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Lily Del Pilar

El primer cuento infantil que Lee Minki escuchó de su abuela


paterna trataba sobre los monstruos que se escondían debajo de
su cama. El último que le contó, antes de morir producto de un
cáncer que se extendió por meses, fue sobre los monstruos del
laboratorio.
—Son una aberración —le aseguró con una voz que se apa-
gaba en instantes—. Son unos monstruos.
Lo que su abuela desconocía ese día era que su propio hijo
iba a convertirse en uno.
Pero su nieto sería el peor de todos.

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Un 5 de octubre ocurrió el primer secuestro. Si bien se había pro-


nosticado una jornada soleada y calurosa, durante el día el cielo
de Daegu permaneció cubierto por nubarrones grises. Cuando
Lee Minki estacionó a un costado de la calle para comenzar con la
inspección, notó las gotas de lluvia golpeando con irregularidad
las ventanas de la patrulla. No podía escucharlas debido a la mú-
sica, su compañero de rondas últimamente tenía la costumbre de
poner la canción «Bad Boys» de Inner Circle cuando se dirigían
a constatar una denuncia. Era divertido, según él. Minki, por
supuesto, pensaba lo contrario.
Apagó el motor y la melodía se acabó. Eran las diez de la
noche.
—Que sea algo sencillo, por favor —pidió en voz baja su
compañero. Jong Sungguk tenía los ojos rojos debido al sueño y
al largo turno que todavía no finalizaba. Los días festivos siempre
eran caóticos.
—Esperemos —contestó.
Los antecedentes recopilados por la telefonista de la policía
se reducían a una denuncia por ruidos molestos. Considerando
que era un barrio residencial antiguo, donde las viviendas estaban
pegadas unas a otras, la llamada posiblemente la habría realizado
una persona mayor fastidiada por su bullicioso vecino.
Tras quitarse el cinturón de seguridad, Sungguk lo imitó con
movimientos torpes. Como no coordinaba bien manos y piernas,
Minki fue quien enfiló primero hacia la casa. Un hombre mayor
examinaba la calle desde la vivienda contigua, pero cerró la puer-
ta al verlos. Debía ser el denunciante anónimo.
Con la lluvia empapando su chaqueta y deslizándose por la
visera del gorro, Minki se detuvo llegando a la puerta. La muralla

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divisoria, que marcaba el inicio del predio, no era muy alta. Al
ser un barrio viejo que se había modernizado, aún destacaban un
par de casas que mantenían la arquitectura original de cemento,
ladrillo, madera y tejado de zinc; el resto ya había sido convertida
en edificios residenciales de no más de cinco pisos de altura. Era
un terreno pequeño, que explicaba en parte por qué todavía no
había sido adquirido por alguna inmobiliaria.
En cuanto a la vivienda denunciada, parecía pintada recien-
temente. El vecino de la derecha, en tanto, había hecho una reno-
vación completa. La residencia, que ahora presentaba una estruc-
tura moderna de cemento blanco, desencajaba entre los edificios
residenciales del barrio.
Cuando Sungguk llegó a su lado acomodándose la gorra
para evitar empaparse el rostro, lo detuvo con el brazo antes de
que tocara la puerta. A un costado de la entrada, se divisaban
unos pizarreños desacomodados.
—Ponte los guantes —pidió.
—¿Viste algo? —cuestionó Sungguk, a la vez que regresaba
a la patrulla y sacaba una caja de guantes desechables. Se puso un
par azul y le tendió otro a él. Minki iba a decirle que cerrase bien
la puerta, pero se distrajo al apuntarle la pared que finalizaba en
una techumbre gris.
—Esas tejas están rotas.
—Nada indica que fueron quebradas hoy —tras soltar aque-
llo, Sungguk se percató del pedazo de zinc caído a un costado de
la calle. Dio un largo suspiro—. Tomaste este caso a propósito,
¿cierto? Todo porque tu marido está también de turno y te da
tristeza dormir sin él.
Minki volteó la mirada mientras se colocaba los guantes.
—No es mi marido.
—Prometido —se burló su amigo.
—¿Quieres morir? —lo amenazó sin mucho éxito.
Llegó a sus oídos la risa ronca de Sungguk junto a su respuesta:

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—Algún día.
—Primero me lo tiene que pedir —contestó de forma cor-
tante—. Y nadie asegura que le vaya a decir que sí.
Con un bufido, Sungguk llamó a la puerta antes de continuar.
—Finjamos que existe esa posibilidad considerando tu ob-
sesión con él.
—Quiero que sepas que amo a Jaebyu...
—No lo había notado entre las trecientas veinte veces que lo
mencionas por día.
Minki lo apuntó en advertencia.
—Como decía, lo amo, pero eso no significa que esté obse-
sionado con él.
—Claro —se mofó Sungguk—. En fin, no sé por qué te
seguí cuando decidiste venir hasta acá.
—Éramos los únicos en la estación, idiota.
Ese día comenzaba Chuseok. Y como en cada festividad, en
el cuartel de policías habían elegido de forma muy justa a quiénes
les tocaría turno: jugando piedra, papel o tijera. Y como siempre
ocurría, el dúo perdió. Minki tenía la ligera —y también irritan-
te— sospecha de que sus compañeros estaban confabulados en su
contra. Alguien en la comisaría debía estar haciendo algún tipo
de trampa, porque de lo contrario era imposible que llevasen más
de seis años perdiendo. No podían ser tan malos escogiendo el
palito más corto, el papel con la marca, el número aleatorio en
Excel o jugando a piedra, papel o tijeras.
Tras golpear una tercera vez sin recibir respuesta, Minki se
rindió.
—Sungguk, ¿podrías comunicarte con la central para que
averigüen si este domicilio ha recibido más denuncias?
Para molestarlo, Sungguk se llevó la mano a la frente imitan-
do a un militar.
—¿Pregunto algo más, oficial Lee?
—Si tienen algún número al que llamar.

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Mientras su amigo volvía al carro patrulla para hablar con la
central, Minki tocó una cuarta vez.
Y esperó.
Esperó tanto que incluso le dio tiempo a Sungguk para regresar.
—Viven dos personas, de nombre Ryu Dan y Park Siu. El
domicilio tiene varias denuncias —informó deteniéndose a unos
pasos—. Todas de Mo Junho, el vecino, y casi todas por el mismo
motivo.
—¿Ruidos molestos?
—Se queja de una televisión muy fuerte.
—¿Y hemos descubierto algo?
—Han probado con subir el volumen al máximo, pero des-
de la casa del vecino apenas se escucha un murmullo —su amigo
se quedó meditabundo. Analizaba la casa contigua con la mirada
empequeñecida—. Ahora que lo recuerdo, una vez me tocó venir
aquí a constatar una denuncia.
Minki frunció el ceño.
—No lo recuerdo.
—Estabas con licencia —le aclaró—. Vine con Eunjin. Re-
clamaba que un gato le había robado un pollo. Pero —apuntó la
puerta todavía cerrada para indicarle que se refería a ellos— no
tienen mascotas. Nunca han tenido.
—¿Por qué siempre nos meten en discusiones tontas de ve-
cindad? —alcanzó a decir Minki antes de que fuera interrumpido
por el ruido de una cerradura digital. Entonces, la puerta de la
casa de al lado se abrió y salió el hombre mayor que vio antes.
Parecía haberse levantado de la cama exclusivamente para hablar
con ellos, ya que vestía un pijama a rayas bajo la chaqueta. Como
no se había molestado en sacar un paraguas, se cubría la cabeza
con un periódico.
Tampoco es que le fuera muy necesario, creyó Minki, porque
apenas tenía dos motas de cabello gris sobre las orejas. No le cos-
taría secarse si la lluvia lo empapaba.

