Geoffrey Homes - El Hombre Que No Existia

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Robin Bishop, el periodista de California, tropieza con una chaqueta deportiva dejada

en la playa la pasada noche. Sobre la chaqueta hay una nota que parece indicar que el
dueño de la chaqueta se suicidó. Está firmada por Zenophen Zwick, un famoso y
exitoso escritor de novelas de misterio cuya verdadera identidad se ha mantenido
oculta al público. Intrigado por este misterio y envalentonado por un recorte de
periódico, que también se encuentra en la chaqueta, en el que, en tono irónico, se
bromea sobre cinco posibles hombres que podrían ser realmente el escritor
misterioso, Bishop se dedica a encontrar la verdad sobre Zwick, quién es él, y qué
pudo haberle pasado. ¿Es todo un truco publicitario? ¿Se suicidó adentrándose en el
océano? ¿O le sucedió algo más siniestro al escritor de misterios?

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Geoffrey Homes

El hombre que no existía


Colección Rastros - 24

ePub r1.0
Titivillus 02.06.2021

Página 3
Título original: The man who didn’t exist
Geoffrey Homes, 1937
Traducción: J. Román
Retoque de cubierta: Moroco

Editor digital: Titivillus


r1.0 Muchas gracias a Ronin por el original
ePub base r2.1

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PERSONAJES ALREDEDOR DE LOS CUALES GIRA LA TRAMA DE ESTE
MISTERIO

ROBIN BISHOP. Simpático reportero del Evening News, que tiene tanto olfato para
encontrar un misterio como para conseguir una noticia importante.
MARY BISHOP. La bonita esposa de Robin Bishop, que contribuye en la investigación
examinando y comparando una serie de libros escritos por varios autores.
ZENOPHEN ZWICK. El autor de tres novelas de misterio muy bien escritas y que
resultan muy populares; vivió y murió envuelto en el misterio.
GORDON MCHAIG. El insignificante empleado del correo, quien, siendo de ojos claros,
cabellos castaños, y de estatura mediana, parece confundirse con el paisaje y
desaparecer.
MITCHELL GROVE. Curtido por el sol y el viento, con manos enormes y callosas…
nadie le tomaría por el poeta que escribió El lirio acuático.
MERLE HILLARY. El artista pobre, corpulento, de cabellos enmarañados, de piel rojiza,
cuya sola ocupación es pintar desnudos sin pies ni cabeza.
KERMIT TURNER. El popular autor de obras de teatro modernas, cuyas facciones,
aunque feas, no son desagradables en conjunto, y le dan personalidad y le
hacen especialmente atractivo.
SYRENA CHAPMAN TURNER. Más alta de lo que cualquier mujer debería serlo, cuyo
cabello rojo áureo es como una nube en el crepúsculo, y cuyas cejas renegridas
y ojos de un azul profundo llaman la atención de todos.
GEORGE CLARK. El irascible editor del Evening News, cuyo rostro largo y delgado le
hace parecer un cadáver.
SRA. CHARLOTTE ADAMS. Una anciana adorable, tan frágil como la porcelana, cuyo
pasatiempo favorito es resolver problemas de palabras cruzadas y a quien le
desagradan abiertamente tanto el poeta Grove como Syrena Turner.
HALLAM TAYLOR. El ostentoso jefe de detectives que tiene pies ridículamente
pequeños; cuyos modales varían de acuerdo con el estado social y económico
de la persona a la que interroga; y que no deja que nada (ni siquiera la
investigación de un caso de asesinato) interrumpa la rutina de su vida.

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CAPÍTULO I

A l principio no pareció ser un caso de asesinato. En primer lugar, no se veía


ningún cadáver… ni la señal de su existencia. Sólo se encontró una chaqueta,
cuidadosamente plegada y abandonada sobre la playa, a poca distancia del mar
embravecido. Y prendida sobre la chaqueta había una nota en que ni siquiera
insinuaba nada respecto a homicidio.
Nadie sabía cuánto tiempo había estado la chaqueta sobre la arena. Quizá la
hubieran puesto allí después que el mar se tragó al sol, después que la fresca
oscuridad envolvió al mundo. Y era posible que la hubieran dejado durante el día,
pues poca gente solía venir a esa sección de la playa situada detrás de una hilera de
salones de juego. No era esa una playa muy agradable para nadar. Por todos lados se
hallaban diseminados trozos de brea y en el agua se veían una serie de pilares de
madera cubiertos de algas que en otro tiempo habían servido para sostén del muelle.
Además, como corría el mes de noviembre, la gente que se acercaba a Point
Utopia no se interesaba especialmente en el agua. Se veían atraídos allí por el
juego… «Juegos de destreza» los solían llamar los padres de la ciudad, cuando el
elemento religioso comenzaba a protestar y trataba de cerrar los establecimientos. Era
mucho más satisfactorio sentarse frente a un mostrador y observar la luz que recorría
una rueda fija en la pared, en lugar de acostarse en la arena y escuchar el murmullo
del océano.
Nada había en Point Utopia que atrajera el corazón de un artista. El agua estaba
manchada con aceite y algas. La arena estaba sucia. Y las hileras de edificios daban al
mar con sus partes traseras. En otro tiempo fue un lugar de veraneo, un sitio para
pasar los días de fiesta o las vacaciones junto con la esposa e hijos. Eso ocurrió antes
de que un empresario llamado Lansing, que siempre andaba un paso más adelante
que las autoridades federales, hubiera tratado de librarse del arresto dedicándose a
taladrar un pozo de petróleo en una de las colinas en las afueras del pueblo. Para su
sorpresa y el asombro de los inspectores del gobierno, el pozo había dado resultado.
Ahora las colinas estaban cubiertas con torres y refinerías, y Point Utopia estaba lleno
de salones de bebidas y juegos de destreza.
Esa noche, lunes 16 de noviembre de 1936, los salones se hallaban atestados de
hombres y mujeres en distintas etapas de ebriedad y los juegos de destreza se veían
concurridos por futuras víctimas. El casino de Meyer, por ejemplo, estaba lleno de
bote en bote. Todos los asientos se hallaban ocupados y la gente estaba en pie en
doble fila tras de los jugadores. Uno de estos últimos era Robin Bishop. A su lado se
hallaba una joven rubia que le sonreía constantemente. Parecía gustarle el joven alto
y de cabellos ensortijados que vestía traje de franela gris, y la joven hacía lo posible
para demostrárselo. Pero nada lograría con ello. Al costado derecho de Robin estaba
sentada su esposa, Mary.

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Robin estaba ganando. Frente a él había veinte pilas de fichas de níquel. A un
dólar por pila, hacían un total de veinte dólares; una buena ganancia para una
inversión de un dólar. Había también algunas pilas, cinco, frente a su esposa. Era ella
más conservadora que su marido (y se hallaba mucho más sobria también). Había
estado arriesgando apenas cinco centavos en cada vuelta de la rueda.
—Juegue diez y gane cien —decía el croupier.
Era éste un individuo pálido que lucía una camisa de color verde chillón y parecía
hastiado de su trabajo.
Mary dejó caer sus cinco fichas sobre el 23. Robin miró fijamente durante un
momento a la rueda fija en la pared.
—El cuatro saldrá esta vez —dijo poniendo diez fichas de cinco centavos sobre el
número negro.
—Toquen el botón, por favor —pidió el croupier, y oprimió uno él mismo—. No
más juego, señores.
La luz giró alrededor de la rueda, aminoró la marcha al llegar al 0, vaciló sobre el
23 y se detuvo al fin sobre el 4.
—Ya ves —dijo Robin, dando con el codo a Mary, cuando un joven de barba
rojiza le entregaba $ 17.50—. Estoy con suerte esta noche.
Robin dobló su apuesta sobre el 4 y fijó la vista en la rueda otra vez.
—No mires —le advirtió Mary, conservando baja la cabeza—, pues tu jefe está
sentado exactamente frente a ti.
Robin se echó el sombrero gris sobre los ojos y se inclinó hacia el mostrador.
—¿Me vio? —inquirió.
—No lo creo. Está mirando a la rueda.
—Deberíamos habernos quedado en casa —comentó Robin.
—Tú deberías aprender a decir la verdad —respondió Mary.
—Fue idea tuya el decir que me había enfermado de pulmonía.
—Mentiroso —le respondió Mary.
—Tú llamaste a la oficina y le dijiste eso.
—Seguro. ¿Pero quién me pidió que lo hiciera?
—Estaba enojado —contestó Robin—. No debería haberme hecho trabajar ayer.
No había ninguna razón.
—Hagan juego —anunció el croupier—. Juegue diez y gane cien.
—No sé por qué, pero ya no me divierte esto —afirmó Robin—. He perdido
interés por el juego.
—Toquen el botón, por favor —canturreó el croupier—. No va más, señores.
Resonaron las fichas, la luz giró alrededor de la rueda, pero Robin no la miraba
ya. Su cabeza estaba baja y sus ojos fijos en la mesa.
—El número ganador es el 4 negro —anunció el croupier—. Se ha repetido la
jugada.
—¿Te despedirán? —preguntó Mary.

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Robin se encogió de hombros.
—Es posible.
—Tenemos cincuenta y siete dólares —dijo Mary.
—Y somos dos para vivir con ellos.
—¿Quieres llevarme a casa?
Robin volvió la cabeza, le sonrió y le apretó la mano.
—Seguro —contestó.
—Ya se va —anunció Mary, espiando a George Clark, el editor del Evening
News, por debajo del sombrero.
—Gracias a Dios —exclamó Robin, siempre con los ojos fijos en la mesa.
—Pero sólo ha llegado a la puerta —prosiguió Mary—. Está allí hablando con
alguien.
Robin lanzó una mirada rápida hacia la puerta. Comprobó que realmente era
Clark y que se hallaba apoyado contra la pared.
—Será mejor que cobremos y nos vayamos.
—¿Estando él en la puerta? Eso sí que sería una tontería.
—Hay una puerta trasera. Podría escurrirme por allí.
—¿Y dejarme a mí aquí?
—Alguien tiene que cobrar el dinero.
—¿Qué le puedo decir a Clark?
—Dile que no podías soportar el permanecer en casa conmigo. Dile que estabas
tan preocupada por mí que te viniste aquí para olvidar.
—Podría decirle que necesitaba dinero para comprarte medicinas —agregó Mary.
—Eso es espléndido —confirmó Robin.
—Probablemente insinuará que te compre de esa medicina que viene en las
botellas de whisky.
—Déjalo que hable. Yo me voy. En cuanto puedas vente a donde tenemos el auto.
Te esperaré allí.
Robin se incorporó de su silla, se abrió paso entre el gentío, abrió la puerta trasera
y el viento procedente del mar le azotó el rostro.
—¡Cierren esa puerta! —gritó alguien.
Robin la cerró, pero no antes de salir. La luna iluminaba las arenas. A sus rayos
pudo ver la extensión del océano, las enormes olas que lamían la playa y azotaban los
desperdicios diseminados sobre las arenas. No muy lejos de la puerta había un
malecón. Robin saltó a la playa y se dirigió hacia el sitio donde había estacionado su
automóvil.
Si el viento no le hubiera arrebatado el sombrero, nunca hubiera visto la chaqueta.
Una súbita ráfaga lo azotó y el sombrero gris salió volando con ella. Cayó sobre la
arena y siguió corriendo, con Robin detrás, saltando como si fuera un conejo.
Finalmente logró alcanzarlo y, cuando se lo encasquetaba en la cabeza y se volvía
para desandar lo recorrido, vio la chaqueta.

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Pensó que era ése un sitio extraño para dejar nada, y se inclinó para examinarla.
El fragmento de papel le llamó la atención y entonces se dio cuenta de la razón por la
que se hallaba la chaqueta sobre la arena y se estremeció. Allí en el medio de esa
inmensidad de agua estaba el hombre que la había usado y ahora el mundo no le
importaba ya más. Porque era joven, sano y fuerte, y porque Mary estaba en las
cercanías, Robin no podía entender por qué se suicidaba la gente. No se daba cuenta
de por qué un hombre podría quitarse la chaqueta, plegarla cuidadosamente y ponerla
sobre la playa, para luego lanzarse a nadar hacia la muerte.
El que hubiera ocurrido algo así parecía cierto. Sobre la arena se veían huellas de
pies que se dirigían hacia el agua, desaparecían y no volvían a retornar.
El papel se hallaba prendido con un alfiler a la solapa de la chaqueta, y
acercándolo a los ojos trató de leerlo a la luz de la luna; pero el significado de esas
palabras escritas a máquina no estaba muy claro. Dando la espalda al viento, sacó del
bolsillo su encendedor y lo prendió. Acercó la luz de la llama al papel y leyó su
mensaje:
«Adiós. Me encontrarán entre los postes del muelle dentro de un día o dos si es
que los tiburones no se dan un festín conmigo. O quizá nunca me encuentren. Tal vez
la marea me lleve en su camino hacia China. Eso es lo que quiero que suceda, de
modo que si vuelvo, aten un par de rocas a mis pies y arrójenme otra vez al mar».
Otro soplo de fuerte viento apagó la llama. Nuevamente encendió Robin el
encendedor. Ahora leyó el nombre con el que la nota estaba firmada, y olvidó que
George Clark le había hecho trabajar un domingo, olvidó que en ese momento estaba
tratando de huir de Clark. En su mano tenía una noticia de primera plana. El hombre
que dejara su chaqueta sobre la arena era Zenophen Zwick. Y Zenophen Zwick era el
autor de novelas de misterio que más se leían en el mundo.

