Análisis Histórico Del Análisis de Sistemas-Mundo (Wallerstein, 2004)

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capítulos 2 a 4 discutimos los mecanismos concretos del sistema-mundo moderno.

Y es sólo
en el capítulo 5, el último, que discutimos el futuro posible al que nos enfrentamos y por
ende, nuestras realidades contemporáneas. Algunos lectores preferirán dirigirse directamente
al capítulo 5, y convertirlo en su capítulo 1. Si he estructurado mi argumentación de la
manera en que lo he hecho es porque creo firmemente que para entender el análisis de 17
sistemas-mundo el lector (incluso el joven y principiante) necesita "impensar" mucho de lo
que ha aprendido de la escuela primaria en adelante, reforzado cotidianamente por los medios
de comunicación masivos. Es sólo mediante la confrontación directa de cómo hemos llegado
a pensar del modo en que lo hacernos como podemos comenzar a liberarnos para pensar de
maneras que, creo, nos permitan analizar de forma más coherente y útil nuestros dilemas
contemporáneos.
Los libros son leídos de distintas maneras por personas distintas, y supongo que cada
uno de los tres grupos de lectores a quienes está dirigido este libro lo leerá de manera
diferente. Sólo puedo esperar que cada grupo, cada lector individual, lo encuentre de utilidad.
Ésta es una introducción al análisis de sistemas-mundo. No tiene la pretensión de ser una
summa. El libro intenta cubrir todo el espectro de temas, pero sin duda algunos lectores
entenderán que faltan ciertos elementos, otros se encuentran sobre-valuados y, desde ya,
algunos de mis argumentos son, simplemente, erróneos. El libro se plantea como una
introducción a un modo de pensar, siendo por ende también una invitación a un debate
abierto, del que espero participen los tres públicos.

1. Orígenes históricos del análisis de sistemas mundo: de las disciplinas de las ciencias
sociales a las ciencias sociales históricas

El análisis de sistemas-mundo se originó a principio de los años setenta corno una nueva
perspectiva acerca de la realidad social. Algunos de sus conceptos habían estado en uso
durante largo tiempo y otros eran nuevos o al menos no habían recibido un nombre hasta el
momento. Los conceptos sólo pueden entenderse dentro del contexto de su tiempo. Esto es
más cierto todavía en lo que respecta a perspectivas cuyos conceptos adquieren significado
primariamente en relación con los demás, según el modo en que todos se combinen en un
enfoque. Las nuevas perspectivas, además, por lo general se entienden mejor si uno las
considera como una protesta contra otras anteriores. Las nuevas perspectivas sostienen
siempre que las antiguas, las que gozan de mayor aceptación en su momento, son por un lado
significativamente inadecuadas, erradas o tendenciosas, y por el otro que se convierten más
en una barrera para la comprensión de la realidad social que en una herramienta para
analizarla.
Como cualquier otra perspectiva, el análisis de sistemas-mundo se construyó sobre la
base de argumentaciones y críticas previas. En cierto sentido, prácticamente ninguna
perspectiva puede ser enteramente nueva. Por lo general, siempre hay alguien que ha dicho ya
algo similar algunos decenios o incluso siglos antes. Por ende, cuando decimos que una
perspectiva es nueva, esto bien puede sólo significar que por primera vez el mundo está listo
para considerar seriamente las ideas que encarna, y que, además, tal vez dichas ideas han sido
reformuladas de manera tal que resultan más convincentes y accesibles a un número mayor
de personas.
La historia de la emergencia del análisis de sistemas-mundo está imbricada en la
historia del sistema-mundo moderno y las estructuras de saber que se desarrollaron como
parte de ese sistema. Es por demás útil rastrear los comienzos de esta historia particular no en
los años setenta sino a mediados del siglo XVIII. La economía-mundo capitalista había
existido ya por espacio de dos siglos. El imperativo de la incesante acumulación de capital

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había generado una necesidad de cambio tecnológico constante, y una constante expansión de
las fronteras (geográficas, psicológicas, intelectuales, científicas).
Surgió, corno consecuencia, la necesidad de saber cómo sabemos y debatir acerca de
cómo debemos saber. La afirmación milenaria según la cual las autoridades religiosas se
arrogaban el ser la única vía de saber la verdad venía siendo desafiada en el sistema-mundo
moderno hacía tiempo ya. Las alternativas seculares —esto es, no religiosas— recibían cada
vez mejor aceptación. Los filósofos se prestaban a dicha tarea, sosteniendo que los seres
humanos podían adquirir saber mediante el empleo de su intelecto, en oposición a la
recepción de una verdad revelada por medio de autoridades o textos religiosos. Filósofos tales
como Descartes y Spinoza —al margen de las diferencias entre uno y otro— buscaban relegar
el saber teológico a un rincón privado, separado de las principales estructuras del saber.
Mientras los filósofos desafiaban los dictados de los teólogos, afirmando que los seres
humanos podían discernir la verdad directamente mediante el uso de sus facultades
racionales, un grupo cada vez más numeroso de intelectuales se manifestaba de acuerdo
respecto de la función de los teólogos, pero argumentaba también que la denominada
intuición filosófica era una fuente de verdad tan arbitraria como la revelación divina. Estos
intelectuales insistían en darle prioridad al análisis empírico de la realidad. Cuando Laplace a
comienzos del siglo xix escribió un libro sobre los orígenes del sistema solar, Napoleón, a
quien presentara el libro, le hizo notar que no había mencionado a Dios una sola vez en su
grueso volumen. Laplace respondió: "No tengo necesidad de tal hipótesis, señor." Estos
intelectuales serían a partir de entonces llamados científicos. No obstante, debemos recordar
que al menos hasta fines del siglo XVIII no había una distinción clara entre ciencia y filosofía
a la hora de definir el saber. En aquellos tiempos, Immanuel Kant encontraba perfectamente
adecuado dar conferencias sobre astronomía y poesía así como también sobre metafísica.
Escribió además un tratado sobre relaciones entre estados. El saber era considerado aún un
campo unificado.
Aproximadamente en ese momento a fines del siglo XVII, ocurrió lo que hoy
denominamos "divorcio" entre la filosofía y la ciencia. Fue por insistencia de quienes
defendían las "ciencias" empíricas que ocurrió este divorcio. Afirmaban que el único camino
a la "verdad" era la teoría basada en la inducción a partir de observaciones empíricas, y que
dichas observaciones tenían que ser realizadas de modo tal que otros pudieran repetirlas
luego y así verificar dichas observaciones. Sostenían que las deducciones metafísicas eran
especulativas y no poseían valor de "verdad". Se resistían, por tanto, a considerarse a sí
mismos "filósofos".
Fue también en esta época, y de hecho en gran parte como resultado de este divorcio,
cuando tuvo nacimiento la universidad moderna. Construida sobre las bases de la universidad
medieval, la universidad moderna es en realidad una estructura diferente. A diferencia de la
universidad medieval, cuenta con profesores pagos, de tiempo completo, que casi nunca son
clérigos y se agrupan no sólo en "facultades" sino también en "departamentos" o "cátedras"
dentro de dichas facultades. Cada departamento afirma ser el lugar de una "disciplina"
particular. Y los estudiantes prosiguen curriculum de estudios que a su vez desembocan en
títulos definidos por el departamento dentro del cual han realizado sus estudios.
La universidad medieval estaba dividida en cuatro facultades: teología, medicina,
leyes y filosofía. Lo que ocurrió en el siglo XIX fue que en casi todas partes la facultad de
filosofía se dividió en cuando menos dos facultades independientes: una que abarcaba las
"ciencias", y otra, los demás teínas, denominados a veces "humanidades", "artes" o "letras" (o
ambos), o bien conservando el antiguo nombre de "filosofía". La universidad institucionalizó
así lo que C. P. Snow denominaría después "las dos culturas". Y ambas culturas estaban en
guerra entre sí, cada una afirmando ser la única, o al menos la mejor, fuente de saber. Las
ciencias ponían el acento en la investigación empírica (incluso experimental) y en la

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comprobación de hipótesis. Las humanidades ponían el acento en la intuición por empatía,
denominada luego comprensión hermenéutica. El único legado que mantenemos hoy de
aquella unidad perdida es que todas las artes y ciencias en la universidad ofrecen como título
más alto el de PhD, doctor en filosofía.*
● En las Universidades estadunidenses los títulos de doctorado son invariablemente
"1'hD" (PtUhsophiaeDoctor), ;i diferencia de las universidades de Hispanoamérica,
cuyos títulos de doctorado llevan siempre por complemento la disciplina a la que
corresponden ("Doctor en Historia", "Doctor en Física", "Doctor en Letras", "Doctor
en Leyes", etcétera) [T.].

