Modelo Exportador
Modelo Exportador
Texto elaborado para uso interno de la Cátedra de Historia Social General. 2020
Pavetti, Oscar A.
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nente europeo y asiático, como evidencia palpable del proceso modernizador.
Para América latina, la particularidad del período 1850-1930 se expresó en un
crecimiento económico que acompañó las transformaciones del capitalismo mun-
dial y colocó a la región en una situación expectante en el orden mundial. Esta situa-
ción no era novedosa, Latinoamérica ya formaba parte del capitalismo occidental
antes de su independencia política ocurrida entre 1808 y 1826. Como colonia de los
reinos ibéricos, las distintas regiones supieron aportar al tráfico mundial sus espe-
cialidades, en particular el oro y la plata, y también sufrieron los altibajos de los
ciclos económicos mundiales; tan es así que, la disolución de los vínculos coloniales
a consecuencia de los procesos de independencia, habría coincidido con una pro-
funda recesión en las metrópolis (España y Portugal) y sus colonias, de manera tal
que en los primeros tiempos independientes, los nuevos Estados estuvieron some-
tidos a graves penurias económicas, agravadas aun más por la guerra en el caso de
las que estuvieron vinculadas a la corona española. Esta situación persistió en grado
diverso hasta mediados del siglo XIX cuando algunos productos empezaron a res-
ponder con cierta agilidad a la demanda mundial; tal es el caso de la explotación del
guano peruano desde la década de 1840, que como fertilizante se difundió en Euro-
pa; o el caso de la ganadería vacuna (carne salada, cuero, sebo, etc.) y la ovina (como
proveedora de lana para la industria textil del norte de Europa), que transformaron
el paisaje rural en la pampa húmeda argentina, en Uruguay y el sur brasileño.
Hacia mediados del siglo XIX, una segunda revolución industrial, más intensa y
general que la primera, permitió superar definitivamente la situación recesiva post-
independencia y aportó algunos elementos claves para la modernización económi-
ca. Entre los más importantes mencionaremos:
ü Una disminución de los costos del transporte marítimo y fluvial, por la difu-
sión de los barcos a vapor y el mejoramiento tecnológico de los de vela; y por
el rápido desarrollo de las vías ferroviarias que permitieron unir regiones dis-
tantes y ampliar las fronteras agrícolas.
ü Un novedoso sistema de comunicación, el telégrafo, al que pronto le siguió el
teléfono, que facilitó la circulación de noticias y comentarios a través de la
prensa diaria.
ü El consenso mundial alcanzado alrededor del establecimiento de una moneda
de cambio fijo –el patrón oro–, respaldado y gestionado por Gran Bretaña en
su papel de potencia dominante del siglo XIX, que facilitó los intercambios
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comerciales y financieros a nivel internacional.
ü Un excedente de capitales absorbidos por el sistema financiero internacional,
que fueron invertidos en las economías latinoamericanas, tanto en las áreas
del transporte, comercio, como finanzas; y en forma indirecta, a través de prés-
tamos a los Estados.
ü El trasiego de enormes contingentes de inmigrantes europeos, atraídos por
las oportunidades que ofrecieron particularmente Argentina, Uruguay, Brasil
y Chile; y de asiáticos a Perú y Cuba como mano de obra barata, que dieron
impulso al proceso de urbanización.
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aceites, la ganadería vacuna que sufrió un fuerte impulso cuando el transporte tér-
mico favoreció los embarques a Europa; mientras, en la región central brasileña la
producción cafetalera extendía sus cultivos y se convertía en hegemónica en el mer-
cado mundial. El resultado en estos casos fue un fenómeno cíclico típico de una era
de expansión: la ampliación de la frontera agrícola consecuencia del desarrollo capi-
talista fruto de la guerra y expropiación de los territorios indígenas y de la construc-
ción del ferrocarril. Otro producto, el caucho, a través de su explotación natural con-
seguía ser un proveedor principal de la naciente industria automotriz, a costa de la
devastación de la selva amazónica, beneficiando a Brasil, Bolivia y Perú principal-
mente. Chile con una política territorial expansiva y su tradición minera, supo do-
minar el Pacífico Sur y exportar cobre y salitre; mientras que, Venezuela, primero
con el café y posteriormente con el petróleo, recreó un polo importante sobre el
Caribe. Así, nuevos y renovados productos exportables intensificaron el tráfico co-
mercial en general hacia los países europeos y Estados Unidos, ávidos de alimentos
y productos tropicales, pero también de metales y nitratos. Se originó entonces un
segundo ciclo de integración a la economía mundial, tras el impasse provocado por
la recesión post-colonial, aunque ahora las relaciones estaban teñidas por una cre-
ciente división internacional del trabajo que convertía básicamente a las econo-
mías latinoamericanas en productoras de bienes primarios para abastecer a los
países industrializados.
