20.asesinatos Misteriosos Crimenes
20.asesinatos Misteriosos Crimenes
20.asesinatos Misteriosos Crimenes
Indice
Introducción 5
Asesinato del Conde de Villamediana 6
General Prim 11
Jack el Destripador 17
Belle Gunnes 30
Fritz Haarmann 33
Albert Fish 35
Albert de Salvo 37
Charles Manson 43
Carrero Blanco 47
David Berkowitz 54
Edmund Kemper 57
EL crimen de los Urquijo 60
Jhon Wayne Gacy 68
Jeffrey Dahmer 76
Ted Bundy 79
Henry Lee Lucas y Otis Toole 81
Anatoli Onoprienco 84
¿Quién eliminó a Lady Di? 87
Psicópatas a su pesar 94
Introducción
Pocas cosas han cautivado tanto la imaginación (mejor sería decir el morbo) de
los lectores como los asesinatos misteriosos. Aquellos en que se ignora el móvil,
el autor, o ambas cosas.
Sin embargo en este libro hemos incluido también asesinatos realizados por
psicópatas ya que, a nuestro entender, tienen un enigma mucho mayor: ¿Qué
lleva al ser humano al asesinato de sus semejantes sin motivo alguno?
El ejemplo está en uno de los personajes que participaron en los sucesos que
rodearon al primer caso que presentamos. El todo poderoso ministro del rey
Carlos IV, el Conde-Duque de Olivares, coleccionaba instrumentos de
ajusticiamiento con los que se hubiera dado muerte a algún reo.
La Corte no era una buena escuela de moralidad. Dice Cotarelo que “el reinado
del católico Rey D. Felipe era una síntesis de vicio e hipocresía”. El Rey era
muy aficionado al juego, a los naipes y el Duque de Lerma era un tahúr. Se
gastaban sumas inmensas en toda clase de cosas superfluas, cuando la economía
del país y el Erario público estaban exhaustos y el Rey no tenía con qué pagar a
los criados.
Sin embargo regresa pronto a Madrid donde su espíritu inquieto le hace partir
para Valencia acompañando al Marqués de Santa Cruz y de allí a Italia donde se
instala cerca del Virrey recién nombrado, D. Pedro Fernández de Castro, Conde
de Lemos y pronto forma parte de la “Academia de los Ociosos” en la que se
reunían poetas y escritores en torno al Mecenas que era Lemos. Entre los que
asistieron a esta Academia estuvo D. Francisco de Quevedo. Cervantes quiso ir a
Italia, pero no fue invitado. A pesar de ello escribiría aquellos famosos versos
del “Viaje al Parnaso” que comienzan: “Tú, el de Villamediana, el más famoso /
de cuantos entre griegos y latinos/ alcanzara el lauro venturoso”.
Para salvarse de lo que veía venir, el Duque de Lerma pidió al Papa Pablo V el
capelo cardenalicio que le fue concedido.
No obstante la privanza y el capelo, el Rey mandó a Lerma a Valladolid,
desterrado (4 octubre 1618). Villamediana escribió en aquella ocasión:
“El mayor ladrón del mundo,
por no morir ahorcado,
se vistió de colorado”...
No dejó títere con cabeza y fue tal la cantidad y la calidad de aquellos a quienes
iban dirigidos sus insultos, escritos infamantes, diatribas y sátiras que concitó
muchos odios. A tal punto llegó la inquina contra él que el Rey por segunda vez
le desterró de Madrid con la prohibición de acercarse a menos de 20 leguas, así
como tampoco a las principales ciudades del Reino.
Villamediana era experto alanceador de toros así como corriendo cañas. En una
de aquellas fiestas, ya reinando el joven Felipe el cuarto, se presentó con un
magnífico terno sobre el que habían sido colocadas en su pecho una serie de
monedas recién puestas en circulación, reales de plata, y sobre ellas un lema
bordado en oro que decía: “Son mis amores reales”.
La imprudencia de Don Juan fue enseguida observada por toda la Corte y en
especial por el Conde-Duque de Olivares que se lo hizo ver al Rey.
Quevedo no tenía precisamente mucho afecto a Villamediana, por haber escrito
el Conde unos versos satíricos contra el Duque de Osuna que era su protector y
quizá compañero de conspiración. Sin embargo el ilustre escritor refiere que:
“Habiendo el confesor del Rey y el Conde-Duque, D. Beltrán de Zúñiga como
intérprete del Ángel de la Guarda del Conde de Villamediana, D. Juan de Tassis,
advertídole que mirara por sí que tenía peligro su vida”, el Conde no le hizo
mucho caso. Sigue contando Quevedo: ¨El Conde, gozoso de haber logrado una
malicia en el religioso, se divirtió, de suerte que habiéndose paseado todo el día
en su coche con D. Luis de Haro, hermano del Marqués del Carpio gran amigo
suyo), a la mano izquierda en la testera, descubierto al estribo del coche, en la
calle Mayor donde vivía, salió un hombre del Portal de los Pellejeros, mandó
parar el coche so pretexto de dar un recado urgente al Conde y reconocido, le dió
tal herida que le partió el corazón. El Conde, animosamente, asistiendo a la
venganza más que a la piedad, exclamó “Esto es hecho” y empezando a sacar la
espada y quitando el estribo, se arrojó a la calle donde expiró luego, entre la
fiereza de este ademán y las pocas palabras referidas. Corrió al arroyo toda su
sangre y luego arrebatadamente, fue llevado al portal de su casa, donde
concurrió toda la Corte a ver la herida, que cuando a pocos dió compasión, a
muchos fue espantosa; la conjetura atribuía a instrumento, no a brazo”.
Otra versión es la de D. Gonzalo de Céspedes y Meneses, Historiador del
Reinado de Felipe IV, que publicó en 1631 una obra en la que narraba cómo fue
la muerte de Villamediana:
“Sucedió en el mes de agosto... mas mucho antes prevenido... D. Juan de Tassis,
Conde de Villamediana... El 21 de agosto entró en Palacio rodeado de criados...
estuvo allí corto tiempo, saliendo con D. Luis de Haro, hijo heredero del De
Carpio y menino de la Reina, al cual con ruegos y porfías metió en su coche y le
pidió que viniese a pasear...por fatal destino suyo parece que le quiso traer para
testigo de su muerte. Iba Don Juan bien descuidado y hablando con su
compañero de cosas de gusto y diversión... yendo el Conde al otro estribo
recostado, le embistió un hombre y le tiró un solo golpe, mas tan grande que
arrebatándole la manga y carne del brazo hasta los huesos, penetró el pecho y
corazón y fue a salir a las espaldas juzgaron muchos haber sido hecha con arma
artificiosa, para desplazar cualquier defensa”.
Lo que sí creo poder aclarar es algo (que no dejará, como veremos, de confirmar
lo anterior) pasado por alto. pero que ya intrigó a sus contemporáneos. El
instrumento del asesinato.
Hace algún tiempo, viendo una colección privada italiana de armas blancas, me
llamó la atención algo semejante a una daga con una extraña e inusual hoja que
no era tal, sino un cono afiladísimo en su punta. Hasta su propietario ignoraba el
objeto de la extraña arma, poco útil para combate o defensa y de escaso valor
como adorno, solamente me informó que el coleccionista anterior, ya fallecido,
la había datado como procedente del siglo XVII. Al documentarme para mi
novela: “A capa y espada”, me he dado cuenta de que la descripción
contemporánea de la herida que causó la muerte de Villamediana coincide con la
que haría esa arma manejada por alguien fuerte y de mano firme... un asesino
profesional. Ya que un objeto así no podría tener otro uso que el llano y simple
de asesinar, por los destrozos que su forma causaba en alguien indefenso o
desprevenido, ya que esa misma forma la hacía inadecuada para un combate. Lo
lógico es, por tanto, que fuera un asesino profesional italiano (uno de los
llamados “bravi” o “bravo”) cuyo desplazamiento indica un plan realizado con
tiempo y calma, no una venganza por celos u ofensas.
Sin embargo, aquella noche, por primera vez, no las tenía todas consigo. Uno de
sus más preciados consejeros, Bernardo García, que era director del periódico
“La Discusión”, le había advertido de que existía una conjura contra él; cuestión
en la que alarmantemente coincidía con otro de sus amigos, Ricardo Muñiz, que
se había referido al mismo tema durante la cena.
Prim había destacado como militar progresista y había sido una de las figuras
principales de la Revolución de 1868, también conocida como “la Gloriosa”; el
levantamiento revolucionario español que supuso el destronamiento de la reina
Isabel II, así como el consiguiente inicio del periodo denominado Sexenio
Democrático.
En aquel preciso momento se levantó un tal Montesinos que formaba parte del
grupo republicano de las Cortes que dirigía Paul y Angulo y que estaba con éste
calentándose, saliendo, acto seguido sin decir palabra hacia la calle del Sordo
(hoy calle de Zorrilla).
Tratando de escapar del asalto, el conductor había lanzado los caballos contra el
obstáculo, derribando a uno de los coches de alquiler que habían traído los
asesinos. Atravesó la barrera, dirigiéndose hasta la calle de Barquillo por donde
tenía la entrada el Palacio de Buenavista. Mientras tanto, los asaltantes habían
huido hacia el Paseo del Prado, donde tenían caballos preparados para la huida.
Prim, desangrándose tuvo aún entereza para subir las escaleras que conducían a
su vivienda, agarrándose con la mano herida al pasamanos y dejando un reguero
de sangre a su paso. Su esposa, que había percibido las detonaciones en el
silencio de la noche, llena de ansiedad, salió a su paso. Moya y González Nandín
que habían salido levemente heridos, le acompañaban.
Las heridas no eran realmente tan graves. Hoy en día Prim se habría recuperado,
pero dos días después comenzó una infección con temperatura elevada y delirio.
El General había dicho a sus ayudantes: “¡Aquella voz que ordenó disparar,
aquella voz era sin duda la de Paúl y Angulo!”.
Los dos médicos que le atendían llamaron en consulta al eminente Dr. Federico
Rubio, que vino acompañado por el diputado D. Ricardo Muñiz, gran amigo de
Prim. El Regente y los Ministros habían acudido en cuanto se enteraron del
atentado y pasaron la noche velando al herido.
Antes de morir, el Presidente había dicho a su amigo Montero Ríos con voz
débil: “Me cuesta la vida pero queda el Monarca”.
Los protagonistas de la conjura
Todas las sospechas recayeron sobre el diputado y periodista José Paúl y Angulo,
primero porque era patente para todo el mundo que odiaba a Prim, y luego
porque el propio General había declarado reconocer su voz en la ordenaba a los
sicarios disparar. Además, como preparando su huída, había pedido previamente
su retiro en el periódico “El Combate”. La premeditacion era evidente. Y en
efecto, después del crimen, huyó a Francia y más tarde se instaló en Perú, para
regresar de nuevo a Francia donde el 2 de abril de 1892 murió en circunstancias
misteriosas.
Se han dicho muchas cosas, pero algunas de ellas son pura leyenda, como lo
referente a que los asesinos habían utilizado un “telégrafo fosfórico”: “Un
hombre encapado que estaría en el acceso frente a la salida del Congreso
encendería un fósforo al ver partir el coche del General. Por la calle del Sordo al
ver esta señal, otro encendería otro fósforo y en la embocadura de la calle del
Turco, otro encapado encendería otra cerilla”. Esa serían al parecer las señales
por medio de las cuales se avisaban a los grupos preparados para atacar a Prim;
pero estudiando detenidamente la situación no eran necesarias tantas
precauciones.
