, y bebo un trago de cerveza a su
salud; después de todo, lo he matado tras una larga y tenaz persecución.
Observo la noche, el reflejo de la luna sobre el mar, y su nombre regresa
a mí.
«Lucia».
Me gusta cómo suena en mi imaginación.
Y cómo sonríe cuando lo pronuncio.
Deslizo la vista hacia el punto por dónde siempre la he visto venir e irse
y nada. Siento cómo algo dentro de mí se desinfla y no tiene nada que ver
con los preservativos. Es más bien la sensación de tener un globo lleno de
esperanza, al que han pinchado.
Ya empieza a cansarme tanta soledad.
29
Playa sur.
Joder.
Hace tres horas que me he sentado ante el ordenador y lo único que he
conseguido es un fuerte dolor de cabeza.
Apoyo la espalda en el respaldo de la silla y cierro los ojos.
Ocho días, eso es lo que llevo dándole a la tecla, intentando escribir algo
que tenga sentido. Algo que iguale mi anterior trabajo o lo supere.
O lo que es lo mismo:
Cincuenta y seis horas dedicadas a dormir.
Cuarenta y ocho horas intentando tomar posesión de mi yo rebautizado
en esta silla y ochenta y ocho dedicadas a pasear.
Si, lo he contado, he tenido tiempo para hacerlo, tiempo es lo que me
sobra.
Lo que me falta es talento. Inspiración. Dejar de pensar en Lucia, en si
estará bien y en por qué no viene a verme; en por qué sólo me visitan los
mosquitos cada noche. Aunque aquí tengo que aclarar que últimamente ha
habido alguna que otra baja en el grupo. Hablando sin tapujos: he matado a
Rodríguez. Fue un accidente, se cruzó entre mi mano y mi pierna justo
cuando tenía a Pancho en la mira y lo único que pude hacer por él fue beber
a su salud.
Pancho sigue con vida.
Se puede decir que nuestra relación está firmemente asentada en el
desespero: él por chupar mi sangre y yo por aplastar su cuerpo.
De Claudia no he vuelto a saber nada.
Así como de Lucia.
A la que más extraño.
31
Playa sur.
La verdad es que me ha costado mucho dar este paso, hace días que evito
pasear por este lado de la playa, para no tener que enfrentarme a mi
imaginación.
Días interminables que he dedicado a recomponer un poco mi
autoestima. Y, aunque sé que necesitaré la ayuda de un profesional si quiero
superar mis miedos, voy progresando. O eso me digo; es lo que ansío creer.
Eso, y descubrir quién es esta nueva Lucia. La intrépida, la que se atreve a
subir los escalones del porche y asomarse al interior de la casa sin llamar.
La que le basta con sentir cómo su estómago se tensa al verlo sentado frente
al ordenador, echado hacia atrás en la silla con los ojos cerrados. ¿Habrá
encontrado por fin la inspiración para volver a escribir?
Me humedezco los labios mientras observo su perfil, el ceño fruncido, la
línea algo torcida de su nariz, su boca apretada y su nuez al tragar saliva.
Bajo la vista hacia sus hombros, su camiseta pegada al cuerpo, y me pierdo
unos segundos en sus brazos y en sus manos de dedos largos y uñas cortas.
Me llevo una mano al corazón en un intento de detener el torrente de
sensaciones que laten en mi pecho, una mezcla de miedo y deseo, pero no
lo consigo. Sólo puedo mirarlo e imaginarme esos dedos subiendo
lentamente por mi pierna, acariciando mi piel mientras me besa.
No voy a decirte que Mario fue el primer hombre al que besé, sabes que
antes hubo otros, sin embargo, desde que lo conocí, nunca he deseado a
nadie más. Él era mi mundo y por él dejé mi trabajo, mi familia y a mis
amigas. Por él cerré los ojos y me convertí en la mujer que quería que fuera.
O lo intenté. Tanto que casi le entregué mi vida.