Si bien, los gobiernos latinoamericanos instalados después de la Independencia
impusieron el librecambio como doctrina económica tras liberar las regulaciones
que el dominio ibérico había dispuesto durante el período colonial, esto no resultó
un impedimento para que el Estado encuentre una base firme para obtener recur-
sos, dirigir las inversiones y promover el desarrollo. Lo hizo directamente a través
de los impuestos comerciales (principalmente derechos de importación) sin necesi-
dad de recurrir a la presión fiscal interna; e indirectamente, con la obtención de
empréstitos que la banca mundial ofrecía en las épocas de auge y liquidez y que el
Estado garantizaba con el futuro incremento de la recaudación impositiva, fruto del
crecimiento de la economía que impulsaban las inversiones y el mercado mundial.
Esta capacidad prestataria del capital financiero internacional no tuvo su correlato
en el campo de las inversiones productivas, las cuales fueron cautas y restringidas
durante el siglo XIX. Esta conducta fue revertida a principios del siglo XX por los
capitales estadounidenses, que realizaron fuertes inversiones en los sectores pro-
ductivos (básicamente en minería, producción agrícola tropical y frigoríficos) ge-
nerando una competencia con los tradicionales capitales nacionales, que tuvo como
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efecto una ola de expresiones nacionalistas y antimperialistas; como por ejemplo la
publicación de la novela “Ariel” del uruguayo José Enrique Rodó: un alegato contra la
cultura anglosajona y norteamericana en particular, revalorizando las raíces hispá-
nicas del subcontinente y en la búsqueda de una identidad latinoamericana.
La definitiva formación de las naciones estuvo acompañada de una serie de “re-
formas liberales” que promocionaron básicamente el derecho de propiedad priva-
da y la liberalización de la mano de obra, encarándose una serie de leyes que tuvie-
ron una aplicación progresiva y no exenta de dificultades. Se inscriben en esta serie
la «Ley Lerdo» (México, 1857), que impedía la propiedad corporativa, una medida
que atacaba a la iglesia católica y a las comunidades indígenas para que liberaran
sus tierras al mercado para convertirlas en propiedad privada. En aquellos lugares
donde la frontera tenía posibilidades de ampliarse, la solución al hambre de tierras
fue el aniquilamiento de las tribus que habitaban la inmensidad, como ejemplo ilus-
trativo podríamos señalar la “conquista del desierto” poblado de indios emprendida
por Roca en el sur argentino. El actor más importante que se comprometió en la
lucha contra las corporaciones (la iglesia, las comunidades indígenas, las milicias,
los comerciantes, etc.) fue el Estado, en este caso para abolir los privilegios, garanti-
zar la libertad individual, impulsar el desarrollo capitalista y construir el Estado Na-
ción. Así, se encomendó la tarea de los registros de nacimientos, muertes y matri-
monios civiles, además de la educación y la sanidad, desalojando a la iglesia de sus
funciones tradicionales. También formó una burocracia que cumplió con las fun-
ciones administrativas y de seguridad (ejército profesional), inherentes a un Estado
moderno.
Librecambio e inversiones echaron las bases de un círculo virtuoso que contri-
buyó a que las ideas liberales adoptadas en Latinoamérica, fueran confirmadas in
situ. Así, el Estado se nutrió de recursos provenientes del crecimiento del comercio
exterior, sin gravar las actividades económicas internas, aportando como
contraprestación las inversiones necesarias en obras de infraestructura que facili-
taron el tránsito de productos y servicios transables con el exterior. Este particular
desarrollo modernizador se entendió como un conjunto de oportunidades que ofre-
cía el comercio internacional (o “lotería de bienes” como llamaron algunos histo-
riadores); donde la respuesta particular de cada sector contribuyó a diseñar los dis-
tintos espacios productivos en función de la demanda (o “al mejor postor”). De ma-
nera tal que la oferta tuvo un carácter espasmódico –es decir no regular– y el peso
de los distintos productos en la balanza comercial sufrió modificaciones perma-
nentes. El pensamiento económico liberal argumentaba acerca de las provechosas
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“ventajas comparativas” que las naciones debían tener en cuenta; proponiendo una
concepción utilitarista que no previno que dichas ventajas fueron apareciendo
azarosamente en el tiempo, y que estas necesitaban de una decisión política y un
costo económico que promocionara las inversiones y les brindara un horizonte tem-
poral más amplio.
