Resumen Libro - A La Sombra de La Revolucià N Mexicana

Descargar como docx, pdf o txt
Descargar como docx, pdf o txt
Está en la página 1de 25

UNIVERSIDAD AUTÓNOMA DE ZACATECAS

“Francisco García Salinas”

UNIDAD ACADÉMICA DE INGENIERÍA


I PROGRAMA DE INGENIERÍA CIVIL
HUMANÍSTICA VI

SEXTO SEMESTRE
GRUPO A

RESUMEN DEL LIBRO:

“A la sombra de la Revolución Mexicana”


de Héctor Aguilar Camín

JOSÉ DE JESÚS ESCALERA GONZÁLEZ


MATRÍCULA: 39201052

DOCENTE: Marco Antonio Aguilar Hernández

Zacatecas, Zacatecas a 08 de mayo de 202


José de Jesús Escalera González Humanística VI 6to. “A”

Resumen del libro:


“A la sombra de la Revolución Mexicana”
de Héctor Aguilar Camín

 Capítulo 1: POR EL CAMINO DE MADERO 1910 – 1913

Entre 1877 y 1911, la población de México creció a una tasa del 1.4 por ciento cuando
desde principios del siglo XIX lo había hecho al 0.6 por ciento. El ingreso nacional, de
50 millones en 1896, se duplicó en los siguientes diez años, y el ingreso per cápita, que
en 1880 crecía al uno por ciento anual, alcanzó un ritmo de 5.1 por ciento entre 1893 y
1907. En ese mismo lapso, las exportaciones aumentaron más de seis veces mientras las
importaciones sólo tres y media. La bancarrota crónica de las finanzas públicas llegó a
su fin en 1895 en que por primera vez hubo superávit. México pudo colocar emisiones y
bonos en los mercados internacionales y el presupuesto público, de 7 millones en 1896,
llegó a ser casi de 24 en 1906.

Sin embargo, en los últimos años, la ley de baldíos y la huella especulativa del
ferrocarril sometió también al despojo y al agravio a una franja agraria más reciente
pero no menos reacia a la modernización que los campesinos morelenses. La
especulación provocada por el auge de las inversiones mineras y agropecuarias —
generalmente extranjeras— les quitó tierras. En el norte, el afianzamiento de nuevas
oligarquías regionales, les quitó independencia política y autonomía municipal.

Bajo los escombros y los muertos, las huelgas de Cananea y Río Blanco definieron la
incapacidad porfiriana para digerir intentos modernos de organización y lucha sindical.
Ante estos hijos de su propio desarrollo, los nuevos grupos de trabajadores que
aparecían en las avanzadas productivas de la vieja sociedad, el establecimiento
porfiriano no parecía tener más respuesta que intolerancia y represión.

El llamado del norte y de la frontera con su promesa de mejores salarios y


oportunidades, desató a partir de los años noventa del siglo pasado una corriente
migratoria. Esa realidad laboral y social configuró la aparición de un nuevo tipo de
trabajador emigrante. Ese tipo de trabajador libre del norte fue el que nutrió a los
ejércitos norteños revolucionarios.

Francisco Madero fue el líder, encamación quintaesenciada y, al final explosiva, de la


última gran ruptura que el Porfiriato había inyectado en la sociedad mexicana: el
descontento de algunas de las grandes familias patriarcales, consolidadas penosamente a
lo largo del siglo XIX y triunfantes con la causa liberal juarista en los años sesenta, pero
desplazadas en los ochenta y los noventa por la mano centralizadora del porfirismo, la
alianza del régimen con los intereses extranjeros y su patrocinio de una nueva
generación oligárquica.

Fue en 1908, que los intereses comerciales norteamericanos en México estaban cada vez
menos dispuestos a tolerar la colaboración antinorteamericana del gobierno mexicano
con Pearson (compañía petrolera inglesa) y muy pronto prevaleció la opinión de que la
única
manera posible de ponerle punto final a esa colaboración era mediante un cambio de
gobierno en México".

En lo político, fue desde la entrevista con Creelman en junio de 1908, en la que Díaz
mencionó que México estaba listo para la democracia y que acogería como una
bendición del cielo el nacimiento de un partido de oposición, que el horizonte de la
oposición fue ocupado por la figura del general Bernardo Reyes, antiguo ministro de
Guerra.

Madero fue una grieta, imperceptible al principio. En junio de 1910, Madero salió de la
ciudad de México, esta vez como candidato antirreleccionista a la presidencia de la
República. Tras ser encarcelado y escaparse, redactó el Plan de San Luis: declaraba
nulas las elecciones, ilegítimo el régimen derivado de ellas y espurios a los nuevos
representantes populares; otorgaba a Madero el carácter de presidente provisional de los
Estados Unidos Mexicanos y convocaba a la insurrección. En mayo de 1911 las
consecuencias de esa convocatoria habían abierto las puertas a una nueva época
histórica de México.

Los tratados de Ciudad Juárez, acordaron la renuncia de Díaz y el fin de la rebelión.


Cuatro días después, el 25 de mayo, don Porfirio firmó su renuncia. Ante su destierro, y
resumió en una frase la realidad del México en armas que le había volteado la espalda:
"han soltado un tigre". Madero fue elegido presidente el 18 de octubre de 1911, por una
votación abrumadora del 98% de los votos. El 6 de noviembre siguiente tomó posesión
del cargo para empezar a gobernar la república democrática, socialmente paralítica, en
cuyo incendio habría de perder la vida. La convicción de Madero era que el país
necesitaba un cambio político no una reforma social.

El Plan de Ayala, anti-maderista, promovido por Emiliano Zapata y Pascual Orozco, era
el programa por excelencia de la rebelión campesina y la lucha agraria de México.

El embajador norteamericano Henry Lañe Wilson, fue quien se propuso derrocar al


gobierno de su país vecino. Tras liberar al célebre preso Félix Díaz y Bernardo Reyes,
inició así a la llamada Decena Trágica, diez días de una "falsa guerra" que desquició la
capital, horrorizó a sus habitantes, probó la ineficacia del gobierno y dio paso al golpe
final contra Madero. Luego de varias negociaciones entre diplomáticos, se llegó a la
conclusión de formar un gobierno en cuya cúspide estuvieran De la Barra, el general
Huerta y Félix Díaz. Fue resuelto a la una y media de la tarde de ese día, 18 de febrero
de 1913, hora en que las tropas de Victoriano Huerta detuvieron al presidente Madero.
Para darle muerte el día siguiente, junto a Pino Suárez.

 Capítulo 2: LAS REVOLUCIONES SON LA REVOLUCIÓN 1913 – 1920

La muerte de Madero sacudió a la República. El país que lo sepultó como gobernante


volvió a necesitarlo y a construirlo como símbolo de su frustración y sus esperanzas. La
noticia de su muerte en 1913 clausuró la esperanza de un cambio, convocó los filones
insurreccionales pendientes y apartó del gobierno huertista toda apariencia de
legitimidad. Así mismo, Huerta veía desvanecerse su esperanza de poner a Díaz, un
"pronorteamericano seguro", en la silla presidencial, con el cambio de gobierno en
Washington. Las fuerzas de la contrarrevolución habían sido suficientes para dar un
golpe de Estado, pero no lo eran para restablecer duraderamente un pacto nacional.

Mientras que en el pacto roto del sur, los zapatistas (movimiento combatido desde el
porfirismo y que el mismo Madero describía como bandas irreductibles de la
ignorancia, la crueldad analfabeta y "ese amorfo socialismo agrario", que solo cometían
mas que vandalismo siniestro, en su informe al Congreso del l de abril de 1912)
continuaban su guerra, y en el norte volvía a poblarse de bandas rebeldes; Carranza
encontró el delgado hilo de la historia en la decisión de romper con Huerta para erigirse,
por ese sencillo acto, en depositario de la constitucionalidad asaltada, lo que le permitió
convocar a la nación a derribar al "gobierno usurpador" de la ciudad de México.

A fines de marzo de 1913, se habían configurado ya los ejes de la nueva rebelión que
esta vez habría de destruir al ejército porfirista: el invariable frente zapatista en el sur y
el centro de México. El 18 de abril de 1913, en Monclova, representantes de todas las
fuerzas norteñas reconocieron al Plan de Guadalupe como guía común, y vino entonces,
como una plaga de quince meses, la llamada "revolución constitucionalista". Entre
marzo y abril quedó limpio de federales el estado de Sonora. Villa tomó entonces,
Chihuahua, Torreón y Ciudad Juárez; Zapata tomó Morelos, Puebla, Tlaxcala y
Guerrero. Obregón tomó Culiacán, Nayarit y Jalisco; para 1914 Villa coronó su
campaña con la toma de Zacatecas el 23 de julio de 1914, al frente de un ejército de 16
mil efectivos, al que se había incorporado ya el estratega Felipe Ángeles.

El nuevo presidente norteamericano, Woodrow Wilson, asumió el poder el 4 de marzo


de 1913, escasas dos semanas después del asesinato de Madero, e inició de inmediato
una política de nuevo tipo hacia México. Quería como vecino un país estable, fundado
en la libre empresa y en la democracia parlamentaria. Wilson quiso forzar la renuncia de
Huerta ocupando, sin declarar guerra, el puerto de Veracruz. el 14 de agosto de 1914 los
ejércitos constitucionalistas obtuvieron la rendición incondicional del régimen
huertista. Los ejércitos constitucionalistas entraron triunfantes a la ciudad de México.

No entraron triunfantes a la capital todos los triunfadores, ni sosteniendo la misma


causa. Ni villistas ni zapatistas concibieron sus luchas como un desafío por la
hegemonía nacional. Para Villa el país terminaba donde empezara a peligrar su
larguísima línea de abastecimiento conectada a la frontera; lo llamaba el norte y no se
apartó de él. Para Zapata, el mundo terminaba donde la organización popular de su
ejército careciera ya del peculiar arraigo agrario y militar que lo caracterizaba. Para
Carranza, el país era una totalidad conceptual, política y administrativa de la que él era
el único representante legítimo, sin que importara de momento cuánto de ese territorio
dominaba. No necesitaba "instruidos" y "gabinetes" ajenos a los cuales pastorear, tenía
los suyos propios, ni sentía grande el rancho para subirse a sus banquetas.

