Quien Le Teme Al Lobo Feroz - Blanca Santoro

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¿Quién le teme al lobo feroz?

Blanca Santoro
© Copyright 2019; Blanca Santoro.
Diseño de cubierta: Kramer
Depósito legal: B-2266-19

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forma o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, fotocopia, grabación
u otro, o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa
y por escrito de los titulares de copyright.

Esta es una obra de ficción.


Todos los nombres, caracteres, lugares y situaciones que aparecen en ella
son producto de la imaginación del autor y cualquier parecido con personas
vivas o muertas, establecimientos de negocios o lugares, hechos o
situaciones, son pura coincidencia.
Contenido
¿Quién le teme al lobo feroz?
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En la misma playa, un año y medio después
Epílogo
Epílogo 2
Epílogo 3
Epílogo 4
Epílogo 5
Fin
Moraleja

Aquí vemos que la adolescencia,


en especial las señoritas, bien hechas, amables y bonitas
no deben a cualquiera oír con complacencia,
y no resulta causa de extrañeza
ver que muchas del lobo son presa.
Y digo el lobo, pues bajo su envoltura
no todos son de igual calaña:
los hay con no poco maña,
silenciosos, sin odio ni amargura,
que en secreto, pacientes, con dulzura
van a la siga de las damiselas
hasta las casas y en las callejuelas;
más, bien sabemos que los zalameros
entre todos los lobos ¡ay! son los más fieros.

Charles Perrault (1697)


“Le petit chaperon rouge”
1
Playa sur.

De pequeña, mi cuento favorito era el de Caperucita roja. Tal vez,


porque me parecía de lo más aventurero cruzar un tenebroso bosque con
una cesta repleta de comida y tener que enfrentarme al lobo. Aun cuando no
entendía por qué el leñador era quien tenía que matarlo. A ver, no me
entiendas mal, lo último que deseaba era que éste se comiera a la abuelita,
pero jamás entendí por qué un personaje con escaso protagonismo tenía que
ser el héroe del cuento. ¿Es que no podía hacerlo Caperucita?
Vamos, estaba tan segura de que ella podía hacerlo que empecé a
inventarme otros finales. Finales en los que yo, Caperucita Roja, le clavaba
una espada de madera en su abultada barriga (la escoba con la que blandía
el aire de mi habitación) y sacaba a la abuela de sus entrañas. Eso sin hablar
de la ocasión en la que lo hice huir a base de escobazos, (claro, antes de que
se comiera a la abu), y dejaba que el leñador tuviera su segundo de gloria.
¡Así de valiente era yo! ¡Así de ingenua fui siempre!
Después, al irme haciendo mayor, el cuento dejó de ocupar un lugar
especial en mis estanterías y fue sustituido rápidamente por novelas de
aventuras y de fantasía y, como no, empezaron a aparecer lobos reales en mi
vida. Lobos tan hambrientos como el del cuento. Solo que estos no querían
devorarme o, por lo menos, no del mismo modo que el de los hermanos
Grimm. Estos pertenecían, más bien, a la versión de Charles Perrault[1]. Pero
estaba en esa edad en la que deseas que te coman, así que me convertí en la
dulce caperucita del cuento.
Los besos son divertidos y más si tu acompañante sabe cómo iniciarte
en ellos.
Fui a la universidad y conocí a más mamíferos, unos con los caninos o
el pelo más largo que otros, pero, en definitiva, animales hambrientos. El
campus de cualquier universidad es un zoo repleto de una fauna realmente
exótica y yo me sentía muy bien en medio de esa jungla de seducción y
sexo. Esto no quiere decir que fuera una pésima estudiante, al contrario,
disfrutaba mucho aprendiendo lo que iba a ser mi trabajo, mi fuente de
ingresos, mi vida. Así que, el día que me gradué, salí a celebrarlo junto a
mis amigas como si no hubiera un mañana.
Fuimos al local que estaba de moda en aquel entonces y tuvimos suerte
de encontrar un pequeño reservado en el que nos acomodamos como si no
fuéramos a levantarnos jamás. Era nuestro rincón. El mundo nos pertenecía
y pensábamos gritarlo a los cuatro vientos.
Fue ahí donde conocí a Mario.
Mi lobo particular.
Alto, atlético, cabello negro, pestañas largas, abogado. Carismático. Tan
seguro de sí mismo que acabó por conquistarme. Me enamoré de él y él de
mí. De eso estoy segura. Se lo veía en los ojos cada vez que hacíamos el
amor. Cada vez que lo sorprendía mirándome. Cada vez que me lo
susurraba al oído y yo me estremecía.
Lo que no sé es qué pasó después, por qué todo se rompió.
2
Playa norte.

Estoy sentado en el porche de la casa de la playa que he alquilado hasta


septiembre. Bebiendo. Observando el mar mientras la cálida brisa se pega a
mi piel y trato de convencerme de que no estoy perdiendo el tiempo; de
que, en cualquier momento, encontraré algo sobre lo que escribir: una gran
historia que me devolverá a la cumbre.
Sin embargo, mi mente no deja de enviarme señales contradictorias.
Como, cuando, a los catorce años, quería trabajar en un circo como payaso
y me imaginaba con la cara pintada de blanco, luciendo una enorme sonrisa
roja y sujetándome unos pantalones unas diez tallas más grandes que yo.
Era tal mí afán por convertirme en el mejor payaso del mundo que, de
noche, cuando apagaba la luz de mi cuarto, me dormía soñando con el
público que acudía al circo solo para verme. Oía sus risas, sus ovaciones,
sus aplausos… Hasta la noche en la que tropecé con los enormes zapatos
que llevaba y caí al suelo. En ese instante, con esa sonrisa tonta dibujada en
la cara y el temor anudado en la garganta, traté de levantarme, pero entre los
pantalones y los zapatos parecía un pez a punto de asfixiarse. Así que el
público empezó a impacientarse, a gritarme, a abuchearme, a exigir que le
devolvieran el dinero de la entrada.
Ya no se reían conmigo, sino que se burlaban de mí.
Quizá por eso empecé a fantasear con la posibilidad de ser policía. Me
veía resolviendo crímenes al más puro estilo de las series americanas que
veía en la televisión. Ya me entiendes, persiguiendo a los malos por
estrechos callejones, saltando vallas y bebiendo en bares después de cada
jornada laboral. Pero este sueño fue rápidamente sustituido por el de ser
astronauta, después por el de ser futbolista y más tarde por el de ser
informático. Después vino la etapa en la que quería ser veterinario,
empresario y cocinero.
Al final, terminé estudiando medicina.
Esta vez tardé tres años en renunciar. Justo lo que necesité para darme
cuenta de que si seguía ese camino me pasaría la vida viendo enfermos. Y
yo soñaba con vivir, con exprimir la vida al máximo y crear mi propia
versión del «carpe diem quam minimum credula postero»[2]. Así que entré a
trabajar en una fábrica cómo peón en una cadena de montajes para poder
independizarme y hacer realidad mi sueño.
Y eso hice. Durante ocho años compartí piso con dos compañeros de
trabajo y me dediqué a disfrutar de la vida: fui a Francia, Italia y Gran
Bretaña, y salí de fiesta todos los fines de semana. Me emborraché más de
una vez y me dejaron y dejé hasta el día que me despidieron del trabajo por
reducción de plantilla. Entonces… bueno, entonces vino la búsqueda
frenética e infructuosa de trabajo, el tener que regresar a casa de mis padres
con tres maletas cargadas de libros y ropa por lavar. El volver a depender de
ellos. El volver a empezar. El no tener nada que hacer, salvo lamentar mi
situación.
Era como si el mundo se hubiera olvidado de mí y yo ya no tuviera
ningún papel importante que representar: me convertí en una ficha
innecesaria, inservible, que alimentar. Un fantasma más de la lista de
desempleados. Un número. Una sombra que vivía del pasado. Del todo lo
que hubiera podido hacer y no hice.
Empecé a beber, a fumar, a darme igual todo. Era un recipiente vacío,
sin sueños ni esperanzas. Un ocioso del sistema, creado por el propio
sistema. Hasta la noche en que me senté frente al ordenador y volqué toda
mi frustración en una página de Word.
Y triunfé.
Nunca lo pretendí. Nunca soñé con ser escritor. Sencillamente me
dediqué a vaciar toda mi impotencia en un documento que, poco a poco, se
fue transformando en una novela sobre sueños rotos e ilusiones. Fue toda
una sorpresa. Un motivo de orgullo para mis padres, que por fin les
demostraba que servía para algo más que para salir de fiesta. Sobre todo,
cuando el libro se convirtió en best seller y su hijo empezó a ganar dinero.
A ser alguien. A salir en los periódicos. A ser reconocido. A dejar de ser él
para reencarnarse en otra persona.
En un completo desconocido que no sé cómo volver a ser.
3
Playa, sur.

Me llamo Lucía.
Nací hace veintinueve años en un pueblecito muy cerca de Madrid y me
gradué, como bien sabes, en arquitectura. La noche en la que mis amigas y
yo salimos a celebrar la vida que nos esperaba fuera del campus
universitario bailamos, bebimos y me enamoré del hombre que se
convertiría en mi marido.
Sí, no fue exactamente así. El hecho de enamorarme vino después, con
el tiempo. En un principio, Mario sólo fue una distracción, alguien divertido
con quien pasar algunas noches; con quien reír y compartir mis dudas sobre
mi futuro. Pero era inevitable que pasara. Me refiero a enamorarme de él.
Era dulce, cariñoso, y siempre me escuchaba. Y, cuando notaba que el día
no me había ido tan bien como yo hubiera deseado, me hacía reír. Es más, a
los dos meses de salir como pareja, me regaló un ramo de rosas con una
pequeña nota en su interior:

Eres todo cuanto soñé, cuanto pedí en la vida.


Te amo.

Y ahora te pregunto yo: ¿cómo no iba a enamorarme de él?


Nos casamos. Tres años después de empezar a salir, el mismo día que
nos conocimos en Madrid. Siempre había fantaseado con la idea de casarme
con un vestido estilo princesa y mi familia no dudó ni un segundo en
pagarme este capricho. Después de todo, había sido una buena hija; siempre
hice lo que se esperaba de mí.
En fin, el cura nos bendijo, el arroz cayó sobre nosotros a la salida de la
iglesia, cortamos el pastel de cuatro pisos juntos, bailamos como si nadie
fuera capaz de despegarnos y salimos de luna de miel. Fuimos en busca de
playa. De sol. De hamacas y cócteles. De música caribeña. Paseamos por la
playa, comimos, hicimos el amor y volvimos a hacer el amor. Pero, por más
que lo intento, no consigo ver qué no vi entonces; qué señal no supe
detectar a tiempo. ¿Por qué el hombre con el que me casé, el hombre que
decía amarme necesitaba pegarme e insultarme para demostrarme lo
equivocada que estaba; que yo le pertenecía?
4
Playa, norte.

Bajo la mirada hacia el botellín que sostengo por el cuello y bebo un trago
de cerveza; seguido de un segundo. Mi único objetivo esta tarde es
emborracharme y olvidarme de mi otro yo; del que escribió Tiempos
convulsos. Cierro los ojos y me dedico a escuchar el rumor de las olas al
romper sobre la arena; a sentir la pegajosa caricia del viento en la piel
expuesta de mis brazos y piernas. Intento centrarme en la tranquilidad que
me rodea, pero mi mente está inquieta. Así que abro los ojos y descubro a la
mujer que ha aparecido de la nada frente a mi casa. Etérea, frágil, con un
vestido blanco por encima de las rodillas y el pelo largo meciéndose con el
viento.
Fuerzo la vista por si puedo distinguir algún rasgo de su rostro, pero,
desde aquí, solo es una figura estática frente a la inmensidad. Recorro la
playa con la mirada, la vastedad de arena y casas que conforman la costa, y
vuelvo a centrarme en ella. Después de todo, este sitio es bastante solitario
y hace más de una semana que no me he tropezado con nadie.
Bebo otro sorbo, absorto en el bajo de su vestido, en cómo el viento lo
agita contra sus piernas, lo levanta y pega a sus muslos. Subo los ojos hasta
sus caderas y me entretengo más de la cuenta en su cintura hasta que me
doy cuenta del chal rojo que lleva sobre los hombros.
Joder, sólo verlo y ya siento cómo un hilo de sudor se desliza por mi
espalda.
No sé por qué se envuelve con esa tira rectangular de tela, sólo que ésta
excita la parte que hay en mí de escritor. Tanto que mi mente empieza a
elucubrar posibles historias del por qué está aquí, sola, abrazada a sí misma,
inmóvil, como si fuera una estatua de sal adorando el mar. Y se me ocurre
que puede ser porque su novio la ha dejado plantada justo cuando estaba a
punto de pronunciar el fatídico sí quiero. Momento en el que él le revela
que no puede casarse con ella porque se ha enamorado de su mejor amiga o
de su hermana; no no, mejor de su madre, es más fuerte; aunque más
impactante sería si fuera del cura.
Joder, ya puestos, que encima sea mormón.
Vacío de un trago el botellín y noto el sabor amargo de la frustración
bajando por mi garganta. Necesito encontrar una historia que enganche al
lector, que transmita la fragilidad y la desolación de la imagen que tengo
frente a mí. Entrecierro los ojos como si esperase ver materializase la
historia en el aire y tomo una decisión. Después de todo, puede que todo se
reduzca a este momento, a ser capaz de coger lo que el universo me ofrece,
sin cuestionarme nada más.
Así que me levanto y me acerco a ella en busca de la inspiración que me
hace falta para sentarme de una puta vez frente al ordenador y empezar a
teclear algo que tenga sentido.
Camino despacio, como si una parte de mí temiera asustarla, aunque
esto no me impide apreciar cómo la brisa juega con su cabello, liberando
destellos plateados, ni cómo los largos flecos del chal ondean suavemente a
su paso mientras ella observa el mar; ajena a todo lo que pasa a su
alrededor.
A mi presencia, inclusive.
Me detengo a un metro suyo, me paso indeciso una mano por el pelo y
desvío la vista un segundo antes de volver a mirarla. Ahora o nunca, me
digo, y suelto lo primero que me viene a la cabeza.
—Buen día para surfear, ¿no? —Sí, bueno, sin comentarios, porque si
esto es lo mejor que puedo hacer, no me extraña que mi creatividad me haya
abandonado.
Ella se sobresalta, puedo ver cómo sus hombros se tensan, al igual que
el chal sobre su espalda. Sigue con la vista clavada en el horizonte y yo
decido acercarme un paso más.
—No es que piense salir a cabalgar ninguna ola, en realidad, ni siquiera
tengo una tabla con que hacerlo, pero es algo que siempre he querido hacer.
— ¿En serio, machote?
Nada. Como si estuviera hablando solo. Quién sabe, a lo mejor lo estoy
haciendo, después de todo, puede que sea sorda. Aunque si lo fuera, ahora
mismo sus hombros no estarían tan tensos. Así que me acerco un paso más
hasta situarme a su lado y decido que sea ella la que dé en esta ocasión un
paso hacia mí y me mire. Permanezco con la vista al frente, con las manos
en los bolsillos del pantalón corto, esperando, pero ella me da la espalda y
se va.
5
Playa, norte.

El miedo se apodera de mi cuerpo al oír su voz.


No sé quién es ni que quiere, pero mi mente me pide a gritos que me
vaya, que no le dé a Mario otro motivo para enfadarse conmigo. Y yo deseo
complacerla. Tanto así que me obligo a girarme despacio como si no fuera
consciente de su presencia y me alejo.
Camino siguiendo la orilla, con la vista clavada en la arena, dejando que
el miedo se vaya suavizando; sin exigirle nada, sin prometerle nada, solo
dejando que exista. Trato de no identificarme con él, de verlo desde la
lejanía, como una amiga me recomendó que hiciera cada vez que éste
saliera a flote, pero no sé si es la mejor manera de vencerlo.
Debo aclarar que mi amiga Clara ha entrado en una nueva fase de vida
en la que devora todo libro de autoayuda que encuentra en su camino. Me
hubiera gustado preguntarle qué es lo que no va bien en su mundo, pero
cuando tuve el valor de rogarle que nos viéramos en la cafetería de su barrio
para que me ayudara a desaparecer, solo sentía vergüenza.
Vergüenza de haber sido golpeada, humillada y castigada. De lo que
pudiera pensar la gente, de si me lo merecía. Pero, sobre todo, de que
alguien de mi familia pudiera enterase de cada uno de los golpes que
almacenaba mi cuerpo, como si fuera una caja a punto de romperse. Por eso
me presenté con un jersey de manga larga en pleno mes de junio cubriendo
los moratones de mis brazos.
Sin embargo, ella no dijo nada. Sólo puso una mano sobre la mía y la
apretó con suavidad. No me juzgó. Se limitó a escucharme, a hacer una
llamada y apuntarme la dirección de este lugar.
—Aquí estarás segura. El año pasado necesitaba alejarme de todo y pasé
el verano en ese lugar. Nadie te encontrará.
—Gracias —susurré con la vista en el café intacto, notando cómo las
lágrimas se deslizaban por mis mejillas.
— ¿Necesitas que te acerque?
—No. Sí, por favor. —Era tal el miedo que corría por mis venas, que me
sentía incapaz de regresar a casa, como si Mario pudiera adivinar que
planeaba dejarlo.
— ¿Te parece si nos vamos ya?
—Sí, por favor —dije mirándola a los ojos; dejando al descubierto, en
mi mandíbula, el último moratón que Mario iba a estampar en mí.
Necesitaba desesperadamente alejarme de él porque lo odiaba y amaba a
partes iguales y porque necesitaba quererme a mí.
6
Segundo día. Playa, norte.

Son las siete de la mañana y apenas he dormido. Apoyo los codos en el


escritorio y la frente en las manos entrelazadas. Joder, estaba convencido de
tener una buena historia. Respiro hondo para calmar mi frustración y me
levanto para prepararme un café. Voy a la cocina, saco una taza del armario,
pongo una cápsula en la cafetera y apoyo las manos en el mármol de la
repisa, al sentir cómo un grito de desesperación pugna por salir de mi
pecho.
Joder, sólo pido ser capaz de escribir un párrafo sin sentir que es una
bazofia.
Me apoyo en la isla central de la cocina con el móvil en una mano. Abro
los mensajes y siento cómo la realidad vuelve a golpearme. El primer
mensaje es de mi editor y no tengo nada que ofrecerle; tan en blanco como
hace siete meses, cuando me instalé aquí. Me paso una mano por el cabello
antes de abrirlo y leer: «Ni el dinero ni la fama son eternos. Sigo
esperando».
Escueto.
Efectivo.
Demasiado efectivo.
Tanto que cierro un instante los ojos para tratar de relajarme y después
miro el mar a través de la ventana de encima el fregadero. A estas horas,
debería de estar sentado ahí fuera disfrutando del primer café del día, pero,
en vez de eso, me aprieto el puente de la nariz y me preparo para mentir:
«En dos meses tendrás algo».
Apago el móvil sin mirar los otros mensajes y saco una cerveza de la
nevera. Algo que me ayude a suavizar la frustración y la rabia que siento.
Salgo al porche y la suave brisa de principios de julio me envuelve en su
asfixiante abrazo mientras el calor se pega a mi piel como si me hubieran
soldado a un radiador en pleno funcionamiento.
Bebo un trago y observo a una gaviota descender en picado y capturar
su alimento en la superficie del agua. No puedo evitarlo, mi boca se tuerce
en una sonrisa cargada de ironía al pensar que muchos escritores
encontrarían esta escena majestuosa, incluso algunos dirían que es poesía
para el alma. En cambio, para mí, sólo es una de las muchas aves marinas
que asolan nuestras costas en busca de alimento; hasta, si me fuerzas, una
fotografía en blanco y negro que colgar en una exposición, pero sin fuerza
narrativa detrás.
Deslizo la mirada hacia la soledad de este lugar, a las casas deshabitadas
a pie de playa, y noto cómo mi corazón se acelera al descubrir a la mujer
del chal ensimismada en las huellas que sus pies van dejando sobre la arena.
Inmediatamente mi boca esgrime una sonrisa. Después de todo, parece que
voy a tener una segunda oportunidad para conseguir mi historia.
7
Playa, sur.

