Neguijón - Fernando Iwasaki Cauti - 1. Ed., Jesús María, Lima, Perú, 2005 - Alfaguara - 9788420468778 - Anna's Archive

Descargar como pdf o txt
Descargar como pdf o txt
Está en la página 1de 180

© |u.

m Pedro Donaire

Fernando Iwasaki
(Lima, 1961) es autor de más de una docena
de títulos de diversos géneros como la novela
Libro de mal amor (2001), el ensayo literario
El Descubrimiento de España (1996), las crónicas
reunidas en La caja de pan duro (2000) y
El sentimiento trágico de la Liga (1995), la
investigación histórica Extremo Oriente y Perú
en el siglo XVI (1992) y los libros de relatos
Tres noches de corbata (1987), A Troya, Helena
(1993), Inquisiciones Peruanas (1997),
Un milagro informal (Alfaguara, 2003) y
Ajuar funerario (2004), entre otros. Sus relatos
figuran en numerosas antologías españolas e
hispanoamericanas como El cuento peruano,
Dos veces cuento, Líneas Aéreas, Pequeñas
Resistencias, Escritos disconformes, Las fábulas
mentirosas y el entendimiento y Grandes
minicuentos fantásticos (Alfaguara, 2004).
Desde 1989 reside en Sevilla, donde dirige
la revista literaria Renacimiento.

www.fernandoiwasaki.com
Neguijón
Digitized by the Internet Archive
¡n 2017 with funding from
Kahle/Austin Foundation

https://archive.org/details/neguijonOOiwas
Neguijón

Fernando Iwasaki
ALFAGUARA

NEGUIJÓN '
© 2005, Fernando Iwasaki
© De esta edición:
2005, Santillana Ediciones Generales, S. L.
Torrelaguna, 60. 28043 Madrid
Teléfono 91 744 90 60
Telefax 91 744 92 24
www.alfaguara.com

• Santillana S. A.
Av. San Felipe 731, Jesús María. Lima, Perú
Tel. 218-1014
• Aguilar, Altea, Taurus, Alfaguara, S. A. de C. V.
Avda. Universidad 767, Col. del Valle, 03100, México
• Ediciones Santillana S. A.
Calle 80, 1023, Bogotá, Colombia
• Aguilar Chilena de Ediciones Ltda.
Dr. Aníbal Aristía 1444, Providencia, Santiago de Chile
• Ediciones Santillana S. A.
Constitución 1889, 11800, Montevideo, Uruguay
• Santillana de Ediciones S. A.
Avenida Arce 2333, Barrio de Salinas, La Paz, Bolivia
• Santillana S. A.
Avda. Venezuela 276, Asunción, Paraguay
• Aguilar, Altea, Taurus, Alfaguara, S. A.
Leandro N. Alem 720 C1001AAP, Ciudad de Buenos Aires, Argentina

ISBN 84-204-6877-0
Hecho el depósito legal en la Biblioteca Nacional del Perú N° 2003-3436
Registro de Proyecto Editorial N° 3150113050002
Primera edición en España: mayo 2005
Primera reimpresión en Perú: mayo 2005
Tiraje: 2500 ejemplares

Impreso en el Perú - Printed in Perú


Metrocolor S. A.
Los Gorriones 350, Lima 9 - Perú

Diseño de proyecto de Enric Satué


© Cubierta: Dentista. Grabado inglés del siglo XV!.
Colección privada. Album /AKG

Todos los derechos reservados.


Esta publicación no puede ser reproducida, ni en todo ni en parte,
ni registrada en o transmitida por un sistema de recuperación de información,
en ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico, fotoquímico, electrónico,
magnético, electroóptico, por fotocopia, o cualquier otro,
sin el permiso previo por escrito de la editorial.
A Marley siempre al dente.
\

' -

V '
En los dientes se engendra un gusanillo
pequeño que llaman neguijón.

DICCIONARIO DE AUTORIDADES (1732)


• -

\ V

/
—... porque en toda mi vida me han
sacado diente ni muela de la boca, ni se
me ha caído, ni comido de neguijón ni de
reuma alguna.
—Pues en esta parte de abajo —dijo
Sancho— no tiene vuestra merced más de
dos muelas y media; y en la de arriba, ni
media, ni ninguna; que toda está rasa co¬
mo la palma de la mano.
—¡Sin ventura yo! —dijo Don Quijote,
oyendo las tristes nuevas que su escudero
le daba—; que más quisiera que me hu¬
bieran derribado un brazo, como no fuera
el de la espada. Porque te hago saber, San¬
cho, que la boca sin muelas es como moli¬
no sin piedras, y en mucho más se ha de
estimar un diente que un diamante.

MIGUEL DE CERVANTES
Don Quijote de la Mancha
* *

X y

r
En tanto vinieron unos demonios con unas
cadenas de muelas y dientes, haciendo bra¬
gueros, y en esto conocí que eran sacamue-
las, el oficio más maldito del mundo, pues
no sirven sino de despoblar bocas y adelan¬
tar la vejez. Estos, con las muelas ajenas y no
ver diente, que no quieran ver antes en su
collar que en las quijadas, desconfían a las
gentes de Santa Polonia, levantan testimo¬
nio a las encías y desempiedran las bocas.
No he tenido peor rato que tuve en ver sus
gatillos andar tras los dientes ajenos, como si
fueran ratones, y pedir dineros por sacar una
muela, como si la pusieran.

FRANCISCO DE QUEVEDO
El sueño de la muerte
< •

N v
1.

Cuando el sollozo de la campana rasgó


el silencio supurante de la ciudad, los poblado¬
res de Lima advirtieron sobrecogidos que aquél
no era el tañido de la peste, ni el repique del fue¬
go, ni el doblar de los duelos, ni el rebato con¬
tra las ratas, sino algo infinitamente peor y más
doloroso. En realidad, a todos les dolía algo
aquella mañana: uñeros, lobanillos, sietecueros,
hernias, migrañas, cólicos, panadizos, tumores,
ciáticas y almorranas; pero cuando el estrépito
de cencerros reverberó helado en sus muelas, to¬
dos sintieron la misma punzada inefable y pro¬
funda. El mismo fragor de gusanos en las encías.
En su puesto de la Plaza Mayor, el libre¬
ro Linares luchaba en vano contra las moscas
que se posaban sobre su ojo ulcerado, anegán¬
dolo de humores, lombrices y boñigas que lue¬
go tendría que limpiar con emplastos laceran¬
tes de vinagre y aceite rosado. En la collación
de San Agustín, el inquisidor Tortajada se apli¬
caba una friega de zumo de beleño en la herida
tumefacta de su pierna izquierda, una pierna
fantasma que le dolía todavía más que el mu¬
ñón chamuscado que todos los meses le caute¬
rizaban con ascuas para impedir el avance de la
16

gangrena. Bajo los soportales de la calle de los Bo¬


toneros, el caballero Valenzuela -^gentilhombre
de Jaén— sobrellevaba con hidalguía los acha¬
ques del mal de piedra, aunque blasfemando
siempre en voz baja para que la canalla creyera
que sólo pedía perdón por sus pecados.
Gregorio de Utrilla dejó de sacudir la pe¬
sada campana, pues para arrancar muelas era
preciso tener pulso firme y no quería fatigar de¬
masiado su brazo. Hacía una semana le había
temblado la mano en las minas de Huancaveli-
ca y destrozó la muela del corregidor antes de
sacarla de la mandíbula. Si aquel hombre no se
hubiera desmayado, jamás habría soportado la
dolorosa búsqueda de los raigones y las raíces
con el descarnador. Utrilla repasó de reojo la
expresión demudada de los rostros que comen¬
zaron a rodearle y adivinó quiénes criaban fle¬
mones, apostemas y neguijones. «Mi reino por
un gusano», pensó, y arreó la campana poseído
de mística furia.
El caballero Valenzuela se pasó la lengua
sobre las muelas y hurgó sobrecogido entre sus
flemones y agujeros. Odiaba a los barberos des¬
de que le limaron los dientes cuando era apenas
un niño —allá en la villa de Lopera— llagándo¬
le las encías y condenándole a padecer una den¬
tadura quebradiza y desbaratada. El caballero
Valenzuela había luchado contra indios salvajes,
crueles piratas y galeotes condenados a muerte,
pero sólo le arrasaba el pánico cuando un saca-
17

muelas le embocaba el gatillo por el gaznate.


Tantos dientes le dolían que el dolor de piedra
quedó suspenso.
Antes de salir del convento por la calle de
los Espaderos, el inquisidor Tortajada se escar¬
bó la dentadura con el mondadientes de plata
que siempre escondía bajo el candil, donde lo
conservaba caliente y nadie podía encontrarlo
para embolsárselo. Las muelas eran enemigas
del frío y por eso se limpiaba las caries con agu¬
jas tibias y clavos que calentaba con velas en ve¬
rano y braseros en invierno. A veces el dolor le
traspasaba como el rayo, pero de sólo pensar que
podía empalar al neguijón que le perforaba los
dientes, el inquisidor Tortajada se ensañaba con
las caries, picoteando feroz hasta caer desfalle¬
cido. Sin embargo, aquella mañana se limitó a
remover el sarro pegostreado y a enjuagarse la
boca con un cuartillo de vino mezclado con pé¬
talos de rosa y sándalos cetrinos.
Lector de su padrino Huarte de San Juan,
el librero Linares evitaba el tocino, la cecina, las
cuajadas, los requesones, las cebollas, los pesca¬
dos y todos los alimentos flemosos que engen¬
dran vapores, porque el fuego del hígado hervía
la humedad del estómago destemplando la den¬
tadura, ennegreciendo los dientes y mollando
las muelas. El librero Linares sabía que los gu¬
sanos nacían de la humedad y de la corrupción,
pero a pesar de su enjuta humanidad el agua fres¬
ca del botijo lo estremecía de dolor cuando su
18

helada corriente inundaba la madriguera del ne¬


guijón.
Gregorio de Utrilla montó su tenderete
con deliberada parsimonia, junto a un paredón
encalado en la esquina de Mantas con Plume-
reros que le recordó al quemadero del prado de
San Sebastián. Mientras su asno bebía en una
acequia de aguas hediondas, vació los arcones
para usarlos como poyetes de un tablero que
hacía las veces de mesa. Algunos cirujanos co¬
mo Daza Chacón o Juan Fragoso aconsejaban
ocultar los instrumentos para no ahuyentar a los
transeúntes, pero Gregorio de Utrilla no com¬
partía esas sutilezas y así, para espanto de to¬
dos, fue colocando uno a uno los avíos del ho¬
rror.
Para sajar encías, abrir flemones y reven¬
tar fístulas, Utrilla tenía toda clase de lancetas,
agujas y palillos afilados, puntiagudos y aserra¬
dos. Cuando las muelas eran muy traseras, como
las cordales, los barberos aflojaban las piezas con
el botador, una suerte de escoplillo rematado
en dos puntas que descuajaba las muelas como si
fueran corchos. No obstante, con la finalidad
de impedir que la fuerza del tirón desgarrara la
boca del paciente, Utrilla empleaba también
otro botador con forma de garfio que se engan¬
chaba en la muela vecina, aunque semejante
operación se cobrara siempre dos piezas en lu¬
gar de una sola. Para limpiar la toba o cieno de
los dientes, desplegó cincelillos, escoplos, espá-
19

tulas y garabatillos con los que barrenaba el sa¬


rro aglomerado durante años.
De pronto dejó caer con estrépito su pe¬
licán, una herramienta de origen francés que
a través de un torno central abría las mandíbu¬
las mientras un cordel enroscado arrancaba la
muela de raíz. La técnica del pelicán era la más
lenta y dolorosa, pero cuando el enfermo era
corpulento y capaz de vender muy cara su den¬
tadura, tres vueltas de pelicán lo dejaban sin
sentido. Sin embargo, Utrilla solamente confia¬
ba en su viejo gatillo castellano, una tenaza recia
y precisa cuya eficacia dependía de la devota re¬
signación del doliente. Una vez que encajaba la
muela con primorosa suavidad entre los picos,
Utrilla miraba a los ojos suplicantes del enfer¬
mo y le susurraba —como si fuera la absolución
o una confidencia— que Nuestro Señor Jesu¬
cristo había padecido mucho más en la cruz.
Y entonces pegaba un violento latigazo, rogan¬
do por que los gusanos no hubieran podido es¬
capar a través de las encías.
Utrilla depositó sobre el tablón las limas
que usaba para retocar los dientes rotos, el des-
carnador que servía para desenterrar raíces y las
tenazas con que arrancaba los raigones más pro¬
fundos. Junto a ellos dispuso una serie de es¬
cudillas y un frasco veneciano donde flotaban
docenas de gusanos en salmuera. Y después de
sacar un rosario de muelas engarzadas, una asti¬
lla de la cruz del Buen Ladrón y la pierna inco-
rrupta de San Anastasio mártir, Gregorio de Utri¬
lla hizo la señal de la cruz y dio gracias a Dios
por consentir que algunos pecadores fueran ben¬
decidos con una parte pequeñísima del dolor de
la Pasión.
Detrás de los visillos de su ventana, Lui¬
sa Melgarejo también se persignó.
Botadores, martillico y cincel para aflojar y desaforar
las muelas. Coloquio breve y compendioso sobre la materia
de la dentadura (1557).
2.
\

El día de la fuga amaneció lluvioso, tal


como predijo el portugués de la piedra imán. Un
centenar de galeotes atacaría la Puerta de Hie¬
rro con asadores, hachas y trinchetes, mientras
los condenados a muerte trataban de alcanzar la
Plaza de San Francisco a través de la atarjea del
patio y los matones del presidio ajustaban cuen¬
tas con los cirujanos, los tenderos del baratillo
y los bastoneros o lugartenientes del alcaide. La
cárcel de Sevilla olía más que nunca a podre y
albañar.
Al librero Linares no le gustó la tensa
animación del patio y despertó al «Muñones»,
que dormía arrebujado entre trapos y papeles.
Si había pelea, motín o venganza, les convenía
esconderse o simplemente alejarse del zafarran¬
cho, pues Linares y el «Muñones» habían so¬
brevivido gracias a su talento para escribir me¬
moriales y billetes de amor, y no precisamente
por sus habilidades con la espada o los puñales.
En honor a la verdad, Linares conocía las pos¬
turas, el denuedo, el arte de cortar de tajo y de re¬
vés, el acometer, el retirarse, cómo herir de pun¬
ta, cómo huir el cuerpo y todo lo concerniente a
ofender y defender con la espada, pero todo ello
23

lo había aprendido leyendo en su tienda de la


calle Borceguinería, donde tenía el Tratado de
la Esgrima de Francisco Román, la Philosophía
de las Armas y de su Destreza de Gerónimo de
Carranza y el Libro de las grandezas de la espada
de Pacheco de Narváez. ¡Ay, sus libros! Si las
intrigas del regatón Delgado y su cómplice de la
villa del Pedroso no lo hubieran mandado a
prisión, sus impresos habrían llegado hasta Po¬
tosí. Linares maldijo a sus enemigos y les deseó
un padrastro infectado, una potra en los testí¬
culos o un neguijón en las muelas.
En su trinquete del rancho de la Rasca,
el caballero Valenzuela se incorporó cuando vio
que los demás galeotes hacían acopio de navajas,
verduguillos y cachiporras. Valenzuela cumplía
condena por haber robado azulejos de la casa
palacio del Duque de Segorbe, siguiendo instruc¬
ciones de su mentor, el Marqués de Marcheli-
na, señor de Carmona y del castillo de Lopera,
quien le había prometido galera en la Puerta del
Oro. Por desgracia, el Duque de Segorbe era pa¬
riente del Duque de Alcalá y la cárcel de Sevilla
era prebenda del primo del amo de los lacayos
que le rompieron los dientes antes de confinar¬
lo en la Rasca, un antro abyecto situado en los
ranchos reservados a los criminales de baja es¬
tofa. El caballero Valenzuela escupió a través de
los orificios de su dentadura y arrancó un tablón
del catre vecino, dispuesto a batirse de nuevo
con el servicio del Duque de Segorbe.
La enfermería de la prisión siempre esta¬
ba hirviendo de llagados y dolientes, pero aque¬
lla mañana nadie acudió a pedir sebo, ungüen¬
tos o sangrías. En ausencia del padre León, el
capellán Tortajada decidió devolver a sus celdas
a los presos enfermeros y ordenó a los médicos,
cirujanos y barberos atrancar puertas y cance¬
las. La enfermería atendía dos tipos de pacientes:
los baldados, pestilentes y achacosos que a cada
momento precisaban parches, cauterios y em¬
plastos, y los apretados, heridos y accidentados
a quienes había que amputar un miembro, arran¬
car una muela o tallarles la verga para romper
una piedra. El capellán Tortajada temía espe¬
cialmente a los segundos, pues se trataba de una
canalla infecta que no quería entender que el
cirujano era instrumento de Dios y que el dolor
les revelaba una miajita del sacrificio de Nues¬
tro Señor Jesucristo.
El librero Linares sintió un escalofrío
cuando vio que el patio era tomado por los pre¬
sos de la Galera Vieja. Ahí estaba la morralla
del mundo que malvivía en los calabozos de la
Ginebra, la Pestilencia, la Tragedia, la Chupa¬
dera, la Rasca y el Traidor, armados hasta los
dientes y arrastrando el cadáver de algún por-
querón desprevenido. Los galeotes odiaban a los
porquerones porque extorsionaban a sus fami¬
lias y controlaban el vino de la prisión, adulte¬
rándolo y encareciéndolo. El librero Linares cal¬
culó que a esa piara de asesinos le daría lo mismo
25

darle boleto a un porquerón que a un lector de


Plinio, y resolvió esconderse con el «Muñones»
en los ranchos vacíos del entresuelo.
El caballero Valenzuela —gentilhombre
de Lopera— contempló el turbio reflejo de la
Giralda en el albero encharcado y trató de pen¬
sar qué haría en su lugar el Marqués de Mar-
cheíina. ¿Huir como un delincuente o quedarse
en su celda como un señor? A la voz de ataque
el caballero Valenzuela blandió su garrote y co¬
rrió hacia la atarjea como un delincuente cual¬
quiera. La campana de la cárcel tocó a rebato
de alarma, pero alguien despachó al bastone¬
ro del campanario para darles más tiempo a los
galeotes que tenían que asaltar la Puerta de
Hierro.
El capellán Tortajada frunció sus cejas
como crines y barruntó lo que iba a ocurrir: un
grupo de presos trataría de escapar por túneles,
tejados y alcantarillas, mientras otro bloqueaba
la entrada principal para impedir la llegada de
refuerzos. El capellán sabía que ninguno de aque¬
llos amotinados representaba una amenaza real,
pero el trato con esa gentuza le había enseñado
que existía una caterva de alimañas que jamás
escaparía de la cárcel, porque sólo deseaba im¬
poner su ley en las galeras, y muy pronto se las
tendría tiesas con ellos. Sin embargo, su cora¬
zón esforzado palpitaba de emoción, porque el
capellán Tortajada era robusto como un oso
y no le asustaba ni el tormento, ni la muerte, ni
\

26

el dolor. Sólo temía al Juicio de Dios y a dejar


de salir de nazareno con la Hermandad de la
Veracruz. ' '
3.

Los cofrades del dolor de muelas fueron


arremolinándose en la esquina de Mantas con
Plumereros, indiferentes al hedor que salía de
la iglesia de San Agustín, donde la corrupción
de los cadáveres podía masticarse en el aire y
ser una sola con la corrupción de los dientes.
Gregorio de Utrilla señaló una escombrera don¬
de moscas y gallinazos se disputaban los des¬
pojos pestilentes de un caballo, y comenzó su
discurso advirtiendo que tal era el destino de
nuestra carne mortal: la devoración, la podre¬
dumbre y los gusanos. «¡Porque Dios ha querido
—gritó mientras acariciaba el frasco de cristal
veneciano— que todos estemos llenos de gusa¬
nos!».
Si los templos donde reposaban los muer¬
tos no estaban libres de larvas, ¿cómo podría
estarlo nuestro cuerpo, que hervía de vicios, ex¬
crementos e inmundicias? Y para que nadie cre¬
yera que se refería solamente a la fábrica del es¬
tómago, Utrilla hizo hincapié en los mocos y
fluidos destilados por la cabeza, pues como ha¬
bía dilucidado fray Luis de Granada en el capí¬
tulo XXX de su Introducción del símbolo de la fe, a
través de la nariz se purgaban las flemas engen-
28

dradas en el cerebro por culpa de los malos pen¬


samientos y los sueños pecaminosos.
Así, el tránsito hacia la Plaza Mayor que¬
dó interrumpido por una audiencia mugrosa
que escuchaba entre arcadas cómo del fango de
la nariz nacía una estirpe de gusanos peludos
del grosor de un dedo, cómo de la corrupción
de los abscesos brotaban lechosos enjambres de
lombrices y cómo ciertos vomitivos permitían
desaguar de los intestinos a los gusanos vellu¬
dos de cabeza roja, tan gordos como un guisan¬
te y del largo de cuatro dedos. Utrilla levantó el
frasco maloliente de salmuera y —mostrándolo
a la multitud— declaró que ahí tenía encur¬
tidos todos los linajes de anguilas, orugas y gu¬
sarapos que se criaban en las entrañas del hom¬
bre, menos al repugnante neguijón, que roe y
socava los dientes.
Dios, en su infinita sabiduría —prosi¬
guió Utrilla enfervorizado—, dispuso que en las
dentaduras anidara el neguijón, para que el do¬
lor de muelas nos acompañara por siempre como
advertencia del eterno tormento de la muerte.
Y una vez más recurrió a la autoridad de fray Luis
de Granada, quien en su Guía de pecadores sen¬
tenció que el infierno era un perpetuo crujir de
dientes y un nauseabundo lugar donde los negui¬
jones devoraban los cuerpos y los demonios ate¬
nazaban las muelas por los siglos de los siglos.
Utrilla miró al cielo y meneó la cabeza re¬
signado: la corrupción de nuestros cuerpos había
29

comenzado ya, pues supuraba en forma de ca¬


llos, bubas, forúnculos y sabañones, por no ha¬
blar de la sarna, las llagas y los tumores. Pero si
hasta los peores males tenían remedio —ya que
los dedos gangrenados se cortaban y las almo¬
rranas se quemaban con cauterios de plomo y
vitriolo romano—, en cambio el dolor de mue¬
las y la corrupción de la boca eran para toda la
vida, pues aunque las muelas podridas se arran¬
caran, los neguijones terminarían royendo las
piezas vecinas. Y por eso al pecador y a la mu¬
jer hermosa, al hombre santo y al niño inocen¬
te les apestaba la boca a licor de cadáver inse¬
pulto.
La liturgia del dolor estaba a punto de
comenzar y Utrilla demandó un sacrificio espe¬
cial a los presentes: para atrapar un neguijón
era preciso extraer más de una muela, cercarlo
entre los pasadizos de la dentadura y ensartar¬
lo con una astilla caliente sobre las encías. ¿No
serían Dios y la ciencia bien servidos, aunque
se perdieran unas cuantas muelas como sacrifi¬
cio? Después de todo, una boca sin dientes ja¬
más pecaría de gula, reiría más bien con recato,
se guardaría del adulterio y no podría morder los
frutos ponzoñosos del placer. Una boca sin dien¬
tes allanaría la salvación a través de una vida
contemplativa, mística y anacoreta. Una boca
sin dientes —en suma— retardaría la muerte,
porque la corrupción de la carne comenzaba en
las ciénagas de la dentadura.
\

30
\

Entre diosmíos y avemariapurísimas Lui¬


sa Melgarejo se puso al final de la cola, y todos
los presentes dieron gracias al Cielo porque la
sierva de Dios había decidido ofrecer sus mue¬
las al Todopoderoso.
4.