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CAPÍTULO II

C omo si hubiera leído las palabras impresas en el papel, el viento comenzó a


soplar con mayor furia, rugiendo desde el oeste, levantando montones de arena
y arrojándolos contra los edificios, llenando el aire con la espuma blanca de las aguas
del mar. Este parecía presentir la agitación; el viento y las olas azotaban la playa,
llegando cada vez más cerca del malecón, hasta que una tras otra las huellas del
hombre que buscó la muerte fueron borradas.
Robin caminó por la playa en dirección a la playa de estacionamiento. Su coche
estaba entre una docena más de automóviles, y tuvo que trepar sobre los paragolpes
de los otros para poder introducirse en el suyo. Mary no estaba esperándole.
Encendió la luz interior del auto y examinó la chaqueta. Esta era de lana gris con
bolsillos a parche y espalda cortada como los modelos de sport, y hacía mucho que
había dejado de ser nueva. Pero el paño era de muy buena calidad y el corte
excelente, y el forro, remendado en algunos sitios, era de seda fina. Al extenderla
sobre el asiento, Robin sintió el olor débil de la naftalina. Pensó que era extraño el
hecho de que Zwick hubiera usado un viejo traje para la ocasión.
Aparentemente, la chaqueta había sido de precio. Con toda seguridad que había
sido confeccionada por un buen sastre, aunque no había marca en el bolsillo interior.
El hombre que la abandonara era más o menos de la contextura física de Robin.
Quizá más pesado. Se quitó su chaqueta y se probó la otra. Le apretaba un poco en
los hombros y las mangas no eran lo suficientemente largas. Debía ser un talle 38.
El bolsillo derecho estaba vacío. En el izquierdo había un fragmento de papel que
resultó ser un recorte de periódico. El encabezamiento no existía ya, pero por el estilo
Robin se dio cuenta que había sido escrito por uno de los mejores editorialistas. La
razón de que estuviera en el bolsillo de la chaqueta de Zwick era obvia. El artículo
trataba de Zwick.
El viento trató de arrebatar el papel de sus manos. Robin levantó el cristal y,
echándose hacia atrás para que la luz diera de lleno sobre el papel, leyó el artículo:
«Por lo general no nos interesa la identidad de los escritores de novelas policiales. El
hecho de que S. S. Van Dine sea Willard Huntington Wright, o de que Erle Stanley Gardner
sea Erle Stanley Gardner no nos molesta en absoluto. No nos produciría ninguna excitación si
Agatha Christie resultara ser Aimee Semple McPherson o si Dorothy Sayers no fuera
Dorothy Sayers sino Ambrose Bierce. Podríamos sorprendernos, pero no excitarnos.
»Podrían ustedes hallar extraño, entonces, el que nos ocupemos de Zenophen Zwick. No
es extraño en absoluto. Escritores como el señor Zwick, aunque se ocupen de nada más
importante que el homicidio, son tan raros como los intendentes honrados.
»Hemos escrito antes ya respecto al señor Zwick. Fue hace un año, cuando sin podernos
defender ya que nos hallábamos guardando cama, nos pusieron en las manos su primera
novela: Botones de ámbar. No pudimos hacer otra cosa que leerla, y al finalizar la primera
página, no quisimos hacer otra cosa. Luego nos preguntamos a nosotros mismos quién era el
señor Zwick. Y ahora, en agosto, con la publicación de su tercer libro: El Calliope ejecutó
una canción fúnebre, formulamos nuevamente la pregunta. En nombre de Dios, ¿quién es
Zenophen Zwick?

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»Teníamos un amigo —todavía lo tenemos por alguna parte— que usaba un nombre muy
similar para defraudar a la compañía del teléfono. En la guía figuraba como Zenophen Zweig.
“Si quieren llamarme, soy el último nombre de la guía”, acostumbraba decirnos antes de
abandonar la ciudad debiendo una cuenta de teléfonos de noventa dólares. Sabemos que no es
él el autor de El Calliope ejecutó una canción fúnebre o de El cerdo salvaje, o de Botones de
ámbar. En primer lugar, es demasiado perezoso para escribir un libro. En segundo lugar,
aunque es un excelente periodista, no escribe con ese estilo ni aun cuando está sobrio. Y no
sabe nada en absoluto respecto a arte, grabaciones en madera, cálculos, agrimensura,
astronomía, filología, numismática, arqueología, poesía griega, drama romano, ciencia
cristiana, o algas. El señor Zwick conoce muy bien todas esas materias y escribe con respecto
a ellas y con respecto a gente dotada de ingenio brillante y con un concepto tan claro de la
tragedia y la psicología que resulta extraordinario.
»Después del segundo éxito de Zwick, El cerdo salvaje, le escribimos a nuestro amigo al
respecto. A su debido tiempo nos contestó desde una cárcel de Nueva Inglaterra en la que
estaba preso por haber prendido fuego a un coche celular de la policía. Se lamentó de no
haber escrito ninguno de los libros y dijo que el único hombre a quien podía culpar por ellos
era Aldous Huxley. Nos dijo que su antigua costumbre de usar el último nombre de la guía
era muy común entre los periodistas viajeros; tan común que la había desechado para usar
entonces el primero de todos los nombres: A. A. Aab.
»Sabemos que el señor Huxley no es el señor Zwick debido a que su estilo es muy
distinto. Hemos examinado todos los libros —tal como lo han hecho muchos de los críticos—
y después de un cuidadoso análisis hemos llegado a la conclusión de que sólo hay cinco
hombres en el mundo que podrían ser el señor Zwick. La mayoría de los críticos están de
acuerdo con nosotros.
»Nuestra sospecha más fuerte, la que se nos ocurrió después de leer “Botones de ámbar”,
se dirigió hacia Jonathan Roberts. Y si él viviera, todavía sospecharíamos del señor Roberts,
pues tenía él toda la sabiduría, la brillantez y la habilidad del señor Zwick. Pero han
aparecido dos libros desde que el señor Roberts se cayó de las barrancas de Carmel, en
California, el invierno pasado, de modo que él no pudo haberlos escrito. Quisiéramos que los
hubiera hecho él…, desearíamos que, aun usando un nombre supuesto, hubiese ganado la
fama y fortuna que se merecía. La muerte se lo llevó después de asistir al fracaso de sus dos
espléndidas novelas.
»Estando el señor Roberts descartado, oteamos el horizonte y hallamos estos cuatro
personajes que podrían ser Zwick. Uno es Merle Hillary, el pintor de torsos, a quien todos
conocen, quien de vez en cuando se ocupa en escribir y quien, según nos enteramos, estaba
viviendo en una isla cerca de la costa de Sud América. Otro es Kermit Turner, el escritor de
obras de teatro…, aunque no se nos ocurre la razón de que un hombre tan opulento y popular
como él pueda cambiar su nombre para escribir novelas de misterio. Tenemos luego a
Septimus Sidney, el novelista que ha escrito tres éxitos artísticos, aunque no populares. Y
finalmente está Mitchell Grove, el poeta, y el mejor estudiante de todos ellos. Ha escrito él
seis delgados volúmenes de versos y dudamos de que haya ganado lo suficiente con su venta
para comprar lápices o cinta de máquina, o cualquier cosa que usen los poetas para escribir.
»Pueden ustedes elegir. Admitimos nuestra ignorancia respecto a la identidad del señor
Zwick, y sus editores nos dicen (y parecen ser sinceros) que no la conocen tampoco. Dicen
ellos que la primera vez que oyeron hablar del señor Zwick fue durante el verano del año
pasado, cuando les entregaron el manuscrito de “Botones de ámbar”. Dicen que, de acuerdo
con sus conocimientos, el señor Zenophen Zwick no es otro que Zenophen Zwick, y que
nunca han visto un retrato suyo y que vive en California del Sur. Nos resulta difícil creerlo.
¿Existe un solo hombre inteligente en esta región de ignorantes?».

Robin plegó el recorte y lo volvió a poner en el bolsillo de la chaqueta. Sería


ahora muy sencillo el averiguar la identidad de Zenophen Zwick, pensó. Todo lo que
tenía que hacer sería averiguar si alguno de los escritores mencionados en el artículo
había desaparecido. No se tardaría mucho… Zwick había vivido en California del

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Sur. Se había ahogado en el Pacífico y había dejado la noticia en manos de Robin.
Dentro de doce horas se resolvería un misterio que tenía un año de existencia.
Apagando las luces, salió del coche y volvió al Casino de Meyer. Clark debía
haber encontrado a Mary, de otro modo la joven ya estaría con su esposo. Bien,
Robin no tenía temor de enfrentarse ahora con el editor. Disponía de una excusa para
su ausencia. Podría decirle a Clark que estaba trabajando con esa noticia y que tuvo
temor de comunicarlo a la oficina por si no resultaban sus investigaciones.
Clark había visto a Mary. Ambos se hallaban en la calle cerca de la puerta del
casino y Mary tenía aspecto muy afligido.
—De modo que está usted aquí —exclamó Clark. No parecía complacido de ver
al reportero. En su rostro largo y delgado se dibujaba una mueca, y se parecía más
que nunca a un cadáver—. Lindo sitio para hallar a un hombre enfermo de pulmonía.
—Pensé que el aire de mar le haría bien —dijo Mary frunciendo el ceño al mirar
a su marido.
—Tendrá mucho tiempo para respirarlo —respondió Clark—. Puede pasar sus
días aquí desde ahora en adelante. Tal vez Meyer le dé un trabajo.
—Por mí está bien —dijo Mary furiosa.
—¿Quiere decir que estoy despedido? —preguntó Robin.
—Así es —dijo Clark. Por lo general era un individuo alegre, pero ahora había
desaparecido su alegría—. Si estaba bebido, ¿por qué no llamó y me lo dijo? Si
estaba fatigado, ¿por qué no me pidió un día libre? Yo no soy un negrero.
—Eso es muy discutible —intervino Mary.
Robin la tomó del brazo.
—Vamos, querida. No riñas con él. Él no entendería la noticia que tengo. Se la
llevaré al director del Bulletin.
—¿Qué noticia? —preguntó de inmediato Clark.
—La que me tiene ocupado —respondió Robin.
—Yo no le encargué nada.
—¿Quién ha dicho que sea así? Yo mismo la descubrí.
Desapareció algo de la ira de Clark.
—Démela.
—Estoy despedido —respondió Robin.
—Seguro que está despedido. Pero tiene usted dos semanas de aviso. De modo
que deme esa noticia.
—Guárdese sus dos semanas de aviso. Yo me guardaré la noticia —replicó Robin.
—Guárdela —dijo Clark volviéndose para alejarse. Luego, cuando Robin y Mary
emprendieron la marcha hacia el auto, les siguió—. ¿Es buena?
—Bastante.
—¿Un asesinato?
—¿Todavía estoy despedido?
—No. De todos modos pensaba volverlo a tomar mañana.

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—¿Oyó hablar alguna vez de Zenophen Zwick?
—Seguro. ¿Quién no lo ha oído nombrar?
—Se trata de él.
Clark tomó a Robin por el brazo.
—¿Y bien?
—No se lo digas —exclamó Mary.
—Cállese, Mary —exclamó Clark—. Vamos, Robin. Dejémonos de tonterías.
¿Cuál es la noticia?
—Ha muerto —respondió Robin—. Esta es su chaqueta. —Levantó la chaqueta y
la puso bajo la nariz de Clark—. Y ésta es la nota que hallé junto con la chaqueta.
—¡Esta sí que es una noticia! —exclamó Clark, después de leer la nota—. Siga.
—Deberíamos tomar una fotografía en la que salga yo encontrando esta prenda
—sugirió Robin.
Clark asintió.
—Busque un fotógrafo… Hay una docena de ellos en este pueblo. Yo volveré a la
ciudad y sacaré de la cama a Barton y a un par más de reporteros. Para cuando vaya
usted por allá, ya tendremos las cosas encaminadas.
—¿Y la policía? —preguntó Robin—. Se van a molestar un poco si nos
olvidamos de avisarles de nuestro hallazgo.
—Eso les hará bien.
—Quizá no haya muerto —comentó Mary—. Tal vez esté nadando allí en la
oscuridad.
Clark la llevó a la esquina del edificio y la fuerza violenta del viento les azotó el
rostro. Señaló hacia el mar y a la luz de la luna pudieron ver el constante agitar de las
olas enormes que golpeaban salvajemente contra la playa.
—¿Allí? —preguntó.
—Me parece que no —respondió Mary con un suspiro.
—Esto quizá nos ayude para la investigación —dijo Robin, y sacó del bolsillo de
la chaqueta el recorte de diario—. Estaremos en la oficina dentro de una hora.
Mientras corrían hacia el automóvil, Clark les gritó:
—Si encuentra el cadáver, entiérrelo. Queremos dejar todo en suspenso hasta la
mañana.
—Lo llevaré a la oficina —le respondió Robin.

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CAPÍTULO III

P or lo general, a medianoche, las oficinas del Evening News se hallaban


ocupadas por el sereno, un anciano encorvado y nudoso que gustaba de revisar
los vestuarios y avisar al gerente cuando alguno de los empleados llevaba ginebra u
otras bebidas alcohólicas al diario. Su nombre era Addison Day y había sido corrector
en otros tiempos, y bebedor reformado en la actualidad. Siempre se resentía cuando
se cambiaba en algo su rutina nocturna. Esa noche estaba especialmente enojado,
pues no sólo uno, sino cinco periodistas estaban trabajando en la oficina. Para agravar
las cosas, Clark había comprado dos botellas de whisky, y éstas, junto con un par de
vasos sucios, reposaban en el escritorio del editor.
Day se apoyó en una columna y observó con agria expresión a los que trabajaban.
El lánguido Guy Barton se le acercó, se sirvió un vaso de whisky y le sonrió al
sereno.
—Me llamo Barton —dijo—. Se lo digo por si quiere anotarlo.
—Conozco su nombre —respondió el sereno.
—Dígale al gerente comercial que fumo en la oficina… una de las marcas cuya
propaganda publicamos en el diario —prosiguió Barton dirigiendo una mirada al
cartel que decía «Prohibido fumar».
—Dígale algo al gerente y le rompo la cabeza —le advirtió Clark.
—Day gruñó y adoptó una expresión aún más agria. No veía el motivo para que
trabajaran esos hombres durante la noche. El diario no iba a las prensas hasta las ocho
de la mañana siguiente. Exhaló un suspiro, insertó su llave en el reloj de control y se
dirigió al salón de composición.
Iluminadas por la media luz, las máquinas de linotipo parecían ancianos fatigados
que se hubieran quedado dormidos en pie. En el rincón más lejano, un linotipista
estaba componiendo los avisos clasificados para el día siguiente.
La puerta del salón que se abría sobre la escalera exterior se abrió de pronto y
entraron Robin y Mary.
—Nos costó bastante trabajo —dijo Robin, poniendo sobre el escritorio tres
placas fotográficas—. No puede imaginarse usted lo poco razonables que son los
fotógrafos. Estas me costaron diez dólares.
—¿Dónde está el recibo? —preguntó Clark extendiendo la mano.
Robin buscó en sus bolsillos y sacó al fin un pedazo de papel que decía:
«Recibido de Robin Bishop diez dólares. Joe Donovan».
—Parece que la letra es suya —dijo Clark estudiando el recibo.
—No lo es —respondió Robin, sonriendo amablemente al editor.
—Es mía —dijo Mary—. Ese fotógrafo no sabía escribir.
—No me parece que supiera tomar fotografías tampoco —comentó Robin—. De
todos modos, hizo lo posible. ¿Qué averiguaron ustedes?

