La Mirada Interior

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La mirada interior.

Los sentimientos morales


Javier Sádaba

Voy a dividir el artículo, previa breve introducción, en tres partes. En la pri-


mera, me referiré a los condicionamientos bioneurológicos de las emociones y sen-
timientos. En la segunda, me detendré en el valor moral de los sentimientos. Y, fi-
nalmente, trataré de sacar alguna conclusión respecto a una deseable pedagogía
de los sentimientos. Paso directamente ya a la introducción en cuestión.

Que las emociones y los sentimientos son importantes pocos lo pondrían en


duda. La vida afectiva es el centro de resonancia de cada uno de nosotros y nada se
filtra a través de las percepciones que no esté teñido por los afectos. Tales afectos
reciben distintos nombres según el momento histórico, la escuela filosófica desde
la que se los estudia o su lugar en una escala que va de lo más inmediato a lo más
mediado por la conciencia y la razón. Así, y por seguir a A. Kenny, el filósofo
analítico por excelencia, se habla de pasiones como el amor, estados de ánimo co-
mo la depresión, actitudes como la admiración o virtudes como el coraje. Y se
habla, cosa que a nosotros nos importa de manera especial, de emociones (la
alegría, v. g.) o de sentimientos (la vergüenza, u. g.). Repito que la terminología
varía según los autores. Lo que nos importa subrayar, en cualquier caso, es que las
emociones y los sentimientos no son ni percepciones, como es el caso de los colo-
res, ni sensaciones, como las que tenemos cuando nos quemamos. Los sentimien-
tos, que son el estado más crecido de las emociones, son expresiones de nuestra ri-
ca vida afectiva. En dicha vida mostramos, al igual que en un cuadro, los tonos,
los registros más profundos de nuestra individualidad. De ahí que tales registros,
y como más adelante veremos, se extiendan desde lo más corporal a lo más espiri-
tual, desde la pura reacción hasta la reflexión. No es extraño, por tanto, que se nos
hurten con tanta facilidad a una mirada serena. Como escribía Bergamín, «lo que
estoy siendo es lo que más claro veo y menos entiendo». Y es que lo que toca tan-
tas notas al mismo tiempo se resiste a ofrecer una sinfonía armónica. Por eso se
suele hablar de los sentimientos con metáforas o con ejemplos. Más que recurrir a
definiciones nos apoyamos, r. g., en Shakespeare o en Goethe. Y si algún filósofo
analítico intenta bucear y distinguir las diferentes emociones, sentimos que se está
perdiendo la esencia de lo que estudiamos. Sea como sea, las emociones y los sen-

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cimientos exigen una mirada atenta. N o tanto una mirada al modo de un micros-
copio interior para cazar esta o aquella sensación', sino la que desea entender qué
es lo que nos pasa internamente y cómo lo que nos pasa configura toda la conduc-
ta moral. Se ha dicho - e s el caso del biólogo E. Wilson o del paleontólogo J. Ar-
suaga— que nada hemos avanzado en sentimientos desde el Neolítico por mucho
que haya progresado nuestra tecnociencia. Si eso es verdad, la mirada a los senti-
mientos no es sólo una curiosidad intelectual. Es, más bien, un deber para modifi-
car una conducta que, llamándose humana, genera agresión, violencia y desigual-
dad e impide la simetría amorosa y moral.

