Richard Rorty I Capitulo Contingencia y Lenguaje

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Richard Rorty I capítulo Contingencia y Lenguaje

Pragmática (Universidad Nacional de Colombia)

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Richard Rorty : Contingencia, ironía &


solidaridad
EDITORIAL PAIDÓS, Barcelona 1991, pp. 23-62
Traducción de Alfredo Eduardo Sinnot, revisión técnica de Jorge
Vibil
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CAPITULO 1
LA CONTINGENCIA DEL LENGUAJE

Hace unos doscientos años, comenzó a adueñarse de la


imaginación de Europa la idea de que la verdad es algo que se
construye en vez de algo que se halla. La Revolución Francesa
había mostrado que la totalidad del léxico de las relaciones
sociales, y la totalidad del espectro de las instituciones sociales,
podían sustituirse casi de la noche a la mañana. Este precedente
hizo que, entre los intelectuales, los utopistas políticos fueran la
regla más que la excepción. Los utopistas políticos dejan a un
lado tanto las cuestiones referentes a la voluntad de Dios como
las referentes a la naturaleza del hombre, y sueñan con crear
una forma de sociedad hasta entonces desconocida.
Más o menos al mismo tiempo, los poetas románticos mostraban
qué es lo que ocurre cuando no se concibe ya el arte como una
imitación, sino más bien como una creación del artista. Los
poetas reclamaban para el arte el lugar que en la cultura
tradicionalmente habían ocupado la religión y la filosofía, el lugar
que la Ilustración había reclamado para la ciencia. El precedente
que los románticos fijaron dio a su reclamo una inicial
plausibilidad. El verdadero papel que han desempeñado las
novelas, los poemas, las obras de teatro, las pinturas, las
estatuas y la arquitectura en los movimientos sociales del último
siglo y medio, le ha conferido una plausibilidad aún mayor.
Ahora esas dos tendencias han aunado fuerzas y han alcanzado
la hegemonía cultural. Para la mayor parte de los intelectuales
contemporáneos, las cuestiones referentes a fines frente a
medios --las cuestiones acerca del modo de dar sentido a la
propia vida y a la propia comunidad-- son cuestiones de arte o
de política, o de ambas cosas, antes que cuestiones de religión,
de filosofía o de ciencia. Este desarrollo ha conducido a una
escisión dentro de la filosofía. Algunos filósofos han permanecido

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fieles a la Ilustración, y siguen identificándose con la causa de la


ciencia. Ven la antigua lucha entre la ciencia y la religión, entre
la razón y la sinrazón, como una lucha que aún pervive y ha
tomado ahora la forma de una lucha entre la razón y todas
aquellas fuerzas que, dentro de la cultura, conciben a la verdad
como una cosa que se encuentra más que una cosa que se halla.
Esos filósofos consideran a la ciencia como la actividad humana
paradigmática, e insisten en que la ciencia natural descubre la
verdad, no la hace. Estiman que «hacer la verdad» es una
expresión meramente metafórica y que induce a error. Conciben
a la política y al arte como esferas en las que la noción de
«verdad» está fuera de lugar. Otros filósofos, advirtiendo que el
mundo tal como lo describen las ciencias físicas no nos enseña
ninguna lección moral, no nos proporciona ningún consuelo
espiritual, han llegado a la conclusión de que la ciencia no es
más que la sirvienta de la tecnología. Estos filósofos se han
alineado con los utopistas políticos y con los artistas
innovadores.

Mientras que los filósofos de la primera especie contraponen «el


riguroso hecho científico» a lo «subjetivo» o a la «metáfora», los
de la segunda especie ven a la ciencia como una actividad
humana más, y no como el lugar en el cual los seres humanos
se topan con una realidad «rigurosa», no humana. De acuerdo
con esta forma de ver, los grandes científicos inventan
descripciones del mundo que son útiles para predecir y controlar
los acontecimientos, igual que los poetas y los pensadores
políticos inventan otras descripciones del mundo con vistas a
otros fines. Pero en ningún sentido constituye alguna de esas
descripciones una representación exacta de cómo es el mundo
en sí mismo. Estos filósofos consideran insustancial la idea
misma de una representación semejante.

Si nunca hubieran existido más que los filósofos del primer tipo,
esto es, aquellos cuyo héroe es el científico natural,
probablemente jamás habría existido una disciplina autónoma
llamada «filosofía»: una disciplina que se distingue tanto de las
ciencias como de la teología y de las artes. La filosofía, así
concebida, no tiene más de dos siglos de existencia. Le debe esa
existencia a los intentos de los idealistas alemanes de poner a
las ciencias en su lugar y de conferir un sentido claro a la idea
de que los seres humanos no hallan la verdad, sino que la

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hacen. Kant quiso relegar la ciencia al ámbito de una verdad de


segundo orden: la verdad acerca del mundo fenoménico. Hegel
se propuso concebir la ciencia natural como una descripción del
espíritu que aún no se ha vuelto plenamente consciente de su
propia naturaleza espiritual, y elevar con ello a la jerarquía de
verdad de primer orden la que ofrecen el poeta y el político
revolucionario.

No obstante, el idealismo alemán constituyó un compromiso


efímero e insatisfactorio. Porque en su rechazo de la idea de que
la verdad está «ahí afuera» Kant y Hegel se quedaron a mitad
de camino. Estaban dispuestos a ver el mundo de la ciencia
empírica como un mundo hecho: a ver la materia como algo
construido por la mente o como consistente en una mente que
no era lo bastante consciente de su propio carácter mental. Pero
continuaron entendiendo la mente, el espíritu, las profundidades
del yo humano, como una cosa que poseía la naturaleza
intrínseca: una naturaleza que podía ser conocida por medio de
una superciencia no empírica denominada filosofía. Ello quería
decir que sólo la mitad de la verdad --la mitad inferior,
científica-- era una verdad hecha. La verdad más elevada, la
verdad referente a la mente, el ámbito de la filosofía, era aún
objeto de descubrimiento, y no de creación.
Lo que ocurría, y lo que los idealistas no fueron capaces de
concebir, fue el rechazo de la idea misma de que algo --mente o
materia, yo o mundo-- tuviese una naturaleza intrínseca que
pudiera ser expresada o representada. Porque los idealistas
confundieron la idea de que nada tiene una naturaleza así con la
idea de que el espacio y el tiempo son irreales, que los seres
humanos causan la existencia del mundo espacio-temporal.

Hay que distinguir entre la afirmación de que el mundo está ahí


afuera y la afirmación de que la verdad está ahí afuera. Decir
que el mundo está ahí afuera, creación que no es nuestra,
equivale a decir, en consonancia,con el sentido común, que la
mayor parte de las cosas que se hallan en el espacio y el tiempo
son los efectos de causas entre las que no figuran los estados
mentales humanos. Decir que la verdad no está ahí afuera es
simplemente decir que donde no hay proposiciones no hay
verdad, que las proposiciones son elementos de los lenguajes
humanos, y que los lenguajes humanos son creaciones
humanas.

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La verdad no puede estar ahí afuera --no puede existir


independientemente de la mente humana-- porque las
proposiciones no pueden tener esa existencia, estar ahí afuera.
El mundo está ahí afuera, pero las descripciones del mundo no.
Sólo las descripciones del mundo pueden ser verdaderas o
falsas. El mundo de por sí --sin el auxilio de las actividades
descriptivas de los seres humanos-- no puede serlo.

