E E J R J:: L Poema de Uan Amón Iménez Un Monumento de La Conciencia Poética Moderna

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El poema Espacio de Juan Ramón Jiménez:


un monumento de la conciencia poética moderna

Manuel Ángel Vázquez Medel


Universidad de Sevilla

«Los dioses no tuvieron más sustancia que la que tengo yo». Yo


tengo, como ellos, la sustancia de todo lo vivido y de todo lo por-
vivir. No soy presente sólo, sino fuga raudal de cabo a fin. Y lo que
veo, a un lado y otro, en esta fuga (rosas, restos de alas, sombra
y luz) es sólo mío, recuerdo y ansia míos, presentimiento, olvido.
¿Quién sabe más que yo, quién, qué hombre o qué dios puede, ha
podido, podrá decirme a mí qué es mi vida y mi muerte, qué no es?
Si hay quien lo sabe, yo lo sé más que ése, y si quien lo ignora, más
que ése lo ignoro. Lucha entre este ignorar y este saber es mi vida,
su vida, y es la vida (Jiménez [2005: 1269]).

Afortunadamente, en la actualidad no podemos repetir el tópico que tan solo hace


unas décadas era cierto: el poema Espacio de Juan Ramón Jiménez, incluso a la altura
del centenario de su nacimiento en 1981, no había recibido la atención crítica que una
obra de tal dimensión universal merecía. «Por mucho tiempo —afirma M. Juliá [1991:
366]— el poema quedó sin analizar, admirado pero también ignorado». Desde entonces
hasta ahora —a los primeros e imprescindibles estudios de Howard T. Young [1968],
sobre su composición y publicación, al primer análisis monográfico de María Teresa Font
[1972], que contempla el poema como «autobiografía lírica», o a la publicación, con otros
valiosos materiales, que hiciera Aurora de Albornoz [1974] en su edición de En el otro
costado, y posteriormente en edición independiente [1982]—, se han ido sucediendo
los estudios y ediciones de Arturo del Villar [1986, junto con Tiempo], Mercedes Ju-
liá [1988], Gilbert Azam [1988], Almudena del Olmo Iturriarte [1995, 2005] y Alfonso
Alegre Heitzmann [1999], o las aportaciones de Antonio Sánchez Romeralo [1983] o
Francisco J. Díaz de Castro [1991], por solo citar algunas de las más destacadas. Las edi-
ciones del proyecto inacabado de Tiempo [1986, 2001, 2005] iluminan, sin duda, la mejor
comprensión del texto, pues —como afirma Almudena del Olmo [1995: 125]— «Tiempo
y Espacio son textos independientes pero complementarios. Es preciso leer Espacio des-
de Tiempo para su justa comprensión y, a su vez, se hace necesario acudir a Espacio para
entender lo que Tiempo supone». Parece mucho más indiscutible la segunda parte de la
afirmación —no entendemos Tiempo sin Espacio— que la primera: la lectura de Tiempo
permite captar con mayor detalle (que no con mayor profundidad) aspectos concretos
de Espacio, pero su autonomía textual y calidad estética nos parecen incuestionables,
como la propia historia de las sucesivas publicaciones y análisis de los textos confirma.

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En cualquier caso, no es mi propósito aquí retomar cuestiones menores que han


entrado a formar ya parte de la exégesis y hermenéutica de Espacio (palabras que, por
cierto, utilizo aquí intencionalmente con toda la carga que tienen en relación con textos
«sagrados», pues Espacio lo es, desde su culminación místico-poética). Muy al contrario,
creo que en el caso de la obra culminante de Juan Ramón nos hemos perdido en exceso
en consideraciones colaterales o notas ilustrativas a pie de página, y se nos ha escapado
el núcleo generador y el sentido último del texto, que no es otro que la búsqueda sufi-
ciente (e inmanente) del sentido de la vida y la muerte desde la plenitud de conciencia,
el ansia de eternidad y la constatación de los hilos ocultos que lo relacionan todo.

Algunas claves desde el proceso de gestación «en el otro costado»: Juan Ramón
en América

El 22 de agosto de 1936 Juan Ramón Jiménez, con pasaporte diplomático como


agregado cultural honorario de la Embajada de Washington, sale de España en compa-
ñía de Zenobia por la Junquera. Tras pasar por París, embarcaron en Cherburgo en el
trasatlántico Aquitania, que les llevaría a Nueva York. Pronto irían —buscando el calor
del idioma— hacia Puerto Rico —donde solo estuvieron un par de meses— y más tarde,
pasando por Santo Domingo, a Cuba, donde permanecieron desde finales de 1936 hasta
principios de 1939. Juan Ramón emprende una actividad desconocida en él: dicta confe-
rencias, hace manifestaciones públicas a favor de la República, permanece en contacto
con los niños y con los estudiantes que constantemente le rodean.
Juan Ramón ha iniciado su vida en el otro costado, y este «tercero mar» que le ha
separado para siempre de su España —amada ahora con más intensidad desde la distan-
cia y en este lacerado trance del desgarro civil— le traerá una renovación poética que,
entre 1936 y 1954, nos ofrecerá esa culminante Lírica de una Atlántida con libros tan
hermosos como En el otro costado (proyecto al que pertenece Espacio), Una colina meri-
diana, Dios deseado y deseante y De ríos que se van. Son obras que, a pesar de sus grandes
diferencias, deben ser leídas en conjunto, como núcleo de esta última estación poética
de Juan Ramón Jiménez y —por supuesto— en íntima relación con toda su escritura
anterior, que es —además de su intrínseco valor— fundación para la obra última.
América había estado siempre presente en su mente y en su corazón. Por eso duran-
te su estancia en Cuba puede escribir:
La Habana está en mi imajinación y mi anhelo andaluces, desde niño. Mucha Habana
había en Moguer, en Huelva, en Cádiz, en Sevilla. ¡Cuántas veces, en todas mis vidas, con
motivos gratos o lamentables, pacíficos o absurdos, he pensado profundamente en La Ha-
bana, en Cuba! La estensa realidad ha superado el total de mis sueños y mis pensamientos,
aunque como otras veces al «conocer» una ciudad presente me haya vuelto al revés su
imajen de ausencia y se hayan quedado las dos luchando en mi cámara oscura.
Mi nueva visión de La Habana, de la Cuba que he tocado, su existencia vista, quedan
ya incorporadas a lo mejor de mi memoria.
Desde este diario íntimo, gracias también a La Habana, hermosamente escondida, al
secreto de La Habana, a la tercera Habana que acaso no «veré» nunca.