Hace más de una hora que camino sin ser consciente de adónde me llevan
mis pies, solo con la necesidad de huir de mí misma y de los recuerdos que
se agolpan en mi cabeza. Del millón de preguntas sin respuesta que me
ahogan con sus infinitos porqué.
¿Por qué dejé y permití que las cosas llegaran tan lejos?
¿Por qué oculté la violencia de Mario ante todos?
¿Por qué perdoné y justifiqué cada una de sus agresiones?
¿Por qué me alejé de mi familia y de mis amigas para poder estar bien
con él?
Me detengo, cierro los ojos y alzo la cabeza hacia el sol mientras la brisa
juega con mi cabello y me envuelve en su caluroso abrazo. Dejo que el
calor aleje las pesadillas que aún forman parte de mi cuerpo y, por un
instante, celebro el estar viva.
Si pudiera, si existiera una fórmula mágica de borrar el pasado y
empezar de cero…
8
Playa, norte.

—Déjame adivinarlo: ¿has venido a preguntarme si conozco a alguien


que pueda enseñarte a surfear? —El comentario no es muy ingenioso, hay
que reconocerlo, pero tampoco lo fue el de ayer. Así que para qué me voy a
estresar.
Ella abre los ojos de golpe y me mira. Es guapa. De piel clara, aunque
sus mejillas lucen un tono más alto. Su boca es grande, de labios carnosos,
y puedo ver perfectamente cómo aprieta los dientes. Así como el miedo que
hay en sus ojos. Un temor que aumenta aún más mi curiosidad. Eso sin
mencionar que a una parte de mí le gustaría abrazarla. Como, cuando de
niño, veía a un gato o a un perro abandonado y mi madre me soltaba la
cantinela de siempre: «No te lo puedes llevar a casa, no te encariñes con él.
Suéltalo y lávate las manos».
De alguna forma, el miedo que veía en ellos es el mismo que me
muestran sus ojos.
Meto las manos en los bolsillos del tejano corto para demostrarle que no
tiene nada que temer y sonrío.
— ¿No te parece curioso que volvamos a encontrarnos?
No, por el modo como retrocede, no parece muy contenta de volver a
verme. Baja la vista, se aparta un mechón de pelo de la cara y me da la
espalda. Tensa, al igual que el chal sobre sus hombros. Suspiro y camino
junto a ella, dejando que su mirada se pierda en nuestros pies descalzos
sobre la arena.
Soy consciente de que no quiere mi compañía, seguramente la de nadie,
pero también de que no me lo ha dicho. Por lo menos, no con palabras, así
que me aprovecho de su silencio y decido acompañarla en su huida.
—Soy escritor. Quizá has leído mi libro: Tiempos convulsos. —Esta vez
el comentario es premeditado, a todo el mundo le gusta codearse con un
famoso y, si éste es escritor, lo más probable es que le sueltes toda tu vida
esperando verla novelada. Y esa es mi intención. Así que espero con una
sonrisa una reacción de su parte, pero lo único que obtengo es mi propio
suspiro de decepción al ver el nulo interés que despierto en ella.
Contemplo las casas que vamos dejando atrás, todas hermosas, de gente
bien, y no puedo evitar preguntarme qué hace ella aquí. Con esto no quiero
decir que no pertenezca a este ambiente; el infiltrado, en todo caso, soy yo.
Sólo que hay algo en ella que no encaja en este lugar.
— ¿Puedo preguntarte que haces aquí?
Giro la cabeza para observarla, pero solo obtengo una cortina plateada
que me impide ver su rostro. No me importa, en serio, no me importa que el
único sonido que nos sobrevuele sea el graznido de las gaviotas. De alguna
manera, su silencio compagina con el miedo de sus ojos y su historia se
vuelve aún más enigmática. Justo lo que necesito para mi novela: una
protagonista con un pasado traumático.
Ahora solo tengo que descubrir la raíz de sus temores.
Así que miro al frente, a la arena caliente que aguarda nuestras huellas,
y continúo con mi soliloquio.
—Entiendo que no quieras decirme nada, después de todo, podría ser un
loco. Y quizá lo sea. Quiero decir que llevo siete meses aquí, sólo y, aunque
soy una excelente compañía, este lugar es tan solitario que he empezado a
hablar con las gaviotas. Y puedo asegurarte de que es una experiencia
bastante frustrante.
La miro por si hay algún cambio en su actitud, pero nada. Sonrío, por si
acaso, y añado:
—Espero no te importe aguantarme un par de metros más.
La sonrisa se seca en mis labios.
Hundo las manos en los bolsillos y me encojo de hombros. Si quiero
saber algo de ella, quizá deba ofrecerle un pedazo de mi alma, es un cambio
justo y razonable.
—Si tengo que ser sincero, poca cosa más he hecho desde que estoy
aquí. Me refiero a lo de hablar con las gaviotas. Vine en busca de
inspiración para escribir mi segunda novela y aún estoy esperando a que me
encuentre. No es que yo no haya hecho nada para que vuelva a mí, es que
—Miro el cielo azul sobre nosotros y un músculo de mi mandíbula se tensa
—. La verdad es que me he rendido. Me he rendido sin presentar batalla.
Ella sigue observando nuestros pasos y, durante un rato caminamos en
silencio, uno junto al otro, sin mirarnos; ella con la vista clavada en la
arena, rígida, esperando el momento en que el miedo de sus ojos se
materialice y, yo, agradecido de poder disfrutar de este momento de
distracción, de poder expresar en voz alta lo que no me atrevo a confesarme
a mí mismo: que, tal vez, mi sueño de ser escritor es solo eso, un sueño;
como tantos otros he tenido.
Al final me detengo y, durante una milésima de segundo, me parece
detectar en su cuerpo una pauta de indecisión, cómo si no supiera
exactamente qué debe hacer: si pararse o seguir su camino.
Sigue su camino.
—Me ha encantado charlar contigo, de verdad —le digo a su espalda—.
Si alguna vez sientes ganas de saber algo más sobre mi estúpida carrera
como escritor, ya sabes dónde encontrarme. En serio, piénsatelo, tampoco
es que tenga nada mejor hacer, aparte de hablar con las gaviotas, claro.
9
Por la noche, Playa, sur.

Antes de conocer a Mario, solía imaginarme cómo sería la casa donde


viviría cuando fuera una arquitecta famosa. Grande, moderna, con grandes
ventanales con vistas al jardín; a los rosales, a los cerezos… Pero la
estancia que más visitaba en sueños era el salón: minimalista, y con una
gran chimenea de piedra en el centro. Me gustaba verme en el sofá
bebiendo una copa de vino junto a mi brillante y sexy marido, oyendo el
crepitar de los troncos. Era una imagen perfecta; idílica, de cómo sería mi
vida.
Sólo que ahora, frente a una chimenea que no es mía, no puedo
acurrucarme en el sofá sin que la voz de Mario resuene en mi cabeza. Así
que bebo directamente de la botella, tratando de olvidar su: «la culpa es
tuya». Al principio sólo era una broma, un juego. Ya sabes, si comiendo se
manchaba la camisa o se le caía algo al suelo, me soltaba esta coletilla y yo
refunfuñaba o reía; dependiendo del humor del momento. En sus ojos aún
había amor, al igual que en los míos. Sólo que, con el tiempo, él empezó a
creer que de verdad yo tenía la culpa y el: «maldita sea, esto es culpa tuya»,
empezó a alargarse con descalificativos como zorra o estúpida. Insultos que
cada vez me herían más hasta llegar a creer que sí, que, de algún modo, era
culpa mía.
Era tal su afán por hacerme sentir inferior, que no dudaba en
menospreciar cada una de mis creencias. Como, cuando se burlaba de mi fe
acerca de Dios, de la vida o sobre lo que debía ponerme para salir con él.
Como, cuando me decía que estábamos mejor solos, que mis amigas eran
unas putas celosas, que lo único que querían era separarnos, y que mi
familia no sabía ver todo lo bueno que él hacía por mí. Como, cuando me
señalaba los errores que yo cometía y me dejaba mensajes en el móvil para
recordarme que no era capaz ni de plancharle una camisa. Pero lo que más
me dolía eran sus silencios, sus miradas llenas de rabia y decepción. Sobre
todo, cuando intentaba explicarle que su comportamiento me hacía daño y
él se retiraba a su despacho sin escucharme. Como si yo no fuera nada,
nadie.
¿Qué haría si supiera dónde estoy? ¿Y si me viera pasear con el extraño
que me sigue? Apoyo la cabeza en el respaldo del sofá y bebo un sorbo de
vino caliente para borrar la pegajosa huella del miedo en mi piel. No quiero
pensar en lo que sería capaz de hacer ni sentir cómo el miedo se apodera de
mí hasta robarme el aliento. Prefiero evitar a ese desconocido. Salir a
caminar por otros senderos, quedarme aquí, encerrada. Cualquier cosa que
me mantenga a salvo.
10
Tercer día. Playa, en el pueblo.

Estoy sentado en la terraza de uno de los bares que hay en la plaza. Esta
mañana he decidido cambiar el rumor del mar por el bullicio de la gente.
Necesito distracción, pensamientos nuevos y, por más que encuentro
interesante a la desconocida del chal rojo, no es muy sano por mi parte
esperarla sentado cuando lo más probable es que me evite. Después de todo,
para ella, debo de ser el loco que les habla a las gaviotas.
Saboreo un primer trago de café y sonrío; fuerte, como me gusta. Miro a
unas chicas sentarse en la terraza de al lado y mis ojos se pierden en la piel
expuesta que dejan ver los pantalones tan cortos que llevan. Subo despacio
la mirada hasta sus pechos y noto cómo mi cuerpo me recuerda que llevo
siete meses sin sexo.
Inmediatamente escupo parte del café.
Espera, siete meses es lo que llevo en la casa de la playa. Exactamente
sin echar un polvo… Me atraganto con un segundo sorbo de café y toso. Ni
yo mismo me lo creo. ¿Hace más de un año que estoy a dique seco?
Mierda, no sabía que estaba tan mal.
Ni que estaba mal o tan mal.
¿Lo estoy?
A ver, no nos alarmemos. Es normal que no haya tenido sexo durante un
año, tenía cosas más importantes en las que pensar como, por ejemplo, en si
seré capaz de superarme y escribir un nuevo best seller. Este tema es capaz
de dejar impotente a cualquier hombre.
Joder, ¿he dicho impotente? ¿Ahora ya no se me levanta? Vuelvo a
mirar a las chicas y, sí, noto que tengo ganas de sexo, pero mi miembro no
hace ningún esfuerzo por saludarme.
Lo que me faltaba.
Me termino el café, dejo la taza en el platillo sobre la mesa y vuelvo a
mirarlas. Deben de creer que soy un pervertido, un treintañero que sueña
con acostarse con jovencitas y, visto lo visto, no deja de tener su gracia.
Tanto que me imagino de pie frente a ellas, esgrimiendo mi mejor sonrisa,
antes de soltarles un: «Me encantan vuestros cuerpos, el de toda mujer, pero
sólo disfruto del paisaje. Y más ahora que mi masculinidad se ha declarado
en baja indefinida».
En vez de esto, dejo el importe de la consumición en la mesa, me
levanto y voy en busca de una librería. Necesito entretenerme, pensar en
otras cosas, y qué mejor manera que leyendo algún libro interesante.
Camino por las calles del pueblo mientras mi mente persiste en recordarme
el gran fraude de escritor que soy. Que, una vez le diga a mi editor que no
tengo ningún manuscrito que ofrecerle, todo se habrá terminado; justamente
cuando cuesta tanto encontrar trabajo.
Abro la puerta de la librería y agradezco que el dueño tenga puesto el
aire acondicionado.
—Buenos días, Pepe.
— ¿Todavía andas por aquí? —me responde éste desde detrás del
mostrador—. Estaba convencido de que ya te habrías marchado.
—Estoy pensando en quedarme otros dos meses más.
— ¿Eso quiere decir que la novela va bien?
Sonrío, ¿qué puedo decirle? Cuando llegué a finales de diciembre no era
tan agradable salir a pasear por la playa, así que me dedicaba a venir con
cierta frecuencia al pueblo en busca de algún libro o historia que despertase
en mí la necesidad de volver a escribir. Y, bueno, Pepe, el propietario de la
librería, me reconoció y creyó que estaba escribiendo una nueva novela.
Una verdad a medias que yo no vi ninguna necesidad de desmentir. Después
de todo, es más fácil así. Por lo menos para mí.
Me acerco a la estantería de historia y reviso los títulos. Descarto
algunos, otros leo la sinopsis, pero ninguno consigue llamar mi atención
hasta que saco uno sobre la antigua roma. Es un periodo de tiempo que
siempre ha llamado mi atención y quizá ha llegado la hora de dejarse
arrastrar por la curiosidad. Después de todo, no tengo nada mejor a hacer.
11
Mediodía, playa sur.

Sol. Ardiente. Me humedezco los labios y dejo que el calor abrace mi


cuerpo. Hace más de una hora que he salido a caminar y, la verdad, no tenía
previsto alejarme tanto. Miro detrás de mí y solo veo una playa desierta,
bordeada de lujosas casas. Giro la cabeza hacia el frente y más de lo mismo.
¿Cuánto he caminado? No lo sé, pero sí que necesito hidratarme, tanto por
dentro como por fuera.
Dejo caer el chal sobre la arena, me quito el vestido y pongo las
zapatillas encima de la ropa para impedir que una bocanada de aire la
arrastre mar adentro. Llevo un traje de baño de esos antiguos, con volante
en el pecho. Lo encontré en un cajón del armario de la habitación donde
duermo. Lo he lavado a consciencia y puesto esta mañana, sin mirarme en
el espejo. Todavía soy incapaz de verme desnuda, de aceptar que no
merezco cada uno de los moratones que Mario dejó en mi piel. Puede que la
marca de su decepción ya no esté visible, pero el dolor y la humillación
siguen bien presentes en mi vida. Como el miedo. Por eso me niego a
recordar su voz diciéndome que me estoy exhibiendo, que, a quién quiero
provocar, que para qué está aquí, conmigo, si lo único que hago es
mostrarme para que otros me miren.
Me acerco al agua y un escalofrío de miedo recorre mi cuerpo al creer
sentir su mirada. Aprieto las manos en puños y doy un paso y otro y otro
hasta que mis piernas se acostumbran a la fría temperatura del agua. Avanzo
un poquito más, me pinzo la nariz con dos dedos y me sumerjo.
Algo dentro de mí se destensa.
Estoy viva, y lo sé porque mi cuerpo me pide salir a la superficie a
respirar.
Y porque yo quiero obedecer a mi cuerpo.
12
Atardecer, playa norte.

Estoy sentado frente al mar, esperando ver lo que casi nadie ha visto.
Hace unos meses escuché en la radio a un locutor afirmar que, después
de años, por fin había visto el escurridizo destello verde que aparece a la
puesta o a la salida del sol. En ese momento no sabía a qué se refería, así
que lo busqué en san Google y, según Wikipedia —la madre de toda la
sabiduría—, se trata de un fenómeno óptico atmosférico en el que se puede
ver un punto verde sobre la posición del sol. Dicho fenómeno solo dura uno
o dos segundos.
Otras fuentes, en cambio, afirman que solo lo pueden ver las personas
enamoradas.
De ser así, está claro que hoy tampoco lo veré.
Para eso tendríamos que retroceder a mis tiempos de universitario o de
operario de fábrica: cuando salía con Laura, estudiante de veterinaria, o con
Carla, compañera de trabajo. La primera me dejó, decía que yo era
demasiado impersonal con la vida; la segunda la dejé yo, era demasiado
personal con la vida.
Aparte de ellas, he flirteado y aceptado invitaciones a tener sexo rápido
en el baño de discotecas, así como en el coche, en su casa o en mi cama. He
vivido y asumido los riesgos de pasar la noche con una desconocida, como
también me he llevado algún que otro desplante al proponérselo a la
persona inadecuada. Sólo que ahora…
Ahora ni me planteo la posibilidad de enamorarme. Mis días y noches
están consagrados a la escritura o a la falta de ella. A la desconsoladora
sensación de fracaso que siento cada día al sentarme frente al ordenador y
comprobar que sigo sin nada que decir.
Bajo la mirada hacia la arena y miro el libro que esta mañana he
comprado y vuelvo a observar el horizonte, la cada vez más exigua línea de
claridad. Estoy seguro de que lo que más extrañaré cuando me marche de
este lugar serán las puestas de sol; la tranquilidad de este momento, el sentir
que, en realidad, nada importa.
Sonrío; porque ni yo mismo sé lo que me digo.
Vuelvo a posar la mirada en el horizonte y la sonrisa pierde fuerza. Me
levanto, cojo el libro y le doy la espalda al mar. Después de todo, ¿quién
quiere ver un destello verde cuando no es capaz de sentarse a escribir una
novela? Despacio, enfilo el camino hacia la cerveza que aún no me he
tomado. Me apetece tumbarme en el sillón y perderme en las letras que otro
ser humano ha sido capaz de tejer, como una vieja tejedora de dedos hábiles
y ligeros, mientras vacío la nevera.
13
De noche, playa sur.

Sola en esta inmensidad. Aunque nunca lo estoy. El miedo se ha convertido


en una parte de mí y, aunque caminara en la más absoluta oscuridad, él
seguiría existiendo. Así que clavo la vista en mis piernas sin saber adónde
me llevan, solo con la necesidad de alejarme de las noches sin sueño y de
los ansiolíticos que no quiero tomarme. De las tilas y de las valerianas que
me esperan en la despensa de la cocina.
Camino sin pensar, contando en voz queda mis pasos: «Doscientos
treinta y dos, doscientos treinta y tres…». Cualquier cosa que rompa los
recuerdos, el dolor, la humillación y la vergüenza. Las preguntas sin
respuesta y las respuestas sin preguntas. Cualquier cosa que me ayude a
olvidar los moratones y las ganas de llorar y de gritar que tengo. La
impotencia del que se sabe víctima y el dolor del que se siente traicionado.
El millar de porqués y el silencio que los rodea.
Me abrazo y siento como el chal se tensa en mi espalda.
Es de noche y el cielo está plagado de estrellas. Lo sé porque antes las
he mirado, como si quisiera asegurarme de que seguían ahí, que nadie las
había apagado. Ya hay bastante oscuridad en mi vida y esta noche necesito
que brillen para mí.
Escucho el rumor de las olas y noto cómo me voy tranquilizando. Es
como una canción de cuna sin voz, una plegaria para el alma. Sigo
caminando, contando, despacio, sin prisa, después de todo no pretendo
llegar a ningún sitio. Sólo es un huir de mí misma, de mis miedos y
recuerdos. De la posibilidad de que Mario me encuentre y de que todo
empiece otra vez y de que esta vez sea la última.
Sí, sé que debería de haber puesto una denuncia contra él la primera vez
que me pegó, pero nunca tuve fe en el estado. Sinceramente, nunca creí que
pudieran defenderme de él, después de todo, es abogado y trabaja en un
bufete bastante famoso. Pero, en el fondo, lo que más temía era su
represalia. No sabía qué pasaría conmigo una vez puesta la denuncia, si
tendría que regresar a casa, a su malhumor, a su agresividad, a mi miedo. Y,
aunque pensé en buscar información sobre el procedimiento a seguir, no
podía informarme a través del móvil porque él lo controlaba. A veces se lo
llevaba al trabajo y me dejaba encerrada en casa. Sola. Temiendo su
regreso. Ansiando su regreso. Su amor.
Me paro y observo el mar, lo que logro ver de él. Cierro los ojos y me
dejo acunar por su suave murmullo. Esta noche necesito una nana que me
ayude a olvidar. Una melodía que sane las heridas de mi cuerpo y de mi
alma.
14
Playa norte.