El año de 1915 fue: el año de la definición de la guerra civil con la derrota de los
ejércitos villistas y zapatistas, los ejércitos campesinos de la revolución; el año de la
precariedad y la destrucción, donde la autoridad es tan volátil como la moneda y las
transacciones menudas en la ciudad de México se hacen con boletos del tranvía; el año
de las emigraciones masivas: a los ejércitos o a las fronteras, del campo convulso a las
ciudades relativamente protegidas en un proceso que hincha y disloca a la ciudad de
México, Veracruz, Guadalajara, Monterrey; es el año por excelencia en que batallas,
epidemias y migraciones alteran profundamente la demografía del país, que registra la
desaparición
de un millón de mexicanos en la década de la guerra revolucionaria; además, es el año
del triunfo del jacobinismo norteño, una nueva y vigorosa oleada de abolición y
escarnio del viejo México católico; y es el año del carrancismo que también es
anticlericalismo. De los resultados que trajeron estos años, y el Congreso exclusivo sólo
para carrancistas, que organizó Carranza en 1916 siendo el Primer Jefe, encargado
todavía del poder ejecutivo fue: la Constitución Mexicana de 1917. Su intervención
añadió en arduos debates los compromisos de una legislación laboral (artículo 123),
una educación obligatoria y laica (artículo 3), una legislación agraria, que dio pleno
dominio a la nación sobre el subsuelo y sus recursos naturales y sometió la propiedad a
las modalidades que dicte el interés público (artículo 27): no sólo una constitución
política sino también una constitución social que grabó en la perspectiva del nuevo
Estado las realidades estructurales que la violencia había sacado de los sótanos del
Porfiriato.

Luego del triunfo militar, y de bastante descontento popular debido a que Carranza dejó
sus promesas agrarias sobre el papel, sumado a un notable descenso en el nivel de vida,
la inseguridad, la fuerte crisis económica, hambre y escasez; la política de Carranza se
enfiló a la restauración. Primero que nada, en la composición misma de la burocracia y
sus consejeros. Carranza sabía del gobierno y de sus refinamientos jurídicos y
administrativos, requería y estimaba la cercanía de hombres versados en el dédalo
burocrático y diplomático, la astucia legal y el talento parlamentario.

Un año antes de cumplir su término presidencial, en 1919, Carranza lanzó su propio


candidato al cargo, un candidato "civilista" y también sonorense: Ignacio Bonillas.
Obregón recorrió en triunfo el país promoviendo su causa. Previendo que no habría
solución sin enfrentamiento militar, Carranza intentó someterlos poderes estatales
sonorenses, base operativa de Obregón, y garantizar la lealtad de las guarniciones
militares de la región cambiando sus mandos por generales carrancistas. Luego acusó a
Obregón de conspirar con rebeldes y lo sometió a un juicio por sedición en la ciudad de
México. Obregón huyó de la trampa capitalina y los gobernantes y militares sonorenses
lanzaron en abril de 1920 el llamado Plan de Agua Prieta que desconocía al gobierno
carrancista.

En la noche del 21 de mayo de 1920 fue asesinado Carranza, tras una avalancha de
derrotas, (dado que Álvaro Obregón tenía ganado el ejército y la simpatía de los
políticos activos de la nación) en Tlaxcalantongo, una pequeña aldea de la sierra, donde
dormía protegido por la única solidaridad restante de un puñado de seguidores
irreductibles. Fue enterrado cuatro días después en la ciudad de México en una tumba
de tercera clase, la mañana del día en que, por la tarde, el Congreso eligió presidente
sustituto a Adolfo de la Huerta, cabeza civil de la rebelión aguaprietista y primero en la
lista de cuatro presidentes sonorenses que el México posrevolucionario habría de tener
en los siguientes catorce años.

 Capítulo 3: DEL CAUDILLO AL MAXIMATO 1920 – 1934

Para el momento en que el memorable paisanaje sonorense ocupó por vez primera la
silla presidencial, la guerra y sus secuelas — epidemias y emigración— se habían
llevado del territorio mexicano a 825 mil habitantes.

El costo económico de la Revolución Mexicana, su costo de oportunidad ha sido


calculada por los expertos en un 37 por ciento términos de ingreso no producidos.
Durante
la década de la violencia todos los sectores de la economía, con la sola excepción del
petróleo, sufrieron un considerable descenso. El producto agrícola global del país había
crecido a un ritmo de 4.4 por ciento anual entre 1895 y 1910 y descendió a un promedio
de 5.25% entre 1910 y 1921, hasta llegar a ser la mitad del Porfiriato; las ventas
agrícolas al exterior, que componían el 31.6 por ciento del total de las exportaciones en
1910, eran sólo el 3.3 por ciento en 1921. La producción minera cayó también en picada
a un ritmo de -4 por ciento anual, de 1,309 millones en 1910 (calculados a pesos de
1950) a 620 millones en 1921.

De toda la economía prorrevolucionaria sólo la industria petrolera mantuvo el tranco y


lo aceleró. Su increíble promedio de crecimiento de 43 por ciento entre 1910 y 1921,
hizo pasar a México de una exportación neta de 200 mil barriles de petróleo en 1910 a
una de 516 millones 800 mil barriles en 1921. Una buena parte de la negociación
política durante los años veinte y treinta tendría que ver con la prosperidad de este
enclave, única fuente verdaderamente dinámica de producción en la deprimida
economía revolucionaria y verdadero islote de dominio de empresas extranjeras.

Obregón gobernó como presidente constitucional el cuatrienio 1921- 1924, entregó el


poder a su paisano Plutarco Elías Calles para el periodo siguiente (1925-1928). Previo
acuerdo con el ejército, las cámaras nombraron presidente provisional por dos años a
Emilio Portes Gil, quien convocó a elecciones extraordinarias para el periodo 1930-
1934. Fueron ganadas por el ingeniero Pascual Ortiz Rubio, primer candidato
presidencial del Partido Nacional Revolucionario, fundado un año antes. Renunció
luego de que sus diferencias con el hombre fuerte del momento, el viejo director de la
encuesta, Plutarco Elías Calles, hicieron imposible su gobierno. Así, es como con
Abelardo Rodríguez, presidente interino, finaliza esta época de Maximato.

Desde el triunfo de Agua Prieta hasta 1934 con la elección de Cárdenas, surgieron los
años que trajeron relativa pacificación e institucionalización. La estabilidad trajo
reactivación económica. La riqueza producida en el país creció a menos del uno por
ciento anual entre 1920 y 1925 pero en el quinquenio siguiente, bajo la presidencia de
Calles dio un salto considerable hasta el 5.8 por ciento anual y el país acudió al inicio de
su siguiente transformación territorial decisiva. o. La depresión estadunidense y el
pánico mundial de 1929, afectaron ese impulso y se tradujeron en los primeros años
treinta en un nuevo crecimiento negativo, con un fuerte impacto adverso sobre la
exportación de minerales y petróleo, tradicionales fuentes de divisas de la economía
mexicana.

Pero se ocuparon de trabajar y decir que la revolución ya se había acabado y era tiempo
de la reconstruir y hacer crecer al país. El gobierno de Plutarco Elias Calles marcó el
arranque de un nuevo tipo de Estado activo, promotor e intervencionista cuyas
iniciativas mayores fueron la fundación en 1925 de una banca central, el Banco de
México, y de una banca oficial de fomento, el Banco de Crédito Ejidal fundado en 1927.
En 1929, se fundó el Partido Nacional Revolucionario (PNR), el establecimiento de la
autonomía universitaria, la negociación que aplacó la guerra cristera y la última rebelión
militar del México contemporáneo que supuso el tránsito definitivo del ejército al
ámbito institucional. En ese año clave de la historia de México, Martín Luis Guzmán
publicó La sombra del caudillo, se instaló la XEW, primera radiodifusora comercial de
México. Los primeros años treinta trajeron la iniciación del cine sonoro en México y de
Rufino Tamayo en los muros públicos, la conversión vaticana de la Virgen de
Guadalupe en Patrona de América Latina, el lanzamiento de la escuela socialista y la
altiva vocación
gubernamental de apoderarse de la conciencia infantil de México mediante la
implantación de la escuela socialista.

En 1922, Obregón envió a Nueva York a su secretario de Hacienda —Adolfo de la


Huerta— para que negociara con los banqueros un acuerdo sobre los términos en que
México pagaría su deuda extema. El acuerdo se firmó, y México reconoció entonces
una deuda externa de 508 millones 830 mil 321 dólares. Fue una suma fabulosa dado lo
precario del presupuesto federal, pero puso a los intereses financieros, como la famosa
firma de J. P. Morgan, en un estado de ánimo favorable a Obregón.

En cuanto a la relación con Estados Unidos, las famosas "Conferencias de Bucareli"


tuvieron lugar entre mayo y agosto de 1923 y su resultado fue no un tratado, sino algo
menos formal: un acuerdo entre los representantes presidenciales. México se
comprometía a pagar al contado toda expropiación agraria mayor de 1,755 hectáreas
que afectara a ciudadanos norteamericanos, lo cual hacía muy improbable la
expropiación de grandes latifundios; a cambio, Estados Unidos aceptaba el pago en
bonos agrarios de toda expropiación menor de esa superficie. México también reconocía
que no se afectarían propiedades petroleras en donde las empresas extranjeras pudieran
demostrar que habían empezado a explotar el combustible antes de 1917. En septiembre
de 1923 ambos países nombraron embajadores y por fin se reanudaron las relaciones
formales.