U n defecto típico de la reciente filosofia de los sentimientos ha consistido en


otorgar un excesivo papel al lenguaje. Se pensaba que distinguiendo con precisión
y colocando cada expresión lingüística en su apropiado contexto, sabíamos ya qué
era este o ese sentimiento. Algunos filósofos del lenguaje, apoyados en el maestro
Wittgenstein, nos han ofrecido, desde luego, piezas de indudable valor para no
confundirnos en la selva de los sentimientos-. Pero el error ha consistido en pensar
que eso era todo. Y no es así. Porque para hablar con un elemental rigor de la vi-
da afectiva necesitamos escuchar lo que, especialmente en los últimos años, nos
dicen los neurobiólogos. La neurobiología está siendo tan abarcadora que incluso
empiezan a desarrollarse disciplinas que reciben el nombre de neurobiología del
sexo y de la fidelidad de la pareja. Los experimentos realizados con el roedor el to-
pillo de la pradera, v. g., muestran cómo la hormona oxitocina, a modo de elixir o
filtro, mantiene atada a la pareja. N o es ni un chiste ni una exageración. Es, más
bien, el dato elemental de que nuestro gran sistema procesador de información, el
cerebro^, determina, condiciona o influye toda nuestra vida. Vayamos, por lo tan-
to, al funcionamiento del cerebro en su relación a las emociones y sentimientos.
Las emociones se sitúan en la parte más antigua o baja del cerebro (entre to-
das, el cerebro reptiliano es, y como su nombre indica, la huella animal ancestral
por excelencia). Pero la parte racional o alta no puede actuar sin la baja. Se da, por
consiguiente, una cierta circularidad, una coordinación de las zonas límbicas (infe-
riores) y prefrontales (superiores) en una tarea común. En algún sentido, lo que
llamamos emociones y sentimientos son como el puente que une los procesos ra-
cionales con los menos racionales. Y es que el cerebro, fruto de la evolución, no
opera ordenadamente por segmentos sino que lo mezcla todo. Es lo que algunos
han llamado las chapuzas del cerebro. Lo que importa señalar, sin embargo, es
que si esto es así no hay modo de diferenciar tajantemente, como a veces quiere el
pulcro filósofo, lo exquisitamente mental de las reacciones inmediatas que nos
asemejan a los animales. La emoción y los sentimientos se extienden por nuestro
cerebro como se extienden por nuestro cuerpo. Las emociones (digámoslo de paso)
son sistemas de alerta respecto al premio y al castigo que el cerebro ha codificado
a lo largo de la evolución. La emoción es una reacción global de nuestro cuerpo
con síntomas tanto externos —motores, nerviosos...— como internos —metabolis-
mo, sistema endocrino...-. Algunos neurólogos (Damasio, por ejemplo) distin-

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guen entre emociones primarias y emociones secundarias. Estas últimas serían ya
el inicio de lo que entendemos por sentimientos. En las emociones primarias so-
mos conscientes —puramente conscientes— del objeto que nos emociona. Así, por
ejemplo, si lloro de emoción ante un aria de Madame Butterfly soy consciente de la
ópera que me causa ese estado de ánimo y su repercusión en mi cuerpo. En las
emociones secundarias, sin embargo, es la corteza prefrontal la que actúa. La pri-
mera vez que mi padre me llevó a escuchar Madame Butterfly tuve una emoción
primaria. Si voy ahora a gozar de dicha ópera la emoción es secundaria. ¿Por qué?
Porque entran en juego las experiencias pasadas, las imágenes que asocio, las re-
presentaciones que me disponen a saborear la ópera mientras repaso otro conjun-
to de imágenes que he ido acumulando desde mi niñez. Lo adquirido, en suma, va
desplazando a lo innato. Y, así, estamos ya a la puerta de los sentimientos. En és-
tos damos un paso más y que es decisivo para todo lo que digamos más adelante.
Y es que en los sentimientos no sólo se dan los procesos anteriores sino que, ahora,
verificamos lo que nos está sucediendo. Dicho de otra forma, pensamos lo que está
afectándonos de manera que correlacionamos el estado corporal con el objeto u
objetos que han dado lugar al sentimiento correspondiente. Supongamos que
siento culpa ante una situación en la que una persona es humillada mientras yo
me inhibo por cobardía. Cuando rememoro en soledad lo ocurrido, tengo ante mí
las imágenes mentales del acto y me sonrojo. Y sé muy bien que me sonrojo porque
me he comportado de una determinada manera. De ahí que se suela afirmar que
en los sentimientos es decisivo el lenguaje. Efectivamente, la relación causal (por-
que...) es definitoria del sentimiento. Ya no se trata sólo de ser consciente de lo que
ha pasado sino de razonar (de nuevo porque...) sobre los hechos que me generan
culpa. Y de ahí que se diga que los sentimientos son la interiorización de las emo-
ciones. Todo ello supone, cosa que ya vio Aristóteles, que los afectos se refieren a
un contenido proposicional. Como es bien sabido, una característica esencial del
lenguaje humano consiste en que en su estructura elemental se afirma o niega un
contenido proposicional. Añadamos, como último comentario, que ciertas pasio-
nes o bien recorren toda la escala que va desde la emoción más elemental al senti-
miento más sofisticado o que no se sabe en qué lugar de la escala colocarlas. Es el
caso del amor-pasión. Tal vez el flechazo es pura emoción. Pero lo que me lleva a
compartir mi vida con otra persona supone ya tal maduración de aquella primaria
emoción que bien puede recibir el nombre de sentimiento.