Las ciencias le negaron a las humanidades la capacidad de discernir la verdad.


Durante el anterior periodo, del saber unificado, la búsqueda de la verdad, lo bueno y lo bello
estaba intrínsecamente relacionada, cuando no era idéntica. Pero ahora los científicos
insistían en que su trabajo no tenía nada que ver con la búsqueda de lo bueno o lo bello, sino,
simplemente, con lo verdadero. Dejaron la búsqueda de lo bueno y lo bello a los filósofos. Y
muchos entre los filósofos aceptaron esta división del trabajo. Así, la división del saber en
dos culturas devino en la creación de un alto muro divisorio entre la búsqueda de la verdad y
la búsqueda de lo bueno y bello. Esto justificaba la afirmación de que los científicos eran
neutrales frente a los "valores".
En el siglo xix, las facultades de ciencias se dividieron en múltiples campos
denominados disciplinas: física, química, geología, astronomía, zoología, matemática y otras.
Las facultades de humanidades se dividieron en campos tales como filosofía, estudios
clásicos (esto es, griego, latín y los escritos de la antigüedad), historia del arte, musicología,
lenguas nacionales y literatura y los idiomas y literaturas de otras zonas lingüísticas.
La pregunta más compleja era dentro de qué facultad debía posicionarse el estudio de
la realidad social. La urgencia de tal estudio fue puesta en relieve por la Revolución francesa
en 1789 y la agitación cultural que causó en el sistema-mundo moderno. La Revolución
francesa propagó dos ideas bastante revolucionarias. La primera que el cambio político no era
excepcional ni extraordinario sino algo normal y, por ende, constante. La segunda fue que la
"soberanía" —el derecho de un estado a tomar decisiones autónomas dentro de su territorio—
no radicaba en (pertenecía a) un monarca o legislatura sino al "pueblo" quien, por sí mismo,
podía legitimar un régimen.
Ambas ideas ganaron popularidad y fueron ampliamente adoptadas, sin importar los
reveses políticos que sufriera la propia Revolución francesa. Si el cambio político se
consideraba ahora normal y la soberanía radicaba en el pueblo, entonces se convertía en un
imperativo común entender qué era y qué explicaba la naturaleza y ritmo del cambio, y cómo
llegaba, o podía llegar, la "gente" a esas decisiones que se decía tomaba. Éste es el origen
social de lo que más adelante se denominó ciencias sociales.
Pero ¿qué eran las "ciencias sociales" y cómo se posicionaban en esta nueva guerra entre "las
dos culturas?" No son preguntas fáciles de responder. De hecho, uno podría sostener que la
cuestión nunca ha sido satisfactoriamente resuelta. En principio, lo que uno vería es que las
ciencias sociales tendieron a ubicarse entre medio de las "ciencias puras" y las
"humanidades". En medio, pero no cómodamente en el medio. Los científicos sociales no
evolucionaron de modo independiente en una tercera vía de saber; en realidad se dividieron
entre quienes se inclinaban más hacia lo "científico" o una "visión científica" de las ciencias
sociales y quienes se indinaban más hacia una concepción "humanística". Las ciencias
sociales parecían atadas a dos caballos que tiraban en dirección opuesta y las despedazaban.
La más antigua de las ciencias sociales es desde luego la historia, actividad y etiqueta
que se remonta a miles de años atrás. En el siglo XIX tuvo lugar una "revolución" en la
historiografía vinculada al nombre de Leopold Ranke, quien acuñó el eslogan de que la

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historia debía ser escrita wie es eigentlick gewesen ist {como sucedió en realidad). Se oponía
a la práctica de los historiadores dedicados a la hagiografía, narración de cuentos que
glorificaba a monarcas o naciones, incluyendo cuentos inventados. Ranke proponía una
historia más científica, que rechazara la especulación y la fábula.

Ranke proponía también un método específico mediante el cual dicha historia podía ser
escrita: la búsqueda de la descripción del acontecimiento en documentos de la misma época
en que éste tuvo lugar. Finalmente, dichos documentos llegarían a ser almacenados en aquello
que denominamos archivos. Al estudiar los documentos de los archivos, los nuevos
historiadores partían del supuesto de que los actores de antaño habían escrito no para los
futuros historiadores sino para revelar aquello que realmente pensaban en su momento, o al
menos lo que querían que otros creyeran. Desde ya, los historiadores aceptaban que dichos
documentos debían ser cuidadosamente estudiados, para verificar que no hubiera fraude, pero
una vez verificados, dichos documentos deberían ser considerados, por lo general, exentos de
cualquier intromisión tendenciosa por parte de los historiadores posteriores. Para minimizar
cualquier tendencia aún más, los historiadores sostendrán que sólo es posible escribir la
historia del "pasado" y no la del "presente", ya que la escritura del presente traería consigo la
impronta de las pasiones del momento. En todo caso, los archivos (controlados por las
autoridades políticas) eran rara vez "abiertos" al historiador antes de transcurrido un largo
periodo (entre cincuenta y cien años), por lo que normalmente no tenían acceso de ningún
modo a los documentos relevantes del presente. (A fines del siglo xx, muchos gobiernos se
vieron presionados por los políticos de la oposición a abrir sus archivos con mayor celeridad.
Si bien dicha apertura ha tenido algún efecto, también parece cierto que los gobiernos han
encontrado nuevos modos de guardar sus secretos.)
Sin embargo, a pesar de este perfil más "científico", los nuevos historiadores no
eligieron ubicarse en la facultad de ciencias sino en la de humanidades. Esto podría parecer
extraño, ya que dichos historiadores rechazaban a los filósofos por sus afirmaciones
especulativas. Además eran empiristas, y por lo tanto uno hubiese esperado que tuvieran una
simpatía natural por los científicos. Pero eran empiristas que sospechaban, en general, de las
generalizaciones a gran escala. No les interesaba llegar a leyes científicas, ni siquiera
formular hipótesis, insistiendo con frecuencia en que cada "suceso" particular tenía que ser
analizado en función de su propia historia particular. Sostenían que la vida social de los
hombres era distinta de los fenómenos físicos analizados por los científicos puros debido a la
influencia de la voluntad humana, y tal énfasis puesto en lo que hoy denominaríamos agencia
humana los llevó a pensarse a sí mismos como "humanistas" antes que "científicos".
Pero ¿qué sucesos fueron dignos de su consideración? Los historiadores tenían que
tomar decisiones frente a los objetos de estudio. Que se basaran en documentos escritos en el
pasado mostraba ya cierto prejuicio acerca de lo que podían estudiar, ya que dichos
documentos de archivo habían sido escritos por personas vinculadas a las estructuras políticas
(diplomáticos, burócratas, líderes políticos). Estos documentos revelaban muy poco acerca de
los fenómenos que no estuvieran signados por acontecimientos políticos o diplomáticos. Más
aún, esta aproximación presuponía que los historiadores se abocaban a una zona de estudio
sobre la cual existían documentos escritos. En la práctica, los historiadores de! siglo xix
tendían por lo tanto a estudiar principalmente su propio país y en segunda instancia otros
países considerados "naciones históricas", lo que parecía significar naciones con una historia
que podía ser documentada en archivos.