En cuanto a la Guerra Cristera. El 31 de julio de 1926 fueron suspendidos los cultos


católicos en la República Mexicana. No podrían celebrarse misas, impartirse
sacramentos, celebrarse bautizos ni consagrar uniones maritales. Durante la presidencia
de Álvaro Obregón se creó la militante, irreductible y extendida Asociación Católica de
Jóvenes Mexicanos (ACJM), y la hostilidad entre el régimen revolucionario y la
jerarquía creció.

Obregón, a principios de 1923, resintió la presencia de 40 mil peregrinos en la


ceremonia que puso la primera piedra de un enorme cristo en el cerro del Cubilete, en
Guanajuato, donde el obispo de San Luis Potosí proclamó a Jesucristo, Rey de México.
El representante papal, monseñor Ernesto Filippi, presente en la ceremonia, fue a
continuación expulsado de ese nuevo reino.

A principios de 1926, el arzobispo Mora y del Río ratificó públicamente en el diario El


Universal unas declaraciones hechas nueve años antes en el sentido de que la Iglesia
resistiría cualquier intento de aplicar los artículos anticlericales de la Constitución de
1917. La reacción del presidente Calles, desafiado en su hegemonía terrenal, fue
fulminante: ordenó la clausura de varios conventos e iglesias y la expulsión del país de
200 religiosos extranjeros, además de limitar la cantidad de sacerdotes por estado.

La respuesta de la jerarquía y de los católicos fue fundar la Liga Nacional de la Defensa


Religiosa, un organismo que condensaba la irritación de los católicos urbanos y repetía
en sus manifiestos, proclamas y consignas, lo que la jerarquía soltaba en sus cartas
pastorales, sus mensajes diocesanos y en los púlpitos de todo el país. El contraataque de
Calles fue un nuevo código penal que incluyó la tipificación de delitos en materia
religiosa: penas de uno a cinco años a sacerdotes y clérigos que criticaran las leyes, las
autoridades o al gobierno, castigos para actos religiosos celebrados fuera de los templos
y prohibiciones de portar vestiduras o insignias que permitieran identificar al dueño
como miembro de la Iglesia (24 de junio de 1926).
Los obispos respondieron el 25 de julio con una pastoral conjunta, aprobada por el papa
Pío XI, anunciando su decisión de suspender el culto católico en las iglesias de México
dado que la hostilidad gubernamental hacía imposible mantenerlo.

Cuando una comisión de obispos pidió audiencia para expresarle su inconformidad por
la severidad de las leyes antirreligiosas, el presidente contestó que a su juicio sólo
quedaban a los prelados dos caminos: "El congreso o las armas". Fueron al congreso,
con una petición de derogar las leyes firmadas por más de dos millones de católicos
mexicanos. El 21 de septiembre de 1926 la petición fue rechazada por el Congreso. El
otro camino se abrió entonces para decenas de curas radicales y sus huestes campesinas
y urbanas.

México vivió entonces su segunda rebelión de un carácter profundo y orgánicamente


campesino desde 1910, una rebelión que llegó a tener en pie de guerra a 50 mil
hombres, duró tres años (1926-1929), incendió los estados de Jalisco, Michoacán,
Durango, Guerrero, Colima, Nayarit y Zacatecas, costó 90 mil muertos (12 generales,
1,800 oficiales, 55 mil soldados y agraristas, 35 mil cristeros) y no pudo ser resuelta por
las armas y sofocada por el ejército, sino por la negociación y el hallazgo de un modus
vivendi que la jerarquía eclesiástica pactó con el gobierno provisional de Portes Gil en
1929.

Regresando otra vez a las relaciones políticas y comerciales de la época, y sobre todo
con Estados Unidos. En 1927, Dwight Morrow, abogado y miembro de la firma
bancaria J. P. Morgan and Company, cuya tarea como nuevo embajador, se le dijo, era
lograr un modus vivendi con Calles, sobre todo en relación con el problema petrolero.
Era ésa justamente la política que Morrow deseaba poner en marcha, porque sólo así
podría México continuar con el pago de su cuantiosa deuda externa, en la que J. P.
Morgan tenía interés directo. Para Morrow había dos tareas inmediatas: hacer patente al
gobierno mexicano que la negociación debía sustituir a la defensa de posiciones
intransigentes, y convencer a los petroleros y a los cristeros de lo mismo.

Otro de los problemas internacionales que debió de enfrentar la Revolución desde sus
inicios fue la constante reclamación de las grandes potencias por los daños que la lucha
civil causaba en las personas y las propiedades de los extranjeros. A este tipo de
reclamos se unió otro en contra de acciones directas del gobierno, tales como
expropiaciones, incautaciones, préstamos forzosos, etc. El conjunto de las
reclamaciones ascendía a cifras estratosféricas.

 Capítulo 4: LA UTOPÍA CARDENISTA 1934 – 1940

Cuando Lázaro Cárdenas fue designado candidato presidencial por el partido del
gobierno, pese a su juventud, ya era uno de los divisionarios más importantes del
ejército. Su carrera militar había sido hecha, básicamente, en campaña y no en la
política; conocía bien al ejército y tenía una posición sólida dentro del mismo. Para
1933 contaba en su haber con 24 hechos de armas importantes además de acciones
menores y había sido comandante de varias jefaturas de operaciones. Por lo demás, no
era un neófito en política pues había sido gobernador de Michoacán y presidente del
PNR. No era miembro del grupo original de jefes revolucionarios. Era más joven y se le
veía ya como de una nueva generación.
Desde el primer momento, empezaron a surgir tensiones dentro del nuevo gobierno.
Finalmente estallaron debido en gran medida a la ola de huelgas que se desató tras la
toma de posesión de Cárdenas y a la actitud benigna que ante las mismas adoptó el
presidente. En diciembre de 1934 Calles rompió su silencio y advirtió contra la
"agitación innecesaria". Pero el ambiente no se calmó. Al inicio de 1935 había
problemas con ferrocarrileros, electricistas, telefonistas, petroleros y cañeros, entre
otros. El Congreso desarrolló con rapidez dos alas políticas, tal como al inicio del
gobierno de Ortiz Rubio: una minoría identificada con la izquierda y con Cárdenas; otra
mayoritaria, no adherida abiertamente a ninguna tendencia ideológica pero identificada
con Calles.

Respondiendo a una amenaza del “Jefe Máximo” en unas declaraciones a la prensa,


Cárdenas envió representantes personales a los jefes de operaciones militares y los
gobernadores planteando la necesidad inmediata de tomar posición: Calles o él. Obtuvo
sin excepción respuestas positivas y entonces publicó una réplica a las declaraciones del
Jefe Máximo. A inmediata continuación, pidió la renuncia a los miembros del gabinete
en su conjunto y al presidente del PNR. La acción fue sorpresiva y dio el resultado
esperado: empezaron a llegar a Palacio Nacional miles de telegramas de adhesión, el ala
izquierda en el Congreso se fortaleció instantáneamente y Calles abandonó la capital,
para luego salir del país por un tiempo, y después en de su regreso, ahora sí tener que
permanecer en exilio obligado por tener que comparecer. Esto marcó el fin del
Maximato y el inicio de la era del Cardenismo.

La desaparición de Calles y su grupo del escenario político logró que las aguas de la
política volvieran a su cauce normal. La institución central del sistema político
mexicano, la presidencia, asumió plenamente el papel rector que habría de caracterizarla
crecientemente por las siguientes décadas. El gabinete nombrado por el Presidente el 19
de junio era realmente suyo.

Hasta 1934 los grandes terratenientes habían mantenido una posición privilegiada,
gracias no a su poder propio sino a la tolerancia del nuevo régimen. Con Cárdenas la
tolerancia llegó a su fin. La alianza de vastos núcleos campesinos con el gobierno de la
revolución debía ser pagada, y el pago sólo pudo hacerse a costa de la hacienda. La
reforma agraria se aceleró notablemente a partir de 1935 y el nuevo reparto no tocó sólo
la periferia, sino el corazón mismo de la agricultura comercial. La CTM, organizada a
principios de 1936, junto con la CNC se convirtió en un pilar del cardenismo, aunque la
base no llegó a mostrar la incondicionalidad del movimiento campesino.

La preocupación del gobierno cardenista, como la de sus predecesores, giró en tomo al


desarrollo económico del país. Cárdenas llegó a considerar que estaba en la posibilidad
de optar entre dos alternativas para ese desarrollo: imitar la estrategia del modelo
capitalista seguido por las sociedades industrializadas o intentar un camino diferente
que combinara el crecimiento de la producción con el desarrollo de una comunidad más
integrada y más justa. La utopía propiamente cardenista consistía en tratar de ir más allá
del keynesianismo o del fascismo, sin desembocar en el modelo soviético.

Entre 1935 y 1940 el producto interno bruto creció en 27 por ciento, aunque en 1938 la
economía se estancó. La expropiación petrolera de ese año no sólo afectó a las
exportaciones de combustibles, sino que, por la represalia internacional, arrastró tras de
sí también las ventas de minerales y creó un clima de desconfianza que prácticamente
detuvo las inversiones en buena parte del sector privado de la economía. El gobierno de
Cárdenas llevó la reforma agraria muy lejos, pero la destrucción de la hacienda tuvo un
efecto económico negativo inmediato y la producción agrícola comercial prácticamente
se estancó en 1937. Sin embargo, el valor de la producción manufacturera en el sexenio
creció en 53 por ciento, más del doble que la economía en su conjunto.

Fue el presidente Cárdenas quien por primera vez empleó el gasto público
primordialmente para alentar el desarrollo económico y social del país. En promedio,
durante el sexenio cardenista los egresos se distribuyeron en la siguiente forma: 44 por
ciento a gastos burocráticos, 38 por ciento a objetivos de desarrollo económico
(carreteras, irrigación, crédito y otros similares) y el 18 por ciento a gastos de tipo social
(educación, salubridad, etc.).

El proyecto oficial buscaba una "industrialización consciente", lo que significaba,


básicamente, construir "un México de ejidos y de pequeñas comunidades industriales".
La industria estaría al servicio de las necesidades de una sociedad agraria y no al revés
como era la tendencia.