Así que imagina cómo me siento ahora. El miedo que recorre mi cuerpo
a ser castigada por desear a otro hombre me paraliza en el umbral de la sala.
—Un dólar por tus pensamientos —digo, y rompo la línea de mis
preocupaciones. Es lo mejor, pisar sobre suelo estable, dejar las alas para
cuando sea capaz de volar.
32
Playa norte.
Mis labios dibujan una sonrisa al oír su voz, pero mis ojos siguen cerrados.
Si los abriera, Lucia vería cuánto la he extrañado y es algo que de momento
prefiero que no sepa.
— ¿Así que estás dispuesta a pagar un dólar por mis pensamientos? —
pregunto.
Silencio, hasta que escucho sus pasos inseguros acercándose como un
gatito ante un tigre, esperando el zarpazo que lo matará.
—Subiría a dos, pero no sé si saldría perdiendo —contesta.
—Eso no ayuda a mi autoestima.
—Podría arriesgarme si supiera por dónde van.
—Eso es hacer trampa, ¿no te parece?
Se ha parado frente a mí. Lo sé. Lo noto. Y mis labios también, porque
no dejan de sonreír. ¿Quién es esta nueva Lucia y dónde ha quedado la
Lucia que yo conocí? ¿La herida, la insegura? ¿La figura triste que
caminaba abrazada a sus temores por la playa?
— ¿No piensas abrir los ojos? —me pregunta.
—Si lo hiciera, verías mis pensamientos y estos dejarían de tener valor
para ti.
Vuelve el silencio y yo sigo expectante. Nervioso. Temiendo que se
marche sin haberla visto.
—Podríamos hacer un trato —dice al fin.
Levanto una ceja, notando cómo la curiosidad por esta nueva Lucia me
hace sonreír.
—¿Qué clase de trato?
—Podríamos llamarlo un intercambio de pareceres.
—Vas a tener que ser algo más específica.
— ¿Y si te pidiera que durante un minuto no te movieras ni abrieras los
ojos?
Silencio, esta vez de mi parte.
—Y ¿qué conseguiría yo?
—Quizá un pensamiento de dos dólares.
Mi respiración se vuelve algo más pesada y mi imaginación algo más
atrevida.
—Me parece justo.
Durante un angustiante instante no pasa nada, sólo la voz de mi mente
desquiciada que ha empezado a sugerirme que quizá estoy sentado frente a
una loca que piensa cortarme a pedacitos o que está robándome delante de
mis narices. Después, pasa todo. Se puede decir que apenas la conozco,
igual que ella a mí, pero sé que en este momento no quiero estar en ningún
otro sitio que no sea este, por más que el segundero del reloj me parezca la
más vil de las torturas y el silencio que me envuelve se me atasque en la
garganta como un mal chiste.
Shakespeare dijo una vez: “Malgasté el tiempo. Ahora el tiempo me
malgasta a mí”. Y así es. Porque hasta ahora no soy consciente de que he
perdido ocho días de mi vida sentado frente a este escritorio, solo para
llegar a esta pausa que me está matando. Tanto que estoy a punto de gemir
de frustración. De repente, mi corazón da un salto al sentir un roce, el ligero
vuelo de la tela de su vestido en mis brazos y su cálido aliento a escasos
centímetros de mi boca.
Un segundo en el que todo desaparece, sólo existimos ella y yo y la
porción de aire que nos separa.
Nada más.
Y esta sensación es el peor de los infiernos. El sentirla tan cerca. El oler
su perfume. El imaginármela acortando la distancia que separa nuestras
bocas como una lenta tortura. Tan lentamente que rompo mi promesa de no
moverme y aprieto una mano en el brazo de la silla para no pegarla a mi
cuerpo y besarla.
Suspira en mi cuello.
—Aquí le entrego su pensamiento de dos dólares, señor.
Y sonrío.
Y río.
Sin abrir los ojos.
