E E J R J:: L Poema de Uan Amón Iménez Un Monumento de La Conciencia Poética Moderna
E E J R J:: L Poema de Uan Amón Iménez Un Monumento de La Conciencia Poética Moderna
E E J R J:: L Poema de Uan Amón Iménez Un Monumento de La Conciencia Poética Moderna
Algunas claves desde el proceso de gestación «en el otro costado»: Juan Ramón
en América
Recientemente ha afirmado Cintio Vitier (en Blasco / Piedra [2006: 378]): «Por ese
coloquio [con Lezama], por su trabajo sobre Martí, por su prólogo a La poesía cubana en
1936, por todo lo que hizo, escribió y dijo entre nosotros, por su presencia irradiante y lo
que significó para Ballagas, para Florit y para los poetas de Orígenes, yo lo considero uno
de los fundadores de la cultura poética cubana de este siglo».
Es evidente que la interinfluencia de Juan Ramón y los poetas de América se en-
cuentra ya en las primeras etapas de su escritura. Él conoce bien no solo la poesía de
Darío, auténtico impulso creador de su obra primera (recordemos que su primer libro,
Ninfeas, aparece con «Atrio» de Rubén Darío: «¿Tienes, joven amigo, ceñida la coraza /
para empezar valiente la divina pelea?»), sino la de los principales poetas hispanoameri-
canos coetáneos: José Martí, José Asunción Silva, Manuel Gutiérrez Nájera o Leopol-
do Lugones.
Sabemos que su visión del Modernismo, como el espíritu de una época —que pronto
oscilará desde su primer momento parnasiano (en el que subraya la importancia de José
María de Heredia) hacia el simbolismo (en la que su propia aportación es el centro mis-
mo)—, resulta hoy de innegable acierto y actualidad. Así lo reconocerá Octavio Paz:
La corriente central de la poesía posterior al modernismo se desprende lentamente de
ese movimiento a través de sucesivas mutaciones, todas ellas inspiradas por un afán de
desnudez y simplicidad. Esta corriente parte de Juan Ramón Jiménez: con él y por él, sin
negarse, el modernismo cambia y se vuelve otro. La influencia de este poeta se extendió
por todo el ámbito de la lengua durante más de quince años. Los poetas de la generación
española de 1927, la mayoría de los «Contemporáneos» en México, los cubanos Florit y
Ballagas, el argentino Molinari y muchos otros lo siguieron, al menos en sus comienzos.
Habría que añadir que, además, el libro que cierra el ciclo del Diario, Piedra y cielo,
dio nombre en los años treinta a toda una promoción de poetas colombianos, los «pie-
dracielistas».
Pero no se trata ahora de insistir en algo sabido: Juan Ramón es, en su época, el me-
jor crisol de la poesía en lengua española a uno y otro lado del Atlántico, al tiempo que
fue la influencia mayor para la renovación de la creación poética en nuestro idioma.
Ahora nos centraremos en la importancia que tuvo la experiencia directa de La Flori-
da en la gestación de su obra culminante, el poema Espacio, «monumento de la concien-
cia poética moderna», como muy acertadamente lo ha calificado Octavio Paz.
Es una lástima que el Diario de Zenobia se interrumpa entre finales de 1940 y el 15
de noviembre de 1943, el tiempo de gestación del poema Espacio. Son meses de impor-
tancia decisiva para la pareja y tal vez por ello, en la atención a la grave crisis que sufre
Juan Ramón y que le llevó al Hospital de la Universidad de Miami, Zenobia dejara de
ser notaria de los acontecimientos más importantes de la pareja. No obstante, cuando
retoma la escritura del diario nos ofrece un testimonio fundamental:
Ayer, cuando cogí el diario de septiembre de 1939 a junio de 1940, leí y reviví el pasado
con tal placer que sentí mucho haberlo abandonado cuando ocurrían cambios importantes
en nuestra vida. Voy a reconstruir, para una futura lectura, algunos de los eslabones que
faltan. Mi agenda me servirá mucho para las fechas. Recuerdo con especial alegría un día
que omití por completo en estas mismísimas páginas: nuestro regreso del Hospital de la
Universidad de Miami, memoria cariñosa de J. R., feliz como un niño cuando ambos vol-
vimos a nuestro alegre y claro pisito, después de la batalla por recobrar la salud. ¡Parecía
como si J. R. hubiera entrado en el Paraíso! Todavía estaba débil y había perdido mucho
peso, pero ya fuera por estar libre de la tensión nerviosa durante los días en que dejó el tra-
tamiento de las vitaminas, el hecho es que lo invadió una fase casi febril de energía creado-
ra durante la cual se ponía a trabajar temprano por la mañana y todo el día, dictándome a
una velocidad fantástica de tres libros al mismo tiempo, su poema de «la emoción perenne»
(como la llamo yo), su autobiografía (Camprubí [2006b, 2: 227]).