En contraparte, en un ambiente cargado de frases anticapitalistas, verbalmente propicio


a la construcción de un México de y para los trabajadores, la incipiente burguesía
nacional, industrial y comercial se afianzó sin grandes dificultades. La utopía cardenista
era desbordada y negada por la realidad. No pasaría mucho tiempo antes de que esa
burguesía en marcha — no los ejidatarios ni las cooperativas— se volviera el eje del
proceso económico mexicano con el decidido apoyo del Estado.

La CTM y el movimiento obrero, junto a Vicente Lombardo Toledano de la mano de


CGOCM, después ya de varias huelgas, aprovecharon la circunstancia propicia para
acelerar el paso. En sus catorce puntos, Cárdenas (que también ya había sido
cuestionado por los empresarios de Monterrey) había propuesto que los salarios no se
fijaran según el péndulo de la oferta y la demanda de trabajo, sino según la capacidad de
cada empresa para seguir actuando de manera redituable. El criterio abrió aún más las
puertas del conflicto laboral y las huelgas aumentaron; en 1934 habían sido 202, al año
siguiente 642 y en 1936, 674, con movilización de 114 mil trabajadores.

El reagrupamiento del movimiento obrero durante el cardenismo y su alianza con el


gobierno mejoró la posición del trabajo organizado frente al capital. En tres de las
grandes huelgas de la época — ferrocarrileros, La Laguna y petroleros —, el apoyo del
gobierno a las demandas obreras condujo a la expropiación de las empresas. Las huelgas
contra la Compañía de Luz y Fuerza, la AS ARCO (minera), la compañía de tranvías, la
de teléfonos, la de Cananea (minera) y otras menos espectaculares, lograron contratos
colectivos con ganancias sustanciales para los trabajadores.

La reorganización formal del PNR tuvo lugar en 1938. La idea se había planteado
públicamente por primera vez en el informe presidencial de 1936, Al finalizar marzo de
1938, en medio de la movilización general creada por la expropiación petrolera, se
transformó al PNR en el Partido de la Revolución Mexicana (PRM), surgido como una
coalición de sectores: el sector campesino, representado primero por las ligas de
comunidades agrarias y por la CCM y, tras la disolución de ésta, por la CNC; el sector
obrero, constituido por la CTM, la CROM, la CGT y los dos grandes sindicatos de
industria afiliados a las centrales: el minero y el de electricistas; el sector popular, que
se
identificó de inmediato con la burocracia y el sector militar, donde quedaron incluidos
de hecho, todos los miembros de las fuerzas armadas.

En lo relativo a la expropiación petrolera, se puede decir lo siguiente: la raíz del


conflicto surge desde el Porfiriato, aunque lucha entre empresas y gobierno se agudizó a
partir de 1917. El párrafo IV del artículo 27 de la nueva Constitución declaró los
depósitos petroleros propiedad de la Nación. El choque definitivo del gobierno y las
empresas petroleras no habría de originarse, sin embargo, por una disputa legal en tomo
a la propiedad del subsuelo, sino en un enfrentamiento de las empresas y sus obreros,
fenómeno totalmente inédito hasta entonces en el litigio de los gobiernos de la
Revolución con las compañías extranjeras. Cuando Cárdenas abandonó la presidencia
no se llegaba todavía a un arreglo definitivo con la mayor parte de las empresas
expropiadas. El cardenismo llegó a su clímax, con la expropiación de las grandes
empresas petroleras extranjeras en marzo de 1938.

 Capítulo 5: EL MILAGRO MEXICANO 1940 – 1968

El prestigio histórico de la revolución y el aura de sus transformaciones profundas


siguió dando legitimidad a los gobiernos mexicanos de la segunda mitad del siglo XX.
Si Calles descubrió el futuro de la Revolución, Cárdenas impuso, de algún modo, su
perpetuidad. El brillo mitológico y real del periodo reciente, permitió a partir de
Cárdenas que el status quo, plagado de fallas e injusticias, fuera presentado
verosímilmente al país como algo pasajero, ya que el verdadero México era justamente
el que aún no surgía, el que estaba por venir.

Con este equipaje ideológico a cuestas, los "gobiernos de la revolución" viraban a partir
de los años cuarenta, hacia la decisión central de industrializar el país por la vía de la
sustitución de importaciones, lo que desplazó duramente el centro de gravedad
tradicional de la sociedad mexicana, del campo a la ciudad. Los incipientes burgueses
mexicanos — industriales, comerciantes y banqueros—, afianzaron su primacía y con el
tiempo volvieron a dar cabida al socio extranjero; tanto, que ya en los años sesenta
empezó a ser manifiesta, como en el Porfiriato, la dependencia industrial mexicana del
capital y la tecnología extranjeras, en particular las de origen norteamericano.

Creció después la convicción dominante que habría de regir las relaciones con el sector
privado por varias décadas: el Estado debía dedicarse a crear y mantenerla
infraestructura de la economía, intervenir lo menos posible en las áreas de producción
directa para el mercado y abordar sólo aquéllas donde la empresa privada se mostrara
desinteresada y temerosa o fuera incapaz de mantener una presencia adecuada. Poco a
poco, pese a las protestas empresariales, la práctica estatal y las deficiencias
empresariales privadas cuajaron lo que se dio en llamar un sistema de "economía
mixta", en persistente estado de conflicto y negociación del Estado-empresario con la
burguesía nacional, cada vez más consolidada.

Económicamente, el pacto funcionó al extremo de que observadores y analistas


hablaron durante un tiempo, sin rubor, del "milagro mexicano". Entre 1940 y 1960, la
producción nacional aumentó en 3.2 veces y entre 1960 y 1978, 2.7 veces; registraron
esos años un crecimiento anual promedio de 6%, lo que quiere decir sencillamente que
el valor real de lo producido por la economía mexicana en 1978 era 8.7 veces superior a
lo producido en 1940, en tanto que la población había aumentado sólo 3.4 veces.
La economía no sólo creció sino que se modificó estructuralmente. En 1940, la
agricultura representaba alrededor del 10 por ciento de la producción nacional, en 1977
sólo el 5 por ciento. Las manufacturas en cambio pasaron de poco menos del 19 por
ciento a más del 23 por ciento. Otros cambios decisivos, aunque no estrictamente
económicos, fueron los demográficos. La población pasó de 19.6 millones de habitantes
en 1940 a 67 millones en 1977 y más de 70 en 1980. En 1940, sólo el 20 por ciento de
esta población vivía en centros urbanos, en 1977, casi el 50 por ciento; en cuarenta años,
junto al proceso de industrialización, el país experimentó un cambio espectacular en sus
niveles de urbanización y crecimiento demográfico.

Dentro de la relativa permanencia de los rasgos originales del sistema político heredado
del cardenismo, la Presidencia quedó afianzada definitivamente como la pieza central de
ese sistema. Ni el congreso ni el poder judicial recuperaron el terreno perdido hasta
1940, y la autonomía de los estados siguió tan precaria como antes.

El partido oficial corporativo, ratificó también y extendió su dominio monolítico, sin


adversarios que pudieran hacerle sombra. Todas las gubematuras y los puestos del
Senado siguieron en sus manos, y la oposición sólo fríe admitida en la Cámara de
Diputados, en rentable calidad de minoría que legitimaba las formas democráticas sin
capacidad de influir realmente en el comportamiento del cuerpo legislativo.

El PRM como tal dejó de existir en 1946, pero su transformación, como la anterior, fue
ordenada e indolora; abandonó el nombre y los programas que lo ligaban con la época
cardenista para transformarse en el actual Partido Revolucionario Institucional (PRI),
con cambios interesantes en sus estatutos y programas, pero muy pocos en sus
estructuras reales.

La política económica poscardenista encontró un discutible sustento en la idea, de linaje


obregonista, de que era necesario primero crear la riqueza para después repartirla. En la
realidad, como muestran las cifras, se apoyó denodadamente la primera fase sin hacer
gran cosa por la segunda, que sin embargo se mantuvo teóricamente como verdadera y
legítima meta de los "gobiernos de la revolución".

Cuando México entró a la segunda Guerra Mundial, su situación internacional dio un


vuelco. De pronto, el país se encontró como aliado del país que hasta hace poco parecía
la principal amenaza a su soberanía e incluso a su existencia. La guerra creó una
atmósfera de excepción que propició soluciones rápidas y definitivas, entre ellos la
forma de pago de las reclamaciones y la deuda petrolera. El gobierno de Washington
facilitó a México la obtención de los primeros préstamos internacionales. En
reciprocidad, el gobierno mexicano firmó con su vecino del norte tratados de comercio,
braceros y cooperación militar. Las materias primas se vendieron a Estados Unidos a
precios fijos por debajo de los que hubiera pagado el mercado libre, a cambio de lo cual
México acumuló considerables reservas en dólares que de momento no pudo usar
ampliamente porque sus importaciones de Estados Unidos estuvieron racionadas.

Para cerrar el ciclo de esa decisiva transformación de la posguerra, buena parte del
capital y la tecnología de la industrialización mexicana vinieron también del norte. En
1940, la inversión extranjera directa apenas llegaba a los 450 millones de dólares, para
1960 superaba los mil millones, para la segunda mitad de los años setenta llegó a los 4
mil 500
y en los ochenta superó los 10 mil millones.

Fue hasta a principios de los años setenta, habiendo México pasado ya por una época de
constante pasar de excedentes a déficits, que una prolongada crisis de la economía
internacional coronó la situación del ya difícil panorama mexicano e hizo más claro aún
que las condiciones favorables del hasta entonces llamado "desarrollo estabilizador", se
habían erosionado y hacía falta otra propuesta.