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—Nada —respondió Clark.
—Nada en absoluto —agregó Barton.
Mary tomó la botella de whisky.
—¿Puedo servirme? —preguntó.
Al observar la señal de asentimiento de Clark, la joven se sirvió un poco de la
bebida en un vaso y se sentó en uno de los escritorios. Sus ojos brillaban alegremente.
Esa era la primera vez que entraba en el periódico.
—¿Leyó el recorte? —preguntó Robin acercando una silla al escritorio.
Barton afirmó.
—Pero no nos sirvió de nada.
—¿Por qué?
—El señor Turner, el autor de obras teatrales, está en su casa durmiendo y se
molestó bastante cuando le despertamos.
—¿Y Grove?
—Estaba despierto y fue muy amable. Nos aseguró que no se había suicidado y
que no era el señor Zwick. Dijo que el sólo pensar en novelas misteriosas le
enfermaba. Creo que usa pijamas de color amarillo —bromeó Barton.
—Robin los usa —comentó Mary.
—Pero no escribo poemas. ¿Y los otros?
—Sidney, de acuerdo con lo que pudimos averiguar, vive en el este. De todos
modos, no está en la guía de la ciudad. Hillary, como lo habrá visto usted en el
artículo, duerme bajo los rayos de una luna tropical.
—¿Y Grove y Turner, tienen alguna idea respecto a la identidad de Zwick?
—Ninguna, ni les importaba tampoco el asunto.
—Enviamos un telegrama a los editores de Zwick, la Signet Press —intervino
Clark—. Deberíamos recibir su respuesta antes de que salga el diario. Además envié
a Mel Hubbard para que consiguiera algunos ejemplares de los libros de Zwick. Aquí
están. Fotografiamos las cubiertas. Me parece que tendremos que seguir el ejemplo
de los editores que le llaman «El Hombre a quien nadie conoce».
—Olvidémonos de este asunto y vámonos a casa —sugirió Barton—. Me parece
que ese hombre es un mito.
—Mejor así —afirmó Clark mirando al reloj—. Robin, escriba la noticia
principal. Y denos bastante crédito por haber descubierto el caso. Bart, tú escribe una
historia respecto al misterioso señor Zwick. Los dos agranden un poco el misterio de
este asunto. —Encendió un cigarrillo y abrió uno de los tres libros que se hallaban
sobre el escritorio. Luego agregó—: Y por una vez siquiera, no necesitan preocuparse
por las verdades.
—Nunca lo hemos hecho —dijo Barton; acercándose a su escritorio y quitándose
la americana.
Los dos reporteros ocupaban escritorios unidos. Ambos estuvieron sentados
durante un momento con la vista fija en sus máquinas de escribir y luego sus dedos

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comenzaron a recorrer los teclados.
Los ojos de Mary estaban fijos en la ancha espalda de Robin y se reflejaba en
ellos el orgullo, pues le agradaba verle trabajar. Él pareció presentir que la joven le
estaba observando, y volviéndose, le sonrió.
Aproximándose al escritorio del editor, Mary recogió el recorte que hablaba de
Zwick. Tomó asiento y lo leyó tres veces. Luego se dedicó a leer El Calliope ejecutó
una canción fúnebre, y había llegado ya a la página 75 antes de que Robin entregara
su historia a Clark.
—Aquí tiene —anunció el joven.
Antes de leer una sola palabra, Clark escribió el título sobre la primera página.
—Puede irse a casa. Vuelva aquí a las seis. El telegrama podría llegar temprano.
—Un momentito —llamó Barton. Se puso de pie y dejó caer sobre el escritorio de
Clark una serie de páginas escritas—. Lo llené de bastante misterio —explicó—.
Creerán que es el hombre sobre quien escribió Bruce Barton. Vamos.
Salieron por el salón de composición y el linotipista levantó la vista y les sonrió.
Day, que bajaba en ese momento la escalera, no lo hizo. Solamente les miró con ira.
—Buen muchacho —comentó Barton—. ¿Qué les parece si nos vamos a tomar
una copa? No vale la pena que nos vayamos a dormir a esta hora.
—Recién es la una y media —dijo Robin dirigiendo el automóvil hacia su casa.
—Eso nos da bastante tiempo —comentó Barton—. Los bares no cierran hasta las
dos. Podríamos hacer que el camarero nos sirva las copas y tendríamos así hasta que
sea de día.
—Esta noche no —contestó Mary.
—Me defrauda usted, Mary. Creí que fuera una esposa distinta de las demás —
dijo Barton mirándola en actitud de reproche. Todavía se reflejaba la pena en su
rostro cuando le dejaron frente a su casa.
Los dos esposos se dirigieron entonces hacia su casa. La luna se hallaba casi
sobre una colina y las estrellas parecían brillar con mayor intensidad. El viento
nocturno era frío, pero en la ciudad soplaba con menos fuerza.
—Debe hacer mucho frío allá —dijo Mary suavemente y señalando hacia el mar.
Robin la tomó por el hombro.
—El agua estaba tan oscura —prosiguió ella—. ¡Pobre hombre! ¿Por qué lo habrá
hecho?
—Quizá no lo hizo —replicó Robin, y aunque pronunciara las palabras para
consolar a su esposa, despertaron ellas en su cerebro una súbita duda con respecto a
la muerte de Zenophen Zwick.

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CAPÍTULO IV

L os editores de Zenophen Zwick no habían enviado su respuesta hasta las nueve


de la mañana, y para esa hora el News ya se hallaba en la calle y todos
comentaban el suicidio del escritor.
Si se hubiera conocido la verdadera identidad de Zwick, su muerte hubiese
causado poca agitación. Sólo hubiera servido para ocupar una columna, seguramente
que no más. Pero no se conocía. Había vivido en el misterio y ahora moría envuelto
en el misterio y esa sí que era una noticia de primera plana.
El News la había aprovechado en todo su valor. En tipos enormes los títulos
rezaban:

SUICIDIO MISTERIOSO DE ZWICK

El artículo escrito por Robin, que ocupaba dos columnas, no tenía nada de
histérico. Sencilla y vívidamente redactaba la forma en que el autor a quien nadie
conocía había dejado su chaqueta sobre la playa y se lanzó al agua en busca de la
muerte. La noticia se extendió a todas las ciudades del este.
El artículo de Robin no era el único que aparecía en la primera edición del News.
En el lado opuesto de la página se hallaba el que escribiera Barton sobre el misterioso
autor de misterios. Una fotografía a tres columnas, que mostraba a Robin en el
momento de encontrar la chaqueta, adornaba la primera página, como también la
fotografía de las tres cubiertas de los libros. Las cubiertas se habían arreglado
artísticamente y sobre ellas se veía un enorme signo de interrogación.
Había otro signo de interrogación sobre un título a dos columnas que decía:

«¿Quién Era Zenophen Zwick?»

Se relataba la búsqueda del cadáver. Robin la escribió a las siete de la mañana,


antes de partir para Point Utopia, pues quería que estuviera lista para ir a prensa. Y la
búsqueda fue más fácil escribirla que comenzarla, pues el jefe de policía del pueblo,
un individuo de cara roja y redonda de nombre Marion Scouler, quería encerrar a
Robin por no haber comunicado el hallazgo de la chaqueta. Finalmente se calmó lo
bastante como para escribir el informe y enviar a una docena de agentes para que
buscaran el cadáver.
Al poco tiempo la mitad de la población se ocupaba en lo mismo que ellos.
Hombres en botes comenzaron a recorrer las aguas frente a la playa, rastreando el
fondo. Muchachitos de todas las edades corrían de un lado a otro gritando
desaforadamente cuando veían un botín viejo o un pez muerto en las aguas. Una
lancha de los guardacostas, llamada por el jefe Scouler, comenzó a cooperar en la
búsqueda.

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Pero nada ocurrió. Ningún cadáver pudo hallarse. Zwick había logrado cumplir su
deseo de que la marea se lo llevara hacia el oeste.
Todo esto lo comunicó Robin a su diario cuando retornó allí a las diez de la
mañana, sin haber probado bocado y aterido de frío.
Lo único que podía mostrar Clark a Robin cuando llegó fue el telegrama de la
Signet Press, pero nada más. De acuerdo con el servicio de prensa, no se echaba de
menos a ningún escritor importante. Sidney estaba en Nueva York. Hillary vivía al
lado de Grove. Turner seguía estando bien de salud, pero no había querido responder
a las llamadas telefónicas ni hablar con los reporteros. Y la oficina de la A. P. en
Monterrey había hallado la tumba de Roberts en el cementerio de esa localidad.
El telegrama de los editores, enviado por Jake Rosenfeld, jefe del departamento
de publicidad de la Signet Press, decía:
«Estamos anonadados. ¿Está usted seguro de la muerte de Zwick? Tenemos informes que
no deben publicarse hasta estar seguros de su muerte. Dirección de Zwick es casilla correo
cuatrocientos. Sucursal correos de Sinex Avenue bajo nombre de William Nye. A esa
dirección enviábamos derechos de autor y adelantos en dinero efectivo. Primer manuscrito
nos llegó durante verano mil novecientos treinta y cinco. Matasellos correo de vuestra
ciudad con instrucciones de enviar toda correspondencia a nombre de Nye en casilla
mencionada arriba. Contrato con Zwick exigía pago en efectivo. Último pago de treinta mil
dólares por derechos filmación “Calliope ejecutó canto fúnebre”, enviado hace tres semanas.
Empire Pictures compró libro y ahora filma “El cerdo salvaje”. Pagaremos mil dólares por
hallazgo del autor muerto o vivo. Sugerimos se comuniquen con Empire Estudio y consigan
recompensa adicional. No tenemos idea quién era Zwick. No nos atrevemos a conjeturar.
Hasta la fecha ha cobrado de nosotros y estudio aproximadamente doscientos mil dólares.
Venta de las tres novelas sube a más de medio millón ejemplares. Nos prometió un cuarto
manuscrito intitulado “La botella azul” hace un mes y se ha anunciado para publicar en el
otoño pero no lo hemos recibido. Agradeceremos avisen novedades».

Robin levantó la vista.


—Aquí tenemos algo —dijo.
—Sí, pero ¿cuánto? —preguntó Clark.
—Sabemos dónde recibía sus cartas.
—Y sabemos que no es William Nye —afirmó Barton arrojando su ejemplar del
News al suelo y acercándose al escritorio—. No sé por qué me da en la nariz que
hemos sido víctimas de un plan de publicidad.
—Eso es lo que estaba pensando —afirmó Clark con expresión de duda—. ¡Dios,
espero que no! Entonces sí que pareceremos un montón de idiotas. ¿Qué dice usted,
Robin?
Robin se quitó el sombrero y examinó el ala durante un momento.
—¿Por qué crees que es una jugarreta publicitaria, Bart?
Barton bostezó y estiró los brazos.
—Por un lado tenemos al Estudio Empire. El hecho de que no se haya encontrado
ningún cadáver, por otro. ¡Además, este asunto es tan misterioso! Pagos en efectivo.
Casillas de correo. Todo eso que dice el editor respecto a que no conoce la identidad
del individuo. ¡Infiernos, cosas así no suceden fácilmente!

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—Eso es lo que pienso yo —intervino Clark—. Gracias a Dios que la prensa se
creyó la historia. Si se trata de publicidad, no seremos nosotros los únicos tontos.
Robin se pasó la mano por los cabellos.
—En parte estoy de acuerdo con ustedes —dijo—. No creo que haya ningún
cadáver en el Pacífico…, por lo menos el de Zwick no está allí.
—¿Entonces de qué infiernos se trata? —preguntó Clark.
—Me parece que el creador de Zwick quiso librarse de él —explicó Robin.
—Eso sería una estupidez —afirmó Clark molesto.
—En absoluto, George. El hombre que escribió esas novelas de misterio era un
gran escritor… usted lo sabe.
—Seguro. ¿Quién ha dicho que no lo fuera?
—Quizá fuera tan bueno que las novelitas policiales le resultaran trabajo
fastidioso. Podemos suponer que un poeta como Grove se volvió escritor de misterios
para ganar algún dinero.
—Siempre suponiendo —dijo Barton.
—No dije que fuera Grove el que lo hizo —prosiguió Robin—. Lo uso a él
solamente porque está entre los posibles Zwick. Hay varios autores en este país que
se le parecen (gente que escribe por amor al arte) que le dan más importancia a sus
nombres que a cualquier otra cosa. Quienquiera que escribió esos libros tenía un
nombre y una conciencia de escritor. Estaba avergonzado de ellos…, avergonzado de
firmarlos.
—Eso es difícil de creer —intervino Barton.
—No tan difícil —dijo Robin—. ¿Has leído alguna vez poesía de Grove?
—No… y no pienso hacerlo. Ni siquiera me gusta Ogden Nash —respondió
Barton.
—Lee El Lirio Acuático o Arena blanca…; entonces me entenderás lo que quiero
decir —prosiguió Robin—. Suponiendo que Grove o alguno como él escribió
Botones de Ámbar o El Calliope ejecutó una canción fúnebre. Que los escribió para
ganar algo de dinero. Creó otra personalidad, una personalidad llamada Zenophen
Swick, y de pronto se encontró con que esa otra personalidad estaba destruyendo al
verdadero artista.
—Esas películas terroríficas hacen su efecto al fin —comentó Barton en tono de
broma.
Robin sonrió.
—Muy bien, llama Frankenstein a Zwick si es que quieres hacerlo. Admitirás que
este monstruo es uno de los nombres más eminentes en el negocio de la novela. Si es
la otra personalidad de un poeta, o de un autor teatral, o de un artista del pincel, su
creador debe estar terriblemente celoso de él… aún debe temerle. No es ya Grove, o
Turner, o Hillary… o cualquiera que quieras nombrar. Es Zenophen Zwick y la gente
pide más novelas suyas. No necesita dinero ya. Quizá está llegando a un punto en que
sólo puede escribir novelas de misterio…, en que comienza a creer que son buenas.