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Recientemente ha afirmado Cintio Vitier (en Blasco / Piedra [2006: 378]): «Por ese
coloquio [con Lezama], por su trabajo sobre Martí, por su prólogo a La poesía cubana en
1936, por todo lo que hizo, escribió y dijo entre nosotros, por su presencia irradiante y lo
que significó para Ballagas, para Florit y para los poetas de Orígenes, yo lo considero uno
de los fundadores de la cultura poética cubana de este siglo».
Es evidente que la interinfluencia de Juan Ramón y los poetas de América se en-
cuentra ya en las primeras etapas de su escritura. Él conoce bien no solo la poesía de
Darío, auténtico impulso creador de su obra primera (recordemos que su primer libro,
Ninfeas, aparece con «Atrio» de Rubén Darío: «¿Tienes, joven amigo, ceñida la coraza /
para empezar valiente la divina pelea?»), sino la de los principales poetas hispanoameri-
canos coetáneos: José Martí, José Asunción Silva, Manuel Gutiérrez Nájera o Leopol-
do Lugones.
Sabemos que su visión del Modernismo, como el espíritu de una época —que pronto
oscilará desde su primer momento parnasiano (en el que subraya la importancia de José
María de Heredia) hacia el simbolismo (en la que su propia aportación es el centro mis-
mo)—, resulta hoy de innegable acierto y actualidad. Así lo reconocerá Octavio Paz:
La corriente central de la poesía posterior al modernismo se desprende lentamente de
ese movimiento a través de sucesivas mutaciones, todas ellas inspiradas por un afán de
desnudez y simplicidad. Esta corriente parte de Juan Ramón Jiménez: con él y por él, sin
negarse, el modernismo cambia y se vuelve otro. La influencia de este poeta se extendió
por todo el ámbito de la lengua durante más de quince años. Los poetas de la generación
española de 1927, la mayoría de los «Contemporáneos» en México, los cubanos Florit y
Ballagas, el argentino Molinari y muchos otros lo siguieron, al menos en sus comienzos.

Habría que añadir que, además, el libro que cierra el ciclo del Diario, Piedra y cielo,
dio nombre en los años treinta a toda una promoción de poetas colombianos, los «pie-
dracielistas».
Pero no se trata ahora de insistir en algo sabido: Juan Ramón es, en su época, el me-
jor crisol de la poesía en lengua española a uno y otro lado del Atlántico, al tiempo que
fue la influencia mayor para la renovación de la creación poética en nuestro idioma.
Ahora nos centraremos en la importancia que tuvo la experiencia directa de La Flori-
da en la gestación de su obra culminante, el poema Espacio, «monumento de la concien-
cia poética moderna», como muy acertadamente lo ha calificado Octavio Paz.
Es una lástima que el Diario de Zenobia se interrumpa entre finales de 1940 y el 15
de noviembre de 1943, el tiempo de gestación del poema Espacio. Son meses de impor-
tancia decisiva para la pareja y tal vez por ello, en la atención a la grave crisis que sufre
Juan Ramón y que le llevó al Hospital de la Universidad de Miami, Zenobia dejara de
ser notaria de los acontecimientos más importantes de la pareja. No obstante, cuando
retoma la escritura del diario nos ofrece un testimonio fundamental:
Ayer, cuando cogí el diario de septiembre de 1939 a junio de 1940, leí y reviví el pasado
con tal placer que sentí mucho haberlo abandonado cuando ocurrían cambios importantes
en nuestra vida. Voy a reconstruir, para una futura lectura, algunos de los eslabones que

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faltan. Mi agenda me servirá mucho para las fechas. Recuerdo con especial alegría un día
que omití por completo en estas mismísimas páginas: nuestro regreso del Hospital de la
Universidad de Miami, memoria cariñosa de J. R., feliz como un niño cuando ambos vol-
vimos a nuestro alegre y claro pisito, después de la batalla por recobrar la salud. ¡Parecía
como si J. R. hubiera entrado en el Paraíso! Todavía estaba débil y había perdido mucho
peso, pero ya fuera por estar libre de la tensión nerviosa durante los días en que dejó el tra-
tamiento de las vitaminas, el hecho es que lo invadió una fase casi febril de energía creado-
ra durante la cual se ponía a trabajar temprano por la mañana y todo el día, dictándome a
una velocidad fantástica de tres libros al mismo tiempo, su poema de «la emoción perenne»
(como la llamo yo), su autobiografía (Camprubí [2006b, 2: 227]).