Pero ¿en qué países estaban localizados semejantes historiadores? La abrumadora mayoría
(probablemente el 95%) se encontraba en apenas cinco zonas: Francia, Gran Bretaña, los
Estados Unidos y las varias partes de lo que luego se convertiría en Alemania e Italia. Por

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eso, al principio, se escribió y enseñó fundamentalmente la historia de estas cinco naciones.
Había además otra cuestión a dirimir: ¿qué debía incluir la historia de un país como Francia o
Alemania? ¿Cuáles eran sus fronteras, geográficas y temporales? La mayor parte de los
historiadores decidieron llevarlas tan lejos como les fuera posible, utilizando los límites
territoriales del presente o incluso los límites que se reclamaba a la fecha. La historia de
Francia fue así la historia de todo lo que hubiera ocurrido dentro de los territorios de Francia
tal como ésta era definida en el siglo XIX. Tal cosa era por cierto un poco arbitraria, pero
servía a un propósito, el de reforzar los sentimientos nacionalistas contemporáneos, y fue por
ende una práctica alentada por los propios estados.
Sin embargo, dada la práctica de los historiadores a limitarse al estudio del pasado,
tenían muy poco que decir frente a la situación contemporánea de sus países. Y los líderes
políticos sentían la necesidad de obtener más información sobre el presente. Nuevas
disciplinas surgieron con este propósito. Eran básicamente tres: economía, ciencias políticas
y sociología. ¿Por qué, de todos modos, habría tres disciplinas para estudiar el presente pero
sólo una para estudiar el pasado? Porque la ideología liberal dominante en el siglo XIX
sostenía que la modernidad se encontraba definida por la diferenciación de tres esferas
sociales: el mercado, el estado y la sociedad civil. Las tres esferas operaban, se decía, de
acuerdo con lógicas diferentes, y por ende era lo mejor mantenerlas separadas unas de otras,
en la vida social y por tanto en la vida intelectual. Requerían ser estudiadas de modos
diversos, apropiarlos a cada esfera: el mercado por economistas, el estado por politólogos y la
sociedad civil por sociólogos.
Otra vez surgió la pregunta: ¿cómo acceder a un conocimiento "objetivo" sobre estas
tres esferas? Aquí, la respuesta fue distinta de la dada por los historiadores. En cada
disciplina, el punto de vista que se tornó dominante fue que las esferas de la vida —el
mercado, el estado y la sociedad civil— eran gobernadas por leyes que podían ser discernidas
mediante el análisis empírico y la generalización inductiva. Era exactamente la misma
postura que los científicos puros defendían respecto de sus objetos de estudio. Por ello
denominamos a estas tres disciplinas nomotéticas (esto es, disciplinas en busca de leyes
científicas) en oposición a la disciplina idiográfica que la historia aspira a ser (esto es, una
disciplina predicada en la singularidad del fenómeno social).
Otra vez vuelve a plantearse la pregunta ¿dónde debía concentrarse el estudio de los
fenómenos contemporáneos? Los científicos sociales nomotéticos se encontraban en los
mismos cinco países que los historiadores, y del mismo modo, se dedicaron básicamente al
estudio de sus propios países (o cuanto mucho a la realización de comparaciones entre esos
cinco países). Esto era sin duda una fuente de legitimación social, pero los científicos sociales
nomotéticos expusieron además un argumento metodológico para justificar su elección.
Dijeron que el mejor modo de evadir el prejuicio era el uso de datos cuantitativos, y que
resultaba más probable encontrar dichos datos en sus propios países en el presente inmediato.
Más aún, sostuvieron que aceptada la existencia de leyes generales reguladoras del
comportamiento social, carecía de importancia el lugar donde los fenómenos fueran
estudiados, puesto que aquello que resultase válido en un lugar y un momento determinados
debía serlo en todo lugar y todo tiempo. ¿Por qué no estudiar entonces los fenómenos acerca
de los cuales se contaba con datos más confiables; esto es los más cuantificados y cuya
obtención fuera posible repetir?
Los científicos sociales tenían otro problema por delante. Las cuatro disciplinas en su
conjunto (historia, economía, sociología y ciencias políticas) estudiaban, de hecho, sólo una
pequeña parte del mundo. Pero en el siglo xix, esos cinco países imponían su dominio
colonial en muchas otras regiones, e incluso sostenían relaciones comerciales y a veces
bélicas con otras. Convenía estudiar el resto del mundo también. No obstante, el resto del
mundo parecía ser un poco distinto, resultando inadecuado el uso de estas cuatro disciplinas

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inspiradas en Occidente para el estudio de partes del mundo que no se consideraba
"modernas". Como resultado, surgieron dos disciplinas adicionales.
Una de ellas se denominó antropología. Los primeros antropólogos estudiaron
pueblos que estaban bajo dominio colonial concreto o virtual. Partieron de la premisa de que
los grupos que estudiaban no disfrutaban de la tecnología moderna, no contaban con sistemas
de escritura propios y no poseían religiones que se extendieran más allá del propio grupo. Se
los denominaba genéricamente "tribus": grupos relativamente pequeños (en términos de
población y área ocupada) que observaban un conjunto común de costumbres, hablaban un
idioma común y en algunos casos reconocían una estructura política común. En el lenguaje
del siglo xix, se los consideraba pueblos "primitivos".
Una condición esencial para el estudio de estos pueblos fue que cayeran bajo jurisdicción
política de un estado moderno, garante del orden y el seguro acceso del antropólogo. Dado
que estos pueblos eran culturalmente tan distintos de quienes los estudiaban, el principal
modo de investigación fue el denominado de "observación participante": el investigador se
instalaba en la población por un tiempo determinado, con el objeto de aprender su idioma y
discernir la totalidad de sus usos y costumbres. A menudo, hacía uso de intermediaros locales
como intérpretes, tanto lingüísticos como culturales. Se llamó a este ejercicio "escribir una
etnografía", y se basaba en el "trabajo de campo" (opuesto a la investigación bibliográfica o
de archivo).
Se supuso que estos pueblos carecían de "historia", salvo aquella resultante de la
instauración de dominio por parte de extranjeros "modernos", hecho entendido como un
"contacto cultural" y por lo tanto un cambio cultural. Este cambio implicaba que el etnógrafo
normalmente intentase reconstruir las costumbres tal como existían antes del contado cultural
(relativamente reciente), bajo la suposición de que dichas costumbres habían existido desde
tiempos inmemoriales hasta la imposición del control colonial. Los etnógrafos sirvieron,
muchas veces, como los principales traductores de estos pueblos para esos extranjeros
modernos que los gobernaban. Reponían en lenguaje comprensible a estos extranjeros la
racionalidad subyacente a las costumbres locales. Resultaban por ende útiles a las autoridades
coloniales, brindando información que posibilitaba a los gobernantes trabar mejor
conocimiento respecto de qué podían o no podían (o no debían) hacer en su administración.
El mundo de todos modos no estaba constituido únicamente por los estados
"modernos" y los denominados pueblos primitivos. I labia vastas regiones fuera de la zona
paneuropea que debían ser consideradas aquello que el siglo xix llamaba "altas
civilizaciones", como era el caso de China, India, Persia o el mundo árabe. Todas estas zonas
poseían ciertas características en común: escritura, un idioma dominante empleado en tal
escritura y una sola religión "mundial" dominante que, sin embargo, no era el cristianismo.
La razón de estas características comunes era, por supuesto, muy sencilla. Todas estas zonas
habían sido en el pasado, y algunas continuaban siéndolo en su momento, el emplazamiento
de "imperios-mundo" burocráticos que habían ocupado grandes superficies, y por ende
desarrollado un idioma común, una religión común y muchas costumbres en común. Esto era
lo que se quería decir al llamarlas "altas civilizaciones".
Todas estas regiones compartían una característica más en el siglo xix. No eran ya tan
poderosas militar o tecnológicamente como el mundo paneuropeo. Por consiguiente, el
mundo paneuropeo no las consideraba "modernas". No obstante, sus habitantes claramente no
encajaban en la descripción de hombre "primitivo", incluso según los estándares
paneuropeos. La cuestión entonces era cómo estudiarlos y qué debía estudiarse de ellos. Dado
que eran culturalmente tan distintos de los europeos, dado que tenían textos escritos en
idiomas tan distintos de los del investigador europeo y dado que sus religiones eran tan
distintas del cristianismo, parecía que aquellos que fueran a estudiarlas necesitarían de un
largo y paciente entrenamiento en habilidades esotéricas si es que esperaban entenderlas en

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profundidad. La capacidad filológica era particularmente útil a la hora de descifrar textos
religiosos antiguos. Quienes habían adquirido tal entrenamiento comenzaron a
autodenominarse orientalistas, nombre derivado de la clásica distinción entre el Este y el
Oeste que durante largo tiempo había existido dentro de la tradición intelectual europea.
¿Y qué estudiaban los orientalistas? En algún sentido, puede decirse que también
hacían etnografía; esto es, buscaban describir la totalidad de costumbres que develaban. Pero
en gran medida éstas no eran etnografías basadas en el trabajo de campo, sino más bien
derivadas de la lectura de textos. La pregunta que jamás dejaron de tener en mente fue cómo
explicar que estas "altas civilizaciones" no fuesen "modernas" como el mundo paneuropeo.
La respuesta que los orientalistas parecieron encontrar fue que algún componente cultural de
estas civilizaciones había "detenido" su historia, imposibilitándolas de avanzar, como había
hecho el mundo occidental y cristiano, hacia la modernidad. De lo que se seguía que estos
países requerirían de la asistencia del mundo paneuropeo para avanzar hacia la modernidad.
Los antropólogos etnógrafos que estudiaban los pueblos primitivos y los orientalistas
que estudiaban las altas civilizaciones compartían un supuesto epistemológico. Unos y otros
recalcaban la particularidad del grupo estudiado en oposición a un análisis de características
humanas universales. Tendían por tanto a sentirse más cómodos del lado ídiográfico de la
controversia que del nomotético. En su mayoría, se consideraban parte del campo
humanístico y hermenéutico en la división entre dos culturas, más que del campo científico.