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Quizá se da cuenta de que su nueva ocupación le roba su habilidad para crear algo
bueno y hermoso.
—La cosa más fácil sería entonces dejar de escribir misterios —dijo Barton.
—Seguro. ¿Pero cómo dejar de hacerlo? No puede revelar su identidad y decir
que no escribirá más porque su editor le perseguiría por todas partes y sus lectores
pedirían a gritos nuevos trabajos, y no tendría un solo momento de paz. De modo que
lo único que puede hacer es librarse de Zenophen Zwick. ¿Y qué mejor que matarlo
ahogándolo?
—Podría haberle disparado una bala de plata durante una noche de luna llena —
sugirió Barton—. Eso es lo que hacen en los Estudios Universal. Deberías haberte
dedicado a encontrar herederos perdidos. Este negocio del periodismo te está
haciendo mal. ¡Infiernos! ¿No te das cuenta que es una trampa publicitaria?
—Estoy seguro de que ésta no lo es —respondió Robin sacudiendo la cabeza.
—Todo esto es muy interesante —intervino Clark—; pero quizá sería mejor que
fuera usted a la sucursal de correos y vea lo que pueda averiguar.
—Llamaré primero al jefe de correos de acá para pedirle que ordene a su asistente
de la sucursal de Sinex Avenue que me atienda —respondió Robin.
—Yo haré eso. Usted salga para allá —dijo Clark.

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CAPÍTULO V

A parentemente Clark había hablado con el jefe de correos, pues J. Harrison


Hardwicke, gerente de la sucursal de Sinex Avenue, fue mucho más cordial de
lo que acostumbran a serlo los jefes de correos. Hardwicke era un tipo de hombre
que, sin usarlo en realidad, parecía tener puesto un cuello de celuloide.
Guardamangas de alpaca protegían las mangas de su camisa y el bolsillo de su
chaleco estaba erizado de ocho afilados lápices y una pluma fuente. Cuando se movía
lo hacía con gran deliberación, como si quisiera gozar de cada minuto de vida. Sus
empleados parecían haberse contagiado con la misma languidez suya; frente a cada
ventanilla había una hilera de nerviosos ciudadanos que esperaban ser atendidos y no
lo lograban.
Hardwicke señaló una silla.
—¿En qué puedo servirle? —inquirió.
—Puede usted responder a unas pocas preguntas —respondió Robin.
Hardwicke tomó asiento, se arrellanó cómodamente y dijo:
—¿Sí?
—Respecto a William Nye —agregó Robin.
—¿Qué desea saber con respecto a él?
—Esa persona alquiló la casilla número cuatrocientos.
Hardwicke fijó la vista en el papel secante que cubría su escritorio. Sin levantar
los ojos llamó:
—Señor Simon.
Un hombre calvo, de edad mediana, y que lucía un botón de la Legión Americana
en su solapa, y estaba ocupado despachando un giro a un chauffeur de taxi, abandonó
la ventanilla y se movió lentamente a través del salón.
—¿Sí, señor Hardwicke? —dijo, y su voz era plañidera.
—Le presento al señor Bishop, señor Simon. El señor Simon se ocupa en alquilar
las casillas.
Simon sonrió y fue correspondido por Robin.
—El señor quiere saber algo respecto a William Nye, quien alquilaba la casilla
cuatrocientos —explicó Hardwicke.
—Un momentito y traeré mi registro —dijo Simon alejándose. Volvió al cabo de
un momento con un libro en la mano—. El alquiler de esa casilla venció la semana
pasada.
—¿Cuándo fue la última vez que lo pagaron? —preguntó Robin.
—Hace tres meses. Los alquileres de las casillas se pagan siempre cada tres
meses.
—¿Nye le pagó?
—Sí. Debía hacerlo.

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—¿Se acuerda usted qué aspecto tenía?
Simon suspiró sacudiendo la cabeza. Señaló hacia una hilera de casillas.
—Hay setecientas sesenta y cinco casillas, señor Bishop. Yo me ocupo de
alquilarlas. Sería imposible el recordar los rostros de todos los clientes. Cuando veo a
un alquilador de casillas, me doy cuenta por lo general de que lo es, pero no suelo
asociar su rostro con la casilla que ocupa. ¿Me entiende usted?
—En efecto, sería muy difícil —admitió Robin.
—Más que difícil…, casi imposible —replicó Simon.
—Pero usted podría reconocerle si le viera.
—Lo dudo.
—¿Pagaba su alquiler con puntualidad?
Simon consultó su libro.
—Sí, señor —replicó.
—Excepto esta última vez.
—Es verdad. Debió haber venido a pagar el sábado.
—¿Qué trámites se requieren para alquilar una casilla?
—Se llena una solicitud.
—¿Nye llenó una?
—Indudablemente.
—¿Podría verla?
Simon miró a Hardwicke y el gerente inclinó la cabeza. Entonces el empleado se
acercó al archivo, rebuscó un momento, volvió con una fórmula impresa y se la
entregó al reportero.
Bajo el encabezamiento de: Solicitud para una casilla de Correos se veía, la
fecha Julio 22 de 1935. Siguiendo a la pregunta: Clase de ocupación, se leía Escritor.
La dirección comercial de Nye estaba anotada como Vía Monte 3042 y también era
esa su dirección particular. Como referencia había dado el nombre de Richard
Brinsley Sheridan. La firma William Nye se había puesto sobre la tarjeta en caracteres
de imprenta. Robin estudió la solicitud durante un momento.
—¿La llenó el mismo individuo que la firmó? —inquirió.
Simon la miró fijamente.
—No —dijo—. Me parece que la llené yo. Esa letra parece ser la mía.
—¿Por lo general suele usted hacerlo?
—Si es que no estoy demasiado ocupado. Ese día no debo haberlo estado.
—Pero, hizo usted que el solicitante la firmara, ¿no es verdad?
—Seguro —respondió Simon.
Robin miró nuevamente la firma. Aparentemente, Nye, quienquiera que fuese, no
quería que apareciera su letra en la solicitud. Un calígrafo experto no podría sacar
nada en limpio de esas letras tipo imprenta. Devolvió el papel al empleado.
—¿Comprueban ustedes estos datos?
Simon dijo que no.

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—¿Ni siquiera las referencias?
—No. Usamos estas fórmulas solamente cuando averiguamos que la casilla se ha
estado usando para propósitos inmorales o impropios o para llevar a cabo negocios
fraudulentos.
—Es una suerte que el señor Nye no se ocupara de un negocio inmoral —replicó
Robin.
Simón elevó las cejas.
—Porque la referencia que ha dado aquí es un muerto —agregó Robin.
Simon elevó las cejas.
—Parece que sí —comentó.
—¿Es usted quien guarda la correspondencia en las casillas, señor Simon?
Hardwicke respondió a la pregunta.
—No. El señor McHaig es el encargado de ello. ¿Quiere usted hablar con él?
Robin respondió que sí. Hardwicke hizo señal a Simon para que retornara a su
ventanilla, frente a la cual todavía esperaba el chauffeur.
—McHaig —gritó Hardwicke.
McHaig no vino de inmediato, pero eso no pareció molestar a Hardwicke.
Permaneció el jefe sentado, tan tranquilo como siempre, y esperó; y cuando McHaig
se presentó desde detrás de una pila de paquetes, no riñó al empleado.
El encargado de poner la correspondencia en las casillas parecía un ex cartero. A
menos que llevara un cocodrilo por las calles, nadie se hubiera dado cuenta de su
presencia. Parecía confundirse con lo que le rodeaba; sus ojos eran pálidos, el cabello
castaño y su estatura mediana. Vestía un pantalón gris, una camisa azul descolorida y
zapatos de gruesas suelas. Esperó pacientemente hasta que alguien hablara.
—¿Vio usted alguna vez al hombre que recibía su correspondencia en la casilla
número cuatrocientos? —preguntó Robin.
—Oh, sí —replicó McHaig.
Robin se irguió en la silla. Sacó un cigarrillo y cuando lo hubo encendido notó
que le temblaba la mano.
—¿Recuerda usted qué aspecto tenía?
McHaig se volvió hacia su superior.
—¿Puedo tomar asiento? —preguntó—. Me duelen los pies.
—Por supuesto —respondió Hardwicke—. Este trabajo es muy molesto para los
pies —explicó.
McHaig tomó asiento, aclaró la garganta, movió un poco las asentaderas como si
le picara algo, y dijo con expresión meditativa:
—Por lo general no tomo en cuenta a los clientes de las casillas. Pero en este caso
lo hice. Verá usted, la número cuatrocientos recibía una buena cantidad de cartas, a
veces paquetes de libros, muchísimas cartas, grandes y cargadas. Yo suelo leer
bastante. Me figuré que el cuatrocientos debía ser un escritor, aunque el único
William Nye que he oído nombrar era un humorista y creo que está muerto.

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—Así es —respondió Robin.
McHaig pareció complacido.
—Eso me parecía. Pensé que éste no debía ser el mismo William Nye. Me parece
que comencé a tratar de conocerlo hace como un año. La cuatrocientos es una de esas
casillas grandes y al principio no había mucha correspondencia para poner en ella.
Después comenzó a aumentar la cantidad y me interesó la casilla. Un día vi a la
persona que la abrió.
Se detuvo.
—Prosiga —dijo Robin, tratando de no parecer impaciente—. ¿Qué aspecto
tenía?
—Era una mujer —dijo McHaig—. Sólo pude verla a la ligera de vez en cuando,
y no muy claramente. Siempre la vi por entre las casillas y no se puede ver mucho de
esa forma.
—¿Puede usted describirla?
McHaig pensó un momento.
—No muy bien. Hace varios meses que no la veo. Era alta y rubia, eso es todo lo
que recuerdo, demasiado alta para ser mujer. Bastante bonita, me parece. Pero no era
ella la única que venía a buscar la correspondencia.
Robin encendió otro cigarrillo.
—¿El otro era una mujer?
—No. Un hombre.
—¿Lo recuerda?
—Lo vi por entre las casillas. La gente tiene un aspecto distinto cuando uno la ve
a través de un pequeño rectángulo de vidrio con un número escrito.
—¿Era grande…, pequeño…, gordo?
—Grande —respondió McHaig—. Bastante grande. Y tenía un aspecto algo raro.
No sé por qué. Quizá fuera debido a que lo miraba yo a través del cristal. Pero no se
parecía a la gente ordinaria. Era… bien, era diferente.
—¿Cómo, diferente?
—No lo sé. Diferente. Grande y diferente.
—¿Le conocería usted?
—Oh, sí —respondió McHaig afirmando vigorosamente con la cabeza—. Y estoy
seguro de que reconocería a la mujer. —Puso la mano sobre la rodilla de Robin—.
Entienda usted, señor Bishop. Uno tiene el retrato de una persona grabado en la
mente, pero uno no puede describirla. Sólo se la conoce cuando se la ve.
—Tal vez si viera usted un retrato, podría identificarlo —sugirió Robin.
—Tal vez sí y tal vez no —respondió McHaig—. Ya le he dicho que la gente
parece distinta vista a través de esos vidrios.
—Podríamos poner la fotografía en la parte exterior de la casilla y usted podría
mirarla desde dentro —dijo Robin.
—Es verdad, se podría probar.

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—Lo probaremos —declaró Robin, y volviéndose a Hardwicke le preguntó—:
¿Puedo usar su teléfono?
Hardwicke respondió que sí y le señaló el aparato.
Robin llamó al diario y finalmente le contestó Clark, quien dijo que enviaría un
fotógrafo y un hombre con los retratos de Grove, Hillary, Turner o de cualquier otro
escritor que tuvieran en el archivo del diario.
—Ahora comuníqueme con Barton —dijo Robin, y le relató a este último todos
los detalles que se referían al que alquilara la casilla 400 y a McHaig, quien
aparentemente había visto al desconocido señor Zwick en carne y hueso, y respecto al
hombre de aspecto raro y a la rubia que era demasiado alta.
—Haré famoso a McHaig —fue el comentario de Barton—. Escribiré un artículo
en primera persona y lo firmaré con su nombre.
—No menciones el nombre de la sucursal de correos —le advirtió Robin—.
Pongamos dificultades a los diarios opositores.
—Ya nos están poniendo las peras al cuarto —explicó Barton—. Parecen estar de
acuerdo conmigo en que se trata de una treta publicitaria. El estudio Empire ayuda a
dar visos de realidad a esa idea. Acaban de ofrecer cinco mil dólares por los restos del
señor Zwick. Cuando salga a la calle la próxima edición, toda la población de esta
ciudad se trasladará a Point Utopia para buscar el cadáver y se molestarán bastante
cuando no hallen nada.
—Déjalos que se molesten —replicó Robin—. ¿Tienes las direcciones de Grove,
Turner e Hillary?
—Espera un minuto.
Robin esperó un momento, luego oyó de nuevo la voz de Barton.
—Grove vive en Mountain View 2405. Hillary vive al lado, en la misma calle.
Turner ocupa uno de los Departamentos Garden en Beiden Park.
—Gracias —respondió Robin.
—Parece que el señor Zwick tenía una novia —dijo Barton.
—O una secretaria. Los escritores tienen secretarias algunas veces.
—No hay ninguna diferencia —fue el comentario de despedida de Barton.
El fotógrafo, acompañado por Slim Denby, el ayudante de Clark, llegó al cabo de
diez minutos. Denby tenía un sobre en la mano y dentro del sobre había una docena
de fotografías. La mayoría de ellas eran viejas, como suelen serlo las fotografías de
los archivos periodísticos. El retrato de Grove tenía en la parte trasera la fecha 1924.
El de Hillary era algo más reciente. Lo mostraba inspeccionando algunas ruinas y no
era muy claro. El retrato de Turner era bastante reciente. Se había tomado a su
llegada a la ciudad hacía cuatro años antes, y lo mostraba cuando descendía del tren.
Pero la habían tomado de noche y parecía tener dolor de estómago. También había
fotografías de John Dos Passos, Harold Weight, Lloyd C. Douglas, Dean Cornwell y
Rockwell Kent en el sobre.