Durante el gobierno del presidente Luis Echeverría (1970-1976), se exigieron cambios y


una vía alternativa de "desarrollo compartido", que habría de propiciar una sociedad
más justa y un sistema económico más eficiente. El presidente Echeverría y su equipo
entregaron el poder sin haber dado forma ni implantado esa alternativa, en medio de un
clima de desconfianza económica y política. No obstante, el aumento en los precios
internacionales del petróleo y los importantes descubrimientos de ese combustible en el
sureste de México en la segunda mitad de los setenta, impidieron que la crisis político-
económica de 1976 se propagara.

El sexenio de José López Portillo (1976-1982) habría de probar que ni las más
favorables condiciones del mercado petrolero podrían resolver el problema estructural
de la planta productiva desintegrada y poco moderna del país. Luego de cuatro años de
auge sin precedentes fincados en el ingreso petrolero, el país recayó en una profunda
crisis de financiamiento y producción a partir de 1981, provocada por la caída de los
precios internacionales del petróleo y por los profundos desequilibrios fiscales,
productivos, de comercio y deuda externa.

El arrollador proyecto industrializador coincidió con la segunda Guerra Mundial. El


impulso industrializador tuvo rienda suelta sólo después de la guerra, bajo la presidencia
de Miguel Alemán (1946-1952).

Con el retomo de la normalidad internacional muchos de estos mercados externos


(como la de manufactura) se perdieron por falta de competitividad y las nuevas
manufacturas mexicanas se destinaron sobre todo a satisfacer el mercado interno, en
donde las barreras arancelarias limitaron la competencia externa. La decisión
proteccionista permitió que las nacientes industrias se consolidaran y expandieran, pero
sin exigirles la obligación de ser eficientes. A la larga, esa falta de exigencia haría de la
mexicana una economía volcada sobre sí misma e impediría a los productores
nacionales ampliar sus mercados más allá de las fronteras, condición que frenaría el
surgimiento de una verdadera industrialización moderna e independiente.

Desde finales del cardenismo la inflación hacía estragos en la economía mexicana,


ahondando la desigual distribución del ingreso e impidiendo la indispensable expansión
de las exportaciones. Una consecuencia de ese proceso fue la devaluación de 1948 en
que la paridad del peso respecto al dólar se dejó flotar y pasó de 5.85 por uno a 6.80 y a
8.64 por uno al año siguiente. Tras un corto auge de las exportaciones provocado por
esta devaluación y por la guerra de Corea, se volvió a presentar el problema del déficit
en el intercambio comercial de México con el exterior, y en 1954 fue necesaria una
nueva devaluación que puso la paridad respecto del dólar en 12.50 pesos. Fue entonces
cuando, como reacción, empezó a gestarse la estrategia del llamado "desarrollo
estabilizador", cuyo objetivo central era evitar nuevas devaluaciones deteniendo el alza
acelerada de salarios y precios. Durante el gobierno de Ruiz Cortines esa estrategia
detuvo la espiral
inflacionaria que distorsionaba la estructura de las exportaciones y producía malestar
entre los asalariados provocando huelgas, choques más o menos violentos con el
gobierno y debilitamiento del control del sindicalismo oficial, sin el cual el tipo de
industrialización inducido por el Estado habría sido políticamente inmanejable.

El esquema del desarrollo estabilizador mantuvo su eficiencia hasta el año de 1973, en


que la convergencia de una crisis económica nacional con una internacional, le puso
final.

Pese a las diferencias de forma entre el desarrollo estabilizador y la etapa que se inició
en 1973, se mantuvieron vigentes las pautas básicas de la economía alemanista: seguir
adelante con sustitución de importaciones, mantener las barreras proteccionistas y
revitalizar las inversiones en irrigación, ferrocarriles y energía. Pero esos instrumentos
en efecto habían perdido eficacia. La solución era aumentar por igual el mercado interno
y las exportaciones de manufacturas, es decir, empezar a competir con los grandes
países industriales en su propio terreno con producción que hiciera uso del más
abundante recurso mexicano: mano de obra.

Para 1970, el 35 por ciento de la inversión fija bruta correspondía al sector público, y en
1976 — año en que el sector privado frenó notablemente sus inversiones—, llegó a
representar más del 40 por ciento. Cada vez más, el ritmo de crecimiento de la
economía dependió de las acciones y decisiones del sector público.

En 1971 esta deuda extema del sector público alcanzaba ya una magnitud considerable:
4,543.8 millones de dólares y cinco años más tarde se había casi cuadruplicado, con
19,600.2 millones de dólares. A través de préstamos obtenidos en instituciones
internacionales y bancos privados extranjeros, el gobierno pudo hacer frente al déficit
comercial en aumento, así como a las necesidades de inversión para mantener el ritmo
de crecimiento de la economía. En 1976, año que culminó con una devaluación
estrepitosa
—el peso de devaluó 50 por ciento respecto del dólar— y el establecimiento de una
paridad flotante del peso.

Para cuando Echeverría dejó el poder, se dejó de hablar de "milagro económico". Las
agencias financieras internacionales actuaron en consecuencia. El Fondo Monetario
Internacional (FMI) impuso condiciones al manejo de la economía mexicana (entre
otras un freno al déficit presupuestal y al endeudamiento externo) para poder dar su aval
a los mercados de crédito internacionales.

La buena nueva petrolera —la confirmación de la existencia de amplias reservas—


empezó a despejar el panorama económico a partir de 1977, y un respiro para la
economía mexicana. México se colocó en el sexto lugar como país con potencial
petrolero.

Sin embargo, faltaba de resolver el problema el problema de fondo más difícil: pese a su
relativa industrialización, México seguía siendo básicamente un país exportador de
productos primarios, vulnerable a las fuerzas externas e incapaz de competir en los
mercados internacionales de manufacturas.

En 1940 México era un país relativamente poco poblado, con 19.6 millones de
habitantes. Desde la Independencia en la segunda década del siglo XIX, su población
había aumentado sólo tres veces, pero a partir de entonces el ritmo se aceleró
vertiginosamente. La primera triplicación entre 1820 y 1940 tardó 120 años, la segunda
sólo 35, porque en
1975 México tenía ya más de 60 millones de habitantes y al iniciarse el decenio de los
ochenta había más de 70 millones de mexicanos. En 1984, la zona metropolitana de la
ciudad de México. México perdió su naturaleza campesina. La necesidad de crear
empleos para la ola de jóvenes que cada año ingresaban al mercado de trabajo —entre
700 y 800 mil al iniciarse los años ochenta— se volvió una inaplazable urgencia
nacional.

Entre 1940 y 1980 los grupos empresariales aumentaron su poder en una proporción
mayor que el resto de los actores políticos. Sin un control directo todavía de la cosa
pública, han alcanzado un gran poder de veto sobre las iniciativas de la llamada "clase
política", encabezada por el presidente. Ahora bien, la sorpresiva nacionalización de la
banca privada —el corazón de la burguesía financiera— en 1982, mostró que frente al
poder concentrado del Estado, el veto de la élite empresarial no funciona. Según este
punto de vista los grupos de interés del sector empresarial —como el llamado "grupo
Monterrey" o "grupo Televisa"— emergían como actores políticos cada vez más
decisivos.

Por lo que hace a las estructuras políticas formales, el partido oficial cambió de nombre
en enero de 1946, dejó de ser Partido de la Revolución Mexicana para volverse la
inescapable contradicción de conceptos que lo distingue desde entonces: el Partido
Revolucionario Institucional (PRI). En 1946, al concluir el periodo de Ávila Camacho,
tres líderes de la oposición se enfrentaron a Miguel Alemán, el candidato oficial. De
ellos, sólo uno —Ezequiel Padilla—, tuvo alguna importancia por haber sido hasta casi
el último momento un miembro prominente de la élite política. El cómputo oficial de la
elección, dio el 77.9 por ciento de los votos a Miguel Alemán y sólo el 19.33 por ciento
a Padilla. El PDM impugnó de inmediato la victoria oficial como un claro producto del
fraude, pero ninguna fuerza política importante y decisiva lo apoyó.

La crisis política de 1968 no pareció tener ningún reflejo en las cifras electorales
oficiales de 1970. El candidato del PRI, Luis Echeverría, también secretario de
Gobernación del gobierno saliente, obtuvo el 84 por ciento de la votación en tanto que
Efraín González Morfín, abanderado del PAN, recibió el 14 por ciento.

Desde 1929, y particularmente a partir de 1941-, la estabilidad del sistema político


mexicano ha sido notable. La naturaleza autoritaria pero flexible del control del PRM-
PRI sobre la vida política del país, contrasta enormemente con casi todo el resto de
América Latina.

El control del movimiento obrero por las centrales y los sindicatos nacionales de
industria, ha sido uno de los cimientos históricos de la estabilidad política de México a
partir de la Revolución. Pero no ha sido un control fácil ni garantizado de antemano,
como bien lo demostró la disonancia obrera de 1958-1959, particularmente en los
ferrocarriles.

Entre 1965 y 1970 el déficit del gobierno federal fue de 20 por ciento; en 1966, por
ejemplo, el 32 por ciento de la inversión pública debió financiarse con recursos externos
ante la insuficiencia de la recaudación fiscal. El Estado Mexicano no captaba entonces
recursos internos por más del 10 por ciento del producto nacional bruto, proporción
notablemente baja aún para los niveles latinoamericanos de baja tributación. En la
exposición de motivos de la Iniciativa de Ley de Ingresos de la Federación para 1971, se
decía explícitamente que había llegado el momento de "financiar preponderantemente el
gasto público a través del sistema tributario, poniendo especial énfasis en la
modernización de su manejo". Se preparaba así el terreno para una reforma fiscal de
fondo. La parte sustantiva de esta reforma, según sus formuladores, debería poner fin al
anonimato de los tenedores de acciones para poder calcular el ingreso real por las
personas físicas, globalizar sus ingresos y determinar sobre esa base el monto del
impuesto sobre la renta. Nunca, en la historia mexicana, se había propuesto el Estado
extraer de las capas altas una contribución tan alta y de manera permanente. El sector
empresarial reaccionó contra la medida con más vigor del esperado. En enero de 1971 la
Confederación Patronal de la República Mexicana (COPARMEX) entregó al presidente
una nota quejándose de no haber sido previamente consultada y describiendo las
proyectadas reformas como incongruentes y excesivas. A partir de ese momento, las
relaciones entre el gobierno de Echeverría y la gran empresa privada se volvieron tensas
y habrían de terminar, como se verá adelante, en un enfrentamiento abierto.