La modernización implicó básicamente el desarrollo de una infraestructura casi
inexistente. Se destacaron las construcciones portuarias adecuadas al nuevo porte
de las naves y al incremento de los intercambios; el crecimiento incesante de las
comunicaciones y el transporte, con la instalación del telégrafo, las oficinas postales
y más tarde el teléfono; el transporte, con el tendido de líneas ferroviarias y la cons-
trucción de caminos y canales, allí donde la vía fluvial facilitara los desplazamientos.
En todos estos casos, a las facilidades adquiridas para las comunicaciones y el des-
plazamiento de mercancías y personas, se le agregaba la importancia estratégica
que tenían estos adelantos para los remozados Estados nacionales, que les permitía
controlar todo el territorio con un rápido despliegue de sus noveles fuerzas arma-
das profesionales, haciendo efectivo el poder político de los gobiernos centrales so-
bre las pretensiones localistas y caudillescas; ya que obró en consecuencia como
una eficaz herramienta de dominación hegemónica, constituyéndose una élite na-
cional vinculada al poder político u “oligarquía”, en su designación más peyorativa.
En el campo de la producción, la instalación de complejos agroindustriales (como
los ingenios o frigoríficos), la instalación de depósitos (silos y bodegas) y despachos
(puertos y estaciones), facilitaron los intercambios internos y externos y en la me-
dida que estos replicaron en otras actividades económicas, permitieron un inci-
piente desarrollo industrial dirigido a sustituir algunas importaciones. Todas estas
transformaciones fueron apoyadas por una red bancaria que permitió canalizar el
ahorro y el capital, tanto nacional como extranjero. La mano de obra adquirió un
tono más moderno, el salario en moneda fraccionaria se fue difundiendo, desalojan-
do lentamente las formas arcaicas de contratar mano de obra, como la esclavitud, el
peonaje por deudas, la tienda de rayas, etc.; una situación que contribuyó a cons-
truir un mercado interno, en un principio acotado al medio urbano y posteriormen-
te a su zona de influencia. El resultado final fue una incesante urbanización y una
extrema desigualdad entre sus habitantes y los distintos espacios regionales. Cabe
aclarar que la modernización no estuvo dirigida originalmente a construir un mer-
cado interno en consonancia con la formación política nacional, sino que estuvo
orientada a cubrir las necesidades del sector exportador, ya sea agrario o minero;
tampoco implicó un plan de largo alcance tendiente a superar la fase de desarrollo
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primario de la economía para encarar una vía para la industrialización nacional; a
pesar de todo, se abrieron posibilidades en aquellos sectores productivos que te-
nían ciertas ventajas de sustituir importaciones, tal como ocurrió en la industria del
calzado, textil, bebidas y alimentos, entre los sectores pioneros. Como corolario, el
proceso tendió a reforzar la posición económica, social y política de los sectores
sociales dominantes que pudieron aprovechar el desarrollo económico e incorpo-
rar a los nuevos grupos en ascenso, garantizando una creciente prosperidad, pero
también un orden social y político que contribuyó al desarrollo institucional a ima-
gen y semejanza de las naciones más prósperas.
La modernización no fue uniforme, cada uno de los países se vio enfrascado en
este proceso en distintos momentos y los efectos se hicieron sentir en forma des-
igual en cada una de las regiones o sub-regiones, lo que determinó hondas diferen-
cias entre unas zonas y otras. Los países que disponían de una frontera agrícola
todavía abierta y suficiente, tendieron a desarrollar una agricultura combinada con
la ganadería; los cereales y la carne vacuna fueron los productos por excelencia de
Argentina, Chile central, Uruguay y sur de Brasil. En otras zonas, la agricultura de
tipo tropical desarrolló una oferta combinada de alimentos para el «desayuno y el
postre», tal como el azúcar en Cuba y otras islas del Caribe, la costa peruana y el
centro de México (Morelos), el café en Brasil con epicentro en Río de Janeiro pronto
se desplazó al estado de San Pablo; Venezuela, Colombia y otras zonas del Caribe
también contribuyeron a su producción; el cacao tuvo su desarrollo en Ecuador y los
países centroamericanos, lo mismo que el banano y el tabaco. Y siguiendo con la
tradición minera, los países andinos y México lograron incorporar nuevas tecnolo-
gías a los yacimientos que ayudaron a renovar su oferta de cobre y plata, sumando
además otros minerales requeridos por los procesos industriales de los países desa-
rrollados, como el plomo, cinc, estaño, etc. Otros productos mineros, como el salitre,
fueron aportados al mercado por Chile, que tras librar la guerra del Pacífico (1879-
1881) se apropió de los ricos yacimientos de sus vecinos peruanos y bolivianos y se
convirtió en el exportador hegemónico de este abono natural y componente esen-
cial de los explosivos de la época; por otro lado, el petróleo inauguró su ciclo a princi-
pios del siglo XX, del cual México y Venezuela resultaron los mayores usufructua-
rios, aunque fuertemente vinculados al aporte de capital y tecnología extranjera.
