El Libro de Lengua

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LA AJORCA DE ORO

Leyenda toledana

I
Ella era hermosa, hermosa con esa hermosura que inspira el
vértigo, hermosa con esa hermosura que no se parece en nada a la
que soñamos en los ángeles y que, sin embargo, es sobrenatural;
hermosura diabólica, que tal vez presta el demonio a algunos seres
para hacerlos sus instrumentos en la tierra.
Él la amaba; la amaba con ese amor que no conoce freno ni
límites; la amaba con ese amor en que se busca un goce y sólo se
encuentran martirios, amor que se asemeja a la felicidad y que, no
obstante, diríase que lo infunde el cielo para la expiación de una
culpa.
Ella era caprichosa, caprichosa y extravagante, como todas las
mujeres del mundo; él, supersticioso, supersticioso y valiente, como
todos los hombres de su época. Ella se llamaba María Antúnez; él,
Pedro Alfonso de Orellana. Los dos eran toledanos, y los dos vivían
en la misma ciudad que los vio nacer.
La tradición que refiere esta maravillosa historia, acaecida hace
muchos años, no dice nada más acerca de los personajes que fueron
sus héroes.
Yo, en mi calidad de cronista verídico, no añadiré ni una sola
palabra de mi cosecha para caracterizarlos mejor.
II
Él la encontró un día llorando, y le preguntó:
—¿Por qué lloras?
Ella se enjugó los ojos, lo miró fijamente, arrojó un suspiro y
volvió a llorar.
Pedro, entonces, acercándose a María le tomó una mano, apoyó
el codo con el pretil árabe desde donde la hermosa miraba pasar la
corriente del río y tornó a decirle:
—¿Por qué lloras?
El Tajo se retorcía gimiendo al pie del mirador, entre las rocas
sobre que se asienta la ciudad imperial. El sol transponía los montes
vecinos; la niebla de la tarde flotaba como un velo de gasa azul, y
sólo el monótono ruido del agua interrumpía el alto silencio.
María exclamó:
—No me preguntes por qué lloro, no me lo preguntes, pues ni yo
sabré contestarte ni tú comprenderme. Hay deseos que se ahogan
en nuestra alma de mujer, sin que los revele más que un suspiro;
ideas locas que cruzan por nuestra imaginación, sin que ose
formularlas el labio; fenómenos incomprensibles de nuestra
naturaleza misteriosa, que el hombre no puede ni aun concebir. Te lo
ruego, no me preguntes la causa de mi dolor; si te la revelase, acaso
te arrancaría una carcajada.
Cuando estas palabras expiraron, ella tornó a inclinar la frente y
él a reiterar sus preguntas.
La hermosa, rompiendo al fin su obstinado silencio, dijo a su
amante con voz sorda y entrecortada:
—Tú lo quieres; es una locura que te hará reír, pero no importa;
te lo diré, puesto que lo deseas. Ayer estuve en el templo. Se
celebraba la fiesta de la Virgen: su imagen, colocada en el altar
mayor sobre un escabel de oro, resplandecía como un ascua de
fuego; las notas del órgano temblaban, dilatándose de eco en eco
por el ámbito de la iglesia, y en el coro los sacerdotes entonaban el
«Salve, Regina». Yo rezaba, rezaba absorta en mis pensamientos
religiosos, cuando maquinalmente levanté la cabeza y mi vista se
dirigió al altar. No sé por qué mis ojos se fijaron, desde luego, en la
imagen; digo mal; en la imagen, no; se fijaron en un objeto que,
hasta entonces, no había visto, un objeto que, sin que pudiese
explicármelo, llamaba sobre sí toda mi atención… No te rías…; aquel
objeto era la ajorca de oro que tiene la madre de Dios en uno de los
brazos en que descansa su divino Hijo… Yo aparté la vista y torné a
rezar… ¡Imposible! Mis ojos se volvían involuntariamente al mismo
punto. Las luces del altar, reflejándose en las mil facetas de sus
diamantes, se reproducían de una manera prodigiosa. Millones de
chispas de luz rojas y azules, verdes y amarillas, volteaban alrededor
de las piedras como un torbellino de átomos de fuego, como una
vertiginosa ronda de esos espíritus de las llamas que fascinan con su
brillo y su increíble inquietud… Salí del templo, vine a casa, pero vine
con aquella idea fija en la imaginación. Me acosté para dormir; no
pude… Pasó la noche, eterna, con aquel pensamiento… Al amanecer
se cerraron mis párpados, y, ¿lo creerás?, aún en el sueño veía
cruzar, perderse y tornar de nuevo una mujer, una mujer morena y
hermosa, que llevaba la joya de oro y pedrería; una mujer, sí,
porque no era ya la Virgen que yo adoro y ante quien me humillo;
era una mujer, otra mujer como yo, que me miraba y se reía
mofándose de mí. «¿La ves? —parecía decirme, mostrándome la
joya—. ¡Cómo brilla! Parece un círculo de estrellas arrancadas del
cielo de una noche de verano. ¿La ves? Pues no es tuya, no lo será
nunca, nunca… Tendrás acaso otras mejores, más ricas, si es
posible; pero ésta, ésta, que resplandece de un modo tan fantástico,
tan fascinador…, nunca…, nunca…» Desperté; pero con la misma
idea fija aquí, entonces como ahora, semejante a un clavo ardiendo,
diabólica, incontrastable, inspirada sin duda por el mismo Satanás…
¿Y qué?… Callas, callas y doblas la frente… ¿No te hace reír mi
locura?
Pedro, con un movimiento convulsivo, oprimió el puño de su
espada, levantó la cabeza que, en efecto, había inclinado, y dijo con
voz sorda:
—¿Qué Virgen tiene esa presea?
—La del Sagrario —murmuró María.
—¡La del Sagrario! —repitió el joven con acento de terror—. ¡La
del Sagrario de la Catedral!…
Y en sus facciones se retrató un instante el estado de su alma,
espantada de una idea.
—¡Ah! ¿Por qué no la posee otra Virgen? —prosiguió con acento
enérgico y apasionado—. ¿Por qué no la tiene el arzobispo en su
mitra, el rey en su corona o el diablo entre sus garras? Yo se la
arrancaría para ti; aunque me costase la vida o la condenación. Pero
a la Virgen del Sagrario, a nuestra Santa Patrona, yo…, yo, que he
nacido en Toledo, imposible, imposible.
—¡Nunca! —murmuró María con voz casi imperceptible—.
¡Nunca!
Y siguió llorando.
Pedro fijó una mirada estúpida en la corriente del río; en la
corriente, que pasaba y pasaba sin cesar ante sus extraviados ojos,
quebrándose al pie del mirador, entre las rocas sobre que se asienta
la ciudad imperial.

III
¡La catedral de Toledo! Figuraos un bosque de gigantescas
palmeras de granito que al entrelazar sus ramas forman una bóveda
colosal y magnífica, bajo la que se guarece y vive, con la vida que le
ha prestado el genio, toda una creación de seres imaginarios y
reales.
Figuraos un caos incomprensible de sombra y luz, en donde se
mezclan y confunden con las tinieblas de las naves los rayos de
colores de las ojivas, donde lucha y se pierde con la oscuridad del
santuario el fulgor de las lámparas.
Figuraos un mundo de piedra, inmenso como el espíritu de
nuestra religión, sombrío como sus tradiciones, enigmático como sus
parábolas, y todavía no tendréis una idea remota de ese eterno
monumento del entusiasmo y la fe de nuestros mayores, sobre el
que los siglos han derramado a porfía el tesoro de sus creencias, de
su inspiración y de sus artes.
En su seno viven el silencio, la majestad, la poesía del misticismo
y un santo horror que defiende sus umbrales contra los
pensamientos mundanos y las mezquinas pasiones de la tierra. La
consunción material se alivia respirando el aire puro de las
montañas; el ateísmo debe curarse respirando su atmósfera de fe.
Pero si grande, si imponente se presenta la catedral a nuestros
ojos a cualquiera hora que se penetra en su recinto misterioso y
sagrado, nunca produce una impresión tan profunda como en los
días en que despliega todas las galas de su pompa religiosa, en que
sus tabernáculos se cubren de oro y pedrería; sus gradas, de
alfombras, y sus pilares, de tapices.
Entonces, cuando arden despidiendo un torrente de luz sus mil
lámparas de plata; cuando flota en el aire una nube de incienso, y
las voces del coro y la armonía de los órganos y las campanas de la
torre estremecen el edificio desde sus cimientos más profundos
hasta las más altas agujas que le coronan, entonces es cuando se
comprende, al sentirla, la tremenda majestad de Dios, que vive en
él, y lo anima con su soplo, y lo llena con el reflejo de su
omnipotencia.
El mismo día en que tuvo lugar la escena que acabamos de
referir se celebraba en la catedral de Toledo el último de la magnífica
octava de la Virgen.
La fiesta religiosa había traído a ella una multitud inmensa de
fieles; pero ya ésta se había dispersado en todas direcciones, ya se
habían apagado las luces de las capillas y del altar mayor, y las
colosales puertas del templo habían rechinado sobre sus goznes
para cerrarse detrás del último toledano, cuando de entre las
sombras, y pálido, tan pálido como la estatua de la tumba en que se
apoyó un instante mientras dominaba su emoción, se adelantó un
hombre que vino deslizándose con el mayor sigilo hasta la verja del
crucero. Allí, la claridad de una lámpara permitía distinguir sus
facciones.
Era Pedro.
¿Qué había pasado entre los dos amantes para que se arrestara,
al fin, a poner por obra una idea que sólo al concebirla se habían
erizado sus cabellos de horror? Nunca pudo saberse. Pero él estaba
allí, y estaba allí para llevar a cabo su criminal propósito. En su
mirada inquieta, en el temblor de sus rodillas, en el sudor que corría
en anchas gotas por su frente, llevaba escrito su pensamiento.
La catedral estaba sola, completamente sola y sumergida en un
silencio profundo. No obstante, de cuando en cuando se percibían
como unos rumores confusos: chasquidos de madera tal vez, o
murmullos del viento, o, ¿quién sabe?, acaso ilusión de la fantasía,
que oye y ve y palpa en su exaltación lo que no existe; pero la
verdad era que ya cerca, ya lejos, ora a sus espaldas, ora a su lado
mismo, sonaban como sollozos que se comprimen, como roce de
telas que se arrastran, como rumor de pasos que van y vienen sin
cesar.
Pedro hizo un esfuerzo para seguir en su camino; llegó a la verja
y subió la primera grada de la capilla mayor. Alrededor de esta
capilla están las tumbas de los reyes, cuyas imágenes de piedra, con
la mano en la empuñadura de la espada, parecen velar noche y día
por el santuario, a cuya sombra descansan todos por toda una
eternidad. «¡Adelante!», murmuró en voz baja, y quiso andar y no
pudo. Parecía que sus pies se habían clavado en el pavimento. Bajó
los ojos, y sus cabellos se erizaron de horror; el suelo de la capilla lo
formaban anchas y oscuras losas sepulcrales.
Por un momento creyó que una mano fría y descarnada lo
sujetaba en aquel punto con una fuerza invencible. Las moribundas
lámparas, que brillaban en el fondo de las naves como estrellas
perdidas entre las sombras, oscilaron a su vista, y oscilaron las
estatuas de los sepulcros y las imágenes del altar, y osciló el templo
todo, con sus arcadas de granito y sus machones de sillería.
«¡Adelante!», volvió a exclamar Pedro como fuera de sí, y se
acercó al ara; y trepando por ella, subió hasta el escabel de la
imagen. Todo alrededor suyo se revestía de formas quiméricas y
horribles; todo era tinieblas o luz dudosa, más imponente aun que la
oscuridad. Sólo la reina de los cielos, suavemente iluminada por una
lámpara de oro, parecía sonreír tranquila, bondadosa y serena en
medio de tanto horror.
Sin embargo, aquella sonrisa muda e inmóvil que le tranquilizara
un instante concluyó por infundirle temor, un temor más extraño,
más profundo que el que hasta entonces había sentido.
Tornó empero a dominarse, cerró los ojos para no verla, extendió
la mano, con un movimiento convulsivo, y le arrancó la ajorca; la
ajorca de oro, piadosa ofrenda de un santo arzobispo; la ajorca de
oro cuyo valor equivalía a una fortuna.
Ya la presea estaba en su poder; sus dedos crispados la oprimían
con una fuerza sobrenatural; sólo restaba huir, huir con ella; pero
para esto era preciso abrir los ojos, y Pedro tenía miedo de ver, de
ver la imagen, de ver los reyes de las sepulturas, los demonios de
las cornisas, los endriagos de los capiteles, las fajas de sombras y
los rayos de luz que, semejantes a blancos y gigantescos fantasmas,
se movían lentamente en el fondo de las naves, pobladas de
rumores temerosos y extraños.
Al fin abrió los ojos, tendió una mirada, y un grito agudo se
escapó de sus labios.
La catedral estaba llena de estatuas; estatuas que, vestidas con
luengos y no vistos ropajes, habían descendido de sus huecos y
ocupaban todo el ámbito de la iglesia y le miraban con sus ojos sin
pupila.
Santos, monjes, ángeles, demonios, guerreros, damas, pajes,
cenobitas y villanos se rodeaban y confundían en las naves y en el
altar. A sus pies oficiaban, en presencia de los reyes, de hinojos
sobre sus tumbas, los arzobispos de mármol que él había visto otras
veces inmóviles sobre sus lechos mortuorios, mientras que,
arrastrándose por las losas, trepando por los machones, acurrucados
en los doseles, suspendidos en las bóvedas, pululaban, como los
gusanos de un inmenso cadáver, todo un mundo de reptiles y
alimañas de granito, quiméricos, deformes, horrorosos.
Ya no pudo resistir más. Las sienes le latieron con una violencia
espantosa; una nube de sangre oscureció sus pupilas; arrojó un
segundo grito, un grito desgarrador y sobrehumano, y cayó
desvanecido sobre el ara.
Cuando al otro día los dependientes de la iglesia lo encontraron
al pie del altar, tenía aún la ajorca de oro entre sus manos, y al
verlos aproximarse exclamó con una estridente carcajada:
—¡Suya, suya!
El infeliz estaba loco.
EL MONTE DE LAS ÁNIMAS
Leyenda soriana

La noche de difuntos, me despertó a no sé qué hora el doble de


las campanas. Su tañido monótono y eterno me trajo a las mientes
esta tradición que oí hace poco en Soria.
Intenté dormir de nuevo. ¡Imposible! Una vez aguijoneada, la
imaginación es un caballo que se desboca y al que no sirve tirarle de
la rienda. Por pasar el rato, me decidí a escribirla, como en efecto lo
hice.
A las doce de la mañana, después de almorzar bien, y con un
cigarro en la boca, no le hará mucho efecto a los lectores de El
Contemporáneo. Yo la oí en el mismo lugar en que acaeció, y la he
escrito volviendo algunas veces la cabeza con miedo, cuando sentía
crujir los cristales de mi balcón, estremecidos por el aire frío de la
noche.
Sea de ella lo que quiera, allá va, como el caballo de copas.

I
—Atad los perros, haced la señal con las trompas para que se
reúnan los cazadores y demos la vuelta a la ciudad. La noche se
acerca, es día de Todos los Santos y estamos en el monte de las
Ánimas.
—¡Tan pronto!
—A ser otro día, no dejara yo de concluir con ese rebaño de
lobos que las nieves del Moncayo han arrojado de sus madrigueras;
pero hoy es imposible. Dentro de poco sonará la oración en los
Templarios, y las ánimas de los difuntos comenzarán a tañer su
campana en la capilla del monte.
—¡En esa capilla ruinosa! ¡Bah! ¿Quieres asustarme?
—No, hermosa prima. Tú ignoras cuanto sucede en este país,
porque aún no hace un año que has venido a él desde muy lejos.
Refrena tu yegua, yo también pondré la mía al paso, y mientras dure
el camino te contaré esa historia.
Los pajes se reunieron en alegres y bulliciosos grupos. Los
condes de Borges y de Alcudiel montaron en sus magníficos
caballos, y todos juntos siguieron a sus hijos Beatriz y Alonso, que
precedían la comitiva a bastante distancia.
Mientras duraba el camino, Alonso narró en estos términos la
prometida historia:
—Ese monte que hoy llaman de las Ánimas pertenecía a los
templarios, cuyo convento ves allí, a la margen del río. Los
templarios eran guerreros y religiosos a la vez. Conquistada Soria a
los árabes, el rey los hizo venir de lejanas tierras para defender la
ciudad por la parte del puente, haciendo en ello notable agravio a
sus nobles de Castilla, que así hubieran solos sabido defenderla
como solos la conquistaron. Entre los caballeros de la nueva y
poderosa orden y los hidalgos de la ciudad fermentó por algunos
años, y estalló al fin, un odio profundo. Los primeros tenían acotado
ese monte, donde reservaban caza abundante para satisfacer sus
necesidades y contribuir a sus placeres. Los segundos determinaron
organizar una gran batida en el coto, a pesar de las severas
prohibiciones de los «clérigos con espuelas», como llamaban a sus
enemigos. Cundió la voz del reto, y nada fue parte a detener a los
unos en su manía de cazar y a los otros en su empeño de estorbarlo.
La proyectada expedición se llevó a cabo. No se acordaron de ellas
las fieras. Antes la tendrían presente tantas madres como
arrastraron sendos lutos por sus hijos. Aquello no fue una cacería.
Fue una batalla espantosa: el monte quedó sembrado de cadáveres.
Los lobos, a quienes se quiso exterminar, tuvieron un sangriento
festín. Por último, intervino la autoridad del rey; el monte, maldita
ocasión de tantas desgracias, se declaró abandonado, y la capilla de
los religiosos, situada en el mismo monte, y en cuyo atrio se
enterraron juntos amigos y enemigos, comenzó a arruinarse. Desde
entonces dicen que cuando llega la noche de difuntos se oye doblar
sola la campana de la capilla, y que las ánimas de los muertos
envueltas en jirones de sus sudarios, corren como en una cacería
fantástica por entre las breñas y los zarzales. Los ciervos braman
espantados, los lobos aúllan, las culebras dan horrorosos silbidos, y
al otro día se han visto impresas en la nieve las huellas de los
descarnados pies de los esqueletos. Por eso en Soria lo llamamos el
monte de las Ánimas, y por eso he querido salir de él antes que
cierre la noche.
La relación de Alonso concluyó justamente cuando los dos
jóvenes llegaban al extremo del puente que da paso a la ciudad por
aquel lado. Allí esperaron al resto de la comitiva, la cual, después de
incorporársele los dos jinetes, se perdió por entre las estrechas y
oscuras calles de Soria.

II
Los servidores acababan de levantar los manteles; la alta
chimenea gótica del palacio de los condes de Alcudiel despedía un
vivo resplandor, iluminando algunos grupos de damas y caballeros
que alrededor de la lumbre conversaban familiarmente, y el viento
azotaba los emplomados vidrios de las ojivas del salón.
Solas dos personas parecían ajenas a la conversación general:
Beatriz y Alonso. Beatriz seguía con los ojos, y absorta en un vago
pensamiento, los caprichos de la llama. Alonso miraba el reflejo de la
hoguera chispear en las azules pupilas de Beatriz.
Ambos guardaban hacía rato un profundo silencio.
Las dueñas referían, a propósito de la noche de difuntos, cuentos
temerosos, en que los espectros y los aparecidos representaban el
principal papel; y las campanas de las iglesias de Soria doblaban a lo
lejos con un tañido monótono y triste.
—Hermosa prima —exclamó al fin Alonso, rompiendo el largo
silencio en que se encontraban—, pronto vamos a separarnos, tal
vez para siempre; las áridas llanuras de Castilla, sus costumbres
toscas y guerreras, sus hábitos sencillos y patriarcales, sé que no te
gustan; te he oído suspirar varias veces, acaso por algún galán de tu
lejano señorío.
Beatriz hizo un gesto de fría indiferencia; todo un carácter de
mujer se reveló en aquella desdeñosa contracción de sus delgados
labios.
—Tal vez por la pompa de la corte francesa, donde hasta aquí
has vivido —se apresuró a añadir el joven—. De un modo o de otro,
presiento que no tardaré en perderte… Al separarnos, quisiera que
llevases una memoria mía… ¿Te acuerdas cuando fuimos al templo a
dar gracias a Dios por haberte devuelto la salud que viniste a buscar
a esta tierra? El joyel que sujetaba la pluma de mi gorra cautivó tu
atención. ¡Qué hermoso estaría sujetando un velo sobre tu oscura
cabellera! Ya ha prendido el de una desposada; mi padre se lo
regaló a la que me dio el ser, y ella lo llevó al altar… ¿Lo quieres?
—No sé en el tuyo —contestó la hermosa—; pero en mi país una
prenda recibida compromete una voluntad. Sólo en un día de
ceremonia debe aceptarse un presente de manos de un deudo…,
que aún puede ir a Roma sin volver con las manos vacías.
El acento helado con que Beatriz pronunció estas palabras turbó
un momento al joven que, después de serenarse, dijo con tristeza:
—Lo sé, prima; pero hoy se celebran Todos los Santos, y el tuyo
entre todos; hoy es día de ceremonias y presentes. ¿Quieres aceptar
el mío?
Beatriz se mordió ligeramente los labios y extendió la mano para
tomar la joya, sin añadir una palabra.
Los dos jóvenes volvieron a quedarse en silencio, y volviose a oír
la cascada voz de las viejas que hablaban de brujas y de trasgos, y
el zumbido del aire que hacía crujir los vidrios de las ojivas, y el
triste y monótono doblar de las campanas.
Al cabo de algunos minutos, el interrumpido diálogo tornó a
anudarse de este modo:
—Y antes que concluya el día de Todos los Santos, en que así
como el tuyo se celebra el mío, y puedes, sin atar tu voluntad,
dejarme un recuerdo, ¿no lo harás? —dijo él, clavando una mirada
en la de su prima, que brilló como un relámpago, iluminada por un
pensamiento diabólico.
—¿Por qué no? —exclamó ésta, llevándose la mano al hombro
derecho como para buscar alguna cosa entre los pliegues de su
ancha manga de terciopelo bordado de oro. Después, con una
infantil expresión de sentimiento, añadió—: ¿Te acuerdas de la
banda azul que llevé hoy a la cacería, y que por no sé qué emblema
de su color me dijiste que era la divisa de tu alma?
—Sí.
—¡Pues… se ha perdido! Se ha perdido, y pensaba dejártela
como un recuerdo.
—¡Se ha perdido! ¿Y dónde? —preguntó Alonso, incorporándose
de su asiento y con una indescriptible expresión de temor y
esperanza.
—No sé… En el monte, acaso.
—¡En el monte de las Ánimas! —murmuró, palideciendo y
dejándose caer sobre el sitial—. ¡En el monte de las Ánimas! —
Luego prosiguió, con voz entrecortada y sorda—: Tú lo sabes,
porque lo habrás oído mil veces. En la ciudad, en toda Castilla, me
llaman el rey de los cazadores. No habiendo aún podido probar mis
fuerzas en los combates, como mis ascendientes, he llevado a esa
diversión, imagen de la guerra, todos los bríos de mi juventud, todo
el ardor hereditario en mi raza. La alfombra que pisan tus pies son
despojos de fieras que he muerto por mi mano. Yo conozco sus
guaridas y sus costumbres, yo he combatido con ellas de día y de
noche, a pie y a caballo, solo y en batida, y nadie dirá que me ha
visto huir el peligro en ninguna ocasión. Otra noche volaría por esa
banda, y volaría gozoso como a una fiesta; y, sin embargo, esta
noche…, esta noche, ¿a qué ocultártelo?, tengo miedo. ¿Oyes? Las
campanas doblan, la oración ha sonado en San Juan del Duero, las
ánimas del monte comenzarán ahora a levantar sus amarillentos
cráneos de entre las malezas que cubren sus fosas… ¡Las ánimas!,
cuya sola vista puede helar de horror la sangre del más valiente,
tornar sus cabellos blancos o arrebatarle en el torbellino de su
fantástica carrera como una hoja que arrastra el viento sin que se
sepa adónde.
Mientras el joven hablaba, una sonrisa imperceptible se dibujó en
los labios de Beatriz, que, cuando hubo concluido, exclamó en un
tono indiferente y mientras atizaba el fuego del hogar, donde saltaba
y crujía la leña, arrojando chispas de mil colores:
—¡Oh! Eso, de ningún modo. ¡Qué locura! ¡Ir ahora al monte por
semejante friolera! ¡Una noche tan oscura, noche de difuntos y
cuajado el camino de lobos!
Al decir esta última frase la recargó de un modo tan especial, que
Alonso no pudo menos de comprender toda su amarga ironía;
movido como por un resorte se puso de pie, se pasó la mano por la
frente, como para arrancarse el miedo que estaba en su cabeza y no
en su corazón, y con voz firme exclamó, dirigiéndose a la hermosa,
que estaba aún inclinada sobre el hogar, entreteniéndose en revolver
el fuego:
—Adiós, Beatriz, adiós. Hasta… pronto.
—¡Alonso, Alonso! —dijo ésta, volviéndose con rapidez; pero
cuando quiso o aparentó querer detenerle, el joven había
desaparecido.
A los pocos minutos se oyó el rumor de un caballo que se alejaba
al galope. La hermosa, con una radiante expresión de orgullo
satisfecho que coloreó sus mejillas, prestó atento oído a aquel rumor
que se debilitaba, que se perdía, que se desvaneció por último.
Las viejas, en tanto, continuaban en sus cuentos de ánimas
aparecidas; el aire zumbaba en los vidrios del balcón, y las
campanas de la ciudad doblaban a lo lejos.

