Resumen Libro - A La Sombra de La Revolucià N Mexicana
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Resumen Libro - A La Sombra de La Revolucià N Mexicana
SEXTO SEMESTRE
GRUPO A
Entre 1877 y 1911, la población de México creció a una tasa del 1.4 por ciento cuando
desde principios del siglo XIX lo había hecho al 0.6 por ciento. El ingreso nacional, de
50 millones en 1896, se duplicó en los siguientes diez años, y el ingreso per cápita, que
en 1880 crecía al uno por ciento anual, alcanzó un ritmo de 5.1 por ciento entre 1893 y
1907. En ese mismo lapso, las exportaciones aumentaron más de seis veces mientras las
importaciones sólo tres y media. La bancarrota crónica de las finanzas públicas llegó a
su fin en 1895 en que por primera vez hubo superávit. México pudo colocar emisiones y
bonos en los mercados internacionales y el presupuesto público, de 7 millones en 1896,
llegó a ser casi de 24 en 1906.
Sin embargo, en los últimos años, la ley de baldíos y la huella especulativa del
ferrocarril sometió también al despojo y al agravio a una franja agraria más reciente
pero no menos reacia a la modernización que los campesinos morelenses. La
especulación provocada por el auge de las inversiones mineras y agropecuarias —
generalmente extranjeras— les quitó tierras. En el norte, el afianzamiento de nuevas
oligarquías regionales, les quitó independencia política y autonomía municipal.
Bajo los escombros y los muertos, las huelgas de Cananea y Río Blanco definieron la
incapacidad porfiriana para digerir intentos modernos de organización y lucha sindical.
Ante estos hijos de su propio desarrollo, los nuevos grupos de trabajadores que
aparecían en las avanzadas productivas de la vieja sociedad, el establecimiento
porfiriano no parecía tener más respuesta que intolerancia y represión.
Fue en 1908, que los intereses comerciales norteamericanos en México estaban cada vez
menos dispuestos a tolerar la colaboración antinorteamericana del gobierno mexicano
con Pearson (compañía petrolera inglesa) y muy pronto prevaleció la opinión de que la
única
manera posible de ponerle punto final a esa colaboración era mediante un cambio de
gobierno en México".
En lo político, fue desde la entrevista con Creelman en junio de 1908, en la que Díaz
mencionó que México estaba listo para la democracia y que acogería como una
bendición del cielo el nacimiento de un partido de oposición, que el horizonte de la
oposición fue ocupado por la figura del general Bernardo Reyes, antiguo ministro de
Guerra.
Madero fue una grieta, imperceptible al principio. En junio de 1910, Madero salió de la
ciudad de México, esta vez como candidato antirreleccionista a la presidencia de la
República. Tras ser encarcelado y escaparse, redactó el Plan de San Luis: declaraba
nulas las elecciones, ilegítimo el régimen derivado de ellas y espurios a los nuevos
representantes populares; otorgaba a Madero el carácter de presidente provisional de los
Estados Unidos Mexicanos y convocaba a la insurrección. En mayo de 1911 las
consecuencias de esa convocatoria habían abierto las puertas a una nueva época
histórica de México.
El Plan de Ayala, anti-maderista, promovido por Emiliano Zapata y Pascual Orozco, era
el programa por excelencia de la rebelión campesina y la lucha agraria de México.
Mientras que en el pacto roto del sur, los zapatistas (movimiento combatido desde el
porfirismo y que el mismo Madero describía como bandas irreductibles de la
ignorancia, la crueldad analfabeta y "ese amorfo socialismo agrario", que solo cometían
mas que vandalismo siniestro, en su informe al Congreso del l de abril de 1912)
continuaban su guerra, y en el norte volvía a poblarse de bandas rebeldes; Carranza
encontró el delgado hilo de la historia en la decisión de romper con Huerta para erigirse,
por ese sencillo acto, en depositario de la constitucionalidad asaltada, lo que le permitió
convocar a la nación a derribar al "gobierno usurpador" de la ciudad de México.
A fines de marzo de 1913, se habían configurado ya los ejes de la nueva rebelión que
esta vez habría de destruir al ejército porfirista: el invariable frente zapatista en el sur y
el centro de México. El 18 de abril de 1913, en Monclova, representantes de todas las
fuerzas norteñas reconocieron al Plan de Guadalupe como guía común, y vino entonces,
como una plaga de quince meses, la llamada "revolución constitucionalista". Entre
marzo y abril quedó limpio de federales el estado de Sonora. Villa tomó entonces,
Chihuahua, Torreón y Ciudad Juárez; Zapata tomó Morelos, Puebla, Tlaxcala y
Guerrero. Obregón tomó Culiacán, Nayarit y Jalisco; para 1914 Villa coronó su
campaña con la toma de Zacatecas el 23 de julio de 1914, al frente de un ejército de 16
mil efectivos, al que se había incorporado ya el estratega Felipe Ángeles.