El siglo xix fue testigo de la expansión y reproducción, en mayor o en menor escala,


de las estructuras departamentales y de las tomas de posición aquí señaladas, en una
universidad tras otra, en un país tras otro. Las estructuras de saber fueron tomando forma y
las universidades les ofrecieron un hogar. Además, los académicos de cada disciplina
comenzaron a crear estructuras organizativas extrauniversitarias para consolidar sus quintitas.
Crearon publicaciones para cada disciplina. Crearon incluso categorías bibliográficas para
agrupar los libros que supuestamente pertenecían a sus disciplinas. Continuaron
expandiéndose y prevaleciendo por lo menos hasta 1945, en muchos aspectos incluso hasta
los años sesenta.
Sin embargo, en 1945 el mundo cambió de manera decisiva, y como resultado tal
configuración de las ciencias sociales se vio sometida a importantes desafíos. Tres cosas
tuvieron lugar en esa época. En principio, Estados Unidos se convirtió en la potencia
hegemónica indiscutida del sistema-mundo, y por ende su sistema universitario pasó a ser el
más influyente. En segundo lugar, los países del entonces denominado Tercer Mundo se
habían convertido en escenario de conflictos políticos y auto-afirmación geopolítica.
Finalmente, la combinación de una economía-mundo en expansión con un fuerte incremento
de las tendencias democratizantes llevaron a una expansión increíble del sistema universitario
mundial (en términos de profesores, alumnos y número de universidades). Estos tres cambios
conjuntos dieron por tierra con las estructuras de saber claramente definidas que se habían
desarrollado y consolidado en los cien o ciento cincuenta años anteriores.
Considérese en primer lugar el impacto de la hegemonía estadounidense y la
autoafirmación del Tercer Mundo. Su acontecimiento conjunto dejó en claro que la división
del trabajo dentro de las ciencias sociales —historia, economía, sociología y ciencias políticas
para el estudio de Occidente; antropología y orientalismo para lo demás— era menos que
inútil para quienes debían diseñar las políticas de acción de los Estados Unidos, Este país
necesitaba académicos capaces de analizar el surgimiento del Partido Comunista Chino con
mayor urgencia que académicos capaces de descifrar escritos taoístas; académicos capaces de
interpretar la fuerza de los movimientos nacionalistas africanos o la concentración de la
fuerza de trabajo en las urbes más que otros capaces de explicar la estructura de las relaciones

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familiares en los pueblos bantúes. Ni orientalistas ni etnógrafos eran de gran ayuda en este
sentido.
Había una solución: entrenar a los historiadores, economistas, sociólogos y
politólogos para estudiar lo que estaba ocurriendo en otras partes del mundo. Éste fue el
origen de un invento estadounidense —los "estudios de área"— que tuvo un enorme impacto
en su sistema universitario (y posteriormente en el del resto del mundo). Pero ¿cómo podía
conciliarse lo que parecía ser relativamente "ideográfico" en esencia —el estudio de un "área"
geográfica o cultural— con las pretensiones nomotéticas de los economistas, sociólogos,
politólogos y ahora incluso ciertos historiadores? Surgió entonces una ingeniosa solución
intelectual a este dilema: el concepto de "desarrollo".
La noción de desarrollo, según comenzó a ser utilizado el término a partir de 1945,
estaba basada en un mecanismo explicativo familiar, una teoría de estadios. Quienes
utilizaban este concepto presuponían que las unidades individuales —"sociedades
nacionales"— se desarrollaban todas fundamentalmente de la misma manera (satisfaciendo
así la demanda nomotética) pero a ritmo distinto (reconociendo las diferencias que parecían
presentar los estados al presente). ¡Listo! Resultaba entonces posible introducir conceptos
específicos para estudiar los "otros" del presente sosteniendo que, tarde o temprano, todos los
estados terminarían siendo más o menos lo mismo. Este truco de ilusionismo tenía a su vez
un costado práctico. Implicaba que el estado "más desarrollado" podía ofrecerse como
modelo para los estados "menos desarrollados", exhortando a estos últimos a embarcarse en
cierta suerte de acción mimética que les prometía hallar una mejor calidad de vida y una
estructura de gobierno más liberal ("desarrollo político") al final del arco iris.
Esto era obviamente una herramienta intelectual útil a los Estados Unidos, y su
gobierno y sus instituciones hicieron todo lo posible para alentar la expansión de los estudios
de área en las grandes (e incluso en las pequeñas) universidades. Por supuesto, en esa época
existía una guerra fría entre los Estados Unidos y la Unión Soviética. La Unión Soviética
sabía reconocer algo bueno. Y adoptó también la noción de estadios de desarrollo. Por
supuesto, los académicos soviéticos cambiaron la terminología por razones retóricas, pero el
modelo básico era el mismo. Introdujeron, empero, un cambio significativo: la Unión
Soviética, y no los Estados Unidos, era el modelo de estado utilizado por la versión soviética.
Veamos ahora lo que sucede al considerar de manera conjunta el impacto de los
estudios de área con la expansión del sistema universitario. La expansión significó un mayor
número de personas en busca de un título de doctorado. Esto parece algo bueno, pero
recuérdese el requisito de que las disertaciones doctorales sean contribuciones "originales" a
la ciencia. Cada persona incorporada al trabajo de investigación implicó una mayor
complejidad en la búsqueda de originalidad. Y esta dificultad favoreció el cazar en Finca
ajena académica, dado que la originalidad se define según parámetros internos a cada
disciplina. Los integrantes de las distintas disciplinas comenzaron a forjar subespecialidades
en temas anteriormente pertenecientes a otras disciplinas. Esto llevó a una considerable
superposición y erosión de los estrictos límites interdisciplinarios. Ahora había sociólogos
políticos, historiadores sociales y todas las demás combinaciones imaginables.
Los cambios en el inundo real afectaron la autodefinición de los académicos. Las
disciplinas antes especializadas en el mundo no occidental comenzaron a ser examinadas con
sospecha política creciente por los países que tradicionalmente estudiaran. Como resultado, el
término "orientalismo" fue desapareciendo de a poco, y sus antiguos profesionales se
convirtieron en historiadores. La antropología se vio forzada a redefinir su perspectiva de
modo radical, puesto que tanto el concepto de "primitivo" como la realidad que
supuestamente reflejaba estaban desapareciendo. En cierto sentido, los antropólogos
"volvieron a casa" y comenzaron a estudiar sus propios países de origen. En cuanto a las
cuatro disciplinas restantes, tenían ahora por primera vez miembros especializándose en