1
No olvidemos que Juan Ramón puso al frente de Tiempo (Jiménez [2001: 73]) esta cita de Heráclito: «...
Lo vivo y lo muerto son una cosa misma en nosotros, lo despierto y lo dormido, lo joven y lo viejo: lo uno,
movido de su lugar, es lo otro, y lo otro, a su lugar devuelto, es lo uno...». Con ella nos hace conscientes de la
importancia que tiene la superación de una lógica dual y la importancia de la fusión de contrarios.
2
Mundo físico que, por otra parte, le interesaba y conocía muy bien. Mercedes Juliá [1991: 373] recuerda
en la nota 1 de su artículo «Cosmovisión en el último Juan Ramón Jiménez»: «Es cosa sabida que Juan Ramón
Jiménez era ávido lector y tenía amplios conocimientos de las artes, la filosofía y las ciencias. Entre sus libros
de Puerto Rico se encontraba el de Lincoln Barnett, The Universe and Doctor Einstein, que explica en detalle
la teoría de la relatividad y sus implicaciones metafísicas».
lunas, sombra y luz... el mar y el cielo, la noche... Y, sin duda, en el poema adquieren
un lugar central, por su carácter crítico, las referencias a la poesía, al lenguaje, a la
música, a la Belleza...
Pasan vientos como pájaros, pájaros igual que flores, flores soles y lunas, lunas soles
como yo, como almas, como cuerpos, cuerpos como la muerte y la resurrección; como
dioses. Y soy un dios sin espada, sin nada de lo que hacen los hombres con su ciencia; sólo
con lo que es producto de lo vivo, lo que se cambia todo; sí, de fuego o de luz, luz. ¿Por
qué comemos y bebemos otra cosa que luz o fuego? Como yo he nacido en el sol, y del sol
he venido aquí a la sombra, ¿soy de sol, como el sol alumbro?, y mi nostaljia, como la de la
luna, es haber sido sol de un sol un día y reflejarlo sólo ahora.
Lo único que afirma Juan Ramón es que lo que hace fluir Espacio no es la anecdótica.
Por ello no tiene asunto, y por ello hace mal la crítica cuando restituye con todo lujo de
detalles alusiones de Juan Ramón a acontecimientos de su vida que no son necesarios ni
siquiera pertinentes para la lectura e interpretación adecuada del texto.
Espacio es poema de «lo que queda», es palabra y expresión que apuntan hacia y nos
preparan para un silencio significante en el que todo se nos revela. Y por ello, «escribir
no es sino la preparación para no escribir, para el estado de gracia poético, intelectual o
sensitivo. Ser uno poesía y no poeta».
En mi libro El poema único. Estudios sobre Juan Ramón Jiménez he procurado explicar
esta dinámica entre silencio y escritura, entre lo «fable» y lo inefable, especialmente en
la obra última de nuestro poeta:
En sus últimos años de lucidez poética Juan Ramón se había dedicado como nunca a la
«dilucidación de su Poema Único». Se trataba de llevar al límite la palabra, de otear el hori-
zonte de lo nunca escrito, de buscar el nombre de lo nunca nombrado, y en su extremo, de
lo innombrable. Y también de hacerse inmanente en su palabra para salvarse de la muerte:
volcarse en sus escritos para que, finalmente, fueran todo él.