II

Lo que en esta segunda parte voy a defender es la importancia de los senti-


mientos en general y muy concretamente en la vida moral. ¿Es concebible una
moral sin sentimientos? ¿Hasta qué punto los sentimientos son el apoyo de toda
la conducta moral? Son ésas las cuestiones a las que me gustaría dar respuesta.
Pues bien, afirmo que los sentimientos morales son la base de la moral. Permítase-
me que explicite la afirmación. N o cualquier sentimiento es, desde luego, un sen-
timiento moral. Los sentimientos estéticos pertenecen al mundo del gusto. A na-
die se le sanciona o castiga por ser indiferente ante un cuadro de Chagall. Existen

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otros sentimientos que se puede discutir si son morales o no. Es el caso de la com-
pasión. Para algunos, la compasión es claramente moral mientras que otros tene-
mos muchas dudas de que así sea. Hemos conocido a no pocas personas compasi-
vas, pero incapaces de justicia y de solidaridad. O t r o t a n t o sucedería con el
altruismo. El altruismo espontáneo, que compartimos con algunos animales, está
bien alejado de la normatividad moral. Establecer una línea nítida entre senti-
mientos morales y no morales es harto difícil. Rawls, por ejemplo, escribe que un
sentimiento es moral si procede de un sistema moral. Creo que se trata de una/ic-
titio principa, aunque tal vez no se pueda avanzar mucho más. Finalmente hay
sentimientos que difícilmente podría uno negar que son morales. El de la citada
culpa, por ejemplo, o el de la indignación ante la injusticia y del que puede carecer
el compasivo. Se trata de la célebre tríada de Strawson: culpa o vergüenza, rencor
e indignación. Cuando afirmo que tales sentimientos morales son la base de la
moral quiero decir que son el basamento, el edificio sobre el que se construye una
moral en la que todos aceptamos un conjunto de deberes. Los sentimientos mora-
les funcionarían como los hilos que sustentan la moral y que si se rompen la hacen
saltar. Más aún, son tales sentimientos los que motivan o fundamentan entrar en
una praxis intersubjetiva y en la que nos justificamos recíprocamente (decir esto es
obviamente optar por H u m e en vez de por Kant). Y es que la moral está com-
puesta por una serie de imperativos que toman la forma de normas y que conside-
ramos un deber cumplir. Ahora bien, si consideramos que es un deber cumplir ta-
les normas no es en razón de una sanción externa (eso pertenecería al derecho)
sino porque sentiríamos culpa o vergüenza ante el resto de la comunidad si no reali-
zamos lo que cada uno de nosotros, recíprocamente, nos exigimos en la comuni-
dad moral en cuestión. Supongamos que J u a n tortura. La reacción de indignación
y de rechazo por mi parte tiene sentido porque considero que si yo hiciera lo mis-
mo los demás tendrían que indignarse y rechazarme. Y cuando actúo correcta-
mente con los otros me considero no sólo apreciado sino digno de ser apreciado.
De todo lo cual se sigue que el cimiento de la comunidad moral son los sentimien-
tos recíprocos que tenemos unos respecto a los otros. U n a manera genérica de
hablar de tales sentimientos morales es decir que me respeto a mí mismo y respe-
to al resto porque todos estamos sometidos a una Regla de Oro incuestionable:
«No quieras para otro lo que no quieras para ti»"*. Respeto, así, no es sino la consi-
deración de ios sentimientos morales en su aspecto positivo. La conclusión que
quiero sacar de todo lo dicho es que una comunidad moral, en el sentido de una
comunidad con deberes mutuos y el correspondiente respeto, tiene sus cimientos,
por así decirlo, en los sentimientos morales. Y que son éstos los que me motivan a
actuar. Si no quiero ser indigno, no he de hacer X o Y Es eso lo que me mueve a
no hacer X o Y. Por otro lado, los sentimientos morales configuran una comuni-
dad moral al mismo tiempo que ésta refuerza tales sentimientos. Y, desde luego,
hay gente que se negará a ser moral o que escogerá otras morales en las que los
sentimientos no juegan el papel que yo les he dado (y que creo que es el que hace
justicia a la palabra moral). Pero esto nos lleva a una segunda consideración.
Recordemos que he dicho que los sentimientos que nos motivan a actuar son
la base de la moral. Pero base no quiere decir que sea la última justificación de por
qué yo acepto una teoría moral en la que los sentimientos son tan decisivos'. Y es