La idea de que la verdad, lo mismo que el mundo, está ahí


afuera es legado de una época en la cual se veía al mundo como
la creación de un ser que tenía un lenguaje propio. Si desistimos
del intento de dar sentido a la idea de tal lenguaje no humano,
no incurriremos en la tentación de confundir la trivialidad de que
el mundo puede hacer que tengamos razón al creer que una
proposición es verdadera, con la afirmación de que el mundo,
por su propia iniciativa, se descompone en trozos, con la forma
de proposiciones, llamados «hechos». Pero si uno se adhiere a la
noción de hechos autosubsistentes, es fácil empezar a escribir
con mayúscula la palabra «verdad » y a tratarla como algo que
se identifica con Dios o con el mundo como proyecto de Dios.
Entonces uno dirá, por ejemplo, que la Verdad es grande, y que
triunfará.

Facilita esa fusión el hecho de limitar la atención a proposiciones


aisladas frente a léxicos. Porque a menudo dejamos que el
mundo decida allí donde compiten proposiciones alternativas
(por ejemplo, entre «Gana el rojo», y «Gana el negro», o entre
«Lo hizo el mayordomo» o «Lo hizo el doctor»). En tales casos
es fácil equiparar el hecho de que el mundo contiene la causa
por la que estamos justificados a sostener una creencia, con la
afirmación de que, determinado estado no lingüístico del mundo
es en sí una instancia de verdad, o que determinado estado de
ese carácter «verifica una creencia» --por «corresponder» con
ella. Pero ello no es tan fácil cuando de las proposiciones
individualmente consideradas pasamos a los léxicos como
conjuntos. Cuando consideramos ejemplos de juegos del
lenguaje alternativos --el léxico de la política de la Atenas de la
Antigüedad versus el de Jefferson, el léxico moral de san Pablo
versus el de Freud, la terminología de Newton versus la de
Aristóteles, la lengua de Blake versus la de Dryden-- , es difícil
pensar que el mundo haga que uno de ellos sea mejor que el
otro, o que el mundo decida entre ellos. Cuando la noción de

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«descripción del mundo» se traslada desde el nivel de las


proposiciones reguladas por un criterio en el seno de un juego
del lenguaje, a los juegos del lenguaje como conjuntos, juegos
entre los cuales no elegimos por referencia a criterios, no puede
darse ya un sentido claro a la idea de que el mundo decide qué
descripciones son verdaderas y cuáles son falsas. Resulta difícil
pensar que el léxico sea algo que está ya ahí afuera, en el
mundo, a la espera de que lo descubramos. El prestar atención
(de la forma que lo hacen los cultivadores de la historia
intelectual como Thomas Kuhn y Quentin Skinner) a los léxicos
en los que se formulan las proposiciones antes que a las
proposiciones consideradas individualmente, hace que caigamos
en la cuenta, por ejemplo, de que el hecho de que el léxico de
Newton nos permita predecir el mundo más fácilmente de lo que
lo hace el de Aristóteles, no quiere decir que el mundo hable
newtonianamente.

El mundo no habla. Sólo nosotros lo hacemos. El mundo, una


vez que nos hemos ajustado al programa de un lenguaje, puede
hacer que sostengamos determinadas creencias. Pero no puede
proponernos un lenguaje para que nosotros lo hablemos. Sólo
otros seres humanos pueden hacerlo. No obstante, el hecho de
advertir que el mundo no nos dice cuáles son los juegos del
lenguaje que debemos jugar, no debe llevarnos a afirmar que es
arbitraria la decisión acerca de cuál jugar, ni a decir que es la
expresión de algo que se halla en lo profundo de nosotros. La
moraleja no es que los criterios objetivos para la elección de un
léxico deban ser reemplazados por criterios subjetivos, que haya
que colocar la voluntad o el sentimiento en el lugar de la razón.
Es, más bien, que las nociones de criterio y de elección (incluida
la elección «arbitraria») dejan de tener sentido cuando se trata
del cambio de un juego del lenguaje a otro. Europa no decidió
aceptar el lenguaje de la poesía romántica, ni el de la política
socialista, ni el de la mecánica galileana. Las mutaciones de ese
tipo no fueron un acto de la voluntad en mayor medida que el
resultado de una discusión. El caso fue, más bien, que Europa
fue perdiendo poco a poco la costumbre de emplear ciertas
palabras y adquirió poco a poco la costumbre de emplear otras.

Como argumenta Kuhn en The Copernican Revolution, no fue


sobre la base de observaciones telescópicas o sobre la base de
alguna otra cosa como decidimos que la Tierra no era el centro

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del universo, que la conducta macroscópica podía explicarse a


partir del movimiento microestructural, y que la principal meta
de la teorización científica debía ser la predicción y el control. En
lugar de eso, después de cien años de estéril confusión, los
europeos se sorprendieron a sí mismos hablando de una forma
tal que daba por sentadas esas tesis solapadas. Los cambios
culturales de esa magnitud no resultan de la aplicación de
criterios (o de una «decisión arbitraria»), como tampoco resulta
de la aplicación de criterios o de actes gratuits el que los
individuos se vuelvan teístas o ateos, o cambien de cónyuge o
de círculo de amistades. En tales cuestiones no debemos buscar
criterios de decisión en nosotros mismos, como tampoco
debemos buscarlos en el mundo.

La tentación de buscar criterios es una especie de la tentación,


más general, de pensar que el mundo, o el ser humano, poseen
una naturaleza intrínseca, una esencia. Es decir, es el resultado
de la tentación de privilegiar a uno de los muchos lenguajes en
los que habitualmente describimos el mundo, o nos describimos
a nosotros mismos. Mientras pensemos que existe alguna
relación denominada «adecuación al mundo» o «expresión de la
naturaleza real del yo», que puedan poseer, o de las que puedan
carecer, los léxicos considerados como un todo, continuaremos
la tradicional búsqueda filosófica de un criterio que nos diga
cuáles son los léxicos que tienen ese deseable rasgo. Pero si
alguna vez logramos reconciliarnos con la idea de que la realidad
es, en su mayor parte, indiferente a las descripciones que
hacemos de ella, y que el yo, en lugar de ser expresado
adecuada o inadecuadamente por un léxico, es creado por el uso
de un léxico, finalmente habremos comprendido lo que había de
verdad en la idea romántica de que la verdad es algo que se
hace más que algo que se encuentra. Lo que de verdadero tiene
esa afirmación es, precisamente, que los lenguajes son hechos,
y no hallados, y que la verdad es una propiedad de entidades
lingüísticas, de proposiciones.(1)

Puedo resumir esto reformulando lo que, a mi modo de ver,


llegaron a hallar hace dos siglos los revolucionarios y los poetas.
Lo que se vislumbraba a finales del siglo XVIII era la posibilidad
de hacer que cualquier cosa pareciese buena o mala, importante
o insignificante, útil o inútil, redescribiéndola. Aquello que Hegel
describe como el proceso del espíritu que gradualmente se