Me encanta esta nueva Lucia.
33
Playa sur.
Camino por la playa con el chal hondeando tras de mí, al igual que mi risa.
No sé qué me ha pasado ahí dentro ni porque me he dejado llevar de esa
manera, pero me alegro de que haya sucedido.
Me gusta esta nueva Lucia.
Me gusta ser quien soy cuando el miedo no atenaza mi vida.
34
Playa norte.
Cuatro líneas.
Un párrafo.
Un año y medio para romper la maldición de la página en blanco.
No está mal; claro, si tuviera alguna continuidad. De momento sólo es
una gota de semen. El deseo hecho palabras. Un pensamiento verbalizado,
sin jadeos ni gritos de placer ni del éxtasis que componen una novela. Nada.
Y, aun así, un comienzo. Un quizá.
39
Playa norte. Ella.
¡Joder!
La he cagado.
Y de qué manera.
Tanto que debo de estar borracho. Sí, creo que lo estoy. O poco me falta
para lograrlo. Bebo un trago de mi cuarta cerveza y, sólo para asegurarme
de que lo estoy, bebo otro trago. Largo. Demasiado largo para mi yo sobrio.
Observo desde la oscuridad del porche el infinito y mi boca me traiciona
al susurrar su nombre:
—Lucia.
He de reconocer que me gusta cómo suena en mis labios, su sonoridad.
Las sensaciones que ella despierta en mi cuerpo.
Su sonrisa.
El brillo de sus ojos.
Su piel.
Su cabello.
Creo que hasta su miedo me gusta. Aun cuando esto no tenga ningún
sentido.
Me acerco la botella a la boca y otro trago se suma a la larga lista de los
ya bebidos.
Cierro los ojos y me pierdo en la imagen de su cuerpo esta mañana, en
sus pechos bajo el vestido transparente, en lo turgentes y exuberantes que
son. En el contorno de sus pezones marcados en la tela del bikini. En mis
ganas y en las suyas. En su estómago liso y sus caderas de infarto. En mi
erección y en… Mierda.
Ya no me acordaba de Pancho. Abro los ojos y me percato de que el
muy condenado ha debido de traerse a toda su familia y a sus parientes más
lejanos. A toda su tribu. Quizá tengan planeado darse un banquete a mi
salud. Tanto da. Ella, la única que me importa, está noche no está.
Ahuyento a la nada, al aire, en un fútil intento de acabar con la vida de
alguno de ellos y les gruño. Pero nada. Al cabo de unos segundos descubro
a uno posado tranquilamente en mi brazo y a otro en mi pierna. Sonrío,
después de todo, no saben la resaca que les espera mañana.
45
Decimoctavo día, playa sur.
Los días pasan sin que uno se diferencie de otro. Tanto que he empezado a
dudar de que realmente hayan transcurrido cuatro días desde que Lucía se
fue. ¿Y si fue ayer cuando la vi por última vez? ¿Y si sólo han pasado unas
horas desde que nos gritamos lo que nunca debería de haber salido de
nuestras bocas?
Me apoyo en el marco de la puerta principal, frente al mar, con un
botellín abierto en la mano para espantar al calor.
Y a Lucia.
Bueno, a ella no, a su recuerdo. A sus palabras. A su verdad.
A mi necesidad de beber para desafiar a su fantasma a regresar. Aun
cuando no dejo de decirme que es mejor que no lo haga, que las cosas ya
están bien como están: ella en su mundo y yo en el mío. Aun cuando me
pase el día implorándole en silencio que no permita que su marido ni
ningún otro gilipollas la hiera de nuevo (incluso yo). Aun cuando me
descubra pensando en ella más de lo que me gustaría y mi piel sueñe con
descubrir su piel.
Bebo y, por un momento, surge dentro de mí la necesidad de irme, de
marcharme lejos; de embarcarme en una nueva aventura y de olvidar a
Lucia.