Cuando el caballero Valenzuela —gen¬


tilhombre de Lopera— advirtió que su hueste
corría vociferante hacia las cloacas y letrinas de
la cárcel de Sevilla, sospechó más bien que el
Marqués de Marchelina se habría quedado co¬
mo un maestrante en su celda de la Rasca, pues
chapotear entre boñigas y cagajones no era pro¬
pio del señor de Carmona y del castillo de Lo¬
pera. Y si la mierda olía mal, por Dios que sa¬
bía peor.
La enfermería estaba situada en la segun¬
da planta del edificio principal, entre la Puerta
de Hierro y el patio de la fuente. Demasiado le¬
jos de la salida y demasiado cerca de las galeras.
El capellán Tortajada ordenó inventario de ven¬
das y ungüentos y reservó los mejores sebos pa¬
ra los quebrantos de la batalla, pues el sebo de
cordero lechal cicatrizaba las llagas del vientre y
el sebo de carnero era el más indicado cuando
se trataba de componer piernas destajadas. Para
curar un brazo abierto en canal y estirar otra
vez los nervios arremangados, los cirujanos de
la prisión aplicaban sebo derretido sobre las he¬
ridas, dejándolo cuajar y endurecer durante días.
Y si el paciente sobrevivía a las quemaduras e in-
fecciones podía salvar su miembro, aunque lue¬
go quedara baldado de por vida.
El «Muñones» le había contado muchas
veces al librero Linares cómo había perdido su
mano en combate. No fueron los turcos infie¬
les, sino los mismos médicos cristianos quienes
le aplicaron los cauterios de fuego que precipi¬
taron la gangrena. Linares sabía que en Francia
se trataban las amputaciones con emplastos de
yema de huevo, aceite de rosas y trementina,
pero eso lo había leído en libros prohibidos de
Ambrosio Parero y del filósofo Paracelso —dis¬
cípulo aventajado del nigromante Tritemio—
y más le valía no darle más melancolías al «Mu¬
ñones».
La atarjea de la cárcel era una alberca de
inmundicias cuyo sumidero atravesaba la Plaza
de San Francisco y discurría subterráneo hasta
el Guadalquivir. Los galeotes habían planeado
romper los encofrados de la alcantarilla fuera de
los muros de la prisión, aunque no contaron con
la profundidad del canal, el hedor insoportable
y la densidad de las heces. El caballero Valenzue-
la —gentilhombre de Lopera— temía que aque¬
llos engrudos pestilentes debilitaran la fuerza de
su espada, aunque fuera sin filo y de madera.
Si bien era herejía erasmista y quizás lu¬
terana, el capellán Tortajada también hizo pro¬
visión de mierda en la enfermería, pues cuando
fue párroco de Alájar había escuchado a don Be¬
nito Arias Montano ponderar las virtudes cura-
33

tivas del estiércol del vientre, señalado por Dios


para asombro de los hombres. Así, los excremen¬
tos de las cerdas cortaban las hemorragias y los
del burro la disentería, tal como la boñiga del ca¬
ballo curaba la pleuresía y la de vaca era remedio
eficaz contra la epilepsia de los niños. Como teó¬
logo, don Benito había combatido a los herejes
en el Concilio de Trento, y como médico obser¬
vó que los luteranos se quitaban heridas y pús¬
tulas negras con sus propias heces. Desde en¬
tonces Arias Montano llevaba mojoncicos de
niño en un relicario, que siempre ofrecía en su
casa de Aracena a quienes descubrían las raspa¬
duras del camino. «Caca de santo, don Benito»,
correspondía Tortajada socarrón.
La mano del «Muñones» fue pudriéndo¬
se como un animal muerto remendado en su
brazo, y los cirujanos militares prefirieron am¬
putarla antes de que los gusanos del cuerpo se
desmadraran con el olor de la corrupción. Pri¬
mero se le blanquearon las uñas, más tarde se le
infectaron todos los padrastros y casi dejó de
dolerle cuando empezó a mordisquear los pelle¬
jos para desjarretarse los dedos. Tal vez fuera la
fiebre o la melancolía, pero mientras le aserra¬
ban los huesos y lo cauterizaban con aceite hir¬
viendo, al «Muñones» se le antojó que un gati¬
llazo en las muelas era todavía más doloroso.
En medio de aquella ciénaga intestinal,
el caballero Valenzuela —gentilhombre de Lo-
pera— recordó cuando el Marqués de Marche-
lina mandó limpiar los pozos negros del casti¬
llo. ¿Cómo se llamaba aquel muchacho que ca¬
yó en la letrina siendo él apenas un niño? El
caballero Valenzuela no podía olvidar la noche
que pasó encaramado en la muralla, observan¬
do cómo los bueyes quitaron cubos y cubos de
excrementos hasta que consiguieron rescatar
aquel cuerpo entumecido y pestilente. Sí, tieso
y apestoso como un palillo después de escarbar
entre los dientes.
COLOQVIO BREVE Y
copédiofo. Sobre la materia d lá dé
tadura, y marauillofa obra diabo
ca.Co muchos remedios y aui
ios ncceíTarios.Yla ordé
de curar, y adi etar
los dientes.

US.

^[Dirigido,al muy alto y muy pode


íofo fcñor.cl Principe dó Carlos nroíe-
ñor.Cópucílo por el Bachiller Frácifco
Martiiicz.Natural déla villa de Caítnllo
dconiclo.Eftátc en Valladolid. ií/7»
Con preuilegio.
cEíla tafíado en L VIL m

Portada del primer tratado español sobre las muelas.


Coloquio breve y compendioso sobre la materia
de la dentadura (1557).
5.
\ V •

El librero Linares ni siquiera había abier¬


to la boca, cuando Utrilla distinguió el olor
inconfundible de las muelas agusanadas. Sin
embargo, Linares sólo se había aproximado lo
suficiente como para susurrarle al oído que te¬
nía un ejemplar del rarísimo Coloquio breve
y compendioso sobre la materia de la dentadura y
maravillosa obra de la boca, del bachiller Fran¬
cisco Martínez. «Será suyo si no me rompe la na¬
riz, ni me raja la lengua, ni me desencaja la qui¬
jada», balbuceó.
La estrella del librero Linares se había os¬
curecido desde que perdió la protección del Mar¬
qués de Montesclaros, su valedor durante más
de quince años, cuando lo rescató de la cárcel de
Sevilla. El Marqués era hombre culto, leído y ge¬
neroso, pero deseaba ser reconocido como poe¬
ta y aquella ilusión la había aplacado gracias a
los versos e influencias de Linares, quien le com¬
puso un par de sonetos y algún que otro ripio que
merecieron un elogio interesado de Lope de Ve¬
ga en La hermosura de Angélica. El librero sabía
que el «Fénix» era un cortesano y que la vani¬
dad de Montesclaros podía ser pródiga. ¿Cómo
era la hosanna de Lope? Linares la recordaba
37

malicioso: «En ningún siglo ha conocido Espa¬


ña tantos Príncipes, que con tal gracia, primor,
erudición y puro estilo escriben versos, como
son tan evidente ejemplo el Conde de Lemos,
el de Salinas, el Marqués de Cerralvo, el Comen¬
dador Mayor de Montesa, el Duque de Osuna,
el Marqués de Montesclaros y el doctísimo Du¬
que de Gandía». Cada letra del ditirambo debió
costarle un doblón al Duque de Gandía.
Cuando el Marqués de Montesclaros fue
nombrado Virrey de México, el librero Linares
formó parte de su séquito, y como tal embarcó
en la nao capitana a fines de junio de 1603, jun¬
to con el confesor, el cocinero y el sacamuelas
del Marqués. Las comidas y raciones de la nao
capitana eran mejores que las de la nao almi-
ranta, y ello lo pudo comprobar Linares cier¬
to día que el cirujano tuvo que trasladarse a la
nao almiranta para sacarle las muelas a varios
pasajeros aterrados que descubrieron gusanos
entre sus dientes. El médico de a bordo trató
en vano de convencerles de que sólo se trataba
del gusano de la galleta marinera, pero el mie¬
do a la corrupción fue más poderoso que el dolor
y algunos pacientes murieron desangrados an¬
tes de llegar a San Juan de Ulúa. El bizcocho
blanco de la nao capitana era más recio y tar¬
daba un poco más en criar hongos y agusanar¬
se, aunque el librero Linares prefería romperlo a
golpes para evitar sorpresas y no quedarse sin
dientes.
38

Al Marqués le interesaba conocer la obra


de los grandes poetas —Boscán, Herrera y Gar-
cilaso—, pero habría vendido su alma con tal
de ser aceptado como un igual por Lope, Arguijo
y Argensola. Linares le componía sonetos, re¬
dondillas, endechas y madrigales que Montes-
claros mandaba imprimir en Sevilla, Valladolid
y Alcalá de Henares. Sin embargo, ninguno de
los poetas de la corte le dedicó jamás una églo¬
ga, una comedia o una letrilla. ¿De qué le valía
ser Virrey de México si su renta era magra y su
influencia escasa? En Nápoles, Valencia o Sicilia
hubiera sido distinto, pero en México... Mon-
tesclaros nunca valoró los esfuerzos realizados
por Linares para convertirlo en mecenas y pro¬
tector de los literatos de la Nueva España, quie¬
nes tampoco precisaron demasiados estímulos
para darle cuartelillo al Virrey. Así, el cosmó¬
grafo Henrico Martínez le dedicó su Repertorio
de los tiempos, el guipuzcoano Echave, sus Dis¬
cursos de la antigüedad de la lengua Bascongada
y fray Juan de Torquemada, su Monarquía In¬
diana. Gracias a su prestigio como librero, Li¬
nares llegó a conseguir que el poeta Bernardo de
Balbuena incluyera un elogio al Marqués en el
colofón de su Grandeza Mexicana, a pesar de
que el panegírico ya estaba terminado en casa
del impresor Ocharte.
En realidad, Linares jamás abandonó
el comercio de libros, ya que la protección del
Virrey le permitió crear desde México una red
39

de libreros que comenzaba en Sevilla y se ex¬


tendía por Lima, La Habana, Cartagena y Ma¬
nila. Y aunque el oficio de librero era menos
fecundo y más peligroso que la condición de
procurador, escribano, mayordomo y boticario,
Linares sentía que los libreros formaban una
cofradía distinta dentro de la canija república
de los doctos. ¿Quiénes si no ensanchaban la
ciencia y la cultura? Gracias a la Corona el nuevo
mundo había recibido la palabra de Dios, pero
gracias a los libreros también había recibido la
palabra de Homero y Aristóteles, de Ovidio y
Horacio, de Marsilio Ficino y Pico della Mi¬
rándola, de Boecio y Galeno.
«¿Tienes la Therapéutica de Galeno tra¬
ducida al romance por Murillo?», quiso saber
Utrilla mientras engrasaba su gatillo con sebo
de marrana. Linares tragó saliva y negó aterrado
con la cabeza. «Yo te la regalo si me dejas poner
cerco a tus gusanos», prometió el sacamuelas. El
librero quiso gritar que no, pero ya era dema¬
siado tarde porque un cepo de madera dejó su
dentadura a merced de las tenazas.
Las mujeres que rezaban de rodillas jun¬
to a Luisa Melgarejo comenzaban el segundo
credo.
Gatillos castellanos y tenazas para desenterrar los raigones
de las encías. Coloquio breve y compendioso sobre la
materia de la dentadura (1557).
6.

Desde la enfermería el capellán Torta-


jada escuchó la carga de los galeotes contra la
Puerta de Hierro y rezongó una oración impía
por las almas de los guardias. La canalla rebu¬
llía por la Plaza de San Francisco, donde los
cómplices y amigos de los presos alborotaban
para que los alguaciles no vieran cómo los jaya¬
nes salían de las alcantarillas o cómo se descol¬
gaban por el muro de la calle de los Cordone¬
ros. El olor a quemado devolvió al capellán a su
propia realidad: alguien le había prendido fuego
a la puerta de la enfermería.
Harto de boñigas y cagajones, el caba¬
llero Valenzuela —gentilhombre de Lopera—
resolvió remontar el desaguadero de las heces,
dispuesto a huir por otro lugar más digno de su
persona y linaje. ¿Por qué precipitarse sobre la
mierda igual que los condenados a muerte? Al
llegar a la fuente del patio tan sólo se enjuagó la
cara y las manos, como habría hecho cualquier
cristiano viejo bañado en caca.
El librero Linares arrastró al «Muñones»
hasta la Puerta de Plata, donde descubrió sobre¬
cogido que los amotinados ya estaban luchan¬
do a brazo partido en la misma entrada princi-
42

pal. Los únicos refugios posibles eran los entre¬


suelos de la cámara de hierro, la galera de los
pecadores nefandos o la siniestra enfermería
de la cárcel. El librero Linares no tenía bue¬
nos recuerdos de la enfermería porque allí le
habían desbaratado un ojo, aunque tampoco
estaba dispuesto a perder el ojo del culo en la
galera de los bujarrones. «Más vale malo cono¬
cido», pensó, y volvió a tirar del «Muñones»,
que recogía distraído los papelillos desparrama¬
dos por el suelo.
Cuando los barberos abrieron la puerta
para sofocar el fuego, dos germanes armados de
garrotes y asadores irrumpieron con violencia
en la enfermería. A través de la humareda el ca¬
pellán Tortajada reconoció al «Potroso», un cri¬
minal a quien habían atendido de mal de orina
y carnosidades en la verga. Antes de caer en ma¬
nos de los cirujanos el «Potroso» comenzó a mear
goteando, luego desaguó sangre y finalmente se
le cortó la orina durante siete días. Cuando lo
llevaron a la enfermería ya sufría fiebres, deli¬
rios y dolores vehementes. El capellán Tortaja¬
da dispuso que fuera atado en la mesa mayor y
los médicos dictaminaron que tenía el miembro
de la generación obstruido por callos, carúncu¬
las y carnosidades que era preciso disolver con
cáusticos o —si no había otro remedio— arran¬
car con una candelilla afilada. Así, entre los gri¬
tos y amenazas del rufián, los cirujanos le intro¬
dujeron por la verga un alambique untado con
43

aceite de almendras dulces, hasta asentarlo sobre


la carnosidad interior del canal. Diez credos
más tarde empezó el tratamiento de cardeni¬
llo, vitriolo romano y oro pimente, mas como
el callo era duro como una suela, los médicos
ordenaron cauterios de cera derretida con tien¬
tas de plomo que los cirujanos arrancaron a tra¬
vés de una candelilla, toda pegoteada con he¬
bras sanguinolentas de aquella carúncula que
no dejaba orinar al «Potroso». Y así les agra¬
decía su ciencia el miserable, degollando a un
barbero y alzando su garrote contra el capellán
Tortajada.
El caballero Valenzuela —gentilhombre
de Lopera— había decidido escapar por los te¬
jados de la cárcel y llegarse a la hostería de Faus¬
to, quien no le negaría refugio hasta que el Mar¬
qués de Marchelina lo socorriera y embarcara
hacia Cuba, Nueva España o el Perú, donde su
señor tenía primos y parientes que eran virre¬
yes, oidores y canónigos. Sevilla se estaba ponien¬
do demasiado peligrosa y además estaba llena
de mierda. El caballero Valenzuela corrió hacia
la Puerta de Hierro perseguido por una mu¬
chedumbre de moscas mojoneras.
Todo comenzó con una nube en el ojo
—recordó el librero Linares— que fue creciendo
morosamente como las telarañas, la herrumbre
o el musgo. En realidad, aquel ojo siempre le ha¬
bía dado problemas, pues de niño padeció mul¬
titud de rijas y orzuelos que su madre malcura-
44

ba con cauterios de azufre y cagarrutas de chivo,


hasta que el ojo se le quedó para siempre infla¬
mado como un huevo de ganso, aunque todo
el mundo estaba persuadido de que aquella hin¬
chazón era consecuencia de la lectura exagerada
y su bellaca obsesión por los libros. Cuando la
nube se acrecentó más de la cuenta, Linares re¬
visó el Tratado de los ojos del cordobés Abulcasis
y las Institutiones Chirvrgicae de Luis de Merca¬
do, de donde coligió que sufría del morbo de
cataratas por culpa de los humores flemosos
de la fábrica del vientre. Durante años Linares
se aplicó pomadas y colirios de eufrasia, bella¬
dona y agua de rosas, hasta que intuyó que la
ceguera era inminente y no le quedó más op¬
ción que acudir a los cirujanos de la cárcel para
que le batieran la catarata. Pero esos destapa¬
dores no habían leído ni a Vesalio, ni a Frago¬
so, ni a Jerónimo Fabricio, porque le reventa¬
ron el blanco del ojo con agujas y ventosas.
Algunos huesos, cuando se quiebran, cru¬
jen como las ramas de encina que se trocean a
golpe de hacha. El capellán Tortajada recono¬
ció aquel sonido porque en su casa de Alájar te¬
nía una hermosa chimenea que sólo alimentaba
de venerables encinas serranas. Tortajada evo¬
có la sensación del calor, el espíritu azul de la
flama y el crujido desvencijado de las encinas
mientras el garrote del «Potroso» le partía la pier¬
na izquierda. Era un estrépito seco y leñoso que
nada tenía que ver con el chasquido amelonado
45

de los cráneos cuando estallan. Si el «Potroso»


hubiera visto el mazo del capellán Tortajada,
tal vez no habría perdido la cabeza tan pronto.
Por el número de heridos y cadáveres, el
caballero Valenzuela —gentilhombre de Lope-
ra— barruntó que la batalla en la Puerta de
Hierro era encarnizada y decidió subir por la
primera escalera que encontró a mano. Sólo te¬
nía que llegar al techado para huir de azotea en
azotea, pero un viejo retortijón —mineral y mi¬
nucioso— empezó a perforarle las entrañas: su
crónico dolor de mal de piedra. Y como la ma¬
landanza de la piedra era uno de los tres do¬
lores que tenían dispensa eclesiástica para blas¬
femar, el caballero Valenzuela se cagó en los
serafines y de paso en los querubines. ¿Dónde
puñetas estaba el tejado? El gentilhombre de
Lopera nunca había estado en la galera del pe¬
cado nefando.
Malherido y derribado bajo los despojos
desmadejados del «Potroso», el capellán Torta-
jada preparó su alma e hizo examen de con¬
ciencia en cuanto advirtió que el segundo jayán
se disponía a atravesarlo con un asador. Y segu¬
ro que el antiguo párroco de Alájar habría muer¬
to malamente, de no haber sido por el rejonazo
que el «Muñones» le endiñó al matador. Por
culpa de la escoria del mundo el maestro ciru¬
jano y uno de sus dos barberos habían muerto
sin confesión. El capellán hizo la señal de la cruz
sobre sus compañeros caídos, maldijo los cadá-
46

veres de los germanes y ordenó encastillar la en¬


fermería como si fuera una fortaleza.
Resabiado'por el rencor de sus vengati¬
vos enfermos, Tortajada se revolvió suspicaz con¬
tra el librero Linares:
—¿A ti no te habremos sacado una muela?
—No, solamente un ojo.
—Menos mal, cago en Dios.
Y entró bufando y renqueante, como un
jabalí mitológico, erizado de venablos.
Descarnadores, lancetas y punzones. Coloquio breve
y compendioso sobre la materia de la dentadura (1557).
7.
\

El tacto metálico de las tenazas sobre las


muelas le producía siempre una sensación ser¬
pentina y de crucifixión. Sentir junto a la len¬
gua y las encías el roce pringoso de aquel instru¬
mento barnizado de coágulos, humores y pus
era tan repugnante como imaginar que su boca
se había convertido en el cubil de una serpien¬
te. Y sin embargo, el violento tirón de la muela
ni siquiera le iba a doler como uno solo de los
martillazos que sufrió Nuestro Señor cuando lo
clavaron en la cruz.
El librero Linares habría preferido que la
muela podrida no hubiera estado en la quijada,
porque en caso de tenerla muy arraigada se le po¬
día dislocar la mandíbula, aunque si la muela se
rompía era mucho mejor que estuviera abajo, pa¬
ra desenterrar los raigones con el descarnador. De
pronto, cuando notó que su muela ya había sido
trincada por el gatillo, no supo si aflojar el cuello
y arriesgarse a que le troncharan las vértebras, o si
oponer resistencia y perder todo el quijar des¬
pués del trallazo. Utrilla meneaba las tenazas pa¬
ra comprobar que tenía bien prisionera la muela
y Linares trató de pensar en alguna cosa que lo
traspalara a otro tiempo, otra edad u otro lugar.
49

Recordó entonces los días grandes de su


librería en la calle Borceguinería, cuando reu¬
nió en miles de cuerpos lo más relumbrante
de la poesía, el teatro, la mística, los paganos, la
ciencia y la novelería, esos retablos de fábu¬
las, monstruos y caballerías que tanto irritaban
a obispos y confesores. El librero Linares pre¬
sumía de tener buen ojo (al menos uno) para la
poesía, y así en su tienda de la Borceguinería co¬
mo en los coloquios que convocaba en el mesón
de Juan Robles, los jóvenes poetas disparaban
sus versos como flechas contra Baltasar de Al¬
cázar, Argote de Molina y Juan de Mallara, los
celosos guardianes del Parnaso sevillano. Linares
alentaba los desabrimientos de aquella infame
turba y hasta les imprimía sus versos en un cua¬
dernillo intitulado Novus Ortus, que componía
en una prensa que mercó cuando la Inquisi¬
ción remató los bienes del impresor Montesdo-
ca. ¿Qué habrá sido de Garci de los Monteros,
del bachiller Bonilla y del joven Rodrigo Caro?,
pensaba el librero Linares en el momento en que
su muela se hacía añicos, como una nuez tritu¬
rada entre los picos de un alicate.
Gregorio de Utrilla examinó las puntas
de su gatillo en busca de alguna lombriz o gusa¬
no, mas sólo encontró hilachas de carne y meo¬
llos de diente. En la Summa y Examen de Chi-
rurgia del portugués Antonio Pérez, Utrilla había
leído que los neguijones podían ser atrapados si
la muela era reventada con presteza, pero el ci-
50

rujano mayor de la Armada Invencible jamás


prendió a un neguijón ni dio noticias de su for¬
ma, tamaño y color. Sin embargo, Utrilla pensa¬
ba que los neguijones tenían que ser minúscu¬
los como las filandrias que anidan en la barriga
de los gorriones y llanos como los gusanillos
que infestan los intestinos de los niños que na¬
cen muertos. «Voy a descarnar», le dijo al librero
Linares mientras le servía vinagre en un cazo.
Después de besar el jarro y enjuagarse la
llaga, Linares atisbo por el rabillo de su ojo sa¬
no aquel instrumento afilado que terminaba en
una lancilla bifurcada en dos garfios, y recordó
de un tiritón los aperos de labranza y las herra¬
mientas de los albañiles. Todos los sacamuelas
eran iguales. Desde el cirujano del Marqués de
Montesclaros hasta los carniceros de la cárcel
de Sevilla, todos le habían descalabrado la boca
con mayor estropicio que los gusanos. El libre¬
ro recogió la lengua en cuanto sintió el primer
tajo en las encías, y se consoló pensando en los
tiempos peores.
Cuando el regatón Delgado y su cóm¬
plice de la villa del Pedroso le embargaron su
tienda de la Borceguinería, Linares se las apañó
para salvar sus tesoros a través de compañeros
de oficio y de lecturas. Así, Alonso Morgado es¬
condió los títulos prohibidos en la biblioteca
de la catedral; Rodrigo del Corral se llevó a la
villa de Morón los libros becerros, manuscritos
e iluminados; la poesía latina y la historia del
51

mundo fueron a la tienda del vizcaíno Garmen-


dia, y el misterioso Deán Guallart arrampló
con las obras galantes y de damas. Y como en¬
tre cofrades de los Buenos Libros no se estila¬
ban ni notarios ni escribanos, Antonio Taravi-
11o juró como su testaferro y abrió una casa de
libros frontera a la calle de la Sierpe. Sí, perder
su librería era lo peor que le había pasado. Mu¬
cho peor que los cauterios de fuego con los que
el sacamuelas le estaba chamuscando la madre
de la boca.
A medida que Utrilla le arrancaba un nue¬
vo trozo de raíz, iba refregándole sobre la heri¬
da una piedra pómez que mantenía caliente con
la candela de un brasero. Por lo menos el olor
de las encías, la lengua y el paladar cuando se que¬
maban lo exoneraba de recrearse en el pestífero
hedor de las dentaduras de sus pacientes. ¿Qué
les costaría limpiárselas una vez al mes con la fór¬
mula magistral del bachiller Francisco Martínez?
Utrilla preparaba aquel medicamento moliendo
coral, azúcar piedra, sangre de drago, mirra es¬
cogida, cardenillo natural y cuerno de ciervo que¬
mado, pero nadie compraba su potingue ni en
polvo ni en ungüento ni en jarabe, aunque lo
diluyera en aceite rosado. Si no fuera por la san¬
gre y los cepos de madera, Utrilla habría jurado
que el librero se reía por dentro, como el discre¬
to del entremés.
En realidad, el melancólico Linares se
consideraba un hombre afortunado y a pesar de
52

todo con buena estrella, pues gracias al Mar¬


qués de Montesclaros había comprado en La Ha¬
bana numerosas bibliotecas que sirvieron para
saldar sus deudas y —sobre todo— había orga¬
nizado desde Nueva España la difusión del Qui¬
jote, ese libro inquietante y empedrado de fin¬
gimientos, que a buen seguro habría sido leído
en alta voz en su librería de la calle Borceguine-
ría o en las tertulias del mesón de Juan Robles.
Siguiendo las instrucciones de Linares, Antonio
Taravillo despachó en 1605 más de mil ejem¬
plares del Quijote consignados a libreros de las
principales ciudades de Ultramar, como Anto¬
nio de Toro en Cartagena, Clemente Valdés en
México y Miguel Méndez en Lima. Y para que
al Marqués de Montesclaros le constara el buen
provecho de su inversión literaria, Linares en¬
comendó a uno de sus socios —librero de Al¬
calá de Henares— la distribución personal del
Quijote tn Portobelo, Quito, Lima, Huancave-
lica, Huamanga, Cuzco y Potosí. Utrilla tenía
razón, el librero Linares se reía por dentro por¬
que había recordado la cara del Marqués de Mon¬
tesclaros cuando los indios de Parinacochas re¬
presentaron las aventuras del Ingenioso Hidalgo,
el día que lo recibieron como Virrey del Perú
en el año de gracia de 1607. Su socio Juan de
Sarria había preparado todos los detalles, desde la
carrera de Don Quijote contra el Caballero de
la Selva, el Caballero Venturoso y el Dudado
Furibundo, hasta la lectura del pasaje de La her-
53

mosura de Angélica donde Lope citaba zalamero


al Marqués poeta. Lo único que no le había gus¬
tado de aquella fiesta remota y salvaje fueron
los atavíos del indio que encarnaba a Don Qui¬
jote. El Ingenioso Hidalgo tenía triste figura
—pensó Linares enfurruñado— y no aderezos
de papagayo.
Gregorio de Utrilla taponó con cera de¬
rretida la grieta desmolada del librero Lina¬
res, mientras pensaba por dónde comenzaría a
descorchar la dentadura de Luisa Melgarejo. ¿Le
arrancaría primero las muelas de arriba o quizás
las de abajo? No importaba, pues si cogía al per¬
verso neguijón por fin tendría gusanos de todas
las naciones. Tan conmovido estaba, que sobre
la lengua tumefacta de Linares comenzaron a
chorrear goterones de cera caliente que se con¬
fundían con las úlceras, boqueras y apostemas
que salpicaban de puntos blanquiñosos la boca
del librero. Si Utrilla no hubiera tenido prisa se
habría entretenido en ir quemando uno por uno
esos volcanes diminutos que ardían con el tien¬
to de la sal, el limón y los vinagres. Mas era me¬
nester concluir pronto si quería desgusanar a esa
mujer que rezaba indiferente a la devota multi¬
tud que se arremolinaba a su vera.
Al librero Linares no le arredraban ni
el dolor, ni las intrigas cortesanas, ni los falsos
parnasos que crecían como uñeros, sino los dis¬
parates que se engendraban en las mentes que¬
bradizas por culpa de santurrones y profetas men-
54

tecatos. ¿Cómo era posible que su señor —el


Virrey poeta— hubiera caído en los engaños de
confesores, beatas y visionarios? Pero no era
sólo el Marqués sino todos los habitantes de la
Ciudad de los Reyes quienes estaban conven¬
cidos de que el corsario Spielbergen no había
saqueado y destruido Lima gracias a la divina
intercesión de Luisa Melgarejo, esa mujer que
rezaba como traspuesta esperando que el bar¬
bero le arrancara todos los dientes.
Cuando Linares se marchaba tanteándo¬
se la mandíbula acalambrada, Utrilla quiso sa¬
ber cuánto podría darle por la Therapéutica de
Galeno. «Escárdale las muelas y despuéblale la
boca —verraqueó adolorido el librero—, que
yo te compensaré con un Vesalio, un Hamusco
y un Agüero».
8.