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vuelve consciente de su naturaleza intrínseca, puede ser descrito


más adecuadamente como el proceso por el cual las prácticas
lingüísticas europeas cambiaban a una velocidad cada vez
mayor. El fenómeno que describe Hegel es el de un número cada
vez mayor de personas que ofrecen redescripciones más
radicales de un mayor número de cosas que antes; el de
personas jóvenes que atraviesan media docena de cambios en
su configuración espiritual antes de alcanzar la adultez. Lo que
los románticos expresaban al afirmar que la imaginación, y no la
razón, es la facultad humana fundamental era el descubrimiento
de que el principal instrumento de cambio cultural es el talento
de hablar de forma diferente más que el talento de argumentar
bien. Lo que los utopistas políticos han percibido desde la
Revolución Francesa no es que una naturaleza humana
subyacente y perenne hubiese estado anulada o reprimida por
instituciones sociales «innaturales» o «irracionales», sino que el
cambio de lenguajes y de otras prácticas sociales pueden
producir seres humanos de una especie que antes nunca había
existido. Los idealistas alemanes, los revolucionarios franceses y
los poetas románticos tenían en común la oscura percepción de
que seres humanos cuyo lenguaje cambió de forma tal que ya
no hablaban de sí mismos como sujetos a poderes no humanos,
se convertían con ello en un nuevo tipo de seres humanos.
La dificultad que afronta un filósofo que, como yo, simpatiza con
esa idea --y que se concibe a sí mismo asistente del poeta antes
que del físico--, es la de evitar la insinuación de que aquella idea
capta algo que es correcto, que una filosofía como la mía
corresponde a la forma de ser realmente las cosas.
Porque hablar de correspondencia significa volver a la idea de la
que un filósofo así desea desembarazarse: la idea de que el
mundo o el yo tienen una naturaleza intrínseca. Desde nuestro
punto de vista, explicar el éxito de la ciencia o la deseabilidad
del liberalismo político diciendo que «se ajustan al mundo», o
que «expresan la naturaleza humana», equivale a expresar por
qué el opio lo hace a uno dormir refiriéndose a su virtud
dormitiva. Decir que el léxico de Freud capta la verdad de la
naturaleza humana, o que el de Newton capta la verdad de los
cielos, no es explicar nada. Es únicamente un cumplido sin
contenido: un cumplido tradicionalmente hecho a los escritores
cuya jerga hemos encontrado útil. Decir que no hay una cosa tal
como una naturaleza intrínseca no es decir que la naturaleza
intrínseca de la realidad ha resultado ser --sorprendentemente--

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extrínseca. Decir, que debiéramos excluir la idea de que la


verdad está ahí afuera esperando ser descubierta no es decir
que hemos descubierto que, ahí afuera, no hay una verdad.(2)
Es decir que serviría mejor a nuestros propósitos dejar de
considerar la verdad como una cuestión profunda, como un tema
de interés filosófico, o el término «verdad» como un término
susceptible de «análisis». «La naturaleza de la verdad» es un
tema infructuoso, semejante en este respecto a «la naturaleza
del hombre» o «la naturaleza de Dios», y distinto de «la
naturaleza del positrón» y de «la naturaleza de la fijación
edípica». Pero esta afirmación acerca de su utilidad relativa, a su
vez, es sólo la recomendación de que en realidad decimos poco
acerca de esos temas, y véase cómo adelantamos.

De acuerdo con la concepción de esos temas que estoy


presentando, no se les debiera solicitar a los filósofos
argumentos contra --por ejemplo-- la teoría de la verdad como
correspondencia o contra la idea de la « naturaleza intrínseca de
la realidad». La dificultad que se asocia a los argumentos en
contra del empleo de un léxico familiar y consagrado por el
tiempo, es que se espera que se los formule en ese mismo
léxico. Se tiene la expectativa de que muestren que los
elementos centrales de ese léxico son «inconsistentes en sus
propios términos» o que «se destruyen a sí mismos». Pero
nunca puede mostrarse eso. Todo argumento según el cual el
uso que corrientemente hacemos de un término corriente es
vacío, o incoherente, o confuso, o vago, o «meramente
metafórico», es forzosamente estéril, e involucra una petición de
principio. Porque un uso así es, después de todo, el paradigma
de un habla coherente, significativa, literal. Tales argumentos
dependen de afirmaciones según las cuales se dispone de léxicos
mejores, o son una abreviatura de afirmaciones así. Raramente
una filosofía interesante consiste en el examen de los pro y los
contra de una tesis. Por lo común es implícita o explícitamente
una disputa entre un léxico establecido que se ha convertido en
un estorbo y un léxico nuevo y a medio formar que vagamente
promete grandes cosas.

Este último «método» de la filosofía es igual al «método» de la


política utópica o de la ciencia revolucionaria (como opuestas a
la política parlamentaria o a la ciencia normal). El método
consiste en volver a describir muchas cosas de una manera

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nueva hasta que se logra crear una pauta de conducta lingüística


que la generación en ciernes se siente tentada a adoptar,
haciéndoles así buscar nuevas formas de conducta no
lingüística: por ejemplo, la adopción de nuevo equipamiento
científico o de nuevas instituciones sociales. Este tipo de filosofía
no trabaja pieza a pieza, analizando concepto tras concepto, o
sometiendo a prueba una tesis tras otra. Trabaja holística y
pragmáticamente. Dice cosas como: «Intenta pensar de este
modo», o, más específicamente, «Intenta ignorar las cuestiones
tradicionales, manifiestamente fútiles, sustituyéndolas por las
siguientes cuestiones, nuevas y posiblemente interesantes». No
pretende disponer de un candidato más apto para efectuar las
mismas viejas cosas que hacíamos al hablar a la antigua usanza.
Sugiere, en cambio, que podríamos proponernos dejar de hacer
esas cosas y hacer otras. Pero no argumenta en favor de esa
sugerencia sobre la base de los criterios precedentes comunes al
viejo y al nuevo juego del lenguaje. Pues en la medida en que el
nuevo lenguaje sea realmente nuevo, no habrá tales criterios.

De acuerdo con mis propios preceptos, no he de ofrecer


argumentos en contra del léxico que me propongo sustituir. En
lugar de ello intentaré hacer que el léxico que prefiero se
presente atractivo, mostrando el modo en que se puede emplear
para describir diversos temas. Más específicamente, en este
capítulo describiré la obra de Donald Davidson en el terreno de
la filosofía del lenguaje como la manifestación de una buena
disposición para excluir la idea de una « naturaleza intrínseca »,
una buena disposición para hacer frente a la contingencia del
lenguaje que empleamos. En los capítulos posteriores intentaré
mostrar el modo en que el reconocimiento de esa contingencia
nos lleva a reconocer la contingencia de la consciencia, y el
modo en que ambos reconocimientos nos conducen a una
imagen del progreso moral e intelectual como historia de
metáforas cada vez más útiles antes que como comprensión
cada vez mayor de cómo son las cosas realmente.

Comienzo, en este primer capítulo, con la filosofía del lenguaje


porque deseo examinar las consecuencias de mi afirmación de
que sólo las proposiciones pueden ser verdaderas, y de que los
seres humanos hacen las verdades al hacer los lenguajes en los
cuales se formulan las proposiciones. Me centraré en la obra de
Davidson porque es el filósofo que más ha hecho por explorar

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esas consecuencias.(3)
El tratamiento que Davidson hace de la verdad se enlaza con su
tratamiento del aprendizaje del lenguaje y de la metáfora para
formar el primer tratamiento sistemático del lenguaje que rompe
completamente con la noción del lenguaje como algo que puede
mantener una relación de adecuación o de inadecuación con el
mundo o con el yo. Porque Davidson rompe con la noción de que
el lenguaje es un medio: un medio o de representación o de
expresión.