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McHaig las estudió todas y pareció intrigado. Robin salió y las colocó frente a las
casillas y McHaig las miró a través del cristal y todavía siguió pareciendo intrigado.
Se restregaba la nariz y fruncía el ceño.
—No hay nada que hacer —dijo.
Pero Robin no cejó en su empeño. Nuevamente repitió la operación sin resultado.
—Juro que no lo sé —dijo McHaig por fin—. Estoy seguro que podría reconocer
al individuo si entrara él aquí. Pero en cierto modo las fotografías son distintas.
Robin estuvo de acuerdo con él y sugirió que se hiciera tomar una. El empleado
pareció no querer al principio, pero cuando Hardwicke le dijo que no le harían daño
alguno se rindió. Mingo, el fotógrafo le tomó muchas fotografías en posiciones
distintas… y antes de terminar la operación tuvieron que quitar doce cartas para
William Nye que estaban en la casilla por la que tomaban las fotos. Por lo menos tres
de las cartas habían estado cinco días en la casilla.
Cuando terminaron, McHaig quiso saber cuándo aparecerían los retratos.
—Esta tarde —le dijo Robin.
El empleado pareció complacido.
—Compraré un ejemplar del diario —dijo—. Mi esposa se pondrá muy contenta
al verme en el diario.
—Me imagino que sí —dijo Mingo—. Yo también me pondría contento si fuera
ella.

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CAPÍTULO VI

D esde la entrada del correo, Robin podía ver los Departamentos Garden. El
edificio de doce pisos, uno de los más hermosos de la ciudad, se hallaba
ubicado sobre una colina que dominaba el Beiden Park. Aunque el parque pertenecía
al público, los propietarios del edificio lo usaban como una especie de jardín
particular. Para proteger a sus inquilinos, habían logrado que se dictara una ordenanza
prohibiendo conciertos, picnics o la presencia de perros en el parque.
Media docena de palomas se paseaban por la vereda cuando Robin detuvo su
coche y se dirigió al hall del edificio. No sabía qué podía ganar con su visita. Si
hubiera podido llevar consigo a McHaig para que echara una ojeada a Turner, a
Grove y a Hillary, algo hubiese conseguido. Pero McHaig no pudo acompañarle.
Parecía que el News había desbaratado bastante la rutina del correo para un día
entero.
Un joven muy bien vestido le informó que el señor Turner se hallaba en casa.
—Pero no creo que quiera ser interrumpido —dijo el joven. Tenía un acento tan
inglés, que se hubiera notado hasta en Inglaterra.
Robin sacó un puñado de tarjetas de su bolsillo, eligió una que le diera un
empresario de cine a quien había entrevistado, y se la entregó al joven.
—¡Oh! —exclamó éste impresionado.
—Dígale que le vine a ver —dijo Robin.
—Un momentito —dijo el joven. Tomó el teléfono interno, marcó un número y
habló con Turner.
—Vaya arriba —dijo el joven a Robin—. Tome el ascensor que está a su derecha.
Turner ocupa el departamento de la terraza.
Un mucamo filipino respondió al llamado de la campanilla e introdujo a Robin a
una habitación que parecía componerse de ventanas en su totalidad. Se podía ver
desde allí toda la ciudad que se extendía hacia el mar y que desde esa altura era casi
hermosa.
Robin inspeccionó la habitación. Aparentemente, Turner era moderno en todo el
sentido de la palabra. Los muebles parecían haber sido construidos por un plomero al
que le hubieran dado un camión lleno de caños cromados. La alfombra no era
apropiada para la presencia de perros o chiquillos. Era blanca, y así también eran los
cortinajes, y el tapizado de los sillones y divanes. Tres cuadros daban al ambiente su
único color y era suficiente. Pues eran algo extraordinario: tres torsos sin pies ni
cabezas que parecían querer saltar de sus marcos.
—Bien —exclamó una voz profunda.
Robin se volvió para enfrentarse con un hombre enorme. Era él, quizá, el hombre
más feo que Robin hubiera visto en su vida. Su nariz se desviaba hacia la izquierda,
como si alguien hubiera tratado de acariciarla con un puño de hierro, y sus orejas eran

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del tipo conocido como «coliflores». Empero, la fealdad del individuo no era
desagradable. Más bien le daba personalidad, y le hacía especialmente atractivo.
—¿Hillary? —preguntó Robin, señalando a los torsos.
Turner asintió.
—Ese del centro soy yo.
Robin lo miró de nuevo.
—Ahora veo el parecido.
El autor teatral sonrió y su rostro tomó un aspecto agradable.
—¿Quién diablos es usted? No será…
—No. Fue un error mío. Saqué una tarjeta equivocada del bolsillo —respondió
Robin—. Me llamo Bishop. He venido a hablarle respecto a Zenophen Zwick.
El rostro de Turner se tornó aún más feo.
—¿Es usted el hijo de perra que me llamó anoche?
—No —respondió Robin.
—Repetiré lo que le dije a ese bastardo desconsiderado —dijo Turner—. No soy
Zwick y no sé, nada de él.
Robin sacó el recorte de su bolsillo y se lo dio a Turner. Era una reimpresión
hecha por el News del artículo hallado en el bolsillo de Zwick.
Turner lo miró y lo devolvió.
—Lo leí cuando apareció hace algún tiempo.
—¿Se da cuenta de la razón de que le molestemos?
—Sí. Pero ese individuo, como todos los que comentan libros, están equivocados.
Por lo menos en lo que a mí me concierne. Y a Hillary también. Hillary no
malgastaría su tiempo escribiendo novelas de misterio.
—¿Y qué me dice de Grove? ¿Le conoce usted?
—Seguro que le conozco. No creo que él haya escrito nunca novelas policiales.
—¿Y Sidney?
—Lo conozco bastante bien. Pensaba escribir una obra de teatro con una de sus
novelas, pero nunca pude hacerlo.
—¿Ha leído usted alguno de los libros de Zwick?
—Seguramente, y me gustaron.
—¿Trató usted alguna vez de figurarse quién pueda ser ese hombre?
—Sí. Es muy difícil saberlo. Es un pájaro muy astuto para ocultar su identidad. El
bastardo ese llegó a robar parte de mis diálogos de un par de mis obras. Al principio
estaba seguro que se trataba de Roberts. Pero se murió.
—¿Conoció usted a Roberts?
Una sonrisa especial cruzó el rostro de Turner.
—Muy bien —respondió, y su voz tenía una inflexión extraña. Metió las manos
en los bolsillos y se acercó a una ventana—. ¿Es eso todo lo que quería usted saber?
—No todo —respondió Robin, guardando de nuevo el recorte—. Este recorte lo
hallamos en el bolsillo de Zwick cuando lo encontramos anoche en la playa. Me

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parece raro que hubiera estado allí.
—¿Qué hay de raro en ello? —preguntó Turner. Su buen humor parecía haber
desaparecido.
—Tres de las personas nombradas en él viven aquí.
—¿Y qué hay con eso?
Robin abrió una caja de metal que se hallaba sobre la mesa y sacó un cigarrillo.
Lo encendió, aspiró una bocanada de humo y dijo:
—Todos ustedes viven cerca de la sucursal de correos de la Sinex Avenue.
—¿Qué tiene que ver el correo con todo esto?
—Allí es donde recibía su correspondencia el amigo Zwick.
Turner abandonó la ventana y se acercó al reportero.
—Suponiendo que sea así, ¿por qué no se olvida del asunto? Ya está muerto.
Déjenle tranquilo.
—Él no quería que le dejaran tranquilo, señor Turner.
—¿Por qué dice usted eso?
—Es obvio. Dejó su chaqueta y una nota suicida en la playa. Quería que alguien
la encontrara.
—¡Infiernos! Los hombres que se suicidan siempre hacen cosas de locos.
Turner se dejó caer en el diván.
—Yo no creo que él se haya matado —comentó Robin.
Turner gruñó:
—¿Cree que se trata de un asesinato?
—No. No me parece que haya muerto.
—¡Tonterías! —exclamó Turner—. Ustedes los periodistas tienen demasiada
imaginación. Son peores que los críticos teatrales, que ven simbolismo donde no se
tiene intención de mostrarlo y encuentran significado en lo que no lo tiene.
—Quizá. Pero, vivo o muerto, lo hallaremos. Ya he logrado algo. He encontrado a
un hombre que sabe qué aspecto tenía Zwick.
—Eso está muy bien. Supongo que habrá dicho que se parecía a mí.
Robin arrojó su cigarrillo al fuego.
—Exactamente no. Dijo que Zwick era un hombre raro…, grande y diferente.
—Así soy yo —respondió Turner—. Soy raro y soy grande y diferente, y ahora
puede irse usted al infierno porque tengo que trabajar. Vaya a molestar a Hillary. Él
llena los requisitos de la descripción tan bien como yo. Sólo que ni siquiera le
atenderá. Lo arrojará a usted a la calle en cuanto muestre la cara por su casa.
—Eso será una experiencia nueva para mí —dijo Robin, y se puso en pie.
Turner le miró con expresión escudriñadora.
—Es posible que no le arroje a la calle —dijo.
Hillary ni siquiera trató de arrojar a Robin afuera. El pintor no se hallaba en su
casa; pero Grove sí estaba.

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La vieja casa en la que vivían todos ellos se hallaba ubicada en la esquina de
Mountain View y calle Grant. Robin sabía algo respecto al edificio. El hombre que lo
hiciera construir había labrado su fortuna en Japón y, en gratitud para con los
orientales que habían hecho posible la construcción de la casa, había dado a su
propiedad cierto sabor japonés. Un grupo de bambúes gigantescos adornaba el frente
de la casa. Arces enanos, de hojas tan rojas como el vino de Borgoña, se agrupaban a
lo largo de la pared de ladrillo. Un cerezo, con follaje del color del bronce, se
asomaba a las ventanas del segundo piso. En la parte trasera de la casa había un jardín
a nivel más bajo que la calle y un sicomoro elevaba sus ramas desde allí.
Sólo el jardín y la vegetación habían sufrido la influencia japonesa. La casa, de
ladrillos y madera, era una mansión al estilo inglés tal como la concibiera el
arquitecto americano de fines del siglo pasado. Un puente de arco unía la casa con un
edificio pequeño, evidentemente las habitaciones de los criados, que se hallaba a la
derecha, y debajo del puente se extendía un camino de coche que rodeaba la
residencia. Un garaje enorme, desprovisto de puertas, se hallaba debajo de la casa
más pequeña. Una escalera de ladrillos de prensa ascendía por el frente de la enorme
mansión y el número fijado sobre la baranda de la escalera era el 2403. Se veía un
viejo gong, modelado como si fuera un muchachito japonés de abultado vientre,
frente a la casa pequeña, y el gong tenía el número 2401.
La puerta delantera se hallaba abierta, y por un momento, Robin vaciló en el
pórtico, pensando dónde se encontraría el número 2405. Y mientras miraba atónito a
su alrededor, una mujer comenzó a descender la escalera.
No era una mujer ordinaria. Por una parte, era más alta de lo que son la mayoría
de las mujeres; empero, estaba tan bien formada que no parecía ser alta en demasía.
No usaba sombrero, y su cabello era como una nube iluminada por los últimos rayos
del sol crepuscular. Encuadraba el cabello un rostro extrañamente hermoso, al que
hacían aún más extraordinario sus cejas de un negro profundo. Al pie de la escalera
se volvió, pasó frente a Robin y abrió uno de los buzones de correspondencia que
pendían de la pared del pórtico.
Robin recobró el uso de su lengua.
—¿Quisiera usted decirme dónde se halla el número 2405? —preguntó,
quitándose el sombrero.
La mujer le miró un momento y, aparentemente satisfecha por lo que veía, le
sonrió. La sonrisa casi hizo perder el sentido al reportero.
—¿Busca usted al señor Grove? —preguntó a su vez con profunda voz.
Robin asintió, agregando:
—O al señor Hillary.
—El señor Hillary vive allí —dijo ella señalando la casa pequeña que se hallaba
al otro extremo del puente—. Pero creo que ha salido. Encontrará usted al señor
Grove al terminar de ascender la escalera circular, en el extremo del hall. Suba la
escalera y abra la primera puerta que encuentre.

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—Esta es una casa extraña.
Robin no tenía ningún interés especial en la casa, pero quería mirar un poco más a
la mujer.
—Y una cantidad de gente extraña vive en ella —dijo ella sonriendo otra vez.
Sacó una carta del buzón y volvió a subir la escalera.
Tenía piernas hermosas, según notó Robin. Y, para ser tan alta, sus pies eran
pequeños. Se caló el sombrero y salió en busca de la escalera circular.
Esta no era circular… es decir, no giraba por completo sobre sí misma.
Sencillamente formaba una graciosa curva al ir descendiendo. La alfombra que cubría
los escalones era vieja y comida por las polillas; pero no molestaba ese detalle, pues
la baranda había sido labrada a mano, era muy antigua y hermosa. En la parte
superior, sobre la izquierda, estaba la puerta de la que hablara la joven y sobre el
marco se veía un hombrecillo de madera que hacía sonar la campanilla cuando se le
apretaba el vientre.
Mientras esperaba que se abriera la puerta, Robin miró a su alrededor. Había otra
puerta que daba a la escalera, y parecía dar paso al departamento ocupado por la
mujer de elevada estatura. Un cartelito, primorosamente impreso, anunciaba a todos
los visitantes que la entrada del 2403 se hallaba en la parte frontera del edificio. Muy
conveniente, pensó Robin, si los ocupantes del 2405 y del 2403 querían trabar
amistad íntima. Y, pensando en la mujer que vivía en el 2403, recordó de pronto lo
que le dijera McHaig. ¿Sería ella la mujer alta que durante corto tiempo había
retirado la correspondencia de la casilla 400?