El año de 1915 fue: el año de la definición de la guerra civil con la derrota de los
ejércitos villistas y zapatistas, los ejércitos campesinos de la revolución; el año de la
precariedad y la destrucción, donde la autoridad es tan volátil como la moneda y las
transacciones menudas en la ciudad de México se hacen con boletos del tranvía; el año
de las emigraciones masivas: a los ejércitos o a las fronteras, del campo convulso a las
ciudades relativamente protegidas en un proceso que hincha y disloca a la ciudad de
México, Veracruz, Guadalajara, Monterrey; es el año por excelencia en que batallas,
epidemias y migraciones alteran profundamente la demografía del país, que registra la
desaparición
de un millón de mexicanos en la década de la guerra revolucionaria; además, es el año
del triunfo del jacobinismo norteño, una nueva y vigorosa oleada de abolición y
escarnio del viejo México católico; y es el año del carrancismo que también es
anticlericalismo. De los resultados que trajeron estos años, y el Congreso exclusivo sólo
para carrancistas, que organizó Carranza en 1916 siendo el Primer Jefe, encargado
todavía del poder ejecutivo fue: la Constitución Mexicana de 1917. Su intervención
añadió en arduos debates los compromisos de una legislación laboral (artículo 123),
una educación obligatoria y laica (artículo 3), una legislación agraria, que dio pleno
dominio a la nación sobre el subsuelo y sus recursos naturales y sometió la propiedad a
las modalidades que dicte el interés público (artículo 27): no sólo una constitución
política sino también una constitución social que grabó en la perspectiva del nuevo
Estado las realidades estructurales que la violencia había sacado de los sótanos del
Porfiriato.
Luego del triunfo militar, y de bastante descontento popular debido a que Carranza dejó
sus promesas agrarias sobre el papel, sumado a un notable descenso en el nivel de vida,
la inseguridad, la fuerte crisis económica, hambre y escasez; la política de Carranza se
enfiló a la restauración. Primero que nada, en la composición misma de la burocracia y
sus consejeros. Carranza sabía del gobierno y de sus refinamientos jurídicos y
administrativos, requería y estimaba la cercanía de hombres versados en el dédalo
burocrático y diplomático, la astucia legal y el talento parlamentario.
En la noche del 21 de mayo de 1920 fue asesinado Carranza, tras una avalancha de
derrotas, (dado que Álvaro Obregón tenía ganado el ejército y la simpatía de los
políticos activos de la nación) en Tlaxcalantongo, una pequeña aldea de la sierra, donde
dormía protegido por la única solidaridad restante de un puñado de seguidores
irreductibles. Fue enterrado cuatro días después en la ciudad de México en una tumba
de tercera clase, la mañana del día en que, por la tarde, el Congreso eligió presidente
sustituto a Adolfo de la Huerta, cabeza civil de la rebelión aguaprietista y primero en la
lista de cuatro presidentes sonorenses que el México posrevolucionario habría de tener
en los siguientes catorce años.
Para el momento en que el memorable paisanaje sonorense ocupó por vez primera la
silla presidencial, la guerra y sus secuelas — epidemias y emigración— se habían
llevado del territorio mexicano a 825 mil habitantes.
Desde el triunfo de Agua Prieta hasta 1934 con la elección de Cárdenas, surgieron los
años que trajeron relativa pacificación e institucionalización. La estabilidad trajo
reactivación económica. La riqueza producida en el país creció a menos del uno por
ciento anual entre 1920 y 1925 pero en el quinquenio siguiente, bajo la presidencia de
Calles dio un salto considerable hasta el 5.8 por ciento anual y el país acudió al inicio de
su siguiente transformación territorial decisiva. o. La depresión estadunidense y el
pánico mundial de 1929, afectaron ese impulso y se tradujeron en los primeros años
treinta en un nuevo crecimiento negativo, con un fuerte impacto adverso sobre la
exportación de minerales y petróleo, tradicionales fuentes de divisas de la economía
mexicana.
Pero se ocuparon de trabajar y decir que la revolución ya se había acabado y era tiempo
de la reconstruir y hacer crecer al país. El gobierno de Plutarco Elias Calles marcó el
arranque de un nuevo tipo de Estado activo, promotor e intervencionista cuyas
iniciativas mayores fueron la fundación en 1925 de una banca central, el Banco de
México, y de una banca oficial de fomento, el Banco de Crédito Ejidal fundado en 1927.