En la sociedad se notaron los efectos de la modernización, en particular en la
cúspide donde los sectores propietarios vinculados a la economía externa se vieron
favorecidos por el buen clima de los negocios; y como contracara, el mundo indíge-
na fue el más perjudicado. Su situación se vio agravada en comparación con su an-
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terior situación colonial al intensificarse el desarrollo capitalista, ahora el requeri-
miento de mano de obra se tradujo en una mayor explotación; mientras que sus
tierras comunales fueron asediadas por un creciente mercado estimulado por las
políticas liberales de los gobiernos. Esta compresión que sufrieron los indígenas se
extendió sobre el campesinado en general y fue la revolución mexicana (1910 a
1917, en su fase más radical) el paradigma de todas estas resistencias. Mientras los
intelectuales, por su parte, se mostraron en general partidarios del proceso de cre-
cimiento económico y estuvieron influidos por el positivismo europeo, aunque su-
pieron adaptarlo a la situación particular latinoamericana, invocando las más de las
veces el carácter científico de esta teoría, para postular un liberalismo más racional
y menos anárquico que el de la primera mitad del siglo XIX. En este sentido, su ma-
nifestación más explícita fue en México, con la participación en el gobierno de Porfirio
Díaz (1876 a 1880 y 1884 a 1910), donde recibieron el apelativo de “los científicos”.
Una cuestión clave para entender los diferentes grados de desarrollo alcanzado
por las economías nacionales es observar la importancia alcanzada por la difusión
de una economía de intercambio comercial, capaz de acumular capitales, invertir y
producir para el mercado; en contraposición a aquellas en que predominaba el
autoconsumo y se mostraban impermeables a las solicitudes del sistema capitalista,
que por lo general correspondían a regiones mediterráneas y de fuerte presencia
indígena y campesina. En nuestro análisis debemos considerar que un creciente
excedente de manufacturas en las potencias industriales, combinado con la existen-
cia en Latinoamérica de un mercado abierto y una débil base industrial, permitió
sostener casi sin fisuras un modelo de desarrollo en base al libre comercio, un cier-
to grado de protección para la actividad interna, el aliento a la inversión tanto local
como extranjera y la inmigración como una forma de captar la mano de obra nece-
saria. Estas lógicas y estas ideas se plantearon en unas realidades regionales donde
emergían en distintas proporciones un sector exportador y otro no exportador que
continuaba siendo mayoritario; y cuanto más escindidas estuvieron estas esferas,
resultó más difícil el desarrollo de una economía capitalista exitosa. Una evaluación
cuantitativa de la importancia alcanzada por el sector exportador con respecto al
total de la economía nacional, demuestra todavía una marcada preeminencia del
sector interno, relativizándose así el potencial efecto modernizador que las expor-
taciones podían transmitir. En el caso de Argentina, durante los años 1877 y 1910 el
sector exportador nunca supera el 18% del PBI; y en el caso de México, el sector
exportador sólo llega a un 19,3% del PBI recién en 1910.
Los estímulos económicos externos resultaron fundamentales para que el mo-
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delo exportador promoviera el desarrollo interno; pero, para que esta vía resultara
exitosa, el índice de las exportaciones debía ser significativamente más alto que el
que correspondía al crecimiento promedio de la economía general del país, en rela-
ción con la cantidad de habitantes nacionales (per cápita). Este objetivo sólo fue
alcanzado por Argentina y Chile, por lo que se deduce que una buena performance
de las exportaciones no bastaba para promover el desarrollo a la escala que habían
alcanzado las potencias. En este sentido, la crítica puntual y coincidente al modelo de
desarrollo, gira alrededor del escaso esfuerzo realizado para lograr una mayor pro-
ductividad (con tecnología y capitales) en el sector de la economía no exportadora y
una creciente diversificación de la producción exportable; factores que eran nece-
sarios para lograr un crecimiento compatible con el desarrollo de las naciones más
prósperas.