Después de vomitar lenta y trabajosa¬


mente, el caballero Valenzuela —gentilhombre
de Lopera— sintió los sudores fríos que lo en¬
charcaban cada vez que la piedra erizo se revol¬
vía por sus entrañas. El cólico de riñón era más
belicoso que el dolor de ijada y más vehemente
que el cólico miserere, aunque menos espeluz¬
nante que el dolor de los dientes carcomidos
por neguijones y de las propias muelas cuando
criaban flemones de ampollas blancas como coli¬
flores. El caballero Valenzuela sabía que tenía
que huir de ahí cuanto antes, mas se ovilló en un
recodo de la galera para aguardar la tregua del
achaque de la piedra.
Al capellán Tortajada no le hacía falta
ser médico para intuir que le desmocharían
la pierna izquierda, aunque no sabía si ten¬
drían que hacerlo dentro de la misma cárcel
o si le daría tiempo de alargarse hasta la casa
de su amigo Hidalgo de Agüero, cirujano de
la Hispalense «que amputa como los ángeles»,
se repetía para infundirse ánimos. La herida era
abierta y los huesos estaban rotos del todo. «¡Ca¬
go en Dios!», blasfemó el capellán entre susu¬
rros.
56

El librero Linares repasó los tratados de


cirugía que se arrumaban en un rincón de la
enfermería. Había un Bernardino, un Farfán,
un Esteve y un Arte de sacar dientes y muelas de
Martínez de Leyva, que Linares resolvió entru¬
jarse si salía vivo de aquella peripecia. Ningu¬
no de esos libros estaba en deuda con Parero,
Vesalio o Paracelso. Ni siquiera tenían el an¬
tiguo Dialogas verus medicinae del valenciano
Lorenzo de Cózar. Y así habría seguido como
en suspenso el librero Linares, si el «Muñones»
no lo hubiera convocado a la defensa de la en¬
fermería.
Acurrucado contra uno de los muros de
la galera del pecado nefando, al caballero Va-
lenzuela —gentilhombre de Lopera— le ane¬
gó la incómoda sensación de sentirse vigilado,
aunque no parecía que lo emboscaran con ga¬
rrotes, le apuntaran con ballestas o le encararan
con arcabucería. Lo único cierto era que alguien
lo devoraba con la vista, lo rebañaba con los ojos
y lo penetraba con la mirada. Y lo peor de todo
era que por culpa del mal de piedra, su postura
en el suelo no sólo era vulnerable sino la mar de
desairada.
Después de cubrir y entablar su pierna
quebrantada, el capellán Tortajada pasó revista
a su esmirriada hueste: un médico decrépito,
un mocoso aprendiz de barbero, un manco ta¬
citurno y un tuerto melancólico. «Si estáis en pe¬
cado mortal —les arengó Tortajada—, por la
57

gracia de Dios quedáis perdonados. Pero quien


no muera hoy como un león se pudrirá en las
cloacas del infierno por los siglos de los siglos».
Y todos respondieron amén, porque sabían que
el capellán decía la verdad. El infierno también
era otra cloaca.
El librero Linares se desahogó con el
«Muñones», pues ser eminente en letras le ha¬
bía costado tiempo, vigilias, fatigas y hasta un
ojo perdido para la lectura y la erudición. ¿No
era injusto tener que morir así, baldío en ar¬
mas y huérfano de gloria? En realidad, el libre¬
ro Linares se sabía incapaz de acometer con
lanza o espada, aunque sus enemigos fueran
cueros de vino, rebaños de ovejas o molinos de
viento. El «Muñones» le celebró la ocurrencia
y quiso saber dónde había leído tales donaires,
porque Linares vivía más en el trasmundo de
los libros que en nuestro repelente valle de lá¬
grimas.
La primera vez que sufrió el achaque de
mal de piedra, el caballero Valenzuela —gentil¬
hombre de Lopera— creyó que estaba próxima
su muerte, ya que todo era dolor, náuseas, tris¬
teza y melancolía, por no hablar de la sed, la
fiebre, el delirio y la orina ensangrentada. Cin¬
co días y cuatro noches más tarde expulsó un
guijarro del talante de un erizo y el grandor de
una lenteja, de donde los médicos dedujeron
que criaba piedras en los riñones, descartando
así el morbo gálico y otras enfermedades corte-
58

sanas con las que Dios castigaba a las prostitu¬


tas y los pecadores nefandos. En esas memorias
estaba cuando lo embistieron por detrás.
El portalón de la enfermería era de ta¬
blones macizos, pero por más recios que fueran
los maderos no resistirían muchos golpes más.
El capellán Tortajada puso a hervir aceite para
sofreír a los matadores y repartió entre sus ca¬
maradas gatillos, descarnadores, escoplos y tre-
panadores, porque los avíos de la sanación va¬
lían lo mismo para matar.
El librero Linares había leído los poe¬
mas homéricos, las obras de Jenofonte, los he¬
chos de Viriato, las campañas de Ciro el Mayor,
los Comentarios de Julio César, las aventuras
del Amadís de Gaula, el Arte de la guerra de
Maquiavelo, El perfecto capitán de Diego de Ála¬
va, los Diálogos del arte militar de Escalante
y hasta el flamígero Discurso de Sancho de
Londoño, pero ningún libro de infanterías o
caballerías le servía para escapar de aquella ra¬
tonera.
El caballero Valenzuela —gentilhombre
de Lopera— descargó infinitos garrotazos so¬
bre aquel bulto vagamente humano que se le
había abalanzado con intenciones que no sabía
definir si asesinas o más bien pecaminosas, aun¬
que cualquiera de las dos justificaba la paliza.
Y cuando la tabla se partió de tanto vapulear al
homicida sobador, Valenzuela prosiguió su ta¬
rascada con mamporros y patadas que sólo in-
59

terrumpió cuando una voz exangüe y aflautada


le preguntó suplicante: «¿Sois criatura de Dios
o demonio del infierno?».
—¿Por qué iba a ser demonio del infier¬
no? —quiso saber, ofendido, el gentilhombre
de Lopera.
—Porque oléis a mil mojones, caballero
mío.
Y como Valenzuela no era caballero de
nadie, le metió un cacho boto en las vedijas.
El capellán Tortajada calculó que los asal¬
tantes no debían ser más de tres. Y aunque él
mismo estaba cojo, se sentía muy capaz de ven¬
tilarse al que se pusiera a tiro de su mazo. Por
lo tanto, si el manco despachaba al segundo y
el tuerto podía con el tercero, quizás tuvieran
una remota posibilidad de salir con bien. Los
postigos crujían cada vez con más fuerza y el
capellán comenzó a rezar una oración de com¬
bate, para morir con un credo en la boca como
en las guerras contra el Gran Turco.
Cuando la puerta saltó en pedazos, al li¬
brero Linares le entró tal ataque de cólera y pá¬
nico, que corrió con las tenazas en ristre hacia
el primer jayán que cruzó el umbral y de una
sola incisión le rebanó verga, ingle y testículos.
Al ver a su amigo en peligro el «Muñones» hun¬
dió su descarnador en el pescuezo del galeo¬
te más próximo, mientras el mazo del capellán
Tortajada volaba por los aires hasta destrozar la
frente del último germán. Los rufianes no espe-
60

raban un ataque tan corajinoso, aunque pasada


la sorpresa retomaron la iniciativa, ya que una
cabeza rota, un cuello abierto en canal y una cas¬
tración imprevista tampoco eran heridas como
para rendirse.
El caballero Valenzuela —gentilhombre
de Lopera— se disculpó con su agresor apenas
supo que era persona gruesa de nobles apellidos
y deudo del Marqués de Marchelina, pero vol¬
vió a cascarlo en cuanto supo que estaba en la
galera del pecado nefando. Preguntado por la me¬
jor manera de huir por los tejados, el escarmen¬
tado respondió que saltando por las ventanas
de la enfermería se llegaba a las azoteas de los
corrales vecinos y de allí a la calle de la Sierpe.
Y el caballero Valenzuela ya se marchaba desde¬
ñoso y convaleciente, cuando aquel hombreci¬
llo le rogó —en nombre del Marqués de Mar¬
chelina— que por Dios y por Nuestra Señora
de la Cabeza —patrona de Lopera— lo llevara
consigo. El caballero Valenzuela temió que al
Marqués de Marchelina no le hiciera gracia que
hubiera zurrado y desasistido a su pariente, y así
aceptó de notoria mala gana.
—¿Quién sois vos, malandrón?
—Soy don Iñigo de Tomares, de la or¬
den de los templarios.
—¡Me cago en los templarios, escoria de
la caballería, hez de la cristiandad, república
de mamacallos, barraganas de los moros, buja¬
rrones de los turcos y putos sodomitas que os
61

corrieron a mojicones de Tierra Santa con una


berza en todo el culo!
—¡Lo de la berza es mentira, caballero
mío!
Limas para hermosear los dientes. Félix Pérez Arroyo,
Tratado de las operaciones que deben practicarse
en la dentadura y método para conservarla en buen estado
(Madrid, 1799).
9.

Gregorio de Utrilla examinó la denta¬


dura desbaratada del caballero Valenzuela y se
incorporó complacido para tomar mejores aires,
pues en aquel pantano de puses y apostemas no
sólo tenía que haber gusanos, sino todos los li¬
najes de alimañas.
Con la boca así, abierta e indefensa, el
caballero Valenzuela inevitablemente se trans¬
portaba al día nefasto en que los sacamuelas lle¬
garon a la casa solariega de la villa de Lopera.
Como sus hermanas ya eran doncellas en edad
de merecer, los barberos fueron a limarles los
dientes más largos y grandes para componerles
la dentadura y hermosearles la sonrisa. Y de pron¬
to lo vieron, sonriendo como un conejo, a pe¬
sar de estar escondido tras unos arcones. «¡Qué
dientes más gordos!», «¡Qué paletas más recias!»,
«¡Qué colmillos tan desaforados!». Los sacamue¬
las les explicaron a sus padres cómo los dientes
cuando eran muy voluminosos se tronchaban y
conmovían mucho antes que los más pequeños,
por causa de la escasa proporción que tenían en
la base. Y como siendo más largos tenían que ha¬
cer más esfuerzo a la hora de morder, para que
no se le aflojaran ni desapretaran le limaron la
64

dentadura hasta que los dientes le quedaron más


firmes y menudos. Desde entonces su boca era
pasto de flemones y neguijones.
Utrilla dispuso que Valenzuela fuera ata¬
do al asiento porque lo vio resabiado y retreche¬
ro, mas sobre todo porque tenía que sajarle las
mejillas para abrirle los flemones y sorprender
al neguijón en la misma madriguera de la pus.
Los gusanos escapaban por las encías cuando se
les perseguía con astillas humeantes y clavos re¬
calentados, pero si un flemón era punzado des¬
de los cachetes, los neguijones podían ser desa¬
guados dentro de una escudilla.
En la íntima soledad del sufrimiento, el
caballero Valenzuela —gentilhombre de Jaén—
reparó en que el dolor de los flemones comen¬
zaba como el achaque del mal de piedra: algo
por dentro se movía, burbujeaba sutilmente y
acometía despiadado. Pero al menos el suplicio
de la piedra se interrumpía cuando el erizo de¬
jaba de moverse por sus entrañas, mientras que
el dolor de los flemones se corría por los ojos,
estallaba en los oídos y reconcomía su cabeza.
Y encima era incesante, contumaz y permanente,
como si alguien le atornillara un cáncamo de
hielo en las encías. Como las oraciones de esas
mujeres que daban gracias a Dios porque una
beata había pedido que le arrancaran todas las
muelas.
Para que los gusanos cayeran mejor en el
cuenco, Utrilla decidió sajar la mandíbula des-
65

de la oreja hasta la barbilla. Los flemones no pa¬


recían demasiado maduros y sus cabezas no es¬
taban tan gordas como los hongos después de
la lluvia, aunque formaban una hilera blancuz¬
ca que le recordaba la nata pegostreada en los
bordes de una taza. Después de encajar un taco
de madera en la boca de Valenzuela, Utrilla lo
sujetó por las patillas y le dobló el pescuezo ha¬
cia el hombro contrario.
Al principio creyó que el sacamuelas le
iba a introducir un hierro caliente por el oído,
tal como le habían curado los flemones allá en
su villa de Lopera. El hierro en las orejas era más
doloroso que las sangrías y ni siquiera le cons¬
taba que semejantes remedios fueran bienhecho¬
res, porque el caballero Valenzuela vivía con¬
vencido de que la mejor medicina contra los
flemones eran las colaciones que le preparaba
su madre. Si era verano le lavaba las encías con
vino blanco, le ponía un higo maduro sobre los
abscesos y luego le enjuagaba la boca con un co¬
cimiento de llantén y agua rosada. Pero cuando
los fríos invernales retrasaban la granazón de los
flemones, su madre cogía pasas pochas, dátiles
sin cuescos, higos maduros, cebada en rama y
azufaifas de Úbeda, y todo lo hervía con caldo
de cabeza de carnero, violetas y orégano, para que
hiciera expurgos, lavatorios y abluciones. Eso
sí, en cualquier época del año, siempre le ter¬
minaba reventando los flemones con una aguja
caliente.
66

Los carrillos cuando se abren descubren


una aldea triste de muelas sin tejados y encías
deshabitadas, cou sus letrinas y alcantarillas, po¬
zos ciegos y aguas negras. Gregorio de Utrilla ya
conocía esos hediondos arrabales antes de hincar
su lanceta en la mejilla de Valenzuela y de ra¬
jarle la mandíbula como si fuera una granada.
En realidad no quería ni curar flemones ni ata¬
jar infecciones, sino trincar a los gusanos que
poblaban ese corral de vecinos que llamamos
dentadura. Por eso aguó la pus de la escudilla
con una miajita de vinagre y se puso a explorar
los pliegues del tajo con un hisopo remojado en
trementina.
A pesar de estar atado, con un cepo en la
boca y el cuello más bien retorcido, al caballero
Valenzuela —gentilhombre de Jaén— lo que
más le molestaba eran las moscas que camina¬
ban por sus labios, que se metían por sus fosas
nasales y que tenía que ahuyentar a pestañazos
para que no le picotearan el blanco de los ojos.
Ya había intuido que tenía las muelas al relen¬
te, pero dio gracias a Nuestra Señora de la Ca¬
beza por no haberlo sabido de antemano. Y se
puso a balbucear el credo con la multitud que
rezaba junto a Luisa Melgarejo.
10.

Castrar un cerdo —pensaba el capellán


Tortajada— era mucho más sencillo y lleva¬
dero que capar a un galeote. En su parroquia
de Alájar los cochinos eran desahuevados sin
oponer resistencia e incluso vivían muchos años
después de la operación, con gran alborozo de
la república porcina. Por el contrario, los ja¬
yanes que llegaban a la enfermería con bubas
mohosas en la verga, potras purulentas en los
testículos y tumores infectos en los avíos de
la generación, chillaban más que los puercos,
morían de melancolía y juraban perpetua ven¬
ganza cuando sobrevivían a la castración. Lo
mejor era caparles sin que se dieran cuenta, co¬
mo al «Castrado Desprevenido», ese rufián que
peleaba como un demonio mientras la criadi¬
lla se le escurría hecha un gurruño por la ro¬
dilla.
El caballero Valenzuela —gentilhombre
de Lopera— abandonó la galera del pecado ne¬
fando guiado por Iñigo de Tomares, a quien ha¬
bía jurado socorrer solamente hasta que llega¬
ran a la hostería de Fausto, en los extramuros del
Compás de la Laguna. La piedra erizo de sus ri¬
ñones seguía cavando una madriguera, pero en
68

su animoso corazón sabía que un flemón sería


infinitamente peor.
En un pasaje de la Historia de las cosas
más notables del gran reino de la China del agus¬
tino González de Mendoza, el librero Linares
había leído alucinado que los guerreros de Chau¬
cheo, Loquín y Cantón eran del todo invenci¬
bles, porque uno solo de aquellos chinos era ca¬
paz de vencer a seis o siete alabarderos sin más
armas que dos bastones. A punto de ser dego¬
llado por un galeote rabioso y enloquecido, el
librero Linares rogó a Dios que le concediera la
industria o arte marcial de cualquiera de esos
gladiadores chinos.
Como el rey David en el Libro de Sa¬
muel, como los coraceros del reino de Mallorca
y como los pastores de las sierras de Alájar, Cor-
tegana y Aracena, el capellán Tortajada también
conocía el ingenio de disparar munición con la
honda, y así salvó la vida del tuerto canijo, acri¬
billando el rostro del malhechor con los puña¬
dos de perdigones que llevaba en la faltriquera
de su sotana. «¡Sois la morralla del infierno! ¡Su¬
burbios! ¡Sinagogas!», rugía el capellán.
Al escuchar el fragor de la refriega, el
caballero Valenzuela —gentilhombre de Lo-
pera— consideró las opciones de intervenir: si
era una batalla contra los carceleros tendría que
ayudar a los presidiarios. Si se trataba de una
pelea entre rufianes, apoyaría a quien estuviera
más cerca de la victoria. Y si fuera un ajuste de
69

cuentas por los estragos y descalabramientos de


la enfermería, más bien no pensaba mover ni
un dedo. Sin embargo, como quería saber qué
haría su mentor —el Marqués de Marcheli-
na— en un trance similar, interrogó al respecto
a Iñigo de Tomares. «Mientras Dios Todopo¬
deroso no se lo demande personalmente, ya sea
como zarza ardiendo o a través de interpósita
persona eclesiástica, mi tío y pariente, el Mar¬
qués de Marchelina, ni siquiera los miraría.»
Aturdido e indefenso, el «Muñones» es¬
taba recibiendo una feroz paliza por parte del
«Castrado Desprevenido», cuando el librero Li¬
nares le aventó al criminal un cazo de aceite hir¬
viendo. Con la espalda humeante y llagada, el
jayán se revolvió en un grito y descargó su enor¬
me garrote sobre la desencuadernada huma¬
nidad del librero. Desde el suelo su matador le
parecía más grande y brutal, como Anteo, Tifón
o Polifemo, aunque Linares ya no recordaba
dónde había leído los nombres de esos guerre¬
ros chinos. Quizás en las aventuras del caballero
Esplandián, en la Parte Primera de la Chrónica
del Perú de Cieza de León o en las Disqvisitio-
nvm Magicarvm del jesuíta Martín del Río.
Sin más armas que sus brazos como ro¬
bles, el capellán Tortajada se abalanzó contra el
«Castrado Desprevenido» y lo sujetó con todas
sus fuerzas mientras le arrancaba la oreja de un
mordisco. Ya desplomado y sin opciones de
levantarse, Tortajada fue apaleado sin piedad
70

por los otros dos germanes. Y así, cojo, exhaus¬


to y amarrido habría muerto el bravo capellán,
de no haber aparecido un par de borrosas figu¬
ras a través de los escombros de la puerta: «¡En
nombre de Dios, caballeros, defended a la San¬
ta Madre Iglesia de la hueste del infierno!».
—Nos ha jodido, Iñigo. ¡Con la Iglesia
hemos topado!
—Acordaos del Marqués mi tío y no mi¬
réis.
Pero el caballero Valenzuela —gentil¬
hombre de Lopera— era cofrade del Santísimo
Cristo de la Expiración y romero devoto de
Nuestra Señora de la Cabeza, y en toda la cabe¬
za del galeote más próximo descerrajó un ma¬
dero del portalón. Y como era de temperamento
moderado y asaz apacible, tal vez habría dejado
escapar al último jayán de no haberlo reconoci¬
do como uno de los lacayos del Duque de Se-
gorbe. Sin dejar de mirar a su enemigo repasó
con la lengua cada orificio de su dentadura y le
clavó un asador en el corazón. No recordaba el
refrán, mas sabía que algo tenía que ver con los
dientes.
La enfermería era un gran charco de san¬
gre y además de los germanes también había
muerto el médico de la prisión. El capellán Tor-
tajada lo encontró degollado y con sus propios
testículos en la boca, y sospechó que todos los ca¬
dáveres de la habitación estaban capados, aun¬
que no se molestó en corroborarlo. Si nadie los
71

rescataba pronto, el aprendiz de barbero tendría


que amputarle la pierna, amén de componer los
huesos y restañar las heridas del manco y del
tuerto. Pero al menos contaban con dos nuevos
compañeros para repeler otro ataque de los ga¬
leotes.
El caballero Valenzuela —gentilhombre
de Lopera— comprendió que ya no podía es¬
capar por la ventana de la enfermería y que lo
más seguro era que muriera como una rata en
impropia compañía, pues su tropa era corte de
milagros y compendio de las miserias humanas.
Un manco destartalado, un barbero imberbe,
un hidalgo sospechoso y un tuerto malherido,
que le pedía que le enseñara a luchar como los
chinos. El único que le inspiraba cierto respeto
era aquel fraile cojo que tenía las horas conta¬
das, a no ser que le cortaran la pierna antes que
lo devorara la fiebre. Y con Tortajada se confe¬
só como buen cristiano y preparó su alma para
la Buena Muerte.
—¿Y tú quién eres, que no te arrepien¬
tes de tus pecados? —bramó el capellán tremo¬
lando las cejas.
—Soy don Iñigo de Tomares, de la or¬
den de los templarios.
—¡Me cago en los templarios, escoria
de la caballería, hez de la cristiandad, repúbli¬
ca de mamacallos, barraganas de los moros, bu¬
jarrones de los turcos y putos sodomi...!
—¡Sí, pero lo de la berza es mentira!
11.
\

A través de la raja de la mandíbula, Gre¬


gorio de Utrilla introdujo un palillo caldeado
y puntiagudo, para punzar las encías más inac¬
cesibles con la excusa de reventar flemones.
Y aunque uno por uno los fue pinchando y re¬
quemando con tientos de alumbre y azufre, en
ninguna llaga, boquera o postemilla encontró
la guarida infecta de los neguijones.
Al caballero Valenzuela —gentilhombre
de Jaén— le habían limado los dientes, hervido
la boca, ulcerado las encías y demolido la den¬
tadura, pero jamás le habían destajado la cara
por culpa de la corrupción. Ahora llevaría los
estragos de la pestilencia fuera del recinto de la
boca y todos verían el chirlo malcosido de su
rostro, la pus innoble de sus flemones, y ese ai¬
re a muela podrida que tiene la carroña cuando
la roen los gusanos. ¿Qué le diría al curaca Co¬
bo cuando lo viera? ¡Otra vergüenza para la vi¬
lla de Lopera!
Huyendo de la cólera del Marqués de
Marchelina, el caballero Valenzuela —gentil¬
hombre de Jaén— había encontrado refugio en¬
tre los olivares loperanos, donde los vinos de la
tierra y los dulces de su madre —especialmente
73

la conserva de berenjena en arrope— le hicie¬


ron olvidar los quebrantos padecidos en la cár¬
cel de Sevilla. Sin embargo, su familia lo per¬
suadió de la necesidad de embarcarse hacia el
Perú, porque en aquellos reinos remotos sería
protegido por otros paisanos ilustres que ha¬
bían hecho fortuna en la Ciudad de los Reyes:
fray Francisco de la Cruz, que allá era rector de
la universidad de Lima e iba para obispo del
Perú; su tía Leonor Valenzuela, que estaba ca¬
sada con un capitán de arcabuces, y Bernabillo
«El de las plantas», penúltimo hijo de unos ve¬
cinos que hacía su noviciado con los jesuítas de
Lima. Y de Lopera a Lima viajó el caballero Va¬
lenzuela, donde arribó a mediados del año de
gracia de 1603.
Una vez en la Ciudad de los Reyes, el
caballero Valenzuela —gentilhombre de Jaén—
descubrió aterrado que fray Francisco de la Cruz
ya no era rector de la Universidad de San Mar¬
cos y que nunca llegó a obispo por haber muer¬
to en la hoguera. ¿Cómo no se habían enterado
en su pueblo de que el primer endemoniado,
hereje pertinaz y dogmatizador arrepticio que¬
mado por la Inquisición de Lima era hijo pre¬
dilecto de la villa de Lopera? Pero lo peor fue
descubrir que aquel fraile maldito había pacta¬
do con Satanás para convertir en falso profeta a
un hijo bastardo que tuvo con otra loperana, su
tía, Leonor Valenzuela. «¡Nadie tiene que saber
que somos de Lopera!», le ordenó Bernabillo «El
74

de las plantas», cerrando la puerta de su celda en


el noviciado jesuíta del Cercado.
La semilla del diablo estaba en su fa¬
milia, fluía por su sangre y supuraba en sus en¬
cías. Las moscas reptaban por su boca, explo¬
raban las llagas de su lengua y desovaban en las
grietas de sus muelas para engendrar nuevas cas¬
tas de neguijones, esos monstruos tan repug¬
nantes como los íncubos y los súcubos. ¿Por
qué el sacamuelas no ahuyentaba de una pu-
ñetera vez a las moscas que entraban y salían
por el canal de su quijada? El caballero Valen-
zuela no podía ver cómo Utrilla removía ab¬
sorto la pus del cuenco en busca de gusanos en
vinagre.
Bernabillo «El de las plantas» ya era raro
desde chico, pues en lugar de jugar con los cer¬
vatos que sus hermanos cazaban para torearlos
en la plaza del castillo, el niño leía y dibujaba co¬
mo un Plinio árboles, flores y hojas. Por eso el
caballero Valenzuela —gentilhombre de Jaén—
le había llevado al Perú toda suerte de semillas,
con pensamiento de arraigar en el Nuevo Mun¬
do los frutos y la huerta loperana: la bergamo¬
ta, el níspero, la azufaifa y los perfumados melo¬
nes cobrizos. Sin embargo, lo que más ilusión
le hizo a Bernabillo fueron las flores del pueblo:
maravillas de la plaza del castillo, albihares de
la iglesia de la Purísima y espuelas de caballero
del santuario de Nuestra Señora de la Cabeza.
Pero nadie tenía que saber que también eran de
75