Me he sentado en el porche, con una cerveza en una mano y el libro que he


comprado esta mañana en la otra. Lo único que pretendía era relajarme,
pero no creo que haya sido una buena idea. Vamos, no lo ha sido, de eso
estoy seguro; es más, si sigo aquí mucho más tiempo, los mosquitos no
tardarán en dejarme más seco que un cadáver expuesto al sol.
Dejo el botellín en el escalón y trato de ahuyentar el molesto zumbido
que sobrevuela mi oído izquierdo desde hace más de cinco minutos, pero es
de los insistentes. Así que decido terminar con su miserable vida. Cierro el
libro para poder matarlo y me parece distinguir la silueta de una mujer
frente al mar.
Una ligera opresión se adueña de mi estómago.
¿Qué hace ella aquí?
Bebo un largo trago de cerveza y me planteo la posibilidad de
levantarme y acercarme a saludarla, pero a mi miserable amigo le gusta mi
inmovilidad y se pasea tranquilamente por mi pierna. Así que, en un pueril
intento de asesinato, dejo caer la mano sobre él mientras vuelvo a mirar a
mi silenciosa vecina. Está claro que ha venido a este lugar en busca de
soledad y, por lo menos, que uno de los dos consiga lo que ha venido a
encontrar.
Levanto el botellín y hago ademán de brindar a su salud, cuando se gira
y me descubre.
No hace falta que me acerque para saber que el miedo se ha disparado
en sus ojos, su manera de permanecer quieta, mirándome, me lo dice todo.
Bueno, yo no puedo hacer nada por tranquilizarla, lo único bajar la mano y
sonreír. Si no fuera porque el condenado zumbido en mi oído izquierdo está
a punto de volverme loco. Claro que ella no tiene por qué saberlo, es a mí a
quien están dejando seco.
—Bonita noche para pasear, ¿no? —digo para romper el hielo.
Observo como baja la cabeza y mira sus pies. Bien, seguro que ahora es
cuando se va.
No sé por qué insisto en hablar con ella cuando está claro que prefiere la
soledad, pero, de perdidos al río, como dice mi madre.
—Me encantaría quedarme aquí a hablar un rato contigo, pero tengo
todo un enjambre de mosquitos sitiándome. Así que, al menos que tengas
otros planes, me gustaría verte mañana a eso de las diez. ¿Te parece bien?
—Y espero a que se marche, pero permanece en su metro cuadrado de
arena, sin moverse; algo que me descoloca. Y mucho—. Ya sabes —
balbuceo algo inseguro—. Necesito hablar de mi gran tragedia,
desahogarme, y tú pareces ser de esa clase de personas que saben escuchar.
No dice nada, sólo me mira un segundo y después se va.
15
Cuarto día, playa norte. Ella.

¿Qué hago aquí?


No lo sé, ni tampoco por qué ayer mis piernas me llevaron hasta este
punto de la playa y me quedé paralizada ante el desconocido que insiste en
hablarme. Quizá sólo me sorprendió verlo a esas horas de la noche peleando
con los mosquitos cómo si le fuera la vida en ello. La escena era tan
divertida que en cualquier otro momento me habría sido imposible parar de
reír, pero en mi cuerpo ya no queda ninguna sonrisa.
Miro la inmensidad ante mí, el mar revuelto, y un escalofrío recorre mi
espalda.
Y tampoco logro entender por qué me arriesgo a provocar a Mario
comportándome de esta manera. Me gustaría pensar que es porque, a pesar
de mis miedos e inseguridades, necesito algo de distracción; algo que me
devuelva la alegría y, tal vez, el desconocido sea capaz de lograrlo.
Dejo que una lengua caliente de viento acaricie la piel de mis brazos,
antes de ceñirme el chal a los hombros. Hace unos diez minutos que
observamos el mar en silencio y, a pesar de que a una parte de mí le gustaría
mirarlo, no lo hago por temor a que vea en mí lo mismo que Mario veía: a
un ser torpe y tonto, incapaz de hacer algo bien; alguien a quien tienen que
recordarle en todo momento lo estúpido que es.
Y tal vez lo soy, y por eso estoy aquí, esperando a que hable.
Me rodeo las piernas con los brazos, apoyo la barbilla en las rodillas y
cierro los ojos. No quiero pensar, sólo evadirme y convertirme en otra
persona; en alguien fuerte y seguro, a quien no puedan volver a herir jamás.
16
Playa norte. Él.

Me encantaría quitarme la camiseta, estirarme sobre la toalla y


achicharrarme al sol, pero me entretengo más de lo que podría ser simple
curiosidad mirando a mi silenciosa compañera. He de confesar que no
esperaba verla esta mañana. De algún modo estaba convencido de que haría
lo imposible por evitarme. Así que imagina mi sorpresa cuando se ha
sentado a un metro de mí.
Lleva el cabello suelto y, durante un minuto demasiado largo, me pierdo
en el mechón que el viento mece dócilmente ante su rostro. Parecen hebras
de plata bailando al sol. Recorro con los ojos su perfil, el ceño arrugado, las
leves ojeras bajo sus ojos, sus labios entreabiertos, suaves y cálidos. Dejo
que mi vista se deslice hacia su cuello y su espalda, justo cuando una
bocanada de aire caliente barre la arena y juega con los flecos del chal.
Siento la necesidad de preguntarle por qué lo lleva, hasta entreabro los
labios para hacerlo, pero no quiero romper el silencio. No ahora que puedo
mirarla sin temor a despertar su miedo.
Así que sigo mi exploración hasta detenerme en sus piernas, el bajo de
su vestido en las rodillas y mi imaginación un poco más arriba. Y sigue
subiendo, como el calor de mi cuerpo. Sé que debería de pensar en otra cosa
si quiero levantarme sin ponerme en evidencia, pero mi mente viaja sola,
sin gobernante ni timonel; con la necesidad de reafirmarse como hombre.
Así que empiezo a navegar por tersos mares de piel, donde mi mano es el
barco y mis dedos la tripulación que ansía pisar tierra firme después de un
año en altamar. Fantaseo con una playa solitaria, con la ardiente huella que
mis dedos van dejando sobre la arena antes de hundirse en una sedosa
oquedad, mientras mi otra mano explora suaves valles y mi boca anhela
saborear la sal del mar en los labios. Me pierdo en esta ensoñación hasta
que una parte de mi cuerpo empieza a reafirmarse; tanto que decido
regresar a la seguridad del barco y virar hacia tierra firme. Donde no haya
palmeras ni cremas bronceadoras ni tentaciones. Donde pueda mirar el
horizonte y sentir que…
La realidad me golpea donde más me duele y todo vuelve a la
normalidad.
Cero ilusiones.
Cero tentaciones.
Cero todo.
Me estiro sobre la toalla y me cubro los ojos con un brazo. Vuelvo a ser
consciente de mi situación. Quizá debería romper este silencio y
explayarme en mi desgracia. Después de todo, para esto estamos aquí, ¿no?
Suena bien. A terapia. A paciente tumbado en el sillón y a psicólogo
sentado con un bloc de notas sobre las rodillas. Puede que sea lo que
necesito en este momento.
—No sé por dónde empezar. —Mi voz suena hueca, carente de
emoción. Perdida. Como yo—. Nunca pensé en ser escritor. De pequeño me
gustaba leer, sobre todo novelas de aventuras y cómics. Pero mis ilusiones
pasaban por otras profesiones. Desde astronauta a bombero. Aunque lo de
bombero fue sólo una etapa, cuando estaba en la universidad y veía a las
chicas enamoradas de los uniformes. —Hago una pausa, leve—. La verdad
es que quería ser cualquier cosa menos médico, que es lo que estudié. —
Sonrío, no puedo evitarlo—. Más que nada porque no soporto ver sangre y
me estresa pensar en pacientes siempre quejándose.
La sonrisa permanece en mis labios, hasta que me los humedezco con la
lengua. Hace tanto calor que, si no fuera por el temor a que mi psicóloga me
abandone a media sesión, me levantaría y sacaría un par de cervezas de la
nevera. Así que prosigo con mi monólogo.
—Dejé la carrera, la universidad, y busqué trabajo. No tenía ninguna
inspiración acerca de mi futuro ni sabía qué quería ser. Creo que
sencillamente deseaba vivir. Pero, para hacerlo, necesitaba dinero. Así que
busqué trabajo y entré a trabajar en una fábrica de automóviles. —Levanto
el otro brazo, me cubro los ojos con los dos y siento cómo el viento levanta
un poco mi camiseta—. Trabajé ocho años hasta que empezaron los
despidos. Mi despido.
El silencio se alarga entre los dos, sólo lo rompe el rumor del mar y el
de las gaviotas. Es tal la sensación de quietud que me rodea, que no me
extrañaría comprobar que realmente estoy solo; que mi amiga silenciosa se
ha largado en busca de alguna alma más atractiva a la que escuchar.
—Volví a casa de mis padres y escribí un libro sobre cómo yo entendía
la vida y triunfé. —La sonrisa regresa a mis labios, solo que esta vez más
cínica, irónica—. Se convirtió en un best seller y yo en un hombre famoso.
Me hicieron un montón de entrevistas, fui a las ferias más importantes de
libros y firmé ejemplares de mi novela. Hice todo lo que mi editorial me
decía que debía hacer, hasta que llegó la hora de escribir otro libro y
descubrí que no tenía nada que decir.
El silencio regresa, esta vez, por eso, más corto.
—La verdad es que me da miedo no poder superarme. No superar a
Alejandro Román el escritor. Ser, simplemente, yo.
17
Playa norte. Ella.

Una cálida bocanada de viento barre la playa, cuando abro los ojos y giro la
cabeza hacia él.
Ha sido una reacción espontánea. Una necesidad más fuerte que mi
miedo. Tal vez por el tono de su voz: en parte carente de emoción, seca,
como quien explica algo que no le pasa a él. Y, sin embargo, sé que le
duele. Lo veo en cómo se cubre los ojos y aprieta la mandíbula; en cómo
respira profundo y suelta el aire por la boca.
Puedo entenderlo, así como su dolor y frustración. Yo he perdido
algunos sueños por el camino. Bastantes, diría. Vuelvo a mirar al frente y
dejo que mis pensamientos se disuelvan en el interminable vaivén de las
olas. En su hipnótico movimiento. Después deslizo mi atención hacia la
arena, hacia mis rodillas y mi silencio y, finalmente, otra vez hacia él.
Recorro con la mirada la barba de dos días que cubre su mandíbula, su
boca de labios delgados y firmes; su cuello, sus hombros y la fina línea de
vello que se pierde en el bajo de sus pantalones cortos cuando una ráfaga de
viento levanta su camiseta.
Quisiera decirte que aparto la mirada con rapidez, pero estaría
mintiendo. Al contrario, es como si una parte de mí se estuviera rebelando
contra una vieja imposición y sigo mirando su piel bronceada. Pero la
culpabilidad se aposenta de golpe en mi estómago. Con fuerza. Con saña.
Como si quisiera castigarme por mirar a otro hombre que no es mi marido.
Un sentimiento que arrastra tras de sí el miedo a ser castigada.
Aprieto los brazos en torno a mis piernas y trato de recobrar la calma,
pero cada vez me cuesta más respirar. «Tranquila, no pasa nada», me digo,
«estás a salvo, Mario no está aquí y no puede hacerte daño».
Cierro los ojos, respiro profundo y suelto el aire despacio.
Una vez, dos, tres veces. Y, aunque el miedo aún no me ha abandonado
del todo, sé que debo enfrentarme a él si quiero llegar a superarlo; que debo
dejar que exista para que pierda su poder sobre mí.
—Me gradué con mis amigas en arquitectura. Me apasionaba la idea de
crear algo en un espacio vacío e imaginarme qué clase de vida llevarían las
personas que habitasen en él. Siempre creí que serían felices. —Hago una
leve pausa, insegura, al sentir cómo una nube de lágrimas sube por mi
garganta—. Me hubiera encantado vivir en uno de los apartamentos que
diseñé. Creí, estaba segura de que lo haría cuando me casara, pero Mario
me convenció de irnos a vivir a su piso. Así no tendríamos que pagar
ninguna hipoteca y podríamos ahorrar para comprarnos una casa. —Cierro
los ojos y apoyo el mentón en las rodillas, necesito refugiarme en algún
lugar donde me sienta segura y, ahora mismo, estoy al descubierto—. Quizá
por eso no fui feliz, porque en vez de diseñar mi hogar, dejé que otro lo
hiciera por mí.
Noto cómo el viento acaricia la huella que dejan las lágrimas al
deslizarse por mis mejillas; suave, sofocante por las altas temperaturas, e
intento controlar el temblor de mi voz, que no se note tanto lo que me duele.
—Al principio todo iba bien, creo que éramos felices, que él lo era. Lo
que no sé es en qué momento empezó a desenamorarse de mí ni cuándo
empezó a molestarle todo lo que yo hacía. —Mi voz se rompe y yo con ella.
Me tapo la boca con una mano para ahogar el sollozo que escapa de mi
boca, pero ya es demasiado tarde para silenciarlo—. No lo sé, de verdad
que no lo sé, ni por qué me empujaba como si yo le repeliera, ni por qué me
pegó la primera vez. Y quisiera saberlo, en serio, necesito saberlo, porque
tengo que haber hecho algo muy malo para que él…
El mundo se para de golpe.
Todo en mi interior se detiene y sólo queda encendida una luz roja de
peligro.
No me atrevo a moverme, ni a hablar ni a respirar, mi cuerpo está
preparado para suplicar y rogar cuando llegue el dolor y la humillación.
Espero conteniendo las lágrimas mientras el temor a ser castigada de nuevo
y la culpa por haber hablado corre por mis venas. Pero sólo noto su cuerpo
pegado al mío.
18
Playa norte. Él.

Por un instante, dejo de ser consciente del mar, del graznido de las gaviotas
y del sol. Sólo soy capaz de oír su trémula voz rota por las lágrimas y el
sentimiento de impotencia que recorre mi cuerpo al no saber qué hacer.
A ver, no me entiendas mal, no soy tonto, sé que existe el machismo y la
violencia de género, la televisión nos lo recuerda con más frecuencia de lo
que nos gustaría a todos. Pero es sólo una noticia, triste, real, ajena a
nuestro entorno. Una imagen en una pantalla de la fachada de un edificio,
de vecinos afirmando que hacían una pareja encantadora, que nunca
sospecharon nada. Aunque el sentido común nos diga que los gritos suelen
traspasar las paredes y que los moratones y el miedo no siempre son fáciles
de esconder.
Somos una sociedad abierta que camina con los ojos cerrados, que exige
libertad, pero que es permisiva con aquello que nos mata como sociedad y
que, como yo en este momento, pierde su fuerza tras las buenas intenciones.
Me levanto y me siento a su lado, tanto que nuestros cuerpos se rozan y
su voz se apaga en el silencio del miedo. Me gustaría rodearla con mis
brazos y susurrarle la verdad: que algunos hombres aún viven en la
prehistoria y creen que las mujeres con las que se casaron les pertenecen.
Que, de alguna manera, se creen superiores a ellas, cuando la violencia que
emplean para demostrarlo los deshumaniza hasta el extremo de convertirlos
en monstruos. En asesinos.
Sin embargo, durante unos eternos segundos, permanezco en silencio sin
saber cómo expresarme. Es difícil hablar con alguien sobre este tema y más
si este alguien es una desconocida.
—Un día de estos deberíamos intentar hacer surf; ya sabes, para caer y
volver a levantarnos. Seguro que nos reiríamos bastante. —Vaya, esto no
era lo que pensaba decirle, más bien iba por el camino de que algunos
hombres olvidan que el amor es entrega y no sumisión—. La verdad es que
no sé qué manía me ha cogido con esto del surf. Tengo o debería de estar
pensando en escribir, ya sabes, hacer por lo menos el esfuerzo de sentarme
ante el ordenador y empezar a teclear lo que fuera. —Miro un instante el
mar, cojo arena con la mano y dejo que se escurra entre mis dedos—. Una
vez leí no sé dónde que la mejor manera de romper la maldición de la
página en blanco es teclear cualquier cosa que se te pase por la cabeza. Pero
creo que si lo intentara solo pensaría en cómo sería navegar sobre las olas.
Permanecemos un rato en silencio, perdidos en nuestros propios
mundos; aun cuando sigo atento a cada leve señal que percibo de ella.
Me encantaría afirmar que el miedo por mi cercanía ha desaparecido de
su cuerpo, pero seamos realistas, tampoco he hecho nada por merecer su
confianza, solo le he soltado un sermón sobre mi problema. De todos
modos, y desde que he roto el espacio que nos separaba, me atrevo a
mirarla y nuestros ojos se cruzan.
Sólo durante un momento.
Sólo durante un segundo.
Pero suficiente para saber que tiene unos ojos preciosos, almendrados,
de un verde bosque después de la lluvia.
Observo otra vez el mar y, poco a poco, el graznido de las gaviotas
vuelve a sobrevolarnos.
19
Playa norte. Ella.

De repente, noto cómo un gran cansancio me invade, como si alguien


hubiera abierto una compuerta y dejado caer encima de mis huesos una
tonelada de cemento. Me gustaría poder cerrar los ojos y borrar todas las
malas palabras y gestos que Mario ha tatuado en mi piel y ser capaz de
relajarme. Pero una parte de mí se mantiene alerta; tensa, a la espera del
golpe que me devolverá a la realidad.
Espero lo que me parece una eternidad el miedo, el encogerme sobre el
piso de la cocina para protegerme de los golpes y mis: «¡Por favor, para,
me haces daño!», pero mis labios permanecen cerrados y el viento acaricia
mi piel. Así que, despacio, lo miro de reojo y nuestras miradas se
encuentran por primera vez.
Marrones. Tiene los ojos marrones. Oscuros. Tanto que a veces deben de
parecer negros. Y, aunque parezca increíble, él es el primero en apartar la
mirada. ¿Qué ha visto en mí? ¿Dolor? ¿Miedo? O ¿lo que Mario ve cada
vez que me mira: a un ser decepcionante, patoso y estúpido?
Aprieto los labios para no gritar y acabo mordiéndome la lengua. Por
algún motivo que desconozco no quiero que él piense lo mismo que Mario.
Quiero que me vea diferente, que me mire y vea a la mujer que soy, si bien
yo sea incapaz de verme como tal.
—Alejandro Román. —Es su voz, algo ronca, muy poco, y aunque sigue
sin mirarme, su boca se tuerce en una leve sonrisa de ironía—. Ese soy yo,
o alguna vez lo fui.
Por primera vez desde que he pisado la playa, me relajo; no soy la única
que necesita que alguien le vea y le reconozca como tal.
—Lucía, y no quiero serlo nunca más.
20
Por la noche, playa norte.

