Texto 2 de Alexis de Tocqueville

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Textos de Alexis de Tocqueville

La democracia en América (vol. II, 4a parte, cap. 6)


Quiero imaginar bajo qué rasgos nuevos el despotismo podría darse a conocer
en el mundo; veo una multitud innumerable de hombres iguales y semejantes, que
giran sin cesar sobre sí mismos para procurarse placeres ruines y vulgares, con los
que llenan su alma.
Retirado cada uno aparte, vive como extrañ o al destino de todos los demá s, y
sus hijos y sus amigos particulares forman para él toda la especie humana: se halla
al lado de sus conciudadanos, pero no los ve; los toca y no los siente; no existe sino
en sí mismo y para él só lo, y si bien le queda una familia, puede decirse que no
tiene patria.
Sobre estos se eleva un poder inmenso y tutelar que se encarga só lo de asegurar
sus goces y vigilar su suerte. Absoluto, minucioso, regular, advertido y benigno, se
asemejaría al poder paterno, si como él tuviese por objeto preparar a los hombres
para la edad viril; pero, al contrario, no trata sino de fijarlos irrevocablemente en la
infancia y quiere que los ciudadanos gocen, con tal de que no piensen sino en
gozar. Trabaja en su felicidad, mas pretende ser el ú nico agente y el ú nico á rbitro
de ella; provee a su seguridad y a sus necesidades, facilita sus placeres, conduce
sus principales negocios, dirige su industria, arregla sus sucesiones, divide sus
herencias y se lamenta de no poder evitarles el trabajo de pensar y la pena de vivir.
De este modo, hace cada día menos ú til y má s raro el uso del libre albedrío,
encierra la acció n de la libertad en un espacio má s estrecho, y quita poco a poco a
cada ciudadano hasta el uso de sí mismo. La igualdad prepara a los hombres para
todas estas cosas, los dispone a sufrirlas y aun frecuentemente a mirarlas como un
beneficio.
Después de haber tomado así alternativamente entre sus poderosas manos a
cada individuo y de haberlo formado a su antojo, el soberano [el Estado] extiende
sus brazos sobre la sociedad entera y cubre su superficie de un enjambre de leyes
complicadas, minuciosas y uniformes, a través de las cuales los espíritus má s raros
y las almas má s vigorosas no pueden abrirse paso y adelantarse a la
muchedumbre: no destruye las voluntades, pero las ablanda, las somete y dirige;
obliga raras veces a obrar, pero se opone incesantemente a que se obre; no
destruye, pero impide crear; no tiraniza, pero oprime; mortifica, embrutece,
extingue, debilita y reduce, en fin, a cada nació n a un rebañ o de animales tímidos e
industriosos, cuyo pastor es el gobernante.
Siempre he creído que esa especie de servidumbre arreglada, dulce y apacible,
cuyo cuadro acabo de presentar, podría combinarse mejor de lo que se imagina
con alguna de las formas exteriores de la libertad, y que no le sería imposible
establecerse a la sombra misma de la soberanía del pueblo.
En nuestros contemporá neos actú an incesantemente dos pasiones contrarias;
sienten la necesidad de ser conducidos y el deseo de permanecer libres. No
pudiendo destruir ninguno de estos dos instintos contrarios, se esfuerzan en
satisfacerlos ambos a la vez: imaginan un poder ú nico tutelar, poderoso, pero
elegido por los ciudadanos, y combinan la centralizació n con la soberanía del

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pueblo, dá ndoles esto algú n descanso. Se conforman con tener tutor, pensando que
ellos mismos lo han elegido. Cada individuo sufre porque se le sujeta, porque ve
que no es un hombre ni una clase, sino el pueblo mismo, quien tiene el extremo de
la cadena. En tal sistema, los ciudadanos salen un momento de la dependencia,
para nombrar un jefe y vuelven a entrar en ella.
Hoy día hay muchas personas que se acomodan fá cilmente con esta especie de
compromiso entre el despotismo administrativo y la soberanía del pueblo, que
piensan haber garantizado bastante la libertad de los individuos, cuando la
abandonan al poder nacional. Pero esto no basta, la naturaleza del jefe no es la que
importa, sino la obediencia.
No negaré, sin embargo, que una constitució n semejante no sea infinitamente
preferible a la que, después de haber concentrado todos los poderes, los depositara
en manos de un hombre o de un cuerpo irresponsable. De todas las formas que el
despotismo democrá tico puede tomar, indudablemente ésta sería la peor.
Cuando el soberano es electivo o está vigilado de cerca por una legislatura
realmente electiva e independiente, la opresió n que hace sufrir a los individuos es
algunas veces má s grande, pero siempre es menos degradante, porque cada
ciudadano, después de que se le sujeta y reduce a la impotencia, puede todavía
figurarse que al obedecer no se somete sino a sí mismo y que a cada una de sus
voluntades sacrifica todas las demá s.
Comprendo igualmente que, cuando el soberano representa a la nació n y
depende de ella, las fuerzas y los derechos que se arrancan a cada ciudadano, no
sirven solamente al jefe del Estado, sino que aprovechan al Estado mismo y que los
particulares obtienen algú n fruto del sacrificio que han hecho al pú blico de su
independencia.
Crear una representació n nacional en un país muy centralizado, es disminuir el
mal que la extrema centralizació n puede producir, pero no es destruirlo.
Bien veo que de este modo se conserva la intervenció n individual en los
negocios má s importantes; pero se anula en los pequeñ os y en los particulares. Se
olvida que en los detalles es donde es má s peligroso esclavizar a los hombres. Por
mi parte, me inclinaría a creer que la libertad es menos necesaria en las grandes
cosas que en las pequeñ as, sin pensar que se puede asegurar la una sin poseer la
otra.
La sujeció n en los pequeñ os negocios se manifiesta todos los días y se hace
sentir indistintamente en todos los ciudadanos.
No los desespera, pero los embaraza sin cesar y los conduce a renunciar al uso
de su voluntad; extingue así poco a poco su espíritu y enerva su alma, mientras que
la obediencia debida en pequeñ o nú mero de circunstancias muy graves, pero muy
raras, no deja ver la servidumbre sino de tiempo en tiempo, y no la hace pesar sino
sobre ciertos hombres. En vano se encargaría a estos mismos ciudadanos tan
dependientes del poder central, de elegir alguna vez a los representantes de este
poder; un uso tan importante, pero tan corto de su libre albedrío, no impediría que
ellos perdiesen poco a poco la facultad de pensar, de sentir y de obrar por sí
mismos, y que no descendiesen así gradualmente del nivel de la humanidad.
Añ ado, ademá s, que vendrían a ser bien pronto incapaces de ejercer el grande y