Cuando Montesinos sale precipitadamente del Congreso antes que Prim lo
hiciera, tuvo tiempo sobrado de avisar a los asesinos y quedarse con el grupo que
atacó al General y dirigir los tiros. De todo lo que dice el Sumario se deduce que
era un complot en el que intervinieron muchos grupos que deseaban la muerte de
Prim y hacía tiempo que lo preparaban. Ninguno de los ayudantes del General
vio ninguna de aquellas famosas cerillas. Pero hubo un detalle que olvidan los
historiadores. Además de los dos coches que obstaculizaron el paso del coche de
Prim obligándole a pararse, lo que facilitó el ataque, hubo un tercer coche que se
colocó en la propia calle de Alcalá con cochero y lacayo y otro grupo que le
esperaba casi a la puerta del Ministerio, por si fallaban los primeros. Había
mucha, demasiada gente, para que fuese cosa de un solo grupo enemigo. Según
se comentó, había corrido dinero en abundancia para pagar a aquellos sicarios
que habían sido contratados desde lugares diversos y estaban dispuestos a que no
fallase el atentado.
Como ya dijimos, Prim no había hecho mucho caso de las advertencias que le
indicaban que cambiase su itinerario. Tenía una escolta de hombres decididos y
bien preparados para su defensa. Les indicaba por medio de una señal el
itinerario que iba a seguir. La señal consistía en que si llevaba el bastón en la
mano derecha, seguiría ese camino a la derecha y si lo llevaba en la izquierda era
que iba a tirar por la izquierda. La verdad es que no tenía mucho donde elegir
desde el Congreso a su casa. No había muchos itinerarios. Y se podían haber
colocado en los dos posibles itinerarios esperando su paso. Preocupado o
distraído llevó el bastón en la derecha y dejó al cochero que tirase por donde
quisiera y la ronda de guardaespaldas dejó sin protección la calle del Turco. Esto
lo debían de saber sus enemigos y de todas formas debió haber otros grupos que
si hubiera marchado por otra ruta estarían preparados para actuar de la misma
forma.
Lo cierto es que tanto José Paúl y Angulo como Montesinos aparecen en primer
plano aquella noche y se sabe también que intervinieron Paco Huertas, Ramón
Armella y Adrián Ubillos. Todos estos sujetos desaparecieron consiguiendo
ayuda para escapar a América; pero, misteriosamente, casi todos murieron en
extrañas circunstancias.
Tal vez la mecha estuviese en una frase pronunciada por Prim al representante de
la República francesa, Emile Keratry, cuando le propuso a Prim ayuda militar y
económica, asegurándole la posesión de Cuba y que él sería el Presidente: “No
habrá república en España mientras yo viva” contestó el General a sus
proposiciones y el francés, entonces, pronunció aquella frase tan sibilina: “Acaso
tenga V.E. que lamentar esta actitud”.
Del Sumario se deduce que los más beneficiados de su muerte eran los partidos
más cercanos al poder: el partido Republicano, el partido del Duque de
Montpensier y el partido del General Serrano. El partido Republicano había
sacado después del monárquico el mayor número de votos. Y en efecto, tras la
muerte de Prim, el partido republicano subió al poder. Montpensier estaba
movido por ambiciones personales. En cuanto a Serrano, Duque de la Torre, tras
la muerte de Prim fue Presidente del Consejo y con la Restauración, Jefe del
poder Ejecutivo, que era lo mismo que Jefe de Estado. Todos ellos salieron
ganando con la muerte de Prim.
Cuando Amadeo de Saboya llegó a España, visitó a la esposa de Prim para darle
el pésame y le dijo: “Buscaré a los asesinos del General”. La respuesta de la
dama fue: “Pues no tendrá V.M. más que buscar a su alrededor”.
Paul y Angulo, junto con Montesinos y el resto de sus secuaces, fueron los
autores materiales, pero detrás de ellos hubo alguien, el Coronel Solís ayudante
del Duque de Montpensier, y mucho dinero por medio, para pagar a los asesinos,
facilitar su fuga a América, mantenerlos allí callados por muchos años y eliminar
a algunos de forma misteriosa, incluyendo a testigos de cargo.
Otras pistas nos llevan a José María Pastor, Jefe de la escolta del General
Serrano, Duque de la Torre. Contrató a dos riojanos, dos vascos, algunos de
Ceuta y otros más con la decisión de asesinar a Prim. Un cabo de nombre José
Ciprés Janini a quien le fue propuesta esta infamia, no estuvo conforme con ella
y avisó personalmente a Prim de lo que se tramaba contra él. Prim según su
costumbre no le puso mucha atención.
Apenas el corto espacio que media entre el mes de agosto y el de noviembre del
año 1888 necesitó Jack el Destripador para dejarnos su recuerdo imborrable y
convertirse en el mayor símbolo de la frustración policial. Jack es el asesino
nunca capturado, el malhechor que no duda en burlarse de sus perseguidores
enviando notas al propio jefe de la policía londinense para decirle dónde y
cuándo va a atacar, y pese a todo hasta la fecha nadie ha sido capaz identificarle
de forma precisa entre la poblada penumbra de sospechosos. Su sombra, en
cambio, se alarga hasta el siglo XXI y todavía perdura en el misterio.
Las víctimas
En el año 1888, Whitechapel era uno de los distritos más infames de todo
Londres. En las calles, hombres, mujeres y niños llevaban una vida miserable en
la que la delincuencia era a veces el único método para conseguir unos cuantos
tragos de alcohol barato y un infecto jergón donde caer sin sentido, olvidando el
injusto mundo que les había tocado vivir. Los callejones oscuros desembocaban
en bares mugrientos y burdeles miserables en los que algunas mujeres se
ganaban la vida prostituyendo sus cuerpos por unos pocos peniques. Fue
precisamente aquí, en el East End londinense, donde tuvo lugar el breve reinado
de terror del temido descuartizador que firmaba sus crímenes como “Jack el
Destripador”.
Su bautizo de fuego, por así decirlo, aquel que le atribuyen con seguridad todas
las crónicas, tuvo lugar el 31 de agosto de 1888; aunque algunos investigadores
no dudan en atribuirle por lo menos dos asesinatos anteriores, que si bien no
tenían las mismas características podrían haberse tratado de los primeros ensayos
del asesino.
Aquella madrugada del viernes, las calles estaban todavía a oscuras cuando el
estibador George Gross se dirigía al mercado de Spitalfields a comenzar su dura
jornada. Al enfilar la calle Buck´s Row tropezó con el cuerpo de una mujer
tendido en el suelo. Pensó que estaba borracha, cosa nada extraordinaria en aquel
vecindario. Dio la vuelta al cuerpo para tratar de ayudarla, y fue entonces cuando
observó que unas terribles heridas la habían casi decapitado. Horrorizado por la
visión, el estibador Gross, salió corriendo dando voces llamando al policía que
hacía su ronda por el barrio. El policía se hace acompañar de un médico de la
zona quien distingue, bajo la luz de una linterna, que a la pobre mujer la muerte
le había sido provocada por dos incisiones profundas con arma blanca que le
habían seccionado la tráquea y el esófago. La temperatura todavía tibia del
cuerpo indicaba que el momento del crimen no podía exceder de más de media
hora antes de haberse encontrado el cuerpo. Tras un examen más detallado en la
sala de autopsias, descubrirían además que había sido brutalmente golpeada en la
mandíbula inferior izquierda y que su abdomen había sido mutilado. Por lo
demás, el asesino no había dejado otras pistas tras de sí, ni testigos, ni el arma
homicida. Ninguno de los vecinos oyó nada.
Varias semanas antes del crimen de Anne Mary Nichols, el lunes 6 de agosto,
una prostituta de 39 años, Marta Tabram, había sido hallada muerta con 39
puñaladas; y algunos meses antes, Emma Smith, una prostituta 45 años, había
sido agredida salvajemente en la cabeza y le habían introducido un objeto en la
vagina. Aunque ninguno de los dos crímenes coincidían con el modus operandi
más sofisticado y ritualista del asesino de Buck´s Row, todos los habitantes del
distrito londinense no tardaron en atribuírselos, generándose un ambiente de
pánico que no estaba muy lejos de ser justificado.
Pero el asesino sólo acababa de empezar a jugar su maléfico juego. Annie
Chapman era una mujer sin hogar propio que vivía en pensiones comunes,
cuando disponía de dinero para el alojamiento de una noche, y cuando no era así,
se dedicaba a vagar por las calles en busca de clientes que le proporcionasen
alguna moneda para bebida, refugio y alimento. No siempre había sido así, unos
años antes estaba casada y con tres niños, pero todos habían fallecido, unos por
enfermedad y otros por accidente. Aquello debió ser excesivo para su corazón de
madre y no tardaría en entrar en un estado de depresión permanente que la
llevaría a la bebida para sobrellevar su soledad. Pero había alguien que había
decidido dar otra vuelta de tuerca a su desgraciada vida, otorgándole un final si
cabe más miserable todavía.
Una señora de nombre Elizabeth Long que se dirigía al mercado esa mañana,
pudo aportar un testimonio valioso: a las cinco y media de la madrugada había
visto a un hombre conversando con una prostituta que identificó como Annie
Chapman. Lamentablemente el hombre estaba de espaldas y no pudo ver su
rostro, pero sí pudo distinguir que la silueta correspondía a un hombre de unos
40 años, elegante, que portaba un sombrero y abrigo oscuros. La hora de la
muerte se estimó entonces entre las cinco y media y las seis de la mañana, hora
en la que fue descubierto el cadáver, lo que significaba que el asesino actuaba
rápidamente y con gran precisión.
Todo parecía indicar que Annie Chapman había sido asesinada en ese mismo
sitio. No había señales de defensa por parte de la víctima, y lo curioso es que
cerca de su cadáver se encontraron un pequeño pañuelo, un peine y un cepillo de
dientes, que parecían haber sido colocados en un orden concreto por el asesino
con un propósito que podía estar cargado de significado para su mente
desquiciada.
El mensaje, escrito con sangre, venía a decir que continuaría matando rameras.
Aseguraba que a la próxima le cortaría las orejas, y se mofaba de los titulares
que aparecían en la prensa anunciando su pronta detención. Asimismo, se
burlaba de la pista definitiva que la policía aseguraba tener y que, a bombo y
platillo, ocupaba las primeras páginas de los diarios.
Para terminar la misiva, Jack “the Ripper” elogiaba su último trabajo e
informaba de las siguientes brutalidades que iba a causar a su siguiente víctima,
a la que ya tenía fichada.
Esta vez, varios testigos declararon haberla visto momentos antes de su muerte
acompañada por un hombre de unos treinta años con pelo y bigote negros,
vestido con un abrigo negro y un sombrero alto, que portaba un bulto, como un
maletín.
En la pared, junto al cadáver, habían escrito una frase con tiza blanca que decía:
“No hay porque culpar a los judíos”, supuestamente obra del asesino. Antes de
que la inscripción pudiese ser fotografiada, el Comisario de la Policía
londinense, Charles Warren, ordenó que fuese borrada; según él porque se
trataba de una falsa pista del criminal tratando de culpabilizar a la comunidad
judía, y si algún londinense lo leía, podía provocar una revuelta contra ellos.