Lopera, porque el nombre de Lopera había si¬


do marcado por el diablo.
Utrilla dobló un trozo de lienzo encima
de una palangana y aguó con más vinagre la
pus de los flemones, con idea de cernir aquella
colada y sorprender a los gusanos; pero a pesar
de la extrema sutileza de su operación no en¬
contró ningún género de lombrices, gusarapos
o sanguijuelas retorciéndose sobre la tela. De
pronto sintió que una alimaña culebreaba por
su dedo, mas sólo era un goterón de sangre que
no llegaron a rebañar las moscas que hozaban
dentro de la herida.
Si el caballero Valenzuela —gentilhom¬
bre de Jaén— hubiera podido sugerirle alguna
cosa al sacamuelas, le habría pedido que cerrara
el surco de su cara con zumo de chacatiay polvos
de copaquira u hojas de sopo machacadas con
claras de huevo, tal como había aprendido del
curaca Cobo durante los años que vagabundea¬
ron juntos por las montañas de Cuzco, Juli,
Chuquiabo y Paucartambo, sin que nadie su¬
piera que ambos eran de Lopera. El curaca Cobo
recopilaba como un poseso información para
una monumental Historia del Nuevo Mundo y
por eso el caballero Valenzuela —gentilhom¬
bre de Jaén— se había convertido en su secre¬
tario, aunque su verdadero trabajo consistía
en probar todos los menjunjes y cocimientos
que Bernabillo —cual Monardes de Lopera—
preparaba meticulosamente para añadir nuevas
76

plantas a su frondoso catastro de hojas, frutos,


raíces, hierbas y semillas de las Indias Occidenta¬
les. Así fue coma descubrió que el zumo de la
apincoya soltaba el vientre, que la raíz del quellu-
quellu estreñía, que las hojas de o linearía eran
ponzoñosas, que la flor del mullupachay provo¬
caba el vómito y que el mutuy desopilaba el estó¬
mago y cortaba la vomitona. ¡Qué peligroso era
escribir libros, ya fueran de plantas, devociones o
caballerías! Su estancia en la cárcel de Sevilla le
había servido para verificar que las armas eran
menos dañosas que las letras, y por eso des¬
confiaba de todos los libreros, eruditos y poetas,
igual que de barberos, algebristas y sacamuelas.
En la Chirurgia de Teodorico «El Tos-
cano», Gregorio de Utrilla había leído que las
brechas de la cara tenían que limpiarse con ve¬
jiga de carnero, miel de abejas y estopa mojada
en vino, para provocar la pus loable y que los
labios de las heridas quedaran lo más unidos
posible antes de comenzar a coser. ¿Cuántos ras¬
gones y tajaduras tendría que practicar para po¬
der escribir un tratado de costurones y puntos
de sutura? Utrilla unía los filetes coagulados del
carrillo mientras pensaba que no era lo mismo
abrir unos mofletes generosos que una mejilla
roñosa, los cachetes lozanos de los niños que el
apergaminado rostro de los ancianos.
Al principio todas las plantas le parecie¬
ron iguales, pero a la vista de las diarreas, los do¬
lores, las náuseas y los envenenamientos que le
77

acarrearon, el caballero Valenzuela—gentilhom¬


bre de Jaén— llegó a la conclusión de que cada
arbusto era de su padre y de su madre. De no
ser así, Bernabillo no habría descubierto que la
achuma menguaba el ardor de la orina, que el
jugo del mocomoco en ayunas deshacía los cál¬
culos en la vejiga, que los caldos de muña resta¬
ñaban las heridas de la piedra y que el cocimien¬
to de maycha mundificaba los riñones. Pues sí,
gracias a la botica de la Historia del Nuevo Mundo
el gentilhombre de Jaén apaciguó durante años
al erizo que anidaba en sus entrañas.
Utrilla había examinado las tripas de los
muertos para saber cómo eran los nidos de
los tres géneros de lombrices recogidos por Pli-
nio —las anchas del estómago, las menudas del
ano y las alargadas de los intestinos—, y por
eso pensaba que la madriguera del neguijón te¬
nía que estar en una de las regiones gelatinosas
de la cabeza. Quizás en las profundidades del
oído, tal vez en los cienos viscosos de la nariz o
acaso en las esponjosidades del asiento de la len¬
gua. Un corte de lanceta alrededor de la oreja,
una punción bajo el lecho de la boca o una na¬
riz levantada con el atacador, y sería como abrir
una breva podrida. ¿También estaría agusana¬
da la dentadura de aquella Sierva de Dios que
rezaba suspensa? Daba igual. Una por una le
sacaría todas las muelas, como si fueran las es¬
pinas de la corona de Nuestro Señor.
\

Atacador, punzones y botador de palanca.


Félix Pérez Arroyo, Tratado de las operaciones
que deben practicarse en la dentadura y método
para conservarla en buen estado (Madrid, 1799).
12.

Como la puerta de la enfermería era un


salpicón de escombros, el capellán Tortajada
ordenó levantar una defensa que sirviera de pa¬
rapeto contra nuevos ataques de los galeotes.
Y así, de las estancias más próximas los sitiados
acarrearon arcones, butacas, tenebrarios, apa¬
radores, tinajones y todo cuanto pudiera servir
para bloquear la entrada del dispensario, inclui¬
dos los cadáveres de los jayanes. El capellán que¬
ría los cuerpos apoltronados en congreso, de mo¬
do que los criminales supieran que —aunque
acorralados— ellos estaban más que dispuestos
a plantarles cara. El «Muñones» se disponía a
sortear la barricada para penetrar en la enferme¬
ría, cuando vio que el joven barbero les arran¬
caba los dientes y las muelas a los muertos con
sus gatillos.
—No hace falta industria para despoblar
la boca de los difuntos —le amonestó.
—Así como algunos boticarios eminen¬
tes buscan los números áureos y las piedras fi¬
losofales —contestó el aprendiz desjarretando
una muela—, yo sólo busco al inmundo negui¬
jón que anida entre la roña y las grietas de los
dientes.
80

—Enhorabuena, licenciado sacamuelas


—respondió el «Muñones» mientras repasaba
los agujeros de su dentadura con la lengua—,
que no hay como tener oficio y ejercicio en esta
vida.
Cuando el capellán Tortajada advirtió
que el baluarte no era lo suficientemente abul¬
tado a pesar de los toneles de sebo, las rejas de
las ventanas, los barriles de boñigas y las puer¬
tas de las despensas, resolvió apesadumbrado que
había que apuntalar el valladar con los libros de
la enfermería y la biblioteca personal del padre
León. Y mientras Iñigo de Tomares y el caba¬
llero Valenzuela —gentilhombre de Lopera—
sacaban rimeros de volúmenes de la oficina del
capellán mayor, Linares y el «Muñones» se los
alcanzaban uno a uno a Tortajada, con la espe¬
ranza de que hallara algunos que no merecieran
ser forraje de empalizada.
Los primeros libros que metió en la trin¬
chera fueron El símbolo de la fe y la Guía de pe¬
cadores, porque el capellán consideraba que fray
Luis de Granada era lectura de beatas y mente¬
catos que luego fingían visiones y arrobos que
más bien eran disparates. Si algo había aprendi¬
do de los procesos seguidos contra los alumbra¬
dos de Llerena, Cazalla y Sevilla, era el riesgo
que entrañaba leer tratados de mística en len¬
gua romance, como la Vita Cristi del Cartujano,
el Epistolario Espiritual del maestro Juan de Ávila
o El perfecto cristiano de Juan González de Cri-
81

tana. Y por eso todos acabaron encuadernando


la barricada.
Con gran resignación se deshizo también
del Relectio de Paeyiitentia de Melchor Cano y de
la Luz del alma christiana contra la ceguedad e
ignorancia de fray Felipe de Meneses, porque
sabía que eran certeros manuales para desen¬
mascarar a herejes pertinaces y falsos profetas
como la beata de Piedrahita, el cura Chamizo y
la monja Magdalena de la Cruz. Entonces —pa¬
ra compensar pérdidas tan grandes— metió de
una sola mesada el Flos Sanctorum de Alonso
de Villegas, el Libro de la bienaventurada Santa
Angela de Fulgino y la Vida de Santa Catalina
de Siena romanceada por fray Raimundo de Ca-
púa.
Al ver que les tocaba el turno a los trata¬
dos galantes y de damas, el librero Linares quiso
rescatar La perfecta casada de fray Luis de León,
pero Tortajada se negó rotundo ya que otros
autores más severos y eminentes en engaños de
mujercillas también iban a terminar reforzando
el parapeto. Como Malón de Chaide, que en
La conversión de la Magdalena arremetió contra
los libros de amores por enfangar de pamplinas
las mientes de las incautas. Como Luis Vives,
que en su Instrucción de la mujer cristiana dejó
bien claro que Dios creó estériles a todas las mu¬
jeres. Como el reverendo fray Martín de Cór¬
doba, que en el Fratado que se intitula Jardín de
las nobles doncellas sentenciaba que las tales eran
82

más carne que espíritu. Como Juan de la Cer¬


da, que en su Vida política de todos los estados de
mujeres recomendaba que las doncellas no apren¬
dieran ni a leer ni a escribir. O como fray Juan
de los Ángeles, que en los Diálogos de la conquis¬
ta del Reino de Dios denunciaba a las ilusas que
presumían de espíritu de profecía con achaque de
raptos mentales. Y así acabó fray Luis, empe¬
drando la erudita muralla del coraje viril.
En realidad, al capellán Tortajada le de¬
sabría poner en primera línea de batalla obras
tan esclarecidas como el Libro de los secretos
—donde Alejo Piamontés descubría los ardides
de las mujeres que zurcían virginidades, ataban
casamientos y teñían el pelo de rubio con lejías
de alheña— o como la Saludable instrucción del
estado del matrimonio del cordobés fray Vicen¬
te Mexía, repertorio imprescindible para que es¬
posos y confesores supieran cuáles eran los vasos
correctos del coitus in vase debito, dónde esta¬
ban prohibidos los tocamientos apasionados y
por qué el deleite conyugal también era peca¬
do. Aprovechando que nadie lo veía, el caballe¬
ro Valenzuela —gentilhombre de Lopera— se
arremangó la Instrucción de fray Vicente Mexía
y el tratado contra la simple fornicación del re¬
verendo Farfán.
Al librero Linares se le caían los lagrimo¬
nes mientras el capellán colocaba en la empali¬
zada las Décadas del Orbe Novo de Pedro Már¬
tir corregidas por Nebrija, porque recordó que
83

allí se hablaba de los gigantes de la Patagonia


y de las sirenas de la isla de Cuba, más bellas y
cariñosas que las de Madagascar. O cuando tu¬
vo que taponar un agujero de la cerca con la
edición sevillana de la Summa de Geographía del
bachiller Fernández de Enciso, maravilloso bes¬
tiario de las Indias Occidentales por cuyos bos¬
ques deambulaban gatos monos, lagartos del ta¬
maño de un becerro y cerdos con armadura de
escamas. Linares suspiraba por esos mundos nue¬
vos y remotos de los que sólo tenía noticia por
libros como los Naufragios de Alvar Núñez Ca¬
beza de Vaca, la Verdadera relación de la con¬
quista del Perú y provincia del Cuzco de Fran¬
cisco de Xerez o la Historia de los reinos de la
gran China,, Tartaria,, Cochinchina, Malaca,, Sian,
Camboxa y Japón de fray Marcelo de Ribade-
neyra, todos muy bien encajados como carne
de cañón entre las defensas de la enfermería.
El capellán Tortajada reprendió al «Mu¬
ñones» y a Linares cuando los descubrió com¬
pungidos por la suerte de las crónicas de suce¬
sos y conquistas de los reinos de Ultramar, pues
aquellas repúblicas eran un despreciable impe¬
rio de apóstatas y herejes. ¿Acaso no sabían que
los incas, los chinos, los mexicas y los japones
habían renegado de las enseñanzas que recibie¬
ron por boca de los propios apóstoles de Nues¬
tro Señor Jesucristo? Tortajada les alargó el De
promulgando evangelio apud barbaros del padre
Acosta y les dio dispensa para conservarlo. «No
84

hay Nuevos Mundos ni para Dios ni para el Dia¬


blo», farfulló delirando de fiebre.
Por eso, para luchar contra el mismísimo
Satanás y sus cofrades de la morralla del mun¬
do, los capellanes contaban con la infalible Re¬
probación de las supersticiones y hechicerías del
maestro Ciruelo y el Tratado muy sutil y bien
fundado de las supersticiones, hechicerías y vanos
conjuros de fray Martín de Castañega, aunque
para defender a la religión verdadera los dos
eran más útiles en la barricada. De pronto el li¬
brero Linares le mostró el Tractatus de Hereticis
et Sortilegiis de Paulus Grillandus, y opinó que
en materia de diabología aquél era más certero
que Ciruelo y Castañega; mas Tortajada lo co¬
rrigió señalando que una cosa eran los negocios
del demonio y otra muy distinta las supersti¬
ciones, pues como había discurrido Tomás de
Aquino en De Trinitate, Satanás tenía el poder
de trasladar a los íncubos lapollutio nocturna de
los soñadores pecaminosos, pero hacerse una pa¬
jada sobre un cadáver insepulto era más bien su¬
perstición temeraria. Y todos celebraron el ar¬
gumento del capellán.
Animado por el coloquio, el aprendiz de
barbero añadió que la cirugía y la medicina es¬
taban en deuda con el maestro Ciruelo, porque
el catedrático de Salamanca había sido el pri¬
mero en advertir que los padrastros, lamparo¬
nes, panadizos y almorranas tenían autonomía
y vida propia dentro de la fábrica del cuerpo, ya
85

que no bastaba con lijarlos, desollarlos o reque¬


marlos con cauterios.
—Pero sólo el dolor de almorranas tiene
indulgencia para blasfemar —hizo hincapié Tor-
tajada.
—Igual que el achaque del mal de pie¬
dra y el dolor de muelas —acotó el aprendiz—.
Sobre todo cuando el neguijón mordisquea el
meollo de los dientes o alimenta a su inmunda
progenie con la pus de los flemones.
Y como si no fuera suficiente con los do¬
lores que ya los traspasaban, el joven barbero se
regodeó describiendo la virtud natural expul¬
siva dilucidada por fray Martín de Castañega,
y que no era otra cosa que la expulsión de las
miserias del cuerpo a través de las ventanas na¬
turales del culo y de las partes vergonzosas, aun¬
que las impurezas más sutiles y dañinas eran
las que el hombre expelía por los ojos y el aliento
de la boca, ambas ponzoñosas por culpa de la
corrupción de los dientes. «La boca es la cloaca
del mundo —sentenció casi en un susurro—
con su compendio de llagas, sus hollines pesti¬
lentes y su tumulto de gusanos».
Para romper el silencio escalofriante que
reinaba en la enfermería, el «Muñones» comen¬
tó que nunca un barbero y un cura habían per¬
geñado escrutinio de librerías tan donoso, aun¬
que deploró la ausencia de libros de aventuras
y caballerías en barricada tan aguerrida como
ilustrada. Y glosando estaba las gestas y peripe-
86

cias de Tirante el Blanco, Felixmarte de Hirca-


nia y Orlando el Furioso, cuando fue interrum¬
pido por Iñigo de Tomares:
—Erudito caballero, ¿habéis leído el Li¬
bro del tesoro y el candado de los Pobres Caballe¬
ros de Cristo y del Templo de Salomóny impreso
en Alcalá de Henares por ruego del Cardenal
Cisneros?
—¡Me cago en los templarios, escoria
de la caballería, hez de la cristiandad, república de
mamacallos, barraganas de los moros, bujarro¬
nes de los turcos y putos sodomitas que los co¬
rrieron a mojicones de Tierra Santa! —respon¬
dió el «Muñones».
—Veo, señor, que no conocéis la orda-
lía de la berza.
13.

El curaca Cobo pensaba que quienes no


habían nacido hidalgos o nobles caballeros te¬
nían que someterse para siempre al rigor severí-
simo del juicio de Dios, pero el Creador, en su
infinita sabiduría, había espolvoreado el mundo
de enigmas, misterios, plantas tenebrosas, crue¬
les japones, turcos infieles, indios salvajes y cor¬
sarios luteranos, para que los humildes sacerdo¬
tes también pudieran arrostrar esos peligros y no
se contentaran con las pruebas universales de las
bubas, los tumores, las piedras del riñón y los
neguijones de las muelas. Mientras le remenda¬
ban la raja de la mandíbula, el caballero Valen-
zuela —gentilhombre de Jaén— se preguntaba
por qué Dios le había infligido a él precisamen¬
te las plantas, los indios, las piedras, los corsarios
y las muelas agusanadas, si el cura era el Berna-
billo de los cojones.
Tal como aconsejaba Fragoso en su Ci¬
rugía Universal Gregorio de Utrilla dio la pri¬
mera puntada en el centro de la herida, hun¬
diendo en lo profundo de la carne una aguja en
forma de anzuelo ensartada a un hilo de seda.
El primer punto era el más importante porque
de su firmeza dependía la cerrazón del corte, mas
88

era preciso tener tiento, pues si la corva de la agu¬


ja pinchaba hueso, los pacientes menos sufri¬
dos procuraban defenderse.
El caballero Valenzuela —gentilhombre
de Jaén— sintió cómo aquel garfio le traspasa¬
ba la encía, cómo la aguja pugnaba por taladrar
su mejilla de adentro hacia fuera y cómo el ti¬
rón del nudo le arrugaba el rostro como zurrón
de pastorcillo. El dolor siempre era menos vehe¬
mente si era inesperado, porque sus heridas de
guerra jamás le atormentaron tanto como las cu¬
raciones de barberos y sacamuelas. Ni cuando
los indios chiriguanas lo desbarataron a flecha¬
zos durante el ataque a la misión de Chuquiabo,
ni cuando un pelotazo de arcabuz le rompió el
costillar luchando contra el pirata Spielbergen
frente a las costas del Cerro Azul. Nada era peor
que un cirujano armado de gatillos, lancetas y
ventosas, hurgando entre sus muelas o sus par¬
tes. Como el día que lo tallaron a la castellana
a bordo de la nao Nuestra Señora de la Cabezal.
Como el tajo tenía casi una cuarta de lar¬
go, Utrilla tuvo que hacer dos costuras más en¬
tre los extremos y la puntada del medio, dejan¬
do los bordes abiertos para que fluyera la pus
loable. En realidad, las heridas del rostro y del
cuello eran las más agradecidas para un cirujano,
porque nunca se gangrenaban del todo como las
almorranas desolladas, las entretelas del culo o
el mismo bolsillo del escroto cuando era rajado
para cortar una hernia o un testículo potroso.
89

Después de la guazábara contra los in¬


dios chiriguanas, el caballero Valenzuela —gen¬
tilhombre de Jaén— guardó cama durante me¬
ses, pero jamás pudo saber si fue por culpa de las
flechas envenenadas de los indios o como conse¬
cuencia de los antídotos preparados por Berna-
billo «El de las plantas». Y ya que en el trans¬
curso de los últimos diez años había probado
todas las raíces, flores, hojas, frutos y semillas
de los reinos del Perú en forma de zumos, emo¬
lientes, ungüentos, majados, ayudas, cocimien¬
tos y purgaciones, le suplicó al Bernabillo que
por favor le diera licencia para buscar fortuna
en la Ciudad de los Reyes. Así fue como aca¬
bó en la armada que el Marqués de Montescla-
ros mandó a combatir al pirata Spielbergen en
los fríos días de julio del año de 1615.
Después de saquear Valparaíso, el corsa¬
rio holandés puso rumbo a Lima, y ante el pá¬
nico de los habitantes el Virrey organizó una
flota de ocho velas que puso al mando de su so¬
brino —don Rodrigo de Mendoza—, aunque
toda la marinería sabía que el verdadero almi¬
rante de la escuadra era un bachiller tuerto y ca¬
nijo, más erudito en letras que en armas, que le
había sorbido el seso al Marqués de Montescla-
ros so color de hacerle un lugar en el Parnaso
junto a Lope, Arguijo y Argensola. El caballero
Valenzuela —gentilhombre de Jaén— creía que
no había nada peor que las bachillerías y los dis¬
parates de los libros, hasta que la cólera del eri-
90

zo lo devolvió a su doliente realidad: desde que


abandonó el servicio del padre Cobo el dolor de
piedra lo torturaba sin pausa, y con cada acha¬
que se alargaba en vano hasta la iglesia de La
Compañía en busca de resina de sigas, cocimien¬
to de camina o raíces de guachanca, pero Ber-
nabillo meneaba la cabeza y lo amonestaba di¬
ciendo que ya no parecía de Lopera sino de
Chucuito, Pomata o Huancavelica, porque ha¬
bía aprendido a curarse como los indios y los
chunchos del Perú. Traspasado de náuseas y re¬
tortijones, Valenzuela le respondía que la culpa
era suya, porque en lugar de cura más parecía
curaca de los indios y los chunchos del Perú. Por
eso consintió aquel día que el cirujano de la nao
le abriera las entretelas del culo: porque la pie¬
dra erizo no sólo le parecía que ya era más gran¬
de, sino que había tenido descendencia.
Para menguar las infecciones, Utrilla pre¬
paraba una pomada que había aprendido en ca¬
sa del boticario Diego de Santiago, cuando sus
padres lo donaron con apenas trece años para
que aprendiera el oficio de barbero en su far¬
macia de la collación de San Lorenzo. Los boti¬
carios sevillanos denunciaron a su maestro por
alquimista y nigromante, pero Diego de Santia¬
go alumbró a todos esos necios porque demos¬
tró cómo la destilación le daba el punto de la cera
al punto del acero, cómo los minerales alcanza¬
ban la perfección del diamante dentro del vien¬
tre de la tierra y cómo el cuerpo humano era la
91

fábrica de los gusanos de la corrupción. Todo


estaba en su tratado de Arte separatoria y modo de
apartar todos los licores, incluida la fórmula ma¬
gistral de la pomada: miel, aceite rosado, yema
de huevo, higos maduros y cagarrutas de chivo.
Con sus mismos dedos Utrilla embutió la po¬
mada por las rajas coaguladas del costurón.
Que la nao capitana se llamara como la
patrona de Lopera —Nuestra Señora de la Ca¬
beza—- le pareció un mensaje del Cielo, pero
cuando le desabrieron las náuseas, los escalo¬
fríos, las vomitonas y los dolores turbulentos,
recién entonces descifró el divino mensaje: nun¬
ca debió subir a bordo. Los luteranos tenían seis
naves artilladas y alrededor de cuatrocientos gue¬
rreros, mientras los católicos apenas disponían
de cañones en dos barcos y la tropa no llegaba
ni a quinientos hombres mal entrenados. Para
colmo de males, el bachiller tuerto había elegi¬
do combatir en medio de la niebla de las aguas
de Cañete, asegurando que así lo había apren¬
dido leyendo las campañas de Octaviano y las
Guerras del Peloponeso. Los médicos le dieron
a elegir entre arrojarlo al mar para que no estor¬
bara o sacarle la piedra y recuperarlo para la
batalla, y el caballero Valenzuela —gentilhom¬
bre de Jaén— asintió balbuceante con la cabe¬
za, porque lo que más deseaba en el mundo era
que lo estrujaran al erizo.
Después de olearlo y sacramentarlo, los
barberos le amarraron las manos por debajo de
92

la mesa y le colocaron un madero en la articula¬


ción de las rodillas, cuyos extremos ataron de¬
trás de su cabeza* dejándole el culo en solemnis
pompa. A pesar del dolor y las fatigas, el caba¬
llero Valenzuela —gentilhombre de Jaén— sa¬
bía que el cirujano le metería por el ano el dedo
corazón, con propósito de hurgar hasta encon¬
trar el bulto de la piedra en sus entrañas. Y si la
hallaba pronto presionaría al erizo contra las en¬
tretelas del culo, donde haría un corte hondo
para desarraigar la piedra con una jeringa o una
ventosa. Nunca supo quién comenzó a rezar el
credo. Los dedos se amputaban con un avemaria,
los brazos con un padrenuestro y las piernas con
un credo. ¿Una talla castellana tardaba lo mismo
que un credo? ¿Cuántos credos llevaban Luisa
Melgarejo y toda la gente que rezaba de rodillas
junto a ella?
Mientras lo desgarraba por dentro, el ca¬
ballero Valenzuela —gentilhombre de Jaén—
escuchaba las vanidades del cirujano, quien pre¬
sumía de ser «maestro de orinas y piedras» por
haber sido aprendiz del doctor Francisco Díaz,
que descarnaba las vergas sin rebanarlas del to¬
do. Tanto daño le hacía, que si el erizo estuvie¬
ra vivo —como aseguraban algunos doctores
eminentes— no le hubiera importado que ro¬
yera ese dedo armado de uña tan principal. De
pronto supo que el erizo merodeaba por allí e
intuyó su corpulencia y sintió sus púas rabio¬
sas. Entonces no le disgustó el tajo precipitado
93

en sus entretelas, ni los violentos tirones que


terminaron por descuajeringarlo, ni el costurón
que le dejó un gurruño infecto entre los huevos
y el culo, diseminando ladillas y almorranas por
ambas provincias. La piedra era recia, erizada
de pinchos, con estrías pórfidas y del tamaño de
un huevo de gallina. Y por eso, veinte días más
tarde, cuando llegó el combate contra los cor¬
sarios, tampoco le molestó que una bala de ar¬
cabuz le troceara las costillas. ¿Cómo podía es¬
torbarle la metralla entre los huesos después de
haber criado un erizo en los riñones? La cera
derretida sobre la herida le produjo una inefa¬
ble sensación de felicidad v le consoló mucho

más que los rezos de las mujeres.