He organizado una fiesta.


Con esto no quiero decir que haya contratado a una banda de mariachis
ni que vaya a colgar banderitas por toda la casa, ni a preparar litros de
mojito. Vamos, que Lucia es mi única invitada; ella y los mosquitos que
decidan sumarse a la fiesta. Y si tengo en cuenta los que se congregaron la
última vez que se me ocurrió tomarme una cerveza en el porche de noche,
deduzco que serán unos cuantos.
Observo mi rostro en el espejo del baño y sonrió. Creo que ha sido una
gran idea hacer esta fiesta. Será nuestro bautizo; así lo hemos decidido esta
mañana. Yo volveré a ser Alejandro Román, el escritor superventas, y ella
una nueva Lucia.
O por lo menos fingiremos serlo esta noche.
Es lo que hemos acordado.
Me echo unas gotas de perfume en el cuello y me pongo una camiseta
blanca. Miro mi imagen en el espejo y no puedo dejar de sonreír. No estoy
mal, nada mal.
Y no, no me he arreglado para ella, soy consciente de que no va a pasar
nada entre nosotros y que muy probablemente nunca pase, mi mundo ya
está bastante patas arriba como para complicarlo involucrándome con una
mujer casada. Pero ya que voy a reencontrarme con mi otro yo, espero
causarle una buena impresión. Hasta, quizá, mi musa también se deje caer
por aquí y decida quedarse.
Bajo a la cocina y me aseguro de tener varias latas de cerveza en la
nevera. Seis. Creo que son suficientes. Abro el armario de arriba y saco una
bolsa de patatas fritas. Compruebo la hora en mi reloj de pulsera —faltan
cinco minutos para las nueve—, y decido poner algo de música suave.
Estoy seguro de que, a mis compadres los mosquitos, les gustará.
Cojo una lata de las seis y salgo al porche. La noche es perfecta.
Aunque, claro, aún hay luz. Tendremos que esperar a que oscurezca para
rebautizarnos. Me apoyo en la baranda de madera y observo a lo lejos la
figura que se acerca por la playa. Es ella, estoy seguro. Quizá por su forma
de caminar, abstraída con el vaivén de las olas mientras la brisa juega con
su vestido, pegándolo al cuerpo.
Es una imagen etérea, femenina, cálida, que despierta al hombre de las
cavernas que duerme en mi interior y que me impulsa a querer destrozarle
la cara a su marido. Algo que, sin duda, no habla muy bien de mí.
Quito la anilla de la lata y logro beber un sorbo sin mancharme.
—A tu salud —susurro a mi parte primitiva.
La sigo con la vista, bebiendo algún que otro sorbo, hasta que una leve
sonrisa se apodera de mis labios cuando veo que se acerca y distingo el
brillo de sus ojos; la inseguridad que le causo y que le hace morderse el
labio inferior.
— ¿Te apetece una cerveza?
Un instante de silencio, de duda, de miedo, de no saber qué es lo que
quiere y de, si lo que quiere, puede hacerle daño.
—Sí, gracias.
—Bien —susurro notando cómo algo se destensa en mi pecho—.
Recuerda que hoy nace una nueva Lucia, y que esta nueva Lucia es dueña
de sus decisiones.
Sonríe, tímida, y a mí se me para un instante el corazón.
Nervioso, y sin saber exactamente por qué, entro en la casa a por su
cerveza.
21
Playa norte. Ella.

Nos sentamos en el porche, yo un escalón más arriba que él, y el silencio se


apodera de nuestras gargantas. Somos dos extraños que han decidido
compartir sus problemas con un desconocido. Buscar un poco de
comprensión en el anonimato. Sentirse persona, respirar con menos presión.
Bajo la mirada hacia mis manos al sentir cómo las gotas de agua
condensada de la lata se deslizan entre mis dedos y evito pensar en Mario,
en esa parte de mí que aún teme su castigo por haberle abandonado y por
estar a solas con un desconocido.
Abro la lata, bebo y bosquejo lo que podría considerarse una sonrisa.
Hace más de dos años que no saboreo una cerveza. A Mario le parecía
demasiado vulgar y en casa sólo había vino. Aunque yo apenas lo probaba.
Mario decía que yo era demasiado inculta para saber apreciarlo. Así que
solo bebía agua.
La sonrisa se amplía en mis labios al beber otro sorbo; esta vez más
largo. Y un tercero. Y un cuarto. Y un quinto. No me importa
emborracharme. No esta noche. No ahora, cuando he decidido borrar el
miedo que él me inspira a base de llevarle la contraria. Soy una nueva
Lucia, y esta nueva Lucia no conoce el miedo.
— ¿Cómo lo vamos a hacer? —le pregunto a mi silencioso desconocido.
Él me mira por encima del hombro y veo un brillo travieso en sus ojos.
— ¿Hacer qué?
Por un momento no entiendo su respuesta, después de todo se supone
que estamos aquí para rebautizarnos, pero, poco a poco, sus palabras y su
tono divertido empiezan a adquirir otro cariz. El rubor se adueña por
completo de mis mejillas.
—Me refiero a…, ya sabes, a ser otra Lucia.
Vuelve a mirar al frente y apoya los codos en el escalón donde yo estoy
sentada.
—Pensaba que podríamos bañarnos cuando oscureciera del todo.
Mi mirada se pierde en el horizonte, en la línea anaranjada que separa el
mar del cielo. La tierra del infinito. El miedo del valor. Y, a pesar de estar
segura de que no es buena idea, mis labios no dejan de sonreír. Ellos ya han
dejado de pertenecer a la antigua Lucia y sólo aspiran a encontrar alguien
digno de su valentía donde poder quedarse.
Quizá esta noche lo encuentren.
Quizá.
Pero, por si acaso, bebo mi sexto sorbo de cerveza.
22
Playa norte. Él.

He entrado a por otras dos latas. Tanto Lucia como yo necesitamos seguir
hidratándonos a base de cerveza. Abro la nevera, las cojo y una punzada de
ves a saber qué, me hace apretar la mandíbula al recordar mi comentario y
el sonrojo que le he causado. Bueno, sí tengo que ser sincero, no niego que
me ha gustado ver que es capaz de aceptar una broma y no huir, pero hay
otra parte de mí que no deja de fastidiarme. Tal vez la que cree que, por ser
ella una víctima de género, tengo que tratarla como si fuera de cristal,
cuidar cada gesto o palabra que hago o digo para no asustarla.
Cierro la nevera y maldigo en silencio.
La verdad es que no sé qué debo hacer ni cómo comportarme.
Salgo al porche, miro la fiesta que se han montado los mosquitos
alrededor de la bombilla y apago la luz.
Me siento en el mismo escalón de antes, le paso a Lucia su cerveza, abro
la mía y bebo un trago. La noche es tranquila, tanto que el silencio vuelve a
apoderarse de nosotros. Solo que esta vez no pesa tanto y me es más fácil
romperlo.
—No me gusta la playa. —Si, bueno, no me preguntes, ya sabes que mi
boca se disocia de mi mente muy a menudo—. Quiero decir en general,
vamos. Nunca he sentido ninguna especie de atracción hacia el mar.
—Entonces, ¿qué haces aquí?
Buena pregunta, sí, señor.
—La verdad, no tengo ni la más remota idea.
Y mis labios empiezan a curvarse hasta que me oigo reír y ella me sigue.
Al principio, su risa es tan suave que creo estar imaginándomela, pero al
mirarla y ver cómo entrecierra los ojos y al oír cómo nuestras risas ganan
profundidad…
— ¿Qué te parece si brindamos por las malas decisiones? —Es decirlo y
arrepentirme de haber propuesto el brindis. No quiero que piense en su
marido, no esta noche, ni que crea que es la culpable de lo que le ha
sucedido. Pero el mal ya está hecho, lo veo en sus ojos, en cómo el miedo
regresa a ellos y cierra el puño en el regazo para esconder el leve temblor
que se ha apoderado de su corazón.
23
Playa norte, ella.

Una bomba de miedo estalla en mi cabeza.


Sé que es un ataque de ansiedad, pero no por eso deja de ser real.
Cierro los ojos y trato de ver el miedo desde afuera, como si yo sólo
fuera un espectador. Dejo de pensar, de sentir, y me dedico a observarlo. Es
una técnica que aprendí practicando meditación junto a mi amiga Clara. De
esto ya hace unos años, cuando aún era libre de ir y venir sin tener que
rendir cuentas a nadie. Cuando la libertad era un derecho de nacimiento y
me sentía fuerte y segura. Cuando me gustaba arreglarme, cuidarme y salía
a divertirme con mis amigas y soñaba con un futuro prometedor.
Cuando defendía a ultranza mi derecho a opinar sobre cualquier tema,
sin importarme las palabras que empleaba en mí critica. Ahora, en cambio,
sé que libertad no es poder decir lo que quiera cuando quiera, sé que las
palabras hieren igual o más que los gestos y que nunca, jamás, vigilé lo que
salía de mi boca.
Y también sé, aunque me cuesta aceptar que me haya pasado, que, si
permito que alguien me lastime una vez, lo hará una segunda y una tercera
y una cuarta…, hasta que termine con mi libertad, con mis ilusiones y con
mi vida. Y más si ese alguien es la persona a la que amas y a la que le has
entregado tu corazón, entonces el dolor será mayor y mortal para tu alma.
Por eso no puedo entender por qué dejé que Mario me maltratase tanto
física como mentalmente. Por qué me rendí y acepté todo lo que él me
decía. Por qué acepte verme y sentirme inferior solo por complacerlo. Por
qué le di todo y, a cambio, sólo recibí desprecio y humillación.
Y por qué entendí que eso era amor, y que era lo que yo merecía.
24
Playa norte. Él.

Echo la cabeza hacia atrás y bebo un par de sorbos. Es la única manera que
tengo para no maldecirme por mi último comentario. Sé que en algún
momento ella tendrá que enfrentarse a sus miedos, pero no soy su psiquiatra
ni terapeuta. ¡Mierda! Me inclino hacia delante, apoyo los brazos en las
rodillas y observo la noche. Quietud. Esa es la primera palabra que me
viene a la mente. Sólo que mi cuerpo aún no ha captado esa sensación, más
bien al contrario, y se debate entre un mar de preguntas y frustraciones.
—Si pudieras ser otra persona, ¿quién serías? —Hago una pausa,
observo el firmamento salpicado de estrellas, y continuo—. Quiero decir, si
pudieras ser alguien a quien admiras.
—No lo sé —titubea—, nunca me lo he replanteado.
—A mí me gustaría ser Elizabeth Gilbert. ¿No crees que sería una mujer
muy atractiva?
Durante un segundo no dice nada, así que me giro para mirarla y sólo
puedo tragar saliva cuando nuestros ojos se encuentran y veo cómo se
muerde el labio inferior para contener la risa.
—Y ¿por qué quieres ser una mujer?
—Por su filosofía.
Veo cómo ladea levemente la cabeza hacia la izquierda y cómo la
tensión del chal disminuye hasta dejar sus hombros al descubierto. El
nacimiento de su cuello. Esa parte tan erógena que me encanta besar en una
mujer. Sí, lo sé, no debería de fijarme en estos detalles, pero que quieres,
soy un hombre que está con una mujer espectacular en la playa y de noche.
—Hace unos meses leí “Libera tu magia” y me enamoré de cada una de
sus palabras. Desprendía tanta pasión por la vida, por la escritura, que me
encantaría ser como ella.
— ¿Lo añoras? Quiero decir, ¿extrañas escribir?
—Supongo que sí. Es lo primero que se me da bien en la vida.
Nos refugiamos otra vez en el silencio y empiezo a notar cómo la rabia
sube por mi garganta. Estoy cansado de sentirme así, de sentir que soy un
fracasado, un inútil que a sus treinta y cinco años aún no sabe qué quiere
hacer en la vida ni para qué vale. Así que me levanto, dejo la lata en la
arena y le tiendo una mano.
—Ha llegado la hora, ¿estás preparada para ser una nueva Lucia?
La veo vacilar, el miedo bailar en sus ojos, pero también cómo se
levanta y deposita su mano en la mía. Sonríe, con reservas, con temor, al
igual que yo, somos dos almas que esperan encontrarse a sí mismas esta
noche.
25
Playa norte. Ella.

Tiemblo al sentir cómo sus dedos se cierran alrededor de mi mano y la


aprietan con suavidad. Tengo miedo de que vuelvan a herirme, a
equivocarme de nuevo. Sin embargo, si quiero ser una nueva Lucia tengo
que dar este paso.
Caminamos hacia la orilla y dejamos que las olas borren las huellas que
imprimimos sobre la arena. Poder ser testigo de una noche así es todo un
privilegio. Y no me refiero a lo que vamos a hacer, sino a la majestuosidad
que se alza por encima de nosotros: el firmamento y sus amantes las
estrellas.
Lo miro de reojo, sin saber qué viene a continuación.
— ¿Qué te parece si decimos lo que queremos dejar atrás, nos quitamos
la ropa y nos metemos en el agua? —me pregunta sin soltarme la mano.
—Está bien —Aunque aparto la mirada para que no vea mi indecisión ni
los recuerdos que intentan salir a flote; lo que le molestaba a Mario verme
en bikini porque decía que sólo me lo ponía para exhibirme.
Claro que esta noche no llevo ningún bikini.
Me suelto de su mano, camino un par de pasos hacia delante y respiro
hondo para darme valor.
—No quiero volver a pasar miedo nunca más. —Y dejo caer lentamente
el chal sobre la arena—. Ni que ningún hombre vuelva a humillarme. —Me
desabrocho con dedos torpes el vestido y siento cómo se desliza por mi
cuerpo hasta enredarse entre mis pies—. Ni que me pegue —susurro
conteniendo las lágrimas. Me quito la última prenda: mis braguitas, y grito
—: ¡No volveré a permitirlo! Soy una mujer libre. Soy una nueva Lucia.
Y sin más, me meto en el agua.
26
Playa norte. Él.

¡Joder, esta vez hasta yo me he asustado!


Y no me refiero a verla desnuda, sino a la reacción de mi cuerpo.
Vamos, soy plenamente consciente de que llevo más de un año a dique
seco y que no salgo a navegar ni siquiera con mi mano —ya de por sí
bastante penoso—, así que imagina mi sorpresa al sentir cómo mi miembro
se levanta vigoroso bajo mis pantalones y empieza a gritar: «Aquí, aquí,
mírame».
Virgen Santa, ¿qué hago? Porque hasta donde tengo entendido estoy
deprimido y, como tal, mi cuerpo también tiene que estarlo. Cero
emociones. Cero sexo. Solo yo con mi cerveza y mis penas. Claro que
ahora la teoría no me sirve de mucho; más bien de nada. La miro hundirse
en el agua y aprovecho para tocarme por encima de los pantalones la
erección. Y con tocar quiero decir cerciorarme de que es tan monstruosa
como parece.
Pues sí, sí que lo es.
¡Mierda!
Espero a que salga del agua y se abrace para ocultar la desnudez de sus
pechos y me mire: un pacto es un pacto.
—Sí, supongo que me toca —murmuro de malhumor, quitándome la
camiseta—. Soy Alejandro Román. —Me desabrocho el botón del pantalón,
deslizo la cremallera hacia abajo y me los quito—. Y quiero volver a
escribir otro best seller. ¡Qué coño! Quiero escribir cien. —Me deshago de
mis calzoncillos y corro hacia el agua, convencido de que cuando salga ya
no estará. Después de todo, no creo que ver un hombre empalmado
zambullirse en la negrura sea una imagen muy agradable para ella. Y más
ahora, que debe de odiar a todos los hombres.
Y al pensarlo, noto claramente cómo mi miembro se deprime hasta
desaparecer.
Salgo del mar, me paso una mano por el cabello para impedir que más
gotas caigan sobre mi rostro y Lucia me mira. Primero a mí, y luego baja
los ojos por mi cuerpo hasta llegar a mi pene que, milagrosamente, vuelve a
cobrar vida.
Nos miramos un momento, luego ella asiente con la cabeza, recoge su
vestido y se va.
Y yo sigo empalmado.
Tanto que estoy seguro de que esta noche mi mano va a romper su
depresión.
27
Playa Sur.

Me llamo Lucia, tengo 32 años y soy víctima de violencia de género.


Mi marido, al año de casados, empezó a utilizar la coletilla «es por tu
culpa» y yo lo encontré inofensivo y, hasta, en según qué momento
divertido.
A los pocos meses su vocabulario se enriqueció con descalificativos
tales como: «¿Es que no puedes hacer nada bien?» «¿Tan difícil es planchar
una camisa?» «¡Esto es incomible! Podrías esmerarte un poco más, joder».
«No sabes nada sobre el tema y te atreves a opinar». «Guárdate tus
opiniones si no quieres hacer el ridículo delante de mis amigos». «Deja de
ponerte bikinis cada vez que vamos a la playa, pareces una perra en celo».
Luego vinieron los comentarios despectivos contra mi jefe y todos los
hombres con los que me relacionaba en el trabajo; en la calle.
Poco después, la emprendió con mis amigas y con mi familia, a los que
dejé de ver para no pelearme con él y me dediqué a ser feliz. Sabía cómo
enamorarme, qué regalarme, qué decirme y cómo hacerme el amor. Mi
matrimonio iba bien hasta que, a los tres años de casados me empujó; fue
por mi culpa. Él estaba nervioso porque yo no conseguía quedarme en
estado. Así que abandoné el trabajo para dedicarme a lo único que a él le
importaba: tener un hijo.
A la semana volvió a empujarme, solo que esta vez más fuerte. Y yo no
hice nada por protegerme. No era necesario que lo hiciera, seguía teniendo
la culpa por ser una mala esposa.
A los cuatro años empezó a llevarse mi móvil al trabajo y a controlar
cada uno de mis pasos. Fue cuando me pegó por primera vez, y yo no hice
nada por defenderme. No podía, estaba convencida de que me merecía el
golpe por ser una pésima mujer y no haberle dado el hijo que tanto deseaba.
Cinco meses después, el hombre con el que me casé, el mismo que
prometió cuidarme y honrarme, me pegó salvajemente y yo me hice un
ovillo en el suelo de la cocina sollozando: «Para, para, me haces daño. Por
favor, para». Es cuanto hice por protegerme.
La segunda vez que descargó toda su ira en mí me desmayé en medio de
un charco de sangre. No hubo una tercera vez. No se lo permití. Fue cuando
hui.
Sí, sé que a estas alturas te estarás preguntando por qué no lo abandoné
antes; verás, no es tan sencillo. Lo que más me cuesta no es aceptar que soy
una víctima de violencia de género, sino que yo no merecía cada uno de sus
castigos.
28
Séptimo día. Playa norte.

He comprado una caja de preservativos. Doce, para ser exactos. Creo que
para empezar tendremos bastantes. Claro, si hay un empezar. Con esto
quiero decir que ya han pasado dos días desde que Lucia y yo nos bañamos
para reinventarnos, y aún no se ha dejado caer por aquí. Mis únicos amigos
son los mosquitos, a los que he empezado a bautizar. Tengo un Pancho, un
Rodríguez y hasta a una Claudia, y varios muertos a los que velar.
Me limpio con el bajo de la camiseta la sangre que ha dejado en mi
pierna mi última víctima, un tal Juárez, y bebo un trago de cerveza a su
salud; después de todo, lo he matado tras una larga y tenaz persecución.
Observo la noche, el reflejo de la luna sobre el mar, y su nombre regresa
a mí.
«Lucia».
Me gusta cómo suena en mi imaginación.
Y cómo sonríe cuando lo pronuncio.
Deslizo la vista hacia el punto por dónde siempre la he visto venir e irse
y nada. Siento cómo algo dentro de mí se desinfla y no tiene nada que ver
con los preservativos. Es más bien la sensación de tener un globo lleno de
esperanza, al que han pinchado.
Ya empieza a cansarme tanta soledad.
29
Playa sur.