Afortunadamente tenemos otros testimonios de esta recuperación de Juan Ramón


en La Florida en el epistolario recientemente publicado de Zenobia Camprubí [2006a:
291] a Juan Guerrero. Así, en carta fechada en Coral Gables el 5 de enero de 1941,
afirma: «Juan va muchísimo mejor, tan bien que su trabajo va muy adelantado, pero la
corrección lo deja completamente agotado de cansancio cuando se prolonga»; o el 16
de enero: «Juan sigue trabajando de firme y deseando reunir sus materiales mientras
más pronto y más completamente posible mejor» (Camprubí [2006a: 293]). Dos días
después escribe: «Guardo lo mejor para lo último. Las vitaminas están dando un fruto
insospechado en Juan Ramón, que, hace tres días, empezó un nuevo libro en prosa, tan
vigoroso y fluido que estoy encantada. Salió porque sí, sin buscarlo ni siquiera quererlo,
así que es fuente que mana» (Camprubí [2006a: 295]). Me parece evidente que —a
pesar de la indicación que Alegre Heitzmann hace a Españoles de tres mundos— Zenobia
se refiere a esa escritura febril y casi rapsódica de Espacio y Tiempo.
Solo con el propósito de traer al frente de nuestro recorrido las palabras del poeta
que han orientado (y también desorientado) la mayor parte de las interpretaciones, voy
a recordar sus conocidos textos dirigidos a Cernuda y Diez-Canedo, con alguna peque-
ña apostilla.
Como es sabido, en julio de 1943, Juan Ramón, desde Washington, dirige a Luis Cer-
nuda estas palabras, en las que encontramos la primera referencia a Espacio:
Ahora, hace tres años tengo en mi lápiz un poema que llamo ‘Espacio’ y sobrellamo
‘Estrofa’, y llevo ya de él unas 115 páginas seguidas. Pero sin asunto, en sucesión natural.
Creo que en la escritura poética, como en la pintura o la música, el asunto es la retórica,
‘lo que queda’, la poesía. Mi ilusión ha sido siempre ser más cada vez el poeta de ‘lo que
queda’, hasta llegar un día a no escribir. Escribir no es sino la preparación para no escribir,
para el estado de gracia poético, intelectual o sensitivo. Ser uno poesía y no poeta (Jimé-
nez [1977: 59]).

Además de ubicarnos en el arranque de la composición del poema, que desde el


primer momento llama Espacio —y que en su primera publicación completa en Poesía
española (1954) lleva al pie las fechas de 1941, 1942, 1954—, se insiste en que este ex-
tenso poema —sin duda en verso libre, tal y como aparecieron el primer y el segundo
fragmento en Cuadernos Americanos en 1943 y 1944— no tiene asunto (en otro lugar
dirá «argumento»); es escritura «en sucesión natural». Y, en efecto, «Sucesión» será el

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nombre que ofrezca al primer y al tercer fragmento, unidos y a la vez dinámicamente


confrontados a través del fragmento segundo, «Cantada». Sucesión, metamorfosis,
cambio, fuga, corriente infinita, son términos que expresan la visión heraclitiana1 que
Juan Ramón, «el andarín en su órbita», tiene de la vida: todo cambia, todo fluye, todo
lo sustancial se transforma...; y sin embargo, en el fondo, de algún modo, lo esen-
cial permanece. Nos encontramos ante una visión metafísica de la escritura poética
—Juan Ramón diría que su Diario tiene una «metafísica que participa de estética»—.
Metafísica, porque nuestro poeta piensa que hay una «realidad invisible» (título de
otra de sus obras), que captamos desde la «luz de la atención» (de nuevo, otro de sus
títulos): algo que no percibimos con los ojos del cuerpo, pero que late y da sentido a la
realidad. Por ello, la realidad manifestada en la multiplicidad del mundo de las formas
ha de ser trascendida hacia la esencia, lo que no tiene forma, lo que no tiene molde.
Pero —¡atención!— la metafísica juanramoniana no prescinde del mundo físico2: parte
de él, es inmanente en su arranque (y por ello llena de colores, de olores, de rumores)
y trascendente en sus consecuencias y hallazgos. Y, para ello, no encuentra mejor ins-
trumento que la expresión simbólica de la realidad, en la que hace coincidir o ajusta en
la palabra, como las dos partes de un objeto roto y escindido, el mundo manifestado y
el «cerco hermético» (por decirlo con palabras de Eugenio Trías) que penetra en aquel.
Porque el ser humano es criatura de fronteras: su razón es fronteriza y su única posible
lógica es lógica del límite, ese límite que ha explorado Juan Ramón, como pocos lo han
hecho, en su poema Espacio.
La sucesión a que hace referencia el poeta es natural, no artificial. No es carpintería
poética. No viene dictada ni por la dimensión temática (por su contenido) ni por la di-
mensión remática (por su expresión), que, con todo, tienen una gran importancia en el
texto: ni tiene asunto, ni es retórica al uso... Aunque, como afirma M. Juliá [1991: 367],
«la grandeza del poema estriba en la unión de la metafísica que se plasma en el texto con
la musicalidad que encierran las palabras y frases».
No vamos a insistir en la confusión que las afirmaciones del poeta han ocasionado
en la crítica. Por supuesto que en Espacio aparecen y culminan los tres grandes temas
(desnudas presencias o presencias vocativas, y retengamos la palabra presencia): la
mujer, la obra y la muerte (en constante relación con la vida, con la que forma un eje
semántico) aparecen aquí integradas, unidas, fundidas (cfr. Vázquez Medel [2007])...
Igualmente, encontramos en el poema, con perfección inusitada —y desde el princi-
pio— los grandes motivos de la obra juanramoniana: vientos, pájaros, flores, soles y

1
No olvidemos que Juan Ramón puso al frente de Tiempo (Jiménez [2001: 73]) esta cita de Heráclito: «...
Lo vivo y lo muerto son una cosa misma en nosotros, lo despierto y lo dormido, lo joven y lo viejo: lo uno,
movido de su lugar, es lo otro, y lo otro, a su lugar devuelto, es lo uno...». Con ella nos hace conscientes de la
importancia que tiene la superación de una lógica dual y la importancia de la fusión de contrarios.
2
Mundo físico que, por otra parte, le interesaba y conocía muy bien. Mercedes Juliá [1991: 373] recuerda
en la nota 1 de su artículo «Cosmovisión en el último Juan Ramón Jiménez»: «Es cosa sabida que Juan Ramón
Jiménez era ávido lector y tenía amplios conocimientos de las artes, la filosofía y las ciencias. Entre sus libros
de Puerto Rico se encontraba el de Lincoln Barnett, The Universe and Doctor Einstein, que explica en detalle
la teoría de la relatividad y sus implicaciones metafísicas».