—Esa cicatriz nunca será ni como una
sola de las señales de la Pasión de Nuestro Se¬
ñor —le despidió Gregorio de Utrilla.
—Pues con otra que tengo ya casi hago
un clavo, licenciado sangrador.
Y el caballero Valenzuela —gentilhom¬
bre de Jaén— se arrebujó entre la multitud,
porque antes de alargarse hasta La Compañía
en busca de ancharupa, espingo y chancapiedra,
quería ver cómo le arrancaban las muelas a esa
beata que, según la opinión general, había sal¬
vado a la Ciudad de los Reyes de la cólera del
pirata Spielbergen.
14.

Harto de pullas, donaires, mamoneos


y refocilamientos a costa de los Pobres Caballe¬
ros de Cristo y del Templo del Rey Salomón,
don íñigo de Tomares tomó la palabra para ha¬
cer pública protesta de los méritos y hazañas de
sus hermanos de la orden templaría de caballe¬
ría —martillo de infieles, invicta en la batalla
y la más humilde a los ojos de Dios—, quienes
a pesar de recibir martirio en Tierra Santa lo¬
graron rescatar las reliquias de la Pasión de
Nuestro Señor, dejándolas en custodia de mon¬
jes guerreros y piadosos caballeros a lo largo
de multitud de monasterios y fortalezas de Es¬
paña, pues la Sábana Santa estaba en la villa
de Alcobendas, la lanza de Longino en la igle¬
sia mayor de Fregenal y el INRI de la cruz en
el castillo de Lopera. Y así, después de zaherir
las letradurías de sus compañeros, íñigo de To¬
mares proclamó la supremacía de las armas so¬
bre las letras, y puso al Cielo por testigo de que
las aventuras de los templarios se leerían algún
día como si fueran Flos Sanctorum, en recono¬
cimiento a su defensa de las repúblicas, los rei¬
nos, las monarquías, las ciudades y los caminos
de la mar.
95

Sobreponiéndose al dolor y la fiebre, el


capellán Tortajada le arreó un mojicón a don
Iñigo de Tomares y declaró que nunca jamás ha¬
bía escuchado disparates de necedad tan inau¬
dita, pues en el Concilio de Viena los templarios
fueron condenados por bellacos y sodomitas, y
Su Santidad el Papa los había excomulgado de
vehementi por los siglos de los siglos en su Pas-
toralis Praeeminentae. Y aunque los libros de teo¬
logías ya eran considerados perniciosos por el
capellán Tortajada, suponer que las nefandas
aventuras de los templarios pudieran tener más
lectores que el Flos Sanctorum se le antojó ma¬
jadería impía y sacrilegio asaz cochambroso.
Furibundo paladín del buen nombre de
su patria, el caballero Valenzuela —gentilhom¬
bre de Lopera— arremetió contra Iñigo de To¬
mares negando que el INRI de la cruz de Cris¬
to estuviera en su pueblo, porque aquel castillo
era un muladar, una pocilga y un florilegio de
mierdas expósitas. Y porque si una reliquia tan
relumbrante hubiera llegado hasta la noble villa
de Lopera, sin duda estaría en iglesia mayor y
tendría mayordomo y cofradía principal y sal¬
dría cada Viernes Santo en procesión, en lugar
de permanecer escondida en leonera tan he¬
dionda como era el castillo de Lopera por culpa
de su mentor, el Marqués de Marchelina. Y así
terminó su soflama, con otro mojicón en todos
los morros de don Iñigo de Tomares, por tem¬
plario y mentecato.
96

Después de presentar sus credenciales


de librero, impresor y maestro en juguetes de
poesía, Linares compuso un alegato por las le¬
tras que dejó a la parroquia suspensa, pues re¬
cordó que sin Homero nadie habría conocido
las proezas de Aquiles, que sin Virgilio nunca
habríamos leído las hazañas de Eneas, que sin
Cornelio Tácito jamás hubieran trascendido las
victorias de las legiones romanas, y que sin
las crónicas y relaciones de Agustín de Zárate
o López de Gomara se ignorarían las sergas del
descubrimiento y conquista de los reinos de Ul¬
tramar. ¿Por qué sabemos que Ciro, Alejandro,
Aníbal, Viriato, Ruy Díaz de Vivar, Nobuna-
ga y Topa Inga Yupanqui fueron los guerreros
más memorables de la historia? Porque sin las
letras no se podrían sustentar las armas y por¬
que «quien a hierro muere a endecasílabos re¬
sucita», sentenció Linares, más colérico que me¬
lancólico.
Sobre las presuntas ediciones de arca¬
nos y mojigangas templarías, opinó como libre¬
ro que no redundarían en perjuicio alguno para
la cofradía de las letras, porque habiendo como
había libros que ya recreaban las gestas de la
flor de la caballería, no entendía cómo el lector
instruido y curioso podría preferir las feculen¬
tas malandanzas de unos bardajes, gazmoños y
mondongos como los susodichos templarios,
escoria de la caballería, hez de la cristiandad, re¬
pública de mamacallos, barraganas de los moros,
97

bujarrones de los turcos y putos sodomitas que


fueron corridos a mojicones de Tierra Santa con
una berza en todo el culo.
Conmovido por el discurso de Linares
y porque tanto las armas como las letras eran
negocios de su incumbencia, el «Muñones» pi¬
dió la vez para discernir sobre los cuatro órde¬
nes de las armas y las letras. Así, la perfección
absoluta consistiría en ser invencible en comba¬
te y ahijado preferido de las musas, pero aparte
del rey David el «Muñones» no fue capaz de
encontrar otro caso tan señalado en los anales
de la humanidad. Lo segundo en calidad era ser
gran poeta y soldado más bien molondro, co¬
mo Manrique, Garcilaso y Gutierre de Cetina,
quienes palmaron en batalla porque lo suyo no
eran las tropas sino los tropos. En el tercer or¬
den —y ya en situación puñetera— estaban los
poetas modorros pero aguerridos soldados, ca¬
terva infinita y harto peligrosa porque se creen
que el Parnaso también hay que tomarlo por
asalto, y así donde ponen la endecha ponen la
flecha. Y en última instancia venían los poetas
pelmazos de la milicia de los botarates, bene¬
mérita república que termina estercolando los
campos de batalla y que no es menester ajusti¬
ciar porque sus libros son postumos. El «Mu¬
ñones» tenía las letras en mayor estima que las
armas, aunque admitía que el prestigio de las ar¬
mas no se acrecentaba con las letras, ya que al¬
gunos letrados tenían que amañar hechos de ar-
mas para acrisolar su reputación y trincar algu¬
na merced. No obstante, los méritos verdade¬
ros tampoco servían para gran cosa, pues durante
sus días de soldado soportó crueles fatigas, man¬
có de una mano y padeció cautiverio sin pre¬
mio ni gloria, mientras que las églogas, come¬
dias y entremeses al menos le habían concedido
alguna que otra compensación del tenor de las
de la vanidad del siglo.
Y en lo tocante al futuro de los libros y la
literatura, advirtió que muy malamente tendría
que estar la república de los doctos y de las le¬
tras para que el mundo perdiera el culo al re¬
tortero de los templarios. Y dos mojicones más
le endiñó a Iñigo de Tomares, uno por decreto
de su conciencia y otro porque barruntó que el
librero Linares se había quedado con las ganas.
El joven barbero —que había seguido el
coloquio en comedido silencio— en cuanto aca¬
bó el «Muñones» solicitó dispensa para meter
palillo en nombre de los uñeros y lamparones,
padrastros y panadizos, hernias y tumores, po¬
tras y almorranas, bubas y sietecueros, chancros
y sabañones, orzuelos y boqueras, flemones y
lobanillos, pústulas y forúnculos, carnosidades
y apostemas, y todos los géneros de escombros
que carcomen la fábrica del cuerpo sin distin¬
ción de erudiciones de armas o de letras, pues
a los gusanos de la corrupción les daba igual
merendar mariscales que catedráticos. ¿Quié¬
nes eran más abnegados a la hora de resistir un
99

ascua en el ano, una lanceta en la verga, un des-


carnador en las encías o unas tijeras en el escro¬
to? ¿Tal vez los maestres de campo? ¿Acaso los
autores de novelas y comedias? Todos se desa¬
brían lo mismo ante el mordisco inexorable del
neguijón, pues sólo Nuestro Señor Jesucristo ha¬
bía subido a los Cielos con la dentadura com¬
pleta, porque su cuerpo incorrupto y bendito
estuvo exento de larvas, liendres, orugas y lom¬
brices.
Y el aprendiz de cirujano habría seguido
con su responso de los gusanos, si el capellán
Tortajada no se hubiera desplomado como los
toros bravos después del quinto rejón.
\

\ '

Atacador, botador, escarbador, sonda, perforante y legra,


Félix Pérez Arroyo, Tratado de las operaciones que deben
practicarse en la dentadura y método para conservarla
en buen estado (Madrid, 1799).
15.

Cuando Gregorio de Utrilla intuyó la


pierna mutilada bajo el manteo y la sotana de
bayeta, quiso creer que aquel inquisidor hirsuto
que resollaba gigantesco ya habría sentido las as¬
tillas del dolor de la Pasión, y por lo tanto debe¬
ría permitirle desbaratar entre sus muelas. Si la
beata que rezaba suspensa era tan santa como
parecía, quizás los neguijones no habían comen¬
zado a corroer sus dientes y por más que le de¬
sempedrara la boca no hallaría un maldito gusa¬
no. Pero el inquisidor debía ocultar un muñón
infecto rebozado de impurezas que caldearían
sus entrañas, corrompiendo todavía más los va¬
pores del vientre que engendran todos los linajes
de lombrices. Su mirada tenía que ser ponzoño¬
sa para los niños más tiernos y sus neguijones
negros como el cieno de sus encías.
El inquisidor Tortajada se hubiera deja¬
do amputar la otra pierna con tal de procesar a
Luisa Melgarejo por alumbrada, visionaria y fal¬
sa profecía, pero de pruebas estaba en ayunas y
para colmo de males aquella mujer vivía en uná¬
nime opinión de santidad, venerada por ricos y
pobres, nobles y plebeyos, poderosos y desampa¬
rados. Entre los cientos de curiosos, transeúntes
y devotos que rezaban hincados junto a ella, el
inquisidor reconoció a escribanos, oidores, canó¬
nigos y regidores perpetuos del cabildo, perso¬
nas gruesas e influyentes que no dudaban de los
arrobos, delirios y revelaciones de doña Luisa.
La (dudad de los Reyes hervía de santidad, por¬
que no sólo era la Melgarejo, sino «La Voladora»
Inés Velasco, la mulata de los dedos pegados y
la hija del arcabucero Gaspar Flores, por no ha¬
blar del tumulto de monjas que reñían con el
demonio y de la turba de confesores que trans¬
cribían las imaginaciones de sus beatas. ¿Dón¬
de se había visto que dejarse arrancar todas las
muelas fuera un milagro? Milagro sería mundi¬
ficar los dientes, restaurar sus meollos, repoblar
las encías y desaguarlas de gusanos. Tortajada
apretó las mandíbulas, tragó aire por los costa¬
dos de la boca y no supo decir qué muela le do¬
lía más.
El sacamuelas dio gracias a Dios Nuestro
Señor porque la dentadura del inquisidor pa¬
recía el reino del neguijón: un emporio de ro¬
ñas, musgos, agujeros y retablo compendioso de
todas las penurias de la boca. Las grietas de sus
muelas eran tan grandes, que primero decidió
pinchar dentro de cada una de ellas con escar¬
badores calientes y afilados. Y si aun así no era
capaz de ensartar a los gusanos, todavía le que¬
daba la esperanza de sorprender a alguno bajo esa
muela del juicio que apenas sobresalía entre la
carcoma, el sarro y las apostemas.
103

La peste de santidad había comenzado


en la víspera de la Navidad de 1604 —recor¬
dó el inquisidor— cuando al fraile Solano le
dio por anunciar una revelación divina según la
cual Lima sería destruida en el plazo de un día,
porque Dios en su justa ira tenía ordenado un
terremoto vengador y que la mar océano se sa¬
liera de madre. Tortajada no llevaba entonces
ni un año en la Ciudad de los Reyes, pero jamás
olvidaría aquella noche de copiosas confesiones,
públicos arrepentimientos, matrimonios amis¬
tados, reconciliaciones turbulentas y hasta hur¬
tos restituidos in articulo mortis, mientras los
moradores de Lima se azotaban por las calles o
simplemente buscaban consuelo en los templos
para morir delante del Santísimo. Y aunque al
día siguiente no hubo temblores de tierra ni olas
justicieras, nadie puso en duda que Dios había
perdonado a los limeños por intercesión de su
siervo, el bienaventurado fray Francisco Sola¬
no. Al inquisidor Tortajada se le agusanaba el
semblante de sólo pensar en los funerales y he¬
catombes que tuvo el padre «Terremotos».
Los meollos de los dientes eran una suer¬
te de nerviecillos con los cuales el neguijón ali¬
mentaba sus larvas y fabricaba sus capullos, y por
eso era preciso chamuscarlos con cauterios o des¬
menuzarlos concienzudamente con escarbado¬
res. Sin embargo, como Utrilla había descubier¬
to que las espinas de las tunas o chumberas de
Indias eran más finas y alargadas que cualquier
104

aguja, antes de quemar los meollos hurgaba con


ellas en las oquedades más rotundas de las mue¬
las, punzando hasta las encías a través de esos
orificios horadados por los gusanos. El señor in¬
quisidor sí que era un doliente sufrido, porque
encajaba sin parpadear cada una de las espinas
que incrustaba minucioso en sus muelas.
Cuando el fraile Solano murió en 1609,
la noticia de las portentosas señales de su santi¬
dad —el canto de los pájaros, la música de las
esferas y el dulce aroma de su cuerpo— se pro¬
pagó como el gorgojo por la Ciudad de los Re¬
yes. Durante las honras fúnebres los pobladores
de Lima se precipitaron sobre su cadáver y el
Marqués de Montesclaros tuvo que custodiarlo
enviando a los gentileshombres de su Compañía
de Lanzas y Arcabuces, porque la devota mul¬
titud le destrozó los hábitos, le cortó los dedos
y le arrancó los dientes para atesorarlos como
reliquias. El inquisidor Tortajada nunca había
visto coronación tan inaudita, ya que unos días
más tarde se abrieron los procesos de beatifica¬
ción y en menos de tres años cerca de mil testi¬
gos acudieron a certificar milagros por mano¬
jos. ¿Cuántos habrían embaulado de matute su
propia santidad con achaque de ilustrar la del se¬
ráfico «Terremotos», que Dios tenga en su gloria?
Para Tortajada el embuste ya no tenía remedio,
pues por Lima circulaba vertiginosa una Rela¬
ción de la vida y milagros del venerable padre fray
Francisco Solano de la Orden de San Francisco re-
105

cien impresa en Madrid, donde se pregonaban


los raptos y coloquios que Luisa Melgarejo sos¬
tenía con Solano, las ánimas benditas y todas
sus muelas de la corte celestial. ¿Qué podía ser
peor? ¿Que la santidad de doña Luisa estuviera
en la calle o que estuviera en los libros?
Como en el tratado de los monstruos
del cirujano Parero había leído que los neguijo¬
nes anidaban en el fango de las encías para sus¬
tentar a sus crías con la escoria de las comidas
—igual que los sapos, salamanquesas y todas las
genealogías de serpientes—, Utrilla tomó un es-
coplito de dos filos para remover los cienos de
los dientes y arrojar esos fragmentos de roña
en una solución de agua rosada con trementina
que preparó en un barreño de loza blanca, para
atenuar el mal olor y disolverlos mejor. Si no hu¬
biera sido por los credos que resonaban solem¬
nes como una misa de difuntos, por toda la es¬
quina de Mantas y Plumereros se habría podido
escuchar el risrás de las limas y los garabatillos
contra los dientes y las ensangrentadas encías del
inquisidor, que silencioso como un cartujo su¬
fría los estragos del expurgo del neguijón. Por eso
Gregorio de Utrilla no sabía quién estaba más
embelesado y traspuesto: si el inquisidor Torta-
jada o la beata Luisa Melgarejo.
\ *

se

■S^v.^ -w. IüSSI^jES

Escoplo, barrena y garabatillos para remover la roba


o cieno de los dientes, Coloquio breve y compendioso
sobre la materia de la dentadura (1557).
16.

Entre todos levantaron en peso la desfa¬


llecida humanidad del capellán Tortajada y lo
condujeron hasta la mesa de roble de la enfer¬
mería, donde calaron de cerca la ruina y que¬
branto de su pierna. El garrote le había hecho
añicos la rodilla y un trozo de hueso astillado le
sobresalía puntiagudo por el jarrete. Como hijo
de maestro cirujano, el «Muñones» opinó que
hasta el muslo todo era perdido, y que más va¬
lía cortar muy pronto para no perder también
al caudillo capellán. Entre jadeos y delirios, Tor¬
tajada pidió agua, ordenó amputar sin demora
y mandó coger sebos, hervir aceite y afilar sie¬
rras y lancetas. En una esquina de la mesa el jo¬
ven barbero permanecía demudado y taciturno,
pues aunque había cortado varios dedos con sus
papagayos y al menos un par de manos a sierra,
aún no sabía lo que era amputar una pierna en
hombre vivo.
El capellán Tortajada señaló hacia una de
las estanterías y rogó que le alcanzaran un bote
de cerámica, de donde sacó un enorme cigarro
del grosor de un dedo. Después de sobárselo por
la nariz con tal primor que conmovió a todos los
presentes, el capellán confesó que aquél era el úl-
timo de los cigarros que el eminente doctor Ni¬
colás Monardes le había regalado. ¡Cuántas ve¬
ces habían fumado esos cigarrones en casa de
don Benito Arias Montano, contemplando las
desmayadas puestas de sol desde las almenas
del castillo de Aracena! La terraza de don Nico¬
lás en la calle de la Sierpe era como el huerto de
Plinio, lleno de tiestos, jardineras y macetones
de todos los linajes de plantas de la tierra. Y con
qué industria preparaba los cigarros el puñete-
ro de Monardes, porque no sólo tostaba, molía
y horneaba el tabaco, sino que además lo liaba
con una picadura de hojas de cáñamo y granizos
de centeno, que al fumarlos propiciaban unas
tertulias teológicas que parecía que estaban en la
Gloria. Un silencio irrespirable y turbador ane¬
gó la enfermería cuando Tortajada aderezó su
cigarro y lo encendió con delectación. Y suspen¬
so se quedó dentro de una nube perfumada, has¬
ta que espabiló para pedirle al barberito que se
lo metiera por el culo.
Con idea de salir del pasmo general, el
caballero Valenzuela —gentilhombre de Lope-
ra— dejó caer que un vecinillo de su pueblo ha¬
bría tenido mucha ilusión de tratar con aquel
fénix de las plantas, pero que aún no había naci¬
do loperano que se dejara encajar virguería nin¬
guna por el culo. Zaherido por la maldad del
donaire, las cejas del capellán le alobaron el ceño
y largó entre gruñidos que el envainado del ci¬
garro era ingenio sutil de cirugía y medicina, por-
109

que insignes doctores, como Hidalgo de Agüero


y Nicolás Monardes, así lo tenían verificado en
multitud de cortes, amputaciones y aserramien-
tos de todos los géneros de miembros —inclui¬
do el de la generación— en los que el susodicho
cigarro en el culo aflojaba la fortaleza, suspen¬
día el entendimiento y menguaba las pesadum¬
bres. Para abonar el discurso de Tortajada, el
librero Linares acotó que el licenciado Fernán¬
dez de Oviedo descubrió las virtudes medicina¬
les del tabaco en su Historia generaly natural de
las Indias y que don Nicolás Monardes las ha¬
bía puesto en limpio en la Historia medicinal de
las cosas que se traen de nuestras Indias Occidenta-
lesy pero que los primeros en remeterse un ciga¬
rro por el culo fueron los portugueses de Macao
y Malaca, tal como lo asentó Bernardino Esca¬
lante en su Discurso de la navegación que los por¬
tugueses hacen a los reinos y provincias del Orien¬
te. Y asimismo abonó el discurso don Iñigo de
Tomares, porque también tenía verificado que
un artilugio así aflojaba la fortaleza, suspendía
el entendimiento y menguaba las pesadumbres.
El capellán Tortajada atrajo hacia sí al
mozuelo y le advirtió que no podía tardar más
de dos credos, que de ninguna manera le arre¬
mangara los nervios y que le requemara muy bien
con aceite el muñón.
—¿Cómo te llamas, niño?
—Gregorio, señor.
—¿Gregorio qué, niño Gregorio?
110

—Gregorio de Utrilla, señor.


Tan fornido y robusto como era, con esa
cabeza desmelenada, sus belfos tupidos y las ce¬
jas como crines, el capellán Tortajada parecía un
Meleagro, un Sarpedón o un Hércules a punto
de dictar testamento desde su propia pira fune¬
raria. «¡Ojo al manojo y ponerse a rezar, cago en
Dios! —rugió amenazador—. Que yo voy a zu¬
rrarme en todos los tronos de la corte celestial,
porque soy persona eclesiástica y para ello ten¬
go provista indulgencia papal. ¡Suburbios! ¡Si¬
nagogas!».
Con ayuda del «Muñones», el niño Gre¬
gorio ató un cordón alrededor del muslo del ca¬
pellán y entrambos le dieron unas vueltas recias
para cortar el flujo de los espíritus sanguíneos
antes de amputar. Como si hubiera tenido un
mal presentimiento, Tortajada pegó un cacho
respingo y rogó que si estaba de Dios, que su
cuerpo fuera enterrado en Alájar o a la vera del
castillo de Aracena, para yacer a mano de la pro¬
digiosa cueva de Polidoro. Mientras el «Muño¬
nes» apontocaba la pierna partida del capellán
sobre su hombro izquierdo, el niño Gregorio pre¬
sionó la arteria que se hinchaba violácea en la
ingle, y luego hundió su lanceta para cercenar
el pemil en sentido contrario, tal corno creía que
lo había leído en la Práctica y Teórica de Ciru¬
gía de Dionisio Daza Chacón. La cueva de Po¬
lidoro —resoplaba Tortajada— era una catedral
fabricada por la naturaleza en las entrañas mis-
111

mas de la roca —con sus crujías, capillas y ar¬


botantes— y donde moraba Polidoro el Ermi¬
taño, que se había propuesto servir a Dios fue¬
ra del siglo y lejos del mundo. Cuando el niño
Gregorio completó su círculo tajante sobre aquel
cañón venoso que burbujeaba como si fuera a
reventar, el «Muñones» bajó la pierna del cape¬
llán para que el aprendiz de cirujano se pudiera
doctorar.
Igual que un San Borondón asido a su
balsa en medio de la tempestad, Tortajada se
retorcía aferrado a los bordes de la mesa y dan¬
do gentiles gracias a Dios por haberle permitido
conocer la cueva del barbudo Polidoro, puerta
secreta del trasmundo y auténtica residencia del
Purgatorio en la Tierra, ya que ni anduvo fino
el Concilio de Lyon cuando sentenció que el
Purgatorio estaba en Sicilia, ni Alonso de Ville¬
gas tenía razón en su Fructus Sanctorum cuan¬
do transcribió la vida de San Patricio, porque el
Purgatorio se hallaba en la cueva de Polidoro,
precisamente bajo el castillo de Aracena. Enton¬
ces Linares le susurró al «Muñones» que tuvie¬
ra por seguro que el capellán se moría, pues era
público y notorio que el caballero Ramón de Pe-
rellós había descendido al Purgatorio por la isla
de Hibernia, inaudito viaje romanceado por Jor-
dano el Mallorquín.
El niño Gregorio quería recordar cómo
separaba las carnes de los huesos durante la ma¬
tanza del cochino, cuando la primavera recia-
112

maba su primera víctima y la luz de mayo bar¬


nizaba de sol la cal fresca de las paredes cuajadas
de flores: geranios del color furioso de la sangre
y gitanillas que colgaban boca abajo formando
racimos de nervios y tendones. El joven barbe¬
ro recogió la piel, la remangó sobre el torniquete
y con las dos manos empujó la carne en la mis¬
ma dirección, dejando al descubierto un hueso
pelón y vagamente blanco, que también le hizo
pensar en las paredes del chiquero antes de la
cal. El último misterio del primer credo reverbe¬
ró por la enfermería y el niño Gregorio empu¬
ñó la sierra.
Calado en sudor, Tortajada trincó al «Mu¬
ñones» por el brazo y le explicó, apretando los
dientes, que por la cueva de Polidoro discurría
un arroyo de agua bendita que nacía («Qué coin¬
cidencia, amigo mío») en la pila bautismal de
la iglesia de Nuestra Señora del Mayor Dolor.
Y que los chorreones que caían desde los cimien¬
tos del templo, esculpían en la bóveda subterrá¬
nea tantos capirotes de piedra como nazarenos
tenía el paso de su hermandad de la Santísima
Veracruz. Y si eso no era milagro, que bajara
Dios y lo viera. En realidad el capellán no que¬
ría dejar de hablar, porque a pesar de los credos
que resonaban solemnes como una misa de di¬
funtos, él sólo escuchaba el risrás de la sierra
contra sus tuétanos. Arrasado de lágrimas quiso
estrechar la mano del «Muñones» y no la en¬
contró.
113

Cuando acabó de aserrar, el niño Grego¬


rio recortó una por una las hilachas de carne que
le habían quedado más largas, procurando no
arremangar ni los nervios ni los tendones, con
achaque de no traspasar más de dolor al cape¬
llán. Las almas de los muertos terminaban to¬
das en el arroyo bendito de la cueva de Polido-
ro —insistía Tortajada con un hilo de voz—,
porque el propio ermitaño le había enseñado
cómo remontaban la corriente, luminosas co¬
mo luciérnagas anfibias o peces incandescentes.
Y puesto que en El Fisiólogo se demostraba que
ningún animal ígneo podía mantener su natu¬
raleza coruscante bajo el agua, el bravo capellán
daba por sentado que aquéllas eran las almas de
los difuntos nadando hacia lo más profundo del
Purgatorio. ¿Cómo podían purificarse en el fue¬
go los cuerpos sutiles de nuestras almas inmor¬
tales? El niño Gregorio se lo preguntó muchas
veces mientras rebozaba el muñón con aceite
hirviendo, derretía las venas con tientos de fue¬
go y requemaba la carne para conjurar la gan¬
grena.
Cuando terminaron de rebañarle las lla¬
gas con sebo de carnero, el capellán Tortajada se
desvaneció y todos juntos dieron gracias a Dios,
porque era verdad verdadera que el susodicho
cigarro aflojaba la fortaleza, suspendía el enten¬
dimiento y menguaba las pesadumbres.
\

Pelicán simple. Félix Pérez Arroyo, Tratado de las operaciones


que deben practicarse en la dentadura y método para conservarla
en buen estado (Madrid, 1799).
17.