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ú nico privilegio que les queda. Los pueblos democrá ticos, que han introducido la
libertad en la esfera política, al mismo tiempo que aumentaban el despotismo en la
esfera administrativa, han sido conducidos a singularidades bien extrañ as. Si se
trata de dirigir los pequeñ os negocios en que só lo el buen sentido puede bastar,
juzgan que los ciudadanos son incapaces de ello; si es preciso conducir el gobierno
de todo el Estado, confían a estos ciudadanos inmensas prerrogativas, haciéndose
alternativamente los juguetes del soberano y de sus señ ores; má s que reyes y
menos que hombres. Después de haber agotado todos los diferentes sistemas de
elecció n, sin hallar uno que les convenga, se aturden y buscan todavía, como si el
mal que tratan de remediar no dependiera de la constitució n del país, má s bien que
de la del cuerpo electoral.
Es difícil, en efecto, concebir de qué manera hombres que han renunciado
enteramente al há bito de dirigirse a sí mismos, pudieran dirigir bien a los que
deben conducir, y no se creerá nunca que un gobierno liberal, enérgico y prudente,
pueda salir de los sufragios de un pueblo de esclavos.
Una constitució n republicana, por un lado, y por otro ultramoná rquica, me ha
parecido siempre un monstruo efímero. Los vicios de los gobernantes y la
imbecilidad de los gobernados, no tardarían en producir su ruina, y el pueblo,
cansado de sus representantes y de sí mismo, crearía instituciones má s libres o
volvería pronto a doblar la cerviz ante un solo jefe.

El antiguo régimen y la Revolución (libro III, cap. 3).

El Estado, segú n los economistas, no tiene que limitarse ú nicamente a mandar


en la nació n, sino que tiene que conformarla de cierta manera; a él le corresponde
formar el espíritu de los ciudadanos segú n cierto modelo propuesto de antemano;
su deber es llenarlo de ciertas ideas y proporcionar a su corazó n ciertos
sentimientos que juzga necesarios. En realidad no hay límites para sus derechos ni
para sus posibilidades; no se limita a reformar a los hombres, sino que los
transforma; ¡só lo de él depende hacer de los individuos otros nuevos! "El Estado
hace de los hombres todo lo que quiere", dice Bodeau. Esta frase resume todas las
teorías de los economistas.
Este inmenso poder social que los economistas imaginaban no solamente es
má s grande que todos los que tienen ante sus ojos; difiere también de estos por el
origen y por el cará cter. No deriva directamente de Dios; no se relaciona con la
tradició n; es impersonal: ya no se llama rey, sino Estado; no es herencia de una
familia; es el producto y el representante de todos, y debe someter el derecho de
cada uno a la voluntad de todos.
Esta forma particular de tiranía que se llama despotismo democrá tico, y de la
cual la Edad Media no tenía ni idea, les es familiar. Basta de jerarquía en la
sociedad, basta de clases, basta de rangos establecidos; un pueblo compuesto de
individuos casi semejantes y enteramente iguales ante la ley, una masa confusa
reconocida como ú nico soberano legítimo, pero cuidadosamente privada de todas
las facultades que podrían permitirle dirigir e incluso supervisar ella misma su

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gobierno. Por encima de ella un mandatario ú nico, encargado de hacerlo todo en su
nombre sin consultarle. Para controlarlo, una razó n pú blica sin ó rganos; para
contenerlo, revoluciones y no leyes: en derecho, un agente subordinado; de hecho,
un amo [. . .].
Se suele creer que las teorías destructivas que se designan en nuestros días con
el nombre de socialismo son de origen reciente; es un error; estas teorías son
contemporá neas de los primeros economistas. Pero mientras éstos soñ aban con un
gobierno omnipotente que cambiara las formas de la sociedad, los socialistas se
adueñ aban en su imaginació n de ese mismo poder para derribar las bases de dicha
sociedad.

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