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que alguien me puede objetar que existe otro tipo de morales en las que lo racio-
nal es lo decisivo mientras que los sentimientos son accesorios. Más aún, es ésa la
moral en curso en sociedades como las nuestras. Para los que así piensan la moral
se reduce a la teoría de la decisión racional, a equilibrar nuestras acciones con las
de los demás y poco más. Esta moral, que tiene su génesis en la teoría económica
que implanta el capitalismo, opina que es preferible o deseable ser racionalmente
moral porque en caso contrario todos saldríamos perdiendo. (Sólo un pequeño re-
cordatorio. La lista de Premios Nobel de Economía que han aplicado sus nociones
de estrategia a la conducta humana es amplia: K. Arrow, Myrdal, Von Hayek, Si-
món, Buchanan, Coase, Becker, Harsany, Nash...) Pero deja de lado nociones co-
mo las de culpa, vergüenza u otro tipo de posibles sentimientos. Repito que es és-
ta la moral ultrautilitarista que domina el panorama social. Ante tal dominio da
cierto rubor recurrir a la necesidad de los sentimientos morales. Es como si ese re-
curso sonara a light, demodé o residuo de la teología. Y no es así. De ahí que sea el
momento de justificar por qué es mejor una comunidad moral tal y como la he de-
lineado al principio que reducirla a cálculo prudencial en el que todos nos atamos
al mismo carro porque en caso contrario acabaríamos en puro caos; de justificar en
sentido fijerte (o último nivel de justificación) por qué entrar en una praxis en la
que el otro no es alguien con el que simplemente no tengo que luchar sino con el
que puedo y debo intercambiarme.
Hemos visto que si uno se decide a ser moral y acepta que los derechos se re-
parten por igual entre todos los miembros de la comunidad que de esta manera se
respetan mutuamente, el motivo que le impulsa a no cometer la acción X o la ac-
ción Y es que se siente herido ante sí mismo y sancionado o despreciado por los
demás. Y hemos visto que los sentimientos morales son los que forman la sustan-
cia de la vida moral, motivando a no realizar las acciones X o Y Pero queda pen-
diente una justificación o fundamentación ulterior y que, ya lo indicamos, se for-
mula así: ¿Por qué aceptar esa moral y no otra u otras que no dan una
importancia tan radical a los sentimientos.' ¿Por qué no aceptar una moral estric-
tamente autodefensiva y racional que, además, es la que parece tener más vigencia
en nuestros días? Piénsese en la inmensa relevancia del Dilema del Prisionero en
cuanto núcleo de la moral. Autores como Rawls, Harsanyi o Gauthier, y a pesar
de sus diferencias, intentarán de este modo, reducir la moralidad a racionalidad.
Una respuesta detallada requeriría todo un tratado de moral y no es ésta mi inten-
ción. Voy a limitarme a describir tres aspectos que, sin embargo, me parecen esen-
ciales. Son las razones últimas que me llevan a afirmar que una moral basada (en
el sentido expuesto) en los sentimientos es la más adecuada al ser humano de hoy.
En primer lugar, la moral expuesta no sólo está de acuerdo con condiciones
naturales que nos son propias sino que desarrolla aquellas condiciones que deberían
ser desarrolladas. Expliquemos brevemente el asunto. Por nuestra evolución y el
acerbo cultural que nos acompaña poseemos la capacidad de empatia, de conexión
con los otros miembros de la humanidad. Es lo que vieron bien, a un nivel intuiti-
vo, filósofos como H u m e o revolucionarios anarquistas como Kropotkin. La saga
podría ampliarse e incluir en ella a Godwin, Rousseau y, en nuestros días, a R Sin-
ger. Es ése un dato natural incuestionable. Dato que a veces se interpreta mal. Por
ejemplo, cuando se afirma (cosa que sucede en libros de profesionales de la ética