Si bien, el establecimiento y promoción de una economía de exportación, tenía
una estrecha vinculación con los estímulos externos; los intercambios y la conducta
expansionista de las potencias no siempre siguieron un rumbo cooperativo y de
respeto, a veces se tradujeron en intervenciones abiertas o soterradas, violentas o
pacíficas. Por ejemplo: la intervención española para sofocar el primer intento
independentista en Cuba (1868-1878), la intervención francesa en México (1861-
1867) para instalar el particular gobierno del emperador Maximiliano de Habsburgo,
el bombardeo a los puertos venezolanos por los barcos alemanes para cobrar deu-
das impagas o la invención de Panamá (1903) a partir de una provincia colombiana
que facilitó la construcción del canal interoceánico por parte de Estados Unidos. Como
contrapartida, la situación política interna se desenvolvió también en contradiccio-
nes. Si por un lado tendió a estabilizar sociedades y gobiernos; por otro lado, no
pudo librarse de las fricciones que involucraron a casi todos los países latinoameri-
canos abocados a fijar los límites nacionales, a capturar regiones potencialmente
provechosas en términos económicos o consideradas simplemente estratégicas.
Entre los conflictos más graves pueden citarse a la “Guerra del Paraguay” (Argenti-
na, Uruguay y Brasil contra Paraguay, entre 1864 y 1870), o la “Guerra del Pacífico”
(Entre 1879 y 1883) que determinó la pérdida del litoral marítimo de Bolivia y otros
territorios de Perú a manos de Chile.
Un problema que conspiró contra el desarrollo de la modernización, estuvo en
relación con la existencia de extensos latifundios y formas precapitalistas de contra-
tación de la mano de obra, que modelaron una sociedad muy desigual («dualista»,
según algunos) y originariamente “subdesarrollada”. La gran propiedad devenida
en su origen de las estructuras materiales, sociales y mentales del período colonial;
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en la segunda mitad del siglo XIX se vio favorecida por la acción del Estado que, con
la doble intención fiscalista y ordenadora de los derechos sobre la propiedad, subas-
tó enormes extensiones de tierra. Fue entonces que, la temprana apropiación de las
tierras aptas para la producción, por grupos sociales con suficiente capacidad ad-
quisitiva e influencia política, bloqueó la posibilidad de acceder a los recursos dis-
ponibles a la mayoría de la población. La situación se agravó y tuvo repercusiones
sociales importantes cuando los flujos migratorios venidos de Europa y las migra-
ciones regionales se encontraron con los recursos productivos fuera de su alcance,
sumándose a una excesiva oferta de mano de obra, lo que se tradujo en bajos niveles
salariales y un franco retroceso de las formas de contratar la mano de obra con el
aumento de la coacción extraeconómica. Ante esta perspectiva, no se registraron
aumentos en la productividad laboral por la ausencia de incentivos y tampoco se
formó un verdadero mercado interno, en este caso por la insuficiente masa salarial
monetizada que pudiese constituir a los asalariados como consumidores.
La periodicidad adoptada para el estudio de la modernización latinoamericana,
está muy relacionada con factores exógenos que impusieron su ritmo y sus límites
al proceso; así, la propagación de los beneficios que produjo la segunda revolución
industrial con sus innovaciones tecnológicas y financieras, potenciado por el
expansionismo exacerbado por las fricciones inter-imperialistas, encontraron a
mediados del siglo XIX, las condiciones óptimas para el desarrollo del modelo
exportador que les permitió a los países latinoamericanos integrarse de una mane-
ra particular al mercado mundial. Casi todos los historiadores coinciden en otorgar-
le al período 1880-1914, la categoría de edad de oro; sin duda, un reflejo del clima
mundial que la segunda revolución industrial había propagado. De lo que se des-
prende que los veinte o treinta años anteriores fueron de acumulación de factores
positivos que contribuyeron posteriormente al auge.