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lunas, sombra y luz... el mar y el cielo, la noche... Y, sin duda, en el poema adquieren
un lugar central, por su carácter crítico, las referencias a la poesía, al lenguaje, a la
música, a la Belleza...
Pasan vientos como pájaros, pájaros igual que flores, flores soles y lunas, lunas soles
como yo, como almas, como cuerpos, cuerpos como la muerte y la resurrección; como
dioses. Y soy un dios sin espada, sin nada de lo que hacen los hombres con su ciencia; sólo
con lo que es producto de lo vivo, lo que se cambia todo; sí, de fuego o de luz, luz. ¿Por
qué comemos y bebemos otra cosa que luz o fuego? Como yo he nacido en el sol, y del sol
he venido aquí a la sombra, ¿soy de sol, como el sol alumbro?, y mi nostaljia, como la de la
luna, es haber sido sol de un sol un día y reflejarlo sólo ahora.

Lo único que afirma Juan Ramón es que lo que hace fluir Espacio no es la anecdótica.
Por ello no tiene asunto, y por ello hace mal la crítica cuando restituye con todo lujo de
detalles alusiones de Juan Ramón a acontecimientos de su vida que no son necesarios ni
siquiera pertinentes para la lectura e interpretación adecuada del texto.
Espacio es poema de «lo que queda», es palabra y expresión que apuntan hacia y nos
preparan para un silencio significante en el que todo se nos revela. Y por ello, «escribir
no es sino la preparación para no escribir, para el estado de gracia poético, intelectual o
sensitivo. Ser uno poesía y no poeta».
En mi libro El poema único. Estudios sobre Juan Ramón Jiménez he procurado explicar
esta dinámica entre silencio y escritura, entre lo «fable» y lo inefable, especialmente en
la obra última de nuestro poeta:
En sus últimos años de lucidez poética Juan Ramón se había dedicado como nunca a la
«dilucidación de su Poema Único». Se trataba de llevar al límite la palabra, de otear el hori-
zonte de lo nunca escrito, de buscar el nombre de lo nunca nombrado, y en su extremo, de
lo innombrable. Y también de hacerse inmanente en su palabra para salvarse de la muerte:
volcarse en sus escritos para que, finalmente, fueran todo él.

Y propongo entender el proyecto juanramoniano desde el concepto de Poema Único


que apunta Martin Heidegger en De camino al habla:
Heidegger afirma allí: «Todo gran poeta poetiza sólo desde un único Poema. La gran-
deza se mide por la amplitud con que se afianza a este único poema y por hasta qué punto
es capaz de mantener puro en él su decir poético». Se diría que estas palabras fueron
especialmente escritas para Juan Ramón, autor del Poema Único más importante de toda
la poesía en nuestro idioma, afianzador en una amplitud desconocida de ese apuntar hacia
las raíces de la palabra, y fiel servidor de la pureza en su decir poético.
Ahora bien: el Poema Único permanece siempre en el ámbito de lo no dicho; es lo
no expresado. Y sin embargo, desde el decir poético se apunta constantemente hacia
ese no-lugar, o lugar al que resulta imposible acceder, pero que es el fundamento de
todos los espacios poéticos. Es el Poema Único el que transmite su vibración, como
los anillos de Heraclea a cada poema concreto. Juan Ramón lo sabía perfectamente:
«Voz mía, canta, canta, que mientras haya algo que no hayas dicho tú, tú nada has
dicho». El poeta ha de decirlo todo; ha de abarcar en su palabra la totalidad del Uni-
verso.

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El poema Espacio de Juan Ramón Jiménez… 67

Juan Ramón buscaba —en vano, y él también lo sabía— el vaciamiento del Poema
Único en su poesía. La subversión radical. La realización de lo irrealizable. Se trataba de
franquear la frontera misma que separaba a los dioses de los mortales. Y por ello comen-
zará Espacio con ese estremecedor arranque: «Los dioses no tuvieron más sustancia que
la que tengo yo». Es la manifestación de la hybris en la palabra. Una soberbia creadora que
ofrece punto de arranque a un proceso ascensional que, sin embargo, acaba en la caída de
la conciencia en el estremecedor «monodiálogo» final.
El poeta se exige a sí mismo «¡Concentrarme, concentrarme, hasta oírme el centro
último, el centro que va a mi yo más lejano, el que me sume en el todo!». Y esa concentra-
ción no es empequeñecimiento, sino desemplazamiento, viaje a un centro expansivo que
nos funde con el todo.
Juan Ramón, en lo mejor de la tradición mallarmeana, había experimentado también
la angustia y la emergencia del poema desde la página en blanco; el envés de lo dicho. Lo
no-dicho. La expresión pura del decir... (Vázquez Medel [2005: 13-14]).