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CAPÍTULO VII

M itchell Grove no tenía el aspecto que la fantasía popular suele atribuir a los
poetas. Parecía estar bastante bien alimentado y su cabello estaba bien
peinado. Tenía manos morenas y callosas, propias de un cavador de zanjas, y vestía
un pantalón de tela azul y una camiseta con agujeros. Le resultó dificultoso a Robin
el asociar a ese hombre con El lirio acuático, uno de los dos poemas de Grove que él
había leído, el que trataba de incestos y muertes súbitas en una isla solitaria del canal
de Santa Bárbara. El reportero se había imaginado siempre a este autor como un
individuo delgado con ojos dulces y mirada perdida en el infinito.
Grove era bastante delgado, pero con una delgadez fuerte y musculosa. Era
erguido, y sus hombros anchos y sus caderas delgadas. Aparentemente, había pasado
gran parte de su vida expuesto al sol y al viento, pues su piel estaba muy curtida, y se
veían pequeñas arrugas en las comisuras de sus ojos, como si hubiera mirado mucho
a cosas distantes. Seguramente que tenía un aspecto raro. Tal vez se debiera ello a que
sus brazos eran demasiado largos, y, viéndolos, Robin se dio cuenta de que la
chaqueta que encontrara en Point Utopia no le sentaría bien al poeta.
—Soy del News —anunció Robin.
—Ya lo compro —respondió Grove, y comenzó a cerrar la puerta.
—No lo vendo —prosiguió Robin—. Soy un reportero.
Grove abrió la puerta y se apartó.
—Entre usted. Lo siento —dijo.
Robin entró en la habitación más atractiva que había visto en su vida. No era
lujosa. En cuanto a eso, el moblaje era viejo y gastado; pero se confundía con las
paredes y con el cielo raso curvado y con la enredadera que cubría la parte exterior de
las ventanas.
La habitación tenía muchas ventanas. Ocupaban ellas gran parte de las paredes
hasta las puertas de cristal que daban a una pequeña terraza. Por una puerta abierta se
veía el dormitorio y había más ventanas cubiertas de hiedra que miraban sobre las
colinas al norte y al este. La habitación estaba construida alrededor de la caja de
escalera. Las puertas del pórtico daban frente a un panel de vidrios plomados que
miraban a la escalera circular y a cada lado del panel había estantes llenos de libros.
Grove pareció presentir la admiración del reportero.
—¿Le gusta?
—Enormemente.
—A mí también.
—¿Hace mucho que vive aquí?
—Tres años. Yo hice arreglar esta casa por encargo de la propietaria, la señora
Adams. La familia Adams la ocupó en otro tiempo. Luego el marido murió y los hijos
se casaron, dejando así a la vieja sola en esta casa tan enorme y sin disponer de

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mucho dinero. No podía alquilarla, de modo que la hice dividir en departamentos.
Hay seis de ellos. La vieja vive en el piso bajo, en las dos habitaciones que se usaban
para dormitorios. Una chica dibujante ocupa la antigua cocina, que se halla debajo de
mi dormitorio. Hillary, el artista, vive en lo que fueron las habitaciones de los criados.
—Señaló hacia las ventanas del este—. El otro estudio del piso alto es casi tan
hermoso como éste.
—Acabo de ver a su ocupante —dijo Robin—. Ella también parece hermosa.
—Lo es —admitió Grove—. Vamos. Le mostraré la casa.
Condujo a Robin al dormitorio, que era cálido y soleado. Aquí también el
mobiliario era indescriptible, pero eso no le robaba encantos.
—Esa es la cocina —dijo el poeta—. Tiene una puerta trasera y un pórtico y una
escalera, si es que uno quiere salir y dar el esquinazo a gente que no quiere recibir.
Saliendo del living-room, está el cuarto de baño. Es una distribución medio rara, pero
me gusta. ¿Quiere tomar algo?
Robin asintió.
—¿Whisky?
—Bueno.
Grove salió al pórtico y trajo un poco de hielo. Y mientras él se hallaba
preparando la bebida, Robin retornó al living-room y comenzó a examinar los libros.
No le costó mucho encontrar lo que buscaba: los tres libros de Zwick. Estaban en
muy buena compañía. A un lado se hallaba una colección de los poemas de Jeffers y
al otro El colono sonriente, de Paul Green. Tomó Botones de ámbar y miró la primera
página, pero estaba en blanco. Tampoco había nada escrito en El cerdo salvaje ni en
El Calliope ejecutó una canción fúnebre. Si le habían sido regalados a Grove por el
autor, éste había olvidado la dedicatoria.
—Los compré —dijo Grove.
Robin levantó la vista un poco avergonzado, al verle en pie en la puerta del
dormitorio con un vaso en cada mano.
—¿No conocía usted a Zwick?
—No. Aquí tiene su copa. Sentémonos.
Robin tomó asiento en un sillón de aspecto raído aunque confortable, bebió un
buen sorbo de su whisky y preguntó:
—¿Sabe usted por qué he venido a verle?
—Supongo que será por lo de Zwick. Uno de sus hombres me llamó anoche y
dijo que se había suicidado. Un par de reporteros me llamaron por teléfono esta
mañana. Lo siento, pero no puedo serle útil.
—Tampoco pudo serlo Turner.
—Yo no soy Zwick, ni tampoco lo es él, eso se lo puedo asegurar.
—Usted fue uno de los posibles durante cierto tiempo.
Robin estudió al poeta mientras éste hablaba. El hombre era bastante cortés con
él, ciertamente que se conducía con mucha más amabilidad que Turner. Empero, su

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buena disposición resultaba un poco falsa. No era genuina del todo. Con Turner, uno
se daba cuenta del terreno que pisaba. Él no lo quería a uno en su casa y lo decía sin
ambages.
—Ya lo sé —respondió Grove—. He leído docenas de ensayos sobre el asunto, y
todos ellos señalaban similaridades entre mis poemas y las novelas de Zwick.
Finalmente me forzaron a comprar los libros para poder comprobarlo. Y lo raro del
caso es que existe cierto parecido. He hallado docenas de diálogos y descripciones
que se tomaron de mis poemas.
—Turner dice que Zwick también usó parte de sus diálogos.
—Es muy fácil que así sea. Probablemente le robó a Hillary también. Creo que
esa es la razón de que los críticos nos hayan señalado. Parece que hemos sido sus
favoritos.
—Desde que murió Roberts —dijo Robin.
Grove asintió gravemente.
—Desde que él murió. Pero él no pudo haber sido Zwick.
—Eso es obvio.
—No lo digo porque esté muerto —agregó Grove—. No podría haber escrito una
novela de misterio… o debería decir, no lo hubiera hecho. Escribía solamente para su
satisfacción.
—¿Le conocía usted, entonces?
—Vivió allí durante dos años. —Grove señaló con la cabeza hacia el
departamento de Hillary—. Él fue uno de los primeros inquilinos.
—¿Y qué me dice de Sidney?
—No lo conozco. He visto sus trabajos solamente. ¿Ha desaparecido?
—No. Parece que no ha desaparecido nadie —respondió Robin—. Nadie, es
decir, nadie excepto Zwick.
—Y parece que él no existiera.
—No existía hasta hace poco tiempo —dijo Robin—. Hace poco encontró a un
hombre que le había visto.
Grove pareció algo interesado.
—Un empleado de correos —prosiguió Robin—. Él vio a Zwick cuando éste iba
a buscar su correspondencia.
—¿Lo describió?
—No pudo. Dijo que le conocería si llegaba a verlo otra vez.
—¿Por qué no le trajo usted por aquí?
Grove empinó su vaso y miró al reportero por sobre el borde.
—No quiso venir. Pero le mostré su retrato.
—¿Vio algún parecido?
—No pudo decirlo. Era un retrato muy raro. Lo tomaron hace más de diez años.
Tenía usted un aspecto distinto entonces.

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—Me imagino que sí —advirtió Grove—. Uno de estos días iré con usted al
correo y él me podrá examinar. ¿Quiere otra copa?
—No, gracias. Tengo que trabajar. —Robin se puso de pie.
—No le he ayudado en mucho.
—Eso no es culpa suya. De todos modos no me arrojó usted a la calle.
—¿Y Turner lo hizo?
—Tenía ganas de hacerlo. Me dijo que Hillary me echaría.
—Probablemente le pegará en la cabeza con uno de sus torsos —dijo Grove
mientras abría la puerta—. Lo estaré observando desde mi ventana.
Robin no experimentó la emoción de que le dieran en la cabeza con uno de los
famosos cuadros de Hillary, pues el artista no había retornado. Estuvo sentado un rato
en el pórtico, fumando y reflexionando respecto a ese extraño caso, esperando a que
Hillary volviera.
El sol calentaba en demasía para ser noviembre. El viento que soplaba del
desierto había robado al aire toda su humedad, y estaba tratando de arrancar las hojas
bronceadas del cerezo, sin lograrlo.
¡Qué país extraño éste! —reflexionaba el reportero—. Aquí estamos en invierno y
hasta el sicomoro que hace guardia en el jardín tiene todavía todas sus hojas. Estaban
cambiando de color, mustias y secas, pero no querían caer. Una buena lluvia
ayudaría; hacía un mes que no llovía, desde los primeros días de octubre, y, por el
aspecto del cielo, parecía que no llovería hasta que llegara enero.
No se veían señales de Hillary aún. Probablemente no vendría a su casa.
Robin se caló el sombrero y emprendió la marcha por el caminito. Un sonido
rechinante que provenía de arriba le detuvo, y al levantar la vista vio a la rubia alta de
pie en su pórtico. Nuevamente se preguntó si podría ser esa la mujer a la que viera
McHaig, y, debido a sus dudas y debido a que era ella muy hermosa, ascendió la
escalera y le sonrió.
—¿Los encontró? —inquirió ella.
—Encontré a Grove.
Ella le examinó curiosa y vio él que sus ojos eran de un azul profundo y que sus
pestañas eran tan largas que parecían artificiales.
—Hillary no vive aquí arriba —dijo ella.
Nuevamente sonrió Robin.
—Ya lo sé.
—Entonces, ¿por qué subió usted?
—Me pareció que este lugar era mucho más agradable para esperarle.
Frente a la joven había una enorme ventana que daba a una biblioteca. Era ésta
una habitación alegre con una chimenea de ladrillos en la que se veían los leños listos
para ser encendidos. El pórtico, en el que se hallaba un sillón de hamaca, era amplio y
había tiestos de flores que lo adornaban. Robin notó que la puerta de su departamento
tenía también un hombrecillo de madera con un timbre en el ombligo.

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—Hacía mucho calor allí abajo —agregó Robin—. Y no había flores.
—Hace calor aquí también —dijo ella.
—Pero hay un sitio blando para sentarse.
Estaba Robin en pie con el sombrero en la mano y con la vista fija en el sitio libre
de la hamaca al lado de la bella mujer.
Ella asintió.
—Tome asiento entonces.
Robin tomó asiento, la convidó con un cigarrillo y se sirvió uno.
—Me llamo Robin Bishop —dijo.
La mujer no hizo caso de la indirecta.
—Lindo nombre —fue su comentario.
—Soy reportero de un periódico —agregó Robin.
—Ya lo sabía.
—¿Cómo?
—Es un poco obvio, ¿no es cierto?
—¿Debido a Zenophen Zwick?
Ella asintió.
—El señor Grove me dijo hace un rato que los reporteros le andaban siguiendo la
pista.
—¿Conoce usted al señor Grove?
—Sí.
—¿Muy bien?
—Sí.
—¿Y a Hillary?
—También le conozco.
—¿Sabe usted si alguno de ellos es Zwick? —preguntó.
—No.
—Y no me lo diría si lo supiera, ¿no es verdad?
Ella le miró y sus ojos sonreían. Hermosos ojos, pensó él, y sus labios también.
Llenos, sin llegar a ser sensuales.
—Tiene usted hermoso cabello, Robin —dijo ella—. Es la clase de cabello que
llama a la caricia.
—¿Le gustaría a usted?
—¿Acariciarlos?
—No…, decirme si alguno de ellos es Zwick.
—Debería usar trajes azules en lugar de grises, Robin. No, no se lo diría. Pero
estoy segura de que ni Grove ni Hillary es su Zenophen Zwick.
Su mano derecha se apoyaba en los almohadones de la hamaca, y la mano de
Robin se hallaba muy próxima a la de ella.
—¿Sabe usted dónde está la sucursal de correos de Sinex Avenue? —inquirió
Robin.