La boca del señor inquisidor era tan


profunda, que ni siquiera el gatillo del barbero
era capaz de poner cerco a los cuarteles de su
muela del juicio. Utrilla intentó descuajarla so¬
palancándola con botadores y atacadores, pero
el molar era igual de corpulento que su dueño
y no llegó a romperse como la pieza de junto.
Gregorio de Utrilla desenterró los raigones con
el descarnador y humedeció su dedo índice en el
licor de la muela recién estrujada. Antes de usar
el pelicán quería saber si el sufrimiento merecía
la pena y después de refregarse la nariz no le que¬
dó ninguna miajita de duda, porque aquel olor
abyecto era la peste del neguijón.
Mientras crecía el tumulto alrededor de
Luisa Melgarejo, el inquisidor Tortajada ima¬
ginó que la embustera estaría ya postrada en
tierra, su cuerpo en forma de cruz y los ojos en¬
tornados mirando al Cielo, como la víspera del
ataque del pirata Spielbergen tras la derrota de
la armada del Virrey. ¿Por qué Dios le había per¬
mitido al mentecato de Montesclaros contes¬
tar el pleito de las armas con el discurso de las
letras? Insondables fueron aquel día los caminos
de Nuestro Señor, porque la escuadra del Mar-
116

qués se bombardeó a sí misma dentro de un


meteoro de nieblas y brumazones, dejando a la
Ciudad de los Reyes a merced de la horda lute¬
rana. Y Lima se preparó así para otro cataclismo,
aunque ya no se trataba de una profecía sino de
seis navios de guerra navegando hacia el Callao.
Como la flor de la milicia se había em¬
barcado a las órdenes del sobrino almirante y
del contramaestre bachiller, la defensa de la ca¬
pital del reino quedó en manos de frailes, rapa-
zuelos, vagamundos y antiguos beneméritos de
la república, todos al mando del ínclito Virrey
poeta, «Montesclaros fecundo en ardites». Tor-
tajada se puso en primera línea de combate y su
corazón se soliviantó al recordar cómo en ape¬
nas tres días organizó el zafarrancho de la resis¬
tencia del Callao. Qué coraje insuflaría en su
magra hueste, que todos proclamaban que si el
señor inquisidor hubiera tenido ambas piernas,
los enemigos jamás se habrían atrevido a desem¬
barcar.
Utrilla engrasó el tornillo del pelicán y
rastrilló en su instrumento una cuerda de vihue¬
la, por ser más fina y resistente que los hilos de
tripa de la cirugía. Cuando la guita estuviera
templada y muy bien cogida del pescuezo de la
muela, dos vueltas despaciosas tendrían que ser
suficientes para desarraigarla de cuajo de la en¬
cía. A punto estaba de ensartar el alambre en la
muela cuando sus ojos se cruzaron con la hirsuta
mirada del inquisidor:
117

—¿Cómo os llamáis, maestro?


—Gregorio, señor.
—¿Gregorio qué, maestro Gregorio?
—Gregorio de Utrilla, señor.
Aquel nombre restalló como un doloro¬
so relámpago en su memoria. Gregorio de Utri¬
lla, cárcel de Sevilla. Cárcel de Sevilla, veintidós
de enero de 1598. Veintidós de enero, día de San
Anastasio mártir, despedazado por los persas.
San Anastasio mártir, su pierna incorrupta fue
trasladada al monasterio del Santo Mártir Ser¬
gio, profanado por los turcos. Su pierna inco¬
rrupta, ay, su pierna incorrupta. Tortajada nun¬
ca hubiera reconocido al niño Gregorio en aquel
sacamuelas cetrino que le trató de sonreír con
un estupor antiguo.
—¿Habéis encontrado demasiada san¬
tidad por esos caminos de Dios, maestro Gre¬
gorio?
—He aserrado piernas y brazos corroí¬
dos por la gangrena. He cortado senos, vergas
y testículos rebozados de tumores. He batido
cataratas como natas lechosas y suprimido car¬
nosidades más recias que el cordobán. He de¬
sempedrado riñones y demolido su escoria sin
desaguarla por la orina. He impuesto sangrías,
ventosas y cauterios de fuego. He pungido fle¬
mones, orzuelos y lobanillos. He arrancado mue¬
las, podrido encías y baldado mandíbulas. Y sin
embargo no he conocido a nadie que haya sufri¬
do más que Nuestro Señor Jesucristo en la cruz.
118

El inquisidor abrió la boca de nuevo con


secreta satisfacción. ¿Cómo podrían comparar¬
se los quebrantos de la fábrica del cuerpo con
los dolores de la Pasión? Las almorranas, los tu¬
mores, las piedras de riñón y las muelas agusa¬
nadas eran las turbulencias propias de la carne,
pero el dolor de los santos no consistía en sufrir
los accidentes de los achaques naturales, sino en
imitar a Cristo Nuestro Señor a través de sus pe¬
nitencias y maceraciones. En el edificante com¬
pendio De Sanctorum martyrum cruciatibus del
sapientísimo padre Gallonio, Tortajada había
recopilado todos los suplicios, castigos y tormen¬
tos infligidos a los santos mártires, de modo que
sus confesantes pudieran imitarlos en todo lle¬
vando erizados cilicios de clavos, durmiendo so¬
bre jergones de esparto o enterrándose espinas
bajo las uñas de los dedos de los pies. Por eso
las confesantas del señor inquisidor no esta¬
ban ni carnosas ni rollizas como doña Luisa, sino
más bien amojamadas como las santas ermita-
ñas y penitentes.
Utrilla terminó de ensartar la cuerda en
la muela y atrancó los brazos del pelicán en la
mandíbula. A los enfermos frisones y fornidos
como Tortajada era menester amarrarlos con
sogas marineras antes de usar aquella cruel he¬
rramienta, pero el maestro Gregorio sabía por
experiencia que no tenía nada que temer de aquel
gigante de malezas como pelos. No obstante, por
temor a su condición de inquisidor tampoco se
119

atrevió a ofrecerle cierta reliquia que siempre lle¬


vaba consigo para invocar su protección. Y en¬
tonces giró el torno hasta tensar el alambre de
plata.
Cuando sintió el primer crujido en la
quijada, un viejo estrépito de encinas le sobre¬
vino a la memoria. ¿Y si Luisa Melgarejo fue¬
ra santa en realidad? ¿Y si se dejaba escardar las
muelas de verdad? Los tarsos le emplomaron la
boca a San Bonifacio con metales fundidos, a
San Donato le rompieron los dientes a marti¬
llazos por orden del emperador Juliano Após¬
tata, y los paganos de Alejandría le arrancaron
toda la dentadura a Santa Apolonia, virgen y
mártir. Si doña Luisa era trigo de Dios, sólo te¬
nía que dejarse moler en los molinos de la fe.
El segundo tirón del pelicán le chascó también
los huesos de la cabeza, mas Tortajada lo enca¬
jó impasible porque aquel crujido no tenía to¬
davía el sonido cascarón de los cráneos a punto
de romper.
Utrilla sabía que sólo podía dar una ter¬
cera rosca de pelicán, pues la cuerda ya estaba
demasiado templada y la mandíbula del inqui¬
sidor no poseía ni la fortaleza de un clavijero ni
las nobles maderas del mástil de una vihuela.
O descorchaba la muela de golpe o el alambre
de plata saltaría por la bóveda de la boca como
un látigo de mil navajas. Resignado a no trincar
ningún neguijón, el maestro Gregorio se incli¬
nó al oído de Tortajada y le susurró con voz es-
120

tropajosa: «Rece vuesa merced, como rezó aque¬


lla vez en Sevilla, que está de Dios que hoy con¬
voquemos de^uevo a los milagros».
¿Qué era un milagro? ¿Seguir con vida
era un milagro? Tortajada percibió una tensa
punción en las encías y restregó su lengua con¬
tra la cuerda, hasta que la sensación de la san¬
gre le permitió comprender la advertencia del
maestro Gregorio. No, la amputación de la cárcel
no había sido un milagro, porque el inquisidor
sabía que él habría sobrevivido aunque hubiera
perdido ambas piernas e incluso los brazos, igual
que San Pelayo niño —martirizado por Abde-
rramán de Córdoba—, a quien los moros tuvie¬
ron que ahogar en el Guadalquivir después de
aserrarle todos los miembros. ¿No era milagro¬
so que el dolor de su lengua herida y de sus en¬
cías al desollarse le impidiera sucumbir al que¬
branto de esa muela que no se descuajaba ni a
la de dos credos? No, el dolor en sí no era un
milagro sino apenas un cáliz que había que be¬
ber a sorbos durante toda la vida, porque mila¬
gro —lo que se dice milagro— fue el naufragio
de la flota del pirata Spielbergen, encallada en
la isla de San Lorenzo por culpa de la mareja¬
da, aunque los limeños creyeran que los arro¬
bos de doña Luisa conmovieron al Todopode¬
roso. Cuando el corsario pelicán desatascó la
nao capitana de las encías arenosas de la playa,
Tortajada cerró la boca y comprobó cuánta ra¬
zón tenía: la beata estaba postrada en tierra, su
121

cuerpo en forma de cruz y los ojos entornados


mirando al Cielo.
El maestro Gregorio había pensado hil¬
vanar los dientes de Luisa Melgarejo para que
el rosario de la santa fuera su nómina y esca¬
pulario, pero también se embolsó la cordal que
colgaba del pelicán, porque en el De humanis
corporis fabrica había leído que las muelas, los
huesos y las piedras de riñón desenterrados en
personas vivas podían ser poderosos amuletos
contra el sufrimiento, siempre y cuando aque¬
llos hombres hubieran sostenido —arrasados de
dolor— la mirada eterna de Dios.
18.
\

La explosión en la Puerta de Hierro desa¬


tó la inquietud entre los defensores de la enfer¬
mería, pues ninguna de las conclusiones posi¬
bles se antojaba mejor que otra: si era el alcaide
quien había conseguido penetrar en la cárcel
con sus tropas, a los galeotes ya sólo les que¬
daba ajustar cuentas a mansalva y quemarropa.
Y si eran los germanes quienes habían aplastado
a los alguaciles y fuerzas de la ciudad, la muerte
canina era igual de segura. El caballero Valen-
zuela —gentilhombre de Lopera— sabía que a
través de la ventana, los tejados y las terrazas
aún podía alargarse hasta el mesón de Fausto y
conseguir la protección de su mentor, el Mar¬
qués de Marchelina, mas sus entrañas de cris¬
tiano viejo se emporcarían de piedras, gusanos
y alimañas si huía dejando a sus compañeros de
fatigas en cruel estacada. «Mi tío y pariente, el
Marqués de Marchelina, ya habría salido esco¬
peteado», se emberrinchaba don íñigo de To¬
mares.
Con el capellán fuera de combate y sin
más armas que los instrumentos de la cirugía, el
«Muñones» rogó a Dios Nuestro Señor porque
su muerte fuera breve y decorosa. Persuadido de
123

la inminencia del fin, el librero Linares quiso sa¬


ber si aquel tránsito «breve y decoroso» era el
mismo que encarecía Alejo de Venegas en su
Agonía del tránsito de la muerte, o si acaso seguía
los consejos pergeñados por Alfonso de Valdés
en los Diálogos de Mercurio y Carón. El «Mu¬
ñones» miró de reojo hacia la mesa de roble y
—tras comprobar que Tortajada todavía no ha¬
bía vuelto del trasmundo— respondió en voz
muy queda que aunque fuera herejía temeraria
y contumaz, tenía muy bien leída la Prepara¬
ción y aparejo para bien morir. Y Linares asintió
melancólico, porque él también se sabía pasajes
enteros del Enchiridion.
Como si se tratara de una reliquia dig¬
na de ser conservada, en un rincón de la en¬
fermería el niño Gregorio embadurnaba de tre¬
mentina y aceite rosado la pierna mutilada del
capellán. Era la primera extremidad que había
aserrado entera en hombre vivo y —por lo tan¬
to— la pernaza de aquel titán de la fe podía ser
su talismán, tal como lo había acreditado el emi¬
nente cirujano Vesalio. Así, por más sangrienta
que fuera la batalla, el joven barbero barrun¬
taba que aquel día no le tocaba rendir sus ga¬
tillos.
De pronto hubo un estruendo de trabu¬
cos, falconetes y arcabuces, mientras los gritos
de guerra se entreveraban con los ayes de los he¬
ridos. La cárcel había sido tomada y la morralla
del mundo corría buscando refugio y vengan-
124

za. La estampida de galeotes retumbaba por las


galeras como una yeguada salvaje y el caballero
Valenzuela —gentilhombre de Lopera— com¬
prendió demasiado tarde que los jayanes tam¬
bién pretendían escapar por las ventanas de la
enfermería. Desde la mesa de curaciones se ele¬
vó la bronca voz del capellán, reclamando un
rosario de perdigones que tenía escondido en
un bargueño.
—¿Vais a darnos la extremaunción? —chi¬
lló Iñigo de Tomares.
—¡Cago en Dios! —resopló I ortajada—.
Lo que quiero es algo con que ahorcar al pri¬
mer hideputa que se me acerque. ¡Suburbios!
¡Sinagogas!
Reconfortados por la bravura de su cam¬
peón, los sitiados juraron vender muy cara la
escoria del cuerpo humano para brillar como
crisoles en el arroyo de la cueva de Polidoro, y
encrespados de calas, descarnadores, lancetas
y garabatillos se chantaron impacientes detrás
de la barricada de las Luces. Y aunque la piedra
erizo comenzó a refocilarse de nuevo en sus ri¬
ñones, el caballero Valenzuela escupió dando
gracias a Dios, porque intuyó que ya no po¬
dría morir mientras lo tallaban a la castellana.
¿Y cómo no iba a morir si por toda milicia te¬
nía un manco, un tuerto, un cojo, un mozuelo
y un templario? Las soflamas del capellán encen¬
dieron las ascuas belicosas de su espíritu, y de¬
cidió contestar a los insultos de los germanes
125

con otro enconado grito de guerra: «¡Por Lope-


ra y por Santiago!».
Después de haber leído la vida de San
Patricio, las desventuras del noble Owein y las
malas artes del hechicero Merlín, el «Muño¬
nes» se reía de sólo pensar que el Purgatorio no
estuviera en la isla de Hibernia sino bajo el cas¬
tillo de la villa de Aracena, en la apócrifa cueva
de aquel Polidor de caballerías. La muerte era
el castigo de Dios por los libros que no había
escrito, y en sus postrimerías descubrió alique¬
brado que el Todopoderoso lo juzgaría por el
discurso de las letras. A guisa de confesión se
sinceró así con Linares: «Si muero, amigo mío,
los matadores me quitarán un manojo de obras
que aderezo en la mollera».
Linares no había reparado en la copiosa
muchedumbre de crónicas, títulos, códices y ma¬
nuscritos que todavía no había leído, y la ad¬
vertencia del «Muñones» lo amarrió más que la
certidumbre de la muerte. Se acordó de la Ma¬
gia Naturalis del Napolitano, donde se demos¬
traba con grabados muy elocuentes que algunos
animales podían tener rostro humano. Pensó
en el Libro de la melancolía del doctor Velás-
quez, refutador de su padrino Huarte de San
Juan. Y recordó el opúsculo maldito de Lucilio
Vanini, preso en Francia por negar el Génesis y
proponer que el semen de los peces había en¬
gendrado a nuestro padre Adán. Sí, la eterni¬
dad sin libros era peor que el fuego, los excre-
126

mentos y los gusanos de los dientes, y si quería


sobrevivir le urgía algo más sólido que una lan¬
ceta y un escarbador. Linares se tanteó el chi¬
chón de la última escaramuza y —a falta de mo¬
rrión o yelmo consistente— se encasquetó en
la cabeza una bacía de barbero. «¡Quitaos la ba¬
cinica, caballero —lo amonestó Valenzuela—,
que vuestra figura ya es muy triste!». Y todos
agradecieron el donaire del gentilhombre de Lo-
pera.
Cuando la caterva de truhanes, asesinos
y criminales descubrió el simposio de cadáveres
en la barrera del dispensario, las amenazas de
muerte se oyeron por toda la galera mientras el
palenque se desmoronaba en medio de una tur¬
bulencia de muebles, botijos y libros. Y aquella
canalla infecta habría demolido la empalizada
en menos de un padrenuestro, de no haber sido
por las descargas de arcabuz que tronaron des¬
de los corredores, incrustando su recado de mu¬
nición en los pellejos de los asaltantes y en el re¬
cinto de la misma enfermería. Por la gracia de
Dios estaban salvados, mas por la mano del
demonio prefirieron seguir escondidos.
Ocho avemarias más tarde, alguien de¬
mandó en nombre del señor asistente de Sevilla
—el excelentísimo Marqués de Montesclaros—
saber quiénes estaban tan braviamente acuar¬
telados, si personas eclesiásticas o cirujanos exa¬
minados, si presos comunes o esclavos de hie¬
rro inteligible. Sin embargo, para sorpresa de los
127

presentes, el librero Linares quiso enterarse de


si se trataba del mismo Marqués de Montesclaros
autor del soneto laudatorio a los Discursos del
amparo de los legítimos pobres del doctor Pérez
de Herrera. Un murmullo de estupor borboteó
a través de la trinchera, hasta que una voz ati¬
plada tartajeó con timidez: «¿Vos habéis leído
mi soneto, caballero?».
Como hermano mayor de la cofradía de
los Buenos Libros, Linares sabía que el sahu¬
merio también era artilugio provechoso para
la procesión de las letras, y con deliberada afec¬
tación empezó a ventosear los líricos inciensos
del Marqués: Pues Dios cargó pensión sobre la
hacienda / del rico y quiso que la goce el pobre, /
y a éste le concede que la cobre / mandando al ri¬
co que la mano extienda. Y al otro lado de la ba¬
rricada prosiguió conmovido Montesclaros: Ra¬
zón ha sido que se ponga rienda / al pobre de oro
disfrazado en cobre, /porque al mendigo verda¬
dero sobre / lo que hurta elfalso de la sacra ofen¬
da. Linares comprendió que el Asistente de Se¬
villa había caído redondo en la flor y cual doblón
de plata dejó rodar la tercera estrofa —Esto
ha acabado con industria tanta / en sus discur¬
sos sabios nuestro Herreray / que deja limpia la
colmena santa...— para que Montesclaros la
abrochara con su hablar de cerbatana: ... Y al
zángano cruel ha echado fuera, / que come, roba
y cena su garganta / con la miel de la abeja ver¬
dadera.
Mientras su propia hueste lo jaleaba
y aplaudía, Montesclaros ordenó liberar a esos
heroicos guardianes- que habían defendido la
enfermería de la cárcel como si fuera la entrada
misma del Parnaso, ignorando que el «Muño¬
nes» comentaba por lo bajini que después de
los poetas pelmazos de la milicia de los bota¬
rates, aún había un quinto orden de las armas
y las letras donde rimaba empalagoso el señor
Asistente de Sevilla. Y todo habría terminado
así, en parabienes y enhorabuenas, si el Marqués
de Montesclaros no hubiera querido preguntar
—ya que estaba entre favoritos de las musas,
favoritos de los doctos y favoritos de las acade¬
mias— si alguno de los parapetados presentes
no sería también favorito de algún maestrante
o Grande de España:
—¿No será alguno de vosotros el caballe¬
ro Miaulino de Castilleja, campanillero del Mar¬
qués de Cantillana?
—¡Soy yo! —ululó Iñigo de l omares—.
Liberadme pronto, Montesclaros, que estoy en
trance de morir.
Pasmados por aquel mote infame y des¬
honesto, Iñigo de Tomares manifestó a sus ca¬
maradas que así era en germanía su sobrenom¬
bre de batalla.
—Mi deudo y primo, el Duque de Bre-
nes, querría saber si también combatió en es¬
ta palestra el moreno caballero Leonelo Serra-
llés.
129

—Señor mío, el duque no es tonto y sa¬


be muy bien dónde encontrar a Leonelo —re¬
plicó Iñigo, irritado y sabijondo.
—Y para terminar, mi tío y pariente, el
Marqués de Marchelina, me pide averiguar si
uno de vosotros es, por ventura, el donoso ca¬
ballero Dulcineo de Lopera.
El librero Linares recordó los versos que
fray Luis de León escribió para adornar el pór¬
tico de las partituras del organista Francisco Sa¬
linas —reunidas en De Música Libri Septem—,
porque en el voraginoso silencio que anegó la
enfermería le pareció escuchar la dulcísima ar¬
monía de las esferas, sin saber que era una pie¬
dra erizo desmadrando tripas, riñones y todos
los mondongos que arrasaba ruborosa en su es¬
pantada.
—No sabía que mi tío y pariente, el Mar¬
qués de Marchelina, os hubiera ordenado ca¬
ballero templario, donoso Dulcineo —chinchó
con mala idea don Iñigo de Tomares.
El capellán Tortajada era capaz de reco¬
nocer el crujido amelonado de los cráneos al re¬
ventar y hasta el chasquido cascarón de una cris¬
ma a punto de quebrarse, mas ignoraba que el
tañido de un almirez de boticario contra el co¬
lodrillo pelado pudiera sonar como los villan¬
cicos de Alájar. Pero Tortajada era ministro de
Dios, y con talante alobado y feroz apostrofó
así al matador: «Ego te absolvo, cachodiablo, pe¬
ro alárgate ya. ¡Suburbios! ¡Sinagogas!».
130

El caballero Valenzuela no hizo acto de


contrición, aunque sí propósito de enmienda, y
juró solemnemenxe —por Nuestra Señora de la
Cabeza— desagraviar algún día el buen nom¬
bre de su patria y su nación.
—Pero entonces ¿sois, de verdad, Dul-
cineo de Lopera? —le apretó perplejo el «Mu¬
ñones».
—Yo, señor «Muñones», desde ahora soy
de un lugar de Jaén de cuyo nombre no quiero
acordarme.
Y por aquellos tejados, terrazas y azoteas,
huyó un gentilhombre de Jaén. Afuera caía la
primera lluvia de Acuario, helada de constela¬
ciones.
19.