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—Buenas noches, somos el oficial Jong y mi compañero es el
oficial Lee —saludó Sungguk con tono cordial—. Estamos hacien-
do una inspección de rutina en el barrio debido a una denuncia.
El hombre chasqueó la lengua.
—Ya se callaron. Llegaron tarde, como siempre. Espero que
algún día lleguen a tiempo.
Durante toda la infancia y adolescencia de Minki, la policía
había llegado tarde a su domicilio. Al parecer no era el único que
tenía el mismo problema.
Antes de que alcanzara a cerrar la puerta, Minki se le acercó.
—Señor, disculpe. ¿Nos podría compartir sus datos perso-
nales?
—Mi nombre es Mo Junho.
Así que era, efectivamente, el vecino de las denuncias.
—Señor Mo, ¿nos podría entregar más información sobre su
reclamo? De lo contrario no podremos cerrar el caso.
Con un bufido de molestia, que le hizo ladear el periódico, y
por ende mojar su cabeza, el vecino se encogió de hombros.
—Se escucha el ruido de una televisión.
—¿Algo más?
—¿Algo más? ¿A qué se refiere con «algo más»?
—Gritos, por ejemplo —contestó Minki con paciencia.
—¿Por qué habría gritos? —frunció las cejas—. Mi queja es
sobre una televisión muy fuerte, no hablé de gritos.
—Hay pizarreños rotos —explicó Minki tras recibir una mi-
rada de Sungguk.
—No sé nada de eso. Mi queja es por la televisión —insis-
tió el hombre. El periódico ya se había empapado por completo,
ahora las hojas se desarmaban sobre su cabeza—. ¿Esto es un in-
terrogatorio, oficial? Porque si no lo es, entonces tengan el favor
de autorizar mi retiro.
—Señor Mo, un momento —su amigo se le acercó unos pa-
sos—. Dado que existió un reclamo por ruidos molestos y hemos

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encontrado el tejado roto, nos preocupa el bienestar de su vecino.
Son preguntas rutinarias.
El vecino bajó la voz y justificó su actuar con una simple
oración:
—¿Bienestar? No se preocupen por él, es uno de esos mons-
truos.
Monstruos.
Minki había escuchado esa palabra durante gran parte de su
vida.
Monstruos.
Su abuela había clasificado a los monstruos bajo su cama y
a los que se querían meter en ella. También le había hablado de
esos otros monstruos.
Se preguntó si las criaturas de ese hombre eran las mismas
de su abuela. A esa clase de monstruosidades que el propio Minki
pertenecía. Esas aberraciones, como le recordó ella las pocas veces
que la vio.
Intentó no pensar en ello, estaba trabajando. Había hecho
un juramento de proteger a todas las personas, incluso a aquellas
que lo odiaban por ser lo que era. Así que, al percatarse de que
Sungguk iba a moverse, levantó su brazo por delante de él.
El señor Mo observó a su amigo, luego a él. Su atención se
quedó a la altura de su cinturón, como si intentase descubrir lo
que escondía debajo de la ropa. Tras ello, arrojó el diario al suelo
y sujetó la manilla.
—Dije todo lo que sabía. Buenas noches.
Sin darles tiempo para detenerlo, cerró la puerta. La noche
parecía muda, el silencio apenas se interrumpió con el sonido del
bloqueo del cerrojo.
Frustrado, Sungguk se quitó la gorra para sacudirla y se la
colocó de inmediato. La lluvia se puso más intensa. Ahora las
gotas salpicaban en los charcos y mojaban la parte baja de sus
pantalones.