Puedo aclarar lo que entiendo por «medio» señalando que la


imagen tradicional de la situación humana no ha presentado a
los seres humanos como simples redes de creencias y de
deseos, sino como seres que tienen esos deseos y esas
creencias. De acuerdo con la concepción tradicional, existe un
núcleo que es el yo, el cual puede considerar tales creencias y
deseos, decidir entre ellos, emplearlos, o expresarse por medio
de ellos. Además, esas creencias y esos deseos pueden ser
juzgados no sólo simplemente en relación con su capacidad de
adaptación recíproca, sino en relación con algo exterior a la red
de la cual son hilos. De acuerdo con esta concepción, las
creencias son susceptibles de crítica si no se corresponden con la
realidad. Los deseos son susceptibles de crítica si no se
corresponden con la naturaleza esencial del yo humano: por ser
«irracionales» o «innaturales». Tenemos así la imagen del
núcleo esencial del yo en un extremo de esta red de creencias y
de deseos, y la realidad en el otro extremo. De acuerdo con esta
imagen, la red es el producto de una interacción entre ambos, y
alternativamente expresa al uno y representa al otro. Esa es la
imagen tradicional del sujeto y el objeto, imagen que el
idealismo intentó, sin éxito, sustituir, y que Nietzsche,
Heidegger, Derrida, James, Dewey, Goodman, Sellars, Putnam,
Davidson y otros han intentado sustituir sin enredarse en las
paradojas de los idealistas.

Una fase de ese esfuerzo de sustitución consistió en el intento de


colocar «lenguaje» en lugar de «mente» o de «consciencia»
como medio a partir del cual se construyen las creencias y los
deseos, como tercer elemento, mediador entre el yo y el mundo.
Se pensó que ese giro en dirección del lenguaje, constituía un
paso progresivo de adaptación. Se creyó que era así porque
parecía más fácil dar una explicación causal de la emergencia,

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en el marco de la evolución, de organismos que utilizan el


lenguaje, que dar una explicación metafísica de la emergencia
de la consciencia a partir de lo no consciente. Pero en sí misma
esa sustitución es ineficaz. Porque si persistimos en la imagen
del lenguaje como un medio, como algo que está entre el yo y la
realidad no humana con la que el yo procura estar en contacto,
no habremos hecho progreso alguno. Utilizamos aún una imagen
del sujeto y del objeto, y permanecemos adheridos a cuestiones
referentes al escepticismo, el idealismo y el realismo. Porque
aún podemos plantear, acerca del lenguaje, cuestiones de la
misma especie que las que hemos planteado acerca de la
consciencia.

Son cuestiones tales como: «El medio que se halla entre el yo y


la realidad, ¿los une o los separa?»; «¿Debemos concebir el
medio principalmente como un medio de expresión, de
articulación de lo que yace en lo profundo del yo? ¿O debemos
concebirlo principalmente como medio de representación, el cual
le muestra al yo lo que se halla fuera de él? » Las teorías
idealistas del conocimiento y las nociones románticas de
imaginación pueden, ¡ay!, ser fácilmente traducidas de la
terminología de la «consciencia» a la del «lenguaje». Las
reacciones realistas y moralistas a tales teorías pueden ser
traducidas con la misma facilidad. De tal modo los combates
entre el romanticismo y el moralismo, entre el idealismo y el
realismo --combates en los que alternativamente triunfan uno y
otro bando-- continuarán en la medida en que pensemos que
existe la esperanza de hallarle un sentido a la cuestión de si un
lenguaje determinado es «adecuado» para una tarea: para la
tarea de expresar adecuadamente la naturaleza de la especie
humana o para la tarea de representar de manera propia la
estructura de la realidad no humana.

Necesitamos librarnos de ese proceso pendular. Davidson nos


ayuda a hacerlo. Pues él, precisamente, no concibe el lenguaje
como un medio de expresión o de representación. Por eso puede
dejar a un lado la idea de que tanto el yo como la realidad
poseen una naturaleza intrínseca, una naturaleza que está ahí
afuera a la espera de que se la conozca. La concepción del
lenguaje sostenida por Davidson no es ni reduccionista ni
expansionista. Ello no implica formular definiciones reductivas de
nociones semánticas como «verdad», «intencionalidad» o

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«referencia», a la manera en que lo han hecho a veces los


filósofos analíticos. Tampoco se asemeja al intento de Heidegger
de transformar el lenguaje en una especie de divinidad, en algo
de lo cual los seres humanos son meras emanaciones. Como nos
ha advertido Derrida, semejante apoteosis del lenguaje es
simplemente una versión traspuesta de la apoteosis idealista de
la consciencia.

Por el hecho de eludir tanto el reduccionismo como el


expansionismo, Davidson se acerca a Wittgenstein.
Los dos filósofos tratan a los léxicos alternativos más como
herramientas alternativas que como piezas de un rompecabezas.
Tratarlos como piezas de un rompecabezas equivale a suponer
que todos los léxicos son prescindibles, o reductibles a otros
léxicos, o susceptibles de ser reunidos con todos los otros léxicos
en un único gran superléxico unificado. Si evitamos esa
suposición, no nos sentiremos inclinados a plantear cuestiones
tales como: «¿Cuál es el lugar de la consciencia en un mundo de
moléculas?», «¿Los colores dependen de la mente más que los
pesos?», «¿Cuál es el lugar de los valores en un mundo de
hechos?», «¿Cuál es el lugar de la intencionalidad en un mundo
causal?», «¿Cuál es la relación entre la sólida mesa del sentido
común y la endeble mesa de la microfísica?» o «¿Cuál es la
relación entre lenguaje y pensamiento?» No deberíamos
proponernos responder a esas preguntas, porque el hacerlo o
conduce a los manifiestos fracasos del reduccionismo o a los
efímeros éxitos del expansionismo. Deberíamos limitarnos a
cuestiones como: «¿Obstaculiza el uso de estas palabras el uso
que hacemos de aquellas otras?» Esta es una cuestión acerca de
si el uso de nuestras herramientas es ineficaz, y no una cuestión
acerca de si nuestras creencias son contradictorias.

Las cuestiones «meramente filosóficas», como la de Eddington


acerca de las dos mesas, constituyen intentos de suscitar
ficticias disputas teóricas entre léxicos que se han mostrado
capaces de coexistir pacíficamente. Todas las cuestiones que he
mencionado más arriba representan casos en los que los
filósofos han hecho que su temática cobrase mala reputación
porque ellos veían dificultades que nadie más veía. Pero ello no
quiere decir que los léxicos nunca se obstaculicen entre sí. Por el
contrario, es típico que se consigan logros revolucionarios en el
terreno de las artes, de las ciencias y del pensamiento político y

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moral, cuando alguien advierte que dos o más léxicos se


interfieren entre sí, y pasa a inventar un nuevo léxico que
reemplace a aquéllos. Por ejemplo, el léxico aristotélico
tradicional se insertó en el léxico matematizado que el en siglo
XVI desarrollaban los estudiosos de la mecánica. Del mismo
modo, jóvenes estudiantes alemanes de teología del siglo XVIII
--como Hegel y Hölderlin-- descubrieron que el léxico con el cual
reverenciaban a Jesús se estaba insertando en el léxico con el
cual reverenciaban a los griegos. También del mismo modo, el
empleo de tropos a la manera de Rosetti se interponía en el
empleo que inicialmente hacía Yeats de los tropos de Blake.