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un tanto atrevidos) que ser moral es simplemente obrar de acuerdo con tales su-
puestos. Y eso es una media verdad. Como no se cansa de advertir entre nosotros
F. Ayala, una cosa es que estemos determinados a ser genéricamente morales (por
lo anteriormente dicho, más la capacidad de tomar decisiones previa deliberación)
y otra muy distinta que tengamos que ser de esta o de esa manera morales. Sería
como confundir la capacidad para hablar con hablar chino o euskera. En cualquier
caso, está en nuestras manos desarrollar esa capacidad. Por naturaleza somos, des-
de luego, tan agresivos como empáticos. Y de la misma manera que podemos
convertir la agresividad en violencia (que es lo que ha sucedido y sucede a lo largo
y ancho de! planeta) podríamos convertir la empatia en solidaridad y ayuda mu-
tua. Pero, ¿por qué deberíamos usar lo que aparece como positivo y no lo que apare-
ce como negativo? ¿Por qué, en suma, el amor y no el odio? O, de modo más neu-
tral, ¿por qué los sentimientos de humanidad (virtud, por cierto, que trató de
teorizar Filón de Alejandría en sintonía con el judaismo y que judíos posteriores
han continuado teorizando; Hume, por su parte, hablará de «sentido de humani-
dad». Y el olvidado Humpshire sintetiza la moral en «crecer en humanidad») y no
los estrictamente racionales que ven al resto de los congéneres como objetos y no
como sujetos? No creo que sea posible ofrecer una razón definitiva. De cualquier
forma sí es posible afirmar lo siguiente. Una vez que los humanos nos hemos
constituido como grupo en alianza mutua, parece seguirse que reforzar tales lazos
comunes y mutuos es lo que nos hace crecer en humanidad plasmando, creativa-
mente, una posibilidad natural. Y eso sólo se consigue si nos apoyamos en los sen-
timientos.
En segundo lugar y pasando de lo natural a lo cultural, también en este cam-
po la moral defendida es preferible. Al revés que los genes, los memes (por utilizar
la terminología puesta en circulación por Dawkins) son unidades de información
que dependen de nosotros. Los memes o conjuntos de fragmentos culturales, que
trasmitimos socialmente, son los que dan lugar a la religión, a la ciencia, a la polí-
tica y, desde luego, a la moral. Pues bien, parece que los memes o cultura nos in-
vitan, una vez que somos humanos, a construirnos todos totalmente. Quiere esto de-
cir que la consecución de una armonía entre todos los humanos se logra no sólo
intelectualmente sino con los ingredientes de la vida afectiva. La moral no es pro-
pia de autómatas. La moral es propia de seres autónomos. En la moral no sólo es
central, por poner un ejemplo provocativo, la justicia sino también, v. g., el
perdón. Más aún, en muchos casos, la conjunción de justicia y perdón rompe los
esquemas estrictamente racionales. La misma idea ác prima facie, indispensable
hoy en el pensamiento ético, nos indica que sólo concretamos bien una norma si
ésta está acompañada de los sentimientos.
Finalmente y en tercer lugar, y aunque pudiera sonar pedante, con la moral
defendida se es más feliz. Una moral de sentimientos recíprocos es mejor que otras
para vivir en este mundo. ¿Por qué? La razón estriba en que desarrollamos más ca-
pacidades, obtenemos un gozo especial y nos dispensamos una serie de atenciones
que dan a nuestra vida una calidad añadida. Se trata, desde luego, de una actitud
egoísta. Pero es que la ética es, en un sentido muy preciso, egoísta. Todos quere-
mos la felicidad adecuada a nuestras posibilidades. Todos queremos vivir mejor.
Dicho egoísmo no entra en contradicción con el altruismo moraK'. Y no entra en