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regiones del mundo de las que sus programas de estudio no se habían ocupado hasta
entonces. La distinción entre zonas modernas y no modernas se desintegró.
Todo esto llevó, por un lado, a una incertidumbre cada vez mayor respecto de las
verdades tradicionales (lo que alguna vez se llamó "confusión" dentro de las disciplinas) y
por el otro abrió camino a cuestionamientos heréticos de algunas de estas verdades,
especialmente por parte del creciente grupo de académicos procedentes del mundo no
occidental o de aquellos que formaban parte del cuadro de los académicos occidentales
entrenados bajo los ya consolidados estudios de área. En el periodo que va de 1945 a 1970,
cuatro debates prepararon la escena para la emergencia del análisis de sistemas-mundo: el
concepto de centro-periferia desarrollado por la Comisión Económica Para América Latina
de las Naciones Unidas (CEPAL) y la elaboración subsiguiente de la "teoría de la
dependencia"; la utilidad del concepto marxista de "modo asiático de producción", debate que
tuvo lugar entre los académicos comunistas; la discusión entre los historiadores de Europa
occidental acerca de "la transición del feudalismo al capitalismo"; el debate acerca de "la
historia total" y el triunfo de la escuela historiografía de los Anuales en Francia y en distintas
partes del mundo después. Ninguno de estos debates era totalmente nuevo, pero en este
periodo ocuparon el centro de la cuestión, arrojando como resultado un desafío enorme para
las ciencias sociales tal como habían evolucionado hasta 1945.
El par centro-periferia fue una contribución decisiva de los académicos del Tercer
Mundo. Es cierto que algunos geógrafos alemanes habían sugerido algo similar ya en 1920,
como también hiciera un grupo de sociólogos rumanos en los años treinta (época en que la
estructura social de Rumania era bastante similar a la del Tercer Mundo, por cierto). De todos
modos, no fue sino hasta los años cincuenta, con el trabajo de Raúl Prebisch y sus “jóvenes
turcos" latinoamericanos en la CEPAL, que el tema pasó a ser cuestión relevante dentro del
saber académico de las ciencias sociales. El punto de partida era muy sencillo. Sostenían que
el comercio internacional no consistía en un intercambio entre pares. Algunos países eran
económicamente más poderosos que otros (los de centro) y por ende podían negociar en
términos que favorecían el desvío de la plusvalía de los países débiles (la periferia) al centro.
Alguien lo llamaría luego "intercambio desigual". El análisis suponía un remedio para la
desigualdad: que los estados periféricos emprendiesen acciones con el fin de instituir
mecanismos que equilibrasen el intercambio en su mediano plazo.
Desde luego, una idea tan simple dejaba de lado una enorme cantidad de detalles,
dando lugar a encendidos debates. La discusión se planteó entre sus partidarios y quienes
sostenían una visión más tradicional del comercio internacional planteada en lo fundamental
por David Ricardo en el siglo xix, aquella según la cual si todos siguen su "ventaja
comparativa", todos obtienen el máximo beneficio. Pero también se suscitaban discusiones
internas al grupo de partidarios del modelo centroperiferia. ¿Cómo funcionaba? ¿Quién se
beneficiaba realmente del intercambio desigual? ¿Qué medidas pudieran ser efectivas para
contrarrestarlo? ¿Y hasta qué punto tales medidas requerían más de una acción política que
de una regulación económica?
Sobre este último tema fue que los teorizadores de la "dependencia" desarrollaron sus
versiones corregidas del análisis de centro y periferia. Varios sostenían que la revolución
política era un requisito previo de cualquier acción reguladora. La teoría de la dependencia,
tal como se desarrolló en América Latina, parecía a primera vista básicamente una crítica de
las políticas económicas implementadas y predicadas por las potencias occidentales
(especialmente las de Estados Unidos). André Gunder Frank acuñó la frase "el desarrollo del
sub-desarrollo" para describir los resultados de las políticas de las grandes corporaciones y
los estados de las zonas centrales, y de los agentes interestatales que promovían el "libre
comercio" en la economía-mundo. El subdesarrollo no era visto como un estado originario,

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cuya responsabilidad recaía en los países que eran subdesarrollados, sino como la
consecuencia del capitalismo histórico.
Pero las teorías de la dependencia planteaban también, tal vez incluso en mayor
medida, una crítica a los partidos comunistas latinoamericanos. Estos partidos habían
apoyado una teoría de los estadios de desarrollo según la cual los países latinoamericanos
eran todavía feudales o "semifeudales", no habiéndose producido en ellos, por ende, la
"revolución burguesa" que debía preceder a la "revolución proletaria". Deducían de ello que
los activistas latinoamericanos debían colaborar con la denominada burguesía progresista
para llevar a cabo la revolución burguesa, con el fin de que acto seguido el país pudiera
avanzar hacia el socialismo. Los dependentistas, al igual que muchos inspirados por la
Revolución cubana, sostuvieron que la línea oficial del comunismo no era más que una mera
variante de la línea del gobierno de los Estados Unidos (constrúyanse en principio estados
liberales burgueses y una clase media). Los dependentistas rebatieron esta linea de los
partidos comunistas teóricamente, sosteniendo que los países latinoamericanos ya formaban
parte del sistema capitalista y por eso ya mismo lo que necesitaban era una revolución
socialista.
Entre tanto, en la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, los países comunistas
de Europa del Este y hacia el interior de los partidos comunistas francés e italiano,
comenzaba un debate sobre el "modelo asiático de producción". Al delinear ligeramente la
serie de estadios de las estructuras económicas a través de las cuales hubo evolucionado la
humanidad, Marx agregó una categoría que le resultó difícil de ubicar en la progresión lineal
que describía. Lo llamó el "modo asiático de producción", usando el término para describirlos
enormes y burocráticos imperios autocráticos que se desarrollaran a lo largo de la historia en
China e India al menos. Se trataba exactamente de las "altas civilizaciones" de los
orientalistas, cuyos textos Marx había estado leyendo.
En los años treinta, Stalin decidió que el concepto no le gustaba. Al parecer pensó que
podía ser utilizado como una descripción tanto de la historia rusa como del régimen que
presidía. Emprendió una revisión de Marx que sencillamente eliminó el concepto de toda
discusión legítima. La omisión generaba múltiples dificultades a los académicos soviéticos (y
comunistas de otros países, también). Se veían forzados a estirar sus argumentos para hacer
coincidir varios momentos de las historias de Rusia y Asia dentro de las categorías de
"esclavitud" y "feudalismo", que seguían siendo legítimas. Pero no hubo uno que contradijera
a Josef Stalin.
Muerto Stalin en 1953, muchos académicos aprovecharon la ocasión para reabrir el
debate, sugiriendo que tal vez pudiera haber algo interesante en aquella idea original de
Marx. Hacerlo, sin embargo, implicó abrir nuevamente la cuestión de una serie de estados de
desarrollo obligados, y por ende el desarrollismo como marco de análisis y directiva política.
Obligó a estos intelectuales a entablar un diálogo con las ciencias sociales no marxistas del
resto del mundo. Básicamente, este debate fue el equivalente académico del discurso de 1956
en que Jrushov, entonces secretario general del Partido Comunista de la Unión Soviética
(PCUS), en el XX Congreso del Partido, denunció el "culto de la personalidad" tributado a
Stalin y reconoció los "errores" de lo que hasta entonces había sido una política
incuestionable;. Al igual que el discurso de Jrushov, el debate sobre el modo asiático de
producción trajo consigo dudas, y un consiguiente resquebrajamiento de la rígida herencia
conceptual del marxismo ortodoxo. Hizo posible una nueva mirada de las categorías de
análisis decimonónicas, las del propio Marx incluso.
Simultáneamente, entre los historiadores económicos de Occidente tenía lugar un
debate acerca de los orígenes del capitalismo moderno. La mayoría de los participantes se
consideraban a sí mismos marxistas, pero eran libres de cualquier tipo de restricción
partidaria. El debate tuvo origen en la publicación de los Estudios sobre el desarrollo del

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capitalismo de Maurice Dobb en 1946. Dobb era un historiador económico marxista inglés.
Paul Sweezy, economista marxista estadounidense, escribió un artículo cuestionando la
explicación propuesta por Dobb de lo que ambos denominaban "la transición del feudalismo
al capitalismo". Poco después, muchos más salieron a la palestra.