Subrayemos también, en el texto dirigido a Cernuda, la expresión «estado de gracia


poético». «Eres la gracia libre...». Así comenzará la caracterización del dios deseado y
deseante en el primer poema de Animal de fondo. La auténtica, la verdadera poesía no
es consecuencia de una ascesis: por mucho que se la busque, si no se nos da, si no se nos
otorga como gracia —gracia libre— es inútil buscarla (aunque también será inevitable,
porque forma parte del Destino). Lo entenderemos mejor desde las palabras dirigidas en
carta a Enrique Díez-Canedo, fechada el 6 de agosto de 1943, en las que explica Juan
Ramón la génesis de Espacio:
En La Florida empecé a escribir otra vez en verso. Antes, por Puerto Rico y Cuba,
había escrito casi esclusivamente crítica y conferencias. Una madrugada me encontré es-
cribiendo unos romances y unas canciones que eran un retorno a mi primera juventud, una
inocencia última, un final lójico de mi última escritura sucesiva en España. La Florida es,
como usted sabe, un arrecife completamente llano y, por lo tanto, su espacio atmosférico
es y se siente inmensamente inmenso. Pues en 1941, saliendo yo, casi nuevo, resucitado
casi, del hospital de la Universidad de Miami (adonde me llevó un médico de estos de aquí,
para quienes el enfermo es un número y lo consideran por vísceras aisladas), una embria-
guez rapsódica, una fuga incontenible empezó a dictarme un poema de espacio, en una
sola interminable estrofa de verso mayor. Y al lado de este poema y paralelo a él, como me
ocurre siempre, vino a mi lápiz un interminable párrafo en prosa, dictado por la estensión
lisa de La Florida, y que es una escritura de tiempo, fusión memorial y anécdota, sin orden
cronológico: como una tira sin fin desliada hacia atrás en mi vida. Estos libros se titulan, el
primero, «Espacio»; el segundo «Tiempo», y se subtitulan «Estrofa» y «Párrafo» (Jiménez
[1962: 374-375]).

No insistiremos en la importancia del espacio inmenso de Florida en la gestación del


poema, en la evocación de otros paisajes entrañables para el poeta, aunque sí en la sen-
sación de inmensidad que el paisaje le suscita, correlato espacial de la infinitud temporal,
bien distinta, por cierto, al ideal de eternidad, que más bien tiene que ver con el instante
y la presencia. Por ello Espacio es expresión culminante también del modo de escritura
de Juan Ramón, siempre suscitado por un punto de partida, un excipiente del mundo
real, una experiencia sensitiva, que con el tiempo queda atravesada, trascendida, llevada
más allá a través de procedimientos extremos en su estilo: concatenaciones, enumera-

Congreso «en cuentros con juan ramón jiménez»


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ciones, analogías y comparaciones, pero también antítesis y contraposiciones de todo


tipo. Intento de superación de espacios y de tiempos que se superponen y se confunden
en el único hoy total de la conciencia.
Para finalizar este primer momento de nuestra reflexión, vayamos a las hermosas
palabras del «Prólogo» a Espacio, en las que, tras afirmar que «el escribir de un poeta,
como su vivir, es un poema», nos confiesa:
Toda mi vida he acariciado la idea de un poema seguido (¿cuántos milímetros, metros,
kilómetros?) sin asunto concreto, sostenido sólo por la sorpresa, el ritmo, el hallazgo, la
luz, la ilusión sucesiva, es decir, por sus elementos intrínsecos, por su esencia. Un poema
escrito que sea a lo demás versificado, como es, por ejemplo, la música de Mozart o de
Prokofief, a la demás música: sucesión de hermosura más o menos inesplicable y deleitosa.
Que fuera la sucesiva espresión escrita que despertara en nosotros la contemplación de la
permanente mirada inefable de la creación; la vida, el sueño o el amor.
Si yo dijera que ‘había intentado’ tal poema en esta ‘estrofa’ de la que sigue un frag-
mento, estaría mintiendo. Yo no he ‘intentado’ ni quiero intentar como ‘empresa’ cosa pa-
recida. Lo que esta escritura sea ha venido libre a mi conciencia poética y a mi espresión
relativa, a su debido tiempo, como una respuesta formada de la misma esencia de mi pre-
gunta o, más bien, del ansia mía de buena parte de mi vida, por esta creación singular.
Sin duda era en mis tiempos finales cuando debía llegar a mí esta respuesta, este eco
de ámbito del hombre hermano (Jiménez [2005: 1286]).

El poeta —ahora desde su conciencia crítica como creador y a la vez como lector de
su poema— pone el énfasis en la analogía musical, ofreciéndonos, como una revelación
llegada por la gracia, esta música verbal de lo inefable.
Sobre la singularidad de Espacio y su intento de dar respuesta a algo esencial, recor-
demos las palabras de Octavio Paz:
Su carrera hacia la muerte fue carrera hacia la juventud poética. En todos sus cambios
Jiménez fue fiel a sí mismo. No hubo evolución, sino maduración, crecimiento. Su cohe-
rencia es como la del árbol que cambia pero no se desplaza. No fue un poeta simbolista:
es el simbolismo en lengua española. Al decir esto no descubro nada; él mismo lo dijo
muchas veces. La crítica se empeña en ver en el segundo y tercer Jiménez a un negador
del «modernismo»: ¿cómo podría serlo si lo lleva a sus consecuencias más extremas y,
añadiré, naturales: la expresión simbólica del mundo? Unos años antes de morir escribe
Espacio, largo poema que es una recapitulación y una crítica de su vida poética. Está frente
al paisaje tropical de Florida (y frente a todos los paisajes que ha visto o presentido): ¿habla
solo o conversa con los árboles? Jiménez percibe por primera vez, y quizá por última, el
silencio in-significante de la naturaleza. ¿O son las palabras humanas las que únicamente
son aire y ruido? La misión del poeta, nos dice, no es salvar al hombre, sino salvar al mun-
do: nombrarlo. Espacio es uno de los monumentos de la conciencia poética moderna y con
ese texto capital termina la interrogación que el gran cisne hizo a Darío en su juventud
(Paz [1991, 3: 111]).