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contradicción porque de lo que se trata no es de vivir mejor a cualquier precio, si-
no de vivir mejor de la manera más humana. Y eso, al final, otorga más felicidad.
Dos observaciones más antes de acabar este apartado. La primera tiene que
ver con la génesis de los sentimientos morales. La segunda, con el papel de la
razón. Cuando hablo de la génesis de los sentimientos morales no me refiero a có-
mo van evolucionando desde la infancia hasta la edad adulta. Es obvio que no se
puede tener la misma moralidad con diez años que con veinte. La psicología evo-
lutiva nos ha mostrado las etapas por las que necesariamente pasamos a lo largo
de nuestro proceso vital. Me refiero, más bien, a cómo vamos construyendo, ya
adultos, los sentimientos morales. Habría que recordar en este p u n t o lo que
señaló Aristóteles y luego tematizaron los escolásticos. Uno y otros insistieron en
que los hábitos los conseguimos a través de la repetición de actos. Volviendo a los
sentimientos. Si carezco de sentimientos morales está en mi mano ir modificando
mi actitud. De ahí que en la escala que lleva desde las emociones hasta los senti-
mientos morales en cuanto tales se intercalen otros sentimientos que tienen el po-
der de ir aproximándonos a la auténtica moralidad. En este punto me gustaría
señalar la importancia que tienen en la infancia los sentimientos de amor y de
aprecio. Son la mejor introducción a la moral autónoma y basada en la confianza
mutua. En la tercera parte me detendré en ello. En lo que respecta a los que sos-
tienen una moral exclusiva o fundamentalmente racional, lo anteriormente ex-
puesto podría inducir a pensar que carecen, como si de robots se tratara, de senti-
mientos. Conviene matizar este punto. Q u e tienen sentimientos de frustración
racional es indiscutible. Quien falla ante un teorema matemático, y es un ejemplo,
puede caer en una profunda depresión. En este sentido, los sentimientos están
presentes en una ética de base racional. Pero este tipo de sentimientos no debe pa-
recerles suficiente ni siquiera a ellos. La prueba es que, de rondón, introducen en
su sistema un sentido moral que no se sabe de dónde sale-". Y si nos volvemos a la
Filosofía Política podríamos decir que los esfuerzos de comunitaristas y republica-
nos por meter en el núcleo liberal determinados sentimientos de cohesión social
no son sino la manifestación de que, previamente, se ha construido una moral ra-
quítica en sentimientos.

III

Es hora de pasar a la tercera parte. Y aquí nos interesa sacar alguna conclu-
sión o aplicación de lo que hemos expuesto hasta el momento. Recordemos que
los sentimientos pueden modificarse. Recordemos que el poder de la libertad po-
see un radio de acción que alcanza a los sentimientos dentro de los cuales nos mo-
vemos. Y recordemos finalmente que no hemos reducido toda la moral a senti-
mientos**, sino que éstos son la base mientras que se necesita, además, la
justificación argumentada de la moral defendida. Una vez hecha esta observación,
no estará de más volverse, siquiera brevemente, a problemas sugeridos en la pri-
mera parte y que están en relación con las teorías evolutivas. Es bien sabido que
algunos sociobiólogos han afirmado que la moral es un medio para la evolución con
su mecanismo de selección natural. La afirmación se convierte en falsa si tenemos