En 1929, se fundó el Partido Nacional Revolucionario (PNR), el establecimiento de la
autonomía universitaria, la negociación que aplacó la guerra cristera y la última rebelión
militar del México contemporáneo que supuso el tránsito definitivo del ejército al
ámbito institucional. En ese año clave de la historia de México, Martín Luis Guzmán
publicó La sombra del caudillo, se instaló la XEW, primera radiodifusora comercial de
México. Los primeros años treinta trajeron la iniciación del cine sonoro en México y de
Rufino Tamayo en los muros públicos, la conversión vaticana de la Virgen de
Guadalupe en Patrona de América Latina, el lanzamiento de la escuela socialista y la
altiva vocación
gubernamental de apoderarse de la conciencia infantil de México mediante la
implantación de la escuela socialista.
Cuando una comisión de obispos pidió audiencia para expresarle su inconformidad por
la severidad de las leyes antirreligiosas, el presidente contestó que a su juicio sólo
quedaban a los prelados dos caminos: "El congreso o las armas". Fueron al congreso,
con una petición de derogar las leyes firmadas por más de dos millones de católicos
mexicanos. El 21 de septiembre de 1926 la petición fue rechazada por el Congreso. El
otro camino se abrió entonces para decenas de curas radicales y sus huestes campesinas
y urbanas.
Regresando otra vez a las relaciones políticas y comerciales de la época, y sobre todo
con Estados Unidos. En 1927, Dwight Morrow, abogado y miembro de la firma
bancaria J. P. Morgan and Company, cuya tarea como nuevo embajador, se le dijo, era
lograr un modus vivendi con Calles, sobre todo en relación con el problema petrolero.
Era ésa justamente la política que Morrow deseaba poner en marcha, porque sólo así
podría México continuar con el pago de su cuantiosa deuda externa, en la que J. P.
Morgan tenía interés directo. Para Morrow había dos tareas inmediatas: hacer patente al
gobierno mexicano que la negociación debía sustituir a la defensa de posiciones
intransigentes, y convencer a los petroleros y a los cristeros de lo mismo.
Otro de los problemas internacionales que debió de enfrentar la Revolución desde sus
inicios fue la constante reclamación de las grandes potencias por los daños que la lucha
civil causaba en las personas y las propiedades de los extranjeros. A este tipo de
reclamos se unió otro en contra de acciones directas del gobierno, tales como
expropiaciones, incautaciones, préstamos forzosos, etc. El conjunto de las
reclamaciones ascendía a cifras estratosféricas.
Cuando Lázaro Cárdenas fue designado candidato presidencial por el partido del
gobierno, pese a su juventud, ya era uno de los divisionarios más importantes del
ejército. Su carrera militar había sido hecha, básicamente, en campaña y no en la
política; conocía bien al ejército y tenía una posición sólida dentro del mismo. Para
1933 contaba en su haber con 24 hechos de armas importantes además de acciones
menores y había sido comandante de varias jefaturas de operaciones. Por lo demás, no
era un neófito en política pues había sido gobernador de Michoacán y presidente del
PNR. No era miembro del grupo original de jefes revolucionarios. Era más joven y se le
veía ya como de una nueva generación.
Desde el primer momento, empezaron a surgir tensiones dentro del nuevo gobierno.
Finalmente estallaron debido en gran medida a la ola de huelgas que se desató tras la
toma de posesión de Cárdenas y a la actitud benigna que ante las mismas adoptó el
presidente. En diciembre de 1934 Calles rompió su silencio y advirtió contra la
"agitación innecesaria". Pero el ambiente no se calmó. Al inicio de 1935 había
problemas con ferrocarrileros, electricistas, telefonistas, petroleros y cañeros, entre
otros. El Congreso desarrolló con rapidez dos alas políticas, tal como al inicio del
gobierno de Ortiz Rubio: una minoría identificada con la izquierda y con Cárdenas; otra
mayoritaria, no adherida abiertamente a ninguna tendencia ideológica pero identificada
con Calles.
La desaparición de Calles y su grupo del escenario político logró que las aguas de la
política volvieran a su cauce normal. La institución central del sistema político
mexicano, la presidencia, asumió plenamente el papel rector que habría de caracterizarla
crecientemente por las siguientes décadas. El gabinete nombrado por el Presidente el 19
de junio era realmente suyo.
Hasta 1934 los grandes terratenientes habían mantenido una posición privilegiada,
gracias no a su poder propio sino a la tolerancia del nuevo régimen. Con Cárdenas la
tolerancia llegó a su fin. La alianza de vastos núcleos campesinos con el gobierno de la
revolución debía ser pagada, y el pago sólo pudo hacerse a costa de la hacienda. La
reforma agraria se aceleró notablemente a partir de 1935 y el nuevo reparto no tocó sólo
la periferia, sino el corazón mismo de la agricultura comercial. La CTM, organizada a
principios de 1936, junto con la CNC se convirtió en un pilar del cardenismo, aunque la
base no llegó a mostrar la incondicionalidad del movimiento campesino.
