Tema 1
Tema 1
Tema 1
1
Este apartado es un resumen del epígrafe “¿Dónde estamos ahora? Modelos de relación entre
Religión y Estado”, R. Palomino, Manual Breve de Derecho Eclesiástico del Estado, 8ª Ed., UCM,
2020, pp. 13-19.
1
3.- Estados aconfesionales: Se trata de aquellos países en los que la Constitución u
otro texto fundamental declaran que el Estado no tiene una religión oficial y que, por
tanto, la realidad del Estado (en su definición y en su actuación) se despliega sin una
identidad religiosa o sin apoyo institucional a una religión concreta. Este es el caso de
España. Pero afirmar simplemente que un país no tiene religión oficial es decir “lo que
no es”, y queda un amplio margen a una actuación bien diversa de los poderes públicos
en lo que a las religiones se refiere. De ahí que sea necesaria alguna matización ulterior
que ayude a identificar, en el caso del Estado aconfesional, el tipo de relación entre
Estado y Religión.
4.- Estados separatistas: Un sistema de separación supone la “radical disociación o
ignorancia entre las confesiones religiosas y el Estado, de modo que, en el fondo, se
produce un desconocimiento del hecho religioso como factor social específico y, por
tanto, un sometimiento de las confesiones religiosas y de sus entidades al Derecho
estatal”. Es usual clasificar a Estados Unidos de América como Estado separatista. Esta
separación se manifiesta particularmente en el campo económico: la interdicción de la
ayuda o de la financiación del Estado a los grupos religiosos es prácticamente total, al
menos en teoría; también la prohibición de la oración en la escuela de titularidad estatal
sería un indicio del sistema. Sin embargo, tal declaración de principios resulta
compatible con el hecho de que —como se ha demostrado— el tratamiento otorgado
por el Derecho estatal en el sistema estadounidense pueda resultar igual o más
favorable a los grupos religiosos, que el dispensado por el Derecho de países
aparentemente más benevolentes hacia el hecho religioso.
Igualmente se entiende que Francia está comprendida en esta clasificación. La
Constitución francesa define al Estado como una “República laica”. Y ciertamente a lo
largo de la historia de nuestro vecino país se ha ido no solo desplegando jurídicamente
una fuerte separación entre el Estado y la Religion, sino también la formulación de una
ideología de Estado aséptico respecto de la influencia religiosa.
Pero es igualmente cierto que las soluciones prácticas y las instituciones concretas
(por ejemplo, Francia tiene firmados con la Santa Sede hasta 20 acuerdos de diverso
tipo, el Gobierno francés ha buscado y conseguido en parte regular sus relaciones con
el Islam) ponen de manifiesto una cierta relación y no un total aislamiento.
5.- Estados coordinacionistas: En este caso, se entiende que para la mejor solución
de asuntos que atañen a las religiones, respecto de los cuales el Estado tiene también
un interés (piénsese por ejemplo en el patrimonio cultural perteneciente a grupos
religiosos, o bien en la efectiva observancia de las implicaciones prácticas de la libertad
religiosa de los ciudadanos), es importante la coordinación y el acuerdo entre las
autoridades estatales y los líderes religiosos. De ahí la existencia —en países como
España, Italia, Portugal o Alemania— de acuerdos y convenios bilaterales, que se
alcanzan en virtud de fundamentos jurídicos variados y con formas de expresión
también diversas entre sí. Los sistemas coordinacionista optan por un “derecho bilateral
2
y especial”. Es decir, un derecho que se pacta o acuerda entre los interlocutores
interesados (el Estado y el grupo religioso de que se trate) y que regula unos supuestos
específicos (cuestiones religiosas o conexas de interés compartido) que constituyen un
elemento particular dentro del marco más amplio del derecho común.
El sistema coordinacionista goza en teoría de una mayor capacidad de adaptación a
problemas concretos. El inconveniente que presenta, a juicio de algún sector de la
doctrina, es la consagración de niveles distintos de relación entre el Estado y los grupos
religiosos. En efecto, los acuerdos y convenios son más frecuentes con grupos que gozan
de una cierta representatividad numérica en un país, mientras que grupos con menor
presencia social podrían no tener la misma atención por parte del Estado.
6.- Modelos extremos: totalitarismo, fundamentalismo, laicismo: Los totalitarismos
del siglo XX pretendieron liberar al hombre de la religión.
Plantearon una especie de confesionalidad inversa: el poder político se adhería
oficialmente al ateísmo y pretendía que los ciudadanos abandonaran la religión —
considerada una superstición del pasado— a través de vías coactivas directas (supresión
de los grupos religiosos, confiscación de sus bienes, tipificación penal de la pertenencia
a grupos religiosos) e indirectas (inhabilitación para ocupar cargos públicos). Frente al
confesionalismo ateo que se instaló en los totalitarismos, el laicismo se instala en los
regímenes democráticos. Una “verdadera” democracia —se argumenta—requiere la
instauración del relativismo, incompatible de suyo con la defensa de “una” verdad por
parte de las religiones, que por ello son antidemocráticas.
El laicismo pretendería la reproducción a todos los niveles (interpersonal, social,
religioso, familiar, etc.) de la democracia, no solo como régimen político, sino también
como único modelo aceptable de convivencia. Se distingue del Estado aconfesional o
laico: este “no se compromete oficialmente con una religión determinada, pero admite
las manifestaciones sociales que pudieran tener las diversas religiones, garantizando así
el ejercicio de la libertad religiosa de sus ciudadanos. El Estado laicista, por el contrario,
se compromete con una determinada concepción religiosa, concretamente con aquella
que considera la religión de manera negativa, adoptando, si acaso, una especie de
‘Religion civil’ o mejor, del Estado”. El laicismo advierte constantemente del peligro que
supone la religión para el progreso social y exige un rearme democrático contra dicho
peligro. El laicismo, en definitiva, “se distingue por su clara intención de eliminar las
formas de vida y de pensamiento religioso de la escena de la vida pública, no solo en lo
que se relaciona con los asuntos del Estado, sino también con la vida civil. Se trata de
excluir la religión de la vida cultural en lo que tiene de público y común, para confinarla
a los reductos de la vida individual. Por último, los fundamentalismos (de cualquier
signo, religioso o no) suponen la absolutización de un sistema de ideas (religiosas,
científicas, filosóficas) hasta el punto de convertirlas en los principios por los que debe
regirse por completo la vida política y social, para lo cual el fundamentalista impone
dichas ideas de forma coactiva en la esfera política.