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—¿Por qué siempre durante los días lluviosos ocurren los
casos más extraños? —cuestionó Sungguk, mientras volvían a la
casa misteriosa y golpeaba por quinta vez.
—No van a abrir —aseguró Minki.
Su vista estaba centrada en los pizarreños quebrados.
Como era una avenida de un sentido y sin vereda, con el
coche patrulla ya estaban obstaculizando la pista. Para no des-
truir posibles evidencias, Minki le pidió que retrocediera y diera
la vuelta en otra parte a un automóvil que se acercaba.
—Sé lo que quieres hacer —divagó Sungguk. Se había sen-
tado de copiloto. Mantenía la puerta entreabierta para conversar
con él—. Y te recuerdo que eso es invasión de morada.
—Lo dices como si fuésemos novatos.
—Dejé de ser rudo y malote —se burló Sungguk de sí mis-
mo—, ahora soy un bad boy, bad boy.
Minki puso los ojos en blanco.
—Espero impaciente el día que te canses de esa canción.
—Eso no pasará, hazte a la idea.
Como se había distraído, Minki le hizo un gesto hacia la
casa.
—¿Y? ¿Qué dices?
—Soy un padre preocupado que no puede ser amonestado,
de lo contrario me amarrarán a una oficina y eso consume mi
alma. Y no quieres que Daehyun se quede sin mí.
—También soy un padre preocupado —protestó Minki, su
vista fue otra vez hacia la casa. Tenía la cadera apoyada contra el
automóvil, por lo que podía sentir la humedad colándose entre
las capas de ropa—. ¿Pero no eras un bad boy? Seguir las leyes no
te convierte en uno.
Escuchó que su amigo tamborileaba el plástico de la puerta,
sus uñas raspaban la zona. La lluvia continuaba sin dar tregua.
Supo que Sungguk se había rendido a su idea al oírlo soltar un
gruñido.

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—Lo haré si ambos fingimos demencia y no lo registramos
en la ficha de inspección.
—¿Escalas tú o yo? —propuso Minki.
Sungguk clavó la mirada en su vientre.
—¿Para qué preguntas si sabes la respuesta? Lo haré yo.
Tras salir de la patrulla, Sungguk se metió otro par de guan-
tes en el bolsillo. Ambos caminaron por el costado izquierdo de
la muralla, para así no estropear el tejado de la derecha donde
podría haber evidencia. A continuación, Minki posicionó una ro-
dilla en el piso y dobló la otra pierna para improvisar un escalón.
Cuando Sungguk se apoyó en su muslo para saltar y afirmarse de
las tejas sobre el muro, ensució con barro su pantalón azul.
Los años como padre le estaban menguando el físico a su
amigo, porque a este le costó mantener el equilibrio.
—La puerta de la casa está abierta —anunció Sungguk des-
de las alturas. Hubo una pequeña pausa donde Minki percibió
que su postura se ponía rígida—. Pasó algo aquí.
—¿Qué ves?
Sungguk se quitó la gorra y la llevó al pecho, la lluvia le
empapaba el cabello.
—Hay mucha sangre en la entrada.

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3

Lee Minki recordó otra tarde de lluvia de hacía siete años. En


aquella oportunidad, la historia había comenzado con una de-
nuncia por malos olores que los llevó a descubrir a un joven, de
diecinueve años, encerrado en el ático de una vivienda.
En el presente, Jong Sungguk lo observaba esperando ins-
trucciones, porque con aquel caso había aprendido a escuchar
a sus superiores antes de aventurarse en una nueva denuncia. Se
había colocado la gorra, por lo que parte de su rostro quedó en-
sombrecido. A pesar de eso, Minki podía divisar sus labios apreta-
dos mientras permanecía sentado sobre el tejado, con cada pierna
colgando por un lado de la pared.
Consideró si debía pedir refuerzos, lo que conllevaría inte-
rrumpir el descanso legal de alguno de sus compañeros. Siendo el
mayor de ambos, y también quien estaba a cargo, le tocó a Minki
tomar una decisión:
—¿Puedes saltar al interior de la casa? —preguntó.
Su amigo examinó el antejardín. Asintió con decisión, a la
vez que se levantaba con algo de torpeza. Quedó en cuclillas so-
bre las tejas, una de ellas crujió en protesta. Sungguk se quitó los
guantes para mejorar el agarre y, colgándose del zinc, se perdió
al caer al otro lado de la muralla. Minki escuchó su queja y su
resoplido pesado.
—¿Estás bien? —alzó la voz.
Unos zapatos aplastaron un charco.
—Creo que ya no tengo las rodillas de antes —respondió
Sungguk—. Ser padre me ha quitado puntos de juventud.
Minki golpeó la puerta para llamar su atención.
—Abre —pidió—. Y no te olvides de los guantes.
—Lo sé, señor —ironizó su compañero.