Juan Ramón buscaba —en vano, y él también lo sabía— el vaciamiento del Poema
Único en su poesía. La subversión radical. La realización de lo irrealizable. Se trataba de
franquear la frontera misma que separaba a los dioses de los mortales. Y por ello comen-
zará Espacio con ese estremecedor arranque: «Los dioses no tuvieron más sustancia que
la que tengo yo». Es la manifestación de la hybris en la palabra. Una soberbia creadora que
ofrece punto de arranque a un proceso ascensional que, sin embargo, acaba en la caída de
la conciencia en el estremecedor «monodiálogo» final.
El poeta se exige a sí mismo «¡Concentrarme, concentrarme, hasta oírme el centro
último, el centro que va a mi yo más lejano, el que me sume en el todo!». Y esa concentra-
ción no es empequeñecimiento, sino desemplazamiento, viaje a un centro expansivo que
nos funde con el todo.
Juan Ramón, en lo mejor de la tradición mallarmeana, había experimentado también
la angustia y la emergencia del poema desde la página en blanco; el envés de lo dicho. Lo
no-dicho. La expresión pura del decir... (Vázquez Medel [2005: 13-14]).
El poeta —ahora desde su conciencia crítica como creador y a la vez como lector de
su poema— pone el énfasis en la analogía musical, ofreciéndonos, como una revelación
llegada por la gracia, esta música verbal de lo inefable.
Sobre la singularidad de Espacio y su intento de dar respuesta a algo esencial, recor-
demos las palabras de Octavio Paz:
Su carrera hacia la muerte fue carrera hacia la juventud poética. En todos sus cambios
Jiménez fue fiel a sí mismo. No hubo evolución, sino maduración, crecimiento. Su cohe-
rencia es como la del árbol que cambia pero no se desplaza. No fue un poeta simbolista:
es el simbolismo en lengua española. Al decir esto no descubro nada; él mismo lo dijo
muchas veces. La crítica se empeña en ver en el segundo y tercer Jiménez a un negador
del «modernismo»: ¿cómo podría serlo si lo lleva a sus consecuencias más extremas y,
añadiré, naturales: la expresión simbólica del mundo? Unos años antes de morir escribe
Espacio, largo poema que es una recapitulación y una crítica de su vida poética. Está frente
al paisaje tropical de Florida (y frente a todos los paisajes que ha visto o presentido): ¿habla
solo o conversa con los árboles? Jiménez percibe por primera vez, y quizá por última, el
silencio in-significante de la naturaleza. ¿O son las palabras humanas las que únicamente
son aire y ruido? La misión del poeta, nos dice, no es salvar al hombre, sino salvar al mun-
do: nombrarlo. Espacio es uno de los monumentos de la conciencia poética moderna y con
ese texto capital termina la interrogación que el gran cisne hizo a Darío en su juventud
(Paz [1991, 3: 111]).
A Paz no le cabe la más mínima duda de que estamos ante una obra culminante,
propia de esos tiempos finales, que supone una transformación de su escritura poética y
uno de los legados más importantes para la poesía futura:
Espacio es lo que está más allá de la poesía de Jiménez: es la transfiguración del poeta
español en un poeta de vanguardia: el Altazor de Huidobro —y su negación—. Uno de los
textos capitales de la poesía moderna, el testamento del yo poético dirigido a un «legatario
expreso» aunque improbable: los poetas de hoy, empeñados en abolir el yo poético como
nuestros predecesores abolieron a Dios (Paz [1991, 3: 288]).
como aquel poema de universos. Abrazados los dos en olvidada y presente desnudez plena,
como un orbe aislado, con la fuerza elemental de toda la creación, tus ojos verdes, único ver
mío, me han dado eternidad completa hecha amor (Jiménez [2001: 74]).
Algunas claves para la dilucidación del «Poema Único» hacia el que apunta Espacio
Para ello, parte del único sistema de coordenadas desde el que podemos ubicar lo hu-
mano, y que coincide con ese universal lingüístico que son las deixis espacial, temporal
y personal. En efecto, la condición misma de la emergencia de nuestro pensamiento es
ese «yo, aquí, ahora» constituido por nuestra conciencia.