La víctima era Kate Eddowes, quien como las demás, tenía por oficio el de la
prostitución y como afición, la bebida. Sus padres habían muerto cuando ella era
joven y a los 16 años se fue a vivir con un hombre, con quién tendría tres hijos.
Los malos tratos por parte de éste obligaron a que se fuera de casa, y su adicción
al alcohol la obligó a alquilar su cuerpo en las calles.
Sin duda era el crimen más violento de Jack el Destripador. El cadáver estaba
tumbado sobre la cama con múltiples heridas de arma blanca, completamente
mutilado y con la arteria carótida seccionada. La ferocidad empleada con la
víctima asombró a los cirujanos veteranos de la policía. El médico forense
necesitó varias páginas para redactar el informe de las lesiones y órganos
extraídos.
Como era de esperar ante un caso de tal trascendencia, en el que Scotland Yard
mantenía silencio absoluto, se fundaron todo tipo de suposiciones: desde que
Jack el Destripador era una mujer obsesionada por las prostitutas porque una de
ellas había contagiado una enfermedad a su hijo, un puritano furioso por el vicio
de la capital, un agente secreto ruso que quería dejar en ridículo a la policía
inglesa y así, hasta una larga lista de sospechosos con las motivaciones más
variopintas.
Uno de los nombres que más se mencionó fue el de Montague John Druitt, un
abogado de 40 años hijo de un cirujano de muy buena familia, que desapareció
justo tras el crimen de Mary Kelly y cuyo cuerpo fue hallado un mes después
flotando sin vida en el Támesis.
A parte de Macnaghten, pocas personas más creían que Druitt era el Destripador
(aunque casualmente, las iniciales J. D., sean las mismas en ambos). Él no vivió,
ni frecuentaba el barrio de los muelles en Londres, y no había ningún servicio de
tren entre su alojamiento en Blackheath y Londres que le permitiese cometer los
asesinatos y volver a casa sin levantar sospechas. Además, contaba con una
buena coartada el día de la muerte de Annie Chapman, que recordamos se había
estimado sobre las 5:30 de la mañana. Habría sido muy improbable que Druitt
hubiese cometido el crimen, se hubiese cambiado la ropa ensangrentada y
hubiese regresado a Blackheath para jugar un partido de cricket a las 11:30 de la
mañana, según las investigaciones realizadas.
Aarón Kosminski
Por los síntomas, alucinaciones visuales y auditivas, esta claro que este hombre
padecía una esquizofrenia paranoide, y analizando su personalidad, es poco
probable que Kosminski fuese nuestro Destripador. Jack podía tener una mente
enferma, pero en tal caso, esa mente estaría más cerca de la psicopatía que de la
esquizofrenia. Aunque sus crímenes y mutilaciones fuesen propios de un asesino
en serie desorganizado, hay cierta organización en cada uno, o por lo menos,
premeditación.
Michael Ostrog
Michael Ostrog era un médico ruso que además se dedicaba a la estafa, por lo
que pasó una gran parte de su vida en la cárcel. No era un delincuente ordinario,
era muy inteligente, tenía buena educación, y en algunas ocasiones durante los
juicios por sus delitos, su astucia le había llevado a simular que sufría un
trastorno mental, lo que le había salvado de la cárcel en más de una ocasión.
No se sabe a ciencia cierta porqué figura entre la lista de los sospechosos del
Destripador, pues no hay indicios de que haya asaltado a ninguna mujer, y con
sesenta y pico años que debía tener en 1888, parecen demasiados para encajar en
las descripciones del asesino.
En 1992 surgió una nueva teoría que causó sensación por lo evidente que
parecía. Michael Barrett, un distribuidor de chatarra de Liverpool, presentó un
diario escrito por un hombre llamado James Maybrick en 1889, que confiesa ser
el mismo Jack el Destripador.
También la nobleza se vio afectada por esta serie de crímenes. Uno de los
principales sospechosos fue el Duque de Clarence, el príncipe Alberto Victor
Christian Eduardo, hijo del Rey Eduardo VII y nieto de la Reina Victoria. Tenía
28 años en el momento de los crímenes y murió poco después en una clínica
privada por enfermedad. Según parece, el joven príncipe era un apasionado de la
caza con todo su ritual y crueldad, aunque nunca se le consideró como un
hombre violento, y era un asiduo de los prostíbulos. La causa oficial de su
muerte fue una neumonía producida por una epidemia de gripe, aunque se
sospecha que falleció a causa de la sífilis, que probablemente le habría
transmitido una prostituta.
Ninguno de estas declaraciones han podido ser probadas, porque Stowell murió
poco después de que su libro fuese publicado, y sus notas no han sido halladas.
Como era de esperar, muchos eruditos han arremetido contra esta teoría y la han
desacreditado por completo, argumentando que el Príncipe Alberto no estaba en
Londres en las fechas de los asesinatos más importantes, sino en Escocia.
Aunque era de buena cuna, tampoco destacaba como un hombre de inteligencia
especialmente brillante, y no tenía los conocimientos médicos para mutilar como
hizo el Destripador.
La teoría de que toda una Conspiración Real de silencio estaba detrás de los
asesinatos es tal vez la más popular. No sólo es la teoría en la que se inspira la
reciente película “From Hell” (Desde el Infierno), protagonizada por Johnny
Depp y Heather Graham, sino que ya antes había dado lugar a gran cantidad de
documentales, artículos y libros.
Uno de estos libros, escrito por Stephen Knight y publicado en 1976 bajo el
título “Jack the Ripper, the final solution”, aseguraba haber recogido las notas de
un hombre llamado Joseph Sickert, el hijo de Walter Sickert, un pintor
impresionista que decía haber conocido a Jack el Destripador y que le habría
confesado quién era el asesino en su lecho de muerte.
La teoría que plantea Kinght es que Sickert padre daba clases de pintura al
Príncipe Alberto y que éste conoció a una modelo que posaba para el pintor
llamada Annie Crook. El príncipe se enamoró de la joven, y desatendiendo sus
obligaciones como heredero de la corona, se casó con ella en secreto cuando ésta
se quedó embarazada de una niña a la que llamarían Alice.
Si el pueblo londinense llegaba a conocer la unión del príncipe heredero con una
mujer de clase baja, supondría un escándalo público y una grave deshonra para
la Familia Real inglesa, por ese motivo la Reina Victoria se habría empeñado en
resolver el problema antes de que comenzasen a correr los rumores de la boda,
delegando la tarea de resolver el problema al médico de la Casa Real, el doctor
Guillermo Gull.
Cuando Annie fue secuestrada, Mary Kelly, la última víctima del Destripador, se
ocupaba por ese entonces del bebé. Tanto ella como el resto de las jóvenes
prostitutas asesinadas conocían la relación secreta entre el príncipe y su
compañera, y sabían que tras la desaparición de Annie, también sus vidas corrían
peligro, por lo que decidieron guardar el secreto. Aun así se llevaron a cabo los
asesinatos para impedir que las jóvenes hablasen del matrimonio entre la plebeya
y el heredero, y se creó la imagen de un sanguinario psicópata con
conocimientos en cirugía.
El cochero de la Casa Real, John Nestley, se encargó de localizar una a una a las
chicas y de convencerlas para que subiesen al carruaje diciéndoles que una
persona importante había solicitado sus servicios. Entonces, el Doctor Gull,
oculto en los callejones, asesinaba a cada mujer y las mutilaba salvajemente para
hacer creer que el asesino era un sádico obsesionado con las prostitutas.
Esta teoría es una de las preferidas porque es la que mejor se adaptaría al
silencio de Scotland Yard sobre los crímenes. Qué mejor razón para acallar un
asunto que el proteger el honor de la Familia Real. Sin embargo, no hay ninguna
evidencia que apoye esta teoría, aunque tampoco hay nada que la desmienta.
Es cierto que en Whitechapel existió una mujer llamada Annie Crook que tenía
una hija ilegítima llamada Alice, pero no hay nada que pruebe que mantuvo una
relación con el Duque de Clarence. (Hay quién asegura que esta teoría es falsa
porque las tendencias del Príncipe Alberto se inclinaban más hacia los hombres
que hacia las mujeres).
Tampoco hay nada que pruebe que las jóvenes prostitutas asesinadas se conocían
entre sí, porque si esto hubiese sido cierto, habría sido descubierto en las
entrevistas con las familias y los amigos de cada víctima.
En cuanto a la capacidad del Doctor Gull para ser a Jack el Destripador, se dice
que en 1887 sufrió un ataque de parálisis severo que le impedía realizar prácticas
médicas, por lo que se dedicaba exclusivamente a la enseñanza. Gull fallecería
en su casa en 1890 después de otro ataque que le dejaría mudo.
Como suele pasar en los matrimonios dónde anda de por medio una “viuda
negra”, Peter no pudo disfrutar mucho tiempo de su nueva condición de casado.
De forma “accidental” resbaló en un estanque, propinándose un golpe mortal en
la cabeza. A la viuda Gunness no le quedó otro remedio que consolarse con el
dinero del seguro de su marido.
Después de esta tragedia y sin confiar ya en su capacidad para estafar a las
aseguradoras con los incendios, Belle decidió probar otros métodos para
conseguir dinero fácilmente, como poner anuncios en la sección de contactos de
los periódicos. El matrimonio sí que podía llegar a ser dinero fácil, ya lo había
comprobado: “Viuda rica, atractiva, joven, propietaria de una granja, desea
entrar en contacto con caballero acomodado de gustos cultivados con el objeto
de contraer matrimonio”.
Este juego mortal iba de maravilla para la viuda Gunness, hasta que un descuido
acabó con todo. A pesar de que trataba de elegir siempre a aquellos candidatos
que no tuviesen amigos íntimos o familia, cuando contactó con Andrew
Holdgren no se dio cuenta de que éste tenía un hermano y que además era muy
curioso.
Habían pasado varios meses desde que Andrew se había marchado hacia
Indiana, y como éste todavía no había dado señales de vida, su hermano decidió
escribir una carta a la prometida pidiéndole alguna noticia. En respuesta obtuvo
una carta desesperada de la mujer: “Haría cualquier cosa por encontrarle. Salió
de mi casa un día de enero y daba la impresión de ser muy feliz, pero no he
vuelto a verle desde entonces. Iría hasta el fin del mundo para reunirme con él”.
Belle Gunness.
En 1918, con casi cuarenta años y tras haber sido detenido en diversas ocasiones
acusado de robo, Fritz se había unido a un grupo de estraperlistas que
comerciaban con carne. Había terminado la I Guerra Mundial, Alemania había
sido derrotada, el hambre causaba estragos, el dinero era inexistente y
escaseaban los alimentos.
Finalmente las sospechas de los vecinos que veían entrar cantidad de muchachos
de su casa pero que no volvían a salir, llevó a la policía a investigar la casa de
Fritz otra vez. En esta ocasión se encontraron con un montón de objetos
personales de gente que se consideraba desconocida y algo mucho más acusador:
las paredes estaban cubiertas de sangre. Fritz atribuyó la sangre a su oficio de
carnicero y la presencia de relojes, pulseras y demás objetos personales, a que
era una forma de pago de la gente por la carne y que luego recuperaban los
objetos cuando por fin conseguían el dinero. Arman se había librado otra vez,
pero no por mucho tiempo.