Para aquellos que aceptaban la propuesta de Dobb, el tema se presentaba como una pugna de
explicaciones endógenas versus exógenas. Dobb encontraba las raíces de la transición del
feudalismo al capitalismo en elementos internos de los estados, específicamente en Inglaterra.
Sweezy era acusado por Dobb y sus partidarios de privilegiar factores extemos, en particular
los flujos comerciales, ignorando el papel fundamenta] desempeñado por los cambios
ocurridos en la estructura productiva, y por ende las relaciones de clase. La respuesta de
Sweezy y los suyos consideraba a Inglaterra como parte de una extensa zona de Europa
mediterránea, cuyas transformaciones permitían dar cuenta de lo ocurrido en Inglaterra.
Sweezy empleaba datos empíricos del trabajo de Henri Pirenne (historiador belga no
marxista, antepasado de la escuela historiografía de los Anuales célebre por su explicación de
cómo el surgimiento del Islam llevó a la interrupción de rutas comerciales con Europa
occidental y su estancamiento económico). Quienes apoyaban a Dobb sostenían que Sweezy
sobredimensionaba la importancia de! comercio (considerado una variable externa),
ignorando el papel decisivo de las relaciones de producción (consideradas una variable
interna).
El debate era importante por varios motivos. Ante todo, parecía tener ramificaciones
políticas (como los argumentos de los dependentistas). Las conclusiones acerca de los
mecanismos de transición del feudalismo al capitalismo posiblemente tuvieran algo para
decir acerca de una potencial transición del capitalismo al socialismo (como algunos de los
contendientes, de hecho, señalaban de manera explícita). En segundo lugar, el debate
obligaba a muchas personas formadas como economistas a examinar con mayor detenimiento
datos históricos, posibilitándoles la apertura a parte de los argumentos que el grupo francés
de los Aúnales comenzaba a exponer. Tercero, era esencialmente un debate sobre la unidad de
análisis, aunque nunca se utilizara tal terminología. El grupo de Sweezy cuestionaba la
relevancia de tomar a un país, proyectado hacia atrás en el tiempo, como unidad hacia el
interior de la cual debía ser analizada la acción social, en vez de alguna unidad mayor dentro
de la cual se presentara una división del trabajo (como era el caso de la zona
curopea-mediterránea). Cuarto, al igual que el debate acerca del modo asiático de producción,
éste provocó la ruptura del caparazón de una versión del marxismo (que analizaba
únicamente las relaciones de producción, y sólo dentro de los límites de los estados
nacionales) que se había vuelto una ideología más que una propuesta académica abierta a la
discusión.
Casi todos los involucrados en este debate eran académicos anglo-parlantes. A diferencia de
ellos, el grupo de los Anuales se originó en Francia y durante mucho tiempo tuvo resonancia
únicamente en aquellas áreas del mundo intelectual donde la influencia cultural gala gozaba
de mayor influencia: Italia, España, América Latina, Turquía y ciertas partes de Europa del
Este. El grupo de los Anales había surgido en los años veinte como protesta, encabezada por
Lucien Febvre y Marc Bloch, contra el perfil altamente idiográfico y empirista que dominaba
la historiografía francesa, determinando su dedicación casi exclusiva a la historia política. El
grupo de los Annales enunció varias contradoctrinas: la historiografía debía ser "total", es
decir, debía lograr una imagen integrada del desarrollo histórico en todos los ámbitos
sociales.
El grupo de los Aúnales contrapuso varias doctrinas: la historiografía debía ser
"total", esto es, debía concentrarse en una visión integrada del desarrollo histórico en todas
las arenas sociales. De hecho, las bases económicas y sociales de este desarrollo eran

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considerados más importantes que la superficie política, y, aún más, era posible estudiarlas
sistemáticamente, y no siempre en los archivos. Y las generalizaciones a largo plazo sobre los
fenómenos históricos eran de hecho, no sólo
posibles sino deseables.
En los años entre las guerras, la influencia de los Anales fue mínima. De pronto,
después de 1945, floreció, y bajo la dirección de su líder en la segunda generación, Fernand
Braudel, llegó a dominar la escena historiográfica francesa primero y la de muchas otras
partes del mundo después. Comenzó por primera vez a penetrar el mundo angloparlante.
Institucionalmente, el grupo de los Anuales presidía sobre una nueva institución universitaria
en París, una institución construida sobre la premisa de que los historiadores tenían que
aprender e integrar sus descubrimientos de otras disciplinas de las ciencias sociales
tradicionalmente más nomotéticas, y que éstas, a su vez, tenían que devenir más "históricas"
en su trabajo. La era braudeliana representaba tanto un ataque intelectual como institucional
contra el aislamiento tradicional de las disciplinas de las ciencias sociales entre sí.
Braudel propugnó un lenguaje sobre los tiempos sociales que dejó su impronta en trabajos
futuros. Criticó la historia "acontecimiental", con lo que hacía referencia a la historiografía
tradicional idiográfica, empiricista, y política como "polvo". Era polvo en un sentido doble;
porque hablaba de fenómenos efímeros, y porque se metía en los ojos, impidiendo ver las
verdaderas estructuras subyacentes. Pero Braudel también criticó la búsqueda de verdades
atemporales y eternas, considerando el trabajo puramente nomotético de muchos científicos
sociales como mítico. En medio de estos dos extremos, insistió en otros dos tiempos sociales
que las dos culturas habían olvidado: el tiempo estructural (o de larga duración, pero no
eterno, las estructuras básicas que subyacen a los sistemas históricos), y los procesos cíclicos
dentro de las estructuras (o tendencias de mediano plazo, tales como las expansiones y
contracciones de la economía mundial). Braudel también destacó el tema de la unidad del
análisis. En su primer trabajo importante, insistió que el Mediterráneo del siglo XVI que
había estado estudiando, constituía una "economíamundo" (économie-mondé), he hizo de la
historia de esta economía-mundo el objeto de su estudio.
Estos cuatro debates tuvieron lugar esencialmente entre 1950 y 1960. Ocurrieron
básicamente por separado, sin referencias mutuas, y con frecuencia sin conocimientos el uno
del otro. Sin embargo, colectivamente, representaron tina crítica central a la estructura
existente. Este levantamiento intelectual fue seguido por el choque cultural de las
revoluciones de 1968, Y estos hechos juntaron las piezas dispersas. La revolución mundial de
1968 se ocupó primariamente de una serie de asuntos políticos centrales: la hegemonía de los
Estados Unidos y su política internacional, que lo había llevado a la guerra de Vietnam; la
relativamente pasiva actitud de la Unión Soviética, a la que los revolucionarios de 1968
vieron en "colusión" con los Estados Unidos; la ineficacia de los movimientos tradicionales
de la Vieja Izquierda en oposición al statu quo. Discutiremos estos temas más adelante.

En este proceso de levantamiento, sin embargo, los revolucionarios de 1968, quienes


contaban con su base más poderosa en las universidades de todo el mundo, comenzaron
también a elevar una serie de temas respecto a las estructuras del saber. Al principio, hicieron
preguntas referentes a la participación política directa de los académicos universitarios en
trabajos que apoyaban el statu quo mundial, tal como los físicos que realizaban
investigaciones vinculadas con la guerra y los científicos sociales que proveían material para
los esfuerzos de contrainsurgencia. Luego, cuestionaron sobre áreas descuidadas del saber. En
las ciencias sociales, esto significó las historias ignoradas de muchos grupos oprimidos:
mujeres, grupos "minoritarios", poblaciones indígenas, grupos con identidades o prácticas
sexuales alternativas. Pero, eventualmente, comenzaron a plantear cuestiones sobre las
epistemologías subyacentes a las estructuras del saber.

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Es en este punto, a principio de los años setenta, cuando la gente comenzó a hablar
explícitamente sobre los sistemas-mundo de análisis como una perspectiva. Los
sistemas-mundo de análisis fueron un esfuerzo por combinar de manera coherente las
preocupaciones respecto a la unidad de análisis, la preocupación por las temporalidades
sociales y la preocupación por las barreras que se habían erigido entre las diferentes ciencias
sociales.
Los sistemas-mundo de análisis significaron antes que nada la sustitución de una
unidad de análisis llamada "sistema-mundo" en vez de la unidad estándar de análisis, que
había sido el estado nacional. En su conjunto, los historiadores habían estado analizando
historias nacionales, los economistas economías nacionales, los politólogos estructuras
políticas nacionales y los sociólogos sociedades nacionales. Los analistas de sistema-mundo
enarcaron una escéptica ceja, cuestionando si estos objetos de estudio existían
verdaderamente, y si en todo caso, eran los sitios de análisis más útiles. En lugar de los
estados nacionales como objetos de estudio, los sustituyeron por "sistemas históricos" que, se
argüía, habían existido hasta ese momento en sólo tres variantes; minisistemas, y
"sistema-mundo" de dos tipos (economías-mundo e imperios-mundo).
Nótese el guión en sistema-mundo y sus dos subcategorías, economías-mundo e
imperiosmundo. La colocación de dicho guión intentaba señalar que se estaba haciendo
referencia no a sistemas, economías o imperios de (todo) el mundo, sino sobre sistemas,
economías e imperios que son un mundo (pero posiblemente y de hecho, usualmente, sin
ocupar la totalidad del globo). Éste es un concepto inicial clave a entender. Afirma que en
"sistema-mundo" estamos frente a una zona espaciotemporal que atraviesa múltiples unidades
políticas y culturales, una que representa una zona integrada de actividad e instituciones que
obedecen a ciertas reglas sistémicas.