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Nuevamente le miraron esos ojos azules y parecieron sonreír otra vez.
—Supongo que se halla en Sinex Avenue.
—¿Nunca ha estado allí?
—No.
La mano de la joven se apoyaba ya en la de Robin.
—Una mujer como usted acostumbraba ir allí —dijo Robin—. Hace casi un año.
—¿Una mujer alta?
Ahora tenía ella los ojos fijos en el mar. Su mano todavía sobre la de Robin.
—Una mujer alta y hermosa con cabellos rojos dorados.
—¿Tan alta como yo?
—Sí. Ella acostumbraba abrir la casilla cuatrocientos y retiraba la
correspondencia dirigida a…
Ella le interrumpió:
—¿A Zenophen Zwick?
—No. A William Nye.
—No era yo entonces. Mi nombre no es Nye. —Levantó la mano de Robin—.
Linda mano. Morena y fuerte. Nunca he estado en esa sucursal, Robin. Ya me vio
usted recoger mi correspondencia en el buzón de abajo.
—Esto ocurrió hace casi un año —repitió él—. El empleado que pone las cartas
en la casilla recordaba haber visto varias veces a la mujer. Luego dejó ella de ir. Pero
él todavía la recuerda.
—Debió haber dejado ella una impresión duradera.
—Ya le dije que era hermosa.
Sus ojos se encontraron de nuevo. Los de ella seguían sonriendo.
—Si fuera usted un empleado de correos, ¿me recordaría durante un año?
—Mucho más que eso —respondió Robin—. Si fuera un empleado de correos.
—Pero no lo es usted.
—No.
—¿De modo que no me recordará usted?
—No he dicho eso.
—¿Le ayudará esto a recordarme?
Le besó suavemente, le despeinó el cabello con los dedos y, antes de que él le
pudiera devolver la caricia, se puso en pie, le sonrió y entró en su departamento.
Robin permaneció frente a la puerta durante un momento y dos veces sus dedos se
acercaron al abdomen del hombrecillo. Luego se caló el sombrero y bajó las
escaleras.
En el pórtico se detuvo y se acercó a los buzones, preguntándose por qué no se le
había ocurrido hacer eso antes. Una tarjetita sobre uno de los buzones le dijo que la
mujer que habitaba el número 2403 era Syrena Chapman Turner. Eso era extraño.
Otro Turner más complicado en el caso. ¿Sería ella, por casualidad, pariente del autor
teatral?

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Cuando llegó a su coche, vio que eran casi las dos de la tarde, y recordando que
no había almorzado, se dirigió cuesta abajo en busca de algún restaurante. Halló uno
en la esquina y entró, tomó asiento frente al mostrador y pidió un sandwich y un vaso
de leche.
El recuerdo de la mujer alta le inquietaba todavía. Era ella demasiado atractiva;
aun un hombre enamorado de su esposa no era culpable si dirigía sus ojos y sus
pensamientos hacia ella de vez en cuando. Era un tonto y lo sabía. Ella le había
sonreído, le había tomado de la mano y le había besado, solamente para detener sus
preguntas. Se acrecentó su convicción de que Zwick estaba vivo, y que Syrena
Chapman Turner conocía su identidad.
Había mucha posibilidad en la teoría que le esbozara a Clark y a Barton, y el
poeta ajustaba perfectamente con ella. Si había escrito las novelas policiales, se
sentiría avergonzado de ellas, tan avergonzado que no las hubiera firmado con su
propio nombre. Y, como era un individuo imaginativo, podía concebir un plan así
para librarse de Zwick, una vez que esa otra personalidad hubiera servido a sus
propósitos.
De cualquier modo, nada podía hacer sino esperar. Su conversación con Grove,
Turner y la rubia, no le había servido de nada. Hillary sería probablemente de poca
utilidad también. Aparentemente, la única persona que podía resucitar al escritor era
el empleado de correos que había creado a una persona de carne y hueso con lo que
parecía ser un mito.
Se trataba de algo excitante, la historia más interesante en que había trabajado
desde que fue a Morgantown para ocuparse de una huelga y se halló investigando un
caso de asesinato. En cierto modo, pensó, era más llamativo, porque no se trataba de
ningún homicidio. A menos que (y era una posibilidad) Barton y Clark y los
periódicos de la oposición estuvieron en lo cierto, y fuera esto sólo una triquiñuela
publicitaria.
Un vendedor de diarios comenzó a gritar en el exterior. Lo que decía no era
posible entenderlo, pero parecía ser algo interesante, y Robin le llamó.
—Han visto a ese tipo Zwick —anunció el muchacho cuando le entregó una
edición del News—. Un cartero lo vio.
Barton había cumplido su amenaza. En un artículo a dos columnas firmado por
Gordon McHaig había sobrepasado todos los records del, periodismo.

«Vi a Zenophen Zwick —comenzaba la noticia—. No lo vi una


sola vez sino muchas. Y vi a la mujer misteriosa que es la única
persona viviente que conoce su verdadero nombre».

Robin sonrió y plegó el diario. Esta no sería la última vez que lo fotografiaban al
señor McHaig, se dijo a sí mismo. Su retrato aparecería en todos los diarios de la
ciudad, ahora que su nombre y dirección se habían publicado en el News.

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El reportero pagó su cuenta y abandonó el restaurante. Cuando hacía arrancar el
coche, vio a un hombre que se parecía mucho a Merle Hillary ocupando un taxi en la
esquina. Estaba comprando un diario.
Robin se dirigió entonces a la vieja casa de Mountain View. Pero Hillary no se
hallaba allí. Y aunque el reportero lo esperó durante media hora, no apareció. Robin
pensó que debía haber sido otra persona, y emprendió la marcha hacia su oficina. Al
fin y al cabo, podía haberse equivocado. Sólo había visto a Hillary en una
oportunidad, en una exposición de arte en Nueva York y ya hacía tres años de eso.

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CAPÍTULO VIII

R einaba la calma más absoluta en la oficina el Evening News. Sólo había una
noticia local de poca importancia y, aunque la aprovechasen hasta el límite, se
podía ver que el editor no le tenía ninguna confianza.
Por lo general, cuando sucede algo de importancia, o cuando está por suceder,
reina cierta agitación en la oficina de un diario. Ese día no había ninguna, y casi todos
estaban medio dormidos. Nada parecía indicar que estaba por ocurrir un crimen
terrible, lo más grande en cuestión periodismo desde los asesinatos de Morgantown.
Al entrar en la oficina, Robin se sintió deprimido de inmediato, perdió la satisfacción
que había sentido hacía sólo media hora. ¿Estaría equivocado? ¿Habría caído en la
trampa como un novato, arrastrando a su periódico en su caída? El rostro de Clark le
anunció que así era. También el de Barton y el de Denby. Estos últimos tenían un
tablero de ajedrez entre ambos, pero hablaban más de lo que jugaban, y el tema de la
conversación (sin duda elegido para molestar a Robin) era la publicidad.
—¿Recuerdas aquel mal actor que no podía conseguir trabajo y que llenó su auto
con dinamita y amenazó volar la ciudad? —preguntaba Barton—. ¡Jesús! ¡Cómo nos
dejamos engañar esa vez! Pero también le pasó lo mismo a todos… hasta a los
policías. Hicieron retirar a la gente de sus casas y cerraron las calles una milla
alrededor del individuo. Estuvimos todo un día esperando que cerrara el contacto, y
luego un mocosito se le acercó y se dio cuenta que todo era una farsa.
Denby movió su reina.
—Jaque —dijo—. Esa no fue tan linda como la vez aquella que el violinista se
vino a pie desde Florida con su hijita de tres años de edad.
—Me había olvidado de eso —contestó Barton, poniendo su alfil frente a su rey
—. La mamá había muerto en un ciclón y el violinista tenía el corazón partido.
—Pero no su ánimo —agregó Denby, haciendo una jugada—. Tenía coraje, te lo
aseguro. Vino aquí para empezar una nueva vida, vino para que la tragedia se
convirtiera en felicidad para su hijita. Si es que recuerdo bien, esa era su versión del
asunto, señor Barton.
—En aquella época todavía era un idealista —contestó Barton—. Pero perdí mis
ideales tal como tú perderás tu reina que has dejado frente a mi alfil. —Se comió la
pieza—. El violinista me ayudó a perderlos. Me sentí muy apenado entonces.
Después que le conseguí un puesto en una orquesta y colecté seiscientos dólares en
efectivo para la niña, averigüé que sólo había venido a pie desde la playa.
—Todavía lo haces bastante bien —dijo, señalando el extraordinario artículo
respecto a la búsqueda del cuerpo de Zenophen Zwick.
Barton, sin consultar al gobierno, había logrado la ayuda de seis lanchas
patrulleras, nueve corbetas guardacostas y escuadrón de aviones del ejército para
colaborar con la policía de Point Utopia en la búsqueda del cadáver. Eso era una

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exageración. Ya había dos corbetas de los guardacostas que recorrían toda la playa.
Había también innumerables botes y dos viejos aeroplanos de un aeródromo cercano.
Todos los hombres de negocios retirados, desocupados, pescadores y residentes de la
playa, buscaban a Zwick, ahora que se ofrecían seis mil dólares de recompensa. Con
esa suma, el escepticismo de la oposición no hacía ningún efecto. La gente prefería
creer al News.
—Pero mi trabajo no tiene la misma profundidad y emoción de antes —respondió
Barton mientras esperaba la próxima jugada de Denby—. No tiene el sentimiento que
tenía cuando escribí respecto a las jovencitas que vivían en la vergüenza en las casas
de alquiler de Main Street. Entonces era un creyente. También era presa fácil.
—Vete al infierno —respondió Robin, y desapareció en el archivo.
Cuando salió tenía un montón de libros, recortes de periódicos y sobres que
contenían retratos. Barton hablaba respecto a su niñez.
—Nunca usé zapatos hasta que no cumplí los quince años —decía—. Y no lo
creerás, pero fui uno de los quintillizos. Papá no se dio cuenta de las posibilidades
que le ofrecíamos los hijos, de modo que ahogó al resto de la lechigada.
Gradualmente Robin fue concentrándose en los papeles que había traído. Lo que
más le interesó fue un delgado sobre que tenía el nombre de Turner. En él había
cuatro recortes, ninguno de ellos era extenso, y tenían la fecha de 12 de octubre 1935.
La historia que relataban no era sensacional, pero a Robin le pareció importante. En
esa fecha, Kermit Turner, el autor teatral, había conseguido el divorcio de Syrena
Chapman Turner. Ella le había abandonado, según decían los artículos, y no se
presentó para prestar declaración en el juzgado. Su abogado, Roy Thompsen, anunció
que se había hecho una repartición de los bienes en privado.
Robin leyó los recortes varias veces y tomó algunas notas. Luego examinó los
otros, anotando unas palabras de vez en cuando, y al cabo de un rato, leyó lo que
había escrito:
Mitchell Grove. Nacido en agosto 1 de 1900. Greenwich, Connecticut. Graduado
en el Instituto de Tecnología de Massachussetts en 1923. Consiguió distinción en
Yale. Profesor de poesía en la Universidad de Nueva York desde 1927 a 1928. Autor
de Arenas blancas, Campo de maíz. El lirio acuático, Aguas negras, La colina y
Hierro al rojo. Soltero. En 1932 fue guardavías del ferrocarril de Pennsylvania. En
1933 trabajó en la dirección de electricidad de la ciudad. Aparentemente, no tiene
empleo en la actualidad.
Merle Hillary. Nacido en enero 2, 1896. South Bend, Indiana. Se quedó en
Francia después de la guerra y estudió arte. Graduado en la Universidad de París, en
1922. No se le conoció hasta 1927 cuando retornó de los Mares del Sur con 37
cuadros. Ha colaborado en muchas revistas con artículos sobre arte. Un libro que trata
del trabajo de Gauguin. Compiló una antología de literatura americana. En 1929
acompañó a una expedición de arqueólogos que fue a América Central. Soltero.

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Kermit Turner. Nacido en mayo 4 de 1890 en la ciudad de Nueva York. Graduado
en Yale en 1912. Crítico dramático del Times durante 15 años. Una novela de misterio
El asesinato del crítico, publicada en 1920. (Parece que con esto queda Turner fuera
de la cuestión —no se avergonzaba de firmar con su nombre una novela de misterio
en aquella época— no lo estaría ahora tampoco). Su primera obra en 1923 fue un
éxito. Ha escrito 12 obras de teatro. Sólo dos fracasos. Autor para la pantalla durante
seis meses en el año 1934. Se divorció aquí de Syrena Chapman Turner en 1935.
Motivo: abandono.
Septimus Sidney. Nada se sabe. Conseguir alguien de Nueva York que lo
investigue. De todos modos no es importante.
Jonatham Roberts. Nacido en Junio 7 de 1897 en París. Graduado en 1921 en la
Universidad de París. (Probablemente conoció a Hillary ahí). No hay informes de la
fecha en que llegó a América. Su primera novela El árbol de las abejas se publicó en
1923, editorial McNeile e hijos. La segunda, El extraño, en 1929. Misma editorial.
No hay más detalles respecto a él hasta noviembre 15 de 1935, fecha en que se cayó
de un barranco en Carmel Highlands. El cadáver fue encontrado por Peter González
en la playa cerca de Point Sur. Se consideró que la muerte fue debida a un accidente.
Robin se guardó sus notas en el bolsillo, se incorporó, se caló el sombrero y
preguntó a Clark:
—¿Me necesita para algo más?
—Creo que ya tenemos bastante por hoy —dijo Clark secamente.
Robin se alejó sin replicar.
—Podría usted reflexionar un poco esta noche —prosiguió Clark—. Conciba un
plan brillante por si acaso se trata de una treta de publicidad.
—Muy bien —replicó Robin, tratando de no demostrar la ira que sentía—.
¿Vamos, Bart?
—Voy —respondió el aludido.
Barton se puso el sombrero y le siguió en dirección al ascensor.
Tomaron un par de copas en el bar de la esquina, y Barton charló animadamente
respecto a lo que ocurriría si el Empire estudio encontraba vivo a Zwick.
Por primera vez en su vida, Robin se sintió molesto con su amigo, pero contuvo
su lengua, pagó las bebidas y llevó a Barton a su casa.
Caía ya la noche cuando llegó a su casita, y sabiendo que Mary le esperaba, se
desvaneció su ira. Ella no le fue a encontrar en la puerta. Estaba sentada cerca de la
ventana con una pila de libros al lado y tan enfrascada en la lectura que no le oyó
entrar.
—Muy lindo —dijo él.
Ella levantó la vista y le sonrió.
—No hay nada para cenar. Estoy buscando a Zenophen Zwick.
Robin la besó y tomó la novela que ella estaba leyendo. Era El extraño, de
Roberts.