Hace algunos años iniciaba la formulación de la Teoría del emplazamiento con unas pala-
bras que —creo— iluminan el propósito, el logro (¡y a la vez el fracaso!) del poema Espacio:
En el Prólogo a la Historia de la eternidad (1936) para sus Obras Completas, Jorge Luis
Borges, tras lamentarse de no haber arrancado en su deriva cronológica de los hexámetros
de Parménides («no ha sido nunca ni será, porque es»), afirma: «El movimiento, ocupación
de sitios distintos en instantes distintos es inconcebible sin tiempo; asimismo lo es la in-
movilidad, ocupación de un mismo lugar en distintos puntos del tiempo. ¿Cómo pude no
sentir que la eternidad, anhelada con amor por tantos poetas, es un artificio espléndido
que nos libra, siquiera de manera fugaz, de la intolerable opresión de lo sucesivo?».
Mas, en efecto, la eternidad es imaginación y artificio, y nuestra corporeidad, nuestra
materialidad está impregnada, preñada, de espacio y tiempo. Somos espacio y tiempo. No
podemos escapar a ellos: ni en el movimiento, ni en la inmovilidad. En el uno y en la otra se
manifiesta la sucesividad y, con ella, el cambio, la mutación, el discurrir del flujo en el que
estamos. Sólo nuestra desaparición, la pérdida de la materialidad que nos constituye, haría
difuminarse —para nosotros— el espacio y el tiempo (nuestro espacio, nuestro tiempo).
Estamos, pues, repletos de vida y heridos de muerte. Abocados al fluir, al discurrir en que
todo se transforma y nada permanece (Vázquez Medel [2003: 21]).
FRAGMENTO SEGUNDO
(Cantada)
«Y para recordar por qué he vivido», vengo a ti, río Hudson de mi mar. «Dulce como
esta luz era el amor...» «Y por debajo de Washington Bridge (el puente más con más de
esta New York) pasa el campo amarillo de mi infancia». Infancia, niño vuelvo a ser y soy,
perdido, tan mayor, en lo más grande. Leyenda inesperada: «dulce como la luz es el amor»,
y esta New York es igual que Moguer, es igual que Sevilla y que Madrid. Puede el viento, en
la esquina de Broadway, como en la Esquina de las Pulmonías de mi calle Rascón, conmigo;
y tengo abierta la puerta donde vivo, con sol dentro. «Dulce como este solo era el amor».
Me encontré al instalado, le reí, y me subí al rincón provisional, otra vez, de mi soledad, y
mi silencio, tan igual en el piso 9 y sol, al cuarto bajo de mi calle y cielo. «Dulce como este
sol es el amor». Me miraron ventanas conocidas con cuadros de Murillo. En el alambre de
lo azul, el gorrión universal cantaba, el gorrión y yo cantábamos, hablábamos; y lo oía la de
la mujer en el viento de mundo. ¡Qué rincón ya para suceder mi fantasía! El sol quemaba
el sur del rincón mío, y en el lunar menguante de la estera, crecía dulcemente mi ilusión
queriendo huir de la dorada mengua. «Y por debajo de Washington Bridge, el puente más
amigo de New York, corre el campo dorado de mi infancia...» Bajé lleno a la calle, me abrió
el viento la ropa, el corazón; vi caras buenas. En el jardín de St. John the Devine, los chopos
verdes eran de Madrid; hablé con un perro y un gato en español: y los niños del coro, lengua
eterna, igual del paraíso y de la luna, cantaban, con campanas de San Juan, en el rayo de
sol derecho, vivo, donde el cielo flotaba hecho armonía violeta y oro; iris ideal que bajaba y
subía, que bajaba... «Dulce como este sol era el amor». Salí por Amsterdam, estaba allí la
luna (Morningside); el aire ¡era tan puro! frío no, fresco, fresco; en él venía vida de prima-
vera nocturna, y el sol estaba dentro de la luna y de mi cuerpo, el sol presente, el sol que
nunca más me dejaría los huesos solos, sol en sangre y él. Y entré cantando ausente en la
arboleda de la noche y el río que se iba bajo Washington Bridge con sol aún, hacia mi España
por oriente, a mi oriente de mayo de Madrid; un sol ya muerto, pero vivo; un sol presente,
pero ausente; un sol rescoldo de vital carmín, un sol carmín vital en el verdor, un sol vital
en el verdor ya negro, un sol en el negror ya luna; un sol en la gran luna de carmín; un sol
de gloria nueva, nueva en otro Este; un sol de amor y de trabajo hermoso; un sol como el
amor... «Dulce como este sol era el amor» (Jiménez [2005: 1276-1277]).