En mayo de aquel mismo año, unos muchachos jugaban a orillas del río Leine,
que recorre la ciudad de Hannover. De súbito, se tropezaron con un cráneo
humano. Unos días más tarde, aparecieron dos cráneos más. Un mes después,
tuvo lugar un macabro hallazgo: un saco lleno de huesos humanos.
A las dos semanas fue asesinada Nina Nichols, de 68 años. La mujer había sido
estrangulada con sus medias y tenía síntomas de haber sido asaltada
sexualmente. El lugar del crimen presentaba un aspecto similar al de la primera
víctima: cada cajón estaba revuelto y todas las cosas esparcidas por el suelo a
modo de robo, pero la policía encontró varios dólares y algunos objetos de valor
en el suelo, que el intruso no se había molestado en llevar.
Ese muy mismo día, a unas quince millas, Helen Blake, de 65 años, encontró una
muerte similar. Su apartamento también había sido “saqueado”. La policía hizo
sonar la alarma advirtiendo a todas las mujeres en el área de Boston que cerraran
con llave todas las puertas y fuesen extremadamente cautas con los extraños,
mientras se daba comienzo a la investigación.
El fiscal general estaba tan desesperado que incluso acudió a Peter Hurkos, un
sensitivo con capacidades de videncia para pedir su colaboración en la búsqueda
del escurridizo Estrangulador de Boston.
Hay que reconocer que Hurkos consiguió sorprender a los agentes, al facilitar
datos concretos sobre algunos de los crímenes, que no se habían filtrado a la
prensa ni teóricamente Hurkos podía conocer. De hecho Hurkos tocaba las
fotografías por el reverso, y era capaz de describir las escenas que recogían sin
verlas. Más aún, llegó a identificar una foto que no tenía relación con el caso, y
que la policía había colocado entre las demás para sondear la autenticidad o
falsedad de sus poderes.
Así que, tras ganarse la confianza de los investigadores, no les faltó tiempo para
proceder a una detención cuando el vidente apuntó a un fetichista, Thomas
O’Brian, como el presunto homicida múltiple. No deja de ser interesante, desde
el punto de vista criminológico, que la policía se decida a ejecutar una detención
basada en el testimonio de un vidente. Esto es relativamente compresible si
analizamos en detalle el informe de Hurkos sobre O’Brian (en realidad un
nombre falso facilitado por la policía para proteger la identidad del detenido). Es
cierto que los datos aportados por Hurkos sobre Thomas O’Brian resultaron
absolutamente precisos. Lamentablemente no se trataba del asesino. Al menos
no para la policía de Boston.
Un día, una mujer dio la alerta a la policía que patrullaba por una de las calles
bostonianas. Un hombre acababa de entrar en su casa y al ver que su marido
también se encontraba allí, había huido corriendo. La descripción coincidía con
el hombre que buscaban, y al poco tiempo Albert de Salvo fue detenido.
De Salvo era un hombre casado, con dos hijos y trabajaba como empleado en
una fábrica de caucho. Natural de Chelsea, Massachussets, sus padres, Frank y
Charlotte tenían otros cinco niños. Su padre era un hombre violento que
regularmente maltrataba a su esposa y a los hijos. Pronto Albert se convirtió en
un pequeño delincuente, y fue arrestado en más de una ocasión. Su madre volvió
a casarse y prefirió dejar al joven delincuente de lado para no tener problemas en
su nueva relación.
Confesó que no recordaba haber cometido ningún crimen, que sólo recordaba
como iba a trabajar y volvía rápidamente a casa para jugar con sus hijos antes de
que fueran a dormir. Además, se sentía muy disgustado por los crímenes que le
contaba la policía.
No parecía haber dudas acerca de su culpabilidad, tanto más cuanto que en los
interrogatorios De Salvo llegó a proporcionar detalles de algunos de los
crímenes que sólo estaban en conocimiento de la Policía. Ningún medio de
comunicación los había difundido.
Los crímenes cesaron, pero esto no fue considerado por algunos de los policías
como una coincidencia concluyente. No todos los investigadores de Bostón
estaban convencidos de la culpabilidad de De Salvo en todos los crímenes y
después de cerrado el caso, siguieron investigando.
Hasta lograron que la NASA les facilitase sus gigantescos ordenadores para
procesar los datos de más de seis mil individuos fichados como delincuentes
sexuales en Massachussets y estados vecinos. Pero no se logró identificar a
ningún otro maníaco asesino.
Tras su asesinato en la cárcel, el caso quedó cerrado. Hasta que Casey Sherman,
sobrino de Mary Sullivan, la última víctima, leyó en 1995 el libro “Los
estranguladores de Boston”, de Susan Kelly. El libro sostenía que no hubo un
solo asesino, sino varios que se imitaron recíprocamente.
Era hijo de Kathleen Maddox, quien lo tuvo con apenas 17 años, Charles Milles
Manson nació en Ohio (Estados Unidos) el 12 de noviembre de 1934. Aunque se
desconoce quién era su verdadero padre el hombre que compartió la vida con
Kathleen, el General Scott, fue su progenitor, y el hecho de que la propia chica
presentara una demanda de paternidad parece reafirmar la historia. Pero Manson
ya definía a su madre como prostituta, de modo que ni él estaba seguro.
La joven madre terminó cumpliendo una condena por robo y agresión durante
cinco años, y cuando Charles tenía 8 años volvieron a vivir juntos. Para mal de
males, el tiempo en que le había faltado su madre, Manson vivió con su tía, una
mujer que vivía la religión desde el más puro fanatismo.
Charles Manson pasó tantos años entrando y saliendo de las cárceles que no era
de extrañar que hubiera hecho de todo: se fugó varias veces, robó y agredió, e
incluso violó a un compañero.
A los 19 años se casó con una enfermera de 17, llamada Jean Willis. Inexperto
con las mujeres, Manson sólo había mantenido relaciones homosexuales, sin
embargo Jean le dio un hijo y más tarde se divorciaron. Su siguiente matrimonio
fue con una prostituta llamada Candy Stevens, conocida como la “Leona”, pero
no se casó por amor, sino para evitar que la mujer declarara contra él en un
juicio. Candy le dio su segundo hijo.
Al salir de la cárcel en 1967, se trasladó a San Francisco. Era el verano del amor,
miles de jóvenes experimentaban con las drogas y creían en el poder de las
flores, el Amor y Paz. Las calles estaban llenas de adolescentes e inadaptados
que buscaban respuestas en el LSD. Detrás de ellos había una red subterránea de
embaucadores que se autodenominaban gurus y que no eran otra cosa que
fanáticos religiosos, tratantes de blancas, pandilleros y demás fauna nociva,
todos ellos tratando de sacar el mejor provecho personal a la denominada Era de
Acuario.
Dos meses y pico después, Marina Hate, de 17 años de edad, que había sido
secuestrada afuera de su casa en West Hollywood el 13 de septiembre de 1968,
aparecía por fin. Su cuerpo fue encontrado el 1 de enero con múltiples puñaladas
en el cuello y tórax. Las investigaciones demostraron que Marina sostenía
relaciones con miembros de la Familia de Charles Manson.
Los comentarios que desencadenó un crimen tan atroz fueron de todo tipo, hasta
llegar a insinuar que había sido el propio Diablo quien había ordenado a Manson
el crimen, para vengarse de Polanski por su éxito cinematográfico “La semilla
del diablo” (Rosemary’s baby), donde se suponía que había desvelado que el
culto a Satán existía realmente en nuestro planeta.
Hay otras muertes relacionadas con la familia Manson pero hasta la fecha la
fiscalía no ha podido comprobar la autoría intelectual y material de esos
homicidios.
Miembros de la familia de
Charles Manson.
Meses antes, uno de ellos, Javier Maria Larreategi, alias «Atxulo», provisto de
un DNI falsificado, había adquirido un semisótano en el número 104 de la calle
Claudio Coello. Se había identificado como escultor, la excusa perfecta para que
nadie sospechase de los ruidos causados por la construcción de un túnel que
llegaría, bajo tierra, hasta la mitad de la calzada. Allí introducirían los 100
kilogramos de Goma-2 destinados a terminar con la vida del, considerado por
todos, sucesor de Franco.
Después de girar la manzana por Juan Bravo, el coche avanzó lentamente por la
calle no demasiado ancha de Claudio Coello. A la altura del número 104,
rebasada la esquina con Maldonado, justo detrás de la iglesia, un turismo
aparcado intencionalmente en doble fila por los terroristas, obliga al coche del
almirante a avanzar por el medio de la calle, justo enfrente de donde días antes,
José Miguel Beñaran, alias “Argala”, había pintado una raya roja de un metro de
altura para utilizarla de referencia.
Fue entonces cuando los terroristas accionaron el dispositivo que hizo explotar la
carga de dinamita. La forma en que estaba excavado el túnel y la profundidad a
la que estaba colocada la carga, provocaron, (según la versión oficial), que la
onda expansiva subiera totalmente en vertical, abriendo un enorme socavón en la
calle y ocasionando varios desperfectos en los edificios cercanos. Esta
circunstancia, junto con la temprana hora del atentado, con poca gente por la
calle, evitó que se hubiese convertido en una auténtica carnicería. El coche de
Carrero Blanco, con más de una tonelada de peso, fue impulsado verticalmente
hasta más de 20 metros de altura, chocando con la cornisa del colegio “Mater
Amábilis” de los jesuitas, dando una vuelta de campana sobre el tejado y
cayendo después al patio interior del edificio.
En los primeros momentos, después del atentado, los avisos dados a las patrullas
de policía más cercanas, hablaban de una posible explosión de gas. Pero nadie se
preocupaba realmente por el paradero del almirante. Otro coche de policía que
seguía como escolta discreta al del presidente, se limitaba a informar que tras la
explosión, se habían visto obligados a parar y que el coche del presidente no
aparecía por ningún lado, por donde suponían que había seguido su marcha.
Poco tiempo después se llevarían una trágica sorpresa.
La explosión había levantado al coche justo a su paso, impactando sobre todo en
la parte trasera. Cuando uno de los sacerdotes del colegio, sin salir de su
asombro, se acercó corriendo para ayudar a los heridos el intermitente del coche
todavía señalaba su giro a la izquierda. El policía estaba muerto y el almirante
sólo aguantó unos minutos. El chófer, fallecería horas después en el hospital.
Durante una buena temporada, y sin la más mínima delicadeza, Chrysler España
aprovechó el incidente para resaltar que el coche permaneció entero, a pesar de
la tremenda explosión y el impacto posterior contra el suelo del patio. Querían
aprovecharse de la publicidad gratuita del magnicidio, mostrando el ejemplo de
uno de sus coches, que sin blindaje de ningún tipo había aguantado sin romperse.
Sólo les faltó utilizar el slogan: “¡A prueba de bombas!”. Y así era, porque lo
cierto es que los daños más visibles del coche eran el aplastamiento del morro;
un impacto profundo en la aleta izquierda; desaparición de la parte delantera del
techo; rotura de todos los cristales, excepto el posterior que sólo tenía un
agujero; las ruedas reventadas; los asientos del interior destrozados por
completo; y el maletero plegado en forma de “uve” y doblado hacia arriba.
El almirante tenía 70 años y con su muerte se iban al traste las esperanzas de que
el régimen perviviera después de la muerte del Generalísimo.