III
Había pasado una hora, dos, tres; la medianoche estaba a punto
de sonar, cuando Beatriz se retiró a su oratorio. Alonso no volvía, no
volvía, y, a querer, en menos de una hora pudiera haberlo hecho.
—¡Habrá tenido miedo! —exclamó la joven, cerrando su libro de
oraciones y encaminándose a su lecho, después de haber intentado
inútilmente murmurar algunos de los rezos que la Iglesia consagra
en el día de difuntos a los que ya no existen.
Después de haber apagado la lámpara y cruzado las dobles
cortinas de seda, se durmió; se durmió con un sueño inquieto,
ligero, nervioso.
Las doce sonaron en el reloj del Postigo. Beatriz oyó entre
sueños las vibraciones de la campana, lentas, sordas, tristísimas, y
entreabrió los ojos. Creía haber oído, a par de ellas, pronunciar su
nombre; pero lejos, muy lejos, y por una voz ahogada y doliente. El
viento gemía en los vidrios de la ventana.
—Será el viento —dijo, y poniéndose la mano sobre el corazón
procuró tranquilizarse.
Pero su corazón latía cada vez con más violencia, las puertas de
alerce del oratorio habían crujido sobre sus goznes con un chirrido
agudo, prolongado y estridente.
Primero unas y luego las otras más cercanas, todas las puertas
que daban paso a su habitación iban sonando por su orden; éstas
con un ruido sordo y grave, aquéllas con un lamento largo y
crispador. Después, silencio; un silencio lleno de rumores extraños,
el silencio de la medianoche; con un murmullo monótono de agua
distante, lejanos ladridos de perros, voces confusas, palabras
ininteligibles; eco de pasos que van y vienen, crujir de ropas que se
arrastran, suspiros que se ahogan, respiraciones fatigosas que casi
se sienten, estremecimientos involuntarios que anuncian la presencia
de algo que no se ve y que no obstante se nota su aproximación en
la oscuridad.
Beatriz, inmóvil, temblorosa, adelantó la cabeza fuera de las
cortinas y escuchó un momento. Oía mil ruidos diversos; se pasaba
la mano por la frente, tornaba a escuchar; nada, silencio.
Veía, con esa fosforescencia de la pupila en las crisis nerviosas,
como bultos que se movían en todas direcciones, y cuando
dilatándolas las fijaba en un punto, nada; oscuridad, las sombras
impenetrables.
—¡Bah! —exclamó, volviendo a recostar su hermosa cabeza
sobre la almohada de raso azul del lecho—. ¿Soy yo tan miedosa
como estas pobres gentes cuyo corazón palpita de terror bajo una
armadura al oír una conseja de aparecidos?
Y cerrando los ojos, intentó dormir…, pero en vano había hecho
un esfuerzo sobre sí misma. Pronto volvió a incorporarse, más
pálida, más inquieta, más aterrada. Ya no era una ilusión: las
colgaduras de brocado de la puerta habían rozado al separarse, y
unas pisadas lentas sonaban sobre la alfombra; el rumor de aquellas
pisadas era sordo, casi imperceptible, pero continuado, y a su
compás se oía crujir una cosa como madera o hueso. Y se
acercaban, se acercaban, y se movió el reclinatorio que estaba a la
orilla de su lecho. Beatriz lanzó un grito agudo, y rebujándose en la
ropa que la cubría escondió la cabeza y contuvo el aliento.
El aire azotaba los vidrios del balcón; el agua de la fuente lejana
caía y caía con un rumor eterno y monótono; los ladridos de los
perros se dilataban en las ráfagas del aire, y las campanas de la
ciudad de Soria, unas cerca, otras distantes, doblaban tristemente
por las ánimas de los difuntos.
Así pasó una hora, dos, la noche, un siglo, porque la noche
aquella pareció eterna a Beatriz. Al fin, despuntó la aurora. Vuelta de
su temor, entreabrió los ojos a los primeros rayos de la luz. Después
de una noche de insomnio y de terrores, ¡es tan hermosa la luz clara
y blanca del día! Separó las cortinas de seda del lecho, tendió una
mirada serena a su alrededor, y ya se disponía a reírse de sus
temores pasados, cuando de repente un sudor frío cubrió su cuerpo,
sus ojos se desencajaron y una palidez mortal descoloró sus
mejillas; sobre el reclinatorio había visto, sangrienta y desgarrada, la
banda azul que perdiera en el monte, la banda azul que fue a buscar
Alonso.
Cuando sus servidores llegaron, despavoridos, a noticiarle la
muerte del primogénito de Alcudiel, que a la mañana había
aparecido devorado por los lobos entre las malezas del monte de las
Ánimas, la encontraron inmóvil, crispada, asida con ambas manos a
una de las columnas de ébano del lecho, desencajados los ojos,
entreabierta la boca, blancos los labios, rígidos los miembros,
muerta, muerta de horror.

IV
Dicen que después de acaecido este suceso, un cazador
extraviado que pasó la noche de difuntos sin poder salir del monte
de las Ánimas, y que al otro día, antes de morir, pudo contar lo que
viera, refirió cosas horribles. Entre otras, se asegura que vio a los
esqueletos de los antiguos templarios y de los nobles de Soria
enterrados en el atrio de la capilla levantarse al punto de la oración
con un estrépito horrible y, caballeros sobre osamentas de corceles,
perseguir como a una fiera a una mujer hermosa, pálida y
desmelenada que, con los pies desnudos y sangrientos, y arrojando
gritos de horror, daba vueltas alrededor de la tumba de Alonso.
LOS OJOS VERDES
Leyenda

Hace mucho tiempo que tenía ganas de escribir cualquier cosa


con este título. Hoy, que se me ha presentado ocasión, lo he puesto
con letras grandes en la primera cuartilla de papel, y luego he
dejado a capricho volar la pluma.
Yo creo que he visto unos ojos como los que he pintado en esta
leyenda. No sé si en sueños, pero yo los he visto. De seguro no los
podré describir tal cual ellos eran: luminosos, transparentes como las
gotas de la lluvia que se resbalan sobre las hojas de los árboles
después de una tempestad de verano. De todos modos, cuento con
la imaginación de mis lectores para hacerme comprender en este
que pudiéramos llamar boceto de un cuadro que pintaré algún día.

I
—Herido va el ciervo…, herido va; no hay duda. Se ve el rastro
de la sangre entre las zarzas del monte, y al saltar uno de esos
lentiscos han flaqueado sus piernas… Nuestro joven señor comienza
por donde otros acaban… En cuarenta años de montero no he visto
mejor golpe… Pero, ¡por san Saturio, patrón de Soria!, cortadle el
paso por esas carrascas, azuzad los perros, soplad en esas trompas
hasta echar los hígados, y hundidle a los corceles una cuarta de
hierro en los ijares: ¿no veis que se dirige hacia la fuente de los
Álamos y si la salva antes de morir podemos darle por perdido?
Las cuencas del Moncayo repitieron de eco en eco el bramido de
las trompas, el latir de la jauría desencadenada, y las voces de los
pajes resonaron con nueva furia, y el confuso tropel de hombres,
caballos y perros se dirigió al punto que Íñigo, el montero mayor de
los marqueses de Almenar, señalara como el más a propósito para
cortarle el paso a la res.
Pero todo fue inútil. Cuando el más ágil de los lebreles llegó a las
carrascas, jadeante y cubiertas las fauces de espuma, ya el ciervo,
rápido como una saeta, las había salvado de un solo brinco,
perdiéndose entre los matorrales de una trocha que conducía a la
fuente.
—¡Alto!… ¡Alto todo el mundo! —gritó Íñigo entonces—. Estaba
de Dios que había de marcharse.
Y la cabalgata se detuvo, y enmudecieron las trompas, y los
lebreles dejaron refunfuñando la pista a la voz de los cazadores.
En aquel momento se reunía a la comitiva el héroe de la fiesta,
Fernando de Argensola, el primogénito de Almenar.
—¿Qué haces? —exclamó, dirigiéndose a su montero, y en tanto,
ya se pintaba el asombro en sus facciones, ya ardía la cólera en sus
ojos—. ¿Qué haces, imbécil? Ves que la pieza está herida, que es la
primera que cae por mi mano, y abandonas el rastro y la dejas
perder para que vaya a morir en el fondo del bosque. ¿Crees acaso
que he venido a matar ciervos para festines de lobos?
—Señor —murmuró Íñigo entre dientes—, es imposible pasar de
este punto.
—¡Imposible! ¿Y por qué?
—Porque esa trocha —prosiguió el montero— conduce a la
fuente de los Álamos; la fuente de los Álamos, en cuyas aguas
habita un espíritu del mal. El que osa enturbiar su corriente paga
caro su atrevimiento. Ya la res habrá salvado sus márgenes. ¿Cómo
las salvaréis vos sin atraer sobre vuestra cabeza alguna calamidad
horrible? Los cazadores somos reyes del Moncayo, pero reyes que
pagan un tributo. Pieza que se refugia en esa fuente misteriosa,
pieza perdida.
—¡Pieza perdida! Primero perderé yo el señorío de mis padres, y
primero perderé el ánima en manos de Satanás que permitir que se
me escape ese ciervo, el único que ha herido mi venablo, la primicia
de mis excursiones de cazador… ¿Lo ves?… ¿Lo ves?… Aún se
distingue a intervalos desde aquí: las piernas le fallan, su carrera se
acorta; déjame…, déjame; suelta esa brida o te revuelco en el
polvo… ¿Quién sabe si no le daré lugar para que llegue a la fuente?
Y si llegase, al diablo ella, su limpidez y sus habitadores. ¡Sus,
Relámpago!; ¡sus, caballo mío! Si lo alcanzas, mando engarzar los
diamantes de mi joyel en tu serreta de oro.
Caballo y jinete partieron como un huracán. Íñigo los siguió con
la vista hasta que se perdieron en la maleza; después volvió los ojos
en derredor suyo; todos, como él, permanecían inmóviles y
consternados.
El montero exclamó al fin:
—Señores, vosotros lo habéis visto; me he expuesto a morir
entre los pies de su caballo por detenerlo. Yo he cumplido con mi
deber. Con el diablo no sirven valentías. Hasta aquí llega el montero
con su ballesta; de aquí en adelante, que pruebe a pasar el capellán
con su hisopo.

II
—Tenéis la color quebrada; andáis mustio y sombrío. ¿Qué os
sucede? Desde el día, que yo siempre tendré por funesto, en que
llegasteis a la fuente de los Álamos en pos de la res herida, diríase
que una mala bruja os ha encanijado con sus hechizos. Ya no vais a
los montes precedido de la ruidosa jauría ni el clamor de vuestras
trompas despierta sus ecos. Sólo con esas cavilaciones que os
persiguen, todas las mañanas tomáis la ballesta para enderezaros a
la espesura y permanecer en ella hasta que el sol se esconde. Y
cuando la noche oscurece y volvéis pálido y fatigado al castillo, en
balde busco en la bandolera los despojos de la caza. ¿Qué os ocupa
tan largas horas lejos de los que más os quieren?
Mientras Íñigo hablaba, Fernando, absorto en sus ideas, sacaba
maquinalmente astillas de su escaño de ébano con el cuchillo de
monte.
Después de un largo silencio, que solo interrumpía el chirrido de
la hoja al resbalar sobre la pulimentada madera, el joven exclamó,
dirigiéndose a su servidor, como si no hubiera escuchado una sola de
sus palabras:
—Íñigo, tú que eres viejo, tú que conoces todas las guaridas del
Moncayo, que has vivido en sus faldas persiguiendo a las fieras, y en
tus errantes excursiones de cazador subiste más de una vez a su
cumbre, dime: ¿has encontrado, por acaso, una mujer que vive
entre sus rocas?
—¡Una mujer! —exclamó el montero con asombro y mirándole de
hito en hito.
—Sí —dijo el joven—; es una cosa extraña lo que me sucede,
muy extraña… Creí poder guardar este secreto eternamente, pero no
es ya posible, rebosa en mi corazón y asoma a mi semblante. Voy,
pues, a revelártelo… Tú me ayudarás a desvanecer el misterio que
envuelve a esa criatura que, al parecer, sólo para mí existe, pues
nadie la conoce, ni la ha visto, ni puede darme razón de ella.
El montero, sin despegar los labios, arrastró su banquillo hasta
colocarse junto al escaño de su señor, del que no apartaba un punto
los espantados ojos. Éste, después de coordinar sus ideas, prosiguió
así:
—Desde el día en que, a pesar de tus funestas predicciones,
llegué a la fuente de los Álamos y, atravesando sus aguas, recobré el
ciervo que vuestra superstición hubiera dejado huir, se llenó mi alma
del deseo de la soledad.
»¿Tú no conoces aquel sitio? Mira: la fuente brota escondida en
el seno de una peña, y cae, resbalándose gota a gota, por entre las
verdes y flotantes hojas de las plantas que crecen al borde de su
cuna. Aquellas gotas, que al desprenderse brillan como puntos de
oro y suenan como las notas de un instrumento, se reúnen entre los
céspedes y, susurrando, susurrando, con un ruido semejante al de
las abejas que zumban en torno de las flores, se alejan por entre las
arenas y forman un cauce, y luchan con los obstáculos que se
oponen a su camino, y se repliegan sobre sí mismas, y saltan, y
huyen, y corren, unas veces con risas; otras, con suspiros, hasta
caer en un lago. En el lago caen con un rumor indescriptible.
Lamentos, palabras, nombres, cantares, yo no sé lo que he oído en
aquel rumor cuando me he sentado solo y febril sobre el peñasco a
cuyos pies saltan las aguas de la fuente misteriosa, para estancarse
en una balsa profunda, cuya inmóvil superficie apenas riza el viento
de la tarde.
»Todo allí es grande. La soledad, con sus mil rumores
desconocidos, vive en aquellos lugares y embriaga el espíritu en su
inefable melancolía. En las plateadas hojas de los álamos, en los
huecos de las peñas, en las ondas del agua, parece que nos hablan
los invisibles espíritus de la naturaleza, que reconocen un hermano
en el inmortal espíritu del hombre.
»Cuando al despuntar la mañana me veías tomar la ballesta y
dirigirme al monte, no fue nunca para perderme entre sus
matorrales en pos de la caza, no; iba a sentarme al borde de la
fuente, a buscar en sus ondas… no sé qué, ¡una locura! El día que
salté sobre ella con mi Relámpago, creí haber visto brillar en su
fondo una cosa extraña…, muy extraña…: los ojos de una mujer.
»Tal vez sería un rayo del sol que serpeó fugitivo entre su
espuma; tal vez una de esas flores que flotan entre las algas de su
seno y cuyos cálices parecen esmeraldas…; no sé; yo creí ver una
mirada que se clavó en la mía, una mirada que encendió en mi
pecho un deseo absurdo, irrealizable: el de encontrar una persona
con unos ojos como aquéllos. En su busca fui un día y otro a aquel
sitio.
»Por último, una tarde… yo me creí juguete de un sueño…; pero
no, es verdad; la he hablado ya muchas veces como te hablo a ti
ahora…; una tarde encontré sentada en mi puesto, y vestida con
unas ropas que llegaban hasta las aguas y flotaban sobre su haz,
una mujer hermosa sobre toda ponderación. Sus cabellos eran como
el oro; sus pestañas brillaban como hilos de luz, y entre las pestañas
volteaban inquietas unas pupilas que yo había visto…, sí, porque los
ojos de aquella mujer eran los ojos que yo tenía clavados en la
mente, unos ojos de un color imposible, unos ojos…
—¡Verdes! —exclamó Íñigo con un acento de profundo terror e
incorporándose de un salto en su asiento.
Fernando le miró a su vez como asombrado de que concluyese lo
que iba a decir, y le preguntó con una mezcla de ansiedad y alegría:
—¿La conoces?
—¡Oh, no! —dijo el montero—. ¡Líbreme Dios de conocerla! Pero
mis padres, al prohibirme llegar hasta esos lugares, me dijeron mil
veces que el espíritu, trasgo, demonio o mujer que habita en sus
aguas tiene los ojos de ese color. Yo os conjuro por lo que más
améis en la tierra a no volver a la fuente de los Álamos. Un día u
otro os alcanzará su venganza y expiaréis, muriendo, el delito de
haber encenegado sus ondas.
—¡Por lo que más amo! —murmuró el joven con una triste
sonrisa.
—Sí —prosiguió el anciano—; por vuestros padres, por vuestros
deudos, por las lágrimas de las que el cielo destina para[190] vuestra
esposa, por las de un servidor, que os ha visto nacer.
—¿Sabes tú lo que más amo en este mundo? ¿Sabes tú por qué
daría yo el amor de mi padre, los besos de la que me dio la vida y
todo el cariño que pueden atesorar todas las mujeres de la tierra?
Por una mirada, por una sola mirada de esos ojos… ¡Mira cómo
podré yo dejar de buscarlos!
Dijo Fernando estas palabras con tal acento, que la lágrima que
temblaba en los párpados de Íñigo se resbaló silenciosa por su
mejilla, mientras exclamó con acento sombrío:
—¡Cúmplase la voluntad del cielo!

III
—¿Quién eres tú? ¿Cuál es tu patria? ¿En dónde habitas? Yo
vengo un día y otro en tu busca, y ni veo el corcel que te trae a
estos lugares ni a los servidores que conducen tu litera. Rompe de
una vez el misterioso velo en que te envuelves como en una noche
profunda. Yo te amo, y, noble o villana, seré tuyo, tuyo siempre…
El sol había traspuesto la cumbre del monte; las sombras
bajaban a grandes pasos por su falda: la brisa gemía entre los
álamos de la fuente, y la niebla, elevándose poco a poco de la
superficie del lago, comenzaba a envolver las rocas de su margen.
Sobre una de estas rocas, sobre una que parecía próxima a
desplomarse en el fondo de las aguas, en cuya superficie se
retrataba, temblando, el primogénito de Almenar, de rodillas a los
pies de su misteriosa amante, procuraba en vano arrancarle el
secreto de su existencia.
Ella era hermosa, hermosa y pálida como una estatua de
alabastro. Uno de sus rizos caía sobre sus hombros, deslizándose
entre los pliegues del velo como un rayo de sol que atraviesa las
nubes, y en el cerco de sus pestañas rubias brillaban sus pupilas
como dos esmeraldas sujetas en una joya de oro. Cuando el joven
acabó de hablarle, sus labios se removieron como para pronunciar
algunas palabras; pero sólo exhalaron un suspiro, un suspiro débil,
doliente, como el de la ligera onda que empuja una brisa al morir
entre los juncos.
—¡No me respondes! —exclamó Fernando al ver burlada su
esperanza—. ¿Querrás que dé crédito a lo que de ti me han dicho?
¡Oh, no!… Háblame; yo quiero saber si me amas; yo quiero saber si
puedo amarte, si eres una mujer…
—O un demonio… ¿Y si lo fuese?
El joven vaciló un instante; un sudor frío corrió por sus
miembros; sus pupilas se dilataron al fijarse con más intensidad en
las de aquella mujer, y fascinado por su brillo fosfórico, demente
casi, exclamó en un arrebato de amor:
—Si lo fueses…, te amaría…, te amaría como te amo ahora, como
es mi destino amarte, hasta más allá de esta vida, si hay algo más
allá de ella.
—Fernando —dijo la hermosa entonces con una voz semejante a
una música—, yo te amo más aún que tú me amas; yo, que
desciendo hasta un mortal siendo un espíritu puro. No soy una
mujer como las que existen en la tierra; soy una mujer digna de ti,
que eres superior a los demás hombres. Yo vivo en el fondo de estas
aguas, incorpórea como ellas, fugaz y transparente: hablo con sus
rumores y ondulo con sus pliegues. Yo no castigo al que osa turbar
la fuente donde moro; antes le premio con mi amor, como a un
mortal superior a las supersticiones del vulgo, como a un amante
capaz de comprender mi cariño extraño y misterioso.
Mientras ella hablaba así, el joven, absorto en la contemplación
de su fantástica hermosura, atraído como por una fuerza
desconocida, se aproximaba más y más al borde de la roca. La
mujer de los ojos verdes prosiguió así:
—¿Ves, ves el límpido fondo de este lago? ¿Ves esas plantas de
largas y verdes hojas que se agitan en su fondo?… Ellas nos darán
un lecho de esmeraldas y corales…, y yo…, yo te daré una felicidad
sin nombre, esa felicidad que has soñado en tus horas de delirio y
que no puede ofrecerte nadie… Ven; la niebla del lago flota sobre
nuestras frentes como un pabellón de lino…; las ondas nos llaman
con sus voces incomprensibles; el viento empieza entre los álamos
sus himnos de amor; ven…, ven.
La noche comenzaba a extender sus sombras; la luna rielaba en
la superficie del lago; la niebla se arremolinaba al soplo del aire, y
los ojos verdes brillaban en la oscuridad como los fuegos fatuos que
corren sobre el haz de las aguas infectas… «Ven, ven…» Estas
palabras zumbaban en los oídos de Fernando como un conjuro.
«Ven…» y la mujer misteriosa lo llamaba al borde del abismo donde
estaba suspendida, y parecía ofrecerle un beso…, un beso…
Fernando dio un paso hacia ella…, otro…, y sintió unos brazos
delgados y flexibles que se liaban a su cuello, y una sensación fría
en sus labios ardorosos, un beso de nieve…, y vaciló…, y perdió pie,
y cayó al agua con un rumor sordo y lúgubre.
Las aguas saltaron en chispas de luz y se cerraron sobre su
cuerpo, y sus círculos de plata fueron ensanchándose,
ensanchándose, hasta expirar en las orillas.
MAESE PÉREZ EL ORGANISTA
Leyenda sevillana

En Sevilla, en el mismo atrio de Santa Inés, y mientras esperaba


a que comenzase la misa del gallo, oí esta tradición a una
demandadera del convento.
Como era natural, después de oírla aguardé impaciente a que
comenzara la ceremonia, ansioso de asistir a un prodigio.
Nada menos prodigioso, sin embargo, que el órgano de Santa
Inés, ni nada más vulgar que los insulsos motetes con que nos
regaló su organista aquella noche.
Al salir de la misa no pude por menos de decirle a la
demandadera con aire de burla:
—¿En qué consiste que el órgano de maese Pérez suena ahora
tan mal?
—¡Toma —me contestó la vieja—, en que ése no es el suyo!
—¿No es el suyo? ¿Pues qué ha sido de él?
—Se cayó a pedazos de puro viejo hace una porción de años.
—¿Y el alma del organista?
—No ha vuelto a aparecer desde que colocaron el que ahora le
sustituye.
Si a alguno de mis lectores se le ocurriese hacerme la misma
pregunta después de leer esta historia, ya sabe el porqué no se ha
continuado el milagroso portento hasta nuestros días.
I
—¿Veis ése de la capa roja y la pluma blanca en el fieltro, que
parece que trae sobre su justillo todo el oro de los galeones de
Indias? ¿Aquel que baja en este momento de su litera para dar la
mano a esa otra señora que, después de dejar la suya, se adelanta
hacia aquí, precedida de cuatro pajes con hachas? Pues ése es el
marqués de Moscosso, galán de la condesa viuda de Villapineda. Se
dice que antes de poner sus ojos sobre esta dama había pedido en
matrimonio a la hija de un opulento señor; mas el padre de la
doncella, de quien se murmura que es un poco avaro… Pero, ¡calle!,
en hablando del ruin de Roma, cátale aquí que asoma. ¿Veis aquel
que viene por debajo del arco de San Felipe, a pie, embozado en
una capa oscura y precedido de un solo criado con una linterna?
Ahora llega frente al retablo.
»¿Reparasteis, al desembozarse para saludar a la imagen, en la
encomienda que brilla en su pecho? A no ser por ese noble
distintivo, cualquiera le creería un lonjista de la calle de Culebras…
Pues ése es el padre en cuestión. Mirad cómo la gente del pueblo le
abre paso y le saluda. Toda Sevilla le conoce por su colosal fortuna.
Él solo tiene más ducados de oro en sus arcas que soldados
mantiene nuestro señor el rey don Felipe, y con sus galeones podría
formar una escuadra suficiente a resistir a la del Gran Turco…
»Mirad, mirad ese grupo de señores graves; esos son los
caballeros veinticuatro. ¡Hola, hola! También está aquí el flamencote,
a quien se dice que no han echado ya el guante los señores de la
cruz verde merced a su influjo con los magnates de Madrid… Éste no
viene a la iglesia más que a oír música… No, pues si maese Pérez no
le arranca con su órgano lágrimas como puños, bien se puede
asegurar que no tiene su alma en su armario, sino friyéndose en las
calderas de Pedro Botero… ¡Ay, vecina! Malo…, malo… Presumo que
vamos a tener jarana. Yo me refugio en la iglesia. Pues, por lo que
veo, aquí van a andar más de sobra los cintarazos que los
paternoster. Mirad, mirad: las gentes del duque de Alcalá doblan la
esquina de la plaza de San Pedro, y por el callejón de las Dueñas se
me figura que he columbrado a las del de Medina Sidonia. ¿No os lo
dije?
»Ya se han visto, ya se detienen unos y otros, sin pasar de sus
puestos… Los grupos se disuelven… Los ministriles, a quienes en
estas ocasiones apalean amigos y enemigos, se retiran… Hasta el
señor asistente, con su vara y todo, se refugia en el atrio… Y luego
dicen que hay justicia. Para los pobres…
»Vamos, vamos, ya brillan los broqueles en la oscuridad…
¡Nuestro Señor del Gran Poder nos asista! Ya comienzan los golpes…
¡Vecina, vecina! Aquí…, antes que cierren las puertas. Pero ¡calle!
¿Qué es eso? Aún no han comenzado, cuando lo dejan… ¿Qué
resplandor es aquél?… ¡Hachas encendidas! ¡Literas! Es el señor
arzobispo.
»La Virgen Santísima del Amparo, a quien invocaba ahora mismo
con el pensamiento, lo trae en mi ayuda… ¡Ay! ¡Si nadie sabe lo que
yo le debo a esta Señora!… ¡Con cuánta usura me paga las
candelillas que le enciendo los sábados!… Vedlo qué hermosote está
con sus hábitos morados y su birrete rojo… Dios le conserve en su
silla tantos siglos como yo deseo de vida para mí. Si no fuera por él
media Sevilla hubiera ya ardido con estas disensiones de los duques.
Vedlos, vedlos, los hipocritones, cómo se acercan ambos a la litera
del prelado para besarle el anillo… Cómo le siguen y le acompañan
confundiéndose con sus familiares. Quién diría que esos dos que
parecen tan amigos, si dentro de media hora se encuentran en una
calle oscura… Es decir, ¡ellos, ellos!… Líbreme Dios de creerlos
cobardes. Buena muestra han dado de sí peleando en algunas
ocasiones contra los enemigos de Nuestro Señor… Pero es la verdad
que si se buscaran… Y se buscaran con ganas de encontrarse, se
encontrarían, poniendo fin de una vez a estas continuas reyertas, en
las cuales los que verdaderamente se baten el cobre de firme son
sus deudos, sus allegados y su servidumbre.
»Pero vamos, vecina, vamos a la iglesia, antes que se ponga de
bote en bote…, que algunas noches como ésta suele llenarse de
modo que no cabe ni un grano de trigo… Buena ganga tienen las
monjas con su organista… ¿Cuándo se ha visto el convento tan
favorecido como ahora?… De las otras comunidades puedo decir que
le han hecho a maese Pérez proposiciones magníficas. Verdad que
nada tiene de extraño, pues hasta el señor arzobispo le ha ofrecido
montes de oro por llevarle a la catedral… Pero él, nada… Primero
dejaría la vida que abandonar su órgano favorito… ¿No conocéis a
maese Pérez? Verdad es que sois nueva en el barrio… Pues es un
santo varón, pobre sí, pero limosnero cual no otro… Sin más
parientes que su hija ni más amigo que su órgano, pasa su vida
entera en velar por la inocencia de la una y componer los registros
del otro… ¡Cuidado que el órgano es viejo!… Pues nada; él se da tal
maña en arreglarlo y cuidarle, que suena que es una maravilla…
Como que le conoce de tal modo, que a tientas… Porque no sé si os
lo he dicho, pero el pobre señor es ciego de nacimiento… ¡Y con qué
paciencia lleva su desgracia!… Cuando le preguntan que cuánto
daría por ver, responde: “Mucho, pero no tanto como creéis, porque
tengo esperanzas”. “¿Esperanzas de ver?” “Sí, y muy pronto —
añade, sonriendo como un ángel—. Ya cuento setenta y seis años.
Por muy larga que sea mi vida, pronto veré a Dios”.
»¡Pobrecito! Y sí lo verá…, porque es humilde como las piedras
de la calle, que se dejan pisar de todo el mundo. Siempre dice que
no es más que un pobre organista de convento, y puede dar
lecciones de solfa al mismo maestro de capilla de la Primada. Como
que echó los dientes en el oficio… Su padre tenía la misma profesión
que él. Yo no le conocí, pero mi señora madre, que santa gloria
haya, dice que le llevaba siempre al órgano consigo para darle a los
fuelles. Luego, el muchacho mostró tales disposiciones, que, como
era natural, a la muerte de su padre heredó el cargo… ¡Y qué manos
tiene! ¡Dios se las bendiga! Merecía que se las llevaran a la calle de
Chicharreros y se las engarzasen en oro… Siempre toca bien,
siempre; pero en semejante noche como ésta es un prodigio… Él
tiene una gran devoción por esta ceremonia de la misa del Gallo, y
cuando levantan la Sagrada Forma, al punto y hora de las doce, que
es cuando vino al mundo Nuestro Señor Jesucristo…, las voces de su
órgano son voces de ángeles…
»En fin, ¿para qué tengo de ponderarle lo que esta noche oirá?
Baste el ver cómo todo lo más florido de Sevilla, hasta el mismo
señor arzobispo, vienen a un humilde convento para escucharle. Y
no se crea que sólo la gente sabida, y a la que se le alcanza esto de
la solfa, conocen su mérito, sino que hasta el populacho. Todas esas
bandadas que veis llegar con teas encendidas, entonando villancicos
con gritos desaforados al compás de los panderos, las sonajas y las
zambombas, contra su costumbre, que es la de alborotar las iglesias,
callan como muertos cuando pone maese Pérez las manos en el
órgano…; y cuando alzan…, cuando alzan no se siente una mosca…:
de todos los ojos caen lagrimones tamaños, y al concluir se oye
como un suspiro inmenso, que no es otra cosa que la respiración de
los circunstantes, contenida mientras dura la música… Pero vamos,
vamos; ya han dejado de tocar las campanas, y va a comenzar la
misa. Vamos adentro… Para todo el mundo es esta noche
Nochebuena, pero para nadie mejor que para nosotros.
Esto diciendo, la buena mujer que había servido de cicerone a su
vecina atravesó el atrio del convento de Santa Inés y, codazo en
éste, empujón en aquél, se internó en el templo perdiéndose entre
la muchedumbre que se agolpaba en la puerta.