La creación gradual, por medio de sucesivas pruebas, de un


tercero y nuevo léxico --un léxico como el elaborado por
hombres como Galileo, Hegel o el último Yeats-- no consiste en
haber descubierto cómo pueden adaptarse recíprocamente los
viejos léxicos. Esa es la razón por la cual no se puede llegar a
ella a través de un proceso de inferencia, a partir de premisas
formuladas en los antiguos léxicos. Tales creaciones no son el
resultado de la acertada reunión de las piezas de un
rompecabezas. No consisten en el descubrimiento de una
realidad que se halla tras las apariencias, de una visión sin
distorsiones de la totalidad del cuadro con la cual reemplazar las
concepciones miopes de sus partes. La analogía adecuada es la
de la invención de nuevas herramientas destinadas a ocupar el
lugar de las viejas. El alcanzar un léxico así se asemeja más al
hecho de abandonar la palanca y la cuña porque se ha concebido
la polea, o de excluir el yeso mate y la témpera porque se ha
encontrado la forma de proporcionar apropiadamente el lienzo.
Esta analogía wittgensteiniana entre los léxicos y las
herramientas tiene una desventaja manifiesta. Lo característico
es que el artesano conozca cuál es el trabajo que debe hacer
antes de escoger o de inventar las herramientas con las cuales
llevarlo a cabo. En cambio, alguien como Galileo, Yeats o Hegel
(un «poeta» en el amplio sentido en que empleo el término, esto
es, en el sentido de «el que hace cosas de nuevo»)
regularmente es incapaz de aclarar con exactitud qué es lo que
se propone hacer antes de elaborar el lenguaje con el que
acierta a realizarlo. Su nuevo léxico hace posible, por primera
vez, la formulación de los propósitos mismos de ese léxico. Es
una herramienta para hacer algo que no podría haberse
concebido antes de la elaboración de una serie determinada de

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descripciones: las descripciones de las que la propia herramienta


ayuda a disponer. Pero momentáneamente no tendré en cuenta
esta deficiencia de la analogía. Simplemente me propongo
subrayar que el contraste entre el modelo del rompecabezas y el
de la «herramienta», para los léxicos alternativos, refleja el
contraste --para decirlo en los términos levemente engañosos de
Nietzsche-- entre la voluntad de verdad y la voluntad de
vencerse a sí mismo. Las dos son expresiones del contraste
entre el intento de representar o de expresar algo que ya estaba
allí, y el intento de hacer algo con lo que antes nunca se había
soñado.

Davidson examina las implicaciones del tratamiento que hace


Wittgenstein de los léxicos como
herramientas planteando dudas explícitas acerca de los
supuestos de las teorías prewittgensteinianas tradicionales del
lenguaje. Esas teorías daban por supuesto que preguntas tales
como «El lenguaje que estamos empleando, ¿es el "correcto"?»,
«¿Se adecua a su función de medio de expresión o de
representación?», o «¿Es nuestro lenguaje un medio opaco o un
medio transparente?», son preguntas con sentido. Tales
preguntas suponen que existen relaciones tales como
«adecuarse al mundo», o «ser fiel a la verdadera naturaleza del
yo», que pueden enlazar el lenguaje con lo que no es lenguaje.
Ese supuesto se une al supuesto de que «nuestro lenguaje» --el
lenguaje que ahora hablamos, el léxico de que disponen los
hombres cultos del siglo XX-- es en cierto modo una unidad, un
tercer elemento que mantiene determinada relación con las
otras dos unidades: el yo y la realidad. Los dos supuestos
resultan bastante naturales cuando se ha aceptado la idea de
que hay cosas no lingüísticas llamadas «significados» que es
tarea del lenguaje expresar, y, asimismo, la idea de que hay
cosas no lingüísticas llamadas «hechos» que es tarea del
lenguaje representar. Las dos ideas sustentan la noción del
lenguaje como medio.

Las polémicas de Davidson contra los usos filosóficos


tradicionales de los términos «hecho» y «significado» y contra lo
que él llama «el modelo de esquema y contenido» de
pensamiento y de investigación, son aspectos de una polémica
más amplia contra la idea de que el lenguaje tiene una tarea fija
que cumplir y de que existe una entidad llamada «lenguaje» o

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«el lenguaje» o «nuestro lenguaje», que puede cumplir o no esa


tarea adecuadamente. La duda de Davidson acerca de la
existencia de tal entidad es paralela a la de Gilbert Ryle y Daniel
Dennett acerca de si existe algo llamado «la mente» o «la
consciencia».(4) Las dos series de dudas son dudas acerca de la
utilidad de la noción de un medio entre el yo y la realidad: ese
medio que los realistas ven tan transparente cuanto opaco lo
ven los escépticos.

En un trabajo reciente, sutilmente titulado «A Nice Derangement


of Epitaphs»,(5) Davidson intenta socavar el fundamento de la
idea del lenguaje como entidad, desarrollando el concepto de lo
que él llama «una teoría momentánea» acerca de los sonidos y
las inscripciones producidos por un miembro del género humano.
Debe considerarse esa teoría como parte de una «teoría
momentánea» más amplia acerca de la totalidad de la conducta
de esa persona: una serie de conjeturas acerca de lo que ella
hará en cada circunstancia. Una teoría así es «momentánea»
porque deberá corregírsela constantemente para dar cabida a
murmullos, desatinos, impropiedades, metáforas, tics, accesos,
síntomas psicóticos, notoria estupidez, golpes de genio y cosas
semejantes. Para hacer las cosas más sencillas, imagínese que
estoy elaborando una teoría así acerca de la conducta habitual
del nativo de una cultura exótica a la que inesperadamente he
llegado en un paracaídas. Esa extraña persona, la cual
presumiblemente me halla a mí tan extraño como yo a él, estará
al mismo tiempo ocupado en la elaboración de una teoría acerca
de mi conducta. Si logramos comunicarnos fácil y exitosamente,
ello se deberá a que sus conjeturas acerca de lo que me
dispongo a hacer a continuación, incluyendo en ello los sonidos
que voy a producir a continuación, y mis propias expectativas
acerca de lo que haré o diré en determinadas circunstancias,
llegan más o menos a coincidir, y porque lo contrario también es
verdad. Nos enfrentamos el uno al otro tal como nos
enfrentaríamos a mangos o a boas constrictoras, procurando que
no nos cojan por sorpresa. Decir que llegamos a hablar el mismo
lenguaje equivale a decir que, como señala Davidson,
«tendemos a coincidir en teorías momentáneas». La cuestión
más importante es,para Davidson que todo lo que «dos personas
necesitan para entenderse recíprocamente por medio del habla,
es la aptitud de coincidir en teorías momentáneas de una
expresión a otra».