El síndrome de Pilatos
Conocida la noticia, los estudios de Prado del Rey vivían un auténtico trasiego
de coches oficiales, llamadas telefónicas y nervios en los pasillos. Durante toda
la mañana Televisión Española mantuvo la habitual carta de ajuste como si nada
hubiera ocurrido. En el Telediario de las 15:00 horas se emitió un reportaje
filmado en el lugar del atentado, pero se mantuvo la versión ambigua sobre una
posible explosión de gas. Hasta la noche, Televisión Española (la única que
emitía en España)) no hablaría abiertamente de atentado y sería entonces cuando
el vicepresidente del Gobierno, Torcuato Fernández Miranda, aparecería
condenando la acción terrorista.
Tras el atentado la calma fue sólo aparente. Tiempo después se supo que el
director de la Guardia Civil, general Iniesta Cano, indignado por el atentado,
ordenó a los comandantes locales que tomasen las capitales de provincias y que
disparasen contra los “rojos” a la menor señal de manifestaciones. Sólo la
intercesión del jefe del Estado Mayor, general Manuel Díez Alegría, un hombre
menos fanático, y del ministro de gobernación, Carlos Arias Navarro, evitó que
en aquellos momentos hubiéramos asistido a una auténtica escabechina
amparada en la venganza.
Poco después, otra noticia vino a acumular aún más desconcierto. Nadie
entendía cómo Franco podía nombrar como sucesor de Carrero en la presidencia
al hombre responsable de aquel fracaso de seguridad, Arias Navarro. Muchos
evocaban los tiempos del imperio romano, donde se utilizaba cualquier medio
para sacarse de encima a los competidores. Pero lo que más desconcertó a todo
el mundo fue aquella frase que Franco pronunció en su mensaje de Fin de Año:
“No hay mal que por bien no venga”. ¿A qué se refería exactamente? Algunos
opinan que el atentado de ETA fue considerado por el dictador como la mejor
excusa para endurecer su política contra la oposición (ya de por sí bastante
severa, como se pudo comprobar con las acusaciones de un juicio, con gran
repercusión internacional, que había comenzado quince minutos antes del
atentado a Carrero Blanco: el Proceso 1001 contra diez miembros del sindicato
CC.OO., por asociación ilícita) y, de paso, sacarse de encima a los sectores del
Opus Dei que hablaban de la necesidad de una cierta apertura.
Fue ahí donde entró Carrero, como consejero, pero fundamentalmente, en los
muchos años en que se mantuvo esta relación, como una especie de gemelo de
Franco, más que secretario pero menos que amigo. Sería exagerado atribuirle la
cualidad de un alter ego, pero en muchos períodos no puede distinguirse con
facilidad si quien gobierna es uno u otro.
Se formaba así una extraña pareja, compuesta por Franco, un político hábil y
prosaico, fiero cuando la ocasión lo requería, y Carrero, un hombre planificador
y más aferrado a los ideales, que procuraba dotar a sus decisiones de una
perspectiva de futuro.
Muchas fueron las especulaciones a las que dio lugar el asesinato del almirante;
como muchos fueron los extraños movimientos en un régimen acostumbrado a
hacer las cosas a paso lento. No es de extrañar que todo el mundo se
sorprendiese ante el cambio tan rápido de algunos miembros que componían el
gobierno, para meter a más de un aperturista. ¿A qué venían esas prisas por sacar
de sus puestos a un grupo de hombres que hasta el día anterior eran válidos?
¿Era en realidad tan molesto Carrero Blanco? Muchos dicen que como principal
tutelador del príncipe, llegado el momento, se hubiese quitado de en medio;
pero, en realidad, hay que reconocer que su muerte le dejó mucha más libertad al
futuro regente. Uno de los primeros movimientos de Juan Carlos I fue, como jefe
de Estado en funciones, firmar una declaración de principios como paso previo a
la renovación del Acuerdo de Amistad y Cooperación con los EE.UU de 1970.
Aquella firma se plegaba a las exigencias de Kissinger, que en su visita de
Diciembre del 1973 había intentado convencer a Carrero de ceder en sus
exigencias de elevar el acuerdo a la categoría de tratado, lo cual hubiese
requerido su aprobación por el Senado norteamericano.
Las cosas permanecieron tranquilas durante dos meses, hasta que el 30 de enero
de 1977, cuando Christine Freuna y su prometido John Diel, regresaban de una
galería en Queens a media noche. No se dieron cuenta que un hombre los estaba
observando y se acercaba al coche, el hombre disparo dos veces, y los dos
disparos dieron en la cabeza de Christine; su novio salió corriendo buscando
ayuda, pero los vecinos ya habían llamado a la policía.
La investigación del detective Joe Coffey, descubrió que este asesinato coincidía
con los de Donna Lauria y de Donna Lamassi y Joanne Lomino. Ahora se daban
cuenta que tenían frente a ellos a un psicópata con un revolver calibre 44; un
arma poco usual. Otro problema era que no se podía encontrar relación entre las
víctimas.
Dos días después del último asesinato; un trabajador retirado llamado Sam Carr,
que vivía en Yonkers, NY. con su familia, recibió una carta anónima acerca de su
perro labrador negro llamado Harvey. En ella se le amenazaba con matar a su
perro porque según el remitente los aullidos del animal estaba destrozándole la
vida de su familia.
El señor Carr llamó a la policía, pero no hicieron mucho caso. Diez días después,
escuchó un disparo y encontró a su perro herido en el patio. Esta vez la policía
intervino, y comenzaron a analizar las cartas para la investigación.
La ciudad estaba paralizada por el miedo que infundía “Son of Sam”. Toda la
policía de NY, estaba al acecho, y no sólo ellos, sino toda la ciudad. El Dr.
Martin Lubin, psiquiatra, elaboró el perfil del asesino; así la policía sabía que
buscaba a un paranoico, que quizá se consideraba poseído por fuerzas diabólicas
y lo más probable era que también tuviera problemas para relacionarse,
especialmente con las mujeres.
El 29 de julio de 1976, fue la fecha del primer asesinato, así que la policía temía
que el 29 de julio de 1977 se volviera a repetir la historia. A pesar del temor de
la policía y de la población entera, ese día pasó sin contratiempo, pero el 31 de
julio de 1977, una joven llamada Stacy Moskowitz y su novio Bobby Violante,
regresaban de ver una película, y se detuvieron en el coche cerca de un parque.
Bobby convenció a Stacy de que se bajaran a caminar, pero ella no parecía muy
convencida, así que regresaron al automóvil. En ese momento un hombre se les
acercó y les disparó; Bobby recibió dos disparos en la cara y Stacy uno en la
cabeza. Horas después, Stacy murió, Bobby perdió el ojo izquierdo y sólo
lograron salvarle el 20% de visibilidad en el derecho. Ese fue el último ataque de
“Son of Sam”.
El 3 de agosto de 1977, dos policías comenzaron a interesarse por las cartas que
recibió Sam Carr. Encontraron que las había enviado David Berkowitz, que vivía
en unos apartamentos a espaldas de casa de Carr. Fueron con el dueño del
apartamento, y les dijo que él no sabía nada de David, sólo que siempre pagaba a
tiempo la renta. También averiguaron que había trabajado como oficial de
seguridad, pero renunció en julio de 1976 (mes en el que sucedió el primer
ataque), diciendo que iba a trabajar como conductor de taxi, pero al revisar todas
las empresas de taxis, no lo tenían registrado en ninguna. Además, un Ford
Galaxy que pertenecía a Berkowitz tenía varias multas en los días de los
asesinatos, por los lugares en los que estos habían ocurrido.
Berkowitz declaró haber cometido todos los crímenes de los que se le inculpaba.
Al principio alegó demencia, diciendo que el perro del vecino (Harvey), le
ordenaba salir a matar, pero la corte lo halló culpable sin problemas mentales y
apto para estar en una cárcel de máxima seguridad.
Nadie toma en serio sus fantasías morbosas, ni siquiera cuando a los ocho años
juega a la silla eléctrica o a la cámara de gas con su hermana, desempeñando él
papel de víctima mientras su hermana hacía de verdugo y lo ejecutaba.
Su primera víctima es el gato de la familia. Le entierra vivo al animal, y le corta
la cabeza, la cual lleva orgullo a casa, donde la exhibe en su cuarto como un
trofeo. Es incapaz de expresar cualquier sentimiento de afecto y sus compañeros
evitan su presencia, pues les asusta la manera en la que Kemper les mira
fijamente, sin pronunciar palabra.
A los 13 años que mata a su segunda víctima de sus experimentos, otro gato.
Mata al animal a machetazos y su madre descubre los restos del animal ocultos
en el armario. Le había cortado el cráneo para exponer el cerebro y luego lo
apuñaló innumerables veces.
Su madre le manda a pasar el verano de 1964 a casa de sus abuelos. Éstos tenían
un temperamento despótico y Ed, que en aquellos años contaba con 16 años de
edad, los mató a tiros con una escopeta. Fue ingresado en un hospital
psiquiátrico, del que saldría cinco años después porque los doctores lo
consideraban ya curado. Tenía 21 años y para aquel entonces ya medía 2,05
metros de estatura y pesaba unos 135 kilos.
¿Pero qué significaba exactamente estar curado en este caso? ¿Cómo se cura uno
de su pasado o de su manera de ser? Al salir del psiquiátrico bajo la custodia de
su madre, que vivía sola, Kemper empezó a recorrer carreteras donde recogía a
jóvenes autostopistas y las mataba. Mientras, su madre iniciaba una campaña
para borrar del historial de su hijo los antecedentes.
Esa misma noche telefonea a una amiga de su madre y la invita a cenar. Tan
pronto como se sienta la golpea, la estrangula y la decapita. Al día siguiente
decide entregarse a la policía. El objetivo principal había desaparecido, dijo más
tarde a la policía intentando explicar su decisión por entregarse.
En sus confesiones posteriores reconoció que lo que más deseaba era saborear su
propio triunfo sobre la muerte de los demás. Él vencía a la muerte y vivía
mientras los demás morían. Esto actuaba sobre él como una droga, empujándolo
a querer cada día más gloria en su victoria personal a la muerte.
Un psicópata actúa como un niño. Está dispuesto a todo con tal de atraer la
atención, no se aviene a razones y estalla. Para evitar el sufrimiento que sus
problemas internos le comportan, cierra las puertas de la introspección y se
desahoga en la acción. Pensar en los motivos y consecuencias de sus actos le
produce ansiedad, se limita a un tipo de reflexión concreta, práctica, que propicia
la acción. No dudará en perjudicar a quien sea con tal de obtener sus objetivos,
ya sean económicos o puramente hedonistas. Actúa y, en el fondo de su
actuación perversa hay un gran deseo, una gran necesidad, de llamar la atención.
Esta necesidad viene recompensada por la resonancia que los crímenes tienen en
la prensa diaria.
Los dos especialistas, tras entregar sus armas y firmar un documento que eximía
de toda responsabilidad a las autoridades carcelarias de lo que pudiera suceder
en el interior, encontraron cara a cara con aquel feroz asesino de talla
descomunal y tupido bigote.
Ed poseía un coeficiente intelectual tan alto como su talla: 145; así que su
conversación utilizaba para explicar su caso los mismos términos clínicos que
hubieran empleado los doctores. Allí les comentó que su madre siempre le había
odiado, pues desde niño él se parecía a su padre. Cuando cumplió 10 años ya era
un gigante para su edad, y como su madre temía que pudiera abusar sexualmente
de su hermana, lo hacía dormir en un sótano que no tenía ventanas. Recluido
como un preso y obligado a sentirse culpable y peligroso cuando no había hecho
nada malo, se fue obsesionando con la idea de matar.