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en cuenta que hemos entrado en un mundo cultutal en el que podemos decidit
qué moral deseamos poner en práctica. Ahora bien, la pregunta podría transfor-
marse en esta otra; ees más ventajosa para la supervivencia de la humanidad la
moral que proponemos o, por el contrario, lo sería otra con mayor competitividad
y agresividad racional? O, dicho en términos más duros: ¿una moral de los senti-
mientos no es inferior a otras a la hora de pasar a las generaciones posteriores un
conjunto de genes? La respuesta requiere alguna distinción. No hay por qué ex-
cluir que una moral aparentemente menos dura en competitividad dé como resul-
tado una supervivencia superior a cualquier otra moral. A veces lo más elástico es
lo más eficaz. Pero, cosa más importante, una vez que estamos en el reino de lo
cultural la idea de supervivencia pierde su sentido original. Y es que podríamos
desear un mundo mucho más rico en calidad humana aunque descendiera en can-
tidad. Podríamos desear vivir más felices aunque eso supusiera un parón en la
marcha de una enloquecida evolución cultural.
Y esto nos lleva directamente a encarar la situación política actual. Los pro-
gramas políticos de nuestros días se mueven en un vacío que lo llena la economía
y los desarrollos neotecnológicos. De ahí que dichos programas políticos, proce-
dan de la derecha o de la izquierda clásicas, sean prácticamente iguales. Individua-
lizar las causas de tal situación requeriría un análisis pormenorizado que pertenece
a la historia política. Ahora bien, creo que es un hecho —un desgraciado hecho—
que la gestión política es universalmente conservadora mientras que la vida coti-
diana se llena de sentimentalismo. El sensacionalismo, la prensa llamada rosa, la
invitación a vender y comprar intimidades (muy propio, por cierto, de una econo-
mía de mercado), la obstinación por rehuir todo debate ideológico, la obscenidad
creciente del poder' y la veneración por la emoción inmediata atraviesan la vida
social. Al agotamiento de la modernidad, ha seguido un posmodernismo de suje-
tos débiles, de voluntades acomodaticias, de intelectualidad acobardada. Y en ese
contexto es muy difícil que nazcan y prosperen sentimientos morales como los que
anteriormente he descrito. Sentimientos morales que no son un adorno ni se redu-
cen a su mera enunciación, sino que exigen realizarse en los muy concretos indivi-
duos. ¿Cómo lograrlo? A responder a esta pregunta voy a dedicar las últimas pala-
bras de mi charla.
Pienso que necesitamos una pedagogía de los sentimientos (R. S. Peters, en
su libro Desarrollo moral y educación moral, insiste en ello). Una pedagogía que, al
mismo tiempo, no minimice el valor de la razón. Encontrar esa armonía es la tarea
de una filosofía moral a la altura de los tiempos (por usar la manida frase de Orte-
ga). No se piense que estoy proponiendo un regreso nostálgico al romanticismo"\
Independientemente de los vicios y virtudes de tal romanticismo, de lo que se tra-
ta es de encontrar una moral equilibrada que nos sirva para cambiar el mundo y
vivir mejor. Una moral que supere la situación antes descrita y según la cual nues-
tros sentimientos siguen siendo infantiles mientias avanzamos velozmente en el
carro de la ciencia y sus aplicaciones tecnológicas. La desproporción es de esca-
lofrío. Un solo ejemplo entre mil: Actualmente poseemos medios para dar de co-
mer a 14.000 millones de personas y, sin embargo, más de mil millones sobrevi-
ven, cuando sobreviven, en la indigencia. Es obvio que la única causa no es la falta
de sentimientos. Pero es obvio igualmente que unos sentimientos morales adecua-

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dos harían intolerable una tal pobreza.
Los sentimientos morales, por otro lado y tal y como vimos, no aparecen de
repente. Necesitan ser cultivados. En este sentido, existe una serie de actitudes
que funcionan como propedéutica o preparación que conduce a los sentimientos
morales en cuanto tales. Antes me referí al amor, podría ahora referirme a la amis-
tad. N o se trata, como a veces se insinúa, de erotizar la existencia o convertirnos
en esa especie de chimpancés recientemente descubierta (en los años veinte) y que
son los bonobos. Pero sí se trata de maximizar actos y ejemplos de amor. Y no só-
lo de maximizar individualmente y sin restricción utilidades. ¿Qué es lo que quie-
ro decir exactamente con esas palabras? Por un lado, que es necesario resocializar-
se, conocer lo que sucede al resto de los congéneres y salir del aislamiento
tecnológico propio de nuestros días. N o llegaría a afirmar lo que en un reciente li-
bro escribe Z. Bauman («La ética (...) se hace a imagen y semejanza del amor»);
pero sí creo que se puede afirmar que sin el ejercicio cotidiano de los sentimientos
no es posible alcanzar una sana dimensión moral. Por otro lado, la eficacia en la
conducta ética se logra no sólo razonando sino mostrando prácticamente cómo es
la moral. O, lo que es lo mismo, los modelos ejemplares son decisivos para invitar
a los demás a avivar sus sentimientos. No tiene sentido alguno, v. g., defender a
los okupas y luego ser un terrateniente. Finalmente, no habría que olvidar, en teo-
ría y en la praxis, que la ética aspira, antes que a otra cosa, a la felicidad. Y la feli-
cidad no es un estado que, como indican las religiones, se obtiene en el futuro sino
que hay que saborearlo cuanto antes; es decir, los sentimientos se autorreproducen
precisamente cuando empiezan a tener el gusto real que debe caracterizarlos (los
teólogos llamaban a esto úpignus). Y cada uno sabrá, en fin, cómo arreglárselas
para que este m u n d o no sea tan frío que acabe helándonos o que la moral se con-
vierta, como decía Peguy, en unas manos tan limpias que al final no son manos.
N o quisiera acabar sin hacer referencia a las instituciones en general. A pesar
de mi escepticismo respecto a la política establecida (en contraste con mi mayor
confianza en los Nuevos Movimientos Sociales), es su obligación no desatender lo
que podríamos llamar una pedagogía de los sentimientos. El estado no tiene, des-
de luego, por qué dictar una moral determinada. Pero es su deber, si representa a
los ciudadanos, promover una educación que posibilite el crecimiento de la vida
afectiva. Son muchos los campos en los que la responsabilidad del poder político
es evidente (piénsese en las políticas de juventud). Acabo ya. Como en todo, to-
memos con sumo cuidado lo que es el centto de nuestra vida. Por eso y aunque sea
un tanto arriesgado, permitidme finalizar con esta frase del poeta; «El sentimien-
to es una flor delicada; manosearla es marchitarla».