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La explicación que Davidson da de la comunicación lingüística


prescinde de la imagen del lenguaje como una tercera cosa que
se sitúa entre el yo y la realidad, y de los diversos lenguajes
como barreras interpuestas entre las personas o las culturas.
Decir que el lenguaje del que uno antes disponía para tratar de
algún segmento del mundo (por ejemplo: el cielo estrellado, en
lo alto, o las ardientes pasiones, en el interior) no es sino decir
que ahora, tras haber aprendido un nuevo lenguaje, uno es
capaz de manejar ese segmento con mayor facilidad. Decir que
dos comunidades tienen dificultades para relacionarse debido a
que las palabras que cada una de ellas emplea son difíciles de
traducir a palabras de la otra, no es sino decir que para los
miembros de una comunidad la conducta lingüística de los
miembros de la otra, lo mismo que el resto de su conducta,
puede ser difícil de predecir. Como lo expresa Davidson:
Debemos advertir que hemos abandonado no sólo la noción
corriente de lenguaje, sino que hemos borrado el límite entre el
conocimiento de un lenguaje y el conocimiento de nuestra
marcha por el mundo en general. Porque no hay reglas para
llegar a teorías momentáneas que funcionen. [...] Las
posibilidades de reglamentar o de enseñar ese proceso no son
mayores que las posibilidades de reglamentar o de enseñar el
proceso de crear nuevas teorías para hacer frente a nuevos
datos; porque eso es lo que supone ese proceso [...]
No existe cosa semejante a un lenguaje, al menos en el sentido
en que lo han concebido los filósofos. No hay, por tanto, una
cosa semejante que pueda ser enseñada o dominada. Debemos
renunciar a la idea de que existe una estructura definida poseída
en común que los usuarios de un lenguaje dominan y después
aplican a situaciones [...] Debemos renunciar al intento de
aclarar el modo en que nos comunicamos recurriendo a
convenciones.(6)

Esta línea de pensamiento acerca del lenguaje es análoga a la


concepción de Ryle y de Dennett según la cual cuando
empleamos una terminología mentalista sencillamente estamos
empleando un léxico eficaz --característica léxica de lo que
Dennett llama la «actitud intencional»-- para predecir lo que un
organismo verosímilmente hará o dirá al concurrir diversas
circunstancias. Davidson es, con respecto al lenguaje, un
conductista no reduccionista, en la misma forma que Ryle era un

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conductista no reduccionista con respecto a la mente. Ninguno


de los dos tiene tendencia a proporcionar equivalentes
conductuales para hablar de creencias o de referencia. Pero los
dos están diciendo: concíbase el término «mente» o el término
«lenguaje», no como la denominación de un medio entre el yo y
la realidad, sino simplemente como una señal que indica que es
deseable emplear cierto léxico cuando se intenta hacer frente a
ciertas especies de organismos. Decir que un organismo
determinado --o, en su caso, una máquina determinada-- tiene
una mente, no es sino decir que, para algunos propósitos,
convendrá concebirlo como algo que tiene creencias y deseos.
Decir que es el usuario de un lenguaje, no es sino decir que, el
emparejar las marcas y los sonidos que produce con los que
nosotros producimos, resultará ser una táctica útil para predecir
y controlar su conducta futura.

Esta actitud wittgensteiniana, desarrollada por Ryle y Dennett a


propósito de las mentes, y por Davidson a propósito de los
lenguajes, hace de la mente y del lenguaje cosas naturales al
convertir todas las cuestiones acerca de la relación de una y otro
con el resto del universo en cuestiones causales, en tanto
opuestas a las cuestiones acerca de la adecuación de la
representación o de la expresión. Tiene pleno sentido
preguntarse cómo hemos pasado de la relativa falta de una
mente en el mono a la posesión de una mentalidad madura en el
humano, o de hablar como en Neanderthal a hablar posmodemo,
si se interpreta tales cuestiones como cuestiones sin más ni más
causales. En el primer caso la respuesta nos conduce a la
neurología y, de allí, a la biología evolutiva. Pero en el segundo
caso nos conduce a la historia intelectual concebida como
historia de la metáfora. Para los propósitos que me he fijado en
este libro, lo segundo es lo más importante. De manera que
dedicaré el resto de este capítulo a dar cuenta del progreso
intelectual y moral de acuerdo con la concepción davidsoniana
del lenguaje.

Concebir la historia del lenguaje y, por tanto, la de las artes, las


ciencias y el sentido moral, como la historia de la metáfora, es
excluir la imagen de la mente humana, o de los lenguajes
humanos, como cosas que se tornan cada vez más aptas para
los propósitos a los que Dios o la Naturaleza los ha destinado;
por ejemplo, los de expresar cada vez más significados o

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representar cada vez más hechos. La idea de que el lenguaje


tiene un propósito vale en la misma medida que la idea del
lenguaje como medio. La cultura que renuncie a esas dos ideas
representará el triunfo de las tendencias del pensamiento
moderno que se iniciaron hace dos siglos: las tendencias
comunes al idealismo alemán, a la poesía romántica y a los
políticos utopistas.

Una concepción no teleológica de la historia intelectual, que


incluya a la historia de la ciencia, sirve a la teoría de la cultura
del mismo modo que la concepción mendeliana, mecanicista, de
la selección natural sirvió a la teoría evolucionista. Mendel nos
hizo concebir la mente como algo que sencillamente ha
acontecido, y no como algo que constituyese el elemento central
de todo el proceso. Davidson nos permite concebir la historia del
lenguaje, y por tanto la historia de un arrecife de coral. Las
viejas metáforas están desvaneciéndose constantemente en la
literalidad para pasar a servir entonces de base y contraste de
metáforas nuevas. Esta analogía nos permite concebir a
«nuestro lenguaje» --esto es, el de la ciencia y la cultura de la
Europa del siglo XX-- como algo que cobró forma a raíz de un
gran número de meras contingencias. Nuestro lenguaje y
nuestra cultura no son sino una contingencia, resultado de miles
de pequeñas mutaciones que hallaron un casillero (mientras que
muchísimas otras no hallaron ninguno), tal como lo son las
orquídeas y los antropoides.

Para aceptar esta analogía debemos seguir a Mary Hesse en su


idea de que las revoluciones científicas son «redescripciones
metafóricas» de la naturaleza antes que intelecciones de la
naturaleza intrínseca de la naturaleza.(7) Además, debemos
resistir a la tentación de pensar que las redescripciones de la
realidad que ofrecen la ciencia física o la ciencia biológica
contemporáneas se aproximan de algún modo a «las cosas
mismas», y son menos «dependientes de la mente» que las
redescripciones de la historia que nos ofrece la crítica
contemporánea de la cultura. Tenemos que concebir la
constelación de fuerzas causales que llevaron a hablar del ADN o
del Big Bang como las mismas fuerzas causales que llevaron a
hablar de «secularización» o de «capitalismo tardío».(8) Esas
diversas constelaciones son los factores fortuitos que han hecho
que algunas cosas sean para nosotros tema de conversación y

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otras no, que han hecho que algunos proyectos fuesen posibles
e importantes y otros no.

Puedo desarrollar el contraste entre la idea de que la historia de


la cultura tiene un télos --tal como el descubrimiento de la
verdad o la emancipación de la humanidad-- y la imagen
nietzscheana y davidsoniana que estoy esbozando, al señalar
que esta última imagen es compatible con una descripción
fríamente mecánica de la relación existente entre los seres
humanos y el resto del universo. Porque, después de todo, la
genuina novedad puede producirse en un mundo de fuerzas
ciegas, contingentes, mecánicas. Considérese la novedad como
aquello que acontece cuando, por ejemplo, un rayo cósmico
desordena los átomos de una molécula de ADN y orienta así las
cosas en la dirección de las orquídeas o de los antropoides. Las
orquídeas, cuando llegó su momento, no fueron menos nuevas o
maravillosas por la mera contingencia de esa condición necesaria
de su existencia. De forma análoga, quizás, el uso metafórico
que Aristóteles hace de ousía, el uso metafórico que San Pablo
hace de agape, y el uso metafórico que Newton hace de
gravitas, fueron resultado de rayos cósmicos que incidieron en la
fina estructura de algunas neuronas fundamentales de sus
respectivos cerebros. O, más plausiblemente, fueron resultado
de algún episodio singular de su infancia: ciertos retorcimientos
obsesivos que dejaron en esos cerebros traumas idiosincrásicos.
Poco importa el modo en que se resolvió el problema. Los
resultados fueron maravillosos. Nunca habían existido cosas así
con anterioridad.