49
Vigésimo segundo día, playa sur.
Las nueve de la mañana y el sol ya baña la cocina. Hace unas dos horas que
he puesto el aire acondicionado, justo después de ducharme, pero hoy me
molesta todo: desde el graznido de las gaviotas hasta el ruido de la cafetera.
Me siento en un taburete alrededor de la isla de la cocina y observo mi
móvil. Sé que he tomado la mejor decisión. Seamos realistas, la única que
podía tomar, pero aun así espero una señal del universo, algo que desbarate
mis planes y me haga cambiar de parecer.
Me acerco la taza de café a los labios y saboreo un sorbo mientras reviso
la bandeja de entrada de mi correo por si se me ha pasado leer algún
mensaje importante, pero sólo hay propaganda. Lo cierro y mis ojos de
deslizan hacia la ventana y el paisaje tras el cristal, sin una nube en el cielo.
Sin brisa. Sin esperanzas.
Joder, ¿para qué perder el tiempo? Lo abro y empiezo a escribir:
«Necesito algunas semanas más...» Mis dedos se paran y un músculo de mi
mandíbula se tensa. Lo borro y tecleo a mi editor: «Lo siento, no tengo
nada; estoy seco». Sí, esto se ajusta más a la realidad. Mi dedo sobrevuela
la tecla de enviar para concederle unos segundos más al universo para que
actúe y…
El juego se ha acabado.
Oficialmente vuelvo a ser un parado más.
51
Playa sur.
Alzo la cabeza hacia el cielo y una sonrisa se apodera de mis labios al ver
tantas estrellas. Esta noche, ellas son las únicas que observan las huellas
que dibujan mis pies en la arena. Deben de parecerles diminutas,
insignificantes, pero para mí son enormes, gigantescas.
Camino sin ser consciente del tiempo que se dilata entre pisada y pisada,
sintiendo que una nueva Lucia se va perfilando a medida que aprendo a
amarme con todas mis heridas.
Avanzo notando el resbaladizo roce de la arena bajo mis pies y cómo la
brisa lame con su pegajosa huella mi piel, hasta que una leve sacudida en
mi pecho me obliga a entreabrir los labios e inhalar una bocanada de aire.
Una sonrisa tiembla en mi boca; insegura.
Podría decir que ya no me acordaba de él, que mis pies habían olvidado
el camino que me lleva hasta su casa, pero mi corazón no sabe mentir y no
puede esconder la alegría que siente al ver su silueta en la lejanía.
Ni mucho menos olvidar cómo terminó nuestro último encuentro.
54
Playa norte.
— ¿No se lo preguntaste?
—No —susurro, sin evitar sentir que soy poca cosa para él.
—Vaya.
Nos quedamos en silencio un momento, inmersas en las mil
posibilidades que ofrece su no puedo, sin llegar a ninguna conclusión. Solo
el ruido del bar, el de los camareros al entrar y salir para atender los clientes
de la terracita nos distrae. Al final, cansada de sentir lastima de mí misma,
cojo aire con fuerza y lo expulso.
—Será mejor que nos centremos en Mario.
Clara hace una mueca de disgusto con la boca.
—Mejor seguro que no, pero sí más urgente. —Echa el café en el vaso
con hielo que le ha traído el camarero y lo mezcla con la cucharilla—. El
otro día llamé a tu madre para averiguar cómo estaban las cosas y está muy
asustada. Está empezando a pensar que estás muerta, que alguien te ha
matado y arrojado tu cadáver en un vertedero.
Una espina de culpabilidad se incrusta en mi pecho. No quiero
imaginarme el calvario por el que deben de estar pasando mis padres, pero
me da miedo su reacción; el que no me crean.
—Tienes que llamarla y explicarle dónde estás —me dice.
—No puedo. No sabría por dónde empezar.