Entre 1935 y 1940 el producto interno bruto creció en 27 por ciento, aunque en 1938 la
economía se estancó. La expropiación petrolera de ese año no sólo afectó a las
exportaciones de combustibles, sino que, por la represalia internacional, arrastró tras de
sí también las ventas de minerales y creó un clima de desconfianza que prácticamente
detuvo las inversiones en buena parte del sector privado de la economía. El gobierno de
Cárdenas llevó la reforma agraria muy lejos, pero la destrucción de la hacienda tuvo un
efecto económico negativo inmediato y la producción agrícola comercial prácticamente
se estancó en 1937. Sin embargo, el valor de la producción manufacturera en el sexenio
creció en 53 por ciento, más del doble que la economía en su conjunto.
Fue el presidente Cárdenas quien por primera vez empleó el gasto público
primordialmente para alentar el desarrollo económico y social del país. En promedio,
durante el sexenio cardenista los egresos se distribuyeron en la siguiente forma: 44 por
ciento a gastos burocráticos, 38 por ciento a objetivos de desarrollo económico
(carreteras, irrigación, crédito y otros similares) y el 18 por ciento a gastos de tipo social
(educación, salubridad, etc.).
La reorganización formal del PNR tuvo lugar en 1938. La idea se había planteado
públicamente por primera vez en el informe presidencial de 1936, Al finalizar marzo de
1938, en medio de la movilización general creada por la expropiación petrolera, se
transformó al PNR en el Partido de la Revolución Mexicana (PRM), surgido como una
coalición de sectores: el sector campesino, representado primero por las ligas de
comunidades agrarias y por la CCM y, tras la disolución de ésta, por la CNC; el sector
obrero, constituido por la CTM, la CROM, la CGT y los dos grandes sindicatos de
industria afiliados a las centrales: el minero y el de electricistas; el sector popular, que
se
identificó de inmediato con la burocracia y el sector militar, donde quedaron incluidos
de hecho, todos los miembros de las fuerzas armadas.
Con este equipaje ideológico a cuestas, los "gobiernos de la revolución" viraban a partir
de los años cuarenta, hacia la decisión central de industrializar el país por la vía de la
sustitución de importaciones, lo que desplazó duramente el centro de gravedad
tradicional de la sociedad mexicana, del campo a la ciudad. Los incipientes burgueses
mexicanos — industriales, comerciantes y banqueros—, afianzaron su primacía y con el
tiempo volvieron a dar cabida al socio extranjero; tanto, que ya en los años sesenta
empezó a ser manifiesta, como en el Porfiriato, la dependencia industrial mexicana del
capital y la tecnología extranjeras, en particular las de origen norteamericano.
Creció después la convicción dominante que habría de regir las relaciones con el sector
privado por varias décadas: el Estado debía dedicarse a crear y mantenerla
infraestructura de la economía, intervenir lo menos posible en las áreas de producción
directa para el mercado y abordar sólo aquéllas donde la empresa privada se mostrara
desinteresada y temerosa o fuera incapaz de mantener una presencia adecuada. Poco a
poco, pese a las protestas empresariales, la práctica estatal y las deficiencias
empresariales privadas cuajaron lo que se dio en llamar un sistema de "economía
mixta", en persistente estado de conflicto y negociación del Estado-empresario con la
burguesía nacional, cada vez más consolidada.
Dentro de la relativa permanencia de los rasgos originales del sistema político heredado
del cardenismo, la Presidencia quedó afianzada definitivamente como la pieza central de
ese sistema. Ni el congreso ni el poder judicial recuperaron el terreno perdido hasta
1940, y la autonomía de los estados siguió tan precaria como antes.
El PRM como tal dejó de existir en 1946, pero su transformación, como la anterior, fue
ordenada e indolora; abandonó el nombre y los programas que lo ligaban con la época
cardenista para transformarse en el actual Partido Revolucionario Institucional (PRI),
con cambios interesantes en sus estatutos y programas, pero muy pocos en sus
estructuras reales.
Para cerrar el ciclo de esa decisiva transformación de la posguerra, buena parte del
capital y la tecnología de la industrialización mexicana vinieron también del norte. En
1940, la inversión extranjera directa apenas llegaba a los 450 millones de dólares, para
1960 superaba los mil millones, para la segunda mitad de los años setenta llegó a los 4
mil 500
y en los ochenta superó los 10 mil millones.
Fue hasta a principios de los años setenta, habiendo México pasado ya por una época de
constante pasar de excedentes a déficits, que una prolongada crisis de la economía
internacional coronó la situación del ya difícil panorama mexicano e hizo más claro aún
que las condiciones favorables del hasta entonces llamado "desarrollo estabilizador", se
habían erosionado y hacía falta otra propuesta.
El sexenio de José López Portillo (1976-1982) habría de probar que ni las más
favorables condiciones del mercado petrolero podrían resolver el problema estructural
de la planta productiva desintegrada y poco moderna del país. Luego de cuatro años de
auge sin precedentes fincados en el ingreso petrolero, el país recayó en una profunda
crisis de financiamiento y producción a partir de 1981, provocada por la caída de los
precios internacionales del petróleo y por los profundos desequilibrios fiscales,
productivos, de comercio y deuda externa.