Esta explicación de la historia intelectual sintoniza con la


definición nietzscheana de «verdad» como «un móvil ejército de
metáforas». Sintoniza también con la versión que antes he
presentado de personas como Galileo, Hegel o Yeats, personas
en cuyas mentes se desarrollaron nuevos léxicos, o dotándose
así de herramientas para hacer cosas que no había sido posible
proponerse antes de que se dispusiese de esas herramientas.
Pero para aceptar esa imagen hace falta que concibamos la
distinción entre lo literal y lo metafórico como hace Davidson: no
como una distinción entre dos especies de significados, sino
como una distinción entre un uso habitual y un uso inhabitual de
sonidos y de marcas. Los usos literales de sonidos y de marcas
son los usos que podemos manejar por medio de las viejas

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teorías acerca de lo que las personas dirán en determinadas


condiciones. Su uso metafórico es el que hace que nos
dediquemos a desarrollar una nueva teoría.

Davidson expresa esto diciendo que no debemos pensar que las


expresiones metafóricas tengan significados distintos de sus
significados literales. Tener un significado es tener un lugar en
un juego del lenguaje. Davidson niega, según dice, «la tesis de
que la metáfora se asocia a un contenido cognitivo que su autor
desea comunicar y que el intérprete debe captar para llegar al
mensaje».(9)
En su opinión, lanzar una metáfora en una conversación es como
interrumpir súbitamente ésta, lo necesario para hacer una
mueca, o extraer una fotografía del bolsillo y exhibirla, o señalar
algún aspecto
del entorno o abofetear al interlocutor, o besarlo. Introducir una
metáfora en un texto es como utilizar bastardillas, o
ilustraciones, puntuación o diagramación inusuales.

Todos ésos son modos de producir efectos en el interlocutor o en


el lector, pero no modos de transmitir un mensaje. A ninguno de
ellos es apropiado responder diciendo: «¿Qué es exactamente lo
que usted está intentando decir?» Si se hubiese querido decir
algo --si se hubiese querido formular un enunciado provisto de
significado--, presumiblemente se hubiese hecho. Pero, en lugar
de ello, se ha creído que la finalidad que se seguía podía
alcanzarse mejor por otros medios. El hecho de que se empleen
palabras habituales de manera inhabitual --en lugar de
bofetadas, besos, imágenes, gestos o muecas-- no pone de
manifiesto que lo que se dice deba tener un significado. El
intento de aclarar ese significado sería el intento de hallar un
uso habitual (esto es, literal) de palabras --un enunciado que
haya tenido ya lugar en el juego del lenguaje-- y afirmar que
igualmente podría haberse dado ése. Pero la imposibilidad de
parafrasear la metáfora no representa sino la inadecuación de
todo enunciado habitual semejante para el propósito de uno.

Expresar un enunciado que no tiene un lugar establecido en un


juego del lenguaje es, tal como los positivistas acertadamente
han señalado, expresar algo que no es ni verdadero ni falso,
algo que, en términos de Ian Hacking, no es «candidato al valor
de la verdad». Ello se debe a que no es un enunciado que se

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pueda confirmar o invalidar, o en favor o en contra del cual


pueda argumentarse. Sólo es posible saborearlo o escupirlo.
Pero ello no quiere decir que, con el tiempo, no pueda
convertirse en candidato al valor de verdad. Si efectivamente se
saborea y no se escupe, el enunciado puede ser repetido,
acogido con entusiasmo, asociado con otros. Entonces requerirá
un uso habitual, un lugar conocido en el juego del lenguaje. Con
ello habrá dejado de ser una metáfora, o, si se quiere, se habrá
convertido en lo que la mayoría de los enunciados de nuestro
lenguaje son: una metáfora muerta. Será, precisamente, un
enunciado más --literalmente verdadero o literalmente falso--
del lenguaje. Ello quiere decir: nuestras teorías acerca de la
conducta lingüística de nuestros semejantes bastarán para
permitirnos afrontar su expresión de la misma irreflexiva manera
con que nos enfrentamos a la mayoría de las demás
expresiones.

La afirmación davidsoniana de que las metáforas no tienen


significado puede parecer una típica sofistería de filósofo, pero
no lo es.(10) Forma parte del intento de hacer que dejemos de
concebir el lenguaje como un medio. Esto es, a su vez, parte de
un intento más amplio de deshacerse de la imagen filosófica
tradicional del ser humano. La importancia de la idea de
Davidson acaso pueda entenderse mejor si se contrasta con su
tratamiento de la metáfora con el de los platónicos y los
positivistas, por un lado, y con el de los románticos por otro. Los
platónicos y los positivistas comparten una concepción
reduccionista de la metáfora: piensan que la metáfora o es
parafraseable o es inservible para el único propósito serio que el
lenguaje posee, a saber, el de representar la realidad. En
cambio, el romántico tiene una concepción expansionista: piensa
que la metáfora es extraña, mística, maravillosa. Los románticos
atribuyen la metáfora a una facultad misteriosa llamada
«imaginación», facultad que ellos suponen se encuentra en el
centro del mismo yo, en su núcleo más profundo. Mientras que a
platónicos y a positivistas lo metafórico les parece irrelevante, a
los románticos les parece irrelevante lo literal. Porque los
primeros piensan que lo fundamental en el lenguaje es
representar una realidad oculta que se halla fuera de nosotros, y
los segundos piensan que su proposito es expresar una realidad
oculta que se encuentra dentro de nosotros.

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La historia positivista de la cultura concibe, pues, el lenguaje


como algo que gradualmente se configura según los contornos
del mundo físico. La historia romántica de la cultura ve el
lenguaje como algo que gradualmente lleva el Espíritu a la
autoconsciencia. La historia nietzscheana de la cultura, y la
filosofía davidsoniana del lenguaje, conciben el lenguaje tal
como nosotros vemos ahora la evolución: como algo compuesto
por nuevas formas de vida que constantemente eliminan a las
formas antiguas, y no para cumplir un propósito más elevado,
sino ciegamente. Mientras el positivista concibe a Galileo como
alguien que realizó un descubrimiento --como alguien que
finalmente llegó a obtener las palabras que se necesitaban para
explicar adecuadamente el mundo, palabras de las que
Aristóteles había carecido--, el davidsoniano lo concibe como
alguien que ha encontrado una herramienta que para ciertos
propósitos resulta funcionar mejor que cualquier otra
herramienta precedente. Una vez que se hubo descubierto lo
que se puede hacer con un léxico galileano, nadie sintió mucho
interés por hacer las cosas que solían hacerse (y que los
tomistas piensan que deben seguir haciéndose) con un léxico
aristotélico.