Para colmo, se corrió la voz de que tanto Juan como Miriam había comentado en
multitud de ocasiones, con un sinfín de personas como testigos, la tacañería de
sus padres, sus discusiones a cuenta de la herencia. Así que la bola empezó a
agrandarse y los sospechosos de aquel crimen empezaron a ser legión. Incluso a
los propios hijos de los marqueses se les situaba entre ellos o, al menos, lo
pensaba una gran parte de los periodistas encargados de seguir el asunto para
emisoras y diarios, la opinión pública y algún que otro policía muy próximo al
caso.
En primer lugar, Rafael Escobedo declaró que la noche del crimen, tras
frecuentar diversos pubs con sus amigos Javier Anastasio y Juan José
Hernández, se marchó a su casa. Por la mañana, Rafi se levantó pronto para ir a
la oficina del paro sita en la madrileña calle del General Pardiñas. Del resto de
sus actividades en ese día no se sabe casi nada. El propio Rafi sólo respondió
vaguedades en los interrogatorios; tal vez porque no podía demostrar nada o
porque su estado en aquel día era el acostumbrado a su habitual consumo de
alcohol y drogas. Esto, naturalmente, tampoco le beneficiaría. Tanto la falta de
una coartada como la posibilidad de que estuviese drogado hablaban de su
posible implicación.
Por otro lado, esa misma noche el mayordomo, Vicente Díaz Romero, un
hombre muy amanerado, pidió permiso a los señores para ir a Talavera en aquel
preciso momento por una cuestión personal. Obtuvo el permiso, razón por la
cual no estaba en la casa cuando se descubrieron los asesinatos.
Además está el sospechoso estado en que fueron entregados los cuerpos para la
autopsia. Cuando a las 11,30 de la mañana del día 1 de agosto, el juez llegó al
chalet de Somosaguas, los cadáveres yacían cada uno en su dormitorio. Ni la
cocinera, Florentina, ni el chófer, Antonio, los habían tocado. Sin embargo, una
vez trasladados los cuerpos al Instituto Anatómico Forense, se pudo comprobar
que alguien los había lavado cuidadosamente, por lo que habían desaparecido
todo tipo de huellas.
Por último, los inspectores Romero y Cordero, encargados del caso, que dieron
prioridad a la búsqueda del arma del crimen; se encontraron, “casualmente”, con
que el padre de Rafi, Miguel Escobedo, abogado, tenía registrada una pistola
Star F de calibre 22, justo el arma con la que fueron asesinados los marqueses de
Urquijo.
Rafael Escobedo, Rafi para los amigos, se encontraba detenido en los calabozos
de la antigua Dirección General de Seguridad, en la Puerta del Sol de Madrid.
Allí, fue sometido a múltiples interrogatorios y, según declaró, objeto malos
tratos. Escobedo se autoinculpó e incluso llegó a escribir en una hoja de papel, el
9 de abril de 1981: “Soy responsable de la muerte de mis suegros”, y estampó su
rúbrica. Todo era muy extraño.
La opinión pública estaba dividida, nadie creía que Rafi hubiera cometido el
crimen en solitario e incluso se dudaba de su autoría. Y existían algo más que
rumores de que los hijos de los marqueses estaban en el asunto.
Así las cosas, varias publicaciones comenzaron a sacar artículos en los que se
implicaba en la muerte de los marqueses a su hijo, Juan de la Sierra, al
administrador, Diego Martínez Herrera y al padre de Rafael, Miguel Escobedo.
Según estas publicaciones, Rafael Escobedo, su padre y Mauricio López Robert,
un conocido fullero, habrían participado los tres en la muerte de los marqueses la
noche del 31 de julio al 1 de agosto de 1980. Afuera de la casa, les esperarían en
un coche Diego Martínez, el administrador, y Javier Anastasio, un amigo de
Rafi.
Por otro lado, nadie era ajeno a que había sido plenamente probado en los
interrogatorios que los hijos de los marqueses de Urquijo, Juan y Miriam, no
tenían buenas relaciones con sus padres. Fundamentalmente, por la tacañería
paterna y su carácter severo. Y así lo habían manifestado los hermanos en más
de una ocasión ante diversos testigos. La muerte de sus progenitores era la
solución perfecta para terminar con esa desagradable situación y además suponía
disfrutar directamente de unos ingresos que siempre le habían sido escatimados.
Juan de la Sierra vivía en Londres, con el dinero más que justo; pero ahora había
regresado a España donde le aguardaba una inmensa fortuna a repartir con su
hermana. Y lo cierto es que esta última no se esforzó mucho en disimularlo: Lo
primero que hizo Miriam con su herencia fue regalar a su amante americano,
Richard Dennis, alias Dick, un impresionante Porsche, y a continuación, se
regaló a si misma un fastuoso chalet en La Moraleja que pagó al contado,
naturalmente.
La vista oral del juicio por la muerte de los marqueses de Urquijo había quedado
fijada para el 21 de junio de 1983. Rafael Escobedo era el único encausado. Tras
dos años y dos meses de prisión preventiva en la séptima galería de la cárcel de
Carabanchel, su estado físico se había deteriorado. La extirpación de un tumor
benigno, una tremenda y larga depresión, y los problemas dentales le habían
trasformado en un anciano prematuro.
Vicente Díaz Romero, el mayordomo de los marqueses, fue uno de los que se
lanzó en picado a los medios de comunicación que, a su vez, veían aumentar sus
ventas con sus misteriosas y polémicas declaraciones en las que decía saber que
Diego Martínez Herrera, el administrador de los marqueses, había sacado un día
una pistola y le había amenazado a Rafi diciéndole: “Si te veo de nuevo por aquí,
te pego un tiro”. O bien, insistía en el “odio filial” que Miriam y Juan sentían por
sus padres porque vivían “garrafal, porque unos hijos de unos marqueses iban
con los zapatos pisando el suelo, y sin un duro, con trajes arreglados y sin poder
bajar a las fiestas que se daban en casa”. Otra de las confesiones del mayordomo,
enigmáticamente aludía a su abandono voluntario del puesto de trabajo como
mayordomo por temor a “posibles represalias de posibles implicados en el
asesinato que podían estar dentro de la casa”.
Juan de la Sierra, su íntimo amigo, una vez que heredó la gran fortuna a la
muerte de sus padres y el título de sexto marqués de Urquijo, no dio señales de
vida. Ni tan siquiera le enviaba recuerdos con los familiares que iban a visitarle a
la prisión. Estaba más ocupado en comprarse el deportivo que tanto ansiaba y la
BMW de 750 cc y, aún más, utilizaba el Mercedes de su padre que en vida le
había negado tantas veces..
Habían transcurrido cuatro años, Rafi sólo tenía una esperanza: conseguir el
tercer grado, es decir, obtener permiso de salida para trabajar fuera del penal del
Dueso (Cantabria) regresando todas las noches para dormir.
En una carta con fecha 7 de abril de aquel mismo año, Rafi se había sincerado
con su íntimo amigo el periodista Matías Antolín: “si continúan en la misma
línea que hasta aquí, puteándome tan vilmente, no lo aguantaré. Me fugo o me
muero”.
Tras recibir la negativa al tercer grado, urdió un plan de fuga. Pero fracasó a
causa de la falta de apoyo económico de su familia, especialmente su madre,
Ofelia Alday, con quien hablaba por teléfono una vez al mes. Nunca había ido a
visitar a su hijo a la cárcel. Y nunca fue.
“Soy de los que pienso que hasta el rabo todo es toro. Yo soy quien decidirá el
día de mi muerte... Tengo que arreglar algún asunto antes de fundirme con el
Universo y volver a la Eternidad”, había escrito Rafi el 22 de diciembre de 1987,
en plena huelga de hambre. Y así ocurrió.
Rafael Escobedo Alday, como se sabe, cumplía condena por el asesinato, nunca
aclarado suficientemente y con muchos puntos oscuros, de sus suegros los
marqueses de Urquijo. Todos los miembros de su familia, padres y hermanos, le
había abandonado, no recibía visitas ni cartas. “Me siento solo. Ninguna de las
personas de las que estaban al principio de todo esto, han resistido hasta hoy.
Ninguna. Ni siquiera mis padres. Mis hermanos me dejaron desde el primer día
en que me encarcelaron” escribía el 19 de julio de 1987.
cianuro como si fuese cocaína, droga a la que era muy aficionado Rafi
Escobedo.
A la pregunta de por qué no se investigó esa muerte, la respuesta del forense
sería
de lo más expresiva: “Hay
mafias muy poderosas”.
Rafi Escobedo, el único procesado y Miriam, que actualmente vive como
una próspera hostelera.
Sus familia, de origen irlandés, estaba formada por su madre Marion Elaine
Gacy, su padre John Stanley Wayne, su hermana mayor Joanne y su hermana
menor Karen, John Wayne Gacy Jr. fue el segundo de los hijos. Todos fueron
educados en colegios católicos en el lado norte de Chicago, donde vivían. El
barrio en que Gacy creció era de clase media y por eso no era raro que los
jóvenes trabajaran luego de salir de la escuela, Gacy no fue la excepción y ocupó
su tiempo libre en varios empleos. Trabajaba repartiendo periódicos y en un
almacén como vendedor.
Cuando Gacy tenia once años de edad, jugando en un columpio sufrió un golpe
en la cabeza, el accidente le causo un coágulo de sangre en el cerebro. No
obstante, el coágulo de sangre no fue descubierto hasta los dieciséis años. Desde
los once a los dieciséis sufrió desmayos causados por el coágulo, estos cesaron
cuando se le medicó para desleír el coágulo en el cerebro. A los diecisiete años a
Gacy se le diagnostica una dolencia no especificada en el corazón, por este
motivo fue hospitalizado varias veces y la enfermedad lo acompaño durante toda
su vida.
Durante su adolescencia, tuvo problemas con su padre, aunque las relaciones con
su madre y hermanas eran buenas. Su padre era un alcohólico que abusaba
físicamente de su esposa y que disfrutaba humillando verbalmente a su hijo
John. A pesar de todo Gacy lo apreciaba mucho y trataba de ganar su aprecio y
atención. Desafortunadamente, hasta que murió su padre, jamás logró ganar su
apreció, algo que lamento toda su vida.
Después de pasar por varios colegios y nunca graduarse, viaja a las Vegas,
trabajando como empleado de limpieza de una funeraria. Gacy no estaba
contento con su trabajo; trataba desesperadamente de conseguir dinero para
comprar una casa, pero le era imposible obtener buenos empleos por su nivel de
educación. Consigue ahorrar dinero durante unos meses y regresa con su madre
y hermanas que lo esperaban con los brazos abiertos.
Todas las cosas parecían marchar bien para John Wayne Gacy, Jr. Pero por la
ciudad empezaron a correr rumores acerca de las tendencias sexuales de Gacy,
ya que siempre se le veía con chicos jóvenes. La gente no les daba mucho
crédito, hasta que en mayo de 1968 Gacy fue acusado por el jurado del condado
de Black Hawk por haber cometido sodomía con un adolescente llamado Mark
Miller.