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—Esta fue la única novela de Roberts que pude conseguir —dijo Mary—. Pagué
veinticinco centavos por ella. Las otras no eran tan baratas. Tendremos que vivir a
pan y leche durante el resto de la semana.
—Tendremos que vivir así durante más tiempo si resulta esto un fracaso —dijo
Robin—. ¿Tomamos una copa?
—Bueno.
Robin abrió una botella de whisky y llenó dos vasos. Mientras bebían le contó a
Mary lo que había pasado durante el día, respecto a Turner, Grove y la rubia,
omitiendo algunas partes del relato. Y le dijo respecto a McHaig y al temor de Clark
que hubieran caído en una trampa publicitaria.
—¿Crees que sea así? —preguntó Mary.
—No —respondió Robin, sacudiendo la cabeza—. Todavía sigo pensando que es
algo muy importante.
Para beneficio de su esposa, le explicó la teoría del autor con dos personalidades.
—Y creo que es Grove —agregó—. Él encaja perfectamente en mi teoría.
—Muy pronto voy a saber quién es Zwick —afirmó Mary—. El único libro de
Hillary que pude conseguir fue el que escribió sobre Gauguin. Compré todas las
novelas de Zwick y dos de las obras de Turner y una novela por Sidney. No pude
obtener todos los poemas de Grove, pero conseguí tres. Ahora estoy leyendo todo.
—Te arruinarás la vista.
—Pero averiguaré quién es.
—Muchos críticos han tratado de averiguarlo… y fracasaron.
—Quizá no fracase yo.
—Y tal vez sí.
—No me animas mucho.
—No quiero que abrigues demasiadas esperanzas.
La joven dejó su vaso vacío y besó a su esposo. Este se alegró entonces de no
haber llamado a la puerta de la rubia.
—Ahora comeremos —dijo ella—. En algún restaurante en donde la cena cueste
cincuenta centavos.
Estuvieron buscando durante una hora y finalmente cenaron en un café y
finalizaron a las siete de la noche. Mientras tomaban café, se oyeron una serie de
sirenas que resonaban en la ciudad. Todos los autos policiales y carros de incendio de
la ciudad parecían recorrer las calles. Un automóvil negro pasó frente al restaurante.
Estaba ocupado por una docena de agentes de policía.
—Quédate tranquilo —dijo Mary—. Ya lo leerás mañana en el diario.
Pero Robin no podía estarse quieto y, finalmente, Mary le dio una moneda y le
señaló la cabina telefónica.
—He estado llamando a su casa y a todos los bares de la ciudad —le dijo la
telefonista del diario—. Espere un momento. El director quiere hablar con usted.

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Así era. Clark quería decirle que Gordon McHaig había sido asesinado en la
puerta de su propia casa, que estaba ubicada en South Lighthouse Drive número 615.

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CAPÍTULO IX

N adie, excepto su asesino, vio morir a McHaig. Su esposa, una mujer pálida, de
unos cincuenta años de edad, con un lunar sobre su labio superior, estaba en la
cocina en ese momento. Oyó sonar el timbre de la puerta, llamó a su esposo para que
atendiera, le oyó acercarse a la puerta lentamente y abrirla. El estampido de dos
disparos le hizo dejar caer la cafetera que tenía en la mano. Durante un momento
permaneció inmovilizada en el centro de la cocina y, cuando al fin pudo moverse y
entró en el living-room, halló a McHaig muerto. Yacía boca abajo sobre el umbral,
una mano debajo del cuerpo y la otra extendida, y había un charco de sangre que fluía
de sus heridas.
Sus gritos atrajeron a los vecinos y éstos habían llamado a la policía, la que se
presentó en seguida. La calle estaba muy pobremente iluminada. Una débil lámpara
pendía en medio de la cuadra, y todo lo que hacía era atraer a los bichos. De todos
modos, era la hora de la cena cuando llamó el asesino de McHaig y los vecinos se
hallaban comiendo. Ni siquiera los disparos lograron distraerles en su ocupación.
Fueron los gritos de la señora McHaig los que llamaron su atención. Ella había
amado al muerto, probablemente era la única persona del mundo que le quería, y
cuando vio el cuerpo tirado en el suelo lanzó dos gritos y se desmayó.
Robin no vio el cadáver. Ya se hallaba éste en camino hacia la morgue cuando él
llegó. Pero oyó el relato de la señora McHaig. Ella había estado histérica al principio
para declarar y todo lo que pudo hacer durante un largo rato fue hamacarse en su
sillón y llorar, saltando de vez en cuando para lanzar un grito a los hombres que se
apiñaban a su alrededor.
La mitad de la fuerza policial se hallaba en la casa de Lighthouse Drive, quitando
a los pilletes de su camino, ordenando a los vecinos que se retiraran, tratando de
evitar la entrada a los reporteros y fotógrafos, y causando confusión inacabable.
Robin hizo que Mary permaneciera en el automóvil, saltó la cerca de maderas blancas
y subió rápidamente los escalones, encontrándose con Barton, que se apoyaba contra
una pared del living-room, y observaba a la señora McHaig. Esa vez su delgado rostro
parecía penoso y cuando habló lo hizo sin su acostumbrado tono de chanza.
—¡Jesús, lo ha tomado de una forma terrible! —exclamó—. Me siento algo
culpable. Si no hubiera escrito esa estúpida historia esta tarde, quizá estaría él aquí
comiendo su cena. —Señaló hacia la mesa del comedor. Estaba puesta para dos y ya
no la ocuparía más la pareja de ancianos.
Había cuatro detectives de pie frente a la mujer. Eran individuos enormes vestidos
con trajes de sarga azul y no necesitaban chapas para que se supiera su identidad.
Otros dos hombres, desconocidos para Robin, permanecían cerca. Eran tranquilos y
dotados de buenos modales, y parecían tener poco que ver con el asunto.

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—Son inspectores del correo —explicó Barton—. Los federales han tomado parte
en el caso.
Parecía imposible que en una habitación tan pequeña pudiera caber tanta gente sin
que se hundiera el piso. El hogar de los McHaig era pequeño y mal amueblado, pero
estaba muy limpio.
El News, con la fotografía de McHaig en la página primera, estaba sobre una
mesita en un rincón y la lámpara arrojaba su luz sobre el sitio donde el hombre
estuviera sentado antes de que el timbre de la puerta lo llamara hacia la muerte.
Desde donde estaba, Robin podía ver la fotografía y le pareció que le señalaba
con un dedo acusador, y la borrosa cara parecía decirle que él era el culpable. Apartó
los ojos del diario y preguntó:
—¿Qué ocurrió?
—No estoy seguro —dijo Barton—. Parece que McHaig atendió una llamada a la
puerta y le metieron un par de balas en el pecho. El pájaro debió haberle puesto la
pistola sobre el pecho y disparó.
—¿Quién fue el culpable? —preguntaba uno de los detectives—. Vamos, señora,
díganos quién fue.
—Fue el hombre de la bolsa —intervino Barton—. Déjenla tranquila. Ella no
sabe quién fue el culpable.
El detective, un hombre corpulento de nombre Joe Hillman, le lanzó a Barton una
mirada venenosa.
—Otra broma suya y le arrojaré a la calle —amenazó.
—Ya lo hizo una vez… ¿recuerda? —Barton no sonreía al decir eso.
Hillman pareció recordarlo, pues no replicó.
La señora McHaig levantó la cabeza.
—No lo sé —dijo.
Hablaba con voz monótona y sin demostrar ninguna emoción. Ya no lloraba y sus
ojos habían perdido su brillo. Su labio superior temblaba sin cesar y levantó la mano
para detener ese movimiento nervioso.
—Estaba en la cocina preparando la cena. Estaba haciendo café y Gordon leía su
diario. Había un artículo respecto a él.
El recuerdo pareció brindarle algo de consuelo y miró a su alrededor, vio el
diario, se levantó y lo ofreció a los detectives.
—Vean. Es su retrato y su nombre figura en la noticia.
Comenzó a llorar de nuevo, pero en tono muy bajo ahora, y tenía el diario contra
su seno.
Robin fijó la vista en la pared. Oyó que Barton susurraba:
—¡Jesús! ¿Por qué tiene que hacer eso?
—Siga —dijo Hillman en tono brusco. Su voz detuvo las lágrimas de la buena
mujer.

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—Sonó el timbre de la puerta. Le dije a Gordon que atendiera y le oí ir hacia la
puerta. Luego se oyeron dos disparos y cuando llegué allí le vi en el suelo boca abajo.
Se tomó la cabeza entre las manos y gimió.
—¿A qué hora fue eso?
Hillman parecía no tener sentimientos.
Ella le miró estúpidamente.
—¿Hora?
—Sí, hora —repitió Hillman—. ¿Eran las seis, o las seis y media?
—No lo sé con seguridad. Deben haber sido las seis y media. Hacía rato que
Gordon estaba en casa. —Miró a todos los rostros que estaban vueltos hacia ella—.
Llega a casa poco después de las seis, por lo general. No está muy lejos el correo.
Ocho cuadras, y él caminaba rápido, y esta noche vino más rápido que de costumbre,
pues quería mostrarme el diario. Quería que yo viera su fotografía.
Robin vio que Barton apretaba la mandíbula y que no miraba a la señora.
—Ten calma, Bart —susurró—. No fue culpa tuya sino mía.
—¿Qué importa eso? —respondió Barton.
La voz de Hillman pareció más áspera que nunca.
—Cuando fue usted a la puerta y le encontró, ¿no vio a nadie?
—No. No vi a nadie.
—¿Nadie corría por la acera?
—No vi a nadie.
—¿Oyó el motor de algún auto?
—No sé.
—Vamos, vamos. Debe recordarlo —dijo Hillman con impaciencia.
Barton miró a Robin. Su delgado rostro estaba pálido y apretaba los dientes. Hizo
una seña hacia Hillman y juntos cruzaron la habitación y Barton tomó a Hillman por
el brazo.
—Venga aquí un momentito, Joe. Robin y yo queremos hablar con usted.
—Fuera —respondió Hillman—. Estoy ocupado.
Barton insistió. Dio un tirón a la manga de Hillman.
—Vamos —dijo.
Hillman le acompañó.
—Díselo tú, Robin —dijo Barton.
—¿Le gustaría que le diera un trompis en la nariz? —preguntó Robin
tranquilamente. Hillman echó hacia adelante su mandíbula y crispó los puños.
—¿Lo hago, Bart? —preguntó Robin.
—Seguro —respondió Bart—. A menos que deje de molestarla.
—¿Qué dice? —le preguntó Robin a Hillman.
—Ustedes dos son demasiado listos —respondió Hillman, pero en su voz no se
notaba ya la aspereza anterior. Miró los hombros de Robin, notó la musculatura que
se adivinaba a través de la ropa, y agregó—. La trataremos con más cortesía.

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—Espléndido —dijo Bart.
Hillman fue más cortés con la señora McHaig. Formuló unas pocas preguntas
más, tomó un par de notas, y se llevó consigo a sus ayudantes.
La señora McHaig estaba aún sentada en su sillón, mirando al vacío, y cuando
Barton le tocó el hombro, comenzó a llorar de nuevo.
—No llore usted —dijo Barton con voz suave—. No le hará ningún bien ya.
¿Tiene algún pariente?
—Una hermana —replicó ella, dejando de llorar.
—Vamos. Tome algunas ropas. Cerraremos la casa y la llevaremos allí. —Se
volvió a los otros reporteros—. Todos nos vamos. ¿Está bien?
Todos asintieron. Salieron al patio, tomaron más fotografías de la pequeña casa y
siguieron a los detectives a la jefatura. Los dos inspectores del correo miraron a su
alrededor un poco más y luego partieron. Muy pronto salió Barton con la señora
McHaig, y Robin apagó la luz y cerró con llave la puerta de entrada.
—Tú llévala a casa de su hermana —dijo Barton—. Yo me iré con Mingo. Te
espero en la jefatura.
Y se retiró.
Durante el camino hacia la casa de la calle 54, en la que vivía su hermana, la
señora McHaig estuvo apoyada sobre el hombro de Mary y a veces lloraba un poco.
Y cuando la oía llorar, Robin sentíase profundamente avergonzado y culpable. Si no
hubiera sido por él, McHaig estaría vivo aún.

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CAPÍTULO X

E l asesinato de Gordon McHaig puso punto final a la búsqueda de Zenophen


Zwick. Era aparente que el escritor de novelas policiales estaba muy vivo y que
no se contentaba a limitar sus crímenes al mundo literario.
A McHaig lo habían asesinado porque podía identificar al hombre que retiraba la
correspondencia de la casilla 400 y, aparentemente, era ésa una razón muy poco
valedera.
El asunto había salido de manos del jefe de policía de Point Utopia, lo que era
mejor. El hombre no estaba en condiciones de manejar un caso que requería la mano
maestra de la policía metropolitana y deducciones científicas. La policía de la ciudad
y la oficina del fiscal del distrito tomaron a cargo el asunto, con la ayuda de los
federales.
Toda esa noche la ley buscó a Zenophen Zwick o William Nye, o quienquiera que
fuese él, y los vendedores de diarios hicieron negocio en todas las esquinas, y las
sirenas resonaron en toda la ciudad, y los atemorizados ciudadanos cerraron sus
puertas y ventanas y hablaron varias veces por teléfono a la policía para comunicar
que veían a gente sospechosa cerca de sus casas.
Pero cuando salió el sol, trayendo a su vera al viento del desierto, el matador de
McHaig no había sido apresado. La luz del día actuó como un sedativo. Puso
gobierno a la máquina de la ley, la que había actuado como enloquecida durante toda
la noche. Los detectives comenzaron a examinar el caso como debían, comenzaron a
darse cuenta de que no podrían apresar a Zwick hasta que supieran quién era en
realidad o qué aspecto tenía.
Disponían de dos indicios: la casaca y la nota escrita a máquina que hallara Robin
en la playa, y en ellas ponía sus esperanzas el Jefe de Detectives Hallam Taylor.
La chaqueta era un indicio muy pobre. Antes de quitársela, Zwick la había
revisado cuidadosamente…; no había ni siquiera uno de esos alfileres de gancho
pequeños que los limpiadores suelen poner en las mangas o en la parte trasera cuando
hacen su trabajo. Existía divergencia de opiniones con respecto a quién habría
confeccionado la prenda. Un criminalogista afirmaba que era de confección. El otro
decía que era