De forma similar, mientras que el romántico ve a Yeats como


quien ha llegado a algo a lo que nadie había llegado, y ha
expresado algo que durante largo tiempo se había anhelado
expresar, el davidsoniano lo ve como quien halló ciertas
herramientas que le ponían en condiciones de escribir poemas
que no eran simples variaciones de los poemas de sus
precursores. Cuando se tuvo acceso a los últimos poemas de
Yeats, se tuvo menos interés por leer los de Rossetti. Lo que
puede decirse de los científicos y los poetas vigorosos y
revolucionarios, puede decirse también de los filósofos
vigorosos: hombres como Hegel y Davidson, filósofos que están
más interesados en disolver los problemas heredados que en
resolverlos. En esta perspectiva, reemplazar la demostración por
la dialéctica como método de la filosofía o desembarazarse de la
teoría de la verdad como correspondencia, no constituye un
descubrimiento acerca de la naturaleza de una entidad
preexistente llamada «filosofía» o «verdad». Es un cambio de la
forma de hablar y, con ello, un cambio de lo que queremos
hacer y de lo que pensamos que somos.

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Pero en una perspectiva nietzscheana, que excluye la distinción


entre realidad y apariencia, modificar la forma de hablar es
modificar lo que, para nuestros propios propósitos, somos.
Decir, con Nietzsche, que Dios ha muerto, es decir que no
servimos a propósitos más elevados. La sustitución nietzscheana
del descubrimiento por la creación de sí equivale al reemplazo
de la imagen de generaciones hambrientas que se pisotean las
unas a las otras por la imagen de una humanidad que se
aproxima cada vez más a la luz. Una cultura en la que las
metáforas nietzscheanas fuesen expresiones literales sería una
cultura en la que se daría por sentado que los problemas
filosóficos son tan transitorios como los problemas poéticos, que
no hay problemas que vinculen a las generaciones reuniéndolas
en una única especie natural llamada «humanidad». Una
percepción de la historia humana como la historia de metáforas
sucesivas nos permitiría concebir al poeta, en el sentido genérico
de hacedor de nuevas palabras, como el formador de nuevos
lenguajes, como la vanguardia de la especie.

En los capítulos segundo y tercero intentaré desarrollar este


último punto en términos de la idea de «poeta vigoroso»
desarrollada por Harold Bloom. Pero terminaré este primer
capítulo abordando nuevamente la afirmación, central en lo que
he estado diciendo, de que el mundo no nos proporciona un
criterio para elegir entre metáforas alternativas, que lo único
que podemos hacer es comparar lenguajes o metáforas entre sí,
y no con algo situado más allá del lenguaje y llamado «hecho».
La única forma de argumentar en favor de esa afirmación es
hacer lo que han hecho filósofos como Goodman, Putnam y
Davidson: mostrar la esterilidad de los intentos de dar un
sentido a expresiones como «adecuado a los hechos» o «el
modo como es el mundo». Es posible complementar tales
esfuerzos con la obra de filósofos de la ciencia como Kuhn y
Hesse. Estos filósofos explican por qué no es posible explicar
mediante la tesis de que el libro de la naturaleza está escrito en
caracteres matemáticos el hecho de que el léxico galileano nos
permita hacer mejores predicciones que el aristotélico.

Tales argumentos, formulados por filósofos del lenguaje y por


filósofos de la ciencia han de considerarse teniendo por
trasfondo la obra de los estudiosos de la historia intelectual;
historiadores que, como Hans Blumenberg, han intentado

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rastrear las similitudes y las diferencias existentes entre la Edad


de la Fe y la Edad de la Razón.(11) Estos historiadores han
presentado la idea que mencioné anteriormente: la idea misma
de que el mundo o el yo tienen una naturaleza intrínseca --una
naturaleza que el físico o el poeta pueden haber vislumbrado--
es un remanente de la idea de que el mundo es creación divina,
la obra de alguien que ha tenido algo en su mente, que hablaba
un lenguaje propio en el que describió su propio proyecto. Sólo
si tenemos presente una imagen semejante, una imagen del
universo como persona o como algo creado por una persona,
podemos encontrar sentido en la idea de que el mundo tiene una
«naturaleza intrínseca». Porque el valor de esa expresión es,
precisamente, que ciertos léxicos constituyen representaciones
del mundo más adecuadas que otras, frente a su carácter de
herramientas más aptas para relacionarse con el mundo con
vistas a uno u otro propósito.

Excluir la idea del lenguaje como representación y ser


enteramente wittgensteiniano en el enfoque del lenguaje,
equivaldría a desdivinizar el mundo. Sólo si lo hacemos podemos
aceptar plenamente el argumento que he presentado
anteriormente: el argumento de que hay verdades porque la
verdad es una propiedad de los enunciados, porque la existencia
de los enunciados depende de los léxicos, y porque los léxicos
son hechos por los seres humanos. Pues en la medida en que
pensemos que «el mundo» designa algo que debemos respetar y
con lo que nos hemos de enfrentar, algo semejante a una
persona, en tanto tiene de sí mismo una descripción preferida,
insistiremos en que toda explicación filosófica de la verdad
retiene la «intuición» de que el mundo está «ahí afuera». Esta
intuición equivale a la vaga sensación de que incurriríamos en
hybris [orgullo] al abandonar el lenguaje tradicional del «respeto
por el hecho» y la «objetividad»: que sería peligroso, y
blasfemo, no ver en el científico (o en el filósofo, o en el poeta, o
en alguien) a quien cumple una función sacerdotal, a quien nos
pone en contacto con un dominio que trasciende a lo humano.

De acuerdo con la concepción que estoy proponiendo, la


afirmación de que una doctrina filosófica «adecuada» debe
contemplar también nuestras intuiciones, es una consigna
reaccionaria, una consigna que supone una petición de principio.
(12) Porque para mi concepción es esencial que no tenemos una

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consciencia prelingüística a la que el lenguaje deba adecuarse,


que no hay una percepción profunda de cómo son las cosas,
percepción que sea tarea de los filósofos llevar al lenguaje. Lo
que se describe como una consciencia así es simplemente una
disposición a emplear el lenguaje de nuestros ancestros, a
venerar los cadáveres de sus metáforas. A no ser que
padezcamos de lo que Derrida llama «nostalgia heideggeriana»,
no creeremos que nuestras intuiciones son más que
trivialidades, más que el uso habitual de cierto repertorio de
términos, más que viejas herramientas que aún no tienen
sustituto.

Puedo resumir crudamente la historia que nos cuentan


historiadores como Blumenberg diciendo que hace mucho tiempo
sentimos la necesidad de venerar algo que se hallaba más allá
del mundo visible. A comienzos del siglo XVIII intentamos
reemplazar el amor a Dios por el amor a la verdad tratando al
mundo que la ciencia describía como una cuasidivinidad. Hacia el
final del siglo XVIII intentamos sustituir el amor a la verdad
científica por el amor a nosotros mismos, veneración de nuestra
propia profundidad espiritual o nuestra naturaleza poética,
considerada como una cuasidivinidad más.
La línea de pensamiento común a Blumenberg, Nietzsche, Freud
y Davidson sugiere que intentamos llegar al punto en el que ya
no veneramos nada, en el que a nada tratamos como a una
cuasidivinidad, en el que tratamos a todo --nuestro lenguaje,
nuestra consciencia, nuestra comunidad-- como producto del
tiempo y del azar. Alcanzar ese punto sería, en palabras de
Freud, « tratar al azar como digno de determinar nuestro
destino». En el capítulo siguiente sostendré que Freud, Nietzsche
y Bloom hacen con nuestra consciencia lo que Wittgenstein y
Davidson hacen con nuestro lenguaje, esto es, mostrar su pura
contingencia.

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