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Oyó un crujido metálico, que se asemejaba a un pestillo oxi-
dado. Segundos después, se abrió la puerta y apareció Sungguk.
No tenía la gorra, debía haberla perdido en la caída. Minki lo
hizo notar.
—Espero no haya caído en el charco de sangre —dijo al
ingresar a la casa y juntar la puerta tras él.
El antejardín era estrecho, no más ancho que la estatura de
una persona promedio. La casa tenía un único piso. Blanca, con
dos ventanas hacia el frente y una puerta que permanecía abierta.
Adentro, una cueva negra. Y justo en la entrada, una mancha
alargada que se perdía en el interior. Con su linterna apuntó el
charco. Color carmesí. Todo indicaba que alguien, con una heri-
da profunda, había sido arrastrado para posteriormente ser alzado
en brazos, ya que en el suelo quedaban unas gotas grandes de san-
gre. La lluvia había deslavado parte del rojo, así que podría estar
malinterpretando la abundancia de la sangre.
Se llevó una mano a la boca para pedirle silencio a Sung-
guk, quien había recuperado su gorra. Ambos sacaron su arma
de servicio, le quitaron el seguro y la sostuvieron manteniendo la
linterna sobre la culata.
—Sungguk, a la izquierda —ordenó con un gesto de barbilla.
Su amigo asintió.
Rodearon el charco para no pisarlo. Al ingresar a la casa,
Minki marchó a la derecha y su compañero en sentido contrario.
El piso de madera crujía bajo sus pisadas. Existía un único sofá
de dos cuerpos poco usado y una mesa de centro junto a una
televisión.
Encontraron más rastros de sangre.
No había indicios de haberse llevado a cabo una riña física.
Los muebles no estaban desacomodados. Un florero de porcelana
blanca permanecía intacto sobre la mesa de centro, los lirios a
punto de marchitarse. Al fondo, dos puertas. El rastro de sangre
apuntaba hacia la derecha.

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Sungguk se colocó delante de él y lo empujó con el brazo
para que se fuera a la otra entrada. Minki negó con un gesto seco
y prosiguió su camino. Avanzó de forma suave, agudizando el
oído por si captaba algo extraño. Lo único que escuchaba era la
lluvia contra el tejado.
Le dieron un vistazo rápido a la cocina, también sencilla y
pequeña. No existían más que muebles contra la pared y, en el
centro, un contenedor de plástico donde había restos de un kim-
chi a medio hacer. Había otra puerta al fondo del cuarto, el rastro
de sangre venía desde esa dirección.
Avanzó.
Llevaban tantos años como compañeros que, al captar unos
pasos a su espalda, supo que era Sungguk porque su tobillo tendía
a crujir cuando caminaba de forma ligera. Su amigo se adelantó e
ingresó primero a la última habitación.
Era un baño.
Y en la ducha se marcaban aún las gotas de sangre en la cerámica.
Sungguk encendió la luz. Minki tuvo que pestañear para
acostumbrar sus ojos a la repentina luminiscencia.
—No hay nadie en casa —anunció Sungguk, mientras le co-
locaba el seguro a su arma y la guardaba otra vez en su cinturón.
Minki lo imitó.
—¿Qué encontraste?
—Un cuarto aseado, nada más.
—Tendremos que llamar a los detectives —dijo Minki ana-
lizando por segunda vez el cuarto de baño. Notó que las cortinas
de plástico estaban rotas en las argollas, alguien se había sujetado
a ellas.
Regresaron a la cocina. Sungguk también encendió la luz.
—Al menos no será a nosotros a quienes se les extienda el
turno —bromeó Sungguk—. Daehyun me cobra quince mil wo-
nes cada vez que llego tarde. Si sigo así, se me irá todo el dinero
de las horas extras.