Miller contó al jurado que Gacy lo había engañado, lo había amarrado mientras
lo visitaba y lo había violado de forma violenta. Gacy negó toda los cargos y
aseguro que Miller había tenido relaciones sexuales voluntariamente para ganar
un dinero adicional. Furioso por la delación, cuatro meses después Gacy contrata
por 130 dólares a Dwight Andersson, un chico de 25 años, para que le de una
buena lección a Mark Miller. Andersson engaña a Miller para subirlo a su coche
llevándolo a un bosque donde lo deja ciego con un atomizador para luego
golpearlo. Al tratar de defenderse Miller le rompe la nariz de Andersson y se
escapa. Después llama a la policía y Andersson es arrestado, confesando que
Gacy lo contrato para darle una paliza a Miller. Un juez ordena que Gacy se
someta a una evaluación psiquiatra, quien dictamina que está mentalmente sano.
No obstante, se le definió como una personalidad antisocial.
Por los hechos cometidos, el Juez condenó a Gacy a 10 años en la Prisión para
hombres del Estado Iowa, la mayor pena para ese tipo de delitos. Gacy tenía 26
años. Al poco tiempo de estar en prisión, su esposa solicitaría el divorcio. En
prisión Gacy seguía todas las reglas y evitaba todo tipo de problemas, por lo que
fue declarado prisionero modelo, consiguiendo una reducción en su condena por
buen comportamiento. El 18 de junio de 1970 consigue la libertad anticipada y
viaja a Chicago.
El 1 Junio de 1972 Gacy se casaba con Carole Hoff, recién divorciada y madre
de dos hijas y que cuando inició su romance con Gacy se encontraba en un
estado emocional vulnerable. Ella se sintió atraída por su encanto y generosidad
y creía que sería un buen padrastro para sus hijas. Carole sabía de su temporada
en prisión pero estaba convencida de que había cambiado. Finalmente Carole y
sus hijas se mudaban a la casa de Gacy.
La pareja mantenía en secreto su parentesco con sus vecinos y los Grexa siempre
iban a la casa de Gacy para realizar fiestas y asados. Estaban encantados con el
trato de Gacy, pero les extrañaba el repelente olor que se sentía por toda la casa.
Lillie Grexa pensaba que era una rata que debía haber muerto debajo del
entarimado. No obstante, Gacy culpaba del hedor horrendo a la humedad que
había debajo de la construcción. La verdadera causa del mal olor se descubriría
varios años después.
Las protestas de los vecinos aumentaban por el extraño olor que salía de la casa
de Gacy, y este para aplacarlas organizó dos inolvidables asados en los que
invitó a todos sus vecinos para dar por cerrado el tema, prometiéndoles hacer las
reparaciones necesarias para solucionarlo.
Gacy permanecía en el garaje de su casa durante las tardes vigilando que nadie
lo mirara. Esta actitud despertó las sospechas de Carole. Gacy no mostraba
interés sexual en su esposa y la lastimaba mucho. Pero además Carole empieza a
encontrar revistas en su casa de hombres y niños desnudos que Gacy leía en las
noches. Por este hecho su esposa se entera de su homosexualidad y se divorcia el
2 de marzo de 1976.
Billy Carroll Jr. era de esa clase de jóvenes que siempre están metidos en
problemas. A la edad de 9 años estuvo recluido en un reformatorio por robar una
billetera y a los 11 años de edad fue capturado con un fusil. Billy fue un niño
problemático que creció en las calles de Uptown, Chicago. A los 16 años, Billy
ganaba dinero organizando reuniones entre adolescentes homosexuales y
adultos. Aunque era muy diferente a Michael Bonnin y Johnny Butkovich, tenía
algo en común con ellos, conocía a John Wayne Gacy. A partir del 13 de junio de
1976 no se le volvería a ver.
Gacy fue puesto en vigilancia las 24 horas para lograr evidencias. Al siguiente
día la policía fue a la casa de Gacy, algunos amigos son llamados a la comisaría
para un interrogatorio. Gacy de nuevo evade el interrogatorio, sus amigos no
creen que Gacy sea el culpable del asesinato del Robert Piest. Frustrada la
policía por la falta de evidencias de Gacy con la muerte de Piest, deciden
arrestarlo por la posesión de marihuana y valium. Antes de ser arrestado Gacy
confiesa a un amigo y compañero de trabajo que había degollado al joven porque
lo había tratado de chantajear.
Al mismo tiempo, sale a la luz el caso Ringall, uno de los pocos sobrevivientes
de Gacy, que estaba dispuesto a descubrir a su secuestrador y violador. Ringall
tras horas de espera e investigación con la policía, ve un auto familiar, era el de
Gacy. Gacy acorralado, confiesa que él había degollado a una persona en defensa
propia y que su cuerpo estaba enterrado debajo del garaje; pero la policía
empezó a buscar por toda la casa. A los pocos minutos encuentran un montículo
sospechoso en donde había los restos de un cuerpo. Más tarde aparece el Dr.
Robert Stein, medico forense, que reconoce de inmediato el olor distintivo de los
cadáveres. Stein organiza la búsqueda de cadáveres por áreas de terrenos, como
si fuera un yacimiento arqueológico. Sabia que el trabajo se debía hacer con
cuidado para no dañar los cuerpos en descomposición.
Confesó, que había violado a sus víctimas, y que para evitar sus gritos les tapaba
la boca con sus medias o sus prendas íntimas, luego los ahorcaba con una cuerda
o los degollaba y finalmente les corta el cabello. Gacy admitió que en varias
ocasiones tuvo los cadáveres varios días debajo de su cama o en el ático mientras
preparaba el lugar para enterrarlos.
El juicio
Los familiares de las víctimas, amigos y personas que habían trabajado con Gacy
fueron llamados a declarar y narraron los constantes ataques sexuales de que
fueron víctimas en su trabajo. Durante semanas declararon mas de 70 amigos y
vecinos de Gacy. Los psicólogos demostraron que durante la matanza se
encontraba plenamente consciente de sus actos. Finalmente fue sentenciado a
muerte mediante una inyección letal, la policía nunca supo si encontró todos los
cadáveres de las víctimas de Gacy.
Ted nació con la sensación continua de rechazo por parte de su joven madre que
se quedó embarazada sin estar casada. Nació en 1946 y tuvo que soportar que su
propia madre lo hiciese pasar por su hermano para disimular. Terminó criándose
en casa de su abuelo, un maltratador, que pegaba a su abuela.
Bundy perseguía a las chicas, las atacaba preferiblemente en sus propias casas o
las engañaba, bajo el pretexto de que tenía el brazo herido, consiguiendo que
entraran a su automóvil. Una vez allí, las conducía a lugares remotos, donde
abusaba sexualmente de ellas, las mordía y las golpeaba hasta morir.
Mientras asesinaba chicas, salía con otras, y éstas sólo tenían palabras amables
para con él: “romántico” era una de ellas. Con esta premisa se acercaba sin
problema a las mujeres y comenzó a atacar a cualquier hora del día o de la
noche. Desde 1974 hasta 1978, aterrorizó a jóvenes muchachas en los campus
universitarios de Washington, Oregon, Utah, Idaho, Colorado y Florida.
El 16 de agosto de 1974 una mujer de Utah le identifica como el hombre que
trató de secuestrarla y es condenado a cumplir una condena en una cárcel de
Colorado, sin embargo se escapa y se pasa los dos siguiente meses buscando más
víctimas. Entre ellas una cría de 12 años.
Bundy dijo haber asesinado a veinte mujeres, aunque se le acusó de catorce. Las
chicas que elegía solían tener cierto parecido físico a una ex novia de pelo
oscuro y largo; pero Bundy aseguró que cuando las mataba toda su ira iba contra
su propia madre.
En 1950 los padres tuvieron una discusión que terminó con la marcha del
marido. Pero al día siguiente lo encontraron muerto y congelado en el bosque.
Henry Lee no quiso quedarse a vivir solo con su madre y se marchó también
pero como era joven y no sabía hacer nada se dedicó a robar, lo que le llevó a
reformatorios y a la penitenciaría.
En la cárcel tuvo sus primeras experiencias sexuales con hombres y cuando salió
de allí, por el 59, volvió a casa de su madre; pero para asesinarla y luego hacer el
amor a su cadáver. Henry se estaba vengando a su manera. Por supuesto le
detuvieron y le sentenciaron a prisión y cinco años de reclusión en un centro
psiquiátrico. Allí se le diagnosticó como suicida y psicópata sádico y se le
atribuyeron diversas desviaciones sexuales.
Otis Toole había vivido una infancia lúgubre y llena de abusos marcada por una
abuela satanista y una hermana que le sometió a todo tipo de perversiones
sexuales desde que Otis tenía seis años. A los 7 años ya se vestía de niña, era
algo retrasado. Se libró de su hermana cuando a ésta la metieron en un
reformatorio pero se hizo amante de un vecino.
Cuando Toole se enamoró de Henry Lee Lucas desconocía que ambos tenían la
misma perversión necrófila. A Otis le faltaba la inteligencia que tenía Henry Lee,
y a éste le faltaba la fuerza bruta de Otis. Ambos descuidaban su higiene, pero
eran simpáticos y sabían congeniar con las personas, por lo que cuando se
ganaban la confianza de alguien le mostraban el otro lado de su oscura
personalidad matándole, violándole y descuartizándole.
Una sobrina quinceañera de Otis, Becky Powell, que parecía tener diez años
aunque estaba a punto de cumplir los dieciséis. Becky se unió a la pareja en sus
andanzas. Llamaba a las puertas de las casas y cuando se abrían las puertas
entraban de golpe. Se hizo novia de Henry y los problemas con Otis
comenzaron, porque Henry, que quería comportarse como una persona normal y
dejó de asesinar para dedicarse a su novia. Durante un tiempo incluso se
dedicaron a cuidar de una anciana, Kate Rich, pero Henry no aguantó mucho
tiempo y se largaron a la carretera. Tras vivir en otro pueblo la joven pidió a
Henry que la llevara a ver a su familia a Florida. Esto no gustó a Henry pero aún
así aceptó. Hicieron autostop y surgió una discusión que terminó con la jovencita
asesinada con el famoso cuchillo de Henry, directo al corazón. Una vez muerta le
hizo el amor. Más adelante diría que aquel fue el mejor polvo con su chica.
Acababa de cometer el mayor error de su vida y no contento con ello fue a ver a
la anciana Kate, diciéndole que Becky quería verla en el camino hacia la granja.
Sin ningún motivo Henry acuchilló a la anciana. El arresto ya era sólo cuestión
de tiempo, ya que no era difícil relacionar lo acontecido. La policía no tardó en
dar con él y tras un par de interrogatorios descubrieron que tenían ante sí
probablemente al “serial killer” más sanguinario de la historia de los Estados
Unidos.
Con la policía tras su pista, Onoprienko puso tierra de por medio en 1996
abandonando el país ilegalmente para recorrer Austria, Francia, Grecia y
Alemania, en dónde estaría seis meses arrestado por robo y luego sería
expulsado.
De regreso a Ucrania sumó a los nueve otros 43 asesinatos, y poco después, ante
las pruebas encontradas por los agentes en los apartamentos de su novia y su
hermano (una pistola robada y 122 objetos pertenecientes a las víctimas),
hallaron una razón para arrestarlo. Cuando la policía le pidió los documentos en
la puerta de su casa, Onoprienko no les quiso facilitar la tarea y trató de
defenderse con un arma. Cuando los policías por fin lo detuvieron, Onoprienko
se sentó silenciosamente cruzando los brazos y les dijo sonriendo: “Yo hablaré
con un general, pero no con ustedes”. Aún así, no le quedó más remedio que
confesar sus crímenes y dejar que éstos le arrestasen.