—He conocido a Alejandro Román, el escritor —le digo a mi amiga Clara


por teléfono. Bebo un sorbo de té y observo la playa a través de la ventana
de la sala, donde estoy sentada.
—¿El que escribió Tiempos convulsos?
—Sí, el mismo; la otra noche nos bañamos en el mar.
Se hace un paréntesis, en el que me la imagino abriendo los ojos de par
en par mientras trata de asimilar lo que le digo. Y no me extraña, debe
pensar que me he vuelto loca.
—Quiero decir que nos metimos en el agua, pero no juntos.
—Por Dios, Lucía, no tienes que justificar lo que haces. No conmigo —
me dice con un punto de exasperación en la voz—. Aunque sí quiero que
me cuentes todo lo que hiciste —añade divertida—. Y cuando digo todo,
me refiero a todo. Te aseguro que no me voy a escandalizar ni te voy a
juzgar.
—Pero es que no hicimos nada —digo sin poder contener la risa al
recordar su erección mientras una suave ola de deseo atraviesa mi estómago
—. Pero puedo asegurarte de que la tiene grande.
— ¿Cómo de grande? ¿Se le marcaba bajo el bañador?
Me muerdo el labio inferior, pues no sé si es buena idea explicarle que
nos bañamos desnudos cuando, de golpe, una ola de pánico recorre mi
cuerpo. ¿Y si Mario descubre dónde estoy y lo que he hecho? Me levanto
de la silla y mi respiración se vuelve más rápida y pesada.
«Es imposible», me digo tratando de suavizar el miedo, «aquí estoy a
salvo; aquí no puede encontrarme». Me paro delante de la ventana y
respiro hondo un par de veces para controlar el miedo. Miro mi reflejo en el
cristal y este me recuerda que soy una nueva Lucia. Así que alzo
ligeramente el mentón y respondo:
—Porque nos bañamos desnudos. —Se hace una pausa al otro lado de la
línea, que rompe mi frágil seguridad. Retuerzo el cable del teléfono entre
los dedos y contengo la respiración—. ¿Sigues ahí? —le pregunto después
de lo que me parece una eternidad.
—Claro que sí, solo estoy tratando de asimilarlo.
— ¿Qué me he bañado con él o que lo he conocido?
— ¡Todo!
— ¿Te… te parece mal?
—Claro que no. Al contrario, estoy muy orgullosa de ti.
— ¿Por bañarme con él?
—Por ser capaz de abrirte a otro hombre, después de lo que el cerdo de
tu marido te ha hecho. ¿Quieres que te envíe su libro o ya lo has leído?
—Ni siquiera me lo había planteado; lo de leerlo. —Y es verdad, mi
curiosidad hacia él era nula antes de verlo desnudo y no sé si esto habla
muy bien de mí.
—Por lo menos le habrás preguntado cuándo sacará su próxima novela,
¿no?
Esta vez soy yo la que tardo unos segundos en romper el silencio. ¿Qué
puedo decirle: qué Alejandro ha perdido la inspiración porque teme no estar
a la altura de su primera novela? Este es nuestro secreto y quiero que siga
siéndolo. Sólo suyo y mío. Como el suave velo de deseo que, estoy segura,
vio en mis ojos la noche en que nos bañamos. Por eso no he vuelto a
visitarlo, porque el deseo sigue en mi cuerpo y porque llevo dos días
imaginándonos en la playa, acariciándonos, y esto me asusta.
Sobre todo, porque no estoy preparada para hacerlo realidad.
No aún.
30
Decimoquinto día, por la mañana, playa norte.

Joder.
Hace tres horas que me he sentado ante el ordenador y lo único que he
conseguido es un fuerte dolor de cabeza.
Apoyo la espalda en el respaldo de la silla y cierro los ojos.
Ocho días, eso es lo que llevo dándole a la tecla, intentando escribir algo
que tenga sentido. Algo que iguale mi anterior trabajo o lo supere.
O lo que es lo mismo:
Cincuenta y seis horas dedicadas a dormir.
Cuarenta y ocho horas intentando tomar posesión de mi yo rebautizado
en esta silla y ochenta y ocho dedicadas a pasear.
Si, lo he contado, he tenido tiempo para hacerlo, tiempo es lo que me
sobra.
Lo que me falta es talento. Inspiración. Dejar de pensar en Lucia, en si
estará bien y en por qué no viene a verme; en por qué sólo me visitan los
mosquitos cada noche. Aunque aquí tengo que aclarar que últimamente ha
habido alguna que otra baja en el grupo. Hablando sin tapujos: he matado a
Rodríguez. Fue un accidente, se cruzó entre mi mano y mi pierna justo
cuando tenía a Pancho en la mira y lo único que pude hacer por él fue beber
a su salud.
Pancho sigue con vida.
Se puede decir que nuestra relación está firmemente asentada en el
desespero: él por chupar mi sangre y yo por aplastar su cuerpo.
De Claudia no he vuelto a saber nada.
Así como de Lucia.
A la que más extraño.
31
Playa sur.

La verdad es que me ha costado mucho dar este paso, hace días que evito
pasear por este lado de la playa, para no tener que enfrentarme a mi
imaginación.
Días interminables que he dedicado a recomponer un poco mi
autoestima. Y, aunque sé que necesitaré la ayuda de un profesional si quiero
superar mis miedos, voy progresando. O eso me digo; es lo que ansío creer.
Eso, y descubrir quién es esta nueva Lucia. La intrépida, la que se atreve a
subir los escalones del porche y asomarse al interior de la casa sin llamar.
La que le basta con sentir cómo su estómago se tensa al verlo sentado frente
al ordenador, echado hacia atrás en la silla con los ojos cerrados. ¿Habrá
encontrado por fin la inspiración para volver a escribir?
Me humedezco los labios mientras observo su perfil, el ceño fruncido, la
línea algo torcida de su nariz, su boca apretada y su nuez al tragar saliva.
Bajo la vista hacia sus hombros, su camiseta pegada al cuerpo, y me pierdo
unos segundos en sus brazos y en sus manos de dedos largos y uñas cortas.
Me llevo una mano al corazón en un intento de detener el torrente de
sensaciones que laten en mi pecho, una mezcla de miedo y deseo, pero no
lo consigo. Sólo puedo mirarlo e imaginarme esos dedos subiendo
lentamente por mi pierna, acariciando mi piel mientras me besa.
No voy a decirte que Mario fue el primer hombre al que besé, sabes que
antes hubo otros, sin embargo, desde que lo conocí, nunca he deseado a
nadie más. Él era mi mundo y por él dejé mi trabajo, mi familia y a mis
amigas. Por él cerré los ojos y me convertí en la mujer que quería que fuera.
O lo intenté. Tanto que casi le entregué mi vida.
Así que imagina cómo me siento ahora. El miedo que recorre mi cuerpo
a ser castigada por desear a otro hombre me paraliza en el umbral de la sala.
—Un dólar por tus pensamientos —digo, y rompo la línea de mis
preocupaciones. Es lo mejor, pisar sobre suelo estable, dejar las alas para
cuando sea capaz de volar.
32
Playa norte.

Mis labios dibujan una sonrisa al oír su voz, pero mis ojos siguen cerrados.
Si los abriera, Lucia vería cuánto la he extrañado y es algo que de momento
prefiero que no sepa.
— ¿Así que estás dispuesta a pagar un dólar por mis pensamientos? —
pregunto.
Silencio, hasta que escucho sus pasos inseguros acercándose como un
gatito ante un tigre, esperando el zarpazo que lo matará.
—Subiría a dos, pero no sé si saldría perdiendo —contesta.
—Eso no ayuda a mi autoestima.
—Podría arriesgarme si supiera por dónde van.
—Eso es hacer trampa, ¿no te parece?
Se ha parado frente a mí. Lo sé. Lo noto. Y mis labios también, porque
no dejan de sonreír. ¿Quién es esta nueva Lucia y dónde ha quedado la
Lucia que yo conocí? ¿La herida, la insegura? ¿La figura triste que
caminaba abrazada a sus temores por la playa?
— ¿No piensas abrir los ojos? —me pregunta.
—Si lo hiciera, verías mis pensamientos y estos dejarían de tener valor
para ti.
Vuelve el silencio y yo sigo expectante. Nervioso. Temiendo que se
marche sin haberla visto.
—Podríamos hacer un trato —dice al fin.
Levanto una ceja, notando cómo la curiosidad por esta nueva Lucia me
hace sonreír.
—¿Qué clase de trato?
—Podríamos llamarlo un intercambio de pareceres.
—Vas a tener que ser algo más específica.
— ¿Y si te pidiera que durante un minuto no te movieras ni abrieras los
ojos?
Silencio, esta vez de mi parte.
—Y ¿qué conseguiría yo?
—Quizá un pensamiento de dos dólares.
Mi respiración se vuelve algo más pesada y mi imaginación algo más
atrevida.
—Me parece justo.
Durante un angustiante instante no pasa nada, sólo la voz de mi mente
desquiciada que ha empezado a sugerirme que quizá estoy sentado frente a
una loca que piensa cortarme a pedacitos o que está robándome delante de
mis narices. Después, pasa todo. Se puede decir que apenas la conozco,
igual que ella a mí, pero sé que en este momento no quiero estar en ningún
otro sitio que no sea este, por más que el segundero del reloj me parezca la
más vil de las torturas y el silencio que me envuelve se me atasque en la
garganta como un mal chiste.
Shakespeare dijo una vez: “Malgasté el tiempo. Ahora el tiempo me
malgasta a mí”. Y así es. Porque hasta ahora no soy consciente de que he
perdido ocho días de mi vida sentado frente a este escritorio, solo para
llegar a esta pausa que me está matando. Tanto que estoy a punto de gemir
de frustración. De repente, mi corazón da un salto al sentir un roce, el ligero
vuelo de la tela de su vestido en mis brazos y su cálido aliento a escasos
centímetros de mi boca.
Un segundo en el que todo desaparece, sólo existimos ella y yo y la
porción de aire que nos separa.
Nada más.
Y esta sensación es el peor de los infiernos. El sentirla tan cerca. El oler
su perfume. El imaginármela acortando la distancia que separa nuestras
bocas como una lenta tortura. Tan lentamente que rompo mi promesa de no
moverme y aprieto una mano en el brazo de la silla para no pegarla a mi
cuerpo y besarla.
Suspira en mi cuello.
—Aquí le entrego su pensamiento de dos dólares, señor.
Y sonrío.
Y río.
Sin abrir los ojos.
Me encanta esta nueva Lucia.
33
Playa sur.

Camino por la playa con el chal hondeando tras de mí, al igual que mi risa.
No sé qué me ha pasado ahí dentro ni porque me he dejado llevar de esa
manera, pero me alegro de que haya sucedido.
Me gusta esta nueva Lucia.
Me gusta ser quien soy cuando el miedo no atenaza mi vida.
34
Playa norte.

Es de noche y llevo dos preservativos en el bolsillo trasero del pantalón.


Es más, si estuviera seguro de que va a pasar algo entre Lucia y yo,
entraría a buscar los otros diez, pero ni siquiera lo estoy de que se deje caer
por aquí. Sólo es un “por si acaso”. El imposible mutilado en posible. El
fuego antes de que se extingan las brasas. Las ganas de devolverle un
pensamiento de dos dólares.
Me siento en las escaleras del porche y bebo un sorbo de cerveza antes
de mirar las nubes que cubren parcialmente la luna. Cierro los ojos y me
centro en la hipnótica cadencia de la marea, en cómo las olas lamen la arena
antes de alzarse de nuevo y estrellarse contra los salientes rocosos de la
playa. Sonrío al reconocer esa fuerza como un espejo de mi cuerpo, que
quiere levantarse glorioso por encima de las ataduras, de las inseguridades,
y descargar su simiente sobre la piel de Lucia. Quiero poder gritar de placer
a cada embestida y oír cómo pronuncia mi nombre al estremecerse.
Abro los ojos y descubro su silueta blanca recortada sobre el fondo
negro del mar.
Ese es el pensamiento de dos dólares que ella me ha regalado.
Y yo quiero devolvérselo.
35
Playa norte.

Al acercarme, me mira directamente a los ojos y mis mejillas empiezan a


arder. La situación es bastante embarazosa y no sé qué hacer ni qué espera
que haga. Así que me siento en el mismo escalón que él y escondo las
manos entre mis rodillas.
—Todavía no sé sobre qué escribes —murmuro para romper el hielo.
—Ahora mismo sobre nada.
—Pero esta mañana…
—Esta mañana me has regalado un pensamiento de dos dólares; sólo
eso.
Lo dice sin mirarme, pero, aun así, siento que vuelvo a sonrojarme.
—Al verte sentado frente al ordenador, pensé que habías encontrado a tu
musa.
—Sólo estaba tratando de reencontrarme con mi antiguo yo, aunque sin
éxito.
Bajo la mirada hacia mis pies descalzos y las sandalias que he dejado en
la arena.
—No sé cómo eras antes, pero me gusta el Alejandro de ahora.
Me mira y sonríe.
—Tú tampoco estás mal.
Permanecemos en silencio unos minutos, absortos en las mil
posibilidades que existen esta noche, tratando de romper el fino cristal que
nos separa de cada una de ellas. Y no puedo dejar de preguntarme qué opina
de mí. Después de todo, sabe el motivo por el cual estoy aquí, en esta playa.
Sabe que soy una mujer casada y que mi piel lo desea.
— ¿En qué piensas? —le pregunto.
—En que quiero acostarme contigo —me dice mirándome a los ojos—.
En que me gustaría quitarte el vestido que llevas y hacerte el amor sobre la
arena.
36
Playa norte. Él.

Veo cómo se sonroja y cómo, a mi pesar, un halo de tristeza se apodera de


sus labios.
— ¿No crees que le damos demasiado poder a la palabra amor? ¿Tanto
que acabamos por deformarla?
Joder, no me malinterpretes, pero esto no era lo que esperaba. Después
de regalarme su pensamiento de dos dólares, creía que nuestro próximo
encuentro se desarrollaría de otra manera y, esto, sea lo que sea, no entraba
en mis planes.
—No lo sé. —Y es verdad, en este instante apenas si soy capaz de
pensar en otra cosa que no sea en besar cada centímetro de su piel.
La miro y mis ojos deciden deslizarse hacia sus hombros. Desnudos. Y
hacia el escote de su vestido y la suave hendidura que marca el inicio de sus
pechos. Redondos. Turgentes.
El chal envuelve sus brazos sin fuerza, cómo si sólo fuera un trapo sin
vida.
— ¿Y si te pidiera que durante un minuto no te movieras, confiarías en
mí?
Se tensa, un poco, sin apartar la mirada de mi cara, como si en ella
pudiera leer si voy a hacerle algún daño. Al final asiente, despacio, con un
leve movimiento de cabeza.
—Bien —susurro sin entender por qué de repente estoy tan nervioso.
Dejo la cerveza en el escalón y veo lo rápido que le late el pulso en el
cuello. La beso justo en ese punto. Tan suave como puedo. Respiro su
aroma, a sol, a playa y crema bronceadora, a vida, y subo despacio por su
cuello, rozándola sólo con mi aliento. La deseo. Y darme cuenta de cuánto
me asusta. Pero no estoy dispuesto a renunciar a esta necesidad, no voy a
renunciar a nada más; por más que sé que debería de alejarme.
—Voy a ir despacio contigo —susurro en su oído—. Tan despacio que
me vas a implorar que deformemos juntos el amor.
Me separo y la miro; la necesidad ha vuelto a sus ojos, a su piel.
Levanto un brazo, le acaricio una mejilla y me acerco a su boca. Tanto que
nuestros alientos se entremezclan con nuestras ganas.
—Su pensamiento de dos dólares, señora.
Sonríe.
Y yo también.
37
Decimoséptimo día, playa sur.

Han pasado dos días.


Dos días desde que me entregó mi pensamiento de dos dólares y no he
hecho otra cosa que pensar en él. Me gusta este juego, el ir despacio, el
sentirme deseada a pesar de mis imperfecciones. Me miro en el espejo de
cuerpo entero que hay en la habitación y una tímida sonrisa se dibuja en mis
labios. La verdad es que no sé cómo ha podido pasar, pero él es el
responsable de que mi brújula interna se haya vuelto loca y me impulse a
desplegar las alas, a confiar un poco más en mí misma y a quererme.
Hoy llevo un vestido corto, casi transparente, sobre el bikini, con la
esperanza de que le guste. Me encasqueto el sombrero de paja que encontré
en una de las habitaciones de la casa, cojo el chal y salgo en busca del
viento que me impulsa a buscar otros mares.
Camino siguiendo la costa, con los pies en el agua y la vista en el
horizonte, en la línea que separa lo tangible de lo inmaterial. Mis ojos se
pierden en el mar mientras mis pensamientos corren hacia el porche donde
sé que lo encontraré. Alzo por encima de mi cabeza los brazos y dejo que el
viento revolotee el chal rojo, como si fuera la vela de un barco a la deriva.
38
Playa norte.

«Tengo tu nombre tatuado en mi cuerpo y la lujuria en la piel. Camino por


senderos tortuosos, sin brújula ni timonel, siguiendo las voces quebradas
del deseo, como un náufrago perdido en el desierto. Busco agua. Busco
fuego. Te busco a ti. Pero tú sonríes al pasar junto a mí, dejando la estela
del deseo en carne viva…»

Cuatro líneas.
Un párrafo.
Un año y medio para romper la maldición de la página en blanco.
No está mal; claro, si tuviera alguna continuidad. De momento sólo es
una gota de semen. El deseo hecho palabras. Un pensamiento verbalizado,
sin jadeos ni gritos de placer ni del éxtasis que componen una novela. Nada.
Y, aun así, un comienzo. Un quizá.
39
Playa norte. Ella.