A Paz no le cabe la más mínima duda de que estamos ante una obra culminante,
propia de esos tiempos finales, que supone una transformación de su escritura poética y
uno de los legados más importantes para la poesía futura:

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El poema Espacio de Juan Ramón Jiménez… 69

Espacio es lo que está más allá de la poesía de Jiménez: es la transfiguración del poeta
español en un poeta de vanguardia: el Altazor de Huidobro —y su negación—. Uno de los
textos capitales de la poesía moderna, el testamento del yo poético dirigido a un «legatario
expreso» aunque improbable: los poetas de hoy, empeñados en abolir el yo poético como
nuestros predecesores abolieron a Dios (Paz [1991, 3: 288]).

En otra reflexión, Paz insiste en la singularidad de nuestro poeta y de su poema, y


nos ofrece otras claves de lectura del poema (la voluntad crítica y autocrítica y la re-
flexión sobre el lenguaje):
No quiero decir que los españoles no hayan producido novelas y poemas modernos y uni-
versales sino que en esas obras echo de menos la voluntad crítica y autocrítica, esa reflexión
sobre el lenguaje y sus significados que, a mi juicio, es la forma más lúcida y exasperada de la
modernidad. La pasión crítica de los españoles no es radical, no es un examen de conciencia
del lenguaje, como son las obras de Proust y Joyce, Breton y Eliot, Jünger y Maiakovski (cito
a propósito escritores muy distintos entre ellos para subrayar mejor lo que quiero decir).
Escribí antes: con una excepción. Añado ahora: por una sola vez y en un solo poema. La
excepción es Juan Ramón Jiménez y el poema es Espacio (Paz [1991, 3: 281-282]).

En su conferencia «Literatura hispánica de y en los Estados Unidos», pronunciada en


Miami en 1987, Octavio Paz se detiene especialmente en las Memorias de José Vascon-
celos y el poema Espacio:
La segunda obra es un largo poema. No es un diálogo entre civilizaciones ni entre per-
sonas: es un monólogo. El poeta interroga a su pasado: al interrogarse a sí mismo interroga
al lenguaje, protagonista central de toda obra poética. El poema se llama Espacio y fue
escrito por Juan Ramón Jiménez al final de su vida, aquí en Florida, precisamente en este
distrito: Coral Gables. Sería vano intentar resumir entre líneas qué es lo que dice Espacio.
La palabra es tiempo, como el hombre mismo; a veces, el tiempo se detiene y entonces nos
parece que tiene la plenitud del espacio que no cambia. Plenitud momentánea: el espacio
también es movimiento, también es cambio. Por la poesía entreabrimos las puertas del
espacio y del tiempo, fusión mágica del movimiento y de la quietud (Paz [1991, 3: 334]).

Sobre los aspectos formales y estructurales de Espacio se ha escrito mucho, pero


prefiero, una vez más, la propia y lúcida interpretación del poeta. Al comienzo del «Frag-
mento 1» de Tiempo, Jiménez nos explica su peculiar idea del monólogo:
Desde muy joven pensé en el luego llamado «monólogo interior» (nombre perfecto como
el otro «realismo májico»), aunque sin ese nombre todavía; y en toda mi obra hay muestras
constantes de ello. (El Diario de un poeta está lleno de esos estados.) Mi diferencia con los
«monologuistas interiores» que culminaron en Dujardin, James Joyce, Perse, Eliot, Pound,
etc., está en que para mí el monólogo interior es sucesivo, sí, pero lúcido y coherente. Lo úni-
co que le falta es argumento. Es como sería un poema de poemas sin enlace lójico. Mi monó-
logo es la ocurrencia permanente desechada por falta de tiempo y lugar durante todo el día,
una conciencia vijilante y separadora al marjen de la voluntad de elección. Es una verdadera
fuga, una rapsodia constante, como los escapes hacia arriba de los fuegos de colores, de en-
jambres de luces, de glóbulos de sangre con música bajo los párpados del niño en el entresue-
ño. Mi monólogo estuvo hecho siempre de universos desgranados, una nebulosa distinguida
ya; con una ideolojía caótica sensitiva, universos, universos, universos. No conozco universo

Congreso «en cuentros con juan ramón jiménez»


70 Manuel Ángel Vázquez Medel

como aquel poema de universos. Abrazados los dos en olvidada y presente desnudez plena,
como un orbe aislado, con la fuerza elemental de toda la creación, tus ojos verdes, único ver
mío, me han dado eternidad completa hecha amor (Jiménez [2001: 74]).

Algunas claves para la dilucidación del «Poema Único» hacia el que apunta Espacio

Nos parece realmente extraño que la crítica no haya aprovechado la aparición de


Tiempo para percatarse de que Juan Ramón afirma, por encima de todo, en Espacio su
voluntad de dirigirse hacia un punto, una salida:
En medio hay, tiene que haber un punto, una salida; el sitio del seguir más verdadero, con
nombre no inventado, diferente de eso que es diferente e inventado, que llamamos en nues-
tro desconsuelo, Edén, Oasis, Paraíso, Cielo, pero que no lo es, y que sabemos que no lo es,
como los niños saben que no es lo que no es que anda con ellos (Jiménez [2005: 1270]).