II
La iglesia estaba iluminada con una profusión asombrosa. El
torrente de luz que se desprendía de los altares para llenar sus
ámbitos chispeaba en los ricos joyeles de las damas que,
arrodillándose sobre los cojines de terciopelo que tendían los pajes y
tomando el libro de oraciones de manos de sus dueñas, vinieron a
formar un brillante círculo alrededor de la verja del presbiterio.
Junto a aquella verja, de pie, envueltos en sus capas de color
galoneadas de oro, dejando entrever con estudiado descuido las
encomiendas rojas y verdes, en la una mano el fieltro, cuyas plumas
besaban los tapices; la otra sobre los bruñidos gavilanes del estoque
o acariciando el pomo del cincelado puñal, los caballeros
veinticuatro, con gran parte de lo mejor de la nobleza sevillana,
parecían formar un muro destinado a defender a sus hijas y [a] sus
esposas del contacto con la plebe. Ésta, que se agitaba en el fondo
de las naves con un rumor parecido al del mar cuando se alborota,
prorrumpió en una aclamación de júbilo, acompañada del
discordante sonido de las sonajas y los panderos, al mirar aparecer
al arzobispo, el cual, después de sentarse junto al altar mayor, bajo
un solio de grana que rodearon sus familiares, echó por tres veces la
bendición al pueblo.
Era hora de que comenzase la misa. Transcurrieron, sin embargo,
algunos minutos sin que el celebrante apareciese. La multitud
comenzaba a rebullirse demostrando su impaciencia; los caballeros
cambiaban entre sí algunas palabras a media voz, el arzobispo
mandó a la sacristía a uno de sus familiares a inquirir el porqué no
comenzaba la ceremonia.
—Maese Pérez se ha puesto malo, muy malo, y será imposible
que asista esta noche a la misa de medianoche.
Ésa fue la respuesta del familiar.
La noticia cundió instantáneamente entre la muchedumbre.
Pintar el efecto desagradable que causó en todo el mundo sería cosa
imposible. Baste decir que comenzó a notarse tal bullicio en el
templo, que el asistente se puso de pie y los alguaciles entraron a
imponer silencio, confundiéndose entre las apiñadas olas de la
multitud.
En aquel momento, un hombre mal trazado, seco, huesudo y
bisojo por añadidura, se adelantó hasta el sitio que ocupaba el
prelado.
—Maese Pérez está enfermo —dijo—. La ceremonia no puede
empezar. Si queréis, yo tocaré el órgano en su ausencia, que ni
maese Pérez es el primer organista del mundo, ni a su muerte
dejará de usarse este instrumento por falta de inteligentes.
El arzobispo hizo una señal de asentimiento con la cabeza, y ya
algunos de los fieles, que conocían a aquel personaje extraño por un
organista envidioso, enemigo del de Santa Inés, comenzaban a
prorrumpir en exclamaciones de disgusto, cuando de improviso se
oyó en el atrio un ruido espantoso.
—¡Maese Pérez está aquí!… ¡Maese Pérez está aquí!…
A estas voces de los que estaban apiñados en la puerta, todo el
mundo volvió la cara.
Maese Pérez, pálido y desencajado, entraba, en efecto, en la
iglesia, conducido en un sillón, que todos se disputaban el honor de
llevar en sus hombros.
Los preceptos de los doctores, las lágrimas de su hija, nada había
sido bastante a detenerle en el lecho.
—No —había dicho—. Ésta es la última, lo conozco. Lo conozco, y
no quiero morir sin visitar mi órgano, y esta noche sobre todo, la
Nochebuena. Vamos, lo quiero, lo mando. Vamos a la iglesia.
Sus deseos se habían cumplido. Los concurrentes lo subieron en
brazos a la tribuna y comenzó la misa. En aquel punto sonaban las
doce en el reloj de la catedral.
Pasó el introito, y el evangelio, y el ofertorio, y llegó el instante
solemne en que el sacerdote, después de haberla consagrado, toma
con la extremidad de sus dedos la Sagrada Forma y comienza a
elevarla.
Una nube de incienso que se desenvolvía en ondas azuladas llenó
el ámbito de la iglesia. Las campanillas repicaron con un sonido
vibrante y maese Pérez puso sus crispadas manos sobre las teclas
del órgano.
Las cien voces de sus tubos de metal resonaron en un acorde
majestuoso y prolongado, que se perdió poco a poco, como si una
ráfaga de aire hubiese arrebatado sus últimos ecos.
A este primer acorde, que parecía una voz que se elevaba desde
la tierra al cielo, respondió otro lejano y suave, que fue creciendo,
creciendo, hasta convertirse en un torrente de atronadora armonía.
Era la voz de los ángeles que, atravesando los espacios, llegaba al
mundo.
Después comenzaron a oírse como unos himnos distantes que
entonaban las jerarquías de serafines. Mil himnos a la vez, que al
confundirse formaban uno solo que, no obstante, sólo era el
acompañamiento de una extraña melodía, que parecía flotar sobre
aquel océano de acordes misteriosos, como un jirón de niebla sobre
las olas del mar.
Luego fueron perdiéndose unos cuantos; después, otros. La
combinación se simplificaba. Ya no eran más que dos voces, cuyos
ecos se confundían entre sí; luego quedó una aislada, sosteniendo
una nota brillante como un hilo de luz. El sacerdote inclinó la frente,
y por encima de su cabeza cana, y como a través de una gasa azul
que fingía el humo del incienso, apareció la hostia a los ojos de los
fieles. En aquel instante, la nota que maese Pérez sostenía,
tremando se abrió, se abrió, y una explosión de armonía gigante
estremeció la iglesia, en cuyos ángulos zumbaba el aire comprimido
y cuyos vidrios de colores se estremecían en sus angostos ajimeces.
De cada una de las notas que formaban aquel magnífico acorde
se desarrolló un tema, y unos cerca, otros lejos, éstos brillantes,
aquéllos sordos, diríase que las aguas y los pájaros, las brisas y las
frondas, los hombres y los ángeles, la tierra y los cielos, cantaban,
cada cual en su idioma, un himno al nacimiento del Salvador.
La multitud escuchaba atónita y suspendida. En todos los ojos
había una lágrima; en todos los espíritus, un profundo recogimiento.
El sacerdote que oficiaba sentía temblar sus manos, porque
Aquel que levantaba en ellas, Aquél a quien saludaban hombres y
arcángeles, era su Dios, era su Dios, y le parecía haber visto abrirse
los cielos y transfigurarse la hostia.
El órgano proseguía sonando; pero sus voces se apagaban
gradualmente, como una voz que se pierde de eco en eco y se aleja
y se debilita al alejarse, cuando sonó un grito en la tribuna, un grito
desgarrador, agudo, un grito de mujer.
El órgano exhaló un sonido discorde y extraño, semejante a un
sollozo, y quedó mudo.
La multitud se agolpó a la escalera de la tribuna, hacia la que,
arrancados de su éxtasis religioso, volvieron la mirada con ansiedad
todos los fieles.
—¿Qué ha sucedido? ¿Qué pasa? —se decían unos a otros, y
nadie sabía responder, y todos se empeñaban en adivinarlo, y crecía
la confusión, y el alboroto comenzaba a subir de punto, amenazando
turbar el orden y el recogimiento propios de la iglesia.
—¿Qué ha sido eso? —preguntaron las damas al asistente que,
precedido de los ministriles, fue uno de los primeros a subir a la
tribuna y que, pálido y con muestras de profundo pesar, se dirigía al
puesto en donde le esperaba el arzobispo, ansioso, como todos, por
saber la causa de aquel desorden.
—¿Qué hay?
—Que maese Pérez acaba de morir.
En efecto, cuando los primeros fieles, después de atropellarse
por la escalera, llegaron a la tribuna, vieron al pobre organista caído
de boca sobre las teclas de su viejo instrumento, que aún vibraba
sordamente, mientras su hija, arrodillada a sus pies, lo llamaba en
vano entre suspiros y sollozos.

III
—Buenas noches, mi señora doña Baltasara. ¿También usarced
viene esta noche a la misa del Gallo? Por mi parte, tenía hecha
intención de irla a oír a la parroquia; pero, lo que sucede… ¿Dónde
va Vicente? Donde va la gente. Y eso que, si he de decir la verdad,
desde que murió maese Pérez parece que me echan una losa sobre
el corazón cuando entro en Santa Inés… ¡Pobrecito! ¡Era un santo!…
Yo de mí sé decir que conservo un pedazo de su jubón como una
reliquia, y lo merece… Pues en Dios y en mi ánima que si el señor
arzobispo tomara mano en ello, es seguro que nuestros nietos le
verían en altares… Mas ¿cómo ha de ser?… A muertos y a idos no
hay amigos… Ahora lo que priva es la novedad…, ya me entiende
usarced. ¡Qué! ¿No sabe nada de lo que pasa? Verdad que nosotras
nos parecemos en eso; de nuestra casita a la iglesia y de la iglesia a
nuestra casita, sin cuidarnos de lo que se dice o se deja de decir…
Sólo que yo, así…, al vuelo…, una palabra de acá, otra de acullá…
sin ganas de enterarme siquiera, suelo estar al corriente de algunas
novedades.
»Pues sí, señor. Parece cosa hecha que el organista de San
Román, aquel bisojo que siempre está echando pestes de los otros
organistas, aquel perdulariote, que más parece jifero de la puerta de
la Carne que maestro de solfa, va a tocar esta Nochebuena en lugar
de maese Pérez. Ya sabrá usarced, porque esto lo ha sabido todo el
mundo y es cosa pública en Sevilla, que nadie quería
comprometerse a hacerlo. Ni aun su hija, que es profesora, y
después de la muerte de su padre entró en el convento de novicia.
»Y era natural: acostumbrados a oír aquellas maravillas,
cualquiera otra cosa había de parecernos mala, por más que
quisieran evitarse las comparaciones. Pues cuando ya la comunidad
había decidido que en honor del difunto, y como muestra de respeto
a su memoria, permanecería callado el órgano en esta noche, hete
aquí que se presenta nuestro hombre diciendo que él se atreve a
tocarle… No hay nada más atrevido que la ignorancia… Cierto que la
culpa no es suya, sino de los que le consienten esta profanación.
Pero así va el mundo… Y digo… No es cosa la gente que acude…
Cualquiera diría que nada ha cambiado de un año a otro. Los
mismos personajes, el mismo lujo, los mismos empellones en la
puerta, la misma animación en el atrio, la misma multitud en el
templo… ¡Ay, si levantara el muerto la cabeza! Se volvía a morir por
no oír su órgano tocado por manos semejantes.
»Lo que tiene que, si es verdad lo que me han dicho, las gentes
del barrio le preparan una buena al intruso. Cuando llegue el
momento de poner la mano sobre las teclas, va a comenzar una
algarabía de sonajas, panderos y zambombas que no haya más que
oír… Pero, ¡calle!, ya entra en la iglesia el héroe de la función. Jesús,
qué ropilla de colorines, qué gorguera de cañutos, qué aires de
personaje! Vamos, vamos, que ya hace rato que llegó el arzobispo y
va a comenzar la misa… Vamos, que me parece que esta noche va a
darnos que contar para muchos días.
Esto diciendo, la buena mujer, que ya conocen nuestros lectores
por sus exabruptos de locuacidad, penetró en Santa Inés,
abriéndose, según costumbre, un camino entre la multitud a fuerza
de empellones y codazos.
Ya se había dado principio a la ceremonia. El templo estaba tan
brillante como el año anterior.
El nuevo organista, después de atravesar por en medio de los
fieles que ocupaban las naves para ir a besar el anillo del prelado,
había subido a la tribuna, donde tocaba, unos tras otros, los
registros del órgano con una gravedad tan afectada como ridícula.
Entre la gente menuda que se apiñaba a los pies de la iglesia se
oía un rumor sordo y confuso, cierto presagio de que la tempestad
comenzaba a fraguarse y no tardaría mucho en dejarse sentir.
—Es un truhán que, por no hacer nada bien, ni aun mira a
derechas —decían los unos.
—Es un ignorantón que, después de haber puesto el órgano de
su parroquia peor que una carraca, viene a profanar el de maese
Pérez —decían los otros.
Y mientras éste se desembarazaba del capote para prepararse a
darle de firme a su pandero, y aquél apercibía sus sonajas, y todos
se disponían a hacer bulla a más y mejor, sólo alguno que otro se
aventuraba a defender tibiamente al extraño personaje, cuyo porte
orgulloso y pedantesco hacía tan notable contraposición con la
modesta apariencia, y la afable bondad del difunto maese Pérez.
Al fin llegó el esperado momento, el momento solemne en que el
sacerdote, después de inclinarse y murmurar algunas palabras
santas, tomó la hostia en sus manos… Las campanillas repicaron,
semejando su repique una lluvia de notas de cristal. Se elevaron las
diáfanas ondas del incienso y sonó el órgano.
Una estruendosa algarabía llenó los ámbitos de la iglesia en
aquel instante y ahogó su primer acorde.
Zamponas, gaitas, sonajas, panderos, todos los instrumentos del
populacho alzaron sus discordantes voces a la vez; pero la confusión
y el estrépito sólo duró algunos segundos. Todos a la vez, como
habían comenzado, enmudecieron de pronto.
El segundo acorde, amplio, valiente, magnífico, se sostenía aún,
brotando de los tubos de metal del órgano como una cascada de
armonía inagotable y sonora.
Cantos celestes como los que acarician los oídos en los
momentos de éxtasis, cantos que percibe el espíritu y no los puede
repetir el labio, notas sueltas de una melodía lejana que suenan a
intervalos, traídas en las ráfagas del viento; rumor de hojas que se
besan en los árboles con un murmullo semejante al de la lluvia,
trinos de alondras que se levantan gorjeando de entre las flores
como una saeta despedida a las nubes; estruendos sin nombre,
imponentes como los rugidos de una tempestad; coros de serafines
sin ritmo ni cadencia, ignota música del cielo que sólo la imaginación
comprende, himnos alados que parecían remontarse al trono del
Señor como una tromba de luz y de sonidos…, todo lo expresaban
las cien voces del órgano con más pujanza, con más misteriosa
poesía, con más fantástico color que lo habían expresado nunca.

***
Cuando el organista bajó de la tribuna, la muchedumbre que se
agolpó a la escalera fue tanta y tanto su afán por verle y admirarle,
que el asistente, temiendo, no sin razón, que le ahogaran entre
todos, mandó a algunos de sus ministriles para que, vara en mano,
le fueran abriendo camino hasta llegar al altar mayor, donde el
prelado le esperaba.
—Ya veis —le dijo este último cuando le trajeron a su presencia
—. Vengo desde mi palacio aquí sólo por escucharos. ¿Seréis tan
cruel como maese Pérez que nunca quiso excusarme el viaje
tocando la Nochebuena en la misa de la catedral?
—El año que viene —respondió el organista— prometo daros
gusto, pues por todo el oro de la tierra no volvería a tocar este
órgano.
—¿Y por qué? —interrumpió el prelado.
—Porque… —añadió el organista, procurando dominar la emoción
que se revelaba en la palidez de su rostro—, porque es viejo y malo,
y no puede expresar todo lo que se quiere.
El arzobispo se retiró, seguido de sus familiares. Unas tras otras,
las literas de los señores fueron desfilando y perdiéndose en las
revueltas de las calles vecinas; los grupos del atrio se disolvieron,
dispersándose los fieles en distintas direcciones, y ya la
demandadera se disponía a cerrar las puertas de la entrada del atrio,
cuando se divisaban aún dos mujeres que después de persignarse y
murmurar una oración ante el retablo del arco de San Felipe,
prosiguieron su camino, internándose en el callejón de las Dueñas.
—Qué quiere usarced, mi señora doña Baltasara —decía la una—.
Yo soy de este genial. Cada loco con su tema… Me lo habían de
asegurar capuchinos descalzos y no lo creería del todo… Ese hombre
no puede haber tocado lo que acabamos de escuchar… Si yo lo he
oído mil veces en San Bartolomé, que era su parroquia, y de donde
tuvo que echarle el señor cura por malo, y era cosa de taparse los
oídos con algodones… Y luego, si no hay más que mirarle al rostro,
que, según dicen, es el espejo del alma… Yo me acuerdo, pobrecito,
como si la estuviera viendo,[191] me acuerdo de la cara de maese
Pérez cuando, en semejante noche como esta, bajaba de la tribuna,
después de haber suspendido al auditorio con sus primores… ¡Qué
sonrisa tan bondadosa, qué color tan animado!… Era viejo y parecía
un ángel… No que éste ha bajado las escaleras a trompicones, como
si le ladrase un perro en la meseta, y con un olor de difunto y unas…
Vamos, mi señora doña Baltasara, créame usarced, y créame con
todas veras: yo sospecho que aquí hay busilis…
Comentando las últimas palabras, las dos mujeres doblaban la
esquina del callejón y desaparecían.
Creemos inútil decir a nuestros lectores quién era una de ellas.

IV
Había transcurrido un año más. La abadesa del convento de
Santa Inés y la hija de maese Pérez hablaban en voz baja, medio
ocultas entre las sombras del coro de la iglesia. El esquilón llamaba a
voz herida a los fieles desde la torre, y alguna que otra rara persona
atravesaba el atrio, silencioso y desierto esta vez, y después de
tomar el agua bendita en la puerta, escogía un puesto en un rincón
de las naves, donde unos cuantos vecinos del barrio esperaban
tranquilamente a que comenzara la misa del Gallo.
—Ya lo veis —decía la superiora—: vuestro temor es sobre
manera pueril; nadie hay en el templo; toda Sevilla acude en tropel
a la catedral esta noche. Tocad vos el órgano, y tocadle sin
desconfianza de ninguna clase; estaremos en comunidad… Pero…
proseguís callando, sin que cesen vuestros suspiros. ¿Qué os pasa?
¿Qué tenéis?
—Tengo… miedo —exclamó la joven con un acento
profundamente conmovido.
—¡Miedo! ¿De qué?
—No sé…, de una cosa sobrenatural… Anoche, mirad, yo os
había oído decir que teníais empeño en que tocase el órgano en la
misa y, ufana con esta distinción, pensé arreglar sus registros y
templarle, a fin de que hoy os sorprendiese… Vine al coro… sola…,
abrí la puerta que conduce a la tribuna… En el reloj de la catedral
sonaba en aquel momento una hora…, no sé cuál…, pero las
campanadas eran tristísimas y muchas…, muchas…, estuvieron
sonando todo el tiempo que yo permanecí como clavada en el dintel,
[192] y aquel tiempo me pareció un siglo.

»La iglesia estaba desierta y oscura… Allá lejos, en el fondo,


brillaba, como una estrella perdida en el cielo de la noche, una luz
moribunda…: la luz de la lámpara que arde en el altar mayor… A sus
reflejos debilísimos, que sólo contribuían a hacer más visible todo el
profundo horror de las sombras, vi…, lo vi, madre, no lo dudéis; vi
un hombre que, en silencio, y vuelto de espaldas hacia el sitio en
que yo estaba, recorría con una mano las teclas del órgano,
mientras tocaba con la otra a sus registros…, y el órgano sonaba,
pero sonaba de una manera indescriptible. Cada una de sus notas
parecía un sollozo ahogado dentro del tubo de metal, que vibraba
con el aire comprimido en su hueco y reproducía el tono sordo, casi
imperceptible, pero justo.
»Y el reloj de la catedral continuaba dando la hora, y el hombre
aquel proseguía recorriendo las teclas. Yo oía hasta su respiración.
»El horror había helado la sangre de mis venas; sentía en mi
cuerpo como un frío glacial, y en mis sienes fuego… Entonces quise
gritar, quise gritar, pero no pude. El hombre aquel había vuelto la
cara y me había mirado…; digo mal, no me había mirado, porque era
ciego… ¡Era mi padre!
—¡Bah! Hermana, desechad esas fantasías con que el enemigo
malo procura turbar las imaginaciones débiles… Rezad un
paternoster y un avemaría al arcángel san Miguel, jefe de las milicias
celestiales, para que os asista contra los malos espíritus. Llevad al
cuello un escapulario tocado en la reliquia de san Pacomio, abogado
contra las tentaciones, y marchad, marchad a ocupar la tribuna del
órgano; la misa va a comenzar, y ya esperan con impaciencia los
fieles… Vuestro padre está en el cielo, y desde allí, antes que a
daros sustos, bajará a inspirar a su hija en esta ceremonia solemne,
para el objeto de tan especial devoción.
La priora fue a ocupar su sillón en el coro en medio de la
comunidad. La hija de maese Pérez abrió con mano temblorosa la
puerta de la tribuna para sentarse en el banquillo del órgano, y
comenzó la misa.
Comenzó la misa y prosiguió sin que ocurriese nada notable
hasta que llegó la consagración. En aquel momento sonó el órgano,
y al mismo tiempo que el órgano, un grito de la hija de maese Pérez.
La superiora, las monjas y algunos de los fieles corrieron a la
tribuna.
—¡Miradle! ¡Miradle! —decía la joven, fijando sus desencajados
ojos en el banquillo, de donde se había levantado, asombrada, para
agarrarse con sus manos convulsas al barandal de la tribuna.
Todo el mundo fijó sus miradas en aquel punto. El órgano estaba
solo, y, no obstante, el órgano seguía sonando…; sonando como
sólo los arcángeles podrían imitarle en sus raptos de místico
alborozo.

—¿No os lo dije yo una y mil veces, mi señora doña Baltasara; no


os lo dije yo? ¡Aquí hay busilis! Vedlo. ¡Qué!, ¿no estuvisteis anoche
en la misa del Gallo? Pero, en fin, ya sabréis lo que pasó. En toda
Sevilla no se habla de otra cosa… El señor arzobispo está hecho, y
con razón, una furia… Haber dejado de asistir a Santa Inés, no
haber podido presenciar el portento…, ¿y para qué?… ¿Para oír una
cencerrada, porque personas que lo oyeron dicen que lo que hizo el
dichoso organista de San Bartolomé en la catedral no fue otra cosa…
Si lo decía yo. Eso no puede haberlo tocado el bisojo, mentira…;
aquí hay busilis, y el busilis era, en efecto, el alma de maese Pérez.
EL RAYO DE LUNA
Leyenda soriana

Yo no sé si esto es una historia que parece cuento o un cuento


que parece historia; lo que puedo decir es que en su fondo hay una
verdad, una verdad muy triste, de la que acaso yo seré uno de los
últimos en aprovecharme, dadas mis condiciones de imaginación.
Otro, con esta idea, tal vez hubiera hecho un tomo de filosofía
lacrimosa; yo he escrito esta leyenda, que, a los que nada vean en
su fondo, al menos podrá entretenerles un rato.

I
Era noble; había nacido entre el estruendo de las armas, y el
insólito clamor de una trompa de guerra no le hubiera hecho
levantar la cabeza un instante, ni apartar sus ojos un punto del
oscuro pergamino en que leía la última cántiga[193] de un trovador.
Los que quisieran encontrarle no lo debían buscar en el
anchuroso patio de su castillo, donde los palafreneros domaban los
potros, los pajes enseñaban a volar a los halcones y los soldados se
entretenían los días de reposo en afilar el hierro de su lanza contra
una piedra.
—¿Dónde está Manrique? ¿Dónde está vuestro señor? —
preguntaba algunas veces su madre.
—No sabemos —respondían sus servidores—; acaso estará en el
claustro del monasterio de la Peña, sentado al borde de una tumba,
prestando oído a ver si sorprende alguna palabra de la conversación
de los muertos; o en el puente, mirando correr una tras otra las olas
del río por debajo de sus arcos; o acurrucado en la quiebra de una
roca y entretenido en contar las estrellas del cielo, en seguir una
nube con la vista o contemplar los fuegos fatuos que cruzan como
exhalaciones sobre el haz de las lagunas. En cualquiera parte estará,
menos en donde esté todo el mundo.
En efecto, Manrique amaba la soledad, y la amaba de tal modo,
que algunas veces hubiera deseado no tener sombra, porque su
sombra no le siguiese a todas partes.
Amaba la soledad porque en su seno, dando rienda suelta a la
imaginación, forjaba un mundo fantástico, habitado por extrañas
creaciones, hijas de sus delirios y sus ensueños de poeta, porque
Manrique era poeta; tanto, que nunca le habían satisfecho las
formas en que pudiera encerrar sus pensamientos y nunca los había
encerrado al escribirlos.
Creía que entre las rojas ascuas del hogar habitaban espíritus de
fuego de mil colores, que corrían como insectos de oro a lo largo de
los troncos encendidos, o danzaban en una luminosa ronda de
chispas en la cúspide de las llamas, y se pasaba las horas muertas
sentado en un escabel, junto a la alta chimenea gótica, inmóvil y con
los ojos fijos en la lumbre.
Creía que en el fondo de las ondas del río, entre los musgos de la
fuente y sobre los vapores del lago vivían unas mujeres misteriosas,
hadas, sílfides u ondinas, que exhalaban lamentos y suspiros o
cantaban y se reían en el monótono rumor del agua, rumor que oía
en silencio, intentando traducirlo.
En las nubes, en el aire, en el fondo de los bosques, en las
grietas de las peñas imaginaba percibir formas o escuchar sonidos
misteriosos, formas de seres sobrenaturales, palabras ininteligibles
que no podía comprender.
¡Amar! Había nacido para soñar el amor, no para sentirlo. Amaba
a todas las mujeres un instante: a ésta porque era rubia, a aquélla
porque tenía los labios rojos, a la otra porque se cimbreaba, al
andar, como un junco.
Algunas veces llegaba su delirio hasta el punto de quedarse una
noche entera mirando a la luna, que flotaba en el cielo entre un
vapor de plata, o [a] las estrellas, que temblaban a lo lejos como los
cambiantes de las piedras preciosas. En aquellas largas noches de
poético insomnio exclamaba:
—Si es verdad, como el prior de la Peña me ha dicho, que es
posible que esos puntos de luz sean mundos; si es verdad que en
ese globo de nácar que rueda sobre las nubes habitan gentes, ¡qué
mujeres tan hermosas serán las mujeres de esas regiones
luminosas! Y yo no podré verlas, y yo no podré amarlas… ¿Cómo
será su hermosura?… ¿Cómo será su amor?…
Manrique no estaba aún lo bastante loco para que le siguiesen
los muchachos, pero sí lo suficiente para hablar y gesticular a solas,
que es por donde se empieza.

II
Sobre el Duero, que pasaba lamiendo las carcomidas y oscuras
piedras de las murallas de Soria, hay un puente que conduce de la
ciudad al antiguo convento de los Templarios, cuyas posesiones se
extendían a lo largo de la opuesta margen del río.
En la época a que nos referimos, los caballeros de la orden
habían ya abandonado sus históricas fortalezas; pero aún quedaban
en pie los restos de los anchos torreones de sus muros; aún se
veían, como en parte se ven hoy, cubiertos de hiedras y campanillas
blancas, los macizos arcos de su claustro, las prolongadas galerías
ojivales de sus patios de armas, en las que suspiraba el viento con
un gemido, agitando las altas yerbas.
En los huertos y en los jardines, cuyos senderos no hollaban
hacía muchos años las plantas de los religiosos, la vegetación,
abandonada de sí misma, desplegaba todas sus galas, sin temor de
que la mano del hombre la mutilase, creyendo embellecerla.
Las plantas trepadoras subían encaramándose por los añosos
troncos de los árboles; las sombrías calles de álamos, cuyas copas se
tocaban y se confundían entre sí, se habían cubierto de céspedes;
los cardos silvestres y las ortigas brotaban en medio de los
enarenados caminos, y en los trozos de fábrica próximos a
desplomarse, el jaramago, flotando al viento como el penacho de
una cimera, y las campanillas blancas y azules, balanceándose como
en un columpio sobre sus largos y flexibles tallos, pregonaban la
victoria de la destrucción y la ruina.
Era de noche; una noche de verano, templada, llena de perfumes
y de rumores apacibles, y con una luna blanca y serena en mitad de
un cielo azul, luminoso.
Manrique, presa su imaginación de un vértigo de poesía, después
de atravesar el puente, desde donde contempló un momento la
negra silueta de la ciudad que se destacaba sobre el fondo de
algunas nubes blanquecinas y ligeras arrolladas en el horizonte, se
internó en las desiertas ruinas de los templarios.
La medianoche tocaba a su punto. La luna, que se había ido
remontando lentamente, estaba ya en lo más alto del cielo, cuando
al entrar en una oscura alameda que conducía desde el derruido
claustro a la margen del Duero, Manrique exhaló un grito, un grito
leve, ahogado, mezcla extraña de sorpresa, de temor y de júbilo.
En el fondo de la sombría alameda había visto agitarse una cosa
blanca que flotó un momento y desapareció en la oscuridad. La orla
del traje de una mujer, de una mujer que había cruzado el sendero y
se ocultaba entre el follaje, en el mismo instante en que el loco
soñador de quimeras e imposibles penetraba en los jardines.
—¡Una mujer desconocida!… ¡En este sitio!… ¡A estas horas! Ésa,
ésa es la mujer que yo busco —exclamó Manrique; y se lanzó en su
seguimiento, rápido como una saeta.
III
Llegó al punto en que había visto perderse, entre la espesura de
las ramas, a la mujer misteriosa. Había desaparecido. ¿Por dónde?
Allá lejos, muy lejos, creyó divisar por entre los cruzados troncos de
los árboles como una claridad o una forma blanca que se movía.
—¡Es ella, es ella, que lleva alas en los pies y huye como una
sombra! —dijo, y se precipitó en su busca, separando con las manos
las redes de yedra que se extendían como un tapiz de unos en otros
álamos. Llegó, rompiendo por entre la maleza y las plantas
parásitas, hasta una especie de rellano que iluminaba la claridad del
cielo… ¡Nadie!—. ¡Ah!… por aquí, por aquí va —exclamó entonces—.
Oigo sus pisadas sobre las hojas secas, y el crujido de su traje, que
arrastra por el suelo y roza en los arbustos. —Y corría y corría como
un loco, de aquí para allá, y no la veía—. Pero siguen sonando sus
pisadas —murmuró otra vez—; creo que ha hablado; no hay duda,
ha hablado… El viento, que suspira entre las ramas; las hojas, que
parece que rezan en voz baja, me han impedido oír lo que ha dicho;
pero no hay duda: va por ahí, ha hablado…, ha hablado… ¿En qué
idioma? No sé; pero es una lengua extranjera…
Y tornó a correr en su seguimiento. Afán inútil. Unas veces
creyendo verla, otras pensando oírla; ya notando que las ramas por
entre las cuales había desaparecido se movían, aún ahora
imaginando distinguir en la arena la huella de sus breves pies; luego,
firmemente persuadido de que un perfume especial, que aspiraba a
intervalos, era un aroma perteneciente a aquella mujer, que se
burlaba de él complaciéndose en huirle por entre aquellas
intrincadas malezas.
Vagó algunas horas de un lado a otro, fuera de sí, ya parándose
para escuchar, ya deslizándose con las mayores precauciones sobre
la hierba, ya en una carrera frenética y desesperada.
Avanzando, avanzando por entre los inmensos jardines que
bordaban la margen del río, llegó al fin al pie de las rocas sobre las
que se eleva la ermita de San Saturio.
—Tal vez, desde esta altura podré orientarme para seguir mis
pesquisas a través de ese confuso laberinto —exclamó, trepando de
peña en peña con la ayuda de su daga.
Llegó a la cima, desde ella se descubre la ciudad en lontananza y
una gran parte del Duero, que se retuerce a sus pies, arrastrando
una corriente impetuosa y oscura por entre las corvas márgenes que
lo encarcelan.
Manrique, una vez en lo alto de las rocas, tendió la vista a su
alrededor, pero al tenderla y fijarla al cabo en un punto, no pudo
contener una blasfemia.
La luz de la luna rielaba chispeando en la estela que dejaba en
pos de sí una barca que se dirigía a todo remo a la orilla opuesta.
En aquella barca había creído distinguir una forma blanca y
esbelta, una mujer sin duda, la mujer que había visto en los
Templarios, la mujer de sus sueños, la realización de sus más locas
esperanzas. Se descolgó de las peñas con la agilidad de un gamo,
arrojó al suelo la gorra, cuya redonda y larga pluma podía
embarazarle para correr, y desnudándose del ancho capotillo de
terciopelo, partió como una exhalación hacia el puente.
Pensaba atravesarlo y llegar a la ciudad antes que la barca
tocase en la orilla. ¡Locura! Cuando Manrique llegó, jadeante y
cubierto de sudor, a la entrada, ya los que habían atravesado el
Duero por la parte de San Saturio entraban en Soria por una de las
puertas del muro, que en aquel tiempo llegaba hasta la margen del
río, en cuyas aguas se retrataban sus pardas almenas.

IV
Aunque desvanecida su esperanza de alcanzar a los que habían
entrado por el postigo de San Saturio, no por eso nuestro héroe
perdió las de saber la casa que en la ciudad podía albergarlos. Fija
en su mente esta idea, penetró en la población y, dirigiéndose hacia
el barrio de San Juan, comenzó a vagar por sus calles a la ventura.
Las calles de Soria eran entonces, y lo son todavía, estrechas,
oscuras y tortuosas. Un silencio profundo reinaba en ellas, silencio
que sólo interrumpían, ora el lejano ladrido de un perro, ora el
rumor de una puerta al cerrarse, ora el relincho de un corcel que
piafando hacía sonar la cadena que lo sujetaba al pesebre en las
subterráneas caballerizas.
Manrique, con el oído atento a estos rumores de la noche, que
unas veces le parecían los pasos de alguna persona que había
doblado ya la última esquina de un callejón desierto; otras, voces
confusas de gentes que hablaban a sus espaldas y que a cada
momento esperaba ver a su lado, anduvo algunas horas corriendo al
azar de un sitio a otro.
Por último, se detuvo al pie de un caserón de piedra, oscuro y
antiquísimo, y al detenerse brillaron sus ojos con una indescriptible
expresión de alegría. En una de las altas ventanas ojivales de aquel
que pudiéramos llamar palacio se veía un rayo de luz templada y
suave, que pasando a través de unas ligeras colgaduras de seda
color de rosa, se reflejaba en el negruzco y grieteado paredón de la
casa de enfrente.
—No cabe duda: aquí vive mi desconocida —murmuró el joven
en voz baja y sin apartar un punto sus ojos de la ventana gótica—;
aquí vive… Ella entró por el postigo de San Saturio… Por el postigo
de San Saturio se viene a este barrio… En este barrio hay una casa
donde, pasada la medianoche, aún hay gente en vela… En vela.
¿Quién sino ella, que vuelve de sus nocturnas excursiones, puede
estarlo a estas horas?… No hay más: ésta es su casa.
En esta firme persuasión, y revolviendo en su cabeza las más
locas y fantásticas imaginaciones, esperó el alba frente a la ventana
gótica, de la que en toda la noche no faltó la luz ni él separó la vista
un momento.
Cuando llegó el día, las macizas puertas del arco que daba
entrada al caserón, y sobre cuya clave se veían esculpidos los
blasones de su dueño giraron pesadamente sobre los goznes, con un
chirrido prolongado y agudo. Un escudero apareció en el dintel con
un manojo de llaves en la mano, estregándose los ojos y enseñando
al bostezar una caja de dientes capaces de dar envidia a un
cocodrilo.
Verlo Manrique y lanzarse a la puerta, todo fue obra de un
instante.
—¿Quién habita en esta casa? ¿Cómo se llama ella? ¿De dónde
es? ¿A qué ha venido a Soria? ¿Tiene esposo? Responde, responde,
animal.
Ésta fue la salutación que, sacudiéndole el brazo violentamente,
dirigió al pobre escudero, el cual, después de mirarle un buen
espacio de tiempo con ojos espantados y estúpidos, le contestó con
voz entrecortada por la sorpresa:
—En esta casa vive el muy honrado señor don Alonso de
Valdecuellos, montero mayor de nuestro señor el rey, que, herido en
la guerra contra moros, se encuentra en esta ciudad reponiéndose
de sus fatigas.
—Pero ¿y su hija? —interrumpió el joven, impaciente—. ¿Y su
hija, o su hermana, o su esposa, o lo que sea?
—No tiene ninguna mujer consigo.
—¡No tiene ninguna!… Pues ¿quién duerme allí en aquel
aposento, donde toda la noche he visto arder una luz?
—¿Allí? Allí duerme mi señor don Alonso que, como se halla
enfermo, mantiene encendida su lámpara hasta que amanece.
Un rayo cayendo de improviso a sus pies no le hubiera causado
más asombro que el que le causaron estas palabras.

V
—Yo la he de encontrar, la he de encontrar, y si la encuentro,
estoy casi seguro de que he de conocerla… ¿En qué? Eso es lo que
no podré decir…, pero he de conocerla. El eco de su pisada o una
sola palabra suya que vuelva a oír, un extremo de su traje, un solo
extremo que vuelva a ver, me bastarán para conseguirlo. Noche y
día estoy mirando flotar delante de mis ojos aquellos pliegues de
una tela diáfana y blanquísima; noche y día me están sonando aquí
dentro, dentro de la cabeza, el crujido de su traje, el confuso rumor
de sus ininteligibles palabras. ¿Qué dijo?… ¿Qué dijo?… ¡Ah!, si yo
pudiera saber lo que dijo, acaso…; pero aun sin saberlo, la
encontraré…; la encontraré; me lo da el corazón, y mi corazón no
me engaña nunca. Verdad es que ya he recorrido inútilmente todas
las calles de Soria; que he pasado noches y noches al sereno, hecho
poste de una esquina; que he gastado más de veinte doblas de oro
en hacer charlar a dueñas y escuderos; que he dado agua bendita
en San Nicolás a una vieja, arrebujada con tal arte en su manto de
anascote, que se me figuró una deidad; y al salir de la Colegiata,
una noche de maitines, he seguido como un tonto la litera del
Arcediano, creyendo que el extremo de sus hopalandas era el del
traje de mi desconocida; pero no importa…; yo la he de encontrar, y
la gloria de poseerla excederá seguramente al trabajo de buscarla.
»¿Cómo serán sus ojos?… Deben ser azules, azules y húmedos
como el cielo de la noche; me gustan tanto los ojos de ese color;
son tan expresivos, tan melancólicos, tan… Sí…, no hay duda: azules
deben ser, azules son seguramente, y sus cabellos, negros, muy
negros y largos para que floten… Me parece que los vi flotar aquella
noche, al par que su traje, y eran negros…; no me engaño, no; eran
negros.
»¡Y qué bien hacen unos ojos azules muy rasgados y adormidos,
y una cabellera suelta, flotante y oscura, a una mujer alta…;
porque… ella es alta, alta y esbelta como esos ángeles de las
portadas de nuestras basílicas, cuyos ovalados rostros envuelven en
un misterioso crepúsculo las sombras de sus doseles de granito!
»¡Su voz!… Su voz la he oído…; su voz es suave como el rumor
del viento en las hojas de los álamos, y su andar acompasado y
majestuoso como las cadencias de una música.
»Y esa mujer, que es hermosa como el más hermoso de mis
sueños de adolescente, que piensa como yo pienso, que gusta de lo
que yo gusto, que odia lo que yo odio, que es un espíritu hermano
de mi espíritu, que es el complemento de mi ser, ¿no se ha de sentir
conmovida al encontrarme? ¿No me ha de amar como yo la amaré,
como la amo ya, con todas las fuerzas de mi vida, con todas las
facultades de mi alma?
»Vamos, vamos al sitio donde la vi la primera y única vez que la
he visto… Quién sabe si, caprichosa como yo, amiga de la soledad y
el misterio, como todas las almas soñadoras, se complace en vagar
por entre las ruinas en el silencio de la noche.

***
Dos meses habían transcurrido desde que el escudero de don
Alonso de Valdecuellos desengañó al iluso Manrique; dos meses
durante los cuales en cada hora había formado un castillo en el aire,
que la realidad desvanecía con un soplo; dos meses durante los
cuales había buscado en vano a aquella mujer desconocida, cuyo
absurdo amor iba creciendo en su alma, merced a sus aún más
absurdas imaginaciones, cuando, después de atravesar, absorto en
estas ideas, el puente que conduce a los Templarios, el enamorado
joven se perdió entre las intrincadas sendas de sus jardines.

VI
La noche estaba serena y hermosa; la luna brillaba en toda su
plenitud en lo más alto del cielo, y el viento suspiraba con un rumor
dulcísimo entre las hojas de los árboles.
Manrique llegó al claustro, tendió la vista por su recinto y miró a
través de las macizas columnas de sus arcadas… Estaba desierto.
Salió de él, encaminó sus pasos hacia la oscura alameda que
conduce al Duero, y aún no había penetrado en ella, cuando de sus
labios se escapó un grito de júbilo.
Había visto flotar un instante y desaparecer, el extremo del traje
blanco, del traje blanco de la mujer de sus sueños, de la mujer que
ya amaba como un loco.
Corre, corre en su busca; llega al sitio en que la ha visto
desaparecer; pero al llegar se detiene, fija los espantados ojos en el
suelo, permanece un rato inmóvil; un ligero temblor nervioso agita
sus miembros, un temblor que va creciendo, que va creciendo, y
ofrece los síntomas de una verdadera convulsión, y prorrumpe, al
fin, en una carcajada, en una carcajada sonora, estridente, horrible.
Aquella cosa blanca, ligera, flotante, había vuelto a brillar ante
sus ojos; pero había brillado a sus pies un instante, no más que un
instante.
Era un rayo de luna, un rayo de luna que penetraba a intervalos
por entre la verde bóveda de los árboles cuando el viento movía las
ramas.

***
Habían pasado algunos años. Manrique, sentado en un sitial,
junto a la alta chimenea gótica de su castillo, inmóvil casi, y con una
mirada vaga e inquieta como la de un idiota, apenas prestaba
atención ni a las caricias de su madre ni a los consuelos de sus
servidores.
—Tú eres joven, tú eres hermoso —le decía aquélla—. ¿Por qué
te consumes en la soledad? ¿Por qué no buscas una mujer a quien
ames, y que amándote pueda hacerte feliz?
—¡El amor!… El amor es un rayo de luna —murmuraba el joven.
—¿Por qué no despertáis de ese letargo? —le decía uno de sus
escuderos—. Os vestís de hierro de pies a cabeza; mandáis
desplegar al aire vuestro pendón de rico hombre, y marchamos a la
guerra. En la guerra se encuentra la gloria.
—¡La gloria!… La gloria es un rayo de luna.
—¿Queréis que os diga una cántiga, la última que ha compuesto
mosén Arnaldo, el trovador provenzal?
—¡No! ¡No! —exclamó por último el joven, incorporándose
colérico en su sitial—. No quiero nada…; es decir, sí quiero: quiero
que me dejéis solo… Cántigas…, mujeres…, glorias…, felicidad…,
mentiras todo, fantasmas vanos que formamos en nuestra
imaginación y vestimos a nuestro antojo, y los amamos y corremos
tras ellos, ¿para qué?, ¿para qué? Para encontrar un rayo de luna.
Manrique estaba loco; por lo menos, todo el mundo lo creía así.
A mí, por el contrario, se me figura que lo que había hecho era
recuperar el juicio.
EL MISERERE
Leyenda religiosa

Hace algunos meses que, visitando la célebre abadía de Fitero y


ocupándome en revolver algunos volúmenes en su abandonada
biblioteca, descubrí en uno de sus rincones dos o tres cuadernos de
música bastante antiguos, cubiertos de polvo y hasta comenzados a
roer por los ratones.
Era un Miserere.
Yo no sé la música; pero le tengo tanta afición que, aun sin
entenderla, suelo coger a veces la partitura de una ópera y me paso
las horas muertas hojeando sus páginas, mirando los grupos de
notas más o menos apiñadas, las rayas, los semicírculos, los
triángulos y las especies de etcéteras que llaman llaves, y todo esto
sin comprender una jota ni sacar maldito el provecho.
Consecuente con mi manía, repasé los cuadernos, y lo primero
que me llamó la atención fue que, aunque en la última página había
esta palabra latina, tan vulgar en todas las obras, finis, la verdad era
que el Miserere no estaba terminado, porque la música no alcanzaba
sino hasta el décimo versículo.
Esto fue, sin duda, lo que me llamó la atención primeramente;
pero luego que me fijé un poco en las hojas de música, me chocó
más aún el observar que en vez de esas palabras italianas que
ponen en todas, como maestoso, allegro, ritardando, più vivo, a
piacere, había unos renglones escritos con letra muy menuda y en
alemán, de los cuales algunos servían para advertir cosas tan
difíciles de hacer como esto: «Crujen…, crujen los huesos, y de sus
médulas ha de parecer que salen los alaridos»; o esta otra: «La
cuerda aúlla sin discordar, el metal atruena sin ensordecer; por eso
suena todo y no se confunde nada, y todo es la humanidad que
solloza y gime»; o la más original de todas, sin duda, recomendaba
al pie del último versículo: «Las notas son huesos cubiertos de
carne; lumbre inextinguible, los cielos y su armonía…, ¡fuerza!…,
fuerza y dulzura».
—¿Sabéis qué es esto? —pregunté a un viejecito que me
acompañaba, al acabar de medio traducir estos renglones, que
parecían frases escritas por un loco.
El anciano me contó entonces la leyenda que voy a referiros.

I
Hace ya muchos años, en una noche lluviosa y oscura, llegó a la
puerta claustral de esta abadía un romero y pidió un poco de lumbre
para secar sus ropas, un pedazo de pan con que satisfacer su
hambre y un albergue cualquiera donde esperar la mañana y
proseguir con la luz del sol su camino.
Su modesta colación, su pobre lecho y su encendido hogar puso
el hermano a quien se hizo esta demanda a la disposición del
caminante, al cual, después que se hubo repuesto de su cansancio,
interrogó acerca del objeto de su romería y del punto a que se
encaminaba.
—Yo soy músico —respondió el interpelado—. He nacido muy
lejos de aquí, y en mi patria gocé un día de gran renombre. En mi
juventud hice de mi arte un arma poderosa de seducción y encendí
con él pasiones que me arrastraron a un crimen. En mi vejez quiero
convertir al bien las facultades que he empleado para el mal,
redimiéndome por donde mismo pude condenarme.
Como las enigmáticas palabras del desconocido no pareciesen del
todo claras al hermano lego, en quien ya comenzaba la curiosidad a
despertarse, e instigado por ésta continuara en sus preguntas, su
interlocutor prosiguió de este modo:
—Lloraba yo en el fondo de mi alma la culpa que había cometido;
mas al intentar pedirle a Dios misericordia no encontraba palabras
para expresar dignamente mi arrepentimiento, cuando un día se
fijaron mis ojos por casualidad sobre un libro santo. Abrí aquel libro,
y en una de sus páginas encontré un gigante grito de contricción
verdadera, un salmo de David, el que comienza: Miserere mei, Deus!
Desde el instante en que hube leído sus estrofas, mi único
pensamiento fue hallar una forma musical tan magnífica, tan
sublime, que bastase a contener el grandioso himno de dolor del Rey
Profeta. Aún no la he encontrado; pero si logro expresar lo que
siento en mi corazón, lo que oigo confusamente en mi cabeza, estoy
seguro de hacer un Miserere tal y tan maravilloso, que no hayan
oído otro semejante los nacidos; tal y tan desgarrador, que al
escuchar el primer acorde los arcángeles dirán conmigo, cubiertos
los ojos de lágrimas y dirigiéndose al Señor: «¡Misericordia!», y el
Señor la tendrá de su pobre criatura.
El romero, al llegar a este punto de su narración, calló por un
instante y después, exhalando un suspiro, tornó a coger el hilo de su
discurso. El hermano lego, algunos dependientes de la abadía y dos
o tres pastores de la granja de los frailes que formaban círculo
alrededor del hogar, le escuchaban en un profundo silencio.
—Después —continuó— de recorrer toda Alemania, toda Italia y
la mayor parte de este país clásico para la música religiosa, aún no
he oído un Miserere en que pueda inspirarme, ni uno, ni uno, y he
oído tantos, que puedo decir que los he oído todos.
—¿Todos? —dijo entonces, interrumpiéndole, uno de los
rabadanes—. ¿A que no habéis oído aún el Miserere de la Montaña?
—¡El Miserere de la Montaña! —exclamó el músico con aire de
extrañeza—. ¿Qué Miserere es ése?
—¿No dije? —murmuró el campesino, y luego prosiguió con una
entonación misteriosa—: Ese Miserere, que sólo oyen por casualidad
los que, como yo, andan día y noche tras el ganado por entre breñas
y peñascales, es toda una historia, una historia muy antigua, pero
tan verdadera como, al parecer, increíble.
Es el caso que en lo más fragoso de esas cordilleras de montañas
que limitan el horizonte del valle, en el fondo del cual se halla la
abadía, hubo hace muchos años, ¡qué digo muchos años!, muchos
siglos, un monasterio famoso, monasterio que, a lo que parece,
edificó a sus expensas un señor con los bienes que había de legarle
a su hijo, al cual desheredó al morir, en pena de sus maldades.
Hasta aquí todo fue bueno; pero es el caso que este hijo, que por lo
que se verá más adelante debió ser la piel del diablo, si no era el
mismo diablo en persona, sabedor de que sus bienes estaban en
poder de los religiosos y de que su castillo se había transformado en
iglesia, reunió a unos cuantos bandoleros, camaradas suyos en la
vida de perdición que emprendiera al abandonar la casa de sus
padres, y una noche de Jueves Santo, en que los monjes se hallaban
en el coro, y en el punto y hora en que iban a comenzar o habían
comenzado el Miserere pusieron fuego al monasterio, entraron a
saco a la iglesia, y a éste quiero, a aquél no, se dice que no dejaron
fraile a vida. Después de esta atrocidad se marcharon los bandidos,
y su instigador con ellos, a dónde no se sabe, a los profundos tal
vez. Las llamas redujeron el monasterio a escombros; de la iglesia
aún quedan en pie las ruinas sobre el cóncavo peñón de donde nace
la cascada que, después de estrellarse de peñón en peñón, forma el
riachuelo que viene a bañar los muros de esta abadía.
—Pero —interrumpió impaciente el músico— ¿y el Miserere?
—Aguardaos —continuó con gran sorna el rabadán—, que todo
irá por partes.
Dicho lo cual, siguió así su historia:
—Las gentes de los contornos se escandalizaron del crimen: de
padres a hijos y de hijos a nietos se refirió con horror en las largas
noches de velada; pero lo que mantiene más viva su memoria es
que todos los años, tal noche como en la que se consumó, se ven
brillar luces a través de las rotas ventanas de la iglesia, y se oyen
como una especie de música extraña y unos cantos lúgubres y
aterradores que se perciben a intervalos en las ráfagas del aire. Son
los monjes, los cuales, muertos tal vez sin hallarse preparados para
presentarse en el tribunal de Dios limpios de toda culpa, vienen aún
del purgatorio a impetrar su misericordia cantando el Miserere.
Los circunstantes se miraron unos a otros con muestras de
incredulidad; sólo el romero, que parecía vivamente preocupado con
la narración de la historia, preguntó con ansiedad al que la había
referido:
—¿Y decís que ese portento se repite aún?
—Dentro de tres horas comenzará sin falta alguna, porque
precisamente esta noche es la del Jueves Santo y acaban de dar las
ocho en el reloj de la abadía.
—¿A qué distancia se encuentra el monasterio?
—A una legua y media escasa.
—Pero ¿qué hacéis? ¿Adónde vais con una noche como ésta?
¡Estáis dejado de la mano de Dios! —exclamaron todos, al ver que el
romero, levantándose de su escaño y tomando el bordón,
abandonaba el hogar para dirigirse a la puerta.
—¿Adónde voy? A oír esa maravillosa música, a oír el grande, el
verdadero Miserere, el Miserere de los que vuelven al mundo
después de muertos y saben lo que es morir en el pecado.
Y esto diciendo, desapareció de la vista del espantado lego y de
los no menos atónitos pastores.
El viento zumbaba y hacía crujir las puertas, como si una mano
poderosa pugnase por arrancarlas de sus quicios; la lluvia caía en
turbiones, azotando los vidrios de las ventanas, y de cuando en
cuando la luz de un relámpago iluminaba por un instante todo el
horizonte que desde ellas se descubría.
Pasado el primer momento de estupor:
—¡Está loco! —exclamó el lego.
—¡Está loco! —repitieron los pastores, y atizaron de nuevo la
lumbre y se agruparon alrededor del hogar.

II
Después de una o dos horas de camino, el misterioso personaje
que calificaron de loco en la abadía, remontando la corriente del
riachuelo que le indicó el rabadán de la historia, llegó al punto en
que se levantaban, negras e imponentes, las ruinas del monasterio.
La lluvia había cesado; las nubes flotaban en oscuras bandas, por
entre cuyos jirones se deslizaba a veces un furtivo rayo de luz pálida
y dudosa; y el aire, al azotar los fuertes machones y extenderse por
los desiertos claustros, diríase que exhalaba gemidos. Sin embargo,
nada sobrenatural, nada extraño venía a herir la imaginación. Al que
había dormido más de una noche sin otro amparo que las ruinas de
una torre abandonada o un castillo solitario; al que había arrostrado
en su larga peregrinación cien y cien tormentas, todos aquellos
ruidos le eran familiares.
Las gotas de agua que se filtraban por entre las grietas de los
rotos arcos y caían sobre las losas con un rumor acompasado, como
el de la péndola de un reloj; los gritos del búho, que graznaba
refugiado bajo el nimbo de piedra de una imagen de pie aún en el
hueco de un muro; el ruido de los reptiles, que, despiertos de su
letargo por la tempestad, sacaban sus disformes cabezas de los
agujeros donde duermen o se arrastraban por entre los jaramagos y
los zarzales que crecían al pie del altar, entre las junturas de las
lápidas sepulcrales que formaban el pavimento de la iglesia, todos
esos extraños y misteriosos murmullos del campo, de la soledad y de
la noche, llegaban perceptibles al oído del romero, que, sentado
sobre la mutilada estatua de una tumba, aguardaba ansioso la hora
que debiera realizarse el prodigio.
Transcurrió tiempo y tiempo, y nada se percibió: aquellos mil
confusos rumores seguían sonando y combinándose de mil maneras
distintas, pero siempre los mismos.
«¡Si me habrá engañado!», pensó el músico; pero en aquel
instante se oyó un ruido nuevo, un ruido inexplicable en aquel lugar,
como el que produce un reloj algunos segundos antes de sonar la
hora; ruido de ruedas que giran, de cuerdas que se dilatan, de
maquinaria que se agita sordamente y se dispone a usar de su
misteriosa vitalidad mecánica, y sonó una campanada…, dos…,
tres…, hasta once.
En el derruido templo no había campana, ni reloj, ni torre ya
siquiera.
Aún no había expirado, debilitándose de eco en eco, la última
campanada; todavía se escuchaba su vibración temblando en el aire,
cuando los doseles de granito que cobijaban las esculturas, las
gradas de mármol de los altares, los sillares de las ojivas, los calados
antepechos del coro, los festones de tréboles de las cornisas, los
negros machones de los muros, el pavimento, las bóvedas, la iglesia
entera comenzó a iluminarse espontáneamente, sin que se viese una
antorcha, un cirio o una lámpara que derramase aquella insólita
claridad.
Parecía como un esqueleto de cuyos huesos amarillos se
desprende ese gas fosfórico que brilla y humea en la oscuridad con
una luz azulada, inquieta y medrosa.
Todo pareció animarse, pero con ese movimiento galvánico que
imprime a la muerte contracciones que parodian la vida, movimiento
instantáneo, más horrible aún que la inercia del cadáver que agita
con su desconocida fuerza. Las piedras se reunieron a las piedras; el
ara, cuyos rotos fragmentos se veían antes esparcidos sin orden, se
levantó intacta, como si acabase de dar en ella su último golpe de
cincel el artífice, y a par del ara se levantaron las derribadas capillas,
los rotos capiteles y las destrozadas e inmensas series de arcos que,
cruzándose y enlazándose caprichosamente entre sí, formaron con
sus columnas un laberinto de pórfido.
Una vez reedificado el templo, comenzó a oírse un acorde lejano
que pudiera confundirse con el zumbido del aire, pero que era un
conjunto de voces lejanas y graves que parecían salir del seno de la
tierra e irse elevando poco a poco, haciéndose cada vez más
perceptible.
El osado peregrino comenzaba a tener miedo; pero con su miedo
luchaba aún su fanatismo por todo lo desusado y maravilloso, y
alentado por él dejó la tumba sobre que reposaba, se inclinó al
borde del abismo por entre cuyas rocas saltaba el torrente,
despeñándose con un trueno incesante y espantoso, y sus cabellos
se erizaron de horror.
Mal envueltos en los jirones de sus hábitos, caladas las capuchas,
bajo los pliegues de las cuales contrastaban con sus descarnadas
mandíbulas y los blancos dientes las oscuras cavidades de los ojos
de sus calaveras, vio los esqueletos de los monjes, que fueron
arrojados desde el pretil de la iglesia a aquel precipicio, salir del
fondo de las aguas y, agarrándose con los largos dedos de sus
manos de hueso a las grietas de las peñas, trepar por ellas hasta
tocar el borde, diciendo con voz baja y sepulcral, pero con una
desgarradora expresión de dolor, el primer versículo del salmo de
David:
—Miserere mei, Deus, secundum magnam misericordiam tuam!
Cuando los monjes llegaron al peristilo del templo, se ordenaron
en dos hileras y, penetrando en él, fueron a arrodillarse en el coro,
donde, con voz más levantada y solemne, prosiguieron entonando
los versículos del salmo. La música sonaba al compás de sus voces:
aquella música era el rumor distante del trueno, que, desvanecida la
tempestad, se alejaba murmurando; era el zumbido del aire que
gemía en la concavidad del monte; era el monótono ruido de la
cascada que caía sobre las rocas, y la gota de agua que se filtraba, y
el grito del búho escondido, y el roce de los reptiles inquietos. Todo
esto era la música y algo más que no puede explicarse ni apenas
concebirse; algo más que parecía como el eco de un órgano que
acompañaba los versículos del gigante himno de contrición del rey
salmista, con notas y acordes tan gigantes como sus palabras
terribles.
Siguió la ceremonia; el músico, que la presenciaba, absorto y
aterrado, creía estar fuera del mundo real, vivir en esa región
fantástica del sueño, en que todas las cosas se revisten de formas
extrañas y fenomenales.
Un sacudimiento terrible vino a sacarle de aquel estupor que
embargaba todas las facultades de su espíritu. Sus nervios saltaron
al impulso de una conmoción fortísima, sus dientes chocaron,
agitándose con un temblor imposible de reprimir, y el frío penetró
hasta en la médula de los huesos.
Los monjes pronunciaban en aquel instante estas espantosas
palabras del Miserere:
—In iniquitatibus conceptus sum: et in peccatis concepit me
mater mea.
Al resonar este versículo y dilatarse sus ecos retumbando de
bóveda en bóveda, se levantó un alarido tremendo, que parecía un
grito de dolor arrancado a la humanidad entera por la conciencia de
sus maldades; un grito horroroso, formado de todos los lamentos del
infortunio, de todos los aullidos de la desesperación, de todas las
blasfemias de la impiedad; concierto monstruoso, digno intérprete
de los que viven en el pecado y fueron concebidos en la iniquidad.
Prosiguió el canto, ora tristísimo y profundo, ora semejante a un
rayo de sol que rompe la nube oscura de una tempestad, haciendo
suceder a un relámpago de terror otro relámpago de júbilo, hasta
que, merced a una transformación súbita, la iglesia resplandeció
bañada en luz celeste; las osamentas de los monjes se vistieron de
sus carnes; una aureola luminosa brilló en derredor de sus frentes;
se rompió la cúpula, y a través de ella se vio el cielo como un
océano de lumbre abierto a la mirada de los justos.
Los serafines, los arcángeles, los ángeles y las jerarquías
acompañaban con un himno de gloria este versículo, que subía
entonces al trono del Señor como una tromba armónica, como una
gigantesca espiral de sonoro incienso:
—Auditui meo dabis gaudium et laetitiam: et exultabunt ossa
humiliata.
En este punto, la claridad deslumbradora cegó los ojos del
romero, sus sienes latieron con violencia, zumbaron sus oídos y cayó
sin conocimiento por tierra, y no oyó más.

III
Al día siguiente, los pacíficos monjes de la abadía de Fitero, a
quienes el hermano lego había dado cuenta de la extraña visita de la
noche anterior, vieron entrar por sus puertas, pálido y como fuera de
sí, al desconocido romero.
—¿Oísteis, al cabo, el Miserere? —le preguntó con cierta mezcla
de ironía el lego, lanzando a hurtadillas una mirada de inteligencia a
sus superiores.
—Sí —respondió el músico.
—¿Y qué tal os ha parecido?
—Lo voy a escribir. Dadme un asilo en vuestra casa —prosiguió
dirigiéndose al abad—, un asilo y pan por algunos meses, y voy a
dejaros una obra inmortal del arte, un Miserere que borre mis culpas
a los ojos de Dios, eternice mi memoria y eternice con ella la de esta
abadía.
Los monjes, por curiosidad, aconsejaron al abad que accediese a
su demanda. El abad, por compasión, aun creyéndole un loco,
accedió, al fin, a ella y el músico, instalado ya en el monasterio,
comenzó su obra.
Noche y día trabajaba con un afán incesante. En mitad de su
tarea se paraba y parecía como escuchar algo que sonaba en su
imaginación, y se dilataban sus pupilas, saltaba en el asiento y
exclamaba:
—¡Eso es; así, así, no hay duda…, así! —Y proseguía escribiendo
notas con una rapidez febril, que dio en más de una ocasión que
admirar a los que le observaban sin ser vistos.
Escribió los primeros versículos y los siguientes y hasta la mitad
del salmo; pero al llegar al último que había oído en la montaña le
fue imposible proseguir.
Escribió uno, dos, cien, doscientos borradores: todo inútil. Su
música no se parecía a aquella música ya anotada, y el sueño huyó
de sus párpados y perdió el apetito, y la fiebre se apoderó de su
cabeza, y se volvió loco, y se murió en fin, sin poder terminar el
Miserere, que, como una cosa extraña, guardaron los frailes a su
muerte y aún se conserva hoy en el archivo de la abadía.

***
Cuando el viejecito concluyó de contarme esta historia, no pude
menos de volver otra vez los ojos al empolvado y antiguo manuscrito
del Miserere, que aún estaba abierto sobre una de las mesas.

Inpeccatis concepit me mater mea…

Éstas eran las palabras de la página que tenía ante mi vista, y


que parecía mofarse de mí con sus notas, sus llaves y sus garabatos
ininteligibles para los legos en la música.
Por haberlas podido leer hubiera dado un mundo.
¿Quién sabe si no será una locura?
EL CRISTO DE LA CALAVERA
Leyenda toledana

I
El rey de Castilla marchaba a la guerra de moros, y para combatir
con los enemigos de la religión había apelado en son de guerra a
todo lo más florido de la nobleza de sus reinos. Las silenciosas calles
de Toledo resonaban noche y día con el marcial rumor de los
atabales y los clarines, y ya en la morisca puerta de Visagra, ya en la
de Valmardón o en la embocadura del antiguo puente de San Martín,
no pasaba hora sin que se oyese el ronco grito de los centinelas
anunciando la llegada de algún caballero que, precedido de su
pendón señorial y seguido de jinetes y peones, venía a reunirse al
grueso del ejército castellano.
El tiempo que faltaba para emprender el camino de la frontera y
concluir de ordenar las huestes reales discurría en medio de fiestas
públicas, lujosos convites y lucidos torneos, hasta que, llegada, al
fin, la víspera del día señalado de antemano por su alteza para la
salida del ejército, se dispuso un postrer sarao, con el que debieran
terminar los regocijos.
La noche del sarao, el alcázar de los reyes ofrecía un aspecto
singular. En los anchurosos patios, alrededor de inmensas hogueras
y diseminados sin orden ni concierto, se veía una abigarrada
multitud de pajes, soldados, ballesteros y gente menuda, que, éstos
aderezando sus corceles y sus armas y disponiéndolos para el
combate; aquéllos saludando con gritos o blasfemias las inesperadas
vueltas de la fortuna, personificada en los dados del cubilete; los
otros repitiendo en coro el refrán de un romance de guerra que
entonaba un juglar, acompañado de la guzla; los de más allá
comprando a un romero conchas, cruces y cintas tocadas en el
sepulcro de Santiago, o riendo con locas carcajadas de los chistes de
un bufón, o ensayando en los clarines el aire bélico para entrar en la
pelea, propio de sus señores, o refiriendo antiguas historias de
caballerías o aventuras de amor, o milagros recientemente
acaecidos, formaban un infernal y atronador conjunto, imposible de
pintar con palabras.
Sobre aquel revuelto océano de cantares de guerra, rumor de
martillos que golpeaban los yunques, chirridos de limas que mordían
el acero, piafar de corceles, voces descompuestas, risas
inextinguibles, gritos desaforados, notas destempladas, juramentos y
sonidos extraños y discordes, flotaban a intervalos, como un soplo
de brisa armoniosa, los lejanos acordes de la música del sarao.
Éste, que tenía lugar en los salones que formaban el segundo
cuerpo del alcázar, ofrecía, a su vez, un cuadro, si no tan fantástico y
caprichoso, más deslumbrador y magnífico.
Por las extensas galerías que se prolongaban a lo lejos, formando
un intrincado laberinto de pilastras esbeltas y ojivas caladas y ligeras
como el encaje; por los espaciosos salones vestidos de tapices,
donde la seda y el oro habían representado con mil colores diversos,
escenas de amor, de caza y de guerra, y adornados con trofeos de
armas y escudos, sobre los cuales vertían un mar de chispeante luz
un sinnúmero de lámparas y candelabros de bronce, plata y oro,
colgadas aquéllas de las altísimas bóvedas y enclavados éstos en los
gruesos sillares de los muros; por todas partes adonde se volvían los
ojos se veían oscilar y agitarse en distintas direcciones una nube de
damas hermosas con ricas vestiduras chapadas en oro, redes de
perlas aprisionando sus rizos, joyas de rubíes llameando sobre su
seno, plumas sujetas en vaporoso cerco a un mango de marfil,
colgadas del puño, y rostrillos de blancos encajes que acariciaban
sus mejillas, o alegres turbas de galanes con talabartes de
terciopelo, justillos de brocado y calzas de seda, borceguíes de
tafilete, capotillos de mangas perdidas y caperuza, puñales con
pomo de filigrana y estoques de corte, bruñidos, delgados y ligeros.
Pero entre esta juventud brillante y deslumbradora, que los
ancianos miraban desfilar con una sonrisa de gozo, sentados en los
altos sitiales de alerce que rodeaban el estrado real, llamaba la
atención por su belleza incomparable una mujer, aclamada reina de
la hermosura en todos los torneos y las cortes de amor de la época,
cuyos colores habían adoptado por empresa los caballeros más
valientes, cuyos encantos eran asunto de las coplas de los
trovadores más versados en la ciencia del gay saber,[194] a la que se
volvían con asombro todas las miradas, por la que suspiraban en
secreto todos los corazones; alrededor de la cual se veían agruparse
con afán, como vasallos humildes en torno de su señora, los más
ilustres vástagos de la nobleza toledana, reunida en el sarao de
aquella noche.
Los que asistían de continuo a formar el séquito de presuntos
galanes de doña Inés de Tordesillas, que tal era el nombre de esta
celebrada hermosura, a pesar de su carácter altivo y desdeñoso, no
desmayaban jamás en sus pretensiones; y éste animado con una
sonrisa que había creído adivinar en sus labios, aquél con una
mirada benévola que juzgaba haber sorprendido en sus ojos; el otro,
con una palabra lisonjera, un ligerísimo favor o una promesa remota,
cada cual esperaba en silencio ser el preferido. Sin embargo, entre
todos ellos había dos que más particularmente se distinguían por su
asiduidad y rendimiento, dos, que, al parecer, si no los predilectos de
la hermosa, podrían calificarse de los más adelantados en el camino
de su corazón. Estos dos caballeros, iguales en cuna, valor y nobles
prendas, servidores de un mismo rey y pretendientes de una misma
dama, llamábanse Alonso de Carrillo, el uno, y el otro, Lope de
Sandoval.
Ambos habían nacido en Toledo; juntos habían hecho sus
primeras armas, y en un mismo día, al encontrarse sus ojos con los
de doña Inés, se sintieron poseídos de un secreto y ardiente amor
por ella, amor que germinó algún tiempo retraído y silencioso, pero
que al cabo comenzaba a descubrirse y a dar involuntarias señales
de existencia en sus acciones y discursos.
En los torneos de Zocodover, en los juegos florales de la corte,
siempre que se les había presentado coyuntura para rivalizar entre sí
en gallardía o donaire, se habían aprovechado con afán ambos
caballeros, ansiosos de distinguirse a los ojos de su dama; y aquella
noche, impelidos, sin duda, por un mismo afán, trocando los hierros
por las plumas y las mallas por los brocados y la seda, de pie junto
al sitial donde ella se reclinó un instante después de haber dado una
vuelta por los salones, comenzaron una elegante lucha de frases
enamoradas e ingeniosas, epigramas embozados y agudos.
Los astros menores de esta brillante constelación, formando un
dorado semicírculo en torno de ambos galanes, reían y esforzaban
las delicadas burlas; y la hermosa objeto de aquel torneo de
palabras aprobaba con una imperceptible sonrisa los conceptos
escogidos o llenos de intención que ora salían de los labios de sus
adoradores como una ligera onda de perfume que halagaba su
vanidad, ora partían como una saeta aguda que iba a buscar, para
clavarse en él, el punto más vulnerable del contrario: su amor
propio.
Ya el cortesano combate de ingenio y galanura comenzaba a
hacerse de cada vez más crudo; las frases eran aún corteses en la
forma, pero breves, secas, y al pronunciarlas, si bien las
acompañaba una ligera dilatación de los labios, semejante a una
sonrisa, los ligeros relámpagos de los ojos imposibles de ocultar,
demostraban que la cólera hervía comprimida en el seno de ambos
rivales.
La situación era insostenible. La dama lo comprendió así, y
levantándose del sitial se disponía a volver a los salones, cuando un
nuevo incidente vino a romper la valla del respetuoso comedimiento
en que se contenían los dos jóvenes enamorados. Tal vez con
intención, acaso por descuido, doña Inés había dejado sobre su
falda uno de los perfumados guantes, cuyos botones de oro se
entretenía en arrancar uno a uno mientras duró la conversación. Al
ponerse de pie, el guante resbaló por entre los anchos pliegues de
seda y cayó en la alfombra. Al verlo caer, todos los caballeros que
formaban su brillante comitiva se inclinaron presurosos a recogerlo,
disputándose el honor de alcanzar un leve movimiento de cabeza en
premio de su galantería.
Al notar la precipitación con que todos hicieron el ademán de
inclinarse, una imperceptible sonrisa de vanidad satisfecha asomó a
los labios de la orgullosa doña Inés, que después de hacer un saludo
general a los galanes que tanto empeño mostraban en servirla, sin
mirar apenas y con la mirada alta y desdeñosa, tendió la mano para
recoger el guante en la dirección que se encontraban Lope y Alonso,
los primeros que parecían haber llegado al sitio en que cayera.
En efecto, ambos jóvenes habían visto caer el guante cerca de
sus pies; ambos se habían inclinado con igual presteza a recogerle, y
al incorporarse, cada cual lo tenía asido por un extremo. Al verlos
inmóviles, desafiándose en silencio con la mirada y decididos ambos
a no abandonar el guante que acababan de levantar del suelo, la
dama dejó escapar un grito leve e involuntario, que ahogó el
murmullo de los asombrados espectadores, los cuales presentían
una escena borrascosa que en el alcázar, y en presencia del rey,
podría calificarse de un horrible desacato.
No obstante, Lope y Alonso permanecían impasibles, mudos,
midiéndose con los ojos, de la cabeza a los pies, sin que la
tempestad de sus almas se revelase más que por un ligero temblor
nervioso que agitaba sus miembros como si se hallasen acometidos
de una repentina fiebre.
Los murmullos y las exclamaciones iban subiendo de punto; la
gente comenzaba a agruparse en torno de los actores de la escena;
doña Inés, o aturdida o complaciéndose en prolongarla, daba vueltas
de un lado a otro, como buscando dónde refugiarse y evitar las
miradas de la gente, que cada vez acudía en mayor número. La
catástrofe era ya segura; los dos jóvenes habían ya cambiado
algunas palabras en voz sorda, y mientras que con la una mano
sujetaban el guante con una fuerza convulsiva, parecían ya buscar
instintivamente con la otra el puño de oro de sus dagas, cuando se
entreabrió respetuosamente el grupo que formaban los espectadores
y apareció el rey.
Su frente estaba serena; ni había indignación en su rostro ni
cólera en su ademán.
Tendió una mirada alrededor, y esta sola mirada fue bastante
para darle a conocer lo que pasaba. Con toda la galantería del
doncel más cumplido, tomó el guante de las manos de los
caballeros, que, como movidas por un resorte, se abrieron sin
dificultad al sentir el contacto de la del monarca y volviéndose a
doña Inés de Tordesillas, que apoyada en el brazo de una dueña
parecía próxima a desmayarse, exclamó, presentándolo, con acento,
aunque templado, firme:
—Tomad, señora, y cuidad de no dejarlo caer en otra ocasión
donde al devolvéroslo, os lo devuelvan manchado en sangre.
Cuando el rey terminó de decir estas palabras, doña Inés, no
acertaremos a decir si a impulsos de la emoción o por salir más
airosa del paso, se había desvanecido en brazos de los que la
rodeaban.
Alonso y Lope, el uno estrujando en silencio entre sus manos el
birrete de terciopelo, cuya pluma arrastraba por la alfombra, y el
otro mordiéndose los labios hasta hacerse brotar la sangre, se
clavaron una mirada tenaz e intensa.
Una mirada en aquel lance equivalía a un bofetón, a un guante
arrojado al rostro, a un desafío a muerte.

II
Al llegar la medianoche, los reyes se retiraron a su cámara.
Terminó el sarao, y los curiosos de la plebe, que aguardaban con
impaciencia este momento formando grupos y corrillos en las
avenidas de palacio, corrieron a estacionarse en la cuesta del
alcázar, los Miradores y el Zocodover.
Durante una o dos horas, en las calles inmediatas a estos puntos
reinó un bullicio, una animación y un movimiento indescriptibles. Por
todas partes se veían cruzar escuderos caracoleando en sus corceles
ricamente enjaezados, reyes de armas con lujosas casullas llenas de
escudos y blasones, timbaleros vestidos de colores vistosos,
soldados cubiertos de armaduras resplandecientes, pajes con
capotillos de terciopelo y birretes coronados de plumas, y servidores
de a pie que precedían las lujosas literas y las andas cubiertas de
ricos paños, llevando en sus manos grandes hachas encendidas, a
cuyo rojizo resplandor podía verse a la multitud que, con cara
atónita, labios entreabiertos y ojos espantados, miraba desfilar con
asombro a todo lo mejor de la nobleza castellana, rodeada en
aquella ocasión de un fausto y un esplendor fabulosos.
Luego, poco a poco fue cesando el ruido y la animación; los
vidrios de colores de las altas ojivas del palacio dejaron de brillar;
atravesó por entre los apiñados grupos la última cabalgata; la gente
del pueblo, a su vez, comenzó a dispersarse en todas direcciones,
perdiéndose entre las sombras del enmarañado laberinto de calles
oscuras, estrechas y torcidas, y ya no turbaba el profundo silencio de
la noche más que el grito lejano de vela de algún guerrero, el rumor
de los pasos de algún curioso que se retiraba el último o el ruido que
producían las aldabas de algunas puertas al cerrarse, cuando en lo
alto de la escalinata que conducía a la plataforma del palacio
apareció un caballero, el cual, después de tender la vista por todos
lados, como buscando a alguien que debía esperarlo, descendió
lentamente hasta la cuesta del alcázar, por la que se dirigió hacia el
Zocodover.
Al llegar a la plaza de este nombre se detuvo un momento y
volvió a pasear la mirada a su alrededor. La noche estaba oscura; no
brillaba una sola estrella en el cielo, ni en toda la plaza se veía una
sola luz, no obstante, allá a lo lejos, y en la misma dirección en que
comenzó a percibirse un ligero ruido como de pasos que iban
aproximándose, creyó distinguir el bulto de un hombre: sin duda, el
mismo a quien parecía aguardaba con tanta impaciencia.
El caballero que acababa de abandonar el alcázar para dirigirse a
Zocodover era Alonso Carrillo, que, en razón al puesto de honor que
desempeñaba cerca de la persona del rey, había tenido que
acompañarle en su cámara hasta aquellas horas. El que, saliendo de
entre las sombras de los arcos que rodean la plaza, vino a
reunírsele, Lope de Sandoval. Cuando los dos caballeros se hubieron
reunido cambiaron algunas frases en voz baja.
—Presumí que me aguardabas —dijo el uno.
—Esperaba que lo presumirías —contestó el otro.
—¿Y adónde iremos?
—A cualquier parte donde se puedan hallar cuatro palmos de
terreno donde revolverse y un rayo de claridad que nos alumbre.
Terminado este brevísimo diálogo, los dos jóvenes se internaron
por una de las estrechas calles que desembocan en el Zocodover,
desapareciendo en la oscuridad como esos fantasmas de la noche
que, después de aterrar un instante al que los ve, se deshacen en
átomos de niebla y se confunden en el seno de las sombras.
Largo rato anduvieron dando vueltas a través de las calles de
Toledo, buscando un lugar a propósito para terminar sus diferencias;
pero la oscuridad de la noche era tan profunda, que el duelo parecía
imposible. No obstante, ambos deseaban batirse, y batirse antes que
rayase el alba, pues al amanecer debían partir las huestes reales, y
Alonso con ellas.
Prosiguieron, pues, cruzando al azar plazas desiertas, pasadizos
sombríos, callejones estrechos y tenebrosos, hasta que, por último,
vieron brillar a lo lejos una luz, una luz pequeña y moribunda, en
torno a la cual la niebla formaba un cerco de claridad fantástica y
dudosa.
Habían llegado a la calle del Cristo, y la luz que se divisaba en
uno de sus extremos parecía ser la del farolillo que alumbraba en
aquella época, y alumbra aún, a la imagen que le da su nombre.
Al verla, ambos dejaron escapar una exclamación de júbilo y,
apresurando el paso en su dirección, no tardaron mucho en
encontrarse junto al retablo en que ardía.
Un arco rehundido en el muro, en el fondo del cual se veía la
imagen del Redentor enclavado en la cruz y con una calavera al pie;
un tosco cobertizo de tablas que lo defendía de la intemperie, y el
pequeño farolillo colgado de una cuerda, que lo iluminaba
débilmente, vacilando al impulso del aire, formaban todo el retablo,
alrededor del cual colgaban algunos festones de yedra que habían
crecido entre los oscuros y rotos sillares, formando una especie de
pabellón de verdura.
Los caballeros, después de saludar respetuosamente a la imagen
de Cristo quitándose los birretes y murmurando en voz baja una
corta oración, reconocieron el terreno con una ojeada, echaron a
tierra sus mantos, y apercibiéndose mutuamente para el combate y
dándose la señal con un leve movimiento de cabeza, cruzaron los
estoques. Pero apenas se habían tocado los aceros, y antes que
ninguno de los combatientes hubiese podido dar un solo paso o
intentar un golpe, la luz se apagó de repente y la calle quedó sumida
en la oscuridad más profunda. Como guiados de un mismo
pensamiento, y al verse rodeados de repentinas tinieblas, los dos
combatientes dieron un paso atrás, bajaron al suelo las puntas de
sus espadas y levantaron los ojos hacia el farolillo, cuya luz,
momentos antes apagada, volvió a brillar de nuevo al punto en que
hicieron ademán de suspender la pelea.
—Será alguna ráfaga de aire que ha abatido la llama al pasar —
exclamó Carrillo, volviendo a ponerse en guardia y previniendo con
una voz a Lope, que parecía preocupado.
Lope dio un paso adelante para recuperar el terreno perdido,
tendió el brazo y los aceros se tocaron otra vez; mas, al tocarse, la
luz se tornó a apagar por sí misma, permaneciendo así mientras no
se separaron los estoques.
—En verdad que esto es extraño —murmuró Lope, mirando al
farolillo, que espontáneamente había vuelto a encenderse y se mecía
con lentitud en el aire, derramando una claridad trémula y extraña
sobre el amarillo cráneo de la calavera colocada a los pies del Cristo.
—¡Bah! —dijo Alonso—. Será que la beata encargada de cuidar
del farol del retablo sisa a los devotos y escasea el aceite, por la cual
la luz, próxima a morir, luce y se oscurece a intervalos en señal de
agonía.
Y dichas estas palabras, el impetuoso joven tornó a colocarse en
actitud de defensa. Su contrario le imitó; pero esta vez no tan sólo
volvió a rodearlos una sombra espesísima e impenetrable, sino que
al mismo tiempo hirió sus oídos el eco profundo de una voz
misteriosa, semejante a esos largos gemidos del vendaval, que
parece que se queja y articula palabras al correr aprisionado por las
torcidas, estrechas y tenebrosas calles de Toledo.
Qué dijo aquella voz medrosa y sobrehumana, nunca pudo
saberse; pero al oírla ambos jóvenes se sintieron poseídos de tan
profundo terror, que las espadas se escaparon de sus manos, el
cabello se les erizó y por sus cuerpos, que estremecía un temblor
involuntario, y por sus frentes, pálidas y descompuestas, comenzó a
correr un sudor frío como el de la muerte.
La luz, por tercera vez apagada, por tercera vez volvió a
resucitar, y las tinieblas se disiparon.
—¡Ah! —exclamó Lope al ver a su contrario entonces, y en otros
días su mejor amigo, asombrado como él, como él pálido e inmóvil
—. Dios no quiere permitir este combate, porque es una lucha
fratricida, porque un combate entre nosotros ofende al cielo ante el
cual nos hemos jurado cien veces una amistad eterna.
Y esto diciendo, se arrojó en los brazos de Alonso, que lo
estrechó entre los suyos con una fuerza y una efusión indecibles.
Pasados algunos minutos, durante los cuales ambos jóvenes se
dieron toda clase de muestras de amistad y cariño, Alonso tomó la
palabra, y con acento conmovido aún por la escena que acabamos
de referir, exclamó, dirigiéndose a su amigo:
—Lope, yo sé que amas a doña Inés; ignoro si tanto como yo,
pero la amas. Puesto que un duelo entre nosotros es imposible,
resolvámonos a encomendar nuestra suerte en sus manos. Vamos
en su busca: que ella decida con libre albedrío cuál ha de ser el
dichoso, cuál el infeliz. Su decisión será respetada por ambos, y el
que no merezca sus favores, mañana saldrá con el rey de Toledo, e
irá a buscar el consuelo del olvido en la agitación de la guerra.
—Pues que tú lo quieres, sea —contestó Lope.
Y el uno apoyado en el brazo del otro, los dos amigos se
dirigieron hacia la catedral, en cuya plaza, y en un palacio del que ya
no quedan ni aun los restos, habitaba doña Inés de Tordesillas.
Estaba a punto de rayar el alba, y como algunos de los deudos
de doña Inés, sus hermanos entre ellos, marchaban al otro día con
el ejército real, no era imposible que en las primeras horas de la
mañana pudiesen penetrar en su palacio.
Animados con esta esperanza, llegaron, en fin, al pie de la gótica
torre del templo; mas al llegar a aquel punto un ruido particular
llamó su atención, y deteniéndose en uno de los ángulos, ocultos
entre la sombra de los altos machones que flanquean los muros,
vieron, no sin grande asombro, abrirse el balcón del palacio de su
dama, aparecer en él un hombre que se deslizó hasta el suelo, al
parecer, con la ayuda de una cuerda, y, por último, una forma
blanca, doña Inés, sin duda, que inclinándose sobre el calado
antepecho, cambió algunas tiernas frases de despedida con su
misterioso galán.
El primer movimiento de los dos jóvenes fue llevar las manos al
puño de sus espadas; pero, deteniéndose como heridos de una idea
súbita, volvieron los ojos a mirarse, y se hubieron de encontrar con
una cara de asombro, tan cómica, que ambos prorrumpieron en una
ruidosa carcajada, carcajada, que, repitiéndose de eco en eco en el
silencio de la noche, resonó en toda la plaza y llegó hasta el palacio.
Al oírla, la forma blanca desapareció del balcón, se escuchó el
ruido de las puertas, que se cerraron con violencia, y todo volvió a
quedar en silencio.
III
Al día siguiente, la reina, colocada en un estrado lujosísimo, veía
desfilar las huestes que marchaban a la guerra de moros, teniendo a
su lado a las damas más principales de Toledo. Entre ellas estaba
doña Inés de Tordesillas, en la que aquel día, como siempre, se
fijaban todos los ojos; pero, según a ella le parecía advertir, con
diversa expresión de la de costumbre. Diríase que en todas las
curiosas miradas que a ella se volvían retozaba una sonrisa burlona.
Este descubrimiento no dejaba de inquietarla algo, sobre todo
teniendo en cuenta las ruidosas carcajadas que la noche anterior
había creído percibir a lo lejos y en uno de los ángulos de la plaza,
cuando cerraba el balcón y despedía a su amante; pero al mirar
aparecer entre las filas de los combatientes, que pasaban por debajo
del estrado lanzando chispas de fuego de sus brillantes armaduras y
envueltos en una nube de polvo los pendones reunidos de las casas
de Carrillo y Sandoval; al ver la significativa sonrisa que al saludar a
la reina le dirigieron los dos antiguos rivales, que cabalgaban juntos,
todo lo adivinó, y la púrpura de la vergüenza enrojeció su frente y
brilló en sus ojos una lágrima de despecho.
LA CORZA BLANCA
I
En un pequeño lugar de Aragón, y allá por los años de mil
trescientos y pico, vivía retirado en su torre señorial un famoso
caballero, llamado don Dionís, el cual, después de haber servido a su
rey en la guerra contra infieles, descansaba a la sazón, entregado al
alegre ejercicio de la caza, de las rudas fatigas de los combates.
Aconteció una vez a este caballero, hallándose en su favorita
diversión, acompañado de su hija, cuya belleza singular y
extraordinaria blancura le había granjeado el sobrenombre de la
Azucena, que, como se les entrase a más andar el día engolfados en
perseguir una res en el monte de su feudo, tuvo que acogerse
durante las horas de la siesta a una cañada, por donde corría un
riachuelo saltando de roca en roca con un ruido manso y agradable.
Haría cosa de unas dos horas que don Dionís se encontraba en
aquel delicioso lugar, recostado sobre la menuda grama a la sombra
de una chopera, departiendo amigablemente con sus monteros
sobre las peripecias del día y refiriéndose unos a otros las aventuras
más o menos curiosas que en su vida de cazador les había
acontecido, cuando por lo alto de la más empinada ladera, y a través
de los alternados murmullos del viento, que agitaba las hojas de los
árboles, comenzó a percibirse, cada vez más cerca, el sonido de una
esquililla semejante a la del guión de un rebaño.
En efecto, era así, pues a poco de haberse oído la esquililla
empezaron a saltar por entre las apiñadas matas de cantueso y
tomillo y a descender a la orilla opuesta del riachuelo, hasta unos
cien corderos blancos como la nieve, detrás de los cuales con su
caperuza calada para libertarse la cabeza de los perpendiculares
rayos del sol, y su hatillo al hombro en la punta de un palo, apareció
el zagal que los conducía.
—A propósito de aventuras extraordinarias —exclamó al verlo
uno de los monteros de don Dionís, dirigiéndose a su señor—, ahí
tenéis a Esteban, el zagal, que de algún tiempo a esta parte anda
más tonto que lo que naturalmente lo hizo Dios, que no es poco, y el
cual puede haceros pasar un rato divertido refiriendo la causa de sus
continuos sustos.
—Pues ¿qué le acontece a ese pobre diablo? —exclamó don
Dionís con aire de curiosidad picada.
—¡Friolera! —añadió el montero en tono de zumba—. ¡Que sin
haber nacido en Viernes Santo, ni estar señalado con la cruz, ni
hallarse en relaciones con el demonio, a lo que se puede colegir de
sus hábitos de cristiano viejo, se encuentra, sin saber cómo ni por
dónde, dotado de la facultad más maravillosa que ha poseído
hombre alguno, a no ser Salomón, de quien se dice que sabía hasta
el lenguaje de los pájaros!
—¿Y a qué se refiere esa facultad maravillosa?
—Se refiere —prosiguió el montero— a que, según él afirma, y lo
jura y perjura por todo lo más sagrado del mundo, los ciervos que
discurren por estos montes se han dado de ojo para no dejarlo en
paz, siendo lo más gracioso del caso que en más de una ocasión les
ha sorprendido concertando entre sí las burlas que han de hacerle, y
después que estas burlas se han llevado a término ha oído las
ruidosas carcajadas con que las celebran.
Mientras esto decía el montero, Constanza, que así se llamaba la
hermosa hija de don Dionís, se había aproximado al grupo de los
cazadores, y como demostrase su curiosidad por conocer la
extraordinaria historia de Esteban, uno de éstos se adelantó hasta el
sitio en donde el zagal daba de beber a su ganado y le condujo a
presencia de su señor que, para disipar la turbación y el visible
encogimiento del pobre mozo, se apresuró a saludarle por su
nombre, acompañando el saludo con una bondadosa sonrisa.
Era Esteban un muchacho de diecinueve a veinte años, fornido,
con la cabeza pequeña y hundida entre los hombros, los ojos
pequeños y azules, la mirada incierta y torpe, como la de los albinos;
la nariz roma, los labios gruesos y entreabiertos, la frente calzada, la
tez blanca, pero ennegrecida por el sol, y el cabello, que le caía
parte sobre los ojos y parte alrededor de la cara en guedejas,
ásperas y rojas, semejante a las crines de un rocín colorado.
Esto, sobre poco más o menos, era Esteban en cuanto al físico.
Respecto a su moral, podía asegurarse, sin temor de ser desmentido
ni por él ni por ninguna de las personas que le conocían, que era
perfectamente simple, aunque un tanto suspicaz y malicioso, como
buen rústico.
Una vez el zagal repuesto de su turbación, le dirigió de nuevo la
palabra don Dionís, y con el tono más serio del mundo, y fingiendo
un extraordinario interés por conocer los detalles del suceso a que
su montero se había referido, le hizo una multitud de preguntas, a
las que Esteban comenzó a contestar de una manera evasiva, como
deseando evitar explicaciones sobre el asunto.
Estrechado, sin embargo, por las interrogaciones de su señor y
por los ruegos de Constanza, que parecía la más curiosa e
interesada en que el pastor refiriese sus estupendas aventuras,
decidióse éste a hablar, mas no sin que antes dirigiese a su
alrededor una mirada de desconfianza, como temiendo ser oído por
otras personas que las que allí estaban presentes, y de rascarse tres
o cuatro veces la cabeza tratando de reunir sus recuerdos o hilvanar
su discurso, que al fin comenzó de esta manera:
—Es el caso, señor, que, según me dijo un preste de Tarazona, al
que acudí no ha mucho para consultar mis dudas, con el diablo no
sirven juegos, sino punto en boca, buenas y muchas oraciones a san
Bartolomé, que es quien le conoce las cosquillas, y dejarle andar,
que Dios, que es justo y está allá arriba, proveerá a todo. Firme en
esta idea, había decidido no volver a decir palabra sobre el asunto a
nadie ni por nada; pero lo haré hoy por satisfacer vuestra curiosidad,
y a fe, a fe que, después de todo, si el diablo me lo toma en cuenta
y torna a molestarme en castigo de mi indiscreción, buenos
evangelios llevo cosidos a la pellica, y con su ayuda creo que, como
otras veces, no me será inútil el garrote.
—Pero, vamos —exclamó don Dionís, impaciente al escuchar las
digresiones del zagal, que amenazaban no concluir nunca—, déjate
de rodeos y ve derecho al asunto.
—A él voy —contestó con calma Esteban, que después de dar
una gran voz, acompañada de un silbido, para que se agruparan los
corderos, que no perdía de vista y comenzaban a desparramarse por
el monte, tornó a rascarse la cabeza y prosiguió así:
—Por una parte vuestras continuas excursiones, y por otra el dale
que le das de los cazadores furtivos que, ya con trampa o con
ballesta, no dejan res a vida en veinte jornadas al contorno, habían
no hace mucho agotado la caza en estos montes, hasta el extremo
de no encontrarse un venado en ellos ni por un ojo de la cara.
Hablaba yo de esto mismo en el lugar, sentado en el porche de la
iglesia, donde después de acabada la misa del domingo solía
reunirme con algunos peones de los que labran la tierra de Veratón,
cuando algunos de ellos me dijeron: «Pues, hombre, no sé en qué
consista el que tú no los topes, pues de nosotros podemos
asegurarte que no bajamos una vez a las hazas que no nos
encontremos rastro; y hace tres o cuatro días, sin ir más lejos, una
manada, que a juzgar por las huellas debía componerse de más de
veinte, le segaron antes de tiempo una pieza de trigo al santero de
la Virgen del Romeral». «¿Y hacia qué sitio seguía el rastro?»,
pregunté a los peones, con ánimo de ver si topaba con la tropa.
«Hacia la cañada de los cantuesos», me contestaron. No eché en
saco roto la advertencia, y aquella noche misma fui a apostarme
entre los chopos. Durante toda la noche estuve oyendo por acá y
por allá, tan pronto lejos como cerca, el bramido de los ciervos, que
se llamaban unos a otros, y de vez en cuando sentía moverse el
ramaje a mis espaldas; pero por más que me hice todo ojos, la
verdad es que no pude distinguir a ninguno. No obstante, al romper
el día, cuando llevé los corderos al agua a la orilla de este río, como
obra de dos tiros de honda del sitio en que nos hallamos, y en una
umbría de chopos, donde ni a la hora de siesta se desliza un rayo de
sol, encontré huellas recientes de los ciervos, algunas ramas
desgajadas, la corriente un poco turbia y, lo que es más particular,
entre el rastro de las reses, las breves huellas de unos pies
pequeñitos como la mitad de la palma de mi mano, sin ponderación
alguna.
Al decir esto, el mozo, instintivamente, y al parecer buscando un
punto de comparación, dirigió la vista hacia el pie de Constanza, que
asomaba por debajo del brial, calzado de un precioso chapín de
tafilete amarillo; pero como, al par de Esteban, bajasen también los
ojos don Dionís y algunos de los monteros que le rodeaban, la
hermosa niña se apresuró a esconderlo, exclamando con el tono
más natural del mundo:
—¡Oh, no! Por desgracia, no los tengo yo tan pequeñitos, pues
de ese tamaño sólo se encuentran en las hadas cuya historia nos
refieren los trovadores.
—Pues no paró aquí la cosa —continuó el zagal cuando
Constanza hubo concluido—, sino que otra vez, habiéndome
colocado en otro escondite por donde indudablemente habían de
pasar los ciervos para dirigirse a la cañada, allá al filo de la
medianoche me rindió un poco el sueño, aunque no tanto que no
abriese los ojos en el mismo punto en que creí percibir que las
ramas se movían a mi alrededor. Abrí los ojos, según dejo dicho; me
incorporé con sumo cuidado y, poniendo atención a aquel confuso
murmullo, que cada vez sonaba más próximo, oí en las ráfagas del
aire como gritos y cantares extraños, carcajadas y tres o cuatro
voces distintas que hablaban entre sí, con un ruido y una algarabía
semejante al de las muchachas del lugar cuando, riendo y
bromeando por el camino, vuelven en bandadas de la fuente con sus
cántaros en la cabeza. Según colegía de la proximidad de las voces y
del cercano chasquido de las ramas que crujían al romperse para dar
paso a aquella turba de locuelas, iban a salir de la espesura a un
pequeño rellano que formaba el monte en el sitio donde yo estaba
oculto, cuando, enteramente a mis espaldas, tan cerca o más que
me encuentro de vosotros, oí una nueva voz fresca, delgada y
vibrante, que dijo (creedlo, señores, esto es tan seguro como que
me he de morir) dijo…, claro y distintamente, estas propias palabras:

¡Por aquí, por aquí, compañeras,


que está ahí el bruto de Esteban!

Al llegar a este punto de la relación del zagal, los circunstantes


no pudieron ya contener por más tiempo la risa, que hacía largo rato
les retozaba en los ojos, y dando rienda a su buen humor,
prorrumpieron en una carcajada estrepitosa. De los primeros en
comenzar a reír y de los últimos en dejarlo fueron don Dionís que, a
pesar de su fingida circunspección, no pudo por menos de tomar
parte en el general regocijo, y su hija Constanza, la cual, cada vez
que miraba a Esteban, todo suspenso y confuso, tornaba a reírse
como una loca, hasta el punto de saltarle las lágrimas a los ojos.
El zagal, por su parte, aunque sin atender al efecto que su
narración había producido, parecía todo turbado e inquieto, y
mientras los señores reían a sabor de sus inocentadas él tornaba la
vista a un lado y a otro con visibles muestras de temor y como
queriendo descubrir algo a través de los cruzados troncos de los
árboles.
—¿Qué es eso, Esteban? ¿Qué te sucede? —le preguntó uno de
los monteros, notando la creciente inquietud del pobre mozo, que ya
fijaba sus espantadas pupilas en la hija risueña de don Dionís, ya las
volvía a su alrededor con una expresión asombrada y estúpida.
—Me sucede una cosa muy extraña —exclamó Esteban—.
Cuando, después de escuchar las palabras que dejo referidas, me
incorporé con prontitud para sorprender a la persona que las había
pronunciado, una corza blanca como la nieve salió de entre las
mismas matas en donde yo estaba oculto y, dando unos saltos
enormes por cima de los carrascales y los lentiscos, se alejó, seguida
de una tropa de corzas de su color natural, y así éstas como la
blanca que las iba guiando no arrojaban bramidos al huir, sino que
se reían con unas carcajadas cuyo eco juraría que aún me está
sonando en los oídos en este momento.
—¡Bah, bah! Esteban —exclamó don Dionís con aire burlón—,
sigue los consejos del preste de Tarazona. No hables de tus
encuentros con los corzos amigos de burlas, no sea que haga el
diablo que al fin pierdas el poco juicio que tienes, y pues ya estás
provisto de los evangelios y sabes las oraciones de san Bartolomé,
vuélvete a tus corderos, que comienzan a desbandarse por la
cañada. Si los espíritus malignos tornan a incomodarte, ya sabes el
remedio: paternoster y garrotazo.
El zagal, después de guardarse en el zurrón un medio pan blanco
y un trozo de carne de jabalí y en el estómago un valiente trago de
vino que le dio por orden de su señor uno de los palafreneros,
despidióse de don Dionís y su hija, y apenas anduvo cuatro pasos
comenzó a voltear la honda para reunir a pedradas los corderos.
Como a esta sazón notase don Dionís que entre unas y otras las
horas del calor eran ya pasadas y el vientecillo de la tarde
comenzaba a mover las hojas de los chopos y a refrescar los
campos, dio orden a su comitiva para que aderezasen las caballerías,
que andaban paciendo sueltas por el inmediato soto, y cuando todo
estaba a punto hizo seña a los unos para que soltasen las traíllas y a
los otros para que tocasen las trompas, y saliendo en tropel de la
chopera prosiguió adelante la interrumpida caza.

II
Entre los monteros de don Dionís había uno llamado Garcés, hijo
de un antiguo servidor de la familia y, por tanto, el más querido de
sus señores.
Garcés tenía, poco más o menos, la edad de Constanza, y desde
muy niño habíase acostumbrado a prevenir el menor de sus deseos
y adivinar y satisfacer el más leve de sus antojos.
Por su mano se entretenía en afilar en los ratos de ocio las
agudas saetas de su ballesta de marfil. Él domaba los potros que
había de montar su señora, él ejercitaba en los ardides de la caza a
sus lebreles favoritos y amaestraba a sus halcones, a los cuales
compraba en las ferias de Castilla caperuzas rojas bordadas de oro.
Para con los otros monteros, los pajes y la gente menuda del
servicio de don Dionís, la exquisita solicitud de Garcés y el aprecio
con que sus señores le distinguían habíanle valido una especie de
general animadversión, y al decir de los envidiosos, en todos
aquellos cuidados con que se adelantaba a prevenir los caprichos de
su señora revelábase su carácter adulador y rastrero. No faltaban,
sin embargo, algunos que, más avisados o maliciosos, creyeron
sorprender en la asiduidad del solícito mancebo algunas señales de
mal disimulado amor.
Si en efecto era así, el oculto cariño de Garcés tenía más que
sobrada disculpa en la incomparable hermosura de Constanza.
Hubiérase necesitado un pecho de roca y un corazón de hielo para
permanecer impasible un día y otro al lado de aquella mujer singular
por su belleza y sus raros atractivos.
La «Azucena del Moncayo» llamábanla en veinte leguas a la
redonda, y bien merecía este sobrenombre, porque era tan airosa,
tan blanca y tan rubia que, como a las azucenas, parecía que Dios la
había hecho de nieve y de oro.
Y, sin embargo, entre los señores comarcanos murmurábase que
la hermosa castellana de Veratón no era tan limpia de sangre como
bella y que, a pesar de sus trenzas rubias y su tez de alabastro,
había tenido por madre una gitana. Lo de cierto que pudiera haber
en estas murmuraciones nadie pudo nunca decirlo, porque la verdad
era que don Dionís tuvo una vida bastante azarosa en su juventud, y
después de combatir largo tiempo bajo la conducta del monarca
aragonés, del cual recabó, entre otras mercedes, el feudo del
Moncayo, marchóse a Palestina, en donde anduvo errante algunos
años, para volver por último a encerrarse en su castillo de Veratón
con una hija pequeña, nacida, sin duda, en aquellos países remotos.
El único que hubiera podido decir algo acerca del misterioso origen
de Constanza, pues acompañó a don Dionís en sus lejanas
peregrinaciones, era el padre de Garcés, y éste había ya muerto
hacía bastante tiempo, sin decir una sola palabra sobre el asunto ni
a su propio hijo, que varias veces y con muestras de grande interés
se lo había preguntado.
El carácter, tan pronto retraído y melancólico como bullicioso y
alegre, de Constanza; la extraña exaltación de sus ideas, sus
extravagantes caprichos, sus nunca vistas costumbres, hasta la
particularidad de tener los ojos y las cejas negros como la noche,
siendo blanca y rubia como el oro, habían contribuido a dar pábulo a
las hablillas de sus convecinos, y aun el mismo Garcés, que tan
íntimamente la trataba, había llegado a persuadirse que su señora
era algo especial y aparte de las demás mujeres.
Presente a la relación de Esteban, como los otros monteros,
Garcés fue acaso el único que oyó con verdadera curiosidad los
pormenores de su increíble aventura, y si bien no pudo menos de
sonreír cuando el zagal repitió las palabras de la corza blanca, desde
que abandonó el soto en que habían sesteado comenzó a revolver
en su mente las más absurdas imaginaciones.
«No cabe duda que todo eso del hablar las corzas es pura
aprensión de Esteban, que es un completo mentecato —decía entre
sí el joven montero mientras que, jinete en un poderoso alazán,
seguía paso a paso el palafrén de Constanza, la cual también parecía
mostrarse un tanto distraída y silenciosa y, retirada del tropel de los
cazadores, apenas tomaba parte en la fiesta—. Pero ¿quién dice que
en lo que refiere ese simple no existirá algo de verdad? —prosiguió
pensando el mancebo—. Cosas más extrañas hemos visto en el
mundo, y una corza blanca bien puede haberla, puesto que si se ha
de dar crédito a las cántigas del país, san Huberto, patrón de los
cazadores, tenía una. ¡Oh, si yo pudiese coger viva una corza blanca
para ofrecérsela a mi señora!»
Así pensando y discurriendo pasó Garcés la tarde, y cuando ya el
sol comenzó a esconderse por detrás de las vecinas lomas y don
Dionís mandó volver grupas a su gente para tornar al castillo,
separóse sin ser notado de la comitiva y echó en busca del zagal por
lo más espeso e intrincado del monte.
La noche había cerrado casi por completo cuando don Dionís
llegaba a las puertas de su castillo. Acto continuo dispusiéronle una
frugal colación y sentóse con su hija a la mesa.
—Y Garcés, ¿dónde está? —preguntó Constanza, notando que su
montero no se encontraba allí para servirla, como tenía de
costumbre.
—No sabemos —se apresuraron a contestar los otros servidores
—. Desapareció de entre nosotros cerca de la cañada, y ésta es la
hora en que todavía no le hemos visto.
En este punto llegó Garcés todo sofocado, cubierto aún de sudor
la frente pero con la cara más regocijada y satisfecha que pudiera
imaginarse.
—Perdonadme, señora —exclamó, dirigiéndose a Constanza—;
perdonadme si he faltado un momento a mi obligación; pero allá de
donde vengo a todo el correr de mi caballo, como aquí, sólo me
ocupaba en serviros.
—¿En servirme? —repitió Constanza—. No comprendo lo que
quieres decir.
—Sí, señora; en serviros —insistió el joven—; pues he averiguado
que es verdad que la corza blanca existe. A más de Esteban, lo dan
por seguro otros varios pastores, que juran haberla visto más de una
vez, y con ayuda de los cuales espero en Dios y en mi patrón, san
Huberto, que antes de tres días, viva o muerta, os la traeré al
castillo.
—¡Bah, bah! —exclamó Constanza con aire de zumba mientras
hacían coro a sus palabras las risas más o menos disimuladas de los
circunstantes—. Déjate de cacerías nocturnas y de corzas blancas.
Mira que el diablo ha dado en la flor de tentar a los simples, y si te
empeñas en andarle a los talones, va a dar que reír contigo como
con el pobre Esteban.
—Señora —interrumpió Garcés con voz entrecortada y
disimulando en lo posible la cólera que le producía el burlón regocijo
de sus compañeros—, yo no me he visto nunca con el diablo; y por
consiguiente, no sé todavía cómo las gasta; pero conmigo os juro
que todo podrá hacer menos dar que reír, porque el uso de ese
privilegio sólo en vos sé tolerarlo.
Constanza conoció el efecto que su burla había producido en el
enamorado joven; pero deseando apurar su paciencia hasta lo
último, tornó a decir en el mismo tono:
—¿Y si al dispararle te saluda con alguna rima del género de la
que oyó Esteban o se te ríe en la nariz, y al escuchar sus
sobrenaturales carcajadas se te cae la ballesta de las manos y antes
de reponerte del susto ya ha desaparecido la corza blanca más ligera
que un relámpago?
—¡Oh! —exclamó Garcés—. En cuanto a eso, estad segura que
como yo la topase a tiro de ballesta, aunque me hiciese más momos
que un juglar, aunque me hablara, no ya en romance, sino en latín,
como el abad de Munilla, no se iba sin un arpón en el cuerpo.
En este punto del diálogo, terció en él don Dionís, y con una
desesperante gravedad, a través de la que se adivinaba toda la
ironía de sus palabras, comenzó a darle al ya asendereado mozo los
consejos más originales del mundo para el caso de que se
encontrase de manos a boca con el demonio convertido en corza
blanca. A cada nueva ocurrencia de su padre, Constanza fijaba sus
ojos en el atribulado Garcés y rompía a reír como una loca, en tanto
que los otros servidores esforzaban las burlas con sus miradas de
inteligencia y su mal encubierto gozo.
Mientras duró la colación, prolongóse esta escena, en que la
credulidad del joven montero fue, por decirlo así, el tema obligado
del general regocijo. De modo que cuando se levantaron los paños y
don Dionís y Constanza se retiraron a sus habitaciones y toda la
gente del castillo se entregó al reposo, Garcés permaneció un largo
espacio de tiempo irresoluto, dudando si, a pesar de las burlas de
sus señores, proseguiría firme en su propósito o desistiría
completamente de la empresa.
—¡Qué diantre! —exclamó, saliendo del estado de incertidumbre
en que se encontraba—. Mayor mal del que me ha sucedido no
puede sucederme y si, por el contrario, es verdad lo que nos ha
contado Esteban… ¡Oh, entonces cómo he de saborear mi triunfo!
Esto diciendo, armó su ballesta, no sin haberla hecho antes la
señal de la cruz en la punta de la vira, y colocándosela a la espalda
se dirigió a la poterna del castillo para tomar la vereda del monte.
Cuando Garcés llegó a la cañada y al punto en que, según las
instrucciones de Esteban, debía aguardar la aparición de las corzas,
la luna comenzaba a remontarse con lentitud por detrás de los
cercanos montes.
A fuer de buen cazador y práctico en el oficio, antes de elegir un
puesto a propósito para colocarse al acecho de las reses, anduvo un
gran rato de acá para allá examinando las trochas y las veredas
vecinas, la disposición de los árboles, los accidentes del terreno, las
curvas del río y la profundidad de sus aguas.
Por último, después de terminado este minucioso reconocimiento
del lugar en que se encontraba, agazapóse en un ribazo junto a
unos chopos de copas elevadas y oscuras, a cuyo pie crecían unas
matas de lentisco, altas lo bastante para ocultar a un hombre
echado en tierra.
El río, que desde las musgosas rocas donde tenía su nacimiento
venía, siguiendo las sinuosidades del Moncayo, a entrar en la cañada
por una vertiente, deslizábase desde allí bañando el pie de los
sauces que sombreaban su orilla o jugueteando con alegre murmullo
entre las piedras rodadas del monte, hasta caer en una hondura
próxima al lugar que servía de escondrijo al montero.
Los álamos, cuyas plateadas hojas movía el aire con un rumor
dulcísimo; los sauces, que, inclinados sobre la limpia corriente,
humedecían en ella las puntas de sus desmayadas ramas, y los
apretados carrascales, por cuyos troncos subían y se enredaban las
madreselvas y las campanillas azules, formaban un espeso muro de
follaje alrededor del remanso del río.
El viento, agitando los frondosos pabellones de verdura que
derramaban en torno su flotante sombra, dejaba penetrar a
intervalos un furtivo rayo de luz, que brillaba como un relámpago de
plata sobre la superficie de las aguas inmóviles y profundas.
Oculto tras los matojos, con el oído atento al más leve rumor y la
vista clavada en el punto en donde, según sus cálculos, debían
aparecer las corzas, Garcés esperó inútilmente un gran espacio de
tiempo. Todo permanecía a su alrededor sumido en una profunda
calma.
Poco a poco, y bien fuese que el peso de la noche, que ya había
pasado de la mitad, comenzara a dejarse sentir; bien que el lejano
murmullo del agua, el penetrante aroma de las flores silvestres y las
caricias del viento comunicasen a sus sentidos el dulce sopor en que
parecía estar impregnada la naturaleza toda, el enamorado mozo,
que hasta aquel punto había estado entretenido revolviendo en su
mente las más halagüeñas imaginaciones, comenzó a sentir que sus
ideas se elaboraban con más lentitud y sus pensamientos tomaban
formas más leves e indecisas.
Después de mecerse un instante en ese vago espacio que media
entre la vigilia y el sueño, entornó al fin los ojos, dejó escapar la
ballesta de sus manos y se quedó profundamente dormido.
Cosa de dos horas o tres haría ya que el joven montero roncaba
a pierna suelta, disfrutando a todo sabor de uno de los sueños más
apacibles de su vida, cuando de repente entreabrió los ojos
sobresaltado e incorporóse a medias, lleno aún de ese estupor del
que vuelve en sí de improviso después de un sueño profundo.
En las ráfagas del aire, y confundido con los leves rumores de la
noche, creyó percibir un extraño rumor de voces delgadas, dulces y
misteriosas que hablaban entre sí, reían o cantaban cada cual por su
parte y una cosa diferente, formando una algarabía tan ruidosa y
confusa como la de los pájaros que despiertan al primer rayo del sol
entre las frondas de una alameda.
Este extraño rumor sólo se dejó oír un instante y después todo
volvió a quedar en silencio.
—Sin duda soñaba con las majaderías que nos refirió el zagal —
exclamó Garcés, restregándose los ojos con mucha calma y en la
firme persuasión de que cuanto había creído oír no era más que esa
vaga huella del ensueño que queda, al despertar, en la imaginación,
como queda en el oído la última cadencia de una melodía después
que ha expirado temblando la última nota. Y dominado por la
invencible languidez que embargaba sus miembros, iba a reclinar de
nuevo la cabeza sobre el césped cuando tornó a oír el eco distante
de aquellas misteriosas voces, que, acompañándose del rumor del
aire, del agua y de las hojas, cantaban así:

CORO
El arquero que velaba en lo alto de la torre ha reclinado su pesada
cabeza en el muro.
Al cazador furtivo que esperaba sorprender la res lo ha sorprendido el
sueño.
El pastor que aguarda el día consultando las estrellas duerme ahora, y
dormirá hasta el amanecer.
Reina de las ondinas, sigue nuestros pasos.
Ven a mecerte en las ramas de los sauces, sobre el haz del agua.
Ven a embriagarte con el perfume de las violetas que se abren entre las
sombras.
Ven a gozar de la noche, que es el día de los espíritus.

Mientras flotaban en el aire las suaves notas de aquella deliciosa


música, Garcés se mantuvo inmóvil. Después que se hubo
desvanecido, con mucha precaución apartó un poco las ramas, y no
sin experimentar algún sobresalto, vio aparecer las corzas, que en
tropel y salvando los matorrales con ligereza increíble unas veces,
deteniéndose como a escuchar otras, jugueteando entre sí, ya
escondiéndose entre la espesura, ya saliendo nuevamente a la
senda, bajaban del monte con dirección al remanso del río.
Delante de sus compañeras, más ágil, más linda, más juguetona
y alegre que todas; saltando, corriendo, parándose y tornando a
correr, de modo que parecía no tocar el suelo con los pies, iba la
corza blanca, cuyo extraño color destacaba con una fantástica luz
sobre el oscuro fondo de los árboles. Aunque el joven se sentía
dispuesto a ver en cuanto le rodeaba algo de sobrenatural y
maravilloso, la verdad del caso era que, prescindiendo de la
momentánea alucinación que turbó un instante sus sentidos,
fingiéndole música, rumores y palabras, ni en la forma de las corzas,
ni en sus movimientos, ni en los cortos bramidos con que parecían
llamarse había nada que no debiese estar ya muy familiarizado un
cazador práctico en esta clase de expediciones nocturnas.
A medida que desechaba la primera impresión, Garcés comenzó
a comprenderlo así, y riéndose interiormente de su credulidad y su
miedo, desde aquel instante sólo se ocupó en averiguar, teniendo en
cuenta la dirección que seguían, el punto donde se hallaban las
corzas.
Hecho el cálculo, cogió la ballesta entre los dientes, y
arrastrándose como una culebra por detrás de los lentiscos, fue a
situarse obra de unos cuarenta pasos más lejos del lugar en que
antes se encontraba. Una vez acomodado en su nuevo escondite,
esperó el tiempo suficiente para que las corzas estuvieran ya dentro
del río, a fin de hacer el tiro más seguro. Apenas comenzó a
escucharse ese ruido particular que produce el agua que se bate a
golpes o se agita con violencia, Garcés comenzó a levantarse
poquito a poco y con las mayores precauciones, apoyándose en la
tierra primero sobre la punta de los dedos y después con una de las
rodillas.
Ya de pie, y cerciorándose a tientas de que el arma estaba
preparada, dio un paso hacia adelante, alargó el cuello por cima de
los arbustos, para dominar el remanso, y tendió la ballesta; pero en
el mismo punto en que, a par de la ballesta, tendió la vista buscando
el objeto que había de herir, se escapó de sus labios un
imperceptible e involuntario grito de asombro.
La luna, que había ido remontándose con lentitud por el ancho
horizonte, estaba inmóvil y como suspendida en la mitad del cielo;
su dulce claridad inundaba el soto, abrillantaba la intranquila
superficie del río y hacía ver los objetos como a través de una gasa
azul.
Las corzas habían desaparecido.
En su lugar, lleno de estupor y casi de miedo, vio Garcés un
grupo de bellísimas mujeres, de las cuales unas entraban en el agua
jugueteando, mientras las otras acababan de despojarse de las
ligeras túnicas que aún ocultaban a la codiciosa vista el tesoro de
sus formas.
En esos ligeros y cortados sueños de la mañana, ricos en
imágenes risueñas y voluptuosas, sueños diáfanos y celestes como
la luz que entonces comienza a transparentarse a través de las
blancas cortinas del lecho, no ha habido nunca imaginación de
veinte años que bosquejase con los colores de la fantasía una
escena semejante a la que se ofrecía en aquel punto a los ojos del
atónito Garcés.
Despojadas ya de sus túnicas y sus velos de mil colores, que
destacaban sobre el fondo suspendidas de los árboles o arrojadas
con descuido sobre la alfombra de césped, las muchachas discurrían
a su placer por el soto, formando grupos pintorescos, y entraban y
salían en el agua, haciéndola saltar en chispas luminosas sobre las
flores de la margen como una menuda lluvia de rocío.
Aquí una de ellas, blanca como el vellón de un cordero, sacaba
su cabeza rubia entre las verdes y flotantes hojas de una planta
acuática, de la cual parecía una flor a medio abrir, cuyo flexible tallo
más bien se adivinaba que se veía temblar debajo de los infinitos
círculos de luz de las ondas.
Otra allá, con el cabello suelto sobre los hombros, mecíase
suspendida de la rama de un sauce sobre la corriente de un río, y
sus pequeños pies color de rosa hacían una raya de plata al pasar
rozando la tersa superficie. En tanto que éstas permanecían
recostadas aún al borde del agua, con los azules ojos adormidos,
aspirando con voluptuosidad el perfume de las flores y
estremeciéndose ligeramente al contacto de la fresca brisa, aquéllas
danzaban en vertiginosa ronda, entrelazando caprichosamente sus
manos, dejando caer atrás la cabeza con delicioso abandono e
hiriendo el suelo con el pie en alternada cadencia.
Era imposible seguirlas en sus ágiles movimientos, imposible
abarcar con una mirada los infinitos detalles del cuadro que
formaban, unas corriendo, jugando y persiguiéndose con alegres
risas por entre el laberinto de los árboles; otras surcando el agua
como un cisne y rompiendo la corriente con el levantado seno; otras,
en fin, sumergiéndose en el fondo, donde permanecían largo rato
para volver a la superficie, trayendo una de esas flores extrañas que
nacen escondidas en el lecho de las aguas profundas.
La mirada del atónito montero vagaba absorta de un lado a otro,
sin saber dónde fijarse, hasta que sentado bajo un pabellón de
verdura que parecía servirle de dosel, y rodeado de un grupo de
mujeres, todas a cuál más bellas, que le ayudaban a despojarse de
sus ligerísimas vestiduras, creyó ver el objeto de sus ocultas
adoraciones: la hija del noble don Dionís, la incomparable
Constanza.
Marchando de sorpresa en sorpresa, el enamorado joven no se
atrevía ya a dar crédito ni al testimonio de sus sentidos, y creíase
bajo la influencia de un sueño fascinador y engañoso.
No obstante, pugnaba en vano por persuadirse que todo cuanto
veía era efecto del desarreglo de su imaginación, porque mientras
más la miraba y más despacio, más se convencía de que aquella
mujer era Constanza.
No podía caber duda, no; suyos eran aquellos ojos oscuros y
sombreados de largas pestañas, que apenas bastaban a amortiguar
la luz de sus pupilas; suya aquella rubia y abundante cabellera que,
después de coronar su frente, se derramaba por su blanco seno y
sus redondas espaldas como una cascada de oro; suyos, en fin,
aquel cuello airoso que sostenía su lánguida cabeza, ligeramente
inclinada como una flor que se rinde al peso de las gotas de rocío, y
aquellas voluptuosas formas que él había soñado tal vez, y aquellas
manos semejantes a manojos de jazmines, y aquellos pies
diminutos, comparables sólo con dos pedazos de nieve que el sol no
ha podido derretir y que a la mañana blanquean entre la verdura.
En el momento en que Constanza salió del bosquecillo, sin velo
alguno que ocultase a los ojos de su amante los escondidos tesoros
de su hermosura, sus compañeras comenzaron nuevamente a cantar
estas palabras con una melodía dulcísima:

CORO
Genios del aire, habitadores del luminoso éter, venid envueltos en un
jirón de niebla plateada.
Silfos invisibles, dejad el cáliz de los entreabiertos lirios, y venid en
vuestros carros de nácar, al que vuelan uncidas las mariposas.
Larvas de las fuentes, abandonad el lecho de musgo y caed sobre
nosotras en menuda lluvia de perlas.
Escarabajos de esmeralda, luciérnagas de fuego, mariposas negras,
¡venid!
Y venid vosotros todos, espíritus de la noche; venid zumbando como un
enjambre de insectos de luz y de oro.
Venid, que ya el astro protector de los misterios brilla en la plenitud de
su hermosura.
Venid, que ha llegado el momento de las transformaciones maravillosas.
Venid, que las que os aman os esperan impacientes.

Garcés, que permanecía inmóvil, sintió, al oír aquellos cantares


misteriosos, que el áspid de los celos le mordía el corazón, y
obedeciendo a un impulso más poderoso que su voluntad, deseando
romper de una vez el encanto que fascinaba sus sentidos, separó
con mano trémula y convulsa el ramaje que le ocultaba, y de un solo
salto se puso en la margen del río. El encanto se rompió,
desvanecióse todo como el humo, y al tender en torno suyo la vista,
no vio ni oyó más que el bullicioso tropel con que las tímidas corzas,
sorprendidas en lo mejor de sus nocturnos juegos, huían espantadas
de su presencia, una por aquí, otra por allá, cuál salvando de un
salto los matorrales, cuál ganando a todo correr la trocha del monte.
—¡Oh! Bien dije yo que todas estas cosas no eran más que
fantasmagorías del diablo —exclamó entonces el montero—; pero,
por fortuna, esta vez ha andado un poco torpe, dejándome entre las
manos la mejor presa.
Y, en efecto, era así: la corza blanca, deseando escapar por el
soto, se había lanzado entre el laberinto de sus árboles, y
enredándose en una red de madreselvas, pugnaba en vano por
desasirse. Garcés le encaró la ballesta; pero en el mismo punto en
que iba a herirla, la corza se volvió hacia el montero y con voz clara
y aguda detuvo su acción con un grito, diciéndole:
—Garcés, ¿qué haces?
El joven vaciló, y después de un instante de duda, dejó caer al
suelo el arma, espantado a la sola idea de haber podido herir a su
amante. Una sonora y estridente carcajada vino a sacarle al fin de su
estupor. La corza blanca había aprovechado aquellos cortos instantes
para acabarse de desenredar y huir ligera como un relámpago,
riéndose de la burla hecha al montero.
—¡Ah, condenado engendro de Satanás! —dijo éste con voz
espantosa, recogiendo la ballesta con una rapidez indecible—.
¡Pronto has cantado la victoria! ¡Pronto te has creído fuera de mi
alcance!
Y esto diciendo, dejó volar la saeta, que partió silbando, y fue a
perderse en la oscuridad del soto en el fondo del cual sonó al mismo
tiempo un grito, al que siguieron después unos gemidos sofocados.
—¡Dios mío! —exclamó Garcés al percibir aquellos lamentos
angustiosos—. ¡Dios mío, si será verdad!
Y fuera de sí, como loco, sin darse cuenta apenas de lo que le
pasaba, corrió en la dirección en que había disparado la saeta, que
era la misma en que sonaban los gemidos. Llegó al fin; pero, al
llegar, sus cabellos se erizaron de horror, las palabras se anudaron
en su garganta y tuvo que agarrarse al tronco de un árbol para no
caer a tierra.
Constanza, herida por su mano, expiraba allí a su vista,
revolcándose en su propia sangre, entre las agudas zarzas del
monte.
EL BESO
Leyenda toledana

Cuando una parte del ejército francés se apoderó a principios de


este siglo de la histórica Toledo, sus jefes, que no ignoraban el
peligro a que se exponían en las poblaciones españolas
diseminándose en alojamientos separados, comenzaron por habilitar
para cuarteles los más grandes y mejores edificios de la ciudad.
Después de ocupado el suntuoso alcázar de Carlos V, echóse
mano de la casa de Consejos, y cuando ésta no pudo contener más
gente, comenzaron a invadir el asilo de las comunidades religiosas,
acabando a la postre por transformar en cuadras hasta las iglesias
consagradas al culto. En esta conformidad se encontraban las cosas
en la población donde tuvo lugar el suceso que voy a referir, cuando
una noche, ya a hora bastante avanzada, envueltos en sus oscuros
capotes de guerra y ensordeciendo las estrechas y solitarias calles
que conducen desde la puerta del Sol a Zocodover con el choque de
sus armas y el ruidoso golpear de los cascos de sus corceles, que
sacaban chispas de los pedernales, entraron en la ciudad hasta unos
cien dragones de aquellos, altos, arrogantes y fornidos, de que
todavía nos hablan con admiración nuestras abuelas.
Mandaba la fuerza un oficial bastante joven, el cual iba como a
distancia de unos treinta pasos de su gente, hablando a media voz
con otro, también militar, a lo que podía colegirse por su traje.
Éste, que caminaba a pie delante de su interlocutor, llevando en
la mano un farolillo, parecía servirle de guía por entre aquel
laberinto de calles oscuras, enmarañadas y revueltas.
—En verdad —decía el jinete a su acompañante— que si el
alojamiento que se nos prepara es tal y como me le pintas, casi, casi
sería preferible arrancharnos en el campo o en medio de una plaza.
—¿Y qué queréis, mi capitán? —contestó el guía, que,
efectivamente, era un sargento aposentador—. En el alcázar no cabe
ya un grano de trigo, cuanto más un hombre. De San Juan de los
Reyes no digamos, porque hay celdas de fraile en las que duermen
quince húsares. El convento adonde voy a conduciros no era mal
local; pero hará cosa de tres o cuatro días nos cayó aquí como de
las nubes una de las columnas volantes que recorren la provincia, y
gracias que hemos podido conseguir que se amontonen por los
claustros y dejen libre la iglesia.
—En fin —exclamó el oficial después de un corto silencio y como
resignándose con el extraño alojamiento que la casualidad le
deparaba—, más vale incómodo que ninguno. De todas maneras, si
llueve, que no será difícil según se agrupan las nubes, estaremos a
cubierto, y algo es algo.
Interrumpida la conversación en este punto, los jinetes,
precedidos del guía, siguieron en silencio el camino adelante hasta
llegar a una plazuela, en cuyo fondo se destacaba la negra silueta
del convento con su torre morisca, su campanario de espadañas, su
cúpula ojival y sus tejados de crestas desiguales y oscuras.
—He aquí vuestro alojamiento —exclamó el aposentador al
divisarle y dirigiéndose al capitán que, después que hubo mandado
hacer alto a su tropa, echó pie a tierra, tomó el farolillo de manos
del guía y se dirigió hacia el punto que éste le señalaba.
Como quiera que la iglesia del convento estaba completamente
desmantelada, los soldados que ocupaban el resto del edificio habían
creído que las puertas le eran ya poco menos que inútiles, y un
tablero hoy, otro mañana, habían ido arrancándolas pedazo a pedazo
para hacer hogueras con que calentarse por las noches.
Nuestro joven oficial no tuvo, pues, que torcer llaves ni descorrer
cerrojos para penetrar en el interior del templo.
A la luz del farolillo, cuya dudosa claridad se perdía entre las
espesas sombras de las naves y dibujaba con gigantescas
proporciones sobre el muro la fantástica silueta del sargento
aposentador, que iba precediéndole, recorrió la iglesia de arriba a
abajo y escudriñó una por una todas sus desiertas capillas, hasta
que, una vez hecho cargo del local, mandó echar pie a tierra a su
gente y, hombres y caballos revueltos, fue acomodándola como
mejor pudo.
Según dejamos dicho, la iglesia estaba completamente
desmantelada: en el altar mayor pendían aún de las altas cornisas
los rotos jirones del velo con que lo habían cubierto los religiosos al
abandonar aquel recinto; diseminados por las naves veíanse algunos
retablos adosados al muro, sin imágenes en las hornacinas; en el
coro se dibujaban con un ribete de luz los extraños perfiles de la
oscura sillería de alerce; en el pavimento, destrozado en varios
puntos, distinguíanse aún anchas losas sepulcrales llenas de timbres,
escudos y largas inscripciones góticas, y allá a lo lejos, en el fondo
de las silenciosas capillas y a lo largo del crucero, se destacaban
confusamente entre la oscuridad, semejantes a blancos e inmóviles
fantasmas, las estatuas de piedra que, unas tendidas, otras de
hinojos sobre el mármol de sus tumbas, parecían ser los únicos
habitantes del ruinoso edificio.
A cualquiera otro menos molido que el oficial de dragones, el
cual traía una jornada de catorce leguas en el cuerpo, o menos
acostumbrado a ver estos sacrilegios como la cosa más natural del
mundo, hubiéranle bastado dos adarmes de imaginación para no
pegar los ojos en toda la noche en aquel oscuro e imponente
recinto, donde las blasfemias de los soldados, que se quejaban en
voz alta del improvisado cuartel; el metálico golpe de sus espuelas,
que resonaban sobre las anchas losas sepulcrales del pavimento; el
ruido de los caballos, que piafaban impacientes, cabeceando y
haciendo sonar las cadenas con que estaban sujetos a los pilares,
formaban un rumor extraño y temeroso que se dilataba por todo el
ámbito de la iglesia y se reproducía cada vez más confuso, repetido
de eco en eco en sus altas bóvedas.
Pero nuestro héroe, aunque joven, estaba ya tan familiarizado
con estas peripecias de la vida de campaña, que apenas hubo
acomodado a su gente, mandó colocar un saco de forraje al pie de
la grada del presbiterio y, arrebujándose como mejor pudo en su
capote y echando la cabeza en el escalón, a los cinco minutos
roncaba con más tranquilidad que el mismo rey José en su palacio
de Madrid.
Los soldados, haciéndose almohadas de las monturas, imitaron
su ejemplo, y poco a poco fue apagándose el murmullo de sus
voces.
A la media hora sólo se oían los ahogados gemidos del aire que
entraba por las rotas vidrieras de las ojivas del templo, el
atolondrado revolotear de las aves nocturnas que tenían sus nidos
en el dosel de piedra de las esculturas de los muros y el alternado
rumor de los pasos del vigilante que se paseaba, envuelto en los
anchos pliegues de su capote, a lo largo del pórtico.

II
En la época a que se remonta la relación de esta historia, tan
verídica como extraordinaria, lo mismo que al presente, para los que
no sabían apreciar los tesoros del arte que encierran sus muros, la
ciudad de Toledo no era más que un poblachón destartalado,
antiguo, ruinoso e insufrible.
Los oficiales del ejército francés, que, a juzgar por los actos de
vandalismo con que dejaron en ella triste y perdurable memoria de
su ocupación, de todo tenían menos de artistas o arqueólogos, no
hay para qué decir que se fastidiaban soberanamente en la vetusta
ciudad de los césares.
En esta situación de ánimo, la más insignificante novedad que
viniese a romper la monótona quietud de aquellos días eternos e
iguales era acogida con avidez entre los ociosos; así es que la
promoción al grado inmediato de uno de sus camaradas, la noticia
del movimiento estratégico de una columna volante, la salida de un
correo de gabinete o la llegada de una fuerza cualquiera a la ciudad
convertíase en tema fecundo de conversación y objeto de toda clase
de comentarios, hasta tanto que otro incidente venía a sustituirle,
sirviendo de base a nuevas quejas, críticas y suposiciones.
Como era de esperar, entre los oficiales que, según tenían de
costumbre, acudieron al día siguiente a tomar el sol y a charlar un
rato en el Zocodover, no se hizo platillo de otra cosa que de la
llegada de los dragones, cuyo jefe dejamos en el anterior capítulo
durmiendo a pierna suelta y descansando de las fatigas de su viaje.
Cerca de una hora hacía que la conversación giraba alrededor de
este asunto, y ya comenzaba a interpretarse de diversos modos la
ausencia del recién venido, a quien uno de los presentes, antiguo
compañero suyo de colegio, había citado para el Zocodover, cuando
en una de las bocacalles de la plaza apareció al fin nuestro bizarro
capitán, despojado de su ancho capotón de guerra, luciendo un gran
casco de metal, con penacho de plumas blancas, una casaca azul
turquí con vueltas rojas y un magnífico mandoble con vaina de
acero, que resonaba arrastrándose al compás de sus marciales pasos
y del golpe seco y agudo de sus espuelas de oro.
Apenas le vio su camarada, salió a su encuentro para saludarle, y
con él se adelantaron casi todos los que a la sazón se encontraban
en el corrillo, en quienes habían despertado la curiosidad y la gana
de conocerle los pormenores que ya habían oído referir acerca de su
carácter original y extraño.
Después de los estrechos abrazos de costumbre y de las
exclamaciones, plácemes y preguntas de rigor en estas entrevistas;
después de hablar largo y tendido sobre las novedades que andaban
por Madrid, la varia fortuna de la guerra y los amigotes muertos o
ausentes, rodando de uno en otro asunto, la conversación vino a
parar al tema obligado, esto es, las penalidades del servicio, la falta
de distracciones de la ciudad y el inconveniente de los alojamientos.
Al llegar a este punto, uno de los de la reunión que, por lo visto,
tenía noticia del mal talante con que el joven oficial se había
resignado a acomodar su gente en la abandonada iglesia, le dijo con
aire de zumba:
—Y a propósito de alojamiento: ¿qué tal se ha pasado la noche
en el que ocupáis?
—Ha habido de todo —contestó el interpelado—, pues si bien es
verdad que no he dormido gran cosa, el origen de mi vigilia merece
la pena de la velada. El insomnio junto a una mujer bonita no es
seguramente el peor de los males.
—¡Una mujer! —repitió su interlocutor, como admirándose de la
buena fortuna del recién venido—. Eso es lo que se llama llegar y
besar el santo.
—Será tal vez algún antiguo amor de la corte que le sigue a
Toledo para hacerle más soportable el ostracismo —añadió otro de
los del grupo.
—¡Oh, no! —dijo entonces el capitán—. Nada menos que eso.
Juro, a fe de quien soy, que no la conocía y que nunca creí hallar tan
bella patrona en tan incómodo alojamiento. Es todo lo que se llama
una verdadera aventura.
—¡Contadla! ¡Contadla! —exclamaron en coro los oficiales que
rodeaban al capitán.
Y como éste se dispusiera a hacerlo así, todos prestaron la mayor
atención a sus palabras, mientras él comenzó la historia en estos
términos:
—Dormía esta noche pasada como duerme un hombre que trae
en el cuerpo trece leguas de camino, cuando he aquí que en lo
mejor del sueño me hizo despertar sobresaltado e incorporarme
sobre el codo un estruendo horrible, un estruendo tal, que me
ensordeció un instante para dejarme después los oídos zumbando
cerca de un minuto, como si un moscardón me cantase a la oreja.
Como os habréis figurado, la causa de mi susto era el primer golpe
que oía de esa endiablada campana gorda, especie de sochantre de
bronce, que los canónigos de Toledo han colgado en su catedral con
el laudable propósito de matar a disgustos a los necesitados de
reposo. Renegando entre dientes de la campana y del campanero
que la toca, disponíame, una vez apagado aquel insólito y temeroso
rumor, a coger nuevamente el hilo del interrumpido sueño, cuando
vino a herir mi imaginación y a ofrecerse ante mis ojos una cosa
extraordinaria. A la dudosa luz de la luna que entraba en el templo
por el estrecho ajimez del muro de la capilla mayor vi una mujer
arrodillada junto al altar.
Los oficiales se miraron entre sí con expresión entre asombrada e
incrédula. El capitán, sin atender al efecto que su narración
producía, continuó de este modo:
—No podéis figuraros nada semejante a aquella nocturna y
fantástica visión que se dibujaba confusamente en la penumbra de
la capilla, como esas vírgenes pintadas en los vidrios de colores que
habréis visto alguna vez destacarse a lo lejos, blancas y luminosas,
sobre el oscuro fondo de las catedrales. Su rostro ovalado, en donde
se veía impreso el sello de una leve y espiritual demacración; sus
armoniosas facciones, llenas de una suave y melancólica dulzura; su
intensa palidez, las purísimas líneas de su contorno esbelto, su
ademán reposado y noble, su traje blanco y flotante, me traían a la
memoria esas mujeres que yo soñaba cuando casi era un niño.
¡Castas y celestes imágenes, quimérico objeto del vago amor de la
adolescencia! Yo me creía juguete de una alucinación y, sin quitarle
un punto los ojos, ni aun osaba respirar, temiendo que un soplo
desvaneciese el encanto. Ella permanecía inmóvil. Antojábaseme, al
verla tan diáfana y luminosa, que no era una criatura terrenal, sino
un espíritu que, revistiendo por un instante la forma humana, había
descendido en el rayo de la luna, dejando en el aire y en pos de sí la
azulada estela que desde el alto ajimez bajaba verticalmente hasta
el pie del opuesto muro, rompiendo la oscura sombra de aquel
recinto lóbrego y misterioso.
—Pero… —exclamó interrumpiéndole su camarada de colegio
que, comenzando por echar a broma la historia, había concluido
interesándose con su relato—. ¿Cómo estaba allí aquella mujer? ¿No
la dijiste nada? ¿No te explicó su presencia en aquel sitio?
—No me determiné a hablarla porque estaba seguro que no
había de contestarme, ni verme, ni oírme.
—¿Era sorda?
—¿Era ciega?
—¿Era muda? —exclamaron a un tiempo tres o cuatro de los que
escuchaban la relación.
—Lo era todo a la vez —exclamó al fin el capitán, después de un
momento de pausa—, porque era… de mármol.
Al oír el estupendo desenlace de tan extraña aventura, cuantos
había en el corro prorrumpieron en una ruidosa carcajada, mientras
uno de ellos dijo al narrador de la peregrina historia, que era el
único que permanecía callado y en una grave actitud:
—¡Acabáramos de una vez! Lo que es de ese género tengo yo
más de un millar, un verdadero serrallo, en San Juan de los Reyes.
Serrallo que desde ahora pongo a vuestra disposición, ya que, a lo
que parece, tanto os da de una mujer de carne como de piedra.
—¡Oh, no! —continuó el capitán sin alterarse en lo más mínimo
por las carcajadas de sus compañeros—. Estoy seguro que no
pueden ser como la mía. La mía es una verdadera dama castellana
que, por un milagro de la escultura, parece que no la han enterrado
en su sepulcro, sino que aún permanece en cuerpo y alma de
hinojos sobre la losa que le cubre, inmóvil, con las manos juntas en
ademán suplicante, sumergida en un éxtasis de místico amor.
—De tal modo te explicas, que acabarás por probarnos la
verosimilitud de la fábula de Galatea.
—Por mi parte, puedo deciros que siempre la creí una locura;
mas desde anoche comienzo a comprender la pasión del escultor
griego.
—Dadas las especiales condiciones de tu nueva dama, creo que
no tendrás inconveniente en presentarnos a ella. De mí sé decir que
ya no vivo hasta ver esa maravilla. Pero… ¿qué diantres te pasa?…
Diríase que esquivas la presentación. ¡Ja, ja, ja! Bonito fuera que ya
te tuviésemos hasta celoso.
—Celoso —se apresuró a decir el capitán—, celoso… De los
hombres, no… Mas ved, sin embargo, hasta dónde llega mi
extravagancia. Junto a la imagen de esa mujer, también de mármol,
grave y al parecer con vida como ella, hay un guerrero… Su marido,
sin duda… Pues bien: lo voy a decir todo, aunque os moféis de mi
necedad… Si no hubiera temido que me tratasen de loco, creo que
ya lo habría hecho cien veces pedazos.
Una nueva y aún más ruidosa carcajada de los oficiales saludó
esta original revelación del estrambótico enamorado de la dama de
piedra.
—Nada, nada; es preciso que la veamos —decían los unos.
—Sí, sí; es preciso saber si el objeto corresponde a tan alta
pasión —añadían los otros.
—¿Cuándo nos reunimos a echar un trago en la iglesia en que os
alojáis? —exclamaron los demás.
—Cuando mejor os parezca. Esta misma noche, si queréis —
respondió el joven capitán, recobrando su habitual sonrisa, disipada
un instante por aquel relámpago de celos—. A propósito: con los
bagajes he traído hasta un par de docenas de botellas de
champagne; verdadero champagne, restos de un regalo hecho a
nuestro general de brigada, que, como sabéis, es algo pariente.
—¡Bravo! ¡Bravo! —exclamaron los oficiales a una voz,
prorrumpiendo en alegres exclamaciones.
—¡Se beberá vino del país!
—¡Y cantaremos una canción de Ronsard!
—Y hablaremos de mujeres, a propósito de la dama del anfitrión.
—Conque… ¡hasta la noche!
—¡Hasta la noche!
III
Ya hacía largo rato que los pacíficos habitantes de Toledo habían
cerrado con llave y cerrojo las pesadas puertas de sus antiguos
caserones; la campana gorda de la catedral anunciaba la hora de la
queda, y en lo alto del alcázar, convertido en cuartel, se oía el último
toque de silencio de los clarines, cuando diez o doce oficiales que
poco a poco habían ido reuniéndose en el Zocodover tomaron el
camino que conduce desde aquel punto al convento en que se
alojaba el capitán, animados más con la esperanza de apurar las
prometidas botellas que con el deseo de conocer la maravillosa
escultura.
La noche había cerrado sombría y amenazadora. El cielo estaba
cubierto de nubes de color de plomo. El aire, que zumbaba
encarcelado en las estrechas y retorcidas calles, agitaba la
moribunda luz del farolillo de los retablos o hacía girar con un
chirrido agudo las veletas de hierro de las torres.
Apenas los oficiales dieron vista a la plaza en que se hallaba
situado el alojamiento de su nuevo amigo, éste, que les aguardaba
impaciente, salió a encontrarles y, después de cambiar algunas
palabras a media voz, todos penetraron juntos en la iglesia, en cuyo
lóbrego recinto la escasa claridad de una linterna luchaba
trabajosamente con las oscuras y espesísimas sombras.
—¡Por quien soy —exclamó uno de los convidados, tendiendo a
su alrededor la vista—, que el local es de los menos a propósito del
mundo para una fiesta!
—Efectivamente —dijo otro—. Nos traes a conocer a una dama, y
apenas si con mucha dificultad se ven los dedos de la mano.
—Y, sobre todo, hace un frío que no parece sino que estamos en
la Siberia —añadió un tercero, arrebujándose en el capote.
—Calma, señores, calma —interrumpió el anfitrión—. Calma, que
a todo se proveerá. ¡Eh, muchacho! —prosiguió, dirigiéndose a uno
de sus asistentes—, busca por ahí un poco de leña y enciéndenos
una buena fogata en la capilla mayor.
El asistente, obedeciendo las órdenes de su capitán, comenzó a
descargar golpes en la sillería del coro, y después que hubo reunido
una gran cantidad de leña, que fue apilando al pie de las gradas del
presbiterio, tomó la linterna y se dispuso a hacer un auto de fe con
aquellos fragmentos tallados de riquísimas labores, entre las que se
veían, por aquí, parte de una columnilla salomónica; por allá, la
imagen de un santo abad, el torso de una mujer o la disforme
cabeza de un grifo asomado entre hojarasca.
A los pocos minutos, una gran claridad que de improviso se
derramó por todo el ámbito de la iglesia anunció a los oficiales que
había llegado la hora de comenzar el festín.
El capitán, que hacía los honores de su alojamiento con la misma
ceremonia que hubiera hecho los de su casa, exclamó, dirigiéndose
a los convidados:
—Si gustáis, pasaremos al buffet.
Sus camaradas, afectando la mayor gravedad, respondieron a la
invitación con un cómico saludo, y se encaminaron a la capilla mayor
precedidos del héroe de la fiesta, que al llegar a la escalinata se
detuvo un instante y, extendiendo la mano en dirección al sitio que
ocupaba la tumba, les dijo con la finura más exquisita:
—Tengo el placer de presentaros a la dama de mis pensamientos.
Creo que convendréis conmigo en que no he exagerado su belleza.
Los oficiales volvieron los ojos al punto que les señalaba su
amigo, y una exclamación de asombro se escapó involuntariamente
de todos los labios.
En el fondo de un arco sepulcral revestido de mármoles negros,
arrodillada delante de un reclinatorio, con las manos juntas y la cara
vuelta hacia el altar, vieron, en efecto, la imagen de una mujer tan
bella, que jamás salió otra igual de manos de un escultor, ni el deseo
pudo pintarla en la fantasía más soberanamente hermosa.
—En verdad que es un ángel —exclamó uno de ellos.
—¡Lástima que sea de mármol! —añadió otro.
—No hay duda que, aunque no sea más que la ilusión de hallarse
junto a una mujer de este calibre, es lo suficiente para no pegar los
ojos en toda la noche.
—¿Y no sabéis quién es ella? —preguntaron algunos de los que
contemplaban la estatua al capitán, que sonreía satisfecho de su
triunfo.
—Recordando un poco del latín que en mi niñez supe, he
conseguido a duras penas descifrar la inscripción de la tumba —
contestó el interpelado—, y, a lo que he podido colegir pertenece a
un título de Castilla, famoso guerrero que hizo la campaña de Italia
con el Gran Capitán. Su nombre lo he olvidado; mas su esposa, que
es la que veis, se llama doña Elvira de Castañeda, y, por mi fe que si
la copia se parece al original, debió ser la mujer más notable de su
siglo.
Después de estas breves explicaciones, los convidados, que no
perdían de vista el principal objeto de la reunión, procedieron a
destapar algunas de las botellas, y, sentándose alrededor de la
lumbre, empezó a andar el vino a la ronda.
A medida que las libaciones se hacían más numerosas y
frecuentes y el vapor del espumoso champagne comenzaba a
trastornar las cabezas, crecían la animación, el ruido y la algazara de
los jóvenes, de los cuales, éstos arrojaban a los monjes de granito
adosados a los pilares los cascos de las botellas vacías, y aquéllos
cantaban a toda voz canciones báquicas y escandalosas, mientras
los de más allá prorrumpían en carcajadas, batían las palmas en
señal de aplauso o disputaban entre sí con blasfemias y juramentos.
El capitán bebía en silencio como un desesperado y sin apartar
los ojos de la estatua de doña Elvira.
Iluminada por el rojizo resplandor de la hoguera, y a través del
confuso velo que la embriaguez había puesto delante de su vista,
parecíale que la marmórea imagen se transformaba a veces en una
mujer real: parecíale que entreabría los labios como murmurando
una oración, que se alzaba su pecho como oprimido y sollozante,
que cruzaba las manos con más fuerza, que sus mejillas se
coloreaban, en fin, como si se ruborizase ante aquel sacrílego y
repugnante espectáculo.
Los oficiales, que advirtieron la taciturna tristeza de su camarada,
le sacaron del éxtasis en que se encontraba sumergido y,
presentándole una copa, exclamaron en coro:
—¡Vamos, brindad vos, que sois el único que no lo ha hecho en
toda la noche!
El joven tomó la copa y, poniéndose de pie y alzándola en alto,
dijo encarándose con la estatua del guerrero arrodillado junto a
doña Elvira:
—¡Brindo por el emperador y brindo por la fortuna de sus armas,
merced a las cuales hemos podido venir hasta el fondo de Castilla a
cortejarle su mujer, en su misma tumba, a un vencedor de Ceriñola!
Los militares acogieron el brindis con una salva de aplausos, y el
capitán, balanceándose, dio algunos pasos hacia el sepulcro.
—No… —prosiguió dirigiéndose siempre a la estatua del guerrero
y con esa sonrisa estúpida propia de la embriaguez—, no creas que
te tengo rencor alguno porque veo en ti un rival. Al contrario, te
admiro como a un marido paciente, ejemplo de longanimidad y
mansedumbre, y a mi vez quiero también ser generoso. Tú serías
bebedor, a fuer de soldado… No se ha de decir que te he dejado
morir de sed viéndonos vaciar veinte botellas… ¡Toma!
Y esto diciendo, llevóse la copa a los labios y, después de
humedecérselos en el licor que contenía, le arrojó el resto a la cara,
prorrumpiendo en una carcajada estrepitosa al ver cómo caía el vino
sobre la tumba, goteando de las barbas de piedra del inmóvil
guerrero.
—¡Capitán! —exclamó en aquel punto uno de sus camaradas en
tono de zumba—. Cuidado con lo que hacéis… Mirad que esas
bromas con la gente de piedra suelen costar caras. Acordaos de lo
que aconteció a los húsares del quinto en el monasterio de Poblet…
Los guerreros del claustro, dicen que pusieron mano una noche a
sus espadas de granito y dieron que hacer a los que se entretenían
en pintarles bigotes con carbón.
Los jóvenes acogieron con grandes carcajadas esta ocurrencia;
pero el capitán, sin hacer caso de sus risas, continuó, siempre fijo en
la misma idea:
—¿Creéis que yo le hubiera dado el vino, a no saber que se
tragaba al menos el que le cayese en la boca?… ¡Oh, no!… Yo no
creo, como vosotros, que esas estatuas son un pedazo de mármol
tan inerte hoy como el día en que lo arrancaron de la cantera.
Indudablemente, el artista, que es casi un dios, le da a su obra un
soplo de vida que no logra hacer que ande y se mueva, pero que le
infunde una vida incomprensible y extraña, vida que yo no me
explico bien, pero que la siento, sobre todo cuando bebo un poco.
—¡Magnífico! —exclamaron sus camaradas—. Bebe y prosigue.
El oficial bebió y, fijando sus ojos en la imagen de doña Elvira,
prosiguió con una exaltación creciente:
—¡Miradla!… ¡Miradla!… ¿No veis esos cambiantes rojos de sus
carnes mórbidas y transparentes?… ¿No parece que por debajo de
esa ligera epidermis azulada y suave de alabastro circula un fluido
de luz color de rosa?… ¿Queréis más vida?… ¿Queréis más
realidad?…
—¡Oh, sí, seguramente! —dijo uno de los que le escuchaban—.
Quisiéramos que fuese de carne y hueso.
—¡Carne y hueso!… ¡Miseria, podredumbre!… —exclamó el
capitán—. Yo he sentido en una orgía arder mis labios y mi cabeza.
Yo he sentido este fuego que corre por las venas hirviente como la
lava de un volcán, cuyos vapores caliginosos turban y trastornan el
cerebro y hacen ver visiones extrañas. Entonces, el beso de esas
mujeres materiales me quemaba como un hierro candente, y las
apartaba de mí con disgusto, con horror, hasta con asco, porque
entonces, como ahora, necesitaba un soplo de brisa del mar para mi
frente calurosa, beber hielo y besar nieve… Nieve teñida de suave
luz, nieve colorada por un dorado rayo de sol… Una mujer blanca,
hermosa y fría, como esa mujer de piedra que parece incitarme con
su fantástica hermosura, que parece que oscila al compás de la
llama y me provoca entreabriendo sus labios y ofreciéndome un
tesoro de amor… ¡Oh, sí! Un beso…, sólo un beso tuyo podrá calmar
el ardor que me consume.
—¡Capitán! —exclamaron algunos de los oficiales al verle dirigirse
hacia la estatua como fuera de sí, extraviada la vista y con pasos
inseguros—. ¿Qué locura vais a hacer? ¡Basta de broma y dejad en
paz a los muertos!
El joven ni oyó siquiera las palabras de sus amigos, y,
tambaleando y como pudo, llegó a la tumba y aproximóse a la
estatua; pero al tenderle los brazos resonó un grito de horror en el
templo. Arrojando sangre por ojos, boca y nariz, había caído
desplomado y con la cara deshecha al pie del sepulcro.
Los oficiales, mudos y espantados, ni se atrevían a dar un paso
para prestarle socorro.
En el momento en que su camarada intentó acercar sus labios
ardientes a los de doña Elvira, habían visto al inmóvil guerrero
levantar la mano y derribarle con una espantosa bofetada de su
guantelete de piedra.

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