En lo relativo a la segunda guerra mundial, la relación con Washington y sus ventajas;


en 1942 y 1943 se suscribieron acuerdos sobre monto y términos de pago a las empresas
petroleras expropiadas en 1938, en condiciones muy favorables para México. Se puso
punto final al problema de pago de la vieja deuda externa y se firmó un tratado
comercial y otro de braceros, que serían la contribución de México al esfuerzo bélico de
los aliados.

Para 1947 la estrecha —aunque forzada— colaboración que tuvieron durante la guerra
Estados Unidos y la Unión Soviética, se había transformado en un abierto
enfrentamiento que desembocó en la llamada "guerra fría". El sistema internacional se
dividió en dos bloques y México quedó inscrito, queriéndolo o no, dentro del
autodenominado "mundo libre", con Estados Unidos a la cabeza. Aunque no se unió a
sus alianzas en la guerra, por ejemplo, apoyándolo en la guerra de Corea.

En 1941, México y Estados Unidos firmaron un acuerdo para que los aviones de guerra
de cada uno de ellos pudieran utilizar los aeropuertos del otro cuando lo cruzaran en
tránsito. Eran facilidades a los norteamericanos en su esfuerzo por proteger el Canal de
Panamá. Se empezaron a negociar también acuerdos para la compra de materiales
estratégicos mexicanos, pero el problema petrolero bloqueaba el camino hacia una
cooperación más amplia.

La guerra también permitió que México reestableciera relaciones con dos de las grandes
potencias aliadas: Gran Bretaña —rotas desde 1938 a raíz de la expropiación petrolera
— y la Unión Soviética, suspendidas desde 1931. Sin problemas para nadie, México
pudo así ser miembro activo del pacto de las Naciones Unidas.

Otro problema central en las relaciones bilaterales ha sido el del proteccionismo y el


comercio. En 1942, como ya se vio, el intercambio comercial entre México y los
Estados Unidos quedó regulado por un tratado, pero al concluir la contienda mundial
México estaba más decidido que nunca a seguir adelante con su incipiente proceso de
industrialización a base de sustitución de importaciones, lo que requería, entre otras
cosas, una alta barrera proteccionista para defender a los industriales en México de la
competencia externa.

Entre 1956 y 1961 el valor de las exportaciones mexicanas se mantuvo prácticamente


estacionario, en buena medida por la baja en los precios de artículos tales como café,
algodón, plomo, zinc, camarón, etc. En contraste, el valor de las importaciones aumentó
constantemente, de tal manera que la debilidad del comercio exterior empezó a afectar
el
esquema mismo de desarrollo del país. Durante el gobierno de Adolfo López Mateos
(1958-1964) se dieron pasos concretos para entablar relaciones políticas y económicas
con las naciones que acababan de surgir a la vida independiente, aunque sin llegar a
ligarse formalmente con el llamado grupo de los no alineados, encabezado por India,
Yugoslavia y Egipto. Se trató también de revitalizar los lazos económicos con los países
europeos occidentales y Japón y establecerlos a un nivel significativo con el bloque
socialista. Se buscó la diversificación dentro de América Latina a través de la ALALC,
a la que se consideró como el paso inicial para la eventual constitución de un verdadero
mercado común de los países de la región.

El gobierno de López Portillo no tardó mucho en retomar la idea de diversificar las


relaciones económicas de México, esta vez con base en el intercambio petrolero. El
mercado natural del gas y del petróleo mexicano era Estados Unidos y en 1978 ese país
absorbió el 88.6% de las exportaciones mexicanas de hidrocarburos; sin embargo, la
proporción empezó a disminuir después de un esfuerzo consciente por aumentar la
importancia de clientes como Israel, España, Francia, Canadá, Japón o Suecia.

En 1980, en medio de la euforia del petróleo, el gobierno del presidente López Portillo
pudo responder a las presiones norteamericanas para que México se uniera al GATT,
orquestando un gran debate nacional en donde se rechazó la idea por considerarla
producto de las presiones imperialistas y contrarias al interés nacional.

 Capítulo 6: EL DESVANECIMIENTO DEL MILAGRO 1968 – 1989

Una visión de conjunto de los últimos cuarenta años de la historia mexicana podría
reconocer en ellos dos tiempos o dos ritmos. El primero, que hemos llamado del milagro
mexicano, va de 1940 a 1968 y está caracterizado por una notoria estabilidad política y
un notorio crecimiento económico; el segundo, que va de 1968 a 1984, habría que
llamarlo el de la transición mexicana, una transición de orden histórico que reabre la
pregunta sobre la duración y el destino del sistema político e institucional derivado del
pacto social que conocemos como Revolución Mexicana.

Según se ha visto, la estabilidad política se organiza en tomo a la consolidación del


presidencialismo como eje de la vida política y social de México. Los años que van de
1940 a 1968 presencian, por un lado, el retraimiento de focos claves del poder
tradicional, como la iglesia y el ejército y, por otro, la desaparición de las escisiones en
la «familia revolucionaria». En 1940, Juan Andrew Almazán compite con Manuel Ávila
Camacho por la Presidencia y le arranca gran parte de la votación de las ciudades. En
1946, la candidatura presidencial de Ezequiel Padilla contra la de Miguel Alemán tiene
un impacto muchísimo menor. En 1952, otro candidato independiente de la familia,
Miguel Henríquez Guzmán, forma un partido —Federación de Partidos del Pueblo
(FPP)— que subsiste después de la campaña, y que tiene que ser disuelto por la fuerza
en febrero de 1954, pero que no deja secuelas. La nota característica de la sucesión de
Adolfo López Mateos, en 1958, fue la unanimidad en el tapadismo, institución por
excelencia del presidencialismo mexicano, que desde entonces permitió al jefe del
ejecutivo escoger a solas y sin turbulencias a su sucesor. En 1957, año de la elección de
su sucesor, el entonces presidente Adolfo Ruiz Cortines pudo solicitar a todas las
fuerzas políticas del país que se concentraran en la discusión del programa de gobierno
que debía implantarse y olvidaran el litigio sobre quién sería el candidato, asunto de
interés menor que después se
vería. Tras varios años podemos decir que una de las claves de la estabilidad política del
milagro mexicano fue: su eficaz mecanismo sucesorio.
Otro aspecto decisivo fue la absorción estatal de las instancias de manifestación y
demanda política. Entre 1940 y 1968, México vivió el triunfo de una especie de
monólogo institucional. Todas las negociaciones debían darse por dentro del aparato
estatal a través de sus canales e instrumentos, con sus organizaciones sociales y
piramidadas, su partido aplanadora y sus autoridades inapelables. Lo que se salía de
estas normas de negociación intramuros, era violentamente reprimido: huelgas
ferrocarrileras e invasiones de tierras de la UGOCM en el norte (1958) o movimientos
estudiantiles (1968).

Por lo que toca al crecimiento económico, los años que van de 1940 a 1968 son los de la
construcción de la base industrial "moderna" del país, los años en que se acelera la
sustitución de importaciones, la supeditación de la agricultura a la industria, la
urbanización, el crecimiento sostenido del 6% anual en promedio, la estabilidad
cambiaría y el equilibrio de precios y salarios. Son también los años de plena vigencia
de un acuerdo central del sistema: la armonía básica entre la élite política y la élite
económica, la apuesta por la construcción de un sector industrial, comercial y financiero
mexicano.

Al lado de una industria que crecía más rápido que el promedio general de la actividad
económica, que a su vez era casi el doble que el crecimiento demográfico, surgió un
poderoso sector bancario alrededor del cual, y bajo su sombra, se cobijaron importantes
grupos manufactureros y comerciales. México se hizo cada vez más una sociedad
urbana.

El sexenio de Luis Echeverría (1970-1976) fue un intenso peregrinaje desde el milagro


mexicano hacia la realidad de esas «rebeliones de la modernidad». Estuvo sembrado de
caídas agrícolas y monopolio industrial, invasiones de tierras, huelgas, contradicciones
abiertas entre las fuerzas que nacían del seno de la sociedad y las que seguían
reclamando para sí, desde el Estado, los papeles históricos de árbitro y padre.

Los empresarios y banqueros mexicanos habían tenido siempre voto de calidad y oídos
de seda para sus demandas en el seno del Estado. En los años setenta aprendieron a
regatear decididamente en público lo que no les era concedido amigablemente en
privado.

El litigio social de la primera mitad de los años setenta tuvo, como siempre, expresión
acabada con el discurso presidencial. La tradición que alimentó el tono echeverrista fue
el molde polémico de los primeros años de Calles y Cárdenas, con la incorporación
persistente de las secciones de autocrítica, diálogo y apertura, demandas inequívocas del
68, así como de la retórica tercermundista. Esta transformación del lenguaje público fue
una sorpresiva oxigenación del ambiente y tuvo su propuesta más socorrida en la
continua exhortación de gobierno y sociedad a la apertura política.

La apertura echeverrista fue, sobre todo, un alegato por reafirmar la legitimidad


ideológica e institucional del Estado mexicano erosionado por la crisis política del 68.
Respondió a la exigencia de "ponerse al día" para preservar lo preservable.

El momento de mayor credibilidad de la Apertura Democrática fue la noche del 10 de


junio de 1971. La tarde de ese día, un grupo paramilitar organizado en secreto poruña
dependencia oficial disolvió a garrotazos y a tiros, con metralletas y armas de alto
poder, una manifestación estudiantil en la Ciudad de México. El presidente Echeverría
prometió
por la televisión que los culpables serían castigados. Las palabras del poder público
parecieron coincidir entonces enérgicamente con sus acciones. Fue un momento
espectacular porque acarreó la destitución de altos funcionarios, entre ellos el regente de
la Ciudad de México, Alfonso Martínez Domínguez, aunque la investigación no se
concluyó nunca y la ley no cayó sobre los culpables.