Pese a las diferencias de forma entre el desarrollo estabilizador y la etapa que se inició
en 1973, se mantuvieron vigentes las pautas básicas de la economía alemanista: seguir
adelante con sustitución de importaciones, mantener las barreras proteccionistas y
revitalizar las inversiones en irrigación, ferrocarriles y energía. Pero esos instrumentos
en efecto habían perdido eficacia. La solución era aumentar por igual el mercado interno
y las exportaciones de manufacturas, es decir, empezar a competir con los grandes
países industriales en su propio terreno con producción que hiciera uso del más
abundante recurso mexicano: mano de obra.
Para 1970, el 35 por ciento de la inversión fija bruta correspondía al sector público, y en
1976 — año en que el sector privado frenó notablemente sus inversiones—, llegó a
representar más del 40 por ciento. Cada vez más, el ritmo de crecimiento de la
economía dependió de las acciones y decisiones del sector público.
En 1971 esta deuda extema del sector público alcanzaba ya una magnitud considerable:
4,543.8 millones de dólares y cinco años más tarde se había casi cuadruplicado, con
19,600.2 millones de dólares. A través de préstamos obtenidos en instituciones
internacionales y bancos privados extranjeros, el gobierno pudo hacer frente al déficit
comercial en aumento, así como a las necesidades de inversión para mantener el ritmo
de crecimiento de la economía. En 1976, año que culminó con una devaluación
estrepitosa
—el peso de devaluó 50 por ciento respecto del dólar— y el establecimiento de una
paridad flotante del peso.
Para cuando Echeverría dejó el poder, se dejó de hablar de "milagro económico". Las
agencias financieras internacionales actuaron en consecuencia. El Fondo Monetario
Internacional (FMI) impuso condiciones al manejo de la economía mexicana (entre
otras un freno al déficit presupuestal y al endeudamiento externo) para poder dar su aval
a los mercados de crédito internacionales.
Sin embargo, faltaba de resolver el problema el problema de fondo más difícil: pese a su
relativa industrialización, México seguía siendo básicamente un país exportador de
productos primarios, vulnerable a las fuerzas externas e incapaz de competir en los
mercados internacionales de manufacturas.
En 1940 México era un país relativamente poco poblado, con 19.6 millones de
habitantes. Desde la Independencia en la segunda década del siglo XIX, su población
había aumentado sólo tres veces, pero a partir de entonces el ritmo se aceleró
vertiginosamente. La primera triplicación entre 1820 y 1940 tardó 120 años, la segunda
sólo 35, porque en
1975 México tenía ya más de 60 millones de habitantes y al iniciarse el decenio de los
ochenta había más de 70 millones de mexicanos. En 1984, la zona metropolitana de la
ciudad de México. México perdió su naturaleza campesina. La necesidad de crear
empleos para la ola de jóvenes que cada año ingresaban al mercado de trabajo —entre
700 y 800 mil al iniciarse los años ochenta— se volvió una inaplazable urgencia
nacional.
Entre 1940 y 1980 los grupos empresariales aumentaron su poder en una proporción
mayor que el resto de los actores políticos. Sin un control directo todavía de la cosa
pública, han alcanzado un gran poder de veto sobre las iniciativas de la llamada "clase
política", encabezada por el presidente. Ahora bien, la sorpresiva nacionalización de la
banca privada —el corazón de la burguesía financiera— en 1982, mostró que frente al
poder concentrado del Estado, el veto de la élite empresarial no funciona. Según este
punto de vista los grupos de interés del sector empresarial —como el llamado "grupo
Monterrey" o "grupo Televisa"— emergían como actores políticos cada vez más
decisivos.
Por lo que hace a las estructuras políticas formales, el partido oficial cambió de nombre
en enero de 1946, dejó de ser Partido de la Revolución Mexicana para volverse la
inescapable contradicción de conceptos que lo distingue desde entonces: el Partido
Revolucionario Institucional (PRI). En 1946, al concluir el periodo de Ávila Camacho,
tres líderes de la oposición se enfrentaron a Miguel Alemán, el candidato oficial. De
ellos, sólo uno —Ezequiel Padilla—, tuvo alguna importancia por haber sido hasta casi
el último momento un miembro prominente de la élite política. El cómputo oficial de la
elección, dio el 77.9 por ciento de los votos a Miguel Alemán y sólo el 19.33 por ciento
a Padilla. El PDM impugnó de inmediato la victoria oficial como un claro producto del
fraude, pero ninguna fuerza política importante y decisiva lo apoyó.