Las lombrices de su hermano tenían un


palmo de largo y el grosor de un guisante, mien¬
tras que los gusanos de los perros eran menu¬
dos y aplanados como pétalos de albihares. De
nada sirvieron las purgas, las ayudas y las san¬
grías cuando ambos linajes de alimañas reboza¬
ron los excrementos de su hermano, porque en
menos de tres meses murió arrasado de fiebres,
diarreas y vomitonas. En el pueblo aseguraban
que había sido la peste, pero él siempre sospe¬
chó de la turba de gusanos que destiló por el
culo cuando su madre recogió el último liquor
mortis en el lebrillo de los partos. Y si la corrup¬
ción fue capaz de cebarse en un niño que jamás
conoció las miserias del siglo y de la carne, ¿por
qué los dientes de Luisa Melgarejo tenían que
estar limpios de neguijones? Gregorio de Utri-
11a enjuagó sus hierros con hinojo en vinagre y
sólo entonces reparó en la enorme muchedum¬
bre que rodeaba a esa beata que se retorcía en el
suelo como una lombriz.
El boticario Diego de Santiago fue quien
le explicó por qué los sapos y las culebras brota¬
ban de las entrañas de la tierra con las primeras
lluvias; cómo de la corrupción de las plantas na-
cía una caterva infinita de sabandijas, y cuáles
eran los cuatro humores del cuerpo que engen¬
draban las lombrices de la barriga y los gusanos
de las muelas, pues la ermitaña de los intesti¬
nos se desenroscaba de la cólera y de la negra
melancolía supuraban los rabiosos neguijones.
Al principio echó de menos a sus padres, los cho¬
pos plateados del río y el soberao donde invo¬
caba sobrecogido el ánima de su hermano; aun¬
que gracias a las historias inauditas del boticario
Santiago muy pronto dejó de pensar en la so¬
leada vega de La Rinconada. ¿Sería verdad que
en la India había árboles cuyas hojas se conver¬
tían en mariposas antes de caer al suelo? ¿Sería
cierto que la materia prolífica del elefante cuan¬
do se congelaba era más cristalina que el ámbar
y el betún germánico? ¿Sería posible forjar es¬
padas de diamante como hacían los japones,
dejando crecer los minerales en sus veneros has¬
ta que alcanzaban la perfección? Utrilla todavía
se recreaba con aquellos prodigios orientales, por¬
que su vida había sido un compendio de llagas,
puses y gusanos.
El fantasma de la pierna del señor inqui¬
sidor lo devolvió a los crudos años sevillanos,
cuando la marcha de don Diego de Santiago a
la farmacia de El Escorial lo traspaló a la jaula
y cárcel de Sevilla, donde se regostaba toda la
escoria del mundo. Además de capellán mayor,
el padre León era confesor y confidente de su
maestro, y por eso le prometió que en cuanto
133

aprendiera bien los latines lo colocaría en casa


del doctor Hidalgo de Agüero, pero el jijuna de
Montesclaros malparió sus estudios de Galeno,
Vesalio y Conrado Gesnero. Para colmo de ma¬
les, el capellán Tortajada jamás se había pro¬
digado en coloquios hasta aquella tarde aciaga
—día de San Anastasio mártir— en que se des¬
calabró la pierna luchando contra los galeotes.
¿Cuántos credos tardó en aserrarla? La plegaria
fervorosa y creciente de la multitud le hizo per¬
der la cuenta de los credos.
Después de ordenar que los sobrevivien¬
tes de la enfermería recibieran doscientos azotes
por las calles de Sevilla, el pomposo Montescla¬
ros resolvió que lo mandaran de barbero y saca-
muelas al hospital de San Francisco del Mon¬
te, desterrándolo para siempre de la medicina
y del futuro que el boticario Santiago le había
aderezado en la consulta del eminente Hidalgo
de Agüero. Los presos que infestaban la enfer¬
mería de la cárcel de Sevilla pertenecían a una
cofradía de criminales que merecía examinarse
de todos los dolores previstos en los tratados de
cirugía, mas los enfermos que llegaban al hos¬
pital de Villaverde del Río eran criaturas hon¬
radas y temerosas de Dios, niños y ancianos a
quienes tuvo que aserrar, malherir y mutilar con
los ojos siempre anegados de lágrimas. ¿Cómo
pudo creer que todas las amputaciones en hom¬
bre vivo serían como la del bragado capellán?
Gregorio de Utrilla escarbó el sarro que se le me-
tía debajo de las uñas y volvió a mirar a Luisa
Melgarejo con inquieta curiosidad. ¿Y si era doc¬
tora mística como fray Luis de Granada, Juan
de Ávila o fray Bernardino de Laredo? Los mon¬
jes más viejos le hablaban a menudo de fray Ber¬
nardino, porque aquel maestro espiritual había
sido confesor y boticario del hospital de Villa-
verde, y así fue como descubrió que la Subida
del monte Sión era en realidad un ascenso místi¬
co por los abismos de dolor que escalaban sus
enfermos, pues la vía contemplativa resplan¬
decía más gracias al fuego del sufrimiento de la
carne. Bendita beata —pensó—, ya que por cada
muela arrancada Dios Nuestro Señor le conce¬
dería una inefable revelación de su inmensa glo¬
ria. Utrilla no quería la gloria de doña Luisa, pe¬
ro deseaba el Purgatorio de sus gusanos.
Nadie había atrapado jamás al inmundo
neguijón. Ni Belonio ni Eliano ni Rondelecio
en los tiempos antiguos, ni Fragoso ni Juan de
Vigo ni Daza Chacón en los tiempos modernos,
aunque todos escribieron sobre aquellas alima¬
ñas engendradas en los fangos de la boca y en
los meollos de las muelas, cuyos mordiscos tras¬
pasaban de dolor y cuya podredumbre era el
principio de la corrupción de nuestros cuerpos.
Y si las semillas podían germinar en las orejas
del hombre —como lo verificó Marcelo Donato
con un hueso de cereza— o el agua de los char¬
cos criar sapos en la barriga —porque Marti-
no Rulando escuchó sus croares desde fuera del
135

vientre—¿cómo impedir el tumulto de gusa¬


nos en los dientes, si la boca era puerta de la po¬
dre, caldo de carroñas y chimenea del horno de
la fábrica del cuerpo? De pronto Luisa Melga¬
rejo se puso de pie y miró desconsolada —qui¬
zá suspensa todavía— al copioso hervidero que
burbujeaba en la esquina de Mantas y Plume-
reros.
El sacamuelas se preguntaba si en Sevilla
o Valladolid una beata como la susodicha doña
Luisa podría tener tanta opinión de santidad
sin ser perseguida por la Inquisición. ¿Acaso él
mismo no había sido denunciado por tratar de
acreditar con la ciencia médica lo que tenían
verificado los doctores de la Iglesia a través de
las Escrituras? El profeta Isaías contempló las
fauces de Satanás encharcadas de lombrices, la
piel del patriarca Job se había cubierto de as¬
querosos gusanos y los neguijones devoraron la
cabeza de Herodes después de roer sus impías
muelas. Sin embargo, los comisarios del Santo
Oficio no quisieron atender tales razones cuan¬
do desenterraron el tropel de muelas, colmillos,
paletas y raigones que había sembrado en ties¬
tos y macetas del hospital de sangre de La Rin¬
conada.
Lector de Plinio, Elanio y Aristóteles, el
maestro Gregorio demostró a los inquisidores
cómo de la simiente corrupta del neguijón ha¬
bían prosperado distintas jerarquías de bicha-
rrangos, aunque tuvo que admitir que los gusa-
nos de las jardineras no eran verdaderos negui¬
jones, porque sus larvas no podían encontrar
en aquellos tiestos —como el semen en el útero
y la salamandra en el fuego— los humores y las
causas finales que les habrían concedido el ser.
Con todo, los señores comisarios no tuvieron
más remedio que acusarlo de hereje y nigroman¬
te, pues el reo había olvidado que el útero no
era menester para el fomento del semen, ya que
la mujer carecía de virtud generativa y la mate¬
ria prolífica del hombre prosperaba en cualquier
vaso que le regalara abrigo, calor, humores grue¬
sos y humedad, tal como lo tenían establecido
Santo Tomás y los eruditos escolásticos. Y así, a
pesar de la aprobación general de su argumen-
tum salamandrae, el sacamuelas fue condenado
a destierro perpetuo y trescientos azotes por los
caseríos de Brenes, Villaverde, Alcalá del Río y
La Rinconada. Don Francisco de Borja y Aragón
—Conde de Mayalde, Comendador de Azuaga
y Príncipe de Esquilache— zarpaba como Vi¬
rrey del Perú en la flota de aquel mismo año y
en su comitiva viajó el maestro Gregorio, ha¬
ciendo su entrada en Lima la víspera de Navi¬
dad de 1615, cinco meses después del ataque
del pirata Spielbergen.
¿Qué habría querido Nuestro Señor al
consentir que al cabo de tantos años se reunie¬
ra de nuevo con el corajinoso capellán? ¿No es¬
taba de Dios que Tortajada reapareciera con¬
vertido en inquisidor cuando estaba a punto de
137

prender al inmundo neguijón? De pronto cesa¬


ron los credos y Luisa Melgarejo avanzó hacia
su silla con la radiante solemnidad de las novias
y los mártires. ¿Debería ofrecerle alguna de sus
sagradas reliquias? En medio de aquel silencio
irrevocable resonaron los poderosos respingos
de Tortajada y Utrilla no se atrevió a sacar la
pierna incorrupta de San Anastasio. El cráneo
de doña Luisa parecía de los quebradizos y el
maestro Gregorio pensó que lo mejor era em¬
pezar descuajando las muelas de abajo. Era abril
y día de San Azades de Persia, eunuco y mártir.
¿Sería un presagio divino?
Alguien entonó un credo y la multitud
le siguió con lúgubre fervor, como un salmo de
tinieblas o unos maitines en vísperas de la bata¬
lla final.
\

20.

La muralla del castillo se recortaba co¬


mo una dentadura desbaratada bajo el cielo lu¬
minoso de Aracena, y después de pasar revista a
las almenas de sus propias encías el «Muñones»
se solazó pensando que su boca también era un
castillo construido sobre la gruta de las maravi¬
llas del cuerpo. El valeroso capellán le había ro¬
gado que sepultara los escombros de su pierna
en la profunda cueva de Polidoro, y hasta allí se
alargó como cristiano agradecido y hombre de
palabra. ¿Cómo pudo aceptar su camarada Li¬
nares la protección del modorro de Montescla-
ros? ¿No fueron suficientes los azotes y el es¬
carnio público? Cuánta razón tenía Huarte de
San Juan cuando columbró que el hombre sa¬
bio y melancólico que al mismo tiempo es seco
y humilde, con las dignidades humedece su tem¬
peramento y se le enfangan las meninges, nau¬
fragando su entendimiento y agusanándose la
almendra del cerebro.
Sin embargo, el «Muñones» reconocía
que el librero Linares era el más ingenioso pro¬
curador de la república de las letras, ya que en
escasos meses se las había apañado para que el
trepante de Lopillo incluyera al Marqués del So-
139

neto en el libro V de La Arcadia, poniendo su


monte bien claro cuando el rústico Frondoso
enumeró a los poetas elegidos para los tiempos
futuros. Y de nuevo se partió de risa, porque los
maravedises del Asistente de Sevilla se habían
estirado con tanta largueza, que incluso alcan¬
zaron para colarle a Lopillo sus propias églogas
y menudencias pastoriles. Los libros y la me¬
lancolía terminarían enloqueciendo a Linares,
pero el «Muñones» también estaba en deuda con
su compañero de galeras, pues en nombre de
Montesclaros le había encargado una Relación
de los sucesos de la cárcel de Sevilla, que le pagó
con liberal generosidad aunque apenas pergeñó
un entremés.
La caricia de los pelos de la muerte le
había devuelto la ilusión de la escritura, mas los
libros que aleteaban en su cabeza ya no trataban
de los amores entre doncellas y pastores, sino de
las comedias ejemplares de la gran novela del
mundo, una invención que deseaba poblar de
personajes con encarnaduras más suculentas, co¬
mo las del ingenioso librero Linares, el indómi¬
to capellán Tortajada y hasta el donoso caballero
de Lopera, cuyos motes, donaires y parangones
tenían tan buenas figuras, galanos encajes y ri¬
sueños propósitos, que le recordaron las virtu¬
des imaginativas dilucidadas por Huarte de San
Juan en su Examen de ingenios. Pero la malicia
era proclive a la milicia y así el gentilhombre de
Jaén podía convertirse en colérico paladín si ar-
día en indignada combustión, como lo demos¬
tró al irrumpir como un Sansón en la enferme¬
ría de la cárcel'de'Sevilla.
Y aunque por su corpulencia y buenas
carnes le correspondía ser compendio de todas
las flemas y humedades que insuflaban torpor
de corazón y desabrimiento de mollera, Torta-
jada también hervía en humores coléricos sin
menoscabo de la memoria y del entendimien¬
to, pues el animoso capellán infería, distinguía
y elegía con opinión de hombre justo y discre¬
to. ¡Qué juez o general más memorable hubiera
sido Tortajada, malogrado para los restos por
ser cura pobre, hombre montuno y caballero
mutilado! El «Muñones» se estremeció al llegar
a ese pensamiento, ya que ni en la guerra con¬
tra los turcos había visto arrostrar con más nue¬
ces la sierra y los aperos de la cirugía.
No obstante, el temperamento del li¬
brero Linares atraía su curiosidad más que nin¬
guno, pues ese color cenizo y verdoso, los cabe¬
llos negros y escasos, sus carnes pocas y ásperas,
aquel ojo encendido y aquellas venas tan gordas
se le antojaban los adornos del melancólico
por adustión; es decir, hirviente y colérico en la
imaginación y más bien frío y seco en el enten¬
dimiento. Si se le enfriaba la melancolía po¬
día ser casto, sumiso, austero y misericordioso;
mas en caso de caldearse mudaría en soberbio,
lujurioso, renegador y vengativo. Al «Muñones»
le obsesionaba ese género de melancolía en per-
141

petua lucha y contienda entre el vicio y la vir¬


tud.
¿Acaso San Pablo —que fue flor de los
gentiles y nata de los apóstoles— no había sido
melancólico por adustión, como lo demostró el
eminente Huarte de San Juan? La santidad que
resplandecía tras el pecado tenía que ser como
la espada que saliendo del fuego era templada
en la nieve: melancólica por adustión. Como
San Agustín, que antes de ser fanal de la teolo¬
gía fue pagano y fornicario. Como Santa María
Egipcíaca, que murió ermitaña después de co¬
nocer más de diez mil varones. O como San
Azades de Persia, alumno de Putifar y hervido
en el aceite del martirio por renegar de su maes¬
tro. Por lo tanto, la misma adustión que con¬
vertía en santidad la melancolía del pecador, al
docto mustio de corazón le podía descoser la
manera de raciocinar. Pero al «Muñones» no lo
desvelaban ni los santos ni los sabios, sino los
necios de Dios y los disparates de la razón. Y en
esas fantasías estaba cuando sintió los tirones de
la cuerda y comprendió que ya era la hora de su¬
bir al niño Gregorio.
El mozuelo escalaba a trompicones, arras¬
trando un embalaje que encontró equivalente
al que tenía que haber enterrado en las hon¬
duras de la cueva, de donde el «Muñones» coli¬
gió que si no era un jamón que le mandaba el
mismísimo Polidoro, el niño de los cojones no
había cumplido con la voluntad del bravio ca-
142

pellán. «¿Por qué me habéis deshonrado así de


malamente, sacamuelas?», quiso saber mientras
le endiñaba el muñón en todos los mocos y un
relámpago metálico brillaba fulgurante en su ma¬
no de matar.
Entre sollozos y gimoteos el niño Gre¬
gorio respondió que el venerable Polidoro en
persona le había concedido licencia para custo¬
diar la pierna de su gran amigo Tortajada —«es¬
pejo de capellanes»— porque llevándola consi¬
go tendrían refrigerio los dolientes, recordaría
mejor el socorro de Dios y empalaría más pronto
al inmundo neguijón. Y que para impedir su
corrupción y aderezarla como reliquia insigáis,
el barbado Polidoro le había forjado una arma¬
dura relumbrante con los metales que germina¬
ban en los veneros de su propia cueva, aunque
todavía les faltaba un siglo para alcanzar la per¬
fección. Y después de hablar así le enseñó un zan¬
carrón verdinegro y maloliente, amarrado a una
bacinilla que hacía las veces de quijote.
El «Muñones» se zurró en los muertos
del embustero y le pronosticó defunción segu¬
ra por haberlo obligado a cabalgar tantas leguas
para faltar a su palabra, soplarle un torrente de
pamplinas y encajarle una bacinica que no va¬
lía ni medio real. Sin embargo, el niño Grego¬
rio se arrojó a sus pies y llorando a pájaros pro¬
clamó que aquélla era la joya más valiosa del
venerable Polidoro —«espejo de ermitaños»—
porque al sacarla adusta de su fragua la había
143

templado en los helados arroyos de agua ben¬


dita que recorrían la cueva, y por lo tanto aquel
quijote destilaba al mismo tiempo el punto de
cólera del acero y el punto de cera de la me¬
lancolía.
—¿Esperáis que me trague semejantes in¬
venciones y desatinos? —preguntó el «Muño¬
nes» conteniéndose la risa.
—Si vuesa merced no me tiene por cuer¬
do, ¿por qué no baja por la cuerda? —contestó
el niño Gregorio rebañándole el muñón con la
mirada.
Y de Aracena regresaron en cordial olor
de amistad, porque después de todo el barbe-
rito no malquería al capellán y el «Muñones»
juzgó que conservar su pierna en trementina
era gloria bendita y homenaje de categoría. Lle¬
gando a La Algaba se dijeron adiós con buenas
palabras y mejores manos, aunque en las entre¬
telas del corazón sabían que jamás se volverían
a encontrar. El «Muñones» contempló la pleni¬
tud amarilla de los jaramagos, reconoció el zu¬
reo tímido de las palomas y aspiró el perfume
intenso del romero, la alhucema y otros hechi¬
zos del camino. La soledad le permitía disfrutar
del esplendor de la vega, y en uno de esos reman¬
sos de eternidad descubrió por qué no quiso des¬
cender a la cueva del apócrifo Polidoro: para que
aquel quijote fuera testimonio andante de la
existencia de los trasmundos y los disparates de
la razón.
144

Cuando el asno del sacamuelas se perdió


para siempre entre los olivos de la vereda de La
Rinconada, al «Muñones» le alegró que Terra¬
jada siguiera cabalgando.
Réplica en marfil de una muela humana. La parte izquierda muestra
un gusano dental devorando a un hombre.
La parte derecha, los tormentos del infierno (c 1870).
Collection Deutsches Medizinhistorisches Museum, Ingolstadt.
21.
\ \

Luisa Melgarejo sabía que el infierno era


el imperio del neguijón, porque durante un rap¬
to había visto la condenación del pirata Spiel-
bergen sumergido hasta el pescuezo en un lago
de boñigas negras, mientras los gusanos de las
muelas le roían la cabeza por toda la eternidad.
Tan odioso era el corsario a los ojos de Dios,
que el Todopoderoso había decidido castigarle
con la misma pena que —según fray Luis de
Granada— padecían Caifás, Herodes y Anás.
Pero ella era la última que había descendido a
los avernos y por lo tanto podía dar fe de que
allí todo era tal como venía en la Guía de peca-
dores, menos en lo tocante al olor, porque el in¬
fierno era una gran muela podrida donde sólo
se respiraba la hedionda corrupción de los dien¬
tes. Y aquella visión la tuvo el mismo día que el
pirata Spielbergen llegó a Lima y Dios quiso que
se quedara suspensa, justo después de escarbarse
los dientes y olerse la uña.
Los arrobos siempre la sobrecogían en
medio de la santa misa, cuando el padre Mar¬
tínez o el padre Álvarez de Paz consagraban la
divina hostia y del propio cuerpo de Cristo bro¬
taban rayos y relámpagos, igual que en los cua-
147

dros y las estampas milagrosas de los santos.


Sin embargo, las revelaciones más turbadoras le
venían al recibir la comunión, y en unas veía
los placeres y recompensas del Cielo y en otras
le mostraban cuánto sufrían las ánimas del Pur¬
gatorio, para que esos mismos dolores la tras¬
pasaran como a Santa Angela de Fulgino. Pero
nada era comparable a la contemplación de la
bendita corte celestial, donde primero le daba
la bienvenida el arcángel San Miguel en nom¬
bre del coro de los ángeles, y luego Santa Ma¬
ría en nombre del coro de las vírgenes, y luego
Abraham en nombre del coro de los patriarcas,
y luego Elias en nombre del coro de los profe¬
tas, y así la iban saludando siempre los más prin¬
cipales de cada coro —de los apóstoles, de los
mártires y de los anacoretas, tal cual el orden de
las Letanías del Santo Rosario— hasta llegar al
coro de los confesores, donde el padre Martí¬
nez y el padre Álvarez de Paz corrían a recibirla
echando grandes rayos, porque Dios le había re¬
velado que ellos también tendrían asiento prin¬
cipal en los coros de la gloria.
Persuadido de la captura del inmundo
neguijón, Gregorio de Utrilla comenzó a rascar
la cera que lacraba el frasco en el que se encur¬
tían todas las naciones de gusanos, ya que des¬
de el martirio de Santa Apolonia nadie se había
dejado arrancar —pieza por pieza— los dientes
y las muelas de la boca. Viendo caminar a Lui¬
sa Melgarejo hacia el altar donde la esperaba su
ajuar de gatillos, lancetas y desearnadores, el ca¬
ballero Valenzuela —gentilhombre de Jaén—
rezó conmovido la novena que aprendió de ni¬
ño, porque sólo a Nuestra Señora de la Cabeza
le constaba que aquellos albihares, maravillas y
espuelas de caballero que la muchedumbre arro¬
jaba a los pies de doña Luisa habían llegado en
sus alforjas desde la villa de Lopera. Y el librero
Linares se distraía recordando qué era lo que de¬
cía Huarte de San Juan respecto del talante de
los santos que al mismo tiempo eran bellacos,
cuando sintió a su vera la voz pedregosa del in¬
quisidor Tortajada: «¿Por fin habéis retomado el
discurso de las letras, contramaestre? Montescla-
ros ya se ha ganado el Cielo tan sólo por haberos
endiñado una patada en todo el culo».
Luisa no les temía a los hierros y tenazas
del sacamuelas, porque ningún dolor de la tie¬
rra podía ser más intenso que los dolores que la
abrasaron el día que bajó a rescatar a las ánimas
benditas. ¡Cuánto sufrimiento y cuántas al¬
mas de vecinos principales reconoció en aque¬
llos trasmundos! Pero quien más desconsolado
estaba era el Marqués de Montesclaros, vestido
de penitente en la misma entrada del Purgatorio,
para implorar la misericordia divina mientras
los diablos lo azotaban y se reían de su vanidad,
porque el Parnaso era un abismo de fuego, excre¬
mentos y gusanos. Como Santa Ángela de Ful-
gino, Luisa ayudó a salir a las ánimas que en Li¬
ma tenían deudos devotos y piadosos, mas no
149

pudo interceder por el señor Virrey, ya que Cris¬


to Nuestro Señor le reveló que deseaba ponerlo
a prueba antes de que su alma se agusanara como
una muela.
El librero Linares sintió que la combus¬
tión de la cólera le destemplaba la melancolía.
¿Cómo se atrevía el señor inquisidor a poner en
duda los fundamentos del arte de la guerra que
había aprendido en los anales que Polibio, Tucí-
dides y Jenofonte dejaron para los estrategas de
los tiempos venideros? Los meteoros de niebla le
permitieron a Octaviano triunfar en Actium, a
los cartagineses tomar Tarento, y a Temístocles
cubrirse de gloria en Salamina. Su ardid de ti¬
nieblas y brumazones era compendio de los más
grandes combates navales de la antigüedad y su
victoria habría sido del todo memorable, de no
ser por un anónimo hideputa que desoyó sus ór¬
denes y disparó la culebrina contra la nao del so¬
brino del Marqués de Montesclaros. La niebla
era tan densa que ni siquiera desde el puente pu¬
do ver al malhechor, aunque confiaba haberle
dado boleto cuando pegó un mosquetazo al bul¬
to que gritaba «¡Por Lopera y por Santiago!».
Luisa detuvo su paso y miró cariaconte¬
cida a la multitud que rezaba por sus muelas, sus
dolores y sus gusanos. Lo más granado del rei¬
no se había reunido en aquella esquina como en
las procesiones del Santísimo —Virrey, oidores,
arzobispo, regidores perpetuos y oficiales rea¬
les—, aunque su premio más grande era la pre-
150

senda de todos ellos: el fraile de Amarante, que


multiplicaba los peces como Cristo Nuestro Se¬
ñor; fray Juan Gómez, que convertía a los ani¬
males rastreros en alhajas; el continente padre
Urraca, a quien Dios había consentido atrave¬
sar los muros para dejar atrás a las diablesas que
lo perseguían con los pechos desnudos; el mé¬
dico Juan del Castillo, maestro espiritual y sa-
cador de ánimas del Purgatorio; el mulato her¬
mano Martín, a quien habían visto elevarse por
los aires mientras rezaba suspenso; el venerable
Juan Sebastián, martillo de satanases y espejo de
santidad de la Compañía de Jesús, y el seráfico
padre Cabanillas, que nadie sabía lo que hacía
porque era público y notorio que Dios no que¬
ría que nadie lo supiera. Sin embargo, su gloria
habría sido absoluta si ella también se hubiera
alargado hasta la esquina de Mantas y Plumere-
ros. Luisa entornó los ojos y de pronto la vio.
«¿Y vuestro amigo, el ingenioso hidalgo
del muñón? —insistió Tortajada, desmoronan¬
do las sílabas como un alud asmático—. Cago
en Dios, ¡otro cabronazo!». Pero al librero Li¬
nares no le molestaba que el «Muñones» hubie¬
ra barrido para su pueblo, como refunfuñaba el
inquisidor al límite de la asfixia. Lo que le her¬
vía la cólera y le adustaba la melancolía era lo
malagracia que le había salido el «Muñones»,
pues ni siquiera el afrentoso ridículo de su ar¬
mada fue agravio suficiente para que Montescla-
ros le negara su confianza. No, los culpables de
151

su desgracia eran solamente dos. Primero el


«Muñones», porque después de toda la hacien¬
da graciosamente invertida en su libro, el man¬
co de los cojones no quiso citar por su nombre
al dadivoso Virrey poeta. Cuando el contra¬
maestre Linares arribó derrotado al puerto del
Callao, Montesclaros lo esperaba con un ejem¬
plar de la flamante edición del Viaje del Par¬
naso hecho un gurruño nervioso entre sus ma¬
nos, echando pestes por la boca y zurrándose
en todas las muelas de la cofradía de los poetas.
¿Por qué el «Muñones» no le había dado cuar¬
telillo a su señor, aunque sólo hubiera sido entre
la hojarasca y calderilla de la poesía? Para col¬
mo de males, aquel Viaje del Parnaso era un
florilegio de mindundis y poetones que al libre¬
ro apenas le sonaban. Linares trató de adjudi¬
carle a Montesclaros una de las estrofas sin
dueño —Arbolóle un Marqués, que el propio
Marte / su briosa presencia representa / natural¬
mente, sin industria y arte; /poeta celebérrimo y
de cuenta, /por quien y en quien Apolo soberano /
su gloria y gusto y su valor aumenta—, pero el
Virrey le respondió fulminante que su nombre
era don Juan de Mendoza y Luna, Marqués de
Montesclaros, y que no volvería a tratar nunca
más ni con tuertos, ni con mancos, ni con nin¬
guno de los linajes de inválidos de la república
de los machucados. Linares se refregó la lengua
rasposa sobre las llagas de su boca y la melanco¬
lía se le enfrió al pensar que a nadie le constaría
ese nuevo descalabro del discurso de las armas
a manos del discurso de las letras, aunque una
chispa de venganza reverberó en su ojo sano al
ver a la segunda culpable de su desgracia a punto
de perder todas sus muelas.
El corazón de Luisa Melgarejo latió más
aprisa cuando descubrió su triste figura confun¬
dida entre la multitud. Esos hábitos sin nombre
se le antojaron indignos de una sierva de Dios
Nuestro Señor, su ciencia infusa una retahila de
fingimientos recalentados y aquella corona de es¬
pinas más falsa que el yelmo de Mambrino. Pe¬
ro a pesar de todo, quien más se azotaba era ella,
quien hacía sangrar los cuadros era ella y a quien
tenían los confesores por más santa era a ella. En
casa del contador Gonzalo de la Maza había cu¬
rado el apostema purulento de una criada tra¬
gándose la corrupción de aquel tumor rebozado
de gusanos, y por todo Lima se decía que llevaba
una sortija invisible que el mismo Cristo Nues¬
tro Señor le había regalado, como prueba de su
boda en el trasmundo y para convalidar los teo¬
remas infalibles de la fe. Por eso había decidido
que le arrancaran todas las muelas, para que na¬
die pusiera en entredicho los grandes favores que
ella también recibía del Cielo.
Contando indios y negros, el caballero
Valenzuela —gentilhombre de Jaén— calculó
que habría dos millares de fieles acompañando
a la beata y volvió a rezar su novena con amor
de corazón, porque las romerías de la villa de Lo-
153