He dejado las sandalias en la arena, junto a la vergüenza, y accedido al


interior de la casa, tan silenciosamente como puedo. No quiero que él sepa
que estoy aquí. Prefiero sorprenderlo, ver qué hace cuando no está sentado
en el porche. Bebiendo. Esperándome. Así que avanzo hasta la sala y lo
encuentro sentado frente al ordenador. Aquí es cuando mi corazón empieza
a latir con fuerza al sentir que este momento ya lo he vivido. Es inevitable.
Así como preguntarme si esta vez seré capaz de ofrecerle un pensamiento
de dos dólares o si iré más lejos y cuánto de lejos estoy dispuesta a ir.
Me acerco a él sin hacer ruido, tratando de leer lo que ha escrito, pero ve
mi reflejo en la pantalla y baja la tapa del portátil.
—Sólo es un esbozo —susurra.
— ¿Y no me dejarás leerlo?
Se levanta de la silla, se apoya en el escritorio y sus ojos recorren mi
cuerpo haciendo paradas estratégicas en mis pechos, en cómo se marcan
bajo la tela del vestido y se adivina el contorno de mis pezones. En mi
cintura, antes de bajar un poco más abajo y recrearse en lo poco que cubre
el bikini mi sexo. En mis piernas bronceadas.
—Depende de lo que estés dispuesta a intercambiar.
Me sonrojo, lo noto, y él sonríe. Levanta un brazo y acaricia entre sus
dedos un mechón del recogido que me he hecho esta mañana. Tan cerca de
mi cuello que mi respiración se vuelve algo más inestable.
—Supongo que todo depende de la cantidad de letras que hayas
empleado —le digo.
Hace una mueca, divertido; pero sus ojos, sus ojos están llenos de deseo.
—La enorme cantidad de cincuenta y ocho palabras. Asombroso, ¿no te
parece?
—Sí. —Y lo digo de corazón, contenta de que haya vuelto a escribir.
Aunque lo estaría si solo hubiera sido capaz de teclear una sola letra.
—Así que —Se acerca un poco más a mí, sin dejar de acariciar mi pelo
mientras su mano descansa en mi hombro y sus dedos rozan mi cuello—.
¿Qué vas a ofrecerme a cambio?
Esta vez soy yo la que acorta la distancia que nos separa, tanto que mi
vestido toca su ropa y nuestros ojos se encuentran. Se dilatan. Tanto que
nuestras respiraciones se vuelven una y un escalofrío de placer y
expectación recorre nuestros cuerpos. Tanto que, si no me besa ahora, lo
haré yo.
— ¿Qué serías capaz de ofrecerme a cambio de leer lo que he escrito?
—vuelve a preguntarme.
Todo, le responde mi cuerpo y eso me asusta. Porque no quiero volver a
perderme; ni tan siquiera por él.
40
Playa norte. Él.

Lo veo. Veo cómo el miedo oscurece sus ojos y retrocede. Y cómo yo


acepto su miedo, cuando en realidad decido seguir adelante, demostrarle
que no tiene nada que temer. Que sólo somos un hombre y una mujer que
desean estar juntos, sin ataduras ni compromisos, sólo disfrutar de su mutua
compañía.
—Un secreto —susurro.
Un instante de silencio, de incomprensión.
—Es eso lo único que te pido a cambio.
Entreabre los labios y su pecho sube al inspirar una bocanada de aire.
—No tengo ninguno. No para ti.
Bajo la cabeza y acerco mis labios a su oído. Cierro un instante los ojos
y respiro su aroma. Su piel, mientras mis dedos acarician la sedosidad de su
cabello. Mi deseo se agrava, lo noto, así como el leve temblor de mi
respiración, de mi voz y de mi cuerpo.
—Piensa en uno. Lucha por mis palabras.
Y también noto cómo su pulso se acelera al lamerle el lóbulo de la oreja,
al besárselo y sentir mi aliento sobre su piel. Así cómo su cuerpo se tensa y
abre y cierra las manos, en una búsqueda frenética de algún recuerdo que
haya olvidado, pero que sea lo suficientemente importante para
intercambiar por mis palabras.
Estoy a punto de decirle que puede ser cualquier cosa, que no hace falta
rebuscar en el baúl de los recuerdos, cuando me sorprende con una
revelación:
—De pequeña, mi cuento favorito era Caperucita Roja.
La miro a los ojos; miedo, ansiedad, inseguridad, todo eso mezclado con
deseo. Y esa pequeña gota de desafío con que me mira, que me desarma.
—Aunque nunca entendí por qué no podía matar ella misma al lobo.
— ¿Por eso siempre llevas el chal rojo? —Sonrío, me encanta su
valentía; poca gente sería capaz de confesar algo así a un completo
desconocido—. ¿Por qué quieres matar al lobo?
Abre los ojos, porque nunca ha relacionado este hecho con el de llevar
esta prenda en pleno mes de julio en la playa.
—No lo sé. Quiero decir que sólo me lo pongo porque me hace sentir
segura.
—Estarías en tu derecho de querer matar al lobo. A su sombra. A lo que
te ha hecho.
Silencio, aunque su cuerpo se tensa al recordar. En cambio, el mío, se
desinfla al comprender que el momento ha pasado y que a los dos nos
vendría bien un poco de aire.
— ¿Te apetece una cerveza?
Salimos al porche, ella se apoya en la barandilla de madera de cara al
mar, bebe un trago y yo hago lo mismo a unos pasos suyos. La brisa marina
nos envuelve con su sofocante abrazo. Permanecemos en silencio, Lucia
observando la nada, pensativa, ida, lejos de aquí, de mí. De mis cincuenta y
ocho palabras.
41
Playa norte. Ella.

¿A quién pretendo engañar?


Yo soy la Caperucita Roja del cuento, una de tantas, me temo.
Una que de niña desafiaba al lobo feroz con el palo de una escoba y se
divertía imaginando que lo mataba, cuando, en realidad, este se la comía. Y
no sólo eso, sino que ahora la entiendo perfectamente, a Caperucita, digo,
pues yo tampoco lo vi venir y, por más pistas que me dio, nunca fui capaz
de adivinar su disfraz. Y si antes no necesitaba de un leñador para que lo
matara, ahora lo que más me asusta es que deseo que lo haga. Que alguien,
sea quien sea, me libre del lobo del cuento.
Me aparto el mechón de la cara que él ha acariciado antes, y susurro:
— ¿Sabes que hay varias versiones de Caperucita?
Él se limita a mirarme.
—En un principio —digo—, era un cuento de hadas bastante cruel. En
él, caperucita, engañada por el lobo, se comía la carne de su abuela, se
bebía su sangre y, después, éste la convencía de que se desnudara y se
acostara con él en la cama, antes de comérsela. —Mis ojos se pierden en la
inmensidad del océano, aun cuando mis pensamientos no consiguen alejarse
de esta versión de Charles Perrault[3]. Es como si hasta ahora no hubiera
sido capaz de ver la semejanza del cuento con mi vida. Ver cómo el lobo se
transforma en Mario y esconde sus garras hasta que, poco a poco, consigue
alejarme de todas aquellas personas a las que quiero para terminar con mi
autoestima—. El cuento de la Caperucita Roja que todos conocemos, se lo
debemos a los hermanos Grimm.
—Y ¿cuál de las dos versiones es la que más te gusta?
Aprieto los dedos en torno a la lata de cerveza con fuerza.
—La de los hermanos Grimm; aunque, como te dije, nunca entendí por
qué el leñador tenía que acabar con el lobo; por qué no lo hacía ella. —Y
tengo que morderme el labio para no llorar, por más que mis ojos y mi
pecho se inundan de lágrimas de desesperación e impotencia—. ¡Por qué,
maldita sea, no podía hacerlo ella!
42
Playa norte. Él.

Es un acto reflejo. Y, como tal, espontáneo.


—Entonces, mátame a mí.
Veo cómo gira la cabeza y me mira, las lágrimas que se niegan a salir de
sus ojos, el dolor que aún encierra su cuerpo, y algo muy dentro de mí se
revela contra el monstruo que le ha destrozado la vida.
—Lo digo en serio, hazlo.
No dice nada, no sabe qué decir, ni siquiera si debe reír o llorar. Así que
insisto.
—Imagina que yo soy el lobo y hazlo. Mátame.
Veo cómo coge aire y empieza a enfadarse.
—No me gusta este juego.
—Me importa un pimiento si te gusta o no, solo hazlo.
Se tensa. Todo su cuerpo está a punto de romperse. El miedo ha
regresado a ella; ahora yo soy el monstruo: tengo su voz, su porte, su
fuerza, su agresividad, la determinación de matarla.
— ¿Qué vas a hacer? ¿Llorar toda tu vida porque alguien se portó mal
contigo? —le digo buscando una reacción, algo que la haga llorar y
atacarme, desgastar toda la rabia que tiene en mí—. ¿Disfrutas siendo la
víctima?
Y antes de que pueda preverlo, me lanza la lata de cerveza a la cara;
aunque, por suerte, impacta contra mi pecho. Sonrío, por más que me ha
dolido.
— ¿Eso es todo? ¿Así te defiendes? Vamos, enséñame tus uñas.
Se abraza y, sin más, me da la espalda y empieza a bajar los escalones
del porche con el chal tirante a su espalda.
— ¡De acuerdo, vete, huye! —le grito con la esperanza de que haga todo
lo contrario—. Quizá, en el fondo, es lo que deseas: ¡que te coman! Maldita
sea, ¿aún crees que eres esa niña incapaz de enfrentarte al lobo?
Se gira hacia mí y sonríe, con saña; con desesperación; con crueldad,
mientras las lágrimas se escapan de sus ojos.
—Pero ¿quién coño te crees que eres? —me grita—. ¡Sólo eres un
escritor mediocre, que un día tuvo un golpe de suerte! Sólo eso, un payaso
que se pasa las horas del día bebiendo porque no tiene las agallas
suficientes para volver a escribir. Sinceramente, no me extraña que tu musa
te haya abandonado, porque eres un fraude como hombre y como escritor.
No vales nada.
De acuerdo, vale, eso me ha dolido, porque, en el fondo, sé que es
verdad.
Y que el juego ha terminado. Para los dos.
43
Playa sur.

Es de noche, y como cada noche, antes de encerrarme en esta habitación, he


comprobado dos veces que todas las ventanas y las puertas de la casa estén
cerradas. Necesito esta rutina para sentirme segura. Bajo la mirada hacia la
taza de té que sostengo sobre mis piernas en la cama y me imagino que
fuera de estas paredes reina la más oscura de las noches. Debe de ser así,
porque así me siento. Quiero creer que esta mañana Alejandro no pretendía
herirme, que sólo jugaba a un estúpido juego, pero me he vuelto a sentir
como la antigua Lucia, insegura; herida. Magullada. Y no puedo dejar de
preguntarme si siempre será así, si nunca me abandonará esta sensación. Si
los hombres siempre me lastimarán.
44
La misma noche, playa norte.

¡Joder!
La he cagado.
Y de qué manera.
Tanto que debo de estar borracho. Sí, creo que lo estoy. O poco me falta
para lograrlo. Bebo un trago de mi cuarta cerveza y, sólo para asegurarme
de que lo estoy, bebo otro trago. Largo. Demasiado largo para mi yo sobrio.
Observo desde la oscuridad del porche el infinito y mi boca me traiciona
al susurrar su nombre:
—Lucia.
He de reconocer que me gusta cómo suena en mis labios, su sonoridad.
Las sensaciones que ella despierta en mi cuerpo.
Su sonrisa.
El brillo de sus ojos.
Su piel.
Su cabello.
Creo que hasta su miedo me gusta. Aun cuando esto no tenga ningún
sentido.
Me acerco la botella a la boca y otro trago se suma a la larga lista de los
ya bebidos.
Cierro los ojos y me pierdo en la imagen de su cuerpo esta mañana, en
sus pechos bajo el vestido transparente, en lo turgentes y exuberantes que
son. En el contorno de sus pezones marcados en la tela del bikini. En mis
ganas y en las suyas. En su estómago liso y sus caderas de infarto. En mi
erección y en… Mierda.
Ya no me acordaba de Pancho. Abro los ojos y me percato de que el
muy condenado ha debido de traerse a toda su familia y a sus parientes más
lejanos. A toda su tribu. Quizá tengan planeado darse un banquete a mi
salud. Tanto da. Ella, la única que me importa, está noche no está.
Ahuyento a la nada, al aire, en un fútil intento de acabar con la vida de
alguno de ellos y les gruño. Pero nada. Al cabo de unos segundos descubro
a uno posado tranquilamente en mi brazo y a otro en mi pierna. Sonrío,
después de todo, no saben la resaca que les espera mañana.
45
Decimoctavo día, playa sur.

—He estado pensando —digo tratando de adoptar un aire causal, como si


sólo fuera una idea sin importancia, cuando, en realidad, esta noche apenas
si he dormido. Unto una tostada con mermelada de frambuesa mientras
escucho a través del móvil el claxon de un coche. Lo tengo en manos libres,
así puedo hablar con Clara, que está de camino al trabajo y desayunar al
mismo tiempo—. Me gustaría irme al extranjero. Empezar una nueva vida.
Lejos de aquí.
—Suena bien —murmura.
—Sí, yo también creo que es una buena idea.
Silencio. Un silencio roto por el ruido del tráfico.
Me siento en el taburete de la cocina y observo el móvil, a la espera de
oír su voz. Algo que me indique que sigue ahí, pero pasan los segundos y
notó cómo una parte de mí empieza a alarmarse. Tanto que mi boca me
traiciona.
— ¿No me vas a preguntar por Alejandro?
—Sí, claro, ¿lo has visto?
—Sí, ayer, pero sólo un minuto. —Miento, porque no volveré a verlo y
no quiero hablar de él, por más que haya sacado el tema.
Espero su respuesta, pero lo único que me llega a través de su silencio es
un frío sudor que recorre mi cuerpo. Algo va mal, lo presiento, y no quiero
saber que es. En serio, sólo deseo vivir en paz y que me dejen tranquila. Sin
embargo, me sorprendo al preguntar:
— ¿Qué pasa?
—Mario. —Y detecto una nota de indecisión en su voz; como si no
estuviera muy segura de tener esta charla conmigo—. Está desesperado por
encontrarte. No sabe dónde estás y el muy desgraciado quiere poner una
denuncia por desaparición.
Tiemblo, las manos se me agarrotan en el bordillo de la mesa, antes de
esconderse en mi regazo.
— ¿Has hablado con él?
— ¡Claro que no! Si fuera así, le habría gritado a la cara que es un
maldito maltratador. Un desgraciado que necesita menospreciar a las
mujeres para sentirse superior. —Pausa—. Si lo sé es porque ayer me llamó
tu madre; tampoco sabe dónde estás y está muy asustada.
Aparto la mirada del móvil para evitar sentir que le he fallado, a ella, a
todos.
—No sabía cómo decirle… No podía decirle que me pegaba. No creo
que lo comprendiera. Mario era… Le gustaba para mí. Decía que
formábamos una pareja muy bonita.
—Eso lo decíamos todos, no sólo tu madre.
— ¿Le has dicho dónde estoy?
— ¡Claro que no!
Más silencio. Sólo que el de esta cocina, se ha vuelto opresivo.
— ¿Qué piensas hacer? —me pregunta después de unos segundos.
Las lágrimas se acumulan en mis ojos y salen entre sollozos.
—Marcharme, irme donde no pueda encontrarme.
—Ya estás donde no puede encontrarte.
46
Playa norte.

Me he sentado en el porche para verla venir.


Es lo que me digo, que vendrá, que encontrará el camino hasta aquí
como lo ha hecho otras veces; sin embargo, otra parte de mí sabe que me
estoy engañando, que el que la espere sólo significa retrasar un día más lo
inevitable, el tener que reconocer que ella tiene razón: que soy un fracaso
como hombre y como escritor. Que su miedo es mi miedo. Que yo también
soy una víctima de género. De mi género: el que nunca termina nada. El
que nunca se compromete con nada. El que pasa por la vida sin dejar huella.
Uno más sin más historia que la de todos.
Alzo la cabeza hacia el cielo y cierro los ojos. Supongo que todos
compartimos algún temor. El mío es muy sencillo: mi incapacidad para
aceptar que yo soy mi peor enemigo. Mi verdugo. Mi maltratador. Bajo la
mirada hacia mis pies, enterrados en la arena y los muevo para liberarme de
su peso, de su calor…
Aunque esto no quita que la extrañe, que tenga resaca de las cervezas
que aún no me he tomado y de las palabras que nunca escribiré. De las
horas que están por venir y de los minutos que ya no volverán.
Pero sobre todo de mí.
47
Vigésimo día, playa sur.

Aparto la cortina de la habitación y la playa se despliega ante mí.


Otro día, otro calor, o el de siempre. Es lo único que soy capaz de
observar, de percibir, de sentir. Así como el miedo, la incertidumbre, las
dudas y las preguntas de siempre.
Y Mario, siempre Mario, su miedo, mi miedo, su temor a no
encontrarme y mi temor a que lo haga. Su ira, su odio y su venganza
restallando contra mis ganas de vivir.
Dejo que la cortina se deslice de entre mis dedos y vuelva a cerrarse.
Lo único nuevo en mi vida es Alejandro. Su recuerdo, su quizá y mi tal
vez mezclados, mis ganas de verlo, de dejar que sus ojos acaricien mi piel y
el temor a que vuelva a herirme.
Me siento en la cama, acaricio distraídamente el cobertor de verano,
estampado en cálidos tonos azules, y suspiro. Es cuanto puedo hacer.
Cuanto me atrevo a hacer.
Hoy no he salido a caminar. No tengo ningún motivo que me impulse a
salir de esta casa, de esta habitación y del aire acondicionado.
Ninguno, salvo el de permanecer con vida, segura.
48
Día vigésimo primero, playa norte.

Los días pasan sin que uno se diferencie de otro. Tanto que he empezado a
dudar de que realmente hayan transcurrido cuatro días desde que Lucía se
fue. ¿Y si fue ayer cuando la vi por última vez? ¿Y si sólo han pasado unas
horas desde que nos gritamos lo que nunca debería de haber salido de
nuestras bocas?
Me apoyo en el marco de la puerta principal, frente al mar, con un
botellín abierto en la mano para espantar al calor.
Y a Lucia.
Bueno, a ella no, a su recuerdo. A sus palabras. A su verdad.
A mi necesidad de beber para desafiar a su fantasma a regresar. Aun
cuando no dejo de decirme que es mejor que no lo haga, que las cosas ya
están bien como están: ella en su mundo y yo en el mío. Aun cuando me
pase el día implorándole en silencio que no permita que su marido ni
ningún otro gilipollas la hiera de nuevo (incluso yo). Aun cuando me
descubra pensando en ella más de lo que me gustaría y mi piel sueñe con
descubrir su piel.
Bebo y, por un momento, surge dentro de mí la necesidad de irme, de
marcharme lejos; de embarcarme en una nueva aventura y de olvidar a
Lucia.
49
Vigésimo segundo día, playa sur.

—Mario te ha puesto una denuncia por abandono de hogar.


Me dejo caer en el sofá de la sala y noto cómo mi respiración se altera.
— ¿Cómo lo sabes?
—Se lo ha dicho a tu madre y, como amiga preocupada por tu
desaparición que la llama de vez en cuando para saber si hay alguna
novedad, ella a mí.
Permanecemos calladas, tratando de encontrar algo de sentido a su
denuncia, a su preocupación, a mi negativa a hablar con mi familia, con un
abogado, con la policía; con alguien que pueda ayudarme. Cuando vuelvo a
oír la voz de Clara a través del teléfono.
—Está decidido a encontrarte.
—Y yo a evitar que lo haga.
— ¿Cómo? ¿Escondiéndote toda la vida: huyendo? Por Dios, Lucia, no
puedes vivir así. Tienes que hacer algo. Defenderte. Atacar. Algo.
Lo sé, y aun así me cuesta moverme. Mucho. Demasiado. Es más fácil
huir, alejarme de él y de todos, evitar el miedo hasta que desaparezca.
Bajo un instante la mirada y me humedezco los labios.
—Quizá se olvide de mí y rehaga su vida con otra mujer.
—Para eso sería mejor que estuviera divorciado, ¿no te parece?
Sí, pero eso significaría moverme; exponerme otra vez a su ira.
50
Vigésimo noveno día, playa norte.