La crisis política de 1968 no pareció tener ningún reflejo en las cifras electorales
oficiales de 1970. El candidato del PRI, Luis Echeverría, también secretario de
Gobernación del gobierno saliente, obtuvo el 84 por ciento de la votación en tanto que
Efraín González Morfín, abanderado del PAN, recibió el 14 por ciento.
El control del movimiento obrero por las centrales y los sindicatos nacionales de
industria, ha sido uno de los cimientos históricos de la estabilidad política de México a
partir de la Revolución. Pero no ha sido un control fácil ni garantizado de antemano,
como bien lo demostró la disonancia obrera de 1958-1959, particularmente en los
ferrocarriles.
Entre 1965 y 1970 el déficit del gobierno federal fue de 20 por ciento; en 1966, por
ejemplo, el 32 por ciento de la inversión pública debió financiarse con recursos externos
ante la insuficiencia de la recaudación fiscal. El Estado Mexicano no captaba entonces
recursos internos por más del 10 por ciento del producto nacional bruto, proporción
notablemente baja aún para los niveles latinoamericanos de baja tributación. En la
exposición de motivos de la Iniciativa de Ley de Ingresos de la Federación para 1971, se
decía explícitamente que había llegado el momento de "financiar preponderantemente el
gasto público a través del sistema tributario, poniendo especial énfasis en la
modernización de su manejo". Se preparaba así el terreno para una reforma fiscal de
fondo. La parte sustantiva de esta reforma, según sus formuladores, debería poner fin al
anonimato de los tenedores de acciones para poder calcular el ingreso real por las
personas físicas, globalizar sus ingresos y determinar sobre esa base el monto del
impuesto sobre la renta. Nunca, en la historia mexicana, se había propuesto el Estado
extraer de las capas altas una contribución tan alta y de manera permanente. El sector
empresarial reaccionó contra la medida con más vigor del esperado. En enero de 1971 la
Confederación Patronal de la República Mexicana (COPARMEX) entregó al presidente
una nota quejándose de no haber sido previamente consultada y describiendo las
proyectadas reformas como incongruentes y excesivas. A partir de ese momento, las
relaciones entre el gobierno de Echeverría y la gran empresa privada se volvieron tensas
y habrían de terminar, como se verá adelante, en un enfrentamiento abierto.
Para 1947 la estrecha —aunque forzada— colaboración que tuvieron durante la guerra
Estados Unidos y la Unión Soviética, se había transformado en un abierto
enfrentamiento que desembocó en la llamada "guerra fría". El sistema internacional se
dividió en dos bloques y México quedó inscrito, queriéndolo o no, dentro del
autodenominado "mundo libre", con Estados Unidos a la cabeza. Aunque no se unió a
sus alianzas en la guerra, por ejemplo, apoyándolo en la guerra de Corea.
En 1941, México y Estados Unidos firmaron un acuerdo para que los aviones de guerra
de cada uno de ellos pudieran utilizar los aeropuertos del otro cuando lo cruzaran en
tránsito. Eran facilidades a los norteamericanos en su esfuerzo por proteger el Canal de
Panamá. Se empezaron a negociar también acuerdos para la compra de materiales
estratégicos mexicanos, pero el problema petrolero bloqueaba el camino hacia una
cooperación más amplia.
La guerra también permitió que México reestableciera relaciones con dos de las grandes
potencias aliadas: Gran Bretaña —rotas desde 1938 a raíz de la expropiación petrolera
— y la Unión Soviética, suspendidas desde 1931. Sin problemas para nadie, México
pudo así ser miembro activo del pacto de las Naciones Unidas.
En 1980, en medio de la euforia del petróleo, el gobierno del presidente López Portillo
pudo responder a las presiones norteamericanas para que México se uniera al GATT,
orquestando un gran debate nacional en donde se rechazó la idea por considerarla
producto de las presiones imperialistas y contrarias al interés nacional.
Una visión de conjunto de los últimos cuarenta años de la historia mexicana podría
reconocer en ellos dos tiempos o dos ritmos. El primero, que hemos llamado del milagro
mexicano, va de 1940 a 1968 y está caracterizado por una notoria estabilidad política y
un notorio crecimiento económico; el segundo, que va de 1968 a 1984, habría que
llamarlo el de la transición mexicana, una transición de orden histórico que reabre la
pregunta sobre la duración y el destino del sistema político e institucional derivado del
pacto social que conocemos como Revolución Mexicana.
Por lo que toca al crecimiento económico, los años que van de 1940 a 1968 son los de la
construcción de la base industrial "moderna" del país, los años en que se acelera la
sustitución de importaciones, la supeditación de la agricultura a la industria, la
urbanización, el crecimiento sostenido del 6% anual en promedio, la estabilidad
cambiaría y el equilibrio de precios y salarios. Son también los años de plena vigencia
de un acuerdo central del sistema: la armonía básica entre la élite política y la élite
económica, la apuesta por la construcción de un sector industrial, comercial y financiero
mexicano.