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NOTAS
' Esta acritud fue reñicada, creo que definitivamente, por la crítica de Witrgenstein al lenguaje privado,
aunque convendría ser prudente ante lo que pueda depararnos un conocimiento más exhaustivo del cerebro.
- En los Últimos escritos sobre Filosofía de la Psicología estudia Wittgenstein con detalle, v. g., el sentimiento
de miedo, temor o pánico. Este senrimiento ha debido de ser esencial en el paso de los homínidos al Homo Sa-
piens. En un momento respecto al cual sólo podemos especular, los homínidos debieron de emitir ruidos como
los animales. Todos se atacarían entre ellos. De ahí que el horror se grabara a fuego en nuestro psiquismo. Y de
ahí que los anímales, tan parecidos, can peligrosos, tan anhelados como comida y, por otro lado, tan inexpresi-
vos, fueran los primeros númenes o dioses; númenes o dioses amenazantes.
^ El otro y más básico es el genoma. Recordemos, en cualquier caso, que el genoma de un chimpancé es
muy parecido al nuestro, mientras que lo que realmente nos distingue es el cerebro.
^ Es cierto que podría darse el caso de personas que carecieran de todo tipo de afecto moral. Yo creo que
sí no son unos psícóparas es un concepto límite que no se materializa en la realidad. Lo que sí puede suceder es
que haya personas que no desean en modo alguno participar en ninguna comunidad moral. Son ios free-riders, los
outsiders o los parásitos. Podemos intentar convencerles, pero si se resisten con tenacidad no tenemos más reme-
dio que reconocer que no se puede contar con ellos.
^ La distinción, como tantas cosas más, la tomo de E. Tugendhat. Pero me diferencio de él en lo siguien-
te. Creo que ha puesto un énfasis encomiable en intentar justificar una moral de respeto universal frente a uti-
litaristas y contractualistas. Sín embargo, a la hora de la última justificación, de por qué hemos de elegir una
determinada moral casi se encoge de hombros.
^ Tema por sí mismo y que está dando lugar a una abundantísima literatura entre sociobiólogos de la pri-
mera y segunda generación y sus críticos.
^ Es el caso de Rawls y de tantos utilitaristas más. Ver, al respecto, el interesante artículo de E. L. Cas-
tellón, «Racionalidad y sentimiento de culpa», en Retista de Filosofía, Madrid, julio-diciembre de 1980.
** En ningún momento hemos sostenido que existe algo así como un órgano sentimental; ni hemos recu-
rrido a ningún tipo de emotivismo, puesto que el emotivismo comete, al menos, dos errores: se queda en las emo-
ciones sin llegar a los sentimientos y carece de una última justificación que demuestre, argumentativamente,
que su moral es mejor que las otras morales existentes. Respecto al moralsense fue tal vez Darwin el primero que
lo interpretó en sentido empírico y como diferencia sustancial entre los hombres y los animales. Actualmente se
otorga a algunos primates un mínimo sentido moral.
^ Bush puede tranquilamente recluir en Guantánamo a unos prisioneros a los que decide no rratar como
presos políticos y Sharon hacer público que se arrepienre de no haber matado antes a Arafat. SÍ dando la vuelta
al mundo volvemos a nuestro país, las cosas no mejoran mucho.
'** Que es probablemente lo que sucede en alguna de las reivindicaciones actuales de los sentimientos y
que tanta acogida popular tienen.

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