Para ello, parte del único sistema de coordenadas desde el que podemos ubicar lo hu-
mano, y que coincide con ese universal lingüístico que son las deixis espacial, temporal
y personal. En efecto, la condición misma de la emergencia de nuestro pensamiento es
ese «yo, aquí, ahora» constituido por nuestra conciencia.
Hace algunos años iniciaba la formulación de la Teoría del emplazamiento con unas pala-
bras que —creo— iluminan el propósito, el logro (¡y a la vez el fracaso!) del poema Espacio:
En el Prólogo a la Historia de la eternidad (1936) para sus Obras Completas, Jorge Luis
Borges, tras lamentarse de no haber arrancado en su deriva cronológica de los hexámetros
de Parménides («no ha sido nunca ni será, porque es»), afirma: «El movimiento, ocupación
de sitios distintos en instantes distintos es inconcebible sin tiempo; asimismo lo es la in-
movilidad, ocupación de un mismo lugar en distintos puntos del tiempo. ¿Cómo pude no
sentir que la eternidad, anhelada con amor por tantos poetas, es un artificio espléndido
que nos libra, siquiera de manera fugaz, de la intolerable opresión de lo sucesivo?».
Mas, en efecto, la eternidad es imaginación y artificio, y nuestra corporeidad, nuestra
materialidad está impregnada, preñada, de espacio y tiempo. Somos espacio y tiempo. No
podemos escapar a ellos: ni en el movimiento, ni en la inmovilidad. En el uno y en la otra se
manifiesta la sucesividad y, con ella, el cambio, la mutación, el discurrir del flujo en el que
estamos. Sólo nuestra desaparición, la pérdida de la materialidad que nos constituye, haría
difuminarse —para nosotros— el espacio y el tiempo (nuestro espacio, nuestro tiempo).
Estamos, pues, repletos de vida y heridos de muerte. Abocados al fluir, al discurrir en que
todo se transforma y nada permanece (Vázquez Medel [2003: 21]).

Juan Ramón Jiménez es plenamente consciente de nuestro emplazamiento (de pla-


za, lugar; plazo, tiempo e instancia personal) y de nuestros constantes desplazamientos.
Se siente profundamente impulsado por las dos constantes que animan todo humano
existir: voluntad de vida y voluntad de sentido. Sin este punto de partida no podemos
entender nada del poema: Juan Ramón busca vivir, alcanzar plenitud de vida. Y para ello
necesita encontrar un sentido a la existencia. Pero no un sentido precario, evanescente,
sino un sentido firme, último...

A .A . P.E . “El i o A ntonio de N eb rija”


El poema Espacio de Juan Ramón Jiménez… 71

Juan Ramón experimenta, desde su conciencia, el desgarro de la multiplicidad, y


busca la unidad perdida (como busca en Espacio la constitución de una totalidad a través
de los tres fragmentos, que configuran un todo a la vez unitario y plural).
El régimen copulativo, unitivo, integrador que apreciamos en el primer fragmento,
llega a su culminación en el segundo, que por su intensidad, y por darnos la clave de la
vida y el sentido en el amor, será bueno recordar:

FRAGMENTO SEGUNDO
(Cantada)
«Y para recordar por qué he vivido», vengo a ti, río Hudson de mi mar. «Dulce como
esta luz era el amor...» «Y por debajo de Washington Bridge (el puente más con más de
esta New York) pasa el campo amarillo de mi infancia». Infancia, niño vuelvo a ser y soy,
perdido, tan mayor, en lo más grande. Leyenda inesperada: «dulce como la luz es el amor»,
y esta New York es igual que Moguer, es igual que Sevilla y que Madrid. Puede el viento, en
la esquina de Broadway, como en la Esquina de las Pulmonías de mi calle Rascón, conmigo;
y tengo abierta la puerta donde vivo, con sol dentro. «Dulce como este solo era el amor».
Me encontré al instalado, le reí, y me subí al rincón provisional, otra vez, de mi soledad, y
mi silencio, tan igual en el piso 9 y sol, al cuarto bajo de mi calle y cielo. «Dulce como este
sol es el amor». Me miraron ventanas conocidas con cuadros de Murillo. En el alambre de
lo azul, el gorrión universal cantaba, el gorrión y yo cantábamos, hablábamos; y lo oía la de
la mujer en el viento de mundo. ¡Qué rincón ya para suceder mi fantasía! El sol quemaba
el sur del rincón mío, y en el lunar menguante de la estera, crecía dulcemente mi ilusión
queriendo huir de la dorada mengua. «Y por debajo de Washington Bridge, el puente más
amigo de New York, corre el campo dorado de mi infancia...» Bajé lleno a la calle, me abrió
el viento la ropa, el corazón; vi caras buenas. En el jardín de St. John the Devine, los chopos
verdes eran de Madrid; hablé con un perro y un gato en español: y los niños del coro, lengua
eterna, igual del paraíso y de la luna, cantaban, con campanas de San Juan, en el rayo de
sol derecho, vivo, donde el cielo flotaba hecho armonía violeta y oro; iris ideal que bajaba y
subía, que bajaba... «Dulce como este sol era el amor». Salí por Amsterdam, estaba allí la
luna (Morningside); el aire ¡era tan puro! frío no, fresco, fresco; en él venía vida de prima-
vera nocturna, y el sol estaba dentro de la luna y de mi cuerpo, el sol presente, el sol que
nunca más me dejaría los huesos solos, sol en sangre y él. Y entré cantando ausente en la
arboleda de la noche y el río que se iba bajo Washington Bridge con sol aún, hacia mi España
por oriente, a mi oriente de mayo de Madrid; un sol ya muerto, pero vivo; un sol presente,
pero ausente; un sol rescoldo de vital carmín, un sol carmín vital en el verdor, un sol vital
en el verdor ya negro, un sol en el negror ya luna; un sol en la gran luna de carmín; un sol
de gloria nueva, nueva en otro Este; un sol de amor y de trabajo hermoso; un sol como el
amor... «Dulce como este sol era el amor» (Jiménez [2005: 1276-1277]).