Las nueve de la mañana y el sol ya baña la cocina. Hace unas dos horas que
he puesto el aire acondicionado, justo después de ducharme, pero hoy me
molesta todo: desde el graznido de las gaviotas hasta el ruido de la cafetera.
Me siento en un taburete alrededor de la isla de la cocina y observo mi
móvil. Sé que he tomado la mejor decisión. Seamos realistas, la única que
podía tomar, pero aun así espero una señal del universo, algo que desbarate
mis planes y me haga cambiar de parecer.
Me acerco la taza de café a los labios y saboreo un sorbo mientras reviso
la bandeja de entrada de mi correo por si se me ha pasado leer algún
mensaje importante, pero sólo hay propaganda. Lo cierro y mis ojos de
deslizan hacia la ventana y el paisaje tras el cristal, sin una nube en el cielo.
Sin brisa. Sin esperanzas.
Joder, ¿para qué perder el tiempo? Lo abro y empiezo a escribir:
«Necesito algunas semanas más...» Mis dedos se paran y un músculo de mi
mandíbula se tensa. Lo borro y tecleo a mi editor: «Lo siento, no tengo
nada; estoy seco». Sí, esto se ajusta más a la realidad. Mi dedo sobrevuela
la tecla de enviar para concederle unos segundos más al universo para que
actúe y…
El juego se ha acabado.
Oficialmente vuelvo a ser un parado más.
51
Playa sur.

No sé quién soy. Me he convertido en una extraña para mí misma. Me miro


en el espejo de pie que hay en la habitación y no reconozco la imagen que
me devuelve. ¿A quién pertenecen esas ojeras que rodean mis ojos? No a
mí. Desde luego, porque si esto es lo que soy sin Mario, ¿qué era cuando
estaba con él? ¿A quién pertenecían los moratones que había en mi piel, el
miedo, la mandíbula tensa, las uñas de mis manos comidas?
Me alejo unos pasos sin dejar de mirar a la extraña del espejo y, de
repente, siento una presión en el pecho que exige salir. Cojo una almohada
de la cama y la lanzo contra la imagen que me desafía a negar que seamos
la misma persona con un grito de desesperación.
«¡Yo no soy ella!»
«¡No lo soy!», sollozo mientras me dejo caer de rodillas sobre la
alfombra, con una mano aferrada a las sábanas y la otra al bajo de mi
vestido. No sé dónde está la nueva Lucía, la que se bañaba desnuda con un
desconocido, pero sí que no es la del espejo. No lo es.
Un gemido de rabia y de mil heridas sin cicatrizar recorren mi garganta.
No quiero ser la del espejo. Al contrario, quiero poder abrir los brazos al
cielo e implorar clemencia, piedad, amor. Respeto. Confianza. Volver a
observar el mundo sin temor y bailar al son de la música y dejar atrás las
pesadillas, los ansiolíticos, las tilas y las valerianas, y cambiar mi pasado
por un nuevo presente.
Miro de nuevo la imagen del espejo y sólo veo a una mujer herida, que
lucha por salir victoriosa de una guerra que nunca pidió librar.
No, me digo apretando con fuerza el puño al tiempo que me levanto del
suelo, ni un insulto más, ni una vejación más, ni un grito más.
No sé quién es esta nueva Lucia pero sí que sabe gritar: «Yo soy la reina
de mi mundo y en él yo dicto las leyes. Yo soy la soberana, la diva y exijo
respeto. Se acabó la época del terror. A partir de ahora, mando yo y dijo NO
a la violencia. NO a todos los gestos y creencias que me denigran y me
someten como mujer. NO a aquellos que sólo ven en mí un objeto sexual o
a alguien que sólo sirve para planchar o cocinar. NO a todos y a cada uno de
los hombres que necesitan dominarme para sentirse realizados. Y un
rotundo NO a Mario».
52
Playa norte.

Hoy he ido al pueblo y me he despedido de Pepe, el dueño de la librería.


Aún me queda un mes de alquiler y quizá debería quedarme y disfrutar
de estos días antes de enfrentarme a la realidad, pero, aparte de beber, poca
cosa más hago. Claro, si exceptuamos las noches en las que persigo a
Pancho y a toda su tribu.
Por cierto, a él lo maté anoche.
Así que no sé qué pasará esta noche, si su familia tomará alguna
represalia contra mí, ni qué será de los dos dólares de pensamientos que
Lucía olvidó llevarse con ella.
Lo único que todo ha terminado.
53
Noche, playa sur.

Alzo la cabeza hacia el cielo y una sonrisa se apodera de mis labios al ver
tantas estrellas. Esta noche, ellas son las únicas que observan las huellas
que dibujan mis pies en la arena. Deben de parecerles diminutas,
insignificantes, pero para mí son enormes, gigantescas.
Camino sin ser consciente del tiempo que se dilata entre pisada y pisada,
sintiendo que una nueva Lucia se va perfilando a medida que aprendo a
amarme con todas mis heridas.
Avanzo notando el resbaladizo roce de la arena bajo mis pies y cómo la
brisa lame con su pegajosa huella mi piel, hasta que una leve sacudida en
mi pecho me obliga a entreabrir los labios e inhalar una bocanada de aire.
Una sonrisa tiembla en mi boca; insegura.
Podría decir que ya no me acordaba de él, que mis pies habían olvidado
el camino que me lleva hasta su casa, pero mi corazón no sabe mentir y no
puede esconder la alegría que siente al ver su silueta en la lejanía.
Ni mucho menos olvidar cómo terminó nuestro último encuentro.
54
Playa norte.

Echo la cabeza hacia atrás y me termino la cerveza de un trago. Dejo el


botellín vacío a un lado y espanto con una mano un mosquito. No sé quién
es, el mosquito, me refiero, esta noche no me he tomado la molestia de
bautizarlo, es la última que paso aquí y me he limitado a sentarme en el
mismo escalón de siempre y beber.
Es lo que hago.
Lo único que hago desde que estoy aquí.
Así que para qué voy a cambiar mi rutina.
Quién sabe, quizá mi futuro pase por elaborar mi propia cerveza.
Me estiro hacia atrás, abro la nevera portátil llena de cubitos de hielo y
saco otro botellín. Lo abro y apoyo los antebrazos en mis rodillas, con la
vista clavada en la arena que cubre parcialmente el primer escalón. Es a lo
máximo que llega mi intrepidez esta noche. Lo poco dispuesto que estoy a
que un nuevo pensamiento se abra paso a través de los viejos y siembre la
duda en mi corazón. Ya no puedo echarme atrás. Sólo seguir adelante, sea
lo que sea que esto quiera decir.
Observo los dedos de mi mano sujetar la botella por el cuello y cómo
unos pies irrumpen de pronto en mi campo de visión. Pequeños, descalzos.
Llenos de arena.
Mi corazón empieza a latir con fuerza contra mi pecho.
Nervioso, fijo la mirada en ellos, sin atreverme a levantarla por temor a
descubrir a su dueña. Veo cómo avanzan hacia mí y, joder, debo de haberme
tragado toda una nube de mosquitos porque siento cómo revolotean en mi
estómago. Su dueña, ella, mi Lucía, se sienta a mi lado y, por primera vez
desde que sé que me marcho, algo en mi interior se destensa.
Ella ha vuelto.
Justo cuando yo me voy.
55
Playa norte, ella.

Me siento a su lado y el silencio se apodera de nosotros.


No podía ser de otra manera.
Siempre nos dejamos arrastrar por él cómo si éste pesara más que
nuestras palabras.
Me humedezco los labios y, su voz, la que tanto he añorado, rompe la
quietud que nos envuelve.
—No esperaba volver a verte.
—Ni yo —reconozco en un susurro.
—Entonces, ¿qué haces aquí? —Se lleva el botellín a la boca y su
mirada se pierde en la oscuridad que nos cubre.
Me rodeo las piernas con los brazos y un suspiro se desliza entre mis
labios. ¿Cómo explicarle lo que ni yo misma sé? Sólo que me gusta esta
tranquilidad, el poder sentarme a su lado y sentirme segura, protegida,
deseada; aun cuando la última vez que nos vimos no fuera así.
—Mañana me marcho —murmura sin mirarme. Bebe otro trago de
cerveza y sonríe, con ironía—. Tenías razón, soy un fraude, como escritor y
como hombre.
Aprieto las manos en mi regazo al sentir cómo mi corazón se queja ante
la idea de que esta sea la última vez que nos vemos. Pero, sobre todo, lo que
más me duele es ser la dueña de las palabras que lo han herido hasta este
punto.
—Así que te rindes.
Aprieta la mandíbula y se encoje de hombros.
—No tengo nada sobre lo que escribir.
—Entonces escribe sobre eso. —Sin ser consciente de lo que hago,
pongo una mano en su brazo y tengo que tragar saliva. Sí, el deseo, mi
deseo, sigue vivo. Demasiado vivo—. Si te marchas, si renuncias a ser
quién quieres ser, habrás renunciado a tus sueños.
56
Playa norte. Él.

No lo puedo evitar, levanto una ceja, irónico.


— ¿Cómo cuando soñabas con matar al lobo? —Sí, bueno, sé que es un
golpe bajo y no me siento especialmente orgulloso de mí, pero qué sabe ella
de sueños.
Aparta la mirada, dolida.
—Lo sueños solo existen para hacerlos realidad —susurra.
—Sí, claro, por eso estamos los dos aquí, huyendo de la realidad.
La invitaría a una cerveza, pero esta noche no estoy muy sociable. Es
más, no sé si a esto que siento: ira, enfado y desesperación contra la vida
por joderme de esta manera, sea muy razonable añadirle la lujuria. El
pecado de desearla por encima de su estado civil, de su pasado, de sus
miedos, de mí mismo.
—Ya no quiero huir más —murmura. Levanta la mirada hacia el
firmamento—. Ahora sé que para vencer al lobo es necesario sacrificar al
miedo.
— ¿Y tú lo has sacrificado o te has entregado a él? —La miro por
primera vez desde que se ha sentado a mi lado y, al instante, me arrepiento
de haberlo hecho. De todo. De mis palabras. De mi malhumor. De ser
demasiado consciente de su mano en mi brazo.
Parpadea para borrar las lágrimas que luchan por inundar sus ojos, pero
ya es demasiado tarde para poder frenarlas. Una se desliza suavemente por
su mejilla y yo me siento un miserable. Bajo la mirada y noto el leve
temblor de su mano segundos antes de que sus dedos dejen de tocar mi piel.
Me digo que es mejor así, que no necesito su compasión ni su compañía,
pero al sentir que vuelve a dejar caer su mano sobre mi brazo y que sus
dedos se cierran suavemente como si estuvieran luchando para no dejarse
llevar y descubrir todos mis secretos, la necesidad que recorre mi cuerpo
desde que he visto sus pies sobre la arena, se apodera de mí.
—Me he entregado a él —responde en voz queda, mientras yo hago
todo lo que puedo para no visualizarnos desnudos en la arena, en mi cama,
en las escaleras—. Le he dado las riendas de mi vida y le he permitido que
haga lo que quiera conmigo. Es más, en este momento, me pide que salga
corriendo y me aleje de ti.
—Deberías de hacerle caso.
—Sí, seguramente tienes razón.
Aun así, permanecemos en silencio, sin movernos, hasta que la oigo
suspirar.
—Necesito que me devuelvas los dos dólares de pensamientos que te
entregué.
La miro y no sé si sonreír ni si está hablando en serio. Sólo soy capaz de
sentir su mano subiendo lentamente por mi brazo antes de perderme en sus
ojos.
57
Playa norte. Ella.

Veo la duda reflejada en su mirada, preguntándose cómo va a


devolverme algo que le pertenece; en cómo depositar en mis manos su
quizá y mi tal vez.
—No los necesitarás cuando te vayas —le digo acercándome un poquito
más a él.
Cierra un segundo los ojos como si le costara concentrarse en lo que le
digo, pero le obligo a abrirlos al acariciar su mandíbula.
—No puedo —susurra.
—Entonces tenemos un problema, porque pienso recuperarlos.
58
Playa norte. Él.

¿Quién es esta nueva Lucia? ¿La que me tienta, la que me desea y me


acaricia? Y ¿quién soy yo para ella: el hombre o el escritor? ¿El fraude o el
lobo?
—No puedo devolvértelos —susurro.
Sonríe, y su respiración se vuelve mi respiración.
Desliza la mano por mi mandíbula hasta rozar mis labios con la yema de
los dedos y su aliento los humedece. Nos miramos mientras ella se inclina y
posa sus labios en los míos. Estoy tan sediento de ella, que mis labios
empiezan a provocarla con besos cortos, húmedos. Besos que se vuelven
hambrientos. Porque el hambriento soy yo. De su piel. De su sabor. De
nuestro quizá y de nuestro tal vez. De todas las oportunidades perdidas y de
las encontradas.
Pongo una mano en su nuca y la pego a mí mientras mi lengua explora y
juega con su lengua. Mientras la saboreo y mi cuerpo se tensa y mi
respiración se hace más pesada y un gemido se escapa de su boca y se pega
a mi cuerpo.
Joder, la deseo tanto que mi necesidad de arrancarle la ropa y penetrarla
con fuerza, como si mi cuerpo quisiera reclamarla como mía, se apodera de
todos mis músculos.
Y este último pensamiento me asusta.
Me separo de ella y la miro a los ojos, brillantes, llenos de esperanza y
de pasión.
—No puedo —susurro. Y es verdad, no puedo arriesgarme a descubrir
que esto, sea lo que sea que hay entre nosotros, me importa. Ella, mi Lucia,
sólo es un sueño, un espejismo, un deseo verbalizado.
59
Trigésimo día, playa sur.

Me miro en el espejo de mi habitación y sonrío; soy una nueva mujer.


He nacido de nuevo. Es lo que me digo cada vez que me veo reflejada
sobre cualquier superficie. Un diminuto paso para recobrar mi autoestima,
lo sé, pero es lo que Clara me aconsejó que hiciera (aunque ninguna de las
dos sabemos que tan efectivo sea). Así que, de paso, he concertado visita
con un terapeuta. Necesito hablar con alguien de todo lo que me ha pasado,
tratar de encontrar el motivo por el cual permití que las cosas llegaran tan
lejos con Mario. Entenderme y aceptarme.
Me pongo el sombrero de paja que he encontrado en una de las
habitaciones y salgo a pasear. Camino hacia el norte, con el sol pegado a mi
cuerpo, reviviendo una y otra vez el beso, los besos, su sabor, nuestro sabor.
Su «no puedo» y mi frustración; el sentir que yo no soy suficiente para él.
Alzo la cabeza y veo su casa a lo lejos. Me acerco, nerviosa, indecisa,
retorciendo con los dedos de las manos una punta del chal rojo que
descansa sobre mis hombros. Me paro a unos metros del porche y observo
todas las ventanas cerradas; la puerta cerrada. Las escaleras vacías. Bajo la
vista para no sentir cómo mi corazón se rompe, pero el daño ya está hecho.
Quizá le quedaba demasiado grande el éxito. Quizá sus sueños solo eran
sueños y este lugar sólo un lugar. Quizá yo era demasiado pequeña para él.
60
Madrid, 21:05. Él.

Me siento con las manos vacías frente al balcón de mi apartamento y


observo el edificio de enfrente. Gris. Triste. Con algunos geranios en los
balcones. Alzo la mirada hacia el pedacito de cielo que logro ver y mis
pensamientos son ahogados por el locutor de las telenoticias que sale en mi
televisor, por el aire acondicionado y por el bullicio del tráfico.
Esta es mi realidad.
A la que he vuelto.
61
Trigésimo primer día, pueblo. Ella.

Me siento en el interior de uno de los bares de la plaza, en el rincón más


alejado de la puerta y me pierdo en una de las muchas aplicaciones del
móvil. Es lo que soy, lo que somos, en lo que nos hemos convertido: en
sombras que prefieren la seguridad del mundo virtual al real. Me llevo a los
labios el zumo de piña que le he pedido al camarero y, al oír que la puerta
del bar se abre, levanto la mirada.
Una sombra de decepción cruza veloz mis ojos al ver a un turista
preguntar al dueño del bar una dirección. Así que vuelvo a perderme en la
pseudoseguridad virtual.
Hoy es la primera vez que me he atrevido a abandonar la seguridad de la
playa desde que llegue aquí y esta sensación de normalidad me gusta; hasta,
según como, me hace sentir valiente; atrevida. Aunque una vocecita en mi
interior insista en recordarme que solo lo he hecho para no perderme en mis
pensamientos.
Levanto una vez más la vista y veo entrar a Clara luciendo un magnífico
bronceado bajo el vestido rojo que lleva. Segura de sí misma, del lugar que
ocupa en el universo. Hace un rápido barrido del local para localizarme y
sonríe cuando nuestras miradas se encuentran.
Se acerca después de pedirle algo al camarero y, por un instante, me
observa en silencio, tratando de encontrar algún vestigio de la antigua
Lucia. Se sienta frente a mí y la sonrisa de sus labios se desliza hacia sus
ojos.
—Te veo muy bien —me dice, y sé que lo dice en serio—. Creo que ese
tal Alejandro te ha alineado muy bien los chakras.
Inmediatamente noto cómo algo se clava en mi pecho, un dolor nuevo,
desconocido, la tristeza de una posibilidad rota; desperdiciada. Algo sobre
lo que no quiero pensar. No ahora.
Dejo el móvil sobre la mesa; otra pequeña victoria al abrirlo por primera
vez desde que estoy en la playa.
—No creo que él tenga nada a ver con mi recuperación.
Una línea de preocupación se dibuja en su rostro; presiente que tras mi
aparente calma se esconde un nuevo monstruo y yo me pregunto si siempre
será así. Si siempre habrá uno en la imaginación de aquellos que saben por
lo que he pasado.
Sonrío débilmente.
—Esta vez solo ha salido un poco magullado mi orgullo. Eso es todo.
Alarga los brazos por encima de la mesa y encierra mis manos entre las
suyas.
— ¿Quieres hablar de él?
—Es más urgente hablar de Mario. —Rehúyo su mirada y mis manos se
tensan entre las suyas—. Es de él de quien quiero hablar.
El camarero deja sobre la mesa el café con hielo que Clara ha pedido y
se va. Quizá crea que somos pareja, es lo que debemos parecer. Sobre todo,
porque nos miramos fijamente. Ella para detectar lo que va mal en mí y yo
porque quiero que vea a una nueva Lucia.
—Pues parece que una parte de tu cuerpo no comparte tu opinión.
Un instante de indecisión, de querer esconderme y fingir que todo va
bien; como siempre. Un patrón de miedo que estoy dispuesta a superar.
—Lo besé. —Clara abre los ojos de par en par; sorprendida.
— ¿A Alejandro?
Asiento con la cabeza y una triste sonrisa se insinúa en mi boca.
—Sí, a él.
— ¿Y por qué me parece que no fue muy bien?
Aparto los ojos al sentir cómo el dolor por su rechazo se clava todavía
en mi pecho.
—Nos estábamos besando y, de pronto, me dijo que no podía —
murmuro mientras las lágrimas humedecen mis mejillas.
— ¿Qué no podía qué?
—Seguir.
Clara se deja caer contra el respaldo de la silla.
— ¿Por qué?
—No lo sé, de verdad que no lo sé.
62
Madrid. Él.

—Joder, así que es verdad, has vuelto.


Sí, bueno, las noticias vuelan.
Me planteo cerrarle la puerta en las narices, pero al final dejo que me
siga por el pasillo hasta mi habitación. Me tumbo en la cama y coloco el
portátil sobre mis piernas.
—Podrías haber avisado y habríamos salido a celebrarlo—me recrimina.
—No estoy para mucha fiesta.
— ¿Qué pasa? ¿Aún no tienes nada sobre lo que escribir? —me
pregunta Diego, uno de mis excompañeros de piso, de cuando trabajaba en
la fábrica.
—No, aún no.
Se pasa una mano por el pelo y se deja caer en la punta de la cama.
—Joder, tío.
Sí, algo así.
63
Muy cerca de la playa, en el pueblo. Ella.