Sin embargo, la verdadera eficacia política de la apertura echeverrista vino por otros
carriles. Hizo su efecto mayor como hecho burocrático, presupuestal e ideológico.
Colmó las expectativas sectoriales de los núcleos de protesta del 68: líderes
estudiantiles, universidades y centros de altos estudios, abanderados progresistas de las
clases medias e intelectuales críticos.

La "crisis de confianza" y la austeridad económica fueron los signos del cambio de


gobierno en diciembre de 1976. Entonces, en medio de la austeridad, llegó el petróleo
Durante los siguientes cinco años, el país vio una película semejante a la del gobierno
anterior, pero en proporciones sumamente amplificadas, tanto en sus auges como en sus
caídas.

En febrero de 1982, frente al enorme déficit en la balanza de pagos, ampliado por la


especulación cambiaría, los costos de una deuda externa de proporciones considerables
(19,000 millones de dólares en 1976, 80,000 millones en 1982) y un mercado petrolero
que no repuntaba, el gobierno de México se vio forzado, tardíamente, a devaluar su
moneda en un 70 por ciento.

Entonces, con ya bastantes problemas económicos como inflación desmedida y fuga de


capital, el presidente lanzó un comunicado anunciando la Nacionalización de la Banca:

“…Tenemos que organizamos para salvar nuestra estructura productiva y


proporcionarle los recursos financieros para seguir adelante; tenemos que
detener la injusticia del proceso perverso: fuga de capitales — devaluación—,
inflación que daña a todos, especialmente al trabajador, al empleo y a las
empresas que lo generan. Estas son nuestras prioridades críticas. Para responder
a ellas he expedido en consecuencia dos decretos: uno que nacionaliza los
bancos privados del país, y otro que establece el control generalizado de
cambios, no como una política superviviente del más vale tarde que nunca, sino
porque hasta ahora se han dado las condiciones críticas que lo requieren y
justifican. Es ahora o nunca. Ya nos saquearon. México no se ha acabado. No
nos volverán a saquear.”

La nacionalización de la banca no era una respuesta directa a los problemas


fundamentales de la economía, pues la raíz del problema no estaba en las estructuras
financieras sino en el modelo global de desarrollo económico. Nadie pudo evitar
quiebras por falta de liquidez y depresión del mercado, ahogo de las finanzas públicas
por compromisos perentorios que impedía el sostenimiento de importaciones
estratégicas y pánico especulativo. El mes de diciembre de 1982 encontraba al país con
una planta productiva notoriamente mayor que a principios de la década de los sesenta,
pero extraordinariamente más dependiente.

Así es, que, después de tanta agitación, y de una explosión social que nunca llegó, que
llega Miguel de la Madrid. La sola enunciación de su proyecto mostraba sus bondades
y, también, su desmesura. Siete tesis lo habían resumido durante la campaña electoral
de
Miguel de la Madrid: 1) nacionalismo revolucionario, 2) democratización integral, 3)
sociedad igualitaria, 4) renovación moral, 5) descentralización de la vida nacional, 6)
desarrollo, empleo y combate a la inflación, 7) planeación democrática.

En diciembre de 1984, a dos años de puesto en práctica ese proyecto, podían resumirse
sus logros diciendo lo siguiente: no había más sino menos nacionalismo revolucionario
y nacionalismo a secas; el país, mucho más que nunca en años anteriores, miraba al
norte y pensaba en dólares. La democratización integral había empezado por no
manifestarse en su ámbito por excelencia que son las elecciones: los ciudadanos habían
asistido durante las elecciones locales de 1984 a 1986 al retorno de la manipulación y el
fraude electoral.

Visto en su conjunto, el gobierno lamadridiano parecía tener dos rostros que quería
complementarios. Uno miraba hacia el futuro con voluntad reformista; el otro, hacia el
pasado, con el ánimo restaurador.

Política e ideológicamente opuestos a la nacionalización bancaria del 1o de septiembre


de 1982, los miembros del nuevo gobierno vieron en esa medida el fin de un contrato
social, la casilla terminal o el punto de no regreso de la confianza empresarial y de la
simbiosis del capital privado con el gobierno.

En diciembre de 1983, en un proceso de desnacionalización parcial, pusieron a


disposición del capital privado el 34% de las acciones de la banca. Meses después
pagaron una indemnización más que generosa a los exbanqueros, garantizándoles
acceso privilegiado a la adquisición de las empresas no bancarias caídas en la charola de
la nacionalización. Finalmente, se les brindó un nuevo ingreso al sistema financiero en
la muy amplia zona de los "intermediarios financieros no bancarios" (casas de bolsa,
compañías de seguros, etc.), decisión que, en opinión de algunos observadores,
equivalía a sancionar la existencia de una "banca paralela".

La decisión de restaurar el acuerdo fue también el hilo conductor de las reformas


constitucionales de diciembre de 1983, que definieron la rectoría del Estado y la
economía mixta, y de la oferta de venta a particulares de diversas empresas
paraestatales. Fue también uno de los ejes de la estrategia para enfrentar la crisis y
buscar la recuperación: segada la fuente de financiamiento externo que había servido
hasta entonces para subvenir los déficits crecientes del gobierno y de la economía en
general, atados los recursos de la renta petrolera al servicio de la deuda y restringido el
gasto público, sólo la inversión privada, nacional o extranjera, podría garantizar en
medio de la crisis alguna posibilidad de recuperación pronta y sostenida. Pese a las
facilidades otorgadas, la inversión extranjera no había fluido hacia México como se
esperaba y la nacional empezaba a despuntar pero no parecía suficiente para garantizar
una recuperación sostenida.

Observadores de la prensa y la academia norteamericana detectaron en esos años un


cambio de fondo en la política norteamericana hacia México, en dos sentidos
complementarios: por un lado, un cierto temor a la ingobernabilidad de México y la
desconfianza sobre la capacidad del antes muy confiable sistema político mexicano para
hacer frente a los problemas del país; por otro lado, y producto de esa desconfianza en
la capacidad de la élite política mexicana, la posibilidad de un intervencionismo de
nuevo tipo en los asuntos de México que garantizara para Estados Unidos el "control"
de su frontera sur.
Después de tanta inestabilidad social y económica de 1982 y 1983, en las elecciones
municipales de Chihuahua, el 3 de julio de 1983, la oposición panista arrasó en los
municipios que concentraban el 70% de la población del más grande estado fronterizo
con Estados Unidos. Esas elecciones, en las que la oposición panista ganó también la
ciudad de Durango y la de Guanajuato, fueron entendidas por el gobierno como un
aviso de que efectivamente la crisis había ido a las urnas y como el anticipo de una
caída en cascada del PRI y un auge en cascada del PAN en el norte y entre la población
urbana.

Empezando por el gabinete y terminando por el PRI, el lamadridismo parecía decidido a


pagar el precio de la inexperiencia para garantizar, al menos de un modo parcial, la
siembra de una nueva clase política acorde con las metas de la modernización
económica que se proponía emprender. Los supuestos y el sentido de futuro de esa
nueva iniciativa contradecían flagrantemente los hábitos del modelo anterior. Las
premisas del proyecto
— resumidos como un propósito de "cambio estructural"— pueden resumirse en dos
profundas sustituciones: la del modelo proteccionista de crecimiento "hacia adentro" por
un modelo competitivo orientado "hacia afuera”; y la del Estado interventor,
subsidiados "keynesiano” por un Estado meramente "rector", superabitario y restringido
a sus tareas básicas para estimular más que encabezar las energías y las iniciativas de la
sociedad.

La quiebra económica de los ochenta añadió a las deficiencias estructurales de los


mecanismos redistributivos del país, el drama de la más profunda recesión de su historia
contemporánea. Durante seis años — 1982-1987— hubo en México un crecimiento
nulo cuyos estragos arrojan sobre la playa de los años noventa un saldo en costos
sociales de tal magnitud que significa probablemente un salto cualitativo en la
desigualdad mexicana: no sólo un empobrecimiento general, sino también la
reconcentración de los recursos y la riqueza en un número más reducido de mexicanos
que en la década de los setenta.

El recurso distributivo por excelencia del modelo estatal mexicano también alcanzó un
techo y un declive. El gasto público de interés social, que había venido cayendo desde
los setenta como porcentaje del producto nacional, a partir de 1982 sufrió una caída en
su monto per cápita —en los ochenta cada mexicano recibió menos dinero por cabeza
del gasto social del estado: una cuarta parte menos en inversión para la salud, una
tercera parte menos en inversión educativa.

Por si fuera poco, al agudo proceso inflacionario mexicano de los ochenta —que de por
sí enriquece a quien tiene y empobrece a quien no— la desigualdad mexicana de fin de
siglo sumó extraordinarias ventajas:

1. Altas tasas de interés que premiaron a rentistas con ganancias seguras


equivalentes a dos o tres veces la inflación e hicieron pasar el valor de las rentas
financieras del 4.2% del producto nacional en 1970 al 13.5% en 1985.
2. Un mercado de valores que, antes de su desplome en noviembre de 1987, otorgó
rendimientos promedio del 600% anual (1987) y que fue el lugar de la
formación vertiginosa y legendaria de fortunas especulativas.
3. Una política de sobrevaluación del peso sostenida hasta 1982, que premió con
sus devaluaciones de ese año a quienes habían sacado su dinero del país para
convertirlo a dólares.