— ¿Qué te parece por un: «¿Hola, estoy viva»? —Y arrastra su móvil
por encima de la mesa hacia mí—. Y después estaría bien que le explicaras
por qué has tenido que huir.
64
Madrid. Él.
He bajado a tomar algo en la terracita que hay cerca de donde vivo. Abro el
móvil para ver qué me estoy perdiendo, pero llevo tanto tiempo
desconectado que nada consigue llamar mi atención. Lo cierro y lo dejo
sobre la mesa, junto a la cerveza que he pedido.
Apoyo un codo en el brazo de la silla metálica y me restregó los ojos,
cansado. Cansado de las palabras que esta mañana me ha soltado Diego y
que no dejan de importunarme. De si tiene o no razón. De si es verdad que
abandono todo lo que empiezo por miedo a fracasar y de si Lucia, mi
negativa a estar con ella, es más de lo mismo.
Cojo el móvil y entro en todas las aplicaciones donde están mis amigos
en busca de algo que me distraiga, una foto, un chisme, lo que sea. Pero una
parte de mí no quiere dejar de pensar en ella, en mi Lucia. Así que abro la
app de notas y tecleo lo primero que me viene a la cabeza:
“Ella nunca fue mía. Nunca pretendí que lo fuera, nunca quise que lo fuera
y, sin embargo, durante un minuto, fue todo lo mía que alguien puede ser”.
67
Trigésimo segundo día, playa sur.
Hundo las manos en los bolsillos del abrigo de lana mientras observo una
ola rizarse sobre sí misma antes de romperse. El día es frío, destemplado,
con grisáceas nubes en el cielo. Camino siguiendo la línea que deja la
marea sobre la arena y alejo la añoranza por el pasado para que no se
convierta en una piedra que me impida avanzar.
Sí, he cambiado. Era inevitable que pasara si quería conseguir algo en la
vida, ser el escritor que nunca soñé ser. El Alejandro Román que escribe
sobre amores imposibles. No fue fácil romper con mis hábitos y ver el
miedo que se escondía tras cada decisión, pero lo peor vino después,
cuando empecé a ser consciente de que, en realidad, siempre había obtenido
aquello que había deseado: pasar desapercibido por la vida, sin problemas
ni esfuerzos.
Sigo caminado, pensativo, mientras la bufanda negra protege mi cuello
del frío. Lo cómico de este planteamiento, del antiguo, digo, es que sólo
obtuve una parte de lo que anhelaba, pues cada pequeño escollo que se
presentaba en mi vida lo convertía en una montaña insalvable que lo único
que hacía era hundirme. Como lo hice al abandonar mi carrera de escritor
porque quería demostrar al mundo lo bueno que era cuando, en realidad, lo
único que deseaba era demostrármelo a mí mismo. Creérmelo. Sentirlo en
la piel.
Me paro a unos metros de la casa que alquilé hace más de un año y una
sonrisa se dibuja en mis labios al recordar las eternas noches de cervezas y
mosquitos; el sentimiento de impotencia y frustración con el que convivía y
a ella; a la protagonista de mi segunda novela.
Sí, así es, al final me atreví a escribir otro libro que, aunque tuvo una
buena crítica, no se convirtió en ningún superventas. Y, sí, la protagonista
de la historia se llama Lucia. Mi Lucia. Nuestra Lucia, después de todo,
siempre le perteneció más al miedo que a mí.
Me giro hacia el mar, cojo un guijarro y lo lanzo al agua. No es el
primero que he tirado desde que he bajado del coche, de alguna manera
espero que se lleve con él todos los pensamientos que Lucia me regaló.
Pero estos siempre regresan a mí, fielmente. Y por más que una parte de mí
lucha cada día por olvidarlos y enterrarlos en el pasado, no se puede ganar
una guerra de antemano perdida. Ella es mi perdición, el sueño de un
posible convertido en un imposible.
El imposible que más me duele.
Epílogo 2
Playa sur.