Sin embargo, Espacio no es solo —como en gran medida sí lo es Dios deseado y de-
seante— expresión culminante del hallazgo de sentido de toda una vida en el amor y
la belleza, fusión ahora total de las tres desnudas presencias en respuesta encarnada
en palabra. La palabra humana es frágil... Nada tiene que ver con el Verbo generador,
origen de todo, en el que todo está contenido y adquiere sentido... Nuestra palabra es
siempre expresión de una escisión, de una separación, de una multiplicidad que se re-
siste a ser integrada. Por ello no podemos leer Espacio sin atender al fragmento tercero,

Congreso «en cuentros con juan ramón jiménez»


72 Manuel Ángel Vázquez Medel

que es su culminación y que nos lleva —como ningún poeta lo ha hecho— a los límites
abismáticos de la muerte.
La pregunta, aparentemente resuelta, se reabre, y el poema termina en terrible y
dramática interrogación. El régimen ascensional, eufórico, de los dos primeros fragmen-
tos se quiebra. Y lo hace desde las primeras líneas del fragmento tercero, en las que
percibimos ese cambio de tono:
«Y para recordar por qué he venido», estoy diciendo yo. «Y para recordar por qué he
nacido», conté yo un poco antes, ya por La Florida. «Y para recordar por qué he vivido»,
vuelvo a ti mar, pensé yo en Sitjes, antes de una guerra, en España, del mundo. ¡Mi pre-
sentimiento! Y entonces, marenmedio, mar, más mar, eterno mar, con su luna y su sol
eternos por desnudos, como yo, por desnudo, eterno; el mar que me fué siempre vida
nueva, paraíso primero, primer mar. El mar, el sol, la luna, y ella y yo, Eva y Adán, al fin y
ya otra vez sin ropa, y la obra desnuda y la muerte desnuda, que tanto me atrajeron. Des-
nudez es la vida y desnudez la sola eternidad... Y sin embargo, están, están, están, están
llamándonos a comer, gong, gong, gong, gong, en esta eternidad de Adán y Eva, Adán
de smoking, Eva... Eva se desnuda para comer como para bañarse; es la mujer y la obra y
la muerte, es la mujer desnuda, en eterna metamorfosis. ¡Qué estraño es todo esto, mar,
Miami! (Jiménez [2005: 1277]).

Si en el fragmento primero y en el segundo era la plenitud de una conciencia exultan-


te la que llevaba a la fusión del hombre con el cosmos y al hallazgo de sentido suficiente
para la vida en el amor, ahora el Destino asalta desde un pasado que se percibe como
sombrío... E intuimos —leyenda del héroe hueco— que toda nuestra lucha, que toda la
preparación para la epifanía del ser queda amenazada por el vacío.
Y Espacio, expresión hermosa de voluntad de vida y de voluntad de sentido —tan
hermosa en la intuición y en el hallazgo como en la negra constatación de su pérdida—,
nos ofrece tal vez uno de los finales más dramáticos de toda la historia de la literatura, en
el que un yo fundido con su conciencia y con la totalidad experimenta ahora una escisión
en el momento límite de la muerte:
Conciencia... Conciencia, yo el tercero, el caído, te digo a ti (¿me oyes, conciencia?).
Cuando tú quedes libre de este cuerpo, cuando te esparzas en lo otro (¿qué es lo otro?) ¿te
acordarás de mí con amor hondo; ese amor hondo que yo creo que tú, mi tú y mi cuerpo se
han tenido tan llenamente, con un conocimiento doble que nos hizo vivir un convivir tan fiel
como el de un doble astro cuando nace en dos para ser uno? ¿y no podremos ser por siempre,
lo que es un astro hecho de dos? No olvides que por encima de lo otro y de los otros, hemos
cumplido como buenos nuestro mutuo amor. Difícilmente un cuerpo habría amado así a su
alma, como mi cuerpo a ti, conciencia de mi alma; porque tú fuiste para él suma ideal y él se
hizo por ti, contigo lo que es. ¿Tendré que preguntarte lo que fue? Esto lo sé yo bien, que
estaba en todo. Bueno, si tú te vas, dímelo antes claramente y no te evadas mientras mi
cuerpo esté dormido; dormido suponiendo que estás con él. Él quisiera besarte con un beso
que fuera todo él, quisiera deshacer su fuerza en este beso, para que el beso quedara para
siempre como algo, como un abrazo, por ejemplo, de un cuerpo y su conciencia en el hondón
más hondo de lo hondo eterno. Mi cuerpo no se encela de ti, conciencia; mas quisiera que al
irte fueras todo él, y que dieras a él, al darte tú a quien sea, lo suyo todo, este amar que te ha
dado tan único, tan solo, tan grande como lo único y lo solo. Dime tú todavía: ¿No te apena

A .A . P.E . “El i o A ntonio de N eb rija”


El poema Espacio de Juan Ramón Jiménez… 73

dejarme? ¿Y por qué te has de ir de mí, conciencia? ¿No te gustó mi vida? Yo te busqué tu
esencia. ¿Qué sustancia le pueden dar los dioses a tu esencia, que no pudiera darte yo? Ya te
lo dije al comenzar: «Los dioses no tuvieron más sustancia que la que tengo yo». ¿Y te has de
ir de mí tú, tú a integrarte en un dios, en otro dios que este que somos mientras tú estás en
mí, como de Dios? (Jiménez [2005: 1284-1285]).

Espacio se gestó en el otro costado de un Atlántico que a la vez une y separa, que el
poeta quiso unir para siempre con la Lírica de una Atlántida perdida y reencontrada en
el espacio simbólico de la palabra, «casa de tiempo y de silencio que va al río de la vida».
Hoy conocemos bien la extraordinaria potencia simbólica del imaginario final juanramo-
niano, «una aventura hacia lo absoluto, aventura cincelada en la palabra, dimanada de
los confines del ser, de la diamantina luz última de su conciencia» (Recio [2002: 194]).
Por ello, Espacio se gestó también desde el otro costado de la vida y la muerte, desde los
afueras del límite de la palabra. Y por ello mantendrá siempre la tensión de lo más noble,
lo más alto, lo más profundo de lo humano. Es, verdaderamente, un momento privile-
giado y un monumento de la conciencia poética moderna. Pero, incluso trascendiendo el
tiempo, un monumento de la expresión de lo radical humano en la palabra creadora.

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