En cuanto a la relación bilateral con EUA, fue la compatibilidad básica de los esquemas
que para la economía propusieron De la Madrid y Reagan lo que permitió que la tensión
generada en el campo político-diplomático no se tradujera en un conflicto mayor. Pese
al enorme costo social, el gobierno mexicano se empeñó en mantener puntualmente su
pago de intereses y capital de una deuda externa enorme y cuyo monto con el paso del
tiempo no disminuía sino aumentaba. La administración de Washington, por su parte,
respaldó las peticiones mexicanas de nuevos préstamos hechas a los organismos
financieros internacionales —Fondo Monetario Internacional y Banco Mundial— en
donde la voz de los representantes norteamericanos era decisiva

Tras el gobierno de La Madrid, en el área democrática, tenemos lo siguiente. El PRI,


por su parte, en un proceso interno diseñado por el Presidente de la República, presentó
a seis posibles precandidatos tras lo cual, y sin gran debate interno, surgió un
precandidato único: el joven doctor en economía y secretario de Programación y
Presupuesto, Carlos Salinas de Gortari. Salinas de Gortari presentó un programa que
consistió, básicamente, en seguir adelante con el proyecto económico iniciado por
Miguel de la Madrid —la reducción del papel del Estado como productor
económico, la apertura comercial, la modernización de la planta industrial y la
insistencia en una renegociación de la deuda extema—, y del cual Salinas de Gortari
había sido uno de los principales arquitectos.

La oposición de centro derecha —representada por el PAN— y tras un proceso de


selección muy abierto a la participación de sus bases, eligió como candidato a un
elemento recién llegado al partido: el extrovertido empresario norteño Manuel J.
Clouthier. La propuesta panista no difería mucho de la oficial, sobre todo en lo que se
refería a la disminución del papel económico del aparato estatal y el aumento de las
fuerzas del mercado en la asignación de recursos. Sin embargo, el tema fundamental del
PAN no fue económico sino político: la exigencia del sufragio efectivo, de la
democracia.

Las elecciones de julio, tuvieron efectos políticos directos en otros ámbitos. Primero,
reformaron de hecho al presidencialismo mexicano, cortándole facultades y creándole
contrapesos. Le quitaron, por lo pronto, la facultad de emprender reformas
constitucionales sin anuencia de la oposición, al configurar una cámara de diputados en
que el PRI tuvo 260 de 500 escaños. Ya que las reformas constitucionales requieren la
aprobación de dos terceras partes del Congreso —unos 332 diputados— en adelante el
presidente debería mantener cohesionados todos sus votos y convencer a más de 70
miembros de la oposición para lograr alguna.

Segundo, equilibraron las relaciones del poder ejecutivo con el legislativo, volviendo a
éste una instancia capaz de oponerse y hasta de derrotar las iniciativas presidenciales.
La precaria mayoría priísta en el congreso podía en adelante ganar pero no avasallar,
imponerse pero no aplastar.

En tercer lugar, las elecciones de julio regionalizaron y fragmentaron territorialmente el


poder del régimen. Le arrebataron la mayoría en el Distrito Federal.

Ahora bien, en este punto llega Carlos Salinas de Gortari a la presidencia. El nuevo
planteamiento de México a sus acreedores externos fue la reducción de un 50% de la
deuda con los bancos comerciales —que ascendía a unos 55 mil millones de dólares—,
una baja en las lasas de interés y la garantía de nuevos y sustanciales financiamientos
durante los siguientes cinco años.
Así las cosas en el corto plazo, con tazas muy altas en lo interno y teniendo que
negociar constantemente con los bancos para evitar corridas bancarias; entonces, el
gobierno emitió en el último día de mayo su propuesta de mediano y largo plazo: el
Plan Nacional de Desarrollo 1989-1994.

Los cambios conceptuales propuestos por el PND empezaban por sostener una idea del
Estado distinta a la que ha regido en México desde los años treinta: la estabilidad
política corporativa y autoritaria, la industrialización protegida de sustitución de
importaciones, la expansión del gasto público y del Estado sobre las omisiones sociales
y productivas de la sociedad. Es decir, el modelo de crecimiento hacia adentro que dio
tan buenas cuentas hasta que empezó a rendirlas tan malas.

Para garantizar un desarrollo exitoso en el futuro, el nuevo gobierno proponía al país


hacer todo lo contrario de lo que en el pasado se había hecho. Era necesario desregular
la economía y el mercado, convocar a la inversión extranjera, poner en el centro de la
escena a la inversión privada, salir de nuestras fronteras en busca de mercados, socios,
inversiones y tecnología, cambiar el laberinto de la soledad por el supermercado de la
integración al mundo.

Con el PND, vinieron distintos programas sociales, entre ellos: el primero era el
compromiso estatal de enfrentar el rezago social acumulado, que el PND llamó Acuerdo
para el Mejoramiento Productivo del Nivel de Vida; el segundo programa se refería a la
reforma política democratizadora que las elecciones de julio de 1988 pusieron a la orden
del día y que el PND llamó Acuerdo para la Ampliación de Nuestra Vida Democrática.

 Capítulo 7: LA TRANSICIÓN MEXICANA

En consecuencia y en paralelo de estas sacudidas (rebeliones estudiantiles, movimiento


obrero y rebeliones empresariales), el sistema político mexicano se orientó a la apertura
y el diálogo (1971-1976) y después a la reforma política institucional (1978-1982),
reconociendo así, explícitamente, que su concierto institucional no incluía ya todas las
notas, ni siquiera algunas de las más importantes.

Como resumen o ideas paralelas a lo sucedido en las últimas décadas desde los 60’s
hasta los 90’s, podemos visualizar tres distintos actores:

La presidencia de la República es pieza primera y consustancial del sistema político


mexicano, el presidente actúa y funciona en verdad como un gran coordinador de
intereses y de agencias burocráticas ("Un presidente de México recoge banderas, es su
función", resumió alguna vez el presidente Luis Echeverría).

Escribió Carlos Monsivais:


¿Cuáles son los alcances de un presidente? Extraordinarios en cierto modo:
nombra y protege, concede, coarta o facilita la corrupción, es la medida de toda
su carrera política, le da el tono a los estilos de su sexenio.

La burocracia es quizá el único sector del sistema político que ha crecido


sistemáticamente en los últimos años, para adquirir un poder cada vez mayor y una
capacidad de gestión sobre la sociedad también cada día más amplia.
Un tercer actor fundamental es el partido del Estado, el viejo Partido Nacional
Revolucionario, transfigurado con Cárdenas en el Partido de la Revolución Mexicana y
con Alemán en el Partido Revolucionario Institucional.

Un cuarto actor fundamental es lo que, contra los legítimos alegatos de sociólogos,


hemos dado en llamar la clase política, la élite política y burocrática del país, el
equivalente de la nomenclatura soviética, los que gobiernan efectivamente y ocupan
además los puestos claves en la ejecución de las decisiones de gobierno.

Si uno quisiera describir sintéticamente lo que ha pasado con las clases medias en los
últimos cuarenta años de México, tendría que decir que el manejo de su conducta y de
su ideología empezar a ser materia de las universidades, el consumismo, la
comunicación masiva y la burocracia estatal. Es quizás uno de los movimientos
profundos decisivos de la sociedad; a partir de la industrialización de los años cuarenta
y cincuenta se ha ido constituyendo una nueva mayoría social proletaria.

Otro notable actor son los partidos políticos. Han pasado en estos cuarenta y cuatro
años de la oposición leal al horizonte bipartidista. No hay mucho que agregar a esto. El
pluripartidismo mexicano fue siempre una especie de mascarada indispensable, una
forma de vestir a la realidad casi dictatorial del partido dominante, el partido del Estado.

Un escenario clave donde ha sido ganada la lucha por el fortalecimiento del sistema de
partidos y la democratización es la opinión pública, que dejó de tener en la prensa y en
el cine sus medios formativos por excelencia, y empezó a tenerlos, a partir de los setenta
y durante los ochenta, en la radio y la televisión.

En cuanto a la Iglesia Católica. A partir del ascenso al poder de Juan Pablo II y su visita
a México en 1978, ha empezado a perfilarse en el país una nueva Iglesia activista, una
Iglesia que, en palabras del obispo de Hermosillo Carlos Quintero Arce, debería intentar
en México "la vía polaca". Esto es, que la Iglesia mexicana, tal como la polaca, se
vuelva un polo de organización de la sociedad civil, para hacerle frente a un Estado muy
ramificado y amplio pero que, como el Estado polaco, parece tener amplias zonas de
ilegitimidad, falta de credibilidad, penetración y apoyo en la sociedad.

Sobre el Ejercito. Ha dejado de existir la "generación revolucionaria", la de los


militares que participaron en la revolución o en alguna de sus secuelas armadas de los
veinte y los treinta (de la rebelión delahuertista en 1923 a la cristjada). El último
secretario de defensa con esas características fue Marcelino García Barragán (1964-
1970). Vienen ahora a ocupar los puestos claves generaciones más recientes del instituto
armado, cuadros más técnicos, egresados del Colegio Militar o egresados de alguna de
las numerosas instituciones educativas que componen la Universidad de las fuerzas
armadas, etc., y luego diplomados de Estado mayor en la Escuela Superior de Guerra.

Sobre la Relación con EUA. La relación con Estados Unidos toca también una cuestión
central que debiera revisarse a fondo: el tema del nacionalismo mexicano, que quiere
decir, fundamentalmente, una lucha por conservar identidad y autonomía frente a
Estados Unidos.

Sobre La Transición. Resulta una paradoja histórica de gran densidad el hecho de que
las exigencias objetivas de la producción, el desarrollo económico y la pluralidad social
estén golpeando las únicas fórmulas conocidas que tienen la sociedad y el Estado para
manejarse y para organizarse. Ese es el conflicto en profundidad que caracteriza nuestra
transición, una transición que, sin embargo, va cayendo cada vez más del lado de allá,
de lo que ya viene, y cada vez menos del lado de acá, de lo que está dejando de ser. No
se trata ciertamente de un proceso de días ni de semanas, sino de años y a lo mejor de
décadas, pero la sociedad mexicana acude al término de un acuerdo fundamental
consigo misma, un verdadero cambio de época que hace convivir en nosotros a la vez el
desconcierto y la necesidad de cambio, el peso inerte del pasado y el clamor imantado e
indefinido del futuro.

También podría gustarte