Ahora camino más ligera, es lo que tiene el no llevar tanto peso sobre los
hombros. Notando la arena escurrirse bajo mis pies cuando la marea se
retira. Sí, me he descalzado y arriesgado a una pulmonía sólo por el placer
de sentir el frío en mi piel. Últimamente hago estas cosas, cosas sin sentido,
sólo por el placer de hacerlas. Supongo que es un empezar a vivir, a
disfrutar de la vida, a olvidar el temor aun cuando éste aún exista.
Sí, de alguna manera, aún sigo ligada a él. A Mario, me refiero. El
proceso de divorcio ya está en marcha y, según Clara, él ha empezado a
salir con otras mujeres, pero eso no quiere decir que me haya dejado en paz,
sólo que necesita desfogarse sexualmente. Así que, hasta que yo consiga un
trabajo en el extranjero, permaneceré aquí, a salvo. Tranquila.
Estoy buscando la manera de embarcarme en una nueva aventura que
me abra las puertas tanto profesionales como personales. Es lo que quiero,
lo que necesito, rehacer mi vida; aunque una pequeña parte de mí siempre
permanecerá anclada a este lugar.
Bajo un instante la mirada hacia mis pies y sonrió. Débilmente.
Sigo abrazada a mis brazos, con las zapatillas de deporte atadas por los
cordones sobre mi hombro. Escudriñando con la mirada el mar. Hasta que, a
lo lejos, diviso la silueta de un hombre de cara a la inmensidad. Mi corazón
da un suave brinco, como si presintiera algo que yo soy incapaz de ver. Lo
ignoro y sigo avanzando. Sólo es un espejismo, una posibilidad tan remota
que ni me atrevo a soñar con ella. Hace ya demasiados meses que dejé de
pensar en él, de recordar su no puedo, de buscarlo inconscientemente cada
vez que me acercaba a este lugar. Él forma parte de mi pasado y el pasado
sólo es el fantasma de nuestro presente.
O eso quiero creer porque, de repente, se gira y…
Epílogo 3
Playa norte. Lucia y Alejandro.
Silencio.
Nuestro silencio.
Sólo nuestro.
Y a la vez tan suyo y mío.
Es como si el tiempo se hubiera detenido. No nos movemos,
permanecemos clavados en nuestro metro cuadrado de seguridad. Rotos.
Persiguiendo sueños, posibilidades pasadas, hasta que mis piernas deciden
acercarse a ella y nuestros ojos tratan de esconder las ganas por tanto
tiempo reprimidas y nuestras bocas luchan por contener la sonrisa que ansía
posarse en nuestros labios.
—Lucia. —Es cuanto puedo decir, aunque nunca una palabra ha
significado tanto para un hombre.
—Alejandro —susurra.
Y seguimos mirándolos, preguntándonos cómo podemos romper la
distancia que nos separa, olvidar los meses pasados y convertir nuestro
silencio en algo tangible; deseable.
Preguntas sin respuesta que se clavan en nuestro corazón.
O por lo menos en el mío, porque ahora que la tengo delante, sé con
toda certeza que no quiero perderla una segunda vez y que, a mi manera,
lucharé por ella. Así que levanto un brazo y acaricio entre mis dedos un
mechón de su cabello.
— ¿Al final conseguiste matar al lobo?
—Hice algo mucho mejor: aprendí a vivir sin él.
Avanzo un paso más hacia ella y, lentamente, bajo la cabeza hacia su
mejilla y susurro muy cerca de su oído:
—Te escribí en un libro.
Coge aire, nerviosa, y sonríe.
—Sí, me leí en tu libro.
Epílogo 4
Playa norte Lucia y Alejandro
Sonrío.
No puedo evitarlo.