De hecho, por supuesto, el concepto fue aplicado inicialmente al "sistema-mundo moderno"


el cual, se argumenta, toma la forma de una "economía-mundo". Este concepto adaptó el uso
de Braudel en su libro sobre el Mediterráneo, y lo combinó con el análisis del centro-periferia
de CEPAL. Se argumentó que la economía-mundo moderna era una economía-mundo
capitalista. No la primera economía-mundo pero sí la primera economía-mundo en sobrevivir
y florecer durante tanto tiempo, y logró esto al convertirse, precisamente, en completamente
capitalista. Si la zona considerada como capitalista no fue pensada como un estado sino más
bien como una economíamundo, entonces la así llamada por Dobb explicación interna de la
transición del feudalismo al capitalismo tenía poco sentido, puesto que suponía que la
transición tuvo lugar múltiples veces, estado por estado, dentro del mismo sistema-mundo.
Había en este modo de formular la unidad de análisis un subsiguiente vínculo con
ideas previas. Karl Polanyi, el historiador económico húngaro (posteriormente británico)
había insistido en la distinción entre tres formas de organización económica que él había
denominado: recíproca (una suerte de toma y daca directo), redistributiva (en la cual los
bienes iban del fondo de la escala social a lo más alto para retornar, en parte al fondo), y de
mercado (en la cual el intercambio ocurría en forma monetaria en un espacio público). Las
categorías de los tipos de sistemas históricos —minisistemas, imperios-mundo y
economías-mundo— parecía ser otro modo de expresar las tres formas de organización
económica de Polanyi. Los minisistemas utilizaban la reciprocidad, los imperios-mundo la
redistribución, y las economías-mundo los intercambios de mercado.
Las categorías de Prebisch también fueron incorporadas. Se afirmaba que una
economía-mundo capitalista estaba marcada por una división axial de labor entre los procesos
de producción centrales y los procesos de producción periféricos, lo cual daba como resultado
un intercambio desigual favoreciendo a los involucrados en los procesos de producción
centrales. Puesto que tales procesos tendían a agruparse en países específicos, uno podía

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abreviar la nomenclatura hablando de zonas centrales y periféricas (o incluso de estados
centrales y periféricos) en tanto uno recordara que eran los procesos de producción y no los
estados los que eran centrales o periféricos. En el análisis de sistema-mundo, el
centro-periferia es un concepto relacional, no un par de términos reificados, esto es, que
tienen sentidos esenciales separados.
¿Qué es lo que convierte a un proceso de producción en central o periférico? Llegó a verse
que la respuesta estaba en el grado en el cual cada proceso particular era relativamente
monopolizado o de libre mercado. Los procesos que eran relativamente monopolizados eran
mucho más gananciosos que aquellos que eran de libre mercado. Esto volvía a los países en
los que se ubicaban los procesos centrales más solventes. Y dado el poder desigual de los
productos monopolizados vis-á-vis los productos con muchos productores en el mercado, el
resultado último del intercambio entre productos centrales y periféricos era un flujo de la
plusvalía (queriendo decir en este caso una gran parte de las ganancias reales de múltiples
producciones locales) hacia aquellos estados que tenían un mayor número de procesos
centrales.
La influencia de Braudel fue crucial en dos aspectos. Primero, en su trabajo más
tardío sobre capitalismo y civilización, Braudel volvería a insistir en una marcada distinción
entre la esfera del libre mercado y la esfera de los monopolios. El denominó sólo a esta
última capitalismo y, lejos de ser la misma cosa que el libre mercado, afirmaba que el
capitalismo era el "antimercado". Este concepto constituyó un asalto directo, tanto sustantivo
como terminológicamente, en la conjunción de economistas clásicos (incluyendo a Marx) de
mercado y capitalismo. Y, en segundo lugar, la insistencia de Braudel en la multiplicidad de
tiempos sociales y su énfasis en el tiempo estructural —lo que él denominó longue durée—
fueron centrales para el análisis de sistema-mundo. Para los analistas de sistema-mundo, la
longue durée era la duración de un sistema histórico particular. Las generalizaciones sobre el
funcionamiento de tal sistema debían evitar la trampa de parecer afirmaciones atemporales,
verdades eternas. Si tales sistemas no eran eternos, entonces se seguía que tenían principios,
vidas durante las cuales se "desarrollaban" y transiciones terminales.
Por otro lado, esta perspectiva reforzaba la afirmación que la ciencia social debía ser
histórica, observando los fenómenos por largos periodos a la vez que en amplios espacios.
Pero también abrió, o reabrió, la pregunta sobre las "transiciones". Dobb y Sweezy habían
presentado explicaciones bastante diferentes sobre la transición del feudalismo al capitalismo,
pero compartían la convicción de que cualesquiera fuera lo que explicara la transición, ésta
era un suceso inevitable. Esta convicción se reflejaba en la teoría del progreso de la
Ilustración, que había sido sustento tanto del pensamiento clásico liberal como del
pensamiento marxista clásico. Los analistas de sistema-mundo comenzaron a mostrarse
escépticos frente a la inevitabilidad del progreso. Veían al progreso como una posibilidad más
que como una certeza. Se preguntaban si uno podía incluso describir la construcción de una
economía-mundo capitalista como progreso. Esta mirada escéptica les permitió incorporar
dentro de una narrativa de la historia humana las realidades de aquellos sistemas que habían
sido agrupados bajo el título de "modelo asiático de producción". Uno ya no tenía por qué
preocuparse sobre si estas estructuras estaban ubicadas en algún punto en particular sobre la
curva histórica. Y uno podía ahora preguntarse por qué la transición del feudalismo al
capitalismo había tenido lugar (como si la posibilidad de que pudiera no haber ocurrido fuera
una alternativa real) y no asumir su inevitabilidad y buscar, sencillamente, cuáles fueron las
causas inmediatas de la transición.
El tercer elemento en el análisis de sistema-mundo fue su falta de respeto por las
fronteras tradicionales en las ciencias sociales. Los analistas de sistema-mundo analizaban la
totalidad del sistema social a lo largo de la longue durée. Se sentían por lo tanto en libertad de
analizar materiales que en alguna oportunidad habían sido considerados dominio exclusivo de

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historiadores o economistas o politólogos o sociólogos y de analizarlos con un marco
analítico común. El análisis resultante de los sistemas-mundo no era multidisciplinario,
puesto que los analistas no estaban reconociendo la legitimidad intelectual de estas
disciplinas. Estallan siendo unidisciplinarios.
Por supuesto, esta trilogía de críticas —sistema-mundo antes que estados como
unidad de análisis, la insistencia en la longue durée, y un enfoque unidisciplinario—
representaban un ataque a muchas vacas sagradas. Era de esperar que se diera un
contraataque. Este llegó, inmediata y vigorosamente, desde cuatro frentes: los positivistas
nomotéticos, los marxistas ortodoxos, los autonomistas estatales y las particularistas
culturales. La crítica central de cada uno había sido que sus premisas básicas no habían sido
aceptadas por el análisis de sistema-mundo. Esto era, por supuesto, correcto, pero ni con
mucho llegaba a convertirse en un argumento intelectual devastador.
Los positivistas nomotéticos habían sostenido que el análisis de sistema-mundo era
esencialmente una narrativa, que su teorizar se basaba en hipótesis que no habían sido
sometidas a rigurosas pruebas. De hecho, con frecuencia argüían que muchas de las
proposiciones de los análisis de sistema-mundo eran no verificables, y por ende,
intrínsecamente inválidas. En parte, ésta es una crítica a una insuficiente (o no existente)
cuantificación en la investigación. En parte, es una crítica a una insuficiente (o no existente)
reducción de situaciones complejas a variables simples y claramente definidas. En parte, ésta
es una sugerencia de la intromisión de premisas con carga de valor en el trabajo analítico.
Por supuesto que ésta es, de hecho, el reverso de la crítica de los análisis de
sistema-mundo al positivismo nomotético. Los analistas de sistema-mundo insisten que más
que reducir situaciones complejas a variables más simples, el esfuerzo debería dirigirse a
complejizar y contextualizar todas las denominadas variables más sencillas a fin de entender
situaciones sociales reales. Los analistas de sistema-mundo no se oponen a la cuantificación
per se (cuantificarían aquello que es de utilidad cuantificar), pero (como nos enseña aquel
viejo chiste del borracho) siente que uno no tiene que buscar la llave perdida debajo del farol
sólo porque la luz es ahí mejor (en donde hay mayor datos cuantificables). Uno busca por la
información más apropiada en función del problema intelectual; uno no elige el problema
porque existen datos firmes y cuantitativos. Este debate puede entenderse como lo que los
franceses denominan diálogo de sordos. Al final, el asunto no es un tema abstracto sobre la
metodología correcta sino sobre sí los analistas de sistema-mundo o los positivistas
nomotéticos pueden ofrecer una explicación más plausible sobre la realidad histórica y así
echar luz sobre los cambios sociales sobre largos periodos y a gran escala.
Si a veces pareciera que los positivistas nomotéticos dieran la impresión de insistir en
una serie de restricciones intelectuales carentes de espacio y humor, los denominados
marxistas ortodoxos no están muy lejos de ganarles la carrera. El marxismo ortodoxo está
plagado de la imaginería de las ciencias sociales del siglo xix, la cual comparte con el
liberalismo clásico; el capitalismo es el progreso inevitable sobre el feudalismo; el sistema
fabril es el mecanismo de producción capitalista por excelencia; los procesos sociales son
lineales; la base económica controla la menos fundamental superestructura política y cultural.
La crítica de Robert Brenner, un historiador económico marxista ortodoxo, de los análisis de
sistema-mundo es un buen ejemplo de este punto de vista.
La crítica marxista a los análisis de sistema-mundo es por lo tanto que al discutir un
eje centro-periferia en la división del trabajo, está siendo circulacionista y descuidando la
base productiva de plusvalía y la lucha de clases entre la burguesía y el proletariado como la
variable explicativa del cambio social. Los análisis de sistema-mundo son acusados de
fracasar al no tomar a las tareas no remuneradas como anacrónicas y en vías de extinción.
Una vez más, los críticos invierten las críticas a ellos dirigidas. Los analistas de
sistema-mundo han insistido en que la tarea remunerativa es sólo una de las muchas formas