Al lado de una industria que crecía más rápido que el promedio general de la actividad
económica, que a su vez era casi el doble que el crecimiento demográfico, surgió un
poderoso sector bancario alrededor del cual, y bajo su sombra, se cobijaron importantes
grupos manufactureros y comerciales. México se hizo cada vez más una sociedad
urbana.
Los empresarios y banqueros mexicanos habían tenido siempre voto de calidad y oídos
de seda para sus demandas en el seno del Estado. En los años setenta aprendieron a
regatear decididamente en público lo que no les era concedido amigablemente en
privado.
El litigio social de la primera mitad de los años setenta tuvo, como siempre, expresión
acabada con el discurso presidencial. La tradición que alimentó el tono echeverrista fue
el molde polémico de los primeros años de Calles y Cárdenas, con la incorporación
persistente de las secciones de autocrítica, diálogo y apertura, demandas inequívocas del
68, así como de la retórica tercermundista. Esta transformación del lenguaje público fue
una sorpresiva oxigenación del ambiente y tuvo su propuesta más socorrida en la
continua exhortación de gobierno y sociedad a la apertura política.
Sin embargo, la verdadera eficacia política de la apertura echeverrista vino por otros
carriles. Hizo su efecto mayor como hecho burocrático, presupuestal e ideológico.
Colmó las expectativas sectoriales de los núcleos de protesta del 68: líderes
estudiantiles, universidades y centros de altos estudios, abanderados progresistas de las
clases medias e intelectuales críticos.
Así es, que, después de tanta agitación, y de una explosión social que nunca llegó, que
llega Miguel de la Madrid. La sola enunciación de su proyecto mostraba sus bondades
y, también, su desmesura. Siete tesis lo habían resumido durante la campaña electoral
de
Miguel de la Madrid: 1) nacionalismo revolucionario, 2) democratización integral, 3)
sociedad igualitaria, 4) renovación moral, 5) descentralización de la vida nacional, 6)
desarrollo, empleo y combate a la inflación, 7) planeación democrática.
En diciembre de 1984, a dos años de puesto en práctica ese proyecto, podían resumirse
sus logros diciendo lo siguiente: no había más sino menos nacionalismo revolucionario
y nacionalismo a secas; el país, mucho más que nunca en años anteriores, miraba al
norte y pensaba en dólares. La democratización integral había empezado por no
manifestarse en su ámbito por excelencia que son las elecciones: los ciudadanos habían
asistido durante las elecciones locales de 1984 a 1986 al retorno de la manipulación y el
fraude electoral.
Visto en su conjunto, el gobierno lamadridiano parecía tener dos rostros que quería
complementarios. Uno miraba hacia el futuro con voluntad reformista; el otro, hacia el
pasado, con el ánimo restaurador.
El recurso distributivo por excelencia del modelo estatal mexicano también alcanzó un
techo y un declive. El gasto público de interés social, que había venido cayendo desde
los setenta como porcentaje del producto nacional, a partir de 1982 sufrió una caída en
su monto per cápita —en los ochenta cada mexicano recibió menos dinero por cabeza
del gasto social del estado: una cuarta parte menos en inversión para la salud, una
tercera parte menos en inversión educativa.
Por si fuera poco, al agudo proceso inflacionario mexicano de los ochenta —que de por
sí enriquece a quien tiene y empobrece a quien no— la desigualdad mexicana de fin de
siglo sumó extraordinarias ventajas:
En cuanto a la relación bilateral con EUA, fue la compatibilidad básica de los esquemas
que para la economía propusieron De la Madrid y Reagan lo que permitió que la tensión
generada en el campo político-diplomático no se tradujera en un conflicto mayor. Pese
al enorme costo social, el gobierno mexicano se empeñó en mantener puntualmente su
pago de intereses y capital de una deuda externa enorme y cuyo monto con el paso del
tiempo no disminuía sino aumentaba. La administración de Washington, por su parte,
respaldó las peticiones mexicanas de nuevos préstamos hechas a los organismos
financieros internacionales —Fondo Monetario Internacional y Banco Mundial— en
donde la voz de los representantes norteamericanos era decisiva
Las elecciones de julio, tuvieron efectos políticos directos en otros ámbitos. Primero,
reformaron de hecho al presidencialismo mexicano, cortándole facultades y creándole
contrapesos. Le quitaron, por lo pronto, la facultad de emprender reformas
constitucionales sin anuencia de la oposición, al configurar una cámara de diputados en
que el PRI tuvo 260 de 500 escaños. Ya que las reformas constitucionales requieren la
aprobación de dos terceras partes del Congreso —unos 332 diputados— en adelante el
presidente debería mantener cohesionados todos sus votos y convencer a más de 70
miembros de la oposición para lograr alguna.