— ¿No se lo preguntaste?
—No —susurro, sin evitar sentir que soy poca cosa para él.
—Vaya.
Nos quedamos en silencio un momento, inmersas en las mil
posibilidades que ofrece su no puedo, sin llegar a ninguna conclusión. Solo
el ruido del bar, el de los camareros al entrar y salir para atender los clientes
de la terracita nos distrae. Al final, cansada de sentir lastima de mí misma,
cojo aire con fuerza y lo expulso.
—Será mejor que nos centremos en Mario.
Clara hace una mueca de disgusto con la boca.
—Mejor seguro que no, pero sí más urgente. —Echa el café en el vaso
con hielo que le ha traído el camarero y lo mezcla con la cucharilla—. El
otro día llamé a tu madre para averiguar cómo estaban las cosas y está muy
asustada. Está empezando a pensar que estás muerta, que alguien te ha
matado y arrojado tu cadáver en un vertedero.
Una espina de culpabilidad se incrusta en mi pecho. No quiero
imaginarme el calvario por el que deben de estar pasando mis padres, pero
me da miedo su reacción; el que no me crean.
—Tienes que llamarla y explicarle dónde estás —me dice.
—No puedo. No sabría por dónde empezar.
— ¿Qué te parece por un: «¿Hola, estoy viva»? —Y arrastra su móvil
por encima de la mesa hacia mí—. Y después estaría bien que le explicaras
por qué has tenido que huir.
64
Madrid. Él.

— ¿Qué vas a hacer ahora?


Miro a Diego, sentado en la cama con los antebrazos apoyados en las
rodillas y suspiro.
—Empezar de cero.
—Pensaba que estabas escribiendo. —Y señala con la cabeza el portátil.
—Sólo estoy buscando portales de trabajo.
Diego aparta los ojos, se levanta de la cama y vuelve a pasarse una
mano por el pelo.
— ¿Estás seguro de esto? Creía que… no sé, que esta vez sería
diferente.
— ¿Diferente a qué?
—Pues a lo que haces siempre.
— ¿Y qué hago siempre?
—Abandonas todo lo que empiezas.
Dejo de teclear y lo miro sintiendo cómo la rabia se apodera de mí.
—No me salgas con esas; sabes de sobra que no es verdad.
— ¡Claro que sí, nunca terminas nada! Siempre tienes una excusa para
no arriesgarte.
— ¿Pero de qué coño hablas?
— ¡De tu puta jodida vida!
Nos quedamos en silencio, retándonos con la mirada, hasta que él decide
que es inútil tratar de hablar conmigo.
—Es tu vida, tu puta jodida vida.
Y se va.
65
Por la noche, playa sur.

Sola, de vuelta a la seguridad de la playa, en mi habitación.


Apoyo la espalda en los cojines de la cama y repaso mentalmente la
conversación de esta mañana con mis padres. No ha sido fácil. Sobre todo,
el tratar de explicarles por qué he abandonado a Mario. El que me vean
como a una víctima de género. El tener que revivir lo que nunca pedí vivir y
el eliminar un miedo para implantarles otro: el que Mario pueda matarme si
me encuentra.
Una lágrima se desliza por mi mejilla al recordar su preocupación
mientras trataba de explicarles el infierno que supuso vivir con él, sus
comentarios, sus gestos, sus abusos, los golpes a su hija. Y después los
gritos de mi padre mientras mi madre trataba de impedir que fuera a verlo
para romperle la cara. El inmenso alivio que supone saber que me apoyan y
que buscarán asesoramiento para averiguar qué puedo hacer.
Sonrío, contenta de haberle hecho caso a Clara.
Cojo el mando de la tele para distraerme y, de repente, un hilo de miedo
se desliza por mi pecho al escuchar la melodía de mi móvil. Mierda, olvidé
apagarlo. Miro el nombre que sale en la pantalla y mi respiración se vuelve
más imprecisa.
Mario.
Dejo que la llamada se corte, una, dos, tres veces, pero insiste; así como
el temblor de mi pecho al extenderse hacia mi mano. Sé que alguna vez
tendré que hacerle frente, pero aún no estoy preparada. ¿Cómo puedo
estarlo para hablar con mi maltratador?
Cierro un segundo los ojos, respiro profundo para intentar calmarme y
vuelvo a ser la Lucia de siempre, la que encontraba una justificación para
sus golpes, para sus ataques e insultos. La que prefería esconderse en sí
misma antes de salir dañada. Y, maldita sea, ya no lo soy. No lo soy. Miró el
móvil, y sé que sólo hay una manera de demostrarme que no soy la misma
Lucia. Así que me obligo a contestar su llamada.
—Hola—susurro tratando de que no se note el temblor de mi voz.
— ¿Hola? —pregunta, colérico—. ¿Es lo único que se te ocurre decir
después de un mes sin saber de ti? ¿Acaso sabes el infierno por el que me
has hecho pasar?
—Lo siento.
— ¿Qué lo sientes? ¡¿Qué lo sientes?! Maldita sea, ¿dónde demonios te
has metido durante todo este tiempo?
Silencio.
—No me hagas esto, Lucia, no me obligues a pensar mal. ¿Estás con
alguien? Por qué si es así, si descubro que me has engañado...
—Estoy sola.
— ¿Dónde estás?
—No.
—No, ¿qué? —Y su voz rompe a llorar—. ¿Tienes idea de cuánto de
amo?
—Si me amaras no me habrías pegado.
—¿Es por eso, por eso huiste? Te dije que no estaba de humor, que no
quería oír ningún ruido en la casa y vas tú y rompes un vaso. ¿Qué querías
que hiciera?
Doblo las rodillas hacia el pecho y las abrazo. Sí, es verdad, me lo dijo,
por eso busqué refugio en la cocina, lejos de él y de la botella de güisqui.
Lo que no podía prever era que se me caería un vaso al suelo y que eso
despertaría al monstruo con el que vivía.
—No voy a regresar —susurro contra mis rodillas.
— ¿Qué quieres decir con que no vas a regresar? Eres mi esposa.
—Voy a pedir el divorcio.
—Pero ¿qué estupidez estás diciendo? ¿Con quién demonios has estado
hablando?
—No he hablado con nadie.
— ¡Y tanto que lo has hecho! Alguien te ha estado comiendo el celebro.
Tú nunca me pedirías el divorcio; tú me quieres al igual que yo a ti. Así que
hazme caso, recoge ahora mismo tus cosas y mueve tu culo hasta aquí.
¡Quiero que muevas tu culo hasta aquí!
Cuelgo y apago el móvil.
66
Madrid. Él.

He bajado a tomar algo en la terracita que hay cerca de donde vivo. Abro el
móvil para ver qué me estoy perdiendo, pero llevo tanto tiempo
desconectado que nada consigue llamar mi atención. Lo cierro y lo dejo
sobre la mesa, junto a la cerveza que he pedido.
Apoyo un codo en el brazo de la silla metálica y me restregó los ojos,
cansado. Cansado de las palabras que esta mañana me ha soltado Diego y
que no dejan de importunarme. De si tiene o no razón. De si es verdad que
abandono todo lo que empiezo por miedo a fracasar y de si Lucia, mi
negativa a estar con ella, es más de lo mismo.
Cojo el móvil y entro en todas las aplicaciones donde están mis amigos
en busca de algo que me distraiga, una foto, un chisme, lo que sea. Pero una
parte de mí no quiere dejar de pensar en ella, en mi Lucia. Así que abro la
app de notas y tecleo lo primero que me viene a la cabeza:

“Ella nunca fue mía. Nunca pretendí que lo fuera, nunca quise que lo fuera
y, sin embargo, durante un minuto, fue todo lo mía que alguien puede ser”.
67
Trigésimo segundo día, playa sur.

Estoy frente a su casa; vacía. Necesitaba salir a caminar, pensar en la


conversación de ayer noche con Mario y explicarle a Alejandro que le hice
frente al lobo: que no lo vencí ni lo derroté, que ni tan siquiera lo golpeé,
pero que lo arañé y eso lo hace aún más peligroso.
Me siento en el porche y me pierdo en el último recuerdo que tengo de
él; en el deseo de sus ojos mientras me decía «no puedo».
Bajo la mirada hacia mis piernas bronceadas y recuerdo el día que me
confesó que le daba miedo no estar a la altura del Alejandro Román que
había escrito Tiempos convulsos. Ahora, por fin, comprendo el significado
de esas dos palabras, el por qué se fue: porque no era lo suficientemente
bueno para sí mismo, así como yo nunca lo seré para Mario. Así como
tampoco lo fui para mí misma, así como siempre busqué mi reconocimiento
en las personas equivocadas y sacrifiqué lo más valioso que tenía por su
amor: a mí misma.
Me abrazo y observo el mar; su infinito vaivén.
Lo bueno de esto es que ahora sé que debo quererme y aceptarme tal
como soy, con mis virtudes y mis miedos, sin esperar a quererme por cómo
me ven los demás o por lo que ellos esperan de mí. Debo ser suficiente para
mí, si quiero vencer al lobo. Al miedo. Y esta vez lo conseguiré. Me
convertiré en la caperucita roja que siempre quise ser: la heroína que mata
al lobo feroz del cuento.
En la misma playa, un año y medio después
Epílogo
Playa norte.

Hundo las manos en los bolsillos del abrigo de lana mientras observo una
ola rizarse sobre sí misma antes de romperse. El día es frío, destemplado,
con grisáceas nubes en el cielo. Camino siguiendo la línea que deja la
marea sobre la arena y alejo la añoranza por el pasado para que no se
convierta en una piedra que me impida avanzar.
Sí, he cambiado. Era inevitable que pasara si quería conseguir algo en la
vida, ser el escritor que nunca soñé ser. El Alejandro Román que escribe
sobre amores imposibles. No fue fácil romper con mis hábitos y ver el
miedo que se escondía tras cada decisión, pero lo peor vino después,
cuando empecé a ser consciente de que, en realidad, siempre había obtenido
aquello que había deseado: pasar desapercibido por la vida, sin problemas
ni esfuerzos.
Sigo caminado, pensativo, mientras la bufanda negra protege mi cuello
del frío. Lo cómico de este planteamiento, del antiguo, digo, es que sólo
obtuve una parte de lo que anhelaba, pues cada pequeño escollo que se
presentaba en mi vida lo convertía en una montaña insalvable que lo único
que hacía era hundirme. Como lo hice al abandonar mi carrera de escritor
porque quería demostrar al mundo lo bueno que era cuando, en realidad, lo
único que deseaba era demostrármelo a mí mismo. Creérmelo. Sentirlo en
la piel.
Me paro a unos metros de la casa que alquilé hace más de un año y una
sonrisa se dibuja en mis labios al recordar las eternas noches de cervezas y
mosquitos; el sentimiento de impotencia y frustración con el que convivía y
a ella; a la protagonista de mi segunda novela.
Sí, así es, al final me atreví a escribir otro libro que, aunque tuvo una
buena crítica, no se convirtió en ningún superventas. Y, sí, la protagonista
de la historia se llama Lucia. Mi Lucia. Nuestra Lucia, después de todo,
siempre le perteneció más al miedo que a mí.
Me giro hacia el mar, cojo un guijarro y lo lanzo al agua. No es el
primero que he tirado desde que he bajado del coche, de alguna manera
espero que se lleve con él todos los pensamientos que Lucia me regaló.
Pero estos siempre regresan a mí, fielmente. Y por más que una parte de mí
lucha cada día por olvidarlos y enterrarlos en el pasado, no se puede ganar
una guerra de antemano perdida. Ella es mi perdición, el sueño de un
posible convertido en un imposible.
El imposible que más me duele.
Epílogo 2
Playa sur.

Ahora camino más ligera, es lo que tiene el no llevar tanto peso sobre los
hombros. Notando la arena escurrirse bajo mis pies cuando la marea se
retira. Sí, me he descalzado y arriesgado a una pulmonía sólo por el placer
de sentir el frío en mi piel. Últimamente hago estas cosas, cosas sin sentido,
sólo por el placer de hacerlas. Supongo que es un empezar a vivir, a
disfrutar de la vida, a olvidar el temor aun cuando éste aún exista.
Sí, de alguna manera, aún sigo ligada a él. A Mario, me refiero. El
proceso de divorcio ya está en marcha y, según Clara, él ha empezado a
salir con otras mujeres, pero eso no quiere decir que me haya dejado en paz,
sólo que necesita desfogarse sexualmente. Así que, hasta que yo consiga un
trabajo en el extranjero, permaneceré aquí, a salvo. Tranquila.
Estoy buscando la manera de embarcarme en una nueva aventura que
me abra las puertas tanto profesionales como personales. Es lo que quiero,
lo que necesito, rehacer mi vida; aunque una pequeña parte de mí siempre
permanecerá anclada a este lugar.
Bajo un instante la mirada hacia mis pies y sonrió. Débilmente.
Sigo abrazada a mis brazos, con las zapatillas de deporte atadas por los
cordones sobre mi hombro. Escudriñando con la mirada el mar. Hasta que, a
lo lejos, diviso la silueta de un hombre de cara a la inmensidad. Mi corazón
da un suave brinco, como si presintiera algo que yo soy incapaz de ver. Lo
ignoro y sigo avanzando. Sólo es un espejismo, una posibilidad tan remota
que ni me atrevo a soñar con ella. Hace ya demasiados meses que dejé de
pensar en él, de recordar su no puedo, de buscarlo inconscientemente cada
vez que me acercaba a este lugar. Él forma parte de mi pasado y el pasado
sólo es el fantasma de nuestro presente.
O eso quiero creer porque, de repente, se gira y…
Epílogo 3
Playa norte. Lucia y Alejandro.

Silencio.
Nuestro silencio.
Sólo nuestro.
Y a la vez tan suyo y mío.
Es como si el tiempo se hubiera detenido. No nos movemos,
permanecemos clavados en nuestro metro cuadrado de seguridad. Rotos.
Persiguiendo sueños, posibilidades pasadas, hasta que mis piernas deciden
acercarse a ella y nuestros ojos tratan de esconder las ganas por tanto
tiempo reprimidas y nuestras bocas luchan por contener la sonrisa que ansía
posarse en nuestros labios.
—Lucia. —Es cuanto puedo decir, aunque nunca una palabra ha
significado tanto para un hombre.
—Alejandro —susurra.
Y seguimos mirándolos, preguntándonos cómo podemos romper la
distancia que nos separa, olvidar los meses pasados y convertir nuestro
silencio en algo tangible; deseable.
Preguntas sin respuesta que se clavan en nuestro corazón.
O por lo menos en el mío, porque ahora que la tengo delante, sé con
toda certeza que no quiero perderla una segunda vez y que, a mi manera,
lucharé por ella. Así que levanto un brazo y acaricio entre mis dedos un
mechón de su cabello.
— ¿Al final conseguiste matar al lobo?
—Hice algo mucho mejor: aprendí a vivir sin él.
Avanzo un paso más hacia ella y, lentamente, bajo la cabeza hacia su
mejilla y susurro muy cerca de su oído:
—Te escribí en un libro.
Coge aire, nerviosa, y sonríe.
—Sí, me leí en tu libro.
Epílogo 4
Playa norte Lucia y Alejandro

Sonrío.
No puedo evitarlo.
Me gustaría decirle que su Lucia literaria ya no existe, que ha ido
desdibujándose con el tiempo hasta convertirse en un fantasma, pero
todavía hay partes suyas en mí. Unas más sombreadas que otras. En
cambio, respiro profundo al sentir su cercanía, su mano en mi hombro,
acariciando un mechón de mi cabello…
Miro sus ojos y siento el corazón latir nervioso en mi pecho. Tanto que
me humedezco los labios y su mirada se desliza como una caricia hasta mi
boca.
—Una vez me pediste que matara al lobo, que te matara, ¿lo recuerdas?
Asiente despacio, sin despegar la mirada de mis labios.
—¿Me dejarías hacerlo ahora?
He captado toda su atención, lo sé porque sus ojos se separan de mi boca
y se anclan en mis ojos. Levanta una ceja, interrogativo, sin ser consciente
del Tsunami de mariposas que este gesto provoca en mi estómago.
—Sí —contesta.
Una parte de mí quiere retroceder en el tiempo y borrar mis últimas
palabras, pero mis pies se ponen de puntillas, rodeo su cuello con los brazos
y lo beso. Con miedo, recordando lo que pasó la última vez que lo besé.
Hundo la lengua en su boca y me emborracho con su sabor.
Un día le entregué un pensamiento de dos dólar, y no supo qué hacer
con él.
Un día lo besé y me devolvió un no puedo.
Un día desapareció de mi vida, porque era poca cosa para sí mismo.
Hoy, en cambio, quiero enfrentarlo a sus ganas, a las mías, y ver qué
hace.
Despacio, mis pies vuelven a apoyarse sobre la arena mientras mis
brazos se deslizan por su pecho hasta quedarse ahí, apoyados. Sigue con los
ojos cerrados y yo me muerdo el labio inferior, nerviosa, expectante a su
respuesta.
Epílogo 5
Playa norte, Lucia y Alejandro.

Siento…
Demasiado.
Tanto que tengo que suspirar para no ahogarme con todas las emociones
que surgen en mi interior.
Lucia, mi Lucia, sigue pegada a mi cuerpo y yo con los ojos cerrados. Si
los abriera, si lo hiciera, vería todos mis secretos. La estrecho un poco más
hacia mí y bajo la cabeza hasta que su pelo roza mi mejilla. Entonces la
respiro.
Permanecemos así una eternidad. Sin movernos. Respirándonos, hasta
que la ausencia de sus labios me hace buscarlos y esta vez soy yo quien la
besa. Con desesperación. Hambriento de ella. Del tiempo perdido. De todo
lo que pudo ser y yo dejé atrás.
Cojo su cara entre mis manos, abro los ojos y la obligo a mirarme.
Quiero que vea todo lo que no puedo decirle con palabras, que vea en mi
interior como si fuera un libro abierto.
—Te escribí en un libro —repito—. Ahora, en cambio, quiero vivirte.
Sonríe, y sonrío, porque ya sabe mis secretos: que yo también he
cambiado y que, si me lo permite, la seguiré vaya donde vaya.
Fin
Querido lector, si te ha gustado esta novela,
me encantaría que dejaras tu valoración en Amazon.
Con tus palabras, me ayudas a mejorar y a seguir escribiendo.

¡Gracias por leerla!

[1]
El cuento de la Caperucita roja fue transmitido oralmente antes de que
Charles Perrault lo tomara y lo escribiera en 1697. Era una leyenda bastante
cruel, destinada a prevenir a las niñas de encuentros con desconocidos. En
su versión, el cuento no tiene un final feliz.
[2]
Según los historiadores, la frase completa popularizada por el poeta romano Horacio fue: “Carpe
diem quam minimum credula postero”. Es decir: “Aprovecha cada día, no te fíes del mañana”.
[3]
Charles Perrault (París 1628-1703), escribió a la edad de 69 años y bajo el seudónimo de su hijo
Pierre Perrault D´Amancour, “Les histories et contes du temps passé avec des moralités, ou Contes
de ma Mére l´O”e. Ocho relatos, que dedicó a una princesa de la corte de Luis XIV. En ellos, estaba
su versión de la Caperucita roja.

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