Desde la década de 1880 hasta el inicio de la gran perturbación externa –la pri-
mera guerra mundial– el modelo exportador tuvo una expansión notable. Entonces,
las economías latinoamericanas tuvieron que convivir con un conflicto bélico que
en algunos casos ocasionó los primeros síntomas visibles de una crisis anticipada
del modelo; y en otros casos, obligó a realizar unos ajustes vitales para la
sobrevivencia del modelo. La primera guerra mundial significó un grave contratiem-
po para el proceso de auge exportador al instalar un clima bélico planetario, que
reorientó el comercio (y a veces hasta lo anuló), haciendo peligrar el librecomercio
y las inversiones, cuya consecuencia más trascendente fue la de permitir el avance
de los Estados Unidos que desplazó a Gran Bretaña en su papel hegemónico en los
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intercambios con América Latina (con la excepción del Cono Sur). Para estimar el
cambio observemos las siguientes cifras que no contemplan a México, los países
centroamericanos y los del Caribe, un área de indiscutible predominio estadouni-
dense:
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abierta en 1929, es necesario también vincularlo con los problemas que pusieron
en duda su viabilidad y la aparición al final de esta etapa de propuestas alternativas
vinculadas al proceso de sustitución de importaciones (o ”crecimiento hacia aden-
tro”, en contraposición al “crecimiento hacia fuera” de la etapa anterior), que empí-
ricamente se fue desplegando y difundiendo, a la par que las críticas al modelo
exportador se fueron haciendo más lapidarias. Estas fueron difundidas desde los
tempranos escritos institucionales de la CEPAL (Centro de Estudios para América
Latina, organismo dependiente de las Naciones Unidas), en la década de 1950, a tra-
vés de Raúl Prebisch y de Celso Furtado, entre los más influyentes. Estos postularon
que el subdesarrollo de las naciones latinoamericanas tenía su explicación en el
continuo aumento de los precios de los bienes importados que crecían por encima
de los de las exportaciones latinoamericanas, necesitándose cada vez más un mayor
volumen exportable para adquirir la misma cantidad de importaciones (lo que los
economistas denominan: el deterioro de los términos de intercambio). Una situa-
ción que era necesario revertir a través de un decidido plan de industrialización que
terminara con las atrasadas estructuras rurales y fortaleciera el mercado interno.
Como una derivación de esta corriente, en los años 1960/70, se expresó la Teoría de
la Dependencia, que apuntaba sus críticas al grado de dependencia que generaba la
existencia del capital extranjero, señalado como el mayor usufructuario del desarro-
llo nacional, que en una relación desigual condenaba a los países latinoamericanos
al subdesarrollo como meros abastecedores de materias primas. Si bien la visión
cepalina propugnaba un enfoque más académico y los dependentistas acentuaban
lo político-ideológico, la discusión no terminó de saldarse y abrió posteriormente la
brecha a unas posturas «revisionistas», que interpretaron que las dificultades que
planteaba el desarrollo latinoamericano tenían sus responsables internos, que de-
bían haber dirigido sus esfuerzos a generar políticas económicas susceptibles de
transformar las oportunidades externas en acumulación de capitales, para ser diri-
gidos a inversiones en el aparato productivo capaz de transformar y elevar la pro-
ductividad general de la economía no exportadora, construyendo el mercado inter-
no y diversificando la producción; para ello había que operar sobre los factores más
importantes que intervenían en el proceso económico: capital, mano de obra y Es-
tado.
La creciente participación de las economías latinoamericanas en el mercado
mundial, si bien definió un perfil modernista en los países que adhirieron al modelo
exportador, su ubicación en el concierto de las naciones capitalistas quedó a medio
camino entre las potencias que alcanzaron la plena industrialización y aquellos paí-
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ses sumergidos en la pobreza y el colonialismo. De manera tal que una vez que el
ciclo económico finalizó alrededor de 1930, los conceptos antagónicos como nacio-
nalismo, autarquía e intervencionismo estatal, encabezaron la reacción al modelo
exportador; inaugurando una nueva etapa de creciente integración y desarrollo na-
cional hasta la década de 1970, en que los países latinoamericanos emprendieron
una larga agonía acorralados por el peso de una creciente deuda externa que deter-
minó a los años de 1980 como la “década perdida” para los países latinoamericanos.
Hemos intentado a lo largo del texto hacer comprensible un proceso que deter-
minó una vía del desarrollo capitalista en América Latina; que, sin ser uniforme,
indujo a todas las élites gobernantes a reproducir el mismo programa económico
con suerte diversa. El período 1850 – 1930 puede considerarse como una verdade-
ra transición de una economía de base rural y primaria a otra de carácter industrial
y urbana, que ya algunos países empezaron a ensayar en las primeras décadas del
siglo XX y recién pudieron consolidar varias décadas después influyendo en el mis-
mo sentido los aspectos sociales, políticos y culturales.
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