Segundo, equilibraron las relaciones del poder ejecutivo con el legislativo, volviendo a
éste una instancia capaz de oponerse y hasta de derrotar las iniciativas presidenciales.
La precaria mayoría priísta en el congreso podía en adelante ganar pero no avasallar,
imponerse pero no aplastar.
Ahora bien, en este punto llega Carlos Salinas de Gortari a la presidencia. El nuevo
planteamiento de México a sus acreedores externos fue la reducción de un 50% de la
deuda con los bancos comerciales —que ascendía a unos 55 mil millones de dólares—,
una baja en las lasas de interés y la garantía de nuevos y sustanciales financiamientos
durante los siguientes cinco años.
Así las cosas en el corto plazo, con tazas muy altas en lo interno y teniendo que
negociar constantemente con los bancos para evitar corridas bancarias; entonces, el
gobierno emitió en el último día de mayo su propuesta de mediano y largo plazo: el
Plan Nacional de Desarrollo 1989-1994.
Los cambios conceptuales propuestos por el PND empezaban por sostener una idea del
Estado distinta a la que ha regido en México desde los años treinta: la estabilidad
política corporativa y autoritaria, la industrialización protegida de sustitución de
importaciones, la expansión del gasto público y del Estado sobre las omisiones sociales
y productivas de la sociedad. Es decir, el modelo de crecimiento hacia adentro que dio
tan buenas cuentas hasta que empezó a rendirlas tan malas.
Con el PND, vinieron distintos programas sociales, entre ellos: el primero era el
compromiso estatal de enfrentar el rezago social acumulado, que el PND llamó Acuerdo
para el Mejoramiento Productivo del Nivel de Vida; el segundo programa se refería a la
reforma política democratizadora que las elecciones de julio de 1988 pusieron a la orden
del día y que el PND llamó Acuerdo para la Ampliación de Nuestra Vida Democrática.
Como resumen o ideas paralelas a lo sucedido en las últimas décadas desde los 60’s
hasta los 90’s, podemos visualizar tres distintos actores:
Si uno quisiera describir sintéticamente lo que ha pasado con las clases medias en los
últimos cuarenta años de México, tendría que decir que el manejo de su conducta y de
su ideología empezar a ser materia de las universidades, el consumismo, la
comunicación masiva y la burocracia estatal. Es quizás uno de los movimientos
profundos decisivos de la sociedad; a partir de la industrialización de los años cuarenta
y cincuenta se ha ido constituyendo una nueva mayoría social proletaria.
Otro notable actor son los partidos políticos. Han pasado en estos cuarenta y cuatro
años de la oposición leal al horizonte bipartidista. No hay mucho que agregar a esto. El
pluripartidismo mexicano fue siempre una especie de mascarada indispensable, una
forma de vestir a la realidad casi dictatorial del partido dominante, el partido del Estado.
Un escenario clave donde ha sido ganada la lucha por el fortalecimiento del sistema de
partidos y la democratización es la opinión pública, que dejó de tener en la prensa y en
el cine sus medios formativos por excelencia, y empezó a tenerlos, a partir de los setenta
y durante los ochenta, en la radio y la televisión.
En cuanto a la Iglesia Católica. A partir del ascenso al poder de Juan Pablo II y su visita
a México en 1978, ha empezado a perfilarse en el país una nueva Iglesia activista, una
Iglesia que, en palabras del obispo de Hermosillo Carlos Quintero Arce, debería intentar
en México "la vía polaca". Esto es, que la Iglesia mexicana, tal como la polaca, se
vuelva un polo de organización de la sociedad civil, para hacerle frente a un Estado muy
ramificado y amplio pero que, como el Estado polaco, parece tener amplias zonas de
ilegitimidad, falta de credibilidad, penetración y apoyo en la sociedad.
Sobre la Relación con EUA. La relación con Estados Unidos toca también una cuestión
central que debiera revisarse a fondo: el tema del nacionalismo mexicano, que quiere
decir, fundamentalmente, una lucha por conservar identidad y autonomía frente a
Estados Unidos.
Sobre La Transición. Resulta una paradoja histórica de gran densidad el hecho de que
las exigencias objetivas de la producción, el desarrollo económico y la pluralidad social
estén golpeando las únicas fórmulas conocidas que tienen la sociedad y el Estado para
manejarse y para organizarse. Ese es el conflicto en profundidad que caracteriza nuestra
transición, una transición que, sin embargo, va cayendo cada vez más del lado de allá,
de lo que ya viene, y cada vez menos del lado de acá, de lo que está dejando de ser. No
se trata ciertamente de un proceso de días ni de semanas, sino de años y a lo mejor de
décadas, pero la sociedad mexicana acude al término de un acuerdo fundamental
consigo misma, un verdadero cambio de época que hace convivir en nosotros a la vez el
desconcierto y la necesidad de cambio, el peso inerte del pasado y el clamor imantado e
indefinido del futuro.