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Solo para sentirse útil, porque sabía que los agentes revisa-
rían hasta el último recoveco, le echó un vistazo a las encimeras
por si encontraba algo relevante.
—Debería hacer eso con Jaebyu, a ver si así deja de hacerle
el trabajo a su jefa —comentó Minki.
—Tú también haces horas extras —lo defendió Sungguk.
—Pero menos que él —rio sin humor—. En cualquier mo-
mento los mellizos me van a preguntar si tienen un solo padre.
A un costado del lavamanos, había un set de madera para
guardar cuchillos. Faltaba el del medio. Le sacó una foto.
—Pensé que habían acordado que Jaebyu haría menos tur-
nos dada tu condición —observó Sungguk.
No era que Minki estuviera enfermo, aunque podría catalo-
garse así. Al menos los vómitos habían finalizado.
—Digamos que no estamos en el mejor momento de nuestra
relación —evadió el tema. No quería hablar de ello, sobre todo
porque no quería aceptar que, el amor de su vida, el hombre del
que llevaba enamorado una década, lo evitaba. Así que decidió
barrer sus problemas bajo la alfombra y fingir que nada ocurría.
Así duele menos, pensó con pesimismo.
Sungguk también le sacó una fotografía al set de cuchillos
y prosiguió haciendo imágenes y videos del resto de la casa. La
lluvia al fin cesó. El único ruido externo era de las gotas que gol-
peaban el suelo desde la canaleta.
—Ya lo superarán —Sungguk lo tranquilizó. Se le acercó
para darle un golpe en la cabeza que no fue para nada delicado—.
Solo está preocupado.
—Vaya manera de demostrar su preocupación —se quejó
Minki—. Tiene mucho sentido dejar de hablarle a alguien por-
que estás preocupado por ese alguien. No lo sé.
—¿Qué puedo decir? —Sungguk se encogió de hombros,
estaba concentrado grabando la sala de estar—. Somos estúpidos,
no nos pidas más de lo que podemos dar.

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—Estúpido serás tú —contestó avanzando hacia la sala de
estar donde encendió la luz—. Jaebyu nunca lo ha sido.
Al no saber cómo defenderse, Sungguk dio un aplauso que
resonó en aquella cáscara.
—En fin, ya hice videos, ahora podemos llamar a los detectives.
En el instante que ambos se voltearon hacia la entrada,
captaron el crujido metálico de la puerta principal y una cabeza
desapareciendo tras ella. La persona corrió hacia la calle, Minki
reaccionó de inmediato.
—¿Minki...? —jadeó Sungguk.
Dio un salto para evitar el charco de sangre. Al salir, escuchó
el rugir de un motor y el aroma del caucho contra el cemento.
Corrió hacia la patrulla, que todavía permanecía con las luces
encendidas y la puerta de copiloto abierta. Se posicionó tras el
volante y puso en marcha el auto, a la vez que Sungguk saltaba al
otro asiento. Su amigo alcanzó a afirmarse de la guantera cuando
apretó el acelerador hasta el fondo. Al doblar a la izquierda en la
primera intersección, sintió el manubrio pesado. A los metros se
divisaba una camioneta de trabajo, su uso era muy común por esa
área de la ciudad. No tenía matrícula.
Tras soltar el acelerador para estabilizar el automóvil, Minki
se abrochó el cinturón de seguridad.
—¿Crees que sea el responsable? —cuestionó Sungguk. Había
descolgado el intercomunicador y buscaba la frecuencia correcta.
—Demasiado sospechoso que haya escapado, ¿no crees?
—10-0, 10-0 —cantó Sungguk en la radio—. Solicitamos
10-1. Patrulla 615 en persecución de camioneta sin matricula, mo-
delo Hyundai Porter H100. Se asiste a denuncia por ruidos moles-
tos, encontrando evidencias de un posible secuestro. Sangre en casa
y sin indicios de cuerpo. Sospechoso escapa por Palgeocheonseo-ro
hacia el norte.
Minki había cursado una asignatura de conducción profe-
sional en la academia. Como sufría apego por la adrenalina, hacía