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de control del trabajo dentro de un sistema capitalista, y no la más lucrativa de todas desde el
punto de vista del capital. Han insistido en que la lucha de clase y todas las otras formas de
luchas sociales pueden ser entendidas y evaluadas sólo dentro de un sistema-mundo tomado
como totalidad. Y han insistido en que los estados en una economía-mundo capitalista no
tienen la autonomía o el aislamiento que hace posible calificarlos como poseedores de un
modo particular de producción.
La crítica de los autonomistas estatales es un poco el reverso de la crítica marxista
ortodoxa. Mientras que los marxistas ortodoxos argüían que los análisis de sistema-mundo
ignoran la centralidad determinante de los modos de producción, los autonomistas estatales
arguyen que los análisis de sistema-mundo tornan la esfera política en una zona cuyas
realidades derivan de, y son determinadas por, la base económica. Las críticas del sociólogo
Theda SKocpol y del politólogo Aristide Zolberg sostienen este punto, inspirados en el
trabajo del historiador alemán Otto Hintze. Este grupo insiste que uno no puede explicar lo
que sucede en el ámbito estatal o interestatal mediante el sencillo proceso de pensar en esas
arenas como parte de una economía-mundo capitalista. Las motivaciones que gobiernan la
acción en dichas arenas, sostienen, son autónomas y responden a otras presiones que el
comportamiento del mercado.

Finalmente, con el advenimiento de varios conceptos "pos-"ligados a los estudios culturales,


los análisis de sistema-mundo han sido atacados con argumentos análogos a los utilizarlos
por los autonomistas estatales. Se dice que el análisis de sistema-mundo deriva de la
superestructura (en este caso, la esfera cultural) de la base económica y que desprecia la
realidad central y autónoma de la esfera cultural (véase, por ejemplo, la crítica del sociólogo
cultural Stanley Aronowitz). Se acusa a los analistas de sistema-mundo de cometer los errores
tanto del positivismo nomotético como del marxismo ortodoxo, aunque los analistas de
sistema-mundo se ven como críticos de ambas escuelas de pensamiento. Los análisis de
sistema-mundo son acusados de ser apenas otra versión de una "gran narrativa". A pesar de la
afirmación de que los análisis de sistema-mundo están abocados a la "historia total" se los
acusa de economicistas, esto es, de dar prioridad a la esfera económica sobre otras esferas de
la actividad humana. A pesar de su temprano y fuerte ataque contra el eurocentrismo, se lo
acusa de ser eurocéntrico al no aceptar la autonomía irreducible de diferentes identidades
culturales. En suma, que niega la centralidad de la "cultura".
Por supuesto, los análisis de sistema-mundo son de hecho una gran narrativa. Los
análisis de sistema-mundo argumentan que todas las actividades de todas las formas de saber
incluyen, necesariamente, grandes narrativas, pero que algunas de estas narrativas reflejan la
realidad con mayor precisión que otras. En su insistencia sobre la historia total y la
unidisciplinariedad, los analistas de sistema-mundo rechazan sustituir una llamada base
cultural por una base económica. Más aún, como hemos dicho, buscan abolir las líneas entre
los modelos de análisis económico, político y sociocultural. Sobre todo, los analistas de
sistema-mundo no quieren deshacerse de todo. Estar en contra del cientificismo no es estar
contra la ciencia. Estar en contra del concepto de estructuras atemporales no significa que las
estructuras (enmarcadas en el tiempo) no existan. La convicción de que la presente
organización de las disciplinas es un obstáculo a vencer no significa que no se haya arribado
a un conocimiento colectivo (no importa qué tan provisional o heurístico). El estar en contra
del particularismo disfrazado de universalismo no significa que todos los puntos de vista son
igualmente válidos y que la búsqueda de un universalismo pluralista es fútil.
Lo que estas cuatro críticas tienen en común es la impresión que los análisis de
sistema-mundo carecen de un actor central en su narrativa de la historia. Para el positivismo
nomotético, el actor es el individuo, homo rationalis. Para el marxismo ortodoxo, el actor es
el proletariado industrial. Para los autonomistas estatales, es el hombre político. Para los

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particularistas culturales, cada uno de nosotros (diferente de todos los demás) es un actor
comprometido con un discurso autónomo con el resto. Para el análisis de sistema-mundo,
estos actores, al igual que la larga lista de estructuras que uno puede enumerar, son los
productos de un proceso. No son elementos atómicos primordiales, sino que forman parte de
una mezcla sistémica de la cual emergieron y sobre la cual actúan. Actúan libremente, pero su
libertad está limitada por sus biografías y por las prisiones sociales de las que forman parte.
El análisis de sus prisiones los libera en el grado sumo que pueden ser liberados. En la
medida que analizamos nuestras prisiones sociales, nos liberamos de sus límites hasta donde
podemos ser liberados.

Finalmente, debe recalcarse que para los analistas de sistema-mundo, el tiempo y el espacio
—o mejor dicho el compuesto TiempoEspacio— no son realidades externas inmutables que
se encuentran de alguna manera ahí afuera y dentro de cuyos marcos existe la realidad social.
Los TiempoEspacios son construcciones reales que se encuentran en constante evolución y
cuya construcción es parte componente de la realidad social que analizamos. Los sistemas
históricos dentro de los que vivimos son, efectivamente, sistémicos, pero también son
históricos. Permanecen iguales a lo largo del tiempo, pero no son idénticos de un minuto al
siguiente. Ésta es una paradoja, pero no una contradicción. La habilidad para lidiar con esta
paradoja, que no podemos evitar, es la principal tarea de las ciencias sociales históricas. Esto
no es un acertijo, sino un desafío.

2. El sistema-mundo moderno como economía-mundo capitalista: producción, plusvalía


y polarización

El mundo en el que vivimos, el sistema-mundo moderno, tuvo sus orígenes en el siglo xvi.
Este sistema-mundo estaba entonces localizado en sólo una parte del globo, principalmente
en partes de Europa y de América. Con el tiempo, se expandió hasta abarcar todo el mundo.
Es y ha sido siempre una economía-mundo. Es y ha sido siempre una economía-mundo
capitalista. Deberíamos comenzar por explicar lo que estos dos términos, economía-mundo y
capitalismo, denotan. Será más sencillo entonces apreciar los contornos históricos del
sistema-mundo moderno, sus orígenes, su geografía, su desarrollo temporal y su crisis
estructural contemporánea.
Lo que queremos significar con economía-mundo (la économie-monde de Brandel) es
una gran zona geográfica dentro de la cual existe una división del trabajo y por lo tanto un
intercambio significativo de bienes básicos o esenciales así como un flujo de capital y
trabajo. Una característica definitoria de una economía-mundo es que no está limitada por
una estructura política unitaria. Por el contrario, hay muchas unidades políticas dentro de una
economía-mundo, tenuemente vinculadas entre sí en nuestro sistema-mundo moderno dentro
de un sistema interestatal. Y una economía-mundo comprende muchas culturas y grupos (que
practican múltiples religiones, hablan múltiples idiomas y son diferentes en sus
comportamientos

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