Me gustaría decirle que su Lucia literaria ya no existe, que ha ido
desdibujándose con el tiempo hasta convertirse en un fantasma, pero
todavía hay partes suyas en mí. Unas más sombreadas que otras. En
cambio, respiro profundo al sentir su cercanía, su mano en mi hombro,
acariciando un mechón de mi cabello…
Miro sus ojos y siento el corazón latir nervioso en mi pecho. Tanto que
me humedezco los labios y su mirada se desliza como una caricia hasta mi
boca.
—Una vez me pediste que matara al lobo, que te matara, ¿lo recuerdas?
Asiente despacio, sin despegar la mirada de mis labios.
—¿Me dejarías hacerlo ahora?
He captado toda su atención, lo sé porque sus ojos se separan de mi boca
y se anclan en mis ojos. Levanta una ceja, interrogativo, sin ser consciente
del Tsunami de mariposas que este gesto provoca en mi estómago.
—Sí —contesta.
Una parte de mí quiere retroceder en el tiempo y borrar mis últimas
palabras, pero mis pies se ponen de puntillas, rodeo su cuello con los brazos
y lo beso. Con miedo, recordando lo que pasó la última vez que lo besé.
Hundo la lengua en su boca y me emborracho con su sabor.
Un día le entregué un pensamiento de dos dólar, y no supo qué hacer
con él.
Un día lo besé y me devolvió un no puedo.
Un día desapareció de mi vida, porque era poca cosa para sí mismo.
Hoy, en cambio, quiero enfrentarlo a sus ganas, a las mías, y ver qué
hace.
Despacio, mis pies vuelven a apoyarse sobre la arena mientras mis
brazos se deslizan por su pecho hasta quedarse ahí, apoyados. Sigue con los
ojos cerrados y yo me muerdo el labio inferior, nerviosa, expectante a su
respuesta.
Epílogo 5
Playa norte, Lucia y Alejandro.
Siento…
Demasiado.
Tanto que tengo que suspirar para no ahogarme con todas las emociones
que surgen en mi interior.
Lucia, mi Lucia, sigue pegada a mi cuerpo y yo con los ojos cerrados. Si
los abriera, si lo hiciera, vería todos mis secretos. La estrecho un poco más
hacia mí y bajo la cabeza hasta que su pelo roza mi mejilla. Entonces la
respiro.
Permanecemos así una eternidad. Sin movernos. Respirándonos, hasta
que la ausencia de sus labios me hace buscarlos y esta vez soy yo quien la
besa. Con desesperación. Hambriento de ella. Del tiempo perdido. De todo
lo que pudo ser y yo dejé atrás.
Cojo su cara entre mis manos, abro los ojos y la obligo a mirarme.
Quiero que vea todo lo que no puedo decirle con palabras, que vea en mi
interior como si fuera un libro abierto.
—Te escribí en un libro —repito—. Ahora, en cambio, quiero vivirte.
Sonríe, y sonrío, porque ya sabe mis secretos: que yo también he
cambiado y que, si me lo permite, la seguiré vaya donde vaya.
Fin
Querido lector, si te ha gustado esta novela,
me encantaría que dejaras tu valoración en Amazon.
Con tus palabras, me ayudas a mejorar y a seguir escribiendo.
[1]
El cuento de la Caperucita roja fue transmitido oralmente antes de que
Charles Perrault lo tomara y lo escribiera en 1697. Era una leyenda bastante
cruel, destinada a prevenir a las niñas de encuentros con desconocidos. En
su versión, el cuento no tiene un final feliz.
[2]
Según los historiadores, la frase completa popularizada por el poeta romano Horacio fue: “Carpe
diem quam minimum credula postero”. Es decir: “Aprovecha cada día, no te fíes del mañana”.
[3]
Charles Perrault (París 1628-1703), escribió a la edad de 69 años y bajo el seudónimo de su hijo
Pierre Perrault D´Amancour, “Les histories et contes du temps passé avec des moralités, ou Contes
de ma Mére l´O”e. Ocho relatos, que dedicó a una princesa de la corte de Luis XIV. En ellos, estaba
su versión de la Caperucita roja.