pera le parecían todavía más copiosas y con ma¬


yor concurso de creyentes. Cuando Luisa Mel¬
garejo llegó a la silla del sacamuelas —esa silla
que dentro de unas horas sería trono y reliquia
consagrada a Nuestra Señora del Mayor Do¬
lor—, el maestro Gregorio se arrodilló para ex¬
presar su respeto y terminar de esconder la urna
de la pierna incorrupta de San Anastasio mártir.
El librero Linares observó la escena y se lamentó
—adusto y melancólico— de que le hubiera to¬
cado vivir en esa época donde los arrobos y reve¬
laciones de los mentecatos tenían más crédito
y fundamento que los libros y las lecturas. El
«Muñones» de los cojones lo había columbrado
muy bien, y en el fondo reconoció que podía ha¬
ber sido peor. Encima de loco, templario, pen¬
só. Los rugidos de Tortajada se oyeron casi tan
fuertes como los credos de la plebe:
—¡Cago en Dios! ¿Y qué suburbios ha¬
go yo encima de un asno, escupiendo refranes
como sinagogas?
—¿Y a mí, vuesa merced? ¿Y a mí cómo
me ha puesto ese manco cabrón? —gritó más al¬
to el librero.
—Tú estás clavado, Linares, tú estás cla¬
vado.
Luisa Melgarejo se colocó junto a la silla
y miró traspuesta y desafiante al populacho.
Acosada por el brillo de aquellos ojos irisados
de revelaciones, la multitud guardó un silencio
reverente y durante unos segundos intermina-
bles sólo trascendieron los graznidos de los galli¬
nazos y el vuelo de las moscas carroñeras. Ha¬
bía más fieles que en los funerales del padre So¬
lano y el tumulto era mucho mayor que el día
que se arrobó en la Plaza Mayor, después de re¬
conocer la pestilencia del neguijón en el dedo de
la señal de la cruz. Entonces preguntó a gritos
quién no la creía capaz de dejarse arrancar todas
las muelas, y en el silencio afelpado trascendie¬
ron de nuevo las moscas y los gallinazos. ¿Na¬
die dudaba de su sacrificio en nombre de Dios
Nuestro Señor?, volvió a preguntar.
Luisa repasó los rostros demudados de
aquella turba devota que asentía con susurros,
con los ojos, con meneos y con todas las mue¬
las de sus roídas dentaduras, hasta que su mira¬
da se cruzó con la de ella, que también admitía
su triunfo aleteando unas brasas exhaustas des¬
de la oscuridad inquietante de sus cuencas. Ni
siquiera ella, la Rosa —la hija beata del arcabu¬
cero Gaspar Flores—, había dudado del mar¬
tirio de sus encías, de la oblación de sus dien¬
tes y del holocausto de sus muelas. «Si estáis
plenamente convencidos de que puedo dejar¬
me arrancar todas las muelas —proclamó arra¬
sada de lágrimas—, entonces a Dios Nuestro
Señor no le hace falta que me arranquen nin¬
guna».
Corría el vigésimo segundo día de los
que traía el mes de abril de mil seiscientos dieci¬
séis —festividad de San Azades de Persia, eunu-
155

co y mártir— y todos regresaron a sus casas dan¬


do gracias al Todopoderoso, porque tenía razón
San Pablo cuando dejó asentado que hasta la
necedad de Dios es más sabia que la sabiduría
de los hombres.
\ \
La biblioteca del Neguijón

Los libros y autores citados por los perso¬


najes de esta novela no forman parte de la fic¬
ción. Ni siquiera las referencias a sus contenidos.
No obstante, debo reconocer que el Libro del te¬
soro y el candado de los Pobres Caballeros de Cristo
y del Templo de Salomón sí es apócrifo, porque
—como todo el mundo sabe— la literatura tem¬
plaría es un capricho del siglo XXI y simplemente
no existió durante los siglos XVI y XVII.
La biblioteca del Neguijón es un inven¬
tario de la cultura y la erudición del Siglo de
Oro, un siglo de viajes y descubrimientos, pero
también de disparates y supersticiones. Alonso
Quijano enloqueció por leer libros de caballe¬
rías, aunque habría terminado igual de loco si
hubiera leído tratados de mística o de medi¬
cina.
Neguijón es un recorrido imaginario por
España y América en los tiempos del Quijote,
porque me hacía ilusión sugerir que la maripo¬
sa hispanoamericana del realismo mágico algu¬
na vez fue un gusano barroco español.
158

ABULCASIS, ÁZARAGI: Metodus medendi. Tradu¬


cido del latín por Gerardo Cremonense.
Argentorato, 1532.
ÁCOSTA, Joseph DE: De promulgando evangelio
apvd barbaros, sive de procuranda Indorvm
salvte. Libri sex. Lvgdvni, 1670.
Alaba y Viamont, Diego de*. El perfecto Capi¬
tán, instruido en la disciplina militar, y nueua
ciencia de la Artillería. Madrid, viuda de Ma¬
drigal, 1590.
Angela DE FüLGINO, Santa: Libro de la bie¬
naventurada Santa Angela de Fulgino, en la
qual se nos muestra la verdadera carrera para
seguir las pisadas de Nuestro Señor Jesuchris-
to. Toledo, por ruego del Cardenal Cisne-
ros, 1510.
ÁNGELES, FRAY Juan DE: Diálogos de la conquis¬
ta del espiritual y secreto Reyno de Dios, que
según el Santo Evangelio está dentro de noso¬
tros mismos. Madrid, viuda de Madrigal,
1595.
ANÓNIMO: El baladro del sabio Merlín. Sevilla,
Juan Cromberger, 1535.
Aquapendente, Hieronymus Fabricius AB:
De visione, voce, auditu. Padua, 1575.
ÁVILA, Juan DE: Primera Parte del Epistolario
Espiritual, para todos estados. Madrid, Co-
sin, 1578.
BALBUENA, BERNARDO: Grandeza Mexicana.
México, Melchor de Ocharte, 1604.
159

CANO, Melchor: Relectio de Paenitentia. Sala¬


manca, Andreas Portonaris, 1555.
Capüa, Raimundo de: La vida de la bien auen-
turada Sancta Caterina de Siena. Alcalá de
Henares, en casa de Arnao Guillén, 1511.
Carranza, Gerónimo de: Philosophía de las
armas y de su destreza. Sanlúcar de Barra-
meda, en casa del mesmo autor, 1569.
Castanega, fray Martín DE: Tratado muy so-
til y bien fundado de las supersticiones y he-
chizeríasy vanos conjuros. Logroño, en casa
de Miguel de Eguía, 1529.
Cerda, Fray Juan de la: Libro intitulado,
Vida política de todos los estados de mugeres
en cinco Tratados. El primero es del estado de
las Donzellas. El segundo de las Monjas. El
tercero de las Casadas. El quarto de las Elu¬
das. En Alcalá de Henares, en casa de Juan
Gracián, 1599.
Cervantes, Miguel de: El ingenioso hidalgo
don Quixote de la Mancha. En Madrid, en
casa de Juan de la Cuesta, 1605.
— Viage del Parnaso. En Madrid, por la viuda
de Alonso Martín, 1614.
ClEZA DE León, Pedro DE: Parte primera de la
Chrónica del Perú. Que tracta la demarca¬
ción de sus prouincias: la descripción dellas.
Las fundaciones de las nueuas ciudades. Los
ritos y costumbres de los yndios. Y otras cosas
estrañas dignas de ser sabidas. Sevilla, en casa
de Martín Montesdoca, 1553.
160

CIRUELO, fray Pedro: Reprouación de las supers¬


ticiones y hechizerías. Libro muy útil y necesa¬
rio a todos los buenos cristianos. Impreso en
Salamanca por Pedro de Castro, 1539.
Córdoba, Martín de: jardín de las nobles
donzellas. Impresa por Juan de Burgos en
Valladolid, 1500.
CÓZAR, LORENZO DE: Dialogas veros medicinae
fontes indicans. Apud Petrum Patricum, Va-
lentiae, 1589.
Daza Cfíacón, Dionisio: La práctica y theórica
de cirvgía en romance y en latín. En Vallado-
lid, herederos de Sanctodomingo, 1595.
DÍAZ, Francisco: Tratado nuevamente impresso
de todas las enfermedades de los Riñones, Vexi-
gay carnosidades de la verga, y vrina. Impreso
en Madrid por Francisco Sánchez, 1588.
ECHAVE, BALTHASAR DE: Discvursos de la anti¬
vedad de la Lengua Cántabra Bascongada.
México, Henrico Martínez, 1607.
Epifanio, San: Sancti Patris Nostris Epiphanii
Episcopi Constantiae Cypri ad Physiologum.
Gongali Ponce de León Hispalensis. Roma,
Zannettum & RufFinellum, 1587.
ERASMO, DESIDERIO: Enquiridio o manual del
cauallero Christiano compuesto primero en
latín. Impreso en Zaragoza, 1528.
— Preparación y aparejo para bien morir. Am-
beres, en casa de Martín Nució, 1555.
ESCALANTE, BernardinO: Discurso de la nave¬
gación que los Portugueses hazen a los Reinos
161

y prouincias de Oriente, y de la noticia que se


tiene de las grandezas del Reino de la China.
En Sevilla, en casa de la viuda de Alonso
Escribano, 1577.
— Diálogos del arte militar. Sevilla, en casa de
Andrea Pescioni, 1583.
Esteve, Pedro Jaime: Hippocratis coi medico-
rum omnium principis epidemion. Valen-
tiae, Ioannes Mey, 1551.
FareAn, fray Agustín DE: Tractado breue de
chirurgia y del conocimiento y cvra de algunas
enfermedades que en esta tierra más comun¬
mente suelen aver. México, Antonio Ricar-
dus, 1579.
Farfán, fray Francisco de: Tres libros contra
el pecado de la simple fornicación, donde se
averigua que la torpeza entre solteros es pecado
mortal, según ley diuina, natural y humana, y
se responde a los engaños de los que dizen que
no especcado. Salamanca, herederos de Ma-
thías Gast, 1585.
Fernández de Enciso, Martín: Summa de
Geographla que trata de todas las partidas e
prouincias del mundo: en especial de las In¬
dias, e trata largamente del arte del marear,
juntamente con la espera en romance: con el
regimiento del sol. En Sevilla, por Jacobo
Cromberger, 1519.
Fernández de Oviedo, Gonzalo: La histo¬
ria general de las Indias. Fin de la primera
parte de la general y natural historia de las
162

indias, yslas y tierra firme del mar océano. Se¬


villa, Juan Cromberger, 1 535'.
FRAGOSO, JUAN: Cirugía Vniversal. Madrid, Gó¬
mez, 1581.
Galeno, Claudio: Therapévtica. Méthodo de
Galeno en lo que toca a cirvrgia. Recopilada
de varios libros suyos y nuevamente traduzida
en Romance por Hyerónimo Murillo. En Za¬
ragoza, en casa de la viuda de Bartholomé
de Nágera, 1572.
GALLOMO, ANTONIO: De Sanctorum martyrum
cruciatibus. Roma, Antonio Tempesta, 1591.
González de Critana, fray Juan: El perfecto
cristiano. Valladolid, 1603.
González de Mendoza, fray Juan: Historia
de las cosas más notablesy ritos y costumbres
del gran reyno de la China, sabidos assí por
los libros de los mesmos chinos, como por Reli¬
giosos y otras personas que an estado en el di¬
cho Reyno. En Roma, a costa de Bartholo¬
mé Grassi, 1585.
GRANADA, fray Luis DE: Libro de la Oración y
Meditación. En Salamanca, en casa de An¬
drea de Portonaris, 1554.
— Libro llamado Guía de peccadores en el qual
se enseña todo lo que el Christiano deue ha-
zer, dende el principio de su Conuersión has¬
ta elfin de la Perfection. En Lisboa, en casa
de Ioannes de Blauio de Colonia, 1556.
— Introducción del Symbolo de la Fe. Salaman¬
ca, herederos de Mathías Gast, 1583.
163

Grillandus, PáULUS: Tractatus de Hereticis et


Sortilegiis. Lyons, 1547.
Hidalgo de Agüero, Bartholomé: Thesoro
de la verdadera cirugía y vía particular con¬
tra la común. Sevilla, en casa de Francisco
Pérez, 1604.
Huarte DE San Juan, JUAN: Examen de inge¬
nios para las ciencias. Baeza, en casa de Juan
Bautista de Montoya, 1575.
Landulfo DE SAJONIA: Uita Cristi Cartuxano
romaneado porfray Ambrosio de Montesinos,
en Alcalá de Henares, 1502.
Laredo, Bernardino DE: Subida del Mon¬
te Sión por vía contemplativa. Compilado
en un convento de frayles menores. En Se¬
villa, en la oficina de Juan Cromberger,
1535.
León, FRAY LUIS DE: La perfecta casada. Sala¬
manca, en casa de Juan Fernández, 1583.
LONDOÑO, SANCHO DE: Discurso sobre la forma
de reduzir la disciplina militar a mejor y an¬
tiguo estado. En Bruselas, en casa de Roger
Velpius, 1589.
López de Gómara, Francisco: La Historia de
las Indias y conquista de México. En Zarago¬
za, en casa de Agustín Millán, 1552.
Malón de Chaide, fray Pedro: Libro de la
conversión de la Madalena, en que se esponen
los tres estados que tvvo de pecadora, de peni¬
tente i de gracia. En Barcelona, en casa de
Hubert Gotard, 1588.
164

Maquiavelo, Nicolás: Los Discursos. En Me¬


dina del Campo por Guillermo de Millis,
1555. x x •
MARTÍNEZ, Francisco: Coloquio breve y com¬
pendioso. Sobre la materia de la dentadura
y marauillosa obra de la boca. Con muchos
remedios y auisos necessarios y la orden de
curar y adregar los dientes. En Valladolid,
1557.
MARTÍNEZ, HenricO: Repertorio de los tiempos y
Historia Natural desta nueva España. Méxi¬
co, en la imprenta del mesmo autor, 1606.
Martínez de Leyya, Miguel: Arte de sacar
dientes y muelas. Madrid, 1597.
Mártir de Anglería, Pedro: De orbe novo
decades. Cura & diligentia Antonii Nebris-
sensis. Alcalá, 1516.
MENESES, FRAY FELIPE: Luz del alma christiana
contra la ceguedad y ygnorancia en lo que
pertenece a la fe y ley de Dios y de la yglesia.
Sevilla, Martín de Montesdoca, 1555.
Mercado, Luis de: Institutiones Chirvrgicae
ivssv regio factaepro chirvrgis in prexi exami¬
nando. Matriti, Sánchez, 1594.
MexÍA, FRAY VICENTE: Saludable instrucción del
estado del matrimonio. Córdoba, Juan Bau¬
tista Escudero, 15 66.
MONARDES, NICOLÁS: Primera y segunda y ter¬
cera parte de la Historia Medicinal de las
cosas que se traen de nuestras Indias Occiden¬
tales que siruen de Medicina. Tratado de la
165

Piedra Bazaary de la yema Escuergonera. Diá¬


logo de las grandezas del Hierro, y de sus vir¬
tudes medicinales. Tratado de la nieve y de
beuer frío. En Sevilla, Alonso de Escribano,
1574.
Montaña de Montserrate, Bernardino:
Libro de la Anathomía del Hombre. Muy
útil y necessario a los médicos y cirujanos que
quieren ser perfectos en su arte. En el qual li¬
bro se trata de la fábrica y compostura del
hombre, y de la manera como se engendra y
nasce, y de las caussas porque nescessariamen-
te muere. Valladolid, en casa de Sebastián
Martínez, 1551.
Núñez Cabeza de Vaca, Alvar: La relación
que dio Aluar núñez cauega de vaca de lo
acaescido en las Indias en la armada donde
yua por gouernador Phánphilo de narbáez.
Zamora, en casa de Agustín de Paz y Juan
Picardo, 1542.
Oré, fray Luis Gerónimo de: Relación de la
vida y milagros del venerable padre Fr. Fran¬
cisco Solano de la Orden de San Francisco.
Madrid, Melchor García, 1613.
Pacheco de Narváez, Luis: Libro de las gran¬
dezas de la espada, en qve se declaran mvchos
secretos del que compuso el comendador Geró¬
nimo Carranga. En el qual cada uno se podrá
licionar y deprender a solas, sin tener necesi¬
dad de Maestro, etc. En Madrid, herederos
de Juan Iñiguez de Lequerica, 1600.
166

PARÉ, Ambroise: Dix livres de la Chirurgie avec


le magasin des instruments nécessaires a icelle.
París, 1564. \
— Des Monstres et Prodiges. París, 1573.
PÉREZ, Antonio: Svmmay examen de Chirvr-
giay de lo más necessario que en ella se contie¬
ne, con breues expusiciones de algunas senten¬
cias de Hipócrates y Galeno. Madrid, Pierres
Cosin, 1568.
Pérez de Herrera, Cristóbal: Discursos del
amparo de los legítimos pobres y reducción de
los fingidos, y de la fundación y principio de los
Albergues destos reynos y amparo de la milicia
dellos. En Madrid, Luis Sánchez, 1598.
PlAMONTÉS, ALEJO: Libro de los secretos. Zara¬
goza, viuda de Nágera, 1563.
Porta, Juan Bautista de la: Magia Naturalis
sive de miraculis rerum naturalium. Nápo-
les, 1558.
Ribadeneyra, FRAY Marcelo DE: Historia de
las islas del Archipiélago y reynos de la gran
China, Tartaria., Cvchinchina., Malaca, Sian,
Camboxa y Iapón. En Roma, impresa por
Nicolás Mucio, 1599.
RÍO, Martín DEL: Disquisitionum Magicarvm.
Lovaina, Gerardo Rivio, 1599.
Román, Francisco: Tratado de la esgrima con
figuras. En Sevilla, por Bartolomé Pérez,
1532.
Salinas, Francisco: De Música libri Septem.,
in quibus eins doctrinae veritas tamquae ad
167

Harmoniam, quam quae ad Rythmun perti-


nent. Salamanca, Mathias Gastius, 1577.
Santiago, Diego de: Arte separatoria y modo
de apartar todos los licores que se sacan por
vía de destilación: para que las medicinas
obren con mayor virtud y presteza. Sevilla,
Francisco Pérez y Diego de Cabrera, 1598.
TORQUEMADA, Juan DE: Los veinte y un libros
Rituales y Monarchía Yndiana, con el origen
y guerras de las Yndias Occidentales. Sevilla,
Mathias Clavijo, 1615.
VALDÉS, ALFONSO DE: Diálogo de Mercurio y
Carón: en qve allende de mvchas cosas gracio¬
sas y de buena doctrina: se cuenta lo que ha
acaescido en la guerra desde el año de mil y
Quinientos y veynte y vno, hasta los desafíos
de los Reyes de Francia e Ynglaterra hechos al
Emperador en el año de MDXXII. Nápoles,
1527.
ValVERDE DE FIamusco, JUAN: Historia de la
composición del cuerpo humano. Roma, An¬
tonio Salamanca y Antonio Lafrerij, 1557.
Vega y Carpió, Lope de: Arcadia, prosas y ver¬
sos. Madrid, 1598.
— La Hermosvra de Angélica, con otras diversas
Rimas. Madrid, en la imprenta de Pedro Ma¬
drigal, 1602.
VELÁSQUEZ, ANDRÉS: Libro de la Melancholía,
en el qual se trata de la naturaleza desta enfer¬
medad. En Sevilla, Hernando Díaz, 1585.
168

VENEGAS, Alejo: Agonía y tránsito de la muer¬


te, con los auisos y consuelos que acerca della
sonprouechosos. En Toledo, Juan de Ayala,
1538.
VESALIUS, ANDREAS: De humanis corporis fabri¬
ca. Libra Septum. Basilea, 1543.
VlGO, JUAN DE: Libro o Práctica en Cirugía.
Toledo, en casa de Fernando de Santa Ca-
thalina, 1548.
Villegas, fray Alonso De: Primera parte del
Flos Sanctorum. Toledo, Diego de Ayala,
1578.
— Fructus Sanctorum. Cuenca, Masselin, 1594.
VIVES, Juan Luis: Libro llamado Instrucción de
la muger christiana. El qual contiene cómo se
ha de criar vna virgen hasta casarla: y después
de casada cómo ha de regir su casa: e vivir
prósperamente con su marido. E si fuera biu-
da lo que es tenida a hazer. En Valencia, por
Jorge Costilla, 1528.
XEREZ, FRANCISCO DE: Verdadera relación de la
conquista del Perú eprouincia del Cuzco, lla¬
mada la nueua Castilla. Sevilla, Bartolomé
Pérez, 1534.
ZARATE, AGUSTÍN DE: Historia del descubri¬
miento y conquista del Perú, con las cosas na¬
turales que señaladamente allí se hallan, y los
sucessos que ha auido. Amberes, en casa de
Martín Nució, 1555.
Neguijón, tomas reales

El manuscrito de la Historia del Nuevo


Mundo del jesuíta Bernabé Cobo está fechado
en 1653 y permaneció inédito hasta su primera
edición en 1890. En todo el texto no hay ni una
sola alusión a su Lopera natal, acaso por culpa
de otro loperano —fray Francisco de la Cruz—,
primer endemoniado condenado a la hoguera
por la Inquisición de Lima.
Además de poeta innecesario, don Juan
de Mendoza y Luna, Marqués de Montescla-
ros, fue Asistente de Sevilla, Virrey de México
y Virrey del Perú. Promovió el Quijote en las
colonias hispanoamericanas, pero Cervantes ja¬
más le dedicó una sola línea. Lope de Vega le
dio más hosanna.
Según los Catálogos de Pasajeros a Indias,
Gregorio de Utrilla pasó al Perú como barbero
y cirujano del Príncipe de Esquilache y en 1621
se querelló contra el Virrey reclamando sus ho¬
norarios atrasados. Fundó una dinastía de saca-
muelas limeños —Pedro Utrilla «El Viejo», Pe¬
dro Utrilla «El Mozo», Jerónimo de Utrilla y
Miguel de Utrilla—, todos ridiculizados por el
poeta satírico Juan del Valle y Caviedes en su
Diente del Parnaso.
170

Aunque era esposa del rector de la Uni¬


versidad de San Marcos, Luisa Melgarejo era más
conocida por la unánime opinión de santidad
que aureoló su vida hasta que la Inquisición de
Lima la condenó por alumbrada en 1622. Fue
testigo esencial en los procesos de beatificación
de San Francisco Solano y de la hija del arcabu¬
cero Gaspar Flores —Santa Rosa de Lima—, en
cuyos funerales tuvo fulgurantes revelaciones.
Reapareció como notaria de lo maravilloso en
los procesos de beatificación de San Martín de
Porras y de los jesuítas Diego Martínez y Juan
Sebastián Parra. Falleció en 1649 después de una
vida empeñada en subir a los altares, por culpa
del gusanillo de la santidad.

F.I.C.
San José de La Rinconada, enero de 2005
\
Este libro
se terminó de imprimir
en los talleres gráficos
de Metrocolor S. A.
Los Gorriones 350, Lima 9, Perú
en el mes de mayo de 2005
. -

\ '
Un milagro informal
FERNANDO IWASAKI

«Iwasaki ha tenido la generosidad de regalarnos una vez


más su maestría literaria, su magia verbal, su fino sarcasmo
www.aifaguara.com

trufado de melancolía y su compromiso indiscutible


con la literatura de altos vuelos.»
FERNANDO ROYUELA
»

\ V
Otros títulos
publicados en esta colección:

La noche de Morgana
Jorge Eduardo Benavides

El inútil de la familia
Jorge Edwards

Mirar sin verte


Osvaldo Cattone

Maldita ternura
Beto Ortiz

Las jerarquías de la noche


Francisco Tumi

Pudor
Santiago Roncagliolo

El turno del escriba


Graciela Montes y Eva Wolf

Fragilidad
Pablo Illanes

El materialismo histérico
Xavier Velasco
San Mateo Put>1
>
ic Library
aniai lili III IIIII IIIII \
iifMim-'
Ti i ii mu iiiii mi n mui ■■ ■■■■■■ •
l ii ||
n
\t 3 9047 07418845^^1

«Me hacía ilusión sugerir que la mariposa


hispanoamericana del realismo mágico
alguna vez fue un gusano barroco español.»

FERNANDO IWASAKI

Tal como los alquimistas medievales se


obsesionaron con la piedra filosofal, un
sacamuelas sevillano, que llega hasta el
virreinato peruano huyendo de la Inquisición,
se afana en la búsqueda del gusano de los
dientes que taladra las muelas y anida en las
encías, precipitando la corrupción del cuerpo
y flagelando a los cristianos con una espina
del dolor de la Pasión, porque el imperio
español de los siglos xvi y xvn era también
el imperio del dolor. El imperio del neguijón.

Neguijón es un inventario de la cultura


y la erudición del Siglo de Oro, un siglo
de viajes y descubrimientos, aunque al
mismo tiempo un siglo de disparates
y supersticiones.

Si Cervantes demostró que Alonso Quijano


enloqueció por leer libros de caballerías,
Fernando Iwasaki nos demuestra que habría
terminado igual de loco si hubiera leído
tratados de medicina, crónicas de Indias
o vidas de santos.

También podría gustarte