El peritaje médico lo calificó como perfectamente cuerdo que asumía con plena
conciencia las consecuencias de sus actos. Él mismo se definió como un
“ladrón” que mataba para robar: “Mataba para eliminar a todos los testigos de
mis robos”, dijo. Por este motivo podía ser condenado a la pena capital por
crímenes premeditados con circunstancias agravantes. El presidente ucraniano,
Leonid Kuchma, dijo que daría explicaciones al Consejo de Europa para violar
en ese caso la moratoria de ejecución de la pena de muerte que su país venía
manteniendo desde marzo de 1997.
Otra frase no podía esperarse de quien dijo de si mismo: “No hay mejor asesino
en el mundo que yo. No me arrepiento de nada, y, si pudiera, sin duda volvería a
hacerlo”.
Se hablo entonces de que un agente del M16 (servicio secreto británico) se había
hecho pasar por paparazzi y fue él quien hizo una maniobra extraña para
desplazar al Mercedes o también que había reventado a tiros los neumáticos.
Igualmente se decía que el guardaespaldas ReesJones era un agente del M16
que, tras ejecutar su misión, había logrado sobrevivir gracias a un equipo
especial de protección. De acuerdo con otras teorías, una bomba había hecho
estallar el coche (sin embargo, no se hallaron restos de explosivos); un fabricante
de coches fue artífice del accidente para perjudicar la imagen de Mercedes;
Hollywood encargó el crimen de la pareja para filmar la historia del siglo; y ya,
dentro del humor más negro, que el espíritu de Gianni Versace había regresado a
la tierra para llevarse al cielo a su mejor clienta.
Y lo cierto es que algo de razón tenían. Entre las graves cuestiones sin aclarar
estaba el hecho de que el personal sanitario tardase más de dos horas en trasladar
a la princesa al hospital; o el por qué las autoridades francesas se habían negado
a facilitar las grabaciones de las cámaras de vigilancia del Ministerio de Justicia
(contiguo al Ritz). Agregaban que los investigadores están examinando fotos
ampliadas de las cámaras de seguridad del Ritz para identificar a varios
sospechosos que formaban parte del grupo agolpado frente al hotel poco antes de
la salida de Dodi y Diana, ya que, según parece, no todos eran fotógrafos ni
turistas.
Sin embargo, Rees era más bien una formalidad, para complacer al empresario
egipcio que había perdido a su hijo, que un enlace realmente efectivo. Ni el
inspector del Scotland Yard ni los investigadores de Al Fayed tenían derecho a
interrogar a testigos en Francia. Tampoco tenían acceso directo al expediente de
la investigación oficial. Lo único que recibían eran informes periódicos a través
de sus abogados franceses y de un letrado británico, Hodge Malek, quien
redactaba informes en inglés sobre el desarrollo de la investigación oficial
francesa. Ni siquiera pudieron interrogar a los empleados del Ritz.
Una posibilidad más creíble es que el accidente fuese planeado por una persona
que no viajaba en el coche. Un posible sospechoso sería el conductor del Fiat
Uno. Según parece, en el momento del impacto, el Fiat se desplazaba hacia el
centro de la carretera, bloqueando parcialmente al Mercedes. No cabe duda de
que se produjo un choque lateral entre ambos vehículos a la entrada del túnel.
Sin embargo, tal como ha demostrado el informe de Jean Pietri, ingeniero
experto en automóviles, los sucesos críticos ocurrieron una vez que Henri Paul
recobró el control del coche, tal como parece que llegó a hacer. En este instante
Paul giró de golpe el volante a la izquierda y frenó bruscamente, lo que hizo que
el coche derrapara y chocara contra el pilar del puente.
Sin embargo, varios testigos afirman haber visto una misteriosa motocicleta
detrás del Mercedes. Y están las fotografías tomadas por las cámaras del Ritz
donde aparecen personas que salen detrás de la pareja sin portar ninguna clase de
cámaras que los identifiquen como fotógrafos. Todo demasiado sospechoso.
Todo eso está muy bien, pero nada descarta que los arañazos blancos también
pueden ser de la pintura del Fiat. Según Fiat Auto Francia, se vendieron en
Francia dos modelos del coche con retrovisor de metal opcional, pintado del
mismo color que el vehículo: el Estivale (sólo comercializado en Francia) y el
Turbo I.E., curiosamente el único Fiat Uno con más aceleración que un
Mercedes S-280.
¿Se desplazó el Fiat Uno al carril de la izquierda después del primer impacto?
¿Estaba al lado o por delante del Mercedes cuando se produjo el impacto final?
La respuesta puede encontrarse en el testimonio de un testigo de accidente que
viajaba por el túnel del Alma. En el interrogatorio del 12 de septiembre, contó al
juez francés Stephan, responsable del caso, lo siguiente: “El Mercedes, en mi
opinión, no llegó nunca a adelantar al coche pequeño. Debo aclarar que, para mí,
el coche pequeño también transitaba por el carril de la izquierda, y cuando el
Mercedes intentó hacer un adelantamiento también por la izquierda, golpeó
contra algo en ese momento (el pilar número 13), y a continuación embistió el
muro de la derecha. Al ocurrir esto el coche pequeño aceleró. No sé qué fue de él
después”.
¿Y qué hay del misterioso motociclista que varios testigos vieron justo detrás del
Mercedes? Estos testigos afirman haber visto una motocicleta de gran cilindrada
reducir la velocidad y pasar al lado del coche instantes después del accidente.
No hay que olvidar que, según algunos testigos, una o dos motocicletas
perseguían al Mercedes antes de que llegara al túnel. Un testigo afirmó haber
visto a un motociclista a unos 30 metros detrás del Mercedes en el momento que
el coche entraba en el túnel. Momentos antes, el taxi en el que viajaba Brian
Anderson, empresario californiano, fue adelantado por el Mercedes y dos
motocicletas que lo perseguían de cerca. Según parece, una se proponía
“colocarse en frente del coche”, declaró. “Me dio la impresión de que conducía
peligrosamente”.
No cabe duda de que había una motocicleta muy cerca del Mercedes, y no
parece que fuera conducida por un fotógrafo. Supongamos que este motorista
estuviese compinchado con el conductor del Fiat Uno. Quizá su función era
perseguir de forma agresiva al Mercedes desde la Plaza Concorde, obligándole a
aumentar la velocidad mientras se acercaba al túnel.
Es muy posible que esa noche hubiese agentes secretos entre los paparazzi que
se encontraban frente al Ritz. Los abogados de Al Fayed presentaron 13 fotos al
juez Stephan, tomadas de las cámaras de seguridad del Ritz, en las que aparecen
varios individuos no identificados entre la muchedumbre. No llevan cámaras ni
visten como turistas; da la impresión de que examinan la zona, ya que miran en
todas direcciones. Los investigadores también andan tras la pista de un fotógrafo
inglés que merodeaba en los alrededores del Ritz. Los paparazzi franceses
afirman que les respondió con evasivas cuando le preguntaron para qué medio
trabajaba.
Psicópatas a su pesar
Como indicamos en la introducción de este libro, el mayor misterio de todos los
casos de asesinato quizá sea el de los psicópatas, personas que sin motivo
aparente matan una y otra vez.
Igual que en 1976 David Berkowitz, conocido como “el hijo de sam”, escribía
cartas a la policía para decir “volveré” o “no puedo dejar de matar”. Igual que
William Heirens, en 1945 escribió con lápiz de labios en el espejo de uno de los
lugares del crimen “por el amor de dios, detenedme antes de que siga matando”.
Los asesinos no se preocupan por ocultar o hacer desaparecer el cuerpo y se
llevan trofeos de su hazaña para mantener viva la excitación.
Son los que vuelven al lugar del crimen para controlar de cerca los progresos de
la investigación. Son aquellos a quienes la psicosis “ha desbordado”, aquellos
cuya barrera psicopática ha cedido y toda su vida se ha desorganizado.
Los criminólogos están de acuerdo desde hace mucho tiempo en que la pena de
muerte nunca ha disuadido a los criminales violentos. Si podemos asegurar que
no se permitirá que tales monstruos cumplan unos años de encarcelamiento y
luego vuelvan a nuestra sociedad, si somos capaces de ponernos de acuerdo para
mantenerlos bajo custodia el resto de su vida, entonces habremos hecho
progresos. Es más útil mantenerlos vivos para poder estudiarlos y salir al paso de
otros que pudieran ser como ellos. Más útil y más humano.
Algunos han sufrido una infancia traumática debida a malos tratos físicos o
psíquicos, por lo que han tendido a aislarse de la sociedad y tratan de vengarse
de ella. Estas frustraciones lo introducen en un mundo imaginario, mejor que el
real a fin de cuentas, en el que él es el amo y revive los abusos sufridos
identificándose esta vez con el agresor. Por esta razón, su forma de matar suele
ser de contacto directo con la víctima: utiliza cuchillo, estrangula o golpea, casi
nunca usa arma de fuego. Sus crímenes son como una especie de rituales en los
que se estimula mezclando las fantasías personales con la muerte.
Entre los asesinos en serie se pueden distinguir dos tipos: los paranoides
psicóticos y los psicópatas. El primero tiene una personalidad completamente
asocial, inmadura y actúa por esquizofrenia, es decir, oye voces o tiene
alucinaciones que lo inducen al asesinato. No es consciente de sus actos. El
psicópata, es el más peligroso por su capacidad de fingir emociones que nunca
siente, logrando engañar a las víctimas. Busca constantemente su propio placer,
es solitario, muy sociable y de aspecto encantador. Cree que todo le está
permitido y se excita con el riesgo y lo prohibido. Cuando mata, tiene como
objetivo final el humillar a la víctima para recobrar la autoridad y realzar su
autoestima. Para él, el crimen es secundario, lo que en realidad le interesa es el
deseo de dominar, de sentirse superior.
Las mujeres representan tan solo el 11% de los asesinos en serie. Por lo general
son mucho menos violentas que los asesinos masculinos y raramente cometen un
homicidio de carácter sexual. Cuando matan, no suelen utilizar armas de fuego y
raramente usan armas blancas, sino que tienen preferencia por métodos más
discretos y sencillos, como puede ser el veneno. Ellas son metódicas y muy
cuidadosas. Planean el crimen meticulosamente y de una manera tan sutil, que
causa verdaderos quebraderos de cabeza a los investigadores que tratan de darles
alcance. De hecho suele pasar mucho tiempo antes de que la policía logre
identificar y localizar a una mujer asesina. Han sido muchas veces ignoradas por
la prensa y los medios en general, creyendo que una mujer que asesinaba varias
veces y sin motivo aparente, no podía ser más que un caso común de
esquizofrenia o algún tipo de demencia. Posteriormente se llevaría a cabo algún
que otro estudio sobre el perfil psicológico de la mujer asesina en serie, y se
descubriría que tras esos rostros frágiles que inspiran ternura unas veces, y otras
compasión, se ocultan verdaderas mentes psicopáticas y criminales.
Pero respecto a las causas, las verdaderas causas, dejando a un lado las
disquisiciones psicológicas y demás estudios de comportamiento, puede,
creemos firmemente, expresarse en una frase que compendia y resume las
declaraciones de muchos de estos asesinos: “MATAN PORQUE LES GUSTA
HACERLO”.