Sin embargo, Espacio no es solo —como en gran medida sí lo es Dios deseado y de-
seante— expresión culminante del hallazgo de sentido de toda una vida en el amor y
la belleza, fusión ahora total de las tres desnudas presencias en respuesta encarnada
en palabra. La palabra humana es frágil... Nada tiene que ver con el Verbo generador,
origen de todo, en el que todo está contenido y adquiere sentido... Nuestra palabra es
siempre expresión de una escisión, de una separación, de una multiplicidad que se re-
siste a ser integrada. Por ello no podemos leer Espacio sin atender al fragmento tercero,
que es su culminación y que nos lleva —como ningún poeta lo ha hecho— a los límites
abismáticos de la muerte.
La pregunta, aparentemente resuelta, se reabre, y el poema termina en terrible y
dramática interrogación. El régimen ascensional, eufórico, de los dos primeros fragmen-
tos se quiebra. Y lo hace desde las primeras líneas del fragmento tercero, en las que
percibimos ese cambio de tono:
«Y para recordar por qué he venido», estoy diciendo yo. «Y para recordar por qué he
nacido», conté yo un poco antes, ya por La Florida. «Y para recordar por qué he vivido»,
vuelvo a ti mar, pensé yo en Sitjes, antes de una guerra, en España, del mundo. ¡Mi pre-
sentimiento! Y entonces, marenmedio, mar, más mar, eterno mar, con su luna y su sol
eternos por desnudos, como yo, por desnudo, eterno; el mar que me fué siempre vida
nueva, paraíso primero, primer mar. El mar, el sol, la luna, y ella y yo, Eva y Adán, al fin y
ya otra vez sin ropa, y la obra desnuda y la muerte desnuda, que tanto me atrajeron. Des-
nudez es la vida y desnudez la sola eternidad... Y sin embargo, están, están, están, están
llamándonos a comer, gong, gong, gong, gong, en esta eternidad de Adán y Eva, Adán
de smoking, Eva... Eva se desnuda para comer como para bañarse; es la mujer y la obra y
la muerte, es la mujer desnuda, en eterna metamorfosis. ¡Qué estraño es todo esto, mar,
Miami! (Jiménez [2005: 1277]).
dejarme? ¿Y por qué te has de ir de mí, conciencia? ¿No te gustó mi vida? Yo te busqué tu
esencia. ¿Qué sustancia le pueden dar los dioses a tu esencia, que no pudiera darte yo? Ya te
lo dije al comenzar: «Los dioses no tuvieron más sustancia que la que tengo yo». ¿Y te has de
ir de mí tú, tú a integrarte en un dios, en otro dios que este que somos mientras tú estás en
mí, como de Dios? (Jiménez [2005: 1284-1285]).
Espacio se gestó en el otro costado de un Atlántico que a la vez une y separa, que el
poeta quiso unir para siempre con la Lírica de una Atlántida perdida y reencontrada en
el espacio simbólico de la palabra, «casa de tiempo y de silencio que va al río de la vida».
Hoy conocemos bien la extraordinaria potencia simbólica del imaginario final juanramo-
niano, «una aventura hacia lo absoluto, aventura cincelada en la palabra, dimanada de
los confines del ser, de la diamantina luz última de su conciencia» (Recio [2002: 194]).
Por ello, Espacio se gestó también desde el otro costado de la vida y la muerte, desde los
afueras del límite de la palabra. Y por ello mantendrá siempre la tensión de lo más noble,
lo más alto, lo más profundo de lo humano. Es, verdaderamente, un momento privile-
giado y un monumento de la conciencia poética moderna. Pero, incluso trascendiendo el
tiempo, un monumento de la expresión de lo radical humano en la palabra creadora.
BIBLIOGRAFÍA
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