Peter Pan
Peter Pan
Peter Pan
Barrie
Peter Pan
Índice
Aparece Peter
La sombra
¡Vámonos, vámonos!
El vuelo
La isla hecha realidad
La casita
La casa subterránea
La laguna de las sirenas
El ave de Nunca Jamás
El hogar feliz
El cuento de Wendy
El rapto de los niños
¿Creéis en las hadas?
El barco pirata
«Esta vez o Garfio o yo»
El regreso a casa
Cuando Wendy creció
1. Aparece Peter
Todos los niños crecen, excepto uno. No tardan en saber que van a crecer y Wendy lo supo de la si-
guiente manera. Un día, cuando tenía dos años, estaba jugando en un jardín, arrancó una flor más y corrió
hasta su madre con ella. Supongo que debía estar encantadora, ya que la señora Darling se llevó la mano al
corazón y exclamó:
-¡Oh, por qué no podrás quedarte así para siempre!
No hablaron más del asunto, pero desde entonces Wendy supo que tenía que crecer. Siempre se sabe eso
a partir de los dos años. Los dos años marcan el principio del fin.
Como es natural, vivían en el 14 y hasta que llegó Wendy su madre era la persona más importante. Era
una señora encantadora, de mentalidad romántica y dulce boca burlona. Su mentalidad romántica era como
esas cajitas, procedentes del misterioso Oriente, que van unas dentro de las otras y que por muchas que uno
descubra siempre hay una más; y su dulce boca burlona guardaba un beso que Wendy nunca pudo conse-
guir, aunque allí estaba, bien visible en la comisura derecha.
Así es como la conquistó el señor Darling: los numerosos caballeros que habían sido muchachos cuando
ella era una jovencita descubrieron simultáneamente que estaban enamorados de ella y todos corrieron a su
casa para declararse, salvo el señor Darling, que tomó un coche y llegó el primero y por eso la consiguió.
Lo consiguió todo de ella, menos la cajita más recóndita y el beso. Nunca supo lo de la cajita y con el tiem-
po renunció a intentar obtener el beso. Wendy pensaba que Napoleón podría haberlo conseguido, pero yo
me lo imagino intentándolo y luego marchándose furioso, dando un portazo.
El señor Darling se vanagloriaba ante Wendy de que la madre de ésta no sólo lo quería, sino que lo res-
petaba. Era uno de esos hombres astutos que lo saben todo acerca de las acciones y las cotizaciones. Por
supuesto, nadie entiende de eso realmente, pero él daba la impresión de que sí lo entendía y comentaba a
menudo que las cotizaciones estaban en alza y las acciones en baja con un aire que habría hecho que cual-
quier mujer lo respetara.
La señora Darling se casó de blanco y al principio llevaba las cuentas perfectamente, casi con alegría,
como si fuera un juego, y no se le escapaba ni una col de Bruselas; pero poco a poco empezaron a desapa-
recer coliflores enteras y en su lugar aparecían dibujos de bebés sin cara. Los dibujaba cuando debería ha-
ber estado haciendo la suma total. Eran los presentimientos de la señora Darling.
2. La sombra
La señora Darling gritó y, como en respuesta a una llamada, se abrió la puerta y entró Nana, que volvía
de su tarde libre. Gruñó y se lanzó contra el niño, el cual saltó ágilmente por la ventana. La señora Darling
volvió a gritar, esta vez angustiada por él, pues pensó que se había matado y bajó corriendo a la calle para
-Debería haber tenido especial cuidado por ser viernes -le decía después a su marido, mientras a lo mejor
Nana estaba a su otro lado, sujetándole la mano.
-No, no, -le decía siempre el señor Darling-, yo soy el responsable de todo. Yo, George Darling, lo hice.
Mea culpa, mea culpa.
Había sido educado en el estudio de los clásicos.
Así se quedaban sentados noche tras noche recordando aquel fatídico viernes, hasta que cada detalle que-
daba grabado en sus cerebros y salía por el otro lado como las caras de una acuñación defectuosa.
-Si yo no hubiera aceptado esa invitación para cenar con los del 27 -decía la señora Darling.
-Si yo no hubiera echado mi medicina en el tazón de Nana -decía el señor Darling.
-Si yo hubiera fingido que me gustaba la medicina -decían los ojos húmedos de Nana.
-Por culpa de mi afición a las fiestas, George.
-Por culpa de mi nefasto sentido del humor, mi vida. -Por culpa de mi susceptibilidad por tonterías, que-
ridos amos.
Entonces al menos uno de ellos se derrumbaba por completo; Nana por pensar: «Es cierto, es cierto, no
deberían haber tenido un perro de niñera.» Muchas veces era el señor Darling quien enjugaba los ojos de
Nana con un pañuelo.
-¡Ese canalla! -exclamaba el señor Darling y Nana lo apoyaba con un ladrido, pero la señora Darling
nunca vituperaba a Peter: había algo en la comisura derecha de su boca que no quería que insultara a Peter.
Se quedaban sentados en el vacío cuarto de los niños, recordando con fervor hasta el más mínimo detalle
de aquella espantosa noche. Se había iniciado de una forma normal, exactamente igual que tantas otras no-
ches, cuando Nana preparó el agua para el baño de Michael y lo llevó hasta él subido en el lomo.
-No quiero irme a la cama -chilló él, como quien piensa que tiene la última palabra sobre el asunto-. No
quiero, no quiero. Nana, todavía no son las seis. Por favor, por favor, ya no te querré más, Nana. ¡Te digo
que no me quiero bañar, no y no!
Entonces entró la señora Darling, vestida con su traje de noche blanco. Se había arreglado temprano por-
que a Wendy le encantaba verla en traje de noche, con el collar que George le había regalado. Llevaba la
pulsera de Wendy en el brazo: le había pedido que se la prestara. A Wendy le encantaba prestarle la pulsera
a su madre.
Encontró a sus dos hijos mayores jugando a que eran ella misma y su padre en el día del nacimiento de
Wendy y John estaba diciendo:
-Señora Darling, me complace comunicarle que es usted madre -y lo dijo exactamente en el mismo tono
en que el señor Darling lo podría haber dicho en la auténtica ocasión.
Wendy bailó de alegría, como lo habría hecho la auténtica señora Darling.
Luego nació John, con la pompa extraordinaria que según él se merecía el nacimiento de un varón y Mi-
chael volvió del baño y pidió nacer también, pero John dijo cruelmente que ya no querían más.
Michael casi se echó a llorar.
-Nadie me quiere -dijo y, por supuesto, la señora del traje de noche no pudo soportarlo.
-Yo sí -dijo-. Yo sí que quiero un tercer hijo.
-¿Niño o niña? -preguntó Michael, sin demasiadas esperanzas.
3. ¡Vámonos, Vámonos!
Durante un rato después de que el señor y la señora Darling se fueran de la casa, las lamparillas que esta-
ban junto a las camas de los tres niños siguieron ardiendo alegremente. Eran unas lamparillas encantadoras
y habría sido de desear que pudieran haberse mantenido despiertas para ver a Peter, pero la lamparilla de
Wendy parpadeó y soltó un bostezo tal que las otras dos también bostezaron y antes de cerrar la boca las
tres se habían apagado.
Ahora había otra luz en la habitación, mil veces más brillante que las lamparillas y en el tiempo que he-
mos tardado en decirlo, ya ha estado en todos los cajones del cuarto de los niños, buscando la sombra de
Peter, ha revuelto el armario y ha sacado todos los bolsillos. En realidad no era una luz: creaba esta lumino-
sidad porque volaba de un lado a otro a gran velocidad, pero cuando se detenía un segundo se veía que era
1. Campanilla es el nombre adoptado tradicionalmente en español para esta hada, que en inglés se llama
Tinker Bell: ‘campana de calderero’
4. El vuelo
La segunda a la derecha y todo recto hasta la mañana. Ése, según le había dicho Peter a Wendy, era el
camino hasta el País de Nunca Jamás, pero ni siquiera los pájaros, contando con mapas y consultándolos en
las esquinas expuestas al viento, podrían haberlo avistado siguiendo estas instrucciones. Es que Peter decía
lo primero que se le ocurría.
Al principio sus compañeros confiaban en él sin reservas y eran tan grandes los placeres de volar que
perdían el tiempo girando alrededor de las agujas de las iglesias o de cualquier otra cosa elevada que se en-
contraran en el camino y les gustara.
John y Michael se echaban carreras, Michael con ventaja. Recordaban con desprecio que no hacía tanto
que se habían creído muy importantes por poder volar por una habitación.
No hacía tanto. ¿Pero cuánto realmente? Estaban volando por encima del mar antes de que esta idea em-
pezara a preocupar a Wendy seriamente. A John la parecía que iban ya por su segundo mar y su tercera no-
che.
A veces estaba oscuro y a veces había luz y de pronto tenían mucho frío y luego demasiado calor. ¿Sen-
tían hambre a veces realmente, o sólo lo fingían porque Peter tenía una forma tan divertida y novedosa de
alimentarlos? Esta forma era perseguir pájaros que llevaran comida en el pico adecuada para los humanos y
arrebatársela; entonces los pájaros los seguían y se la volvían a quitar y todos se iban persiguiendo alegre-
mente durante millas, separándose por fin y expresándose mutuamente sus buenos deseos. Pero Wendy se
percató con cierta preocupación de que Peter no parecía saber que ésta era una forma bastante rara de con-
seguir el pan de cada día, ni siquiera que había otras formas.
Ciertamente no fingían tener sueño, lo tenían y eso era peligroso, porque en el momento en que se dor-
mían, empezaban a caer. Lo espantoso era que a Peter eso le parecía divertido.
-¡Allá va otra vez! -gritaba regocijado, cuando Michael caía de pronto como una piedra.
-¡Sálvalo, sálvalo! -gritaba Wendy, mirando horrorizada el cruel océano que tenían debajo. Por fin Peter
se lanzaba por el aire y atrapaba a Michael justo antes de que se estrellara en el mar y lo hacía de una mane-
ra muy bonita, pero siempre esperaba hasta el último momento y parecía que era su habilidad lo que le inte-
resaba y no salvar una vida humana. También le gustaba la variedad y lo que en un momento dado lo ab-
sorbía de pronto dejaba de atraerlo, de modo que siempre existía la posibilidad de que la próxima vez que
uno cayera él lo dejara hundirse.
1. Jas: abreviatura de James. Hemos seguido la tradición española de llamar al pirata Garfio, traduciendo
su apellido: se podría decir que el capitán James Hook estaba predestinado a llevar un hook: ‘garfio’.
-Sí.
Al sentir que Peter regresaba, el País de Nunca jamás revivió de nuevo. Deberíamos emplear el plus-
cuamperfecto y decir que había revivido, pero revivió suena mejor y era lo que siempre empleaba Peter.
Normalmente durante su ausencia las cosas están tranquilas. Las hadas duermen una hora más por la ma-
ñana, los animales se ocupan de sus crías, los pieles rojas se hartan de comer durante seis días con sus no-
ches y cuando los piratas y los niños perdidos se encuentran se limitan a sacarse la lengua. Pero con la lle-
gada de Peter, que aborrece el letargo, todos se ponen en marcha otra vez: si entonces pusierais la oreja
contra el suelo, oiríais cómo la isla bulle de vida.
Esta noche, las fuerzas principales de la isla estaban ocupadas de la siguiente manera. Los niños perdidos
estaban buscando a Peter, los piratas estaban buscando a los niños perdidos, los pieles rojas estaban bus-
cando a los piratas y los animales estaban buscando a los pieles rojas. Iban dando vueltas y más vueltas por
la isla, pero no se encontraban porque todos llevaban el mismo paso.
Todos querían sangre salvo los niños, a quienes les gustaba por lo general, pero esta noche iban a recibir
a su capitán. Los niños de la isla varían, claro está, en número, según los vayan matando y cosas así y
cuando parece que están creciendo, lo cual va en contra de las reglas, Peter los reduce, pero en esta ocasión
había seis, contando a los Gemelos como si fueran dos. Hagamos como si nos echáramos aquí entre las ca-
ñas de azúcar y observémoslos mientras pasan sigilosamente en fila india, cada uno con la mano sobre su
cuchillo.
Peter les tiene prohibido que se parezcan a él en lo más mínimo y van vestidos con pieles de osos caza-
dos por ellos mismos, con las que quedan tan redondeados y peludos que cuando se caen, ruedan. Por ello
han conseguido llegar a andar con un paso muy firme.
El primero en pasar es Lelo, no el menos valiente, pero sí el más desgraciado de toda esa intrépida banda.
Había corrido menos aventuras que cualquiera de los demás, porque las cosas importantes ocurrían siempre
justo cuando él ya había doblado la esquina: por ejemplo, todo estaba tranquilo y entonces él aprovechaba
la oportunidad para alejarse y reunir unos palos para el fuego y cuando volvía los demás ya estaban lim-
piando la sangre. La mala suerte había dado una expresión de suave melancolía a su rostro, pero en lugar de
agriarle el carácter se lo había endulzado, de forma que era el más humilde de los chicos. Pobre y bondado-
so Lelo, esta noche te amenaza un peligro. Ten cuidado, no vaya a ser que se te ofrezca ahora una aventura,
que, si la aceptas, te traiga un terrible infortunio. Lelo, el hada Campanilla, que esta noche está resuelta a
provocar daños, está buscando un instrumento y piensa que tú eres el chico que más fácilmente se deja en-
gañar. Cuidado con Campanilla.
Ojalá nos pudiera oír, pero nosotros no estamos realmente en la isla y él pasa de largo, mordisqueándose
los nudillos. A continuación viene Avispado, alegre y jovial, seguido de Presuntuoso, que corta silbatos de
Jamás colgó en hilera en el Muelle de las Ejecuciones (Muelle de Wapping donde eran ejecutados los
marinos criminales.) una banda de aire más malvado. Aquí, algo adelantado, inclinando la cabeza hacia el
suelo una y otra vez para escuchar, con los grandes brazos desnudos y las orejas adornadas con monedas de
cobre, llega el guapo italiano Cecco, que grabó su nombre con letras de sangre en la espalda del alcaide de
la prisión de Gao. Ese negro gigantesco que va detrás de él ha tenido muchos nombres desde que dejara ése
con el que las madres morenas siguen aterrorizando a sus hijos en las riberas del Guidjo-mo. He aquí a Bill
Jukes, tatuado de arriba a abajo, el mismo Bill Jukes al que Flint, a bordo del Walrus, propinara seis doce-
nas de latigazos antes de que aquél soltara la bolsa de moidores 1; y Cookson, de quien se dice que era her-
mano de Murphy el Negro (aunque esto nunca se probó); y el caballero Starkey, en otros tiempos portero
de un colegio privado y todavía elegante a la hora de matar; y Claraboyas (Claraboyas de Morgan); y Smee,
el contramaestre irlandés, un hombre curiosamente afable que acuchillaba, como si dijéramos, sin ofender y
era el único disidente 2 de la tripulación de Garfio; y Noodler, cuyas manos estaban colocadas al revés; y
Robert Mullins y Alf Mason y muchos otros rufianes bien conocidos y temidos en el Caribe.
En medio de ellos, la joya más negra y más grande de aquel siniestro puñado, iba reclinado James Garfio,
o, según lo escribía él, Jas. Garfio, del cual se dice que era el único hombre a quien el Cocinero 3 temía.
Estaba cómodamente echado en un tosco carruaje tirado y empujado por sus hombres y en lugar de mano
derecha tenía el garfio de hierro con el que de vez en cuando los animaba a apretar el paso. Como a perros
los trataba y les hablaba este hombre terrible y como perros lo obedecían ellos. De aspecto era cadavérico y
cetrino y llevaba el pelo en largos bucles, que a cierta distancia parecían velas negras y daban un aire sin-
gularmente amenazador a su amplio rostro. Sus ojos eran del azul del nomeolvides y profundamente tristes,
salvo cuando le clavaba a uno el garfio, momento en que surgían en ellos dos puntos rojos que se los ilumi-
naban horriblemente. En cuanto a los modales, conservaba aún algo de gran señor, de forma que incluso lo
destrozaba a uno con distinción y me han dicho que tenía reputación de raconteur. Nunca resultaba más si-
niestro que cuando se mostraba todo cortés, lo cual es probablemente la mejor prueba de educación, y la
elegancia de su dicción, incluso cuando maldecía, así como la prestancia de su porte, demostraban que no
era de la misma clase que su tripulación. Hombre de valor indómito, se decía de él que lo único que lo ate-
morizaba era ver su propia sangre, que era espesa y de un color insólito. En su vestimenta imitaba un poco
los ropajes asociados al nombre de Carlos II, por haber oído decir en un período anterior de su carrera que
tenía un extraño parecido con los desventurados Estuardo y en los labios llevaba una boquilla de su propia
invención que le permitía fumar dos cigarros a la vez. Pero indudablemente la parte más macabra de él era
su garfio de hierro.
Matemos ahora a un pirata, para mostrar el método de Garfio. Claraboyas servirá. Al pasar, Claraboyas
da un torpe bandazo contra él, descolocándole el cuello de encaje: el garfio sale disparado, se oye un desga-
Al instante los niños perdidos... ¿pero dónde están? Ya no están ahí. Unos conejos no podrían haber de-
saparecido más rápido.
Os diré dónde están. Con excepción de Avispado, que ha salido corriendo para explorar, ya están en su
casa subterránea, una residencia muy agradable de la que pronto veremos muchas cosas. ¿Pero cómo han
llegado a ella? Porque no se ve ninguna entrada, ni siquiera un montón de matojos que, si se apartaran, re-
velarían la boca de una cueva. Sin embargo, mirad con atención y puede que os deis cuenta de que hay aquí
siete grandes árboles, cada uno con un agujero en el tronco hueco tan grande como un niño. Estas son las
siete entradas a la casa subterránea, que Garfio ha estado buscando en vano durante tantas lunas. ¿La en-
contrará esta noche?
Mientras los piratas avanzaban, la rápida mirada de Starkey descubrió a Avispado que desaparecía en el
bosque y al momento su pistola brilló en la oscuridad. Pero una garra de hierro lo aferró del hombro.
-Capitán, suélteme -exclamó, retorciéndose.
Ahora por primera vez oímos la voz de Garfio. Era una voz negra.
Empezaron la estrofa, pero no llegaron a terminarla, pues se oyó otro ruido que les hizo callar. Al princi-
pio era un sonido tan débil que una hoja podría haber caído sobre él y haberlo ahogado, pero al ir acercán-
dose se fue haciendo más fuerte.
Tic tac, tic tac.
Garfio se detuvo tembloroso, con un pie en el aire.
-El cocodrilo -dijo con voz entrecortada y salió huyendo, seguido de su contramaestre.
Efectivamente era el cocodrilo. Había adelantado a los pieles rojas, que ahora seguían el rastro de los
otros piratas. Siguió deslizándose en pos de Garfio.
Una vez más los chicos salieron a la superficie, pero los peligros de la noche no se habían terminado aún,
pues al poco rato se presentó Avispado corriendo sin aliento, perseguido por una manada de lobos. Los per-
seguidores llevaban la lengua fuera; sus aullidos eran espantosos.
-¡Salvadme, salvadme! -gritó Avispado, cayendo al suelo.
-¿Pero qué podemos hacer, qué podemos hacer?
Fue un gran cumplido para Peter el que en ese angustioso momento sus pensamientos se volvieran hacia
él.
-¿Qué haría Peter? -exclamaron simultáneamente. Casi al mismo tiempo añadieron:
-Peter los miraría por entre las piernas. Y luego:
-Hagamos lo que haría Peter.
Es la forma más eficaz de desafiar a los lobos y como un solo chico se inclinaron y miraron por entre las
piernas. El momento siguiente parece eterno, pero la victoria llegó rápido, ya que cuando los chicos avan-
zaron hacia ellos en esta terrible postura, los lobos agacharon el rabo y huyeron.
Entonces Avispado se levantó del suelo y los otros creyeron que sus ojos desorbitados seguían viendo a
los lobos. Pero no eran lobos lo que veía.
-He visto una cosa maravillosísima -exclamó cuando se agruparon a su alrededor impacientes-. Un gran
pájaro blanco. Viene volando hacia aquí.
-¿Qué clase de pájaro crees que es?
-No sé -dijo Avispado perplejo-, pero parece cansadísimo y mientras vuela va gimiendo: «Pobre Wen-
dy.»
-Recuerdo -dijo Presuntuoso al instante- que hay unos pájaros que se llaman Wendy.
-Mirad, ahí viene -gritó Rizos, señalando a Wendy en el cielo.
Wendy ya estaba casi sobre ellos y podían oír su quejido lastimero. Pero más clara se oía la estridente
voz de Campanilla. La celosa hada ya había abandonado su fachada amistosa y se lanzaba contra su víctima
por todas direcciones, pellizcándola salvajemente cada vez que la tocaba.
-Hola, Campanilla -gritaron los maravillados niños.
La réplica de Campanilla resonó con fuerza:
-Peter quiere que matéis a la Wendy.
No entraba en su forma de ser hacer preguntas cuando Peter daba órdenes.
-Hagamos lo que Peter desea -gritaron los ingenuos chicos-. Deprisa, arcos y flechas.
Todos menos Lelo bajaron de un salto por sus árboles. Él tenía consigo un arco y una flecha y Campani-
lla se dio cuenta y se frotó las manitas.
-Deprisa, Lelo, deprisa -chilló-. Peter se pondrá muy contento.
Lelo puso emocionado la flecha en el arco.
-Aparta, Campanilla -gritó y luego disparó y Wendy cayó revoloteando al suelo con un dardo en el pe-
cho.
6. La casita
Gorjearon de alegría ante esto, pues por increíble fortuna las ramas que habían traído estaban untadas de
savia roja y todo el suelo estaba cubierto de musgo. Mientras montaban la casita a martillazos, ellos mis-
mos se pusieron a cantar:
Con unos buenos puñetazos hicieron las ventanas y unas grandes hojas amarillas hicieron de postigos.
Pero, ¿y las rosas?
-Rosas -gritó Peter imperiosamente.
Rápidamente fingieron que las rosas más hermosas crecían trepando por las paredes.
¿Bebés?
Para evitar que Peter pidiera bebés se apresuraron a volver a cantar:
Peter, dándose cuenta de que esto era una buena idea, fingió al momento que era suya. La casa era muy
bonita y sin duda Wendy estaba muy cómoda dentro, aunque, claro está, ya no podían verla. Peter se movió
7. La casa subterránea
Una de las primeras cosas que hizo Peter al día siguiente fue tomar medidas a Wendy, John y Michael
para unos árboles huecos. Recordaréis que Garfio se había burlado de los chicos por creer que necesitaban
un árbol por persona, pero lo hizo por ignorancia, ya que a menos que el árbol se adecuase a las medidas de
uno costaba subir y bajar y no había dos chicos que fueran exactamente del mismo tamaño. Una vez que se
encajaba, uno tomaba aliento en la superficie y bajaba justo a la velocidad apropiada, mientras que para as-
cender se tomaba aliento y se soltaba alternativamente y de esta forma se subía serpenteando. Naturalmen-
te, cuando uno domina el asunto se pueden hacer estas cosas sin pensarlas y entonces nada resulta más ele-
gante.
1. La reina Mab es la reina de las hadas en el folklore tradicional inglés. Los nombres que vienen a conti-
nuación también pertenecen a esa tradición.
2. Tiddlywinks: ‘juego de la pulga’; aquí empleado como lugar de origen o marca de fábrica.
Supongo que todo aquello le resultaba especialmente cautivador a Wendy, porque esos alocados chicos
suyos le daban muchísimo que hacer. Realmente había semanas enteras en las que, salvo quizás con un cal-
cetín al atardecer, nunca subía a la superficie. Os aseguro que la cocina la mantenía atada a las cazuelas. Su
comida principal era fruto del pan asado, batatas, cocos, cochinillo asado, frutos de mamey, rollos de tapa y
plátanos, todo ello remojado con zumo de papaya, pero nunca se sabía exactamente si habría una comida
real o simplemente una fantasía, dependía de lo que a Peter le apeteciera. Él podía comer de verdad, si eso
era parte de un juego, pero no podía atiborrarse sólo por el placer de sentirse atiborrado, que es lo que más
le gusta a la mayoría de los niños; detrás de eso lo que más les gusta es hablar de ello. La ficción le resulta-
ba tan real que durante una comida de ese tipo se podía ver cómo se iba llenando. Naturalmente esto resul-
taba molesto, pero sencillamente había que hacer lo mismo que él y si uno le podía demostrar que se estaba
quedando demasiado delgado para su árbol él permitía que se atiborrara.
El momento preferido de Wendy para coser y zurcir era cuando ya estaban todos en la cama. Entonces,
según sus propias palabras, tenía un rato para respirar y lo empleaba en hacerles cosas nuevas y poner rodi-
lleras, pues destrozaban muchísimo las rodillas.
Cuando se sentaba ante un cesto de calcetines, todos con un agujero en el talón, levantaba los brazos y
exclamaba: -Dios mío, estoy convencida de que a veces las solteras son de envidiar.
La cara le resplandecía al exclamar esto.
Recordaréis a su lobo mascota. Pues bien, éste no tardó en descubrir que había llegado a la isla y la en-
contró y ambos se lanzaron el uno en brazos del otro. Tras esto él la seguía por todas partes.
Si uno cierra los ojos y tiene suerte, puede ver a veces un charco informe de preciosos colores pálidos
flotando en la oscuridad; entonces, si se aprietan aún más los ojos, el charco empieza a cobrar forma y los
colores se hacen tan vívidos que con otro apretón estallarán en llamas. Pero justo antes de que estallen en
llamas se ve la laguna. Esto es lo más cerca que se puede llegar en el mundo real, un momento glorioso; si
pudiera haber dos momentos se podría ver el oleaje y oír a las sirenas cantar.
Los niños solían pasar largos días de verano en esta laguna, nadando o flotando casi todo el rato, jugando
a los juegos de las sirenas en el agua y cosas así. No debéis creer por esto que las sirenas tenían buena rela-
ción con ellos: por el contrario, uno de los pesares más duraderos de Wendy era que en todo el tiempo que
estuvo en la isla jamás logró que alguna de ellas le dirigiera ni una sola palabra cortés. Cuando se acercaba
sigilosamente hasta la orilla de la laguna podía llegar a verlas a montones, especialmente en la Roca de los
Abandonados, donde les encantaba tomar el sol, peinándose con gestos lánguidos que la fastidiaban mucho;
o incluso llegaba a nadar, de puntillas como si dijéramos, hasta ponerse a una yarda de ellas, pero entonces
la veían y se zambullían, probablemente salpicándola con la cola, no por accidente, sino con toda intención.
Trataban a todos los chicos de la misma forma, menos a Peter, claro está, que se pasaba horas charlando
con ellas en la Roca de los Abandonados y se sentaba en sus colas cuando se ponían descaradas. Le dio a
Wendy uno de sus peines.
El momento más hechizador para verlas es cuando cambia la luna; entonces sueltan unos extraños gritos
lastimeros, pero la laguna es peligrosa en esas circunstancias para los mortales y hasta la noche que vamos
a relatar ahora, Wendy no la había visto nunca a la luz de la luna, no tanto por miedo, ya que por supuesto
Peter la habría acompañado, como porque había instaurado la norma estricta de que todo el mundo estuvie-
ra en la cama a las siete. Sin embargo, iba con frecuencia a la laguna en los días soleados después de llover,
cuando las sirenas emergen en enormes cantidades para jugar con burbujas. Emplean como pelotas las bur-
bujas multicolores hechas con agua del arco iris, pasándoselas alegremente las unas a las otras con la cola y
tratando de mantenerlas en el arco iris hasta que estallan. Las porterías están a cada extremo del arco iris y
a las porteras sólo se les permite usar las manos. A veces hay cientos de sirenas jugando en la laguna a la
vez y es un espectáculo muy bonito.
Pero en el momento en que los niños intentaban participar tenían que jugar solos, pues las sirenas desapa-
recían inmediatamente. No obstante, tenemos pruebas de que observaban secretamente a los intrusos y eran
capaces de tomar alguna idea de ellos, porque John introdujo una forma nueva de golpear la burbuja, con la
cabeza en lugar de la mano y las porteras sirenas la adoptaron. Ésta es la única huella que John ha dejado
en el País de Nunca jamás.
También tiene que haber sido muy bonito ver a los niños reposando en una roca durante media hora des-
pués del almuerzo. Wendy se empeñaba en que lo hicieran y tenía que ser un reposo auténtico aunque la
comida fuera ficticia. De forma que se tumbaban al sol, que hacía relucir sus cuerpos, mientras ella se sen-
taba a su lado con aire de importancia.
Lo último que oyó Peter antes de quedarse solo fue a las sirenas retirándose una tras otra a sus dormito-
rios submarinos. Estaba demasiado lejos para oír cómo se cerraban sus puertas, pero cada puerta de las cur-
vas de coral donde viven hace sonar una campanita cuando se abre o se cierra (como en las casas más ele-
gantes del mundo real) y sí que oyó las campanas.
Las aguas fueron subiendo sin parar hasta tocarle los pies y para pasar el rato hasta que dieran el trago fi-
nal, contempló lo único que se movía en la laguna. Pensó que era un trozo de papel flotante, quizás parte de
la cometa y se preguntó distraído cuánto tardaría en llegar a la orilla.
Al poco notó con extrañeza que sin duda estaba en la laguna con algún claro propósito, ya que estaba lu-
chando contra la marea y a veces lo lograba y cuando lo lograba, Peter, siempre de parte del bando más dé-
bil, no podía evitar aplaudir: qué trozo de papel tan valiente.
En realidad no era un trozo de papel: era el ave de Nunca Jamás, que hacía esfuerzos denodados por lle-
gar hasta Peter en su nido. Moviendo las alas, con una técnica que había descubierto desde que el nido cayó
al agua, podía hasta cierto punto gobernar su extraña embarcación, pero para cuando Peter la reconoció es-
taba ya muy agotada. Había venido a salvarlo, a darle su nido, aunque tenía huevos dentro. La actitud del
ave extraña bastante, porque aunque Peter se había portado bien con ella, también a veces la había martiri-
zado. Me imagino que, al igual que la señora Darling y todos los demás, se había enternecido porque con-
servaba todos los dientes de leche.
Le explicó a gritos por qué había venido y él le preguntó a gritos qué estaba haciendo allí, pero por su-
puesto ninguno de los dos entendía el lenguaje del otro. En las historias imaginarias las personas pueden
hablar con los pájaros sin problemas y en este momento desearía poder fingir que ésta es una historia de ese
Una consecuencia importante de la escaramuza de la laguna fue que los pieles rojas se hicieron sus ami-
gos. Peter había salvado a Tigridia de un horrible destino y ahora no había nada que sus bravos y ella no
estuvieran dispuestos a hacer por él. Se pasaban toda la noche sentados arriba, vigilando la casa subterránea
y esperando el gran ataque de los piratas que evidentemente ya no podía tardar mucho en producirse. Inclu-
so de día rondaban por ahí, fumando la pipa de la paz y con el aire más amistoso del mundo.
Llamaban a Peter el Gran Padre Blanco y se postraban ante él y esto le gustaba muchísimo, por lo que
realmente no le hacía ningún bien.
Ya hemos llegado a la noche que sería conocida entre ellos como la Noche entre las Noches, por sus
aventuras y el resultado de éstas. El día, como si estuviera reuniendo fuerzas calladamente, había transcu-
rrido casi sin incidentes y ahora los pieles rojas envueltos en sus mantas se encontraban en sus puestos de
arriba, mientras que, abajo, los niños estaban cenando, todos menos Peter, que había salido para averiguar
la hora. La manera de averiguar la hora en la isla era encontrar al cocodrilo y entonces quedarse cerca de él
hasta que el reloj diera la hora.
Daba la casualidad de que esta cena era un té imaginario y estaban sentados alrededor de la mesa, engu-
llendo con glotonería y, la verdad, con toda la charla y las recriminaciones, el ruido, como dijo Wendy, era
absolutamente ensordecedor. Claro que a ella no le importaba el ruido, pero no estaba dispuesta a tolerar
que se pegaran y luego se disculparan diciendo que Lelo les había empujado del brazo. Había una norma
establecida por la que jamás debían devolverse los golpes durante las comidas, sino que debían remitir el
motivo de la disputa a Wendy levantando cortésmente el brazo derecho y diciendo: «Quiero quejarme de
Fulanito», pero lo que normalmente ocurría era que se olvidaban de hacerlo o lo hacían demasiado.
-Silencio -gritó Wendy cuando les hubo dicho por enésima vez que no debían hablar todos al mismo
tiempo-. ¿Te has bebido ya la calabaza, Presuntuoso, mi amor?
-No del todo, mamá -dijo Presuntuoso, después de mirar una taza imaginaria.
-Ni siquiera ha empezado a beberse la leche -cortó Avispado.
Esto era acusar y Presuntuoso aprovechó la oportunidad. -Quiero quejarme de Avispado -exclamó rápi-
damente. Pero John había levantado la mano primero.
-¿Sí, John?
-¿Puedo sentarme en la silla de Peter, ya que no está?
-¡John! ¡Sentarte en la silla de papá! -se escandalizó Wendy-. Por supuesto que no.
-No es nuestro padre de verdad -contestó John-. Ni siquiera sabía cómo se comporta un padre hasta que
yo se lo enseñé.
Aquello era protestar.
-Queremos quejarnos de John -gritaron los gemelos.
Lelo levantó la mano. Era con tanta diferencia el más humilde de todos, en realidad el único humilde, que
Wendy era especialmente cariñosa con él.
-Supongo -dijo Lelo con timidez-, que yo no podría hacer de papá, ¿verdad?
-No, Lelo.
Una vez que Lelo empezaba, lo cual no ocurría muy a menudo, seguía como un tonto.
-Ya que no puedo ser papá -dijo torpemente-, no creo que tú me dejaras ser el bebé, ¿verdad, Michael?
-No, no me da la gana -soltó Michael. Ya estaba en su cesta.
-Ya que no puedo ser el bebé -dijo Lelo, cada vez más torpe-, ¿creéis que podría ser un gemelo?
-Claro que no -replicaron los gemelos-, es dificilísimo ser gemelo.
-Ya que no puedo ser nada importante -dijo Lelo-, ¿os gustaría verme hacer un truco?
-No -replicaron todos.
Entonces por fin lo dejó.
-En realidad no tenía ninguna esperanza -dijo.
Las odiosas acusaciones se desataron de nuevo.
-Presuntuoso está tosiendo en la mesa.
-Los gemelos han empezado con frutos de mamey.
-A ver, escuchad -dijo Wendy, acomodándose para el relato, con Michael a los pies y siete chicos en la
cama-. Había una vez un señor...
-Yo preferiría que fuera una señora -dijo Rizos.
-Y yo que fuera una rata blanca -dijo Avispado.
-Silencio -los reprendió su madre-. También había una señora y...
-Oh, mamá -exclamó el primer gemelo-, quieres decir que también hay una señora, ¿verdad? No está
muerta, ¿verdad?
-Oh, no.
-Cómo me alegro de que no esté muerta -dijo Lelo-. ¿No te alegras, John?
-Claro que sí.
-¿No te alegras, Avispado?
-Bastante.
-¿No os alegráis, Gemelos?
-Nos alegramos.
-Dios mío -suspiró Wendy.
-A ver si hacemos menos ruido -exclamó Peter, dispuesto a que las cosas le fueran bien a Wendy, por
muy espantoso que le pareciera el cuento a él.
-El señor -continuó Wendy-, era el señor Darling y ella era la señorita Darling.
-Yo los conocía -dijo John, para fastidiar a los demás.
-Yo creo que los conocía -dijo Michael no muy convencido.
-Estaban casados, ¿sabéis? -explicó Wendy-, ¿y qué os imagináis que tenían?
-Ratas blancas -exclamó Avispado con gran inspiración.
-No.
El ataque pirata había sido una total sorpresa: una buena prueba de que el desaprensivo Garfio lo había
llevado a cabo deshonestamente, pues sorprender a los pieles rojas limpiamente es algo que no entra en la
capacidad del hombre blanco.
Según todas las leyes no escritas sobre la guerra salvaje siempre es el piel roja el que ataca y con la astu-
cia propia de su raza lo hace justo antes del amanecer, hora en la que sabe que el valor de los blancos está
por los suelos. Los blancos, entretanto, han levantado una tosca empalizada en la cima de aquel terreno on-
dulado, a cuyos pies discurre un riachuelo, ya que estar demasiado lejos del agua supone la destrucción.
Allí esperan el violento ataque, los inexpertos aferrando sus revólveres y haciendo crujir ramitas, mientras
que los veteranos duermen tranquilamente hasta justo antes del amanecer. A través de la larga y oscura. no-
che los exploradores salvajes se deslizan, como serpientes, por entre la hierba sin mover ni una brizna. La
maleza se cierra tras ellos tan silenciosamente como la arena por la que se ha introducido un topo. No se
oye ni un ruido, salvo cuando sueltan una asombrosa imitación del aullido solitario de un coyote. Otros
bravos contestan al grito y algunos lo hacen aún mejor que los coyotes, a quienes no se les da muy bien.
Así van pasando las frías horas y la larga incertidumbre resulta tremendamente agotadora para el rostro pá-
lido que tiene que pasar por ella por primera vez, pero para el perro viejo esos espantosos gritos y esos si-
lencios aún más espantosos no son sino una indicación de cómo está transcurriendo la noche.
Garfio sabía tan bien que éste era el sistema habitual que no se le puede disculpar por pasarlo por alto
alegando que lo desconocía.
Los piccaninnis, por su parte, confiaban sin reservas en su sentido del honor y todos sus actos de esa no-
che presentan un claro contraste con los de él. No dejaron de hacer nada que no fuera consecuente con la
reputación de su tribu. Con esa agudeza de los sentidos que es al mismo tiempo el asombro y la desespera-
ción de los pueblos civilizados, supieron que los piratas estaban en la isla desde el momento en que uno de
ellos pisó un palo seco y al cabo de un rato increíblemente corto comenzaron los aullidos de coyote. Cada
palmo de terreno entre el punto donde Garfio había desembarcado a sus fuerzas y la casa de debajo de los
arboles fue examinado sigilosamente por bravos que llevaban los mocasines calzados del revés. Sólo en-
contraron una única colina con un riachuelo a los pies, de forma que Garfio no tenía elección: aquí debía
instalarse y esperar hasta justo antes del amanecer. Ya que todo estaba organizado de esta forma con astu-
cia casi diabólica, el grueso principal de los pieles rojas se arropó en sus mantas y con esa flemática actitud
que para ellos es la quintaesencia de la hombría se sentaron en cuclillas encima del hogar de los niños,
aguardando el frío momento en que tendrían que sembrar la pálida muerte.
En este lugar, soñando, aunque bien despiertos, con las exquisitas torturas a las que lo someterían al
amanecer, fueron sorprendidos los confiados salvajes por el traicionero Garfio. Según los relatos facilitados
después por aquéllos de los exploradores que escaparon a la carnicería, no parece que se hubiera detenido
siquiera en la colina, aunque es seguro que debió verla bajo aquella luz grisácea: no parece que en ningún
momento se le pasara por la astuta cabeza la idea de esperar a ser atacado, ni siquiera aguardó a que la no-
che estuviera casi acabada: siguió adelante sin otros principios que los de entrar en batalla. ¿Qué otra cosa
podían hacer los desconcertados exploradores, siendo como eran maestros en todas las artes de la guerra
menos ésta, sino trotar indecisos tras él, exponiéndose fatalmente, mientras soltaban una patética imitación
del aullido del coyote?
Alrededor de la valiente Tigridia había una docena de sus guerreros más resueltos y de pronto vieron a
los pérfidos piratas que se les echaban encima. Cayó entonces de sus ojos el velo a través del cual habían
contemplado la victoria. Ya no torturarían a nadie en el poste. Ahora los esperaba el paraíso de los cazado-
res. Lo sabían, pero se portaron como dignos hijos de sus padres. Incluso entonces tuvieron tiempo de
agruparse en una falange que habría resultado difícil de romper si se hubieran levantado deprisa, pero esto
no les estaba permitido por la tradición de su raza. Está escrito que el noble salvaje jamás debe expresar
sorpresa en presencia del blanco. Aunque la repentina aparición de los piratas debía de haber resultado ho-
rrible para ellos, se quedaron quietos un momento, sin mover un solo músculo, como si el enemigo hubiera
llegado por invitación. Y sólo entonces, habiendo mantenido la tradición valientemente, tomaron las armas
y el aire vibró con el grito de guerra, pero ya era demasiado tarde.
No es nuestro cometido describir lo que más fue una matanza que una lucha. Así perecieron muchos de la
flor y nata de la tribu de los piccaninnis. Pero no murieron sin ser en parte vengados, pues con Lobo Flaco
cayó Alf Mason, que ya no volvería a perturbar el Caribe, y entre los que mordieron el polvo se encontraba
Hasta qué punto tiene Garfio la culpa por su táctica en esta ocasión es algo que toca decidir a los histo-
riadores. De haber esperado en la colina hasta la hora correcta probablemente sus hombres y él habrían sido
destrozados y a la hora de juzgarlo es justo tener esto en cuenta. Lo que quizás debería haber hecho era in-
formar a sus adversarios de que se proponía seguir un método nuevo. Por otra parte, esto, al eliminar el
factor sorpresa, habría inutilizado su estrategia, de modo que toda la cuestión está sembrada de dificultades.
Uno no puede al menos reprimir cierta admiración involuntaria por el talento que había concebido un plan
tan audaz y por la cruel genialidad con que se llevó a cabo.
¿Cuáles eran sus propios sentimientos hacia sí mismo en aquel momento de triunfo? Mucho habrían de-
seado saberlo sus perros, cuando, mientras jadeaban y limpiaban sus sables, se agrupaban a una discreta
distancia de su garfio y escudriñaban con sus ojos de hurón a este hombre extraordinario. En su corazón
debía de latir el júbilo, pero su cara no lo reflejaba: siempre un enigma oscuro y solitario, estaba apartado
de sus seguidores tanto en cuerpo como en alma.
La tarea de la noche aún no había terminado, pues no era a los pieles rojas a quienes había venido a des-
truir: éstos no eran más que las abejas que había que ahuyentar para que él pudiera llegar a la miel. Era a
Pan a quien quería, a Pan, a Wendy y a su banda, pero sobre todo a Pan.
Peter era un niño tan pequeño que uno no puede por menos de extrañarse ante el odio de aquel hombre
hacia él. Cierto, había echado el brazo de Garfio al cocodrilo, pero ni siquiera esto, ni la vida cada vez más
insegura ala que esto condujo, debido a la contumacia del cocodrilo, explican un rencor tan implacable y
maligno. Lo cierto es que Peter tenía un algo que sacaba de quicio al capitán pirata. No era su valor, no era
su atractivo aspecto, no era... No debemos andarnos con rodeos, pues sabemos muy bien lo que era y no
nos queda más remedio que decirlo. Era la arrogancia de Peter.
Esto le crispaba los nervios a Garfio, hacía que su garra de hierro se estremeciera y por la noche lo atosi-
gaba como un insecto. Mientras Peter viviera, aquel hombre atormentado se sentiría como un león enjaula-
do en cuya jaula se hubiera colado un gorrión.
El problema ahora era cómo bajar por los árboles, o cómo hacer que bajaran sus perros. Los recorrió con
ojos ansiosos, buscando a los más delgados. Ellos se removían inquietos, ya que sabían que no tendría el
menor escrúpulo en empujarlos hacia abajo con una estaca.
Entretanto, ¿qué es de los chicos? Los hemos visto cuando el primer choque de armas, convertidos, como
si dijéramos, en estatuas de piedra, boquiabiertos, apelando a Peter con los brazos extendidos y volvemos a
ellos cuando sus bocas se cierran y sus brazos caen a los lados. El infernal estruendo de encima ha cesado
casi tan repentinamente como empezó, ha pasado como una violenta ráfaga de viento, pero ellos saben que
al pasar ha decidido su destino.
¿Qué bando había ganado?
Los piratas, que escuchaban con avidez ante los huecos de los árboles, oyeron cómo cada chico hacia esa
pregunta y, ¡ay!, también oyeron la respuesta de Peter.
-Si han ganado los pieles rojas -dijo-, tocarán el tamtam: ésa es siempre su señal de victoria.
Ahora bien, Smee había encontrado el tam-tam y en ese momento estaba sentado en él.
-Jamás volveréis a°oír el tam-tam -masculló, aunque en tono inaudible, claro, ya que se había exigido es-
tricto silencio. Con asombro por su parte Garfio le hizo señas para que tocara el tam-tam y poco a poco
Smee fue comprendiendo la horrenda maldad de la orden. El muy simple probablemente jamás había admi-
rado tanto a Garfio.
Dos veces golpeó Smee el instrumento y luego se detuvo a escuchar regocijado.
-¡El tam-tam! -oyeron gritar a Peter los bellacos-. ¡Una victoria india!
Los desafortunados niños respondieron con un grito de júbilo que sonó como música en los negros cora-
zones de arriba y casi al instante volvieron a despedirse de Peter. Esto desconcertó a los piratas, pero todos
sus otros sentimientos estaban dominados por un regocijo malvado ante la idea de que el enemigo estaba a
punto de subir por los árboles. Se sonrieron satisfechos los unos a los otros y se frotaron las manos. Rápido
y en silencio Garfio dio sus órdenes: un hombre en cada árbol y los demás dispuestos en una fila a dos yar-
das de distancia.
Cuanto antes nos libremos de este espanto, mejor. El primero en salir de su árbol fue Rizos. Surgió de él
y cayó en brazos de Cecco, que se lo lanzó a Smee, que se lo lanzó a Starkey, que se lo lanzó a Bill Jukes,
que se lo lanzó a Noodler y así fue pasando de uno a otro hasta caer a los pies del pirata negro. Todos los
Una luz verde que pasaba como de soslayo por encima del Riachuelo de Kidd, cercano a la desemboca-
dura del río de los piratas, señalaba el lugar donde estaba el bergantín, el Jolly Roger, en aguas bajas: un
navío de mástiles inclinados, de casco sucio, cada bao aborrecible, como un suelo cubierto de plumas des-
trozadas. Era el caníbal de los mares y apenas le hacía falta ese ojo vigilante, pues flotaba inmune en el te-
rror de su nombre.
Estaba arropado en el manto de la noche, a través del cual ningún ruido procedente de él podría haber
llegado a la orilla. Apenas se oía nada y lo que se oía no era agradable, salvo el zumbido de la máquina de
coser del barco ante la cual estaba sentado Smee, siempre trabajador y servicial, la esencia de lo trivial, el
patético Smee. No sé por qué resultaba tan inmensamente patético, a menos que fuera porque era tan pa-
téticamente inconsciente de ello, pero incluso los hombres más aguerridos tenían que apartar la mirada de
él apresuradamente y en más de una ocasión, en las noches de verano, había removido el manantial de las
lágrimas de Garfio, haciéndolas correr. De esto, como de casi todo lo demás, Smee era totalmente incons-
ciente.
Unos cuantos piratas estaban apoyados en las bordas aspirando el malsano aire nocturno, otros estaban
echados junto a unos barriles jugando a los dados y las cartas y los cuatro hombres agotados que habían
transportado la casita yacían sobre la cubierta, donde incluso dormidos rodaban hábilmente de un lado a
otro para apartarse de Garfio, no fuera a ser que les atizara maquinalmente un zarpazo al pasar.
Garfio pasaba ensimismado por la cubierta. Qué hombre tan insondable. Era la hora de su triunfo. Peter
había sido apartado para siempre de su camino y todos los demás chicos estaban a bordo del bergantín a
punto de ser pasados por la plancha. Era su hazaña más siniestra desde los tiempos en que venció a Barba-
coa y sabiendo como sabemos lo vanidoso que es el hombre, ¿nos habríamos sorprendido si hubiera cami-
nado por la cubierta con paso vacilante, henchido de la gloria de su éxito?
Pero en su paso no había júbilo, lo cual reflejaba el derrotero de su mente sombría. Garfio se sentía pro-
fundamente abatido.
Con frecuencia se sentía así cuando conversaba consigo mismo a bordo del barco en la quietud de la no-
che. Era porque estaba horriblemente solo. Este hombre inescrutable jamás se sentía tan solo como cuando
estaba rodeado de sus perros. ¡Eran tan inferiores socialmente a él!
Garfio no era su auténtico nombre. Incluso en estos días revelar quién era en realidad provocaría un
enorme escándalo en el país, pero como aquellos que leen entre líneas habrán adivinado ya, había asistido a
un famoso colegio privado y las tradiciones de éste seguían cubriéndolo como ropajes, con los cuales efec-
tivamente están muy relacionadas. Por ello aún le resultaba ofensivo subir a un barco con la misma ropa
con que lo había capturado y todavía conservaba en su caminar el distinguido aire desgarbado de su cole-
gio. Pero sobre todo conservaba el amor a la buena educación.
¡La buena educación! Por muy bajo que hubiera caído, todavía sabía que esto es lo que realmente cuenta.
Desde su interior oía un chirrido como de portalones oxidados y a través de ellos se oía un severo golpe-
teo, como martillazos en la noche que impiden dormir. Su eterna pregunta era: «¿Te has comportado hoy
con buena educación?»
-La fama, la fama, brillante oropel, es mía -exclamaba él.
-¿Es realmente de buena educación sobresalir en algo? -replicaba el golpeteo de su colegio.
-Yo soy el único hombre a quien Barbacoa temía -insistía él-, y el propio Flint temía a Barbacoa.
-Barbacoa, Flint... ¿A qué casa pertenecen? 1-era la cortante respuesta.
La idea más inquietante de todas era si no sería de mala educación pensar sobre la buena educación.
Se le revolvían las entrañas con este problema. Era una garra que llevaba dentro más afilada que la de
hierro y mientras lo desgarraba, el sudor resbalaba por su rostro cetrino y le manchaba el jubón. A menudo
se pasaba la manga por la cara, pero no había forma de detener el goteo.
Ah, no envidiéis a Garfio.
Le sobrevino un presentimiento sobre su pronto final. Era como si el terrible juramento de Peter hubiera
abordado el barco. Garfio sintió el lúgubre deseo de pronunciar su último discurso, no fuera a ser que
pronto ya no hubiera tiempo para ello.
-Habría sido mejor para Garfio -exclamó- haber tenido menos ambición.
Sólo en sus momentos más negros se refería a sí mismo en tercera persona.
-Los niños no me quieren.
Es curioso que pensara en esto, que antes jamás lo había preocupado: quizás la máquina de coser le diera
la idea. Estuvo largo rato mascullando para sus adentros, contemplando a Smee, que cosía plácidamente,
convencido de que todos los niños tenían miedo de él.
¡Que tenían miedo de él! ¡Miedo de Smee! No había un solo niño a bordo del bergantín esa noche que no
le tuviera cariño ya. Les había dicho cosas espantosas y los había golpeado con la palma de la mano, por-
que no podía golpearlos con el puño, pero ellos simplemente se habían encariñado aún más con él. Michael
se había probado sus gafas.
¡Decirle al pobre Smee que lo encontraban simpático! Garfio ardía en deseos de decírselo, pero le parecía
demasiado brutal. En cambio, dio vueltas en la cabeza a este misterio: ¿por qué encuentran simpático a
Smee? Rastreó el problema como el sabueso que era. Si Smee era simpático, ¿qué era lo que le hacía ser
así? De pronto surgió una horrible respuesta: «¿Buena educación?».
¿Es que el contramaestre era bien educado sin saberlo, lo cual constituye la mejor educación?
Recordó que uno tiene que recordar que no sabe que se es así antes de poder optar a ser elegido como
miembro del Pop 1.
1. Pop: club social (fundado en 1811) en Eton, famoso y elitista colegio privado de Inglaterra, del que se
deduce que fue alumno el capitán Garfio.
Con un grito de rabia alzó su mano de hierro sobre la cabeza de Smee, pero no descargó el golpe. Lo que
le retuvo fue esta reflexión: «¿Qué sería matar a un hombre porque es bien educado? ¡Mala educación!».
El infeliz Garfio se sentía tan impotente como sudoroso y cayó de bruces como una flor tronchada.
Al pensar sus perros que iba a estar fuera de circulación por un rato, la disciplina se relajó al instante y se
pusieron a bailar como locos, cosa que lo reanimó al momento, sin un solo rastro de humana debilidad, co-
mo si le hubieran echado un cubo de agua encima.
-Silencio, patanes -gritó-, u os paso por debajo de la quilla.
El jaleo se apagó de inmediato.
-¿Están todos los niños encadenados para que no puedan huir volando?
-Sí, señor.
-Pues subidlos a cubierta.
Sacaron a rastras de la bodega a los desdichados prisioneros, a todos menos a Wendy, y los colocaron en
fila delante de él. Por un rato pareció no advertir su presencia. Se acomodó sin prisas, tarareando, sin desa-
finar, por cierto, pasajes de una canción grosera y jugueteando con una baraja. De cuando en cuando la bra-
sa de su cigarro daba un toque de color a su cara.
-Bueno, muchachotes -dijo enérgicamente-, esta noche seis de vosotros seréis pasados por la plancha, pe-
ro tengo sitio para dos grumetes. ¿Quién de vosotros quiere serlo?
-No lo irritéis sin necesidad -les había recomendado Wendy en la bodega, de forma que Lelo dio un paso
adelante cortésmente. Lelo aborrecía la idea de servir a las órdenes de semejante hombre, pero un instinto
le dijo que sería prudente atribuir la responsabilidad a una persona ausente y, aunque era algo tonto, sabía
que sólo las madres están siempre dispuestas a hacer de parachoques. Todos los niños saben que las madres
son así y las desprecian por eso, pero se aprovechan de ello constantemente.
Así que Lelo explicó con prudencia:
-Verá usted, señor, es que no creo que a mi madre le gustara que yo fuera pirata. ¿Le gustaría a tu madre
que fueras pirata, Presuntuoso?
Le guiñó un ojo a Presuntuoso, quien dijo apesadumbrado:
-No creo -como si deseara que las cosas no fueran así-. Gemelo, ¿a tu madre le gustaría que fueras pirata?
A todos nos ocurren cosas extrañas a lo largo de nuestra vida sin que durante cierto tiempo nos demos
cuenta de que han ocurrido. Así, por ejemplo, de pronto descubrimos que hemos estado sordos de un oído
desde hace ni se sabe cuánto, pero digamos que media hora. Pues bien, una experiencia de este tipo había
tenido Peter aquella noche. Cuando lo vimos por última vez estaba cruzando la isla sigilosamente con un
dedo en los labios y el puñal preparado. Había visto pasar al cocodrilo sin notar nada especial en él, pero
luego recordó que no había estado haciendo tic tac. Al principio esto le pareció extraño, pero no tardó en
llegar a la acertada conclusión de que al reloj se le había acabado la cuerda.
Sin pararse a pensar en lo que podría sentir un prójimo privado tan bruscamente de su compañero más
íntimo, Peter se puso a pensar al momento en cómo podría aprovecharse de la catástrofe y decidió hacer tic
tac, para que los animales salvajes creyeran que era el cocodrilo y lo dejaran pasar sin molestarlo. Hizo tic
tac magníficamente, pero con un resultado insospechado. El cocodrilo estaba entre los que oyeron el sonido
y se puso a seguirlo, aunque ya fuera con el propósito de recuperar lo que había perdido, ya fuera sim-
plemente como amigo creyendo que había vuelto a hacer tic tac por su cuenta, es algo que jamás sabremos
con certeza, pues, como todos los que son esclavos de una idea fija, era un animal estúpido.
Peter llegó a la playa sin problemas y siguió adelante sin pararse, metiendo las piernas en el agua como si
no se diera cuenta de que había entrado en un elemento nuevo. De esta forma pasan muchos animales de la
tierra al agua, pero ningún otro humano que yo conozca. Mientras nadaba sólo pensaba en una cosa: «Esta
vez o Garfio o yo.» Llevaba tanto tiempo haciendo tic tac que seguía haciéndolo sin percatarse de ello. Si lo
hubiera sabido se habría parado, ya que subir al bergantín con ayuda del tic tac, aunque era una idea inge-
niosa, no se le había ocurrido.
Por el contrario, creía que había trepado por su costado silencioso como un ratón y se sorprendió al ver a
los piratas apartándose de él, con Garfio en medio de ellos tan abatido como si hubiera oído al cocodrilo.
¡El cocodrilo! Tan pronto como Peter lo recordó oyó el tic tac. Al principio creyó que el ruido sí que pro-
cedía del cocodrilo y miró hacia atrás rápidamente. Luego cayó en la cuenta de que lo estaba haciendo él
mismo y al instante se hizo cargo de la situación. «Qué listo soy», pensó de inmediato y les hizo señas a los
chicos de que no prorrumpieran en aplausos.
En ese momento Ed Teynte, el furriel, salió del castillo de proa y avanzó por la cubierta. Ahora, lector,
cronometra con tu reloj lo que pasó. Peter le clavó el puñal bien hondo. John tapó la boca al malhadado pi-
rata para ahogar el gemido de agonía. Cayó hacia adelante. Cuatro chicos lo cogieron para evitar el golpe.
Peter dio la señal y la carroña fue lanzada por la borda. Se oyó un chapuzón y luego silencio. ¿Cuánto ha
durado?
-¡Uno!
(Presuntuoso había empezado a llevar la cuenta.)
Menos mal que Peter, todo él de puntillas, desapareció dentro del camarote, ya que más de un pirata esta-
ba armándose de valor para mirar atrás. Ya podían oír la respiración entrecortada de los demás, lo cual les
demostraba que el ruido más terrible había pasado.
-Se ha ido, capitán -dijo Smee, limpiándose las gafas-. Ya está todo en calma otra vez.
Para aterrorizar aún más a los prisioneros, aunque con cierta pérdida de dignidad, se puso a bailar por una
plancha imaginaria, haciéndoles muecas mientras cantaba y cuando terminó gritó:
-¿Queréis probar el gato de nueve colas antes de caminar por la plancha?
Ante esto cayeron de rodillas.
-No, no -exclamaron tan lastimeramente que todos los piratas sonrieron.
-Trae el gato, Jukes -dijo Garfio-, está en el camarote.
¡El camarote! ¡Peter estaba en el camarote! Los niños intercambiaron miradas.
-Sí, señor -dijo Jukes alegremente y entró en el camarote. Lo siguieron con la mirada; apenas se dieron
cuenta de que
Garfio había reanudado su canción y que sus perros se le habían unido:
Nunca sabremos cómo era el último verso, pues de pronto la canción se interrumpió por un horrendo
chillido procedente del camarote. Resonó por todo el barco y se apagó. Luego se oyeron unos graznidos
que los chicos entendieron muy bien, pero que para los piratas resultaban casi más espeluznantes que el
chillido.
-¿Qué ha sido eso? -gritó Garfio.
-Dos -dijo Presuntuoso con solemnidad.
El italiano Cecco vaciló un momento y luego se lanzó hacia el camarote. Salió tambaleándose, blanco
como una sábana.
-¿Qué le pasa a Bill Jukes, perro? -siseó Garfio, irguiéndose ante él.
-Lo que le pasa es que está muerto, apuñalado -replicó Cecco con voz sepulcral.
-¡Bill Jukes muerto! -exclamaron los atónitos piratas.
-El camarote está oscuro como la pez -dijo Cecco, casi farfullando-, pero hay algo horrible ahí dentro: lo
que oímos graznar.
El júbilo de los chicos, las miradas furtivas de los piratas, todo esto notó Garfio.
-Cecco -dijo con voz más acerada-, vuelve y tráeme a ese pajarraco.
Cecco, valiente entre los valientes, se encogió ante su capitán, exclamando:
-No, no.
Pero Garfio le estaba haciendo carantoñas a su garra.
-¿Has dicho que irías, Cecco? -dijo con aire distraído.
Cecco fue, después de levantar los brazos en un gesto de desesperación. Ya no había más cánticos, todos
escuchaban y de nuevo se oyó un chillido agónico y de nuevo un graznido. Nadie habló excepto Presuntuo-
so.
-Tres -dijo.
Garfio llamó a sus perros con un gesto.
-Por las barbas de Satanás -bramó-, ¿quién me va a traer a ese pajarraco?
-Espere a que salga Cecco -gruñó Starkey y los demás se unieron a él.
-Me ha parecido oír que te ofrecías, Starkey -dijo Garfio, ronroneando de nuevo.
-¡No, por todos los demonios! -gritó Starkey.
-Mi garfio cree que sí -dijo Garfio acercándose a él-. ¿No crees que sería conveniente darle gusto al gar-
fio, Starkey?
-Que me cuelguen si entro ahí -replicó Starkey empecinado, y la tripulación lo volvió a apoyar.
-¿Así que un motín? -preguntó Garfio en un tono más agradable que nunca-. Y Starkey es el cabecilla.
-Piedad, capitán -gimoteó Starkey, ahora todo tembloroso.
-Choca esos cinco, Starkey -dijo Garfio, alargando la garra.
Adiós, James Garfio, personaje no sin heroísmo. Pues hemos llegado a sus últimos momentos.
Al ver a Peter que avanzaba despacio sobre él por el aire con el puñal dispuesto, saltó a la borda para ti-
rarse al mar. No sabía que el cocodrilo lo estaba esperando, ya que paramos el reloj a propósito para evi-
tarle este conocimiento: una pequeña muestra de respeto por nuestra parte al final.
Tuvo un triunfo final, que no creo que debamos quitarle. Mientras estaba de pie sobre la borda volviendo
la vista hacia Peter, que flotaba por el aire, lo invitó con un gesto a que empleara el pie. Esto hizo que Peter
le diera una patada en lugar de apuñalarlo.
Por fin Garfio había conseguido el favor que anhelaba.
-Eso es mala educación -gritó burlándose y cayó satisfecho hacia el cocodrilo.
Así pereció James Garfio.
-Diecisiete -proclamó Presuntuoso, pero no había llevado bien la cuenta. Quince pagaron el precio de sus
crímenes aquella noche, pero dos alcanzaron la orilla: Starkey, que fue capturado por los pieles rojas, quie-
nes lo convirtieron en niñera de todos sus niños, una triste humillación para un pirata, y Smee, quien en
adelante se dedicó a vagabundear por el mundo con sus gafas, ganándose la vida precariamente contando
que él era el único hombre a quien James Garfio había temido.
Wendy, lógicamente, había estado a un lado sin participar en la lucha, aunque contemplaba a Peter con
ojos brillantes, pero ahora que todo había acabado volvió a cobrar importancia. Los alabó a todos por igual
y se estremeció encantada cuando Michael le mostró el lugar donde había matado a uno y luego los llevó al
camarote de Garfio y señaló su reloj, que estaba colgado de un clavo. ¡Marcaba «la una y media»!
Lo tarde que era resultaba casi lo mejor de todo. Os aseguro que los acostó en los camastros de los piratas
bien deprisa; a todos menos a Peter, que estuvo paseando pavoneándose por la cubierta, hasta que por fin se
quedó dormido junto a Tom el Largo. Esa noche tuvo una de sus pesadillas y lloró en sueños largo rato y
Wendy lo abrazó muy fuerte.
Por la mañana, al dar las dos campanadas1 ya estaban todos en marcha, pues había mar gruesa y Lelo, el
contramaestre, estaba entre ellos, con un cabo en la mano y mascando tabaco. Todos se pusieron ropas pi-
ratas cortadas por la rodilla, se afeitaron muy bien y subieron a cubierta, caminando con el auténtico vaivén
de los marineros y sujetándose los pantalones.
1. Alusión a los toques de campana en un barco para indicar cada media hora en el curso de las guar-
dias, a contar desde medianoche.
No hace falta decir quién era el capitán. Avispado y John eran el primer y segundo oficiales. Había una
mujer a bordo. Los demás servían como marineros y vivían en el castillo de proa. Peter ya se había atado al
timón, pero llamó a todos a cubierta y les dirigió un breve discurso, en el que dijo que esperaba que todos
cumplieran con sus obligaciones como unos valientes, pero que sabía que eran la escoria de Río y de la
Costa de Oro y que si se insubordinaban los haría trizas. Sus bravuconas palabras eran el lenguaje que me-
jor entienden los marineros y lo aclamaron con entusiasmo. Luego se despacharon unas cuantas órdenes e
hicieron virar el barco, poniendo rumbo al mundo real.
El capitán Pan calculó, después de consultar la carta de navegación, que si el tiempo continuaba así debe-
rían arribar a las Azores hacia el 21 de junio, tras lo cual ganarían tiempo volando.
Algunos querían que fuera un barco honrado y otros estaban a favor de que siguiera siendo pirata, pero el
capitán los trataba como a perros y no se atrevían a exponerle sus deseos ni siquiera con una propuesta co-
lectiva. La obediencia instantánea era lo único sensato. Presuntuoso se llevó una docena de latigazos por
parecer desconcertado cuando se le dijo que echara la sonda. La impresión general era que Peter era honra-
do sólo por el momento para acallar las sospechas de Wendy, pero que podría producirse un cambio cuando
estuviera listo el traje nuevo, que, en contra de su voluntad, le estaba haciendo con algunas de las ropas más
canallescas de Garfio. Se susurraba después entre ellos que la primera noche que se puso este traje estuvo
largo tiempo sentado en el camarote con la boquilla de Garfio en la boca y todos los dedos apretados en un
puño, menos el índice, que tenía curvado y levantado amenazadoramente como un garfio.
Sin embargo, en lugar de observar lo que pasa en el barco, ahora debemos regresar a aquella casa desola-
da de donde tres de nuestros personajes habían huido sin el menor miramiento hace ya tanto. Nos da pena
no haber hecho caso al número 14 durante todo este tiempo y sin embargo podemos estar seguros de que la
señora Darling no nos lo echa en cara. Si hubiéramos regresado antes para mirarla con apenada compasión,
probablemente habría exclamado:
-No seáis tontos, ¿qué importancia tengo yo? Volved a cuidar de los niños.
Espero que queráis saber qué había sido de los demás chicos. Estaban esperando abajo para que Wendy
tuviera tiempo de explicar lo que ocurría con ellos, y después de contar hasta quinientos subieron. Subieron
por la escalera, porque pensaron que causaría mejor impresión. Se pusieron en fila ante la señora Darling,
con los gorros en la mano y deseando no estar vestidos de piratas. No dijeron nada, pero sus ojos le supli-
caban que se los quedase. Deberían haber mirado también al señor Darling, pero se olvidaron de él.