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unos años, le había prometido a Jaebyu ser menos temerario, ra-
zón por la cual era Sungguk el que mayoritariamente conducía.
No quiero perderte, le había dicho esa tarde.
Apretó el acelerador con fuerza. Después de todo, no había
sido Minki quien rompió primero su promesa.
Como todavía sentía el manubrio pesado y con tendencia a
desviarse hacia un costado, quitó el pie del acelerador y apretó el
freno al tomar una curva. Sintió el pedal suelto. Tuvo que hundir
el pie hasta el fondo para lograr disminuir la velocidad. Los frenos
debían tener agua, así que bombeo el pedal de forma corta, rápi-
da y consecutiva para secarlos. Entonces, captó el color rojo en el
panel: estaba encendido el ícono del líquido para frenos y el aviso
de que tenía un neumático desinflado. Comprobó la presión de
las ruedas, la delantera derecha marcaba apenas 15 PSI.
Llevó la mano a la palanca de cambios para intentar frenar
con ella. Soltó una maldición alta.
—¿Pasa algo? —quiso saber Sungguk.
Minki apretó nuevamente el freno hasta el fondo.
—Es automático —gruñó.
—Sí, renovaron las camionetas hace unos meses —dijo Sun-
gguk como si no hubiese sido Minki el que firmó la recepción del
nuevo automóvil.
Odiaba el sistema automático, le daba menos control sobre
el coche.
—Ajusta tu cinturón —avisó Minki.
La patrulla empezaba a perder velocidad al no mantener el
pie sobre el acelerador, en tanto la camioneta blanca ganaba dis-
tancia. Sungguk la apuntó con ambos brazos, todavía sostenía la
radio en una mano.
—¿Qué haces? ¡Se aleja!
Maniobró con mucho cuidado la siguiente curva. Se imagi-
nó que la camioneta no iba a tomar la carretera, ya que lo volvería
más visible cuando ya les había ganado distancia.

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—Alguien bombeó el líquido para frenos y nos pinchó una
rueda —comentó Minki con sencillez. El velocímetro marcaba
los sesenta kilómetros—. El auto no está frenando bien porque
no tenemos líquido suficiente y tampoco puedo controlarlo por
la rueda sin aire, así que no nos pondré en peligro.
Sungguk posicionó un brazo sobre la guantera para sujetarse.
—10-34. Patrulla 615 se retira. Líquido de frenos manipulado
por terceros y rueda pinchada.
—10-4 —contestó quien parecía ser Eunjin, el jefe de am-
bos—. Patrulla 611 en camino. ¿Lesionados?
—Negativo.
—10-10, patrulla 615.
Los sacaron de servicio.
Sungguk no alcanzó a apretar el comunicador antes de que
llegara el último mensaje.
—¿Cómo un civil logró manipular el líquido para frenos si el
capó se abre desde el interior? —no hubo respuesta por su parte—.
Ya veo. Resguarden la escena mientras llegan los detectives, después
los quiero en la división completando la ficha de inspección. Sin pro-
testas, oficial Jong. No vuelvan a cometer otro error.
La patrulla logró frenar casi por completo, todavía mante-
niendo la velocidad base de los coches automáticos. Tras apretar
el freno a fondo y con fuerza, Minki logró detenerla. Cambió de
inmediato a parking, apretó el freno de mano y apagó el motor.
Quedaron estacionados a un costado de la calle, la camioneta
blanca ya había desaparecido en la distancia.
Minki golpeó el volante frustrado.
—Se te quedó la patrulla abierta, ¿cierto? —cuestionó Sung-
guk con expresión burlesca.
—Fuiste tú quien dejó la puerta entreabierta —se quejó
Minki.
—Por eso te eligieron jefe, para evitar que yo cometa este
tipo de errores.

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—Ser padre no te ha hecho madurar nada.
La sonrisa de Sungguk dejaba al descubierto sus dientes de-
lanteros, que eran algo más grande que el resto.
—Solo me ha quitado horas de sueño —fue su respuesta—.
Además, igual nos habían pinchado la rueda, no habríamos llega-
do mucho más lejos.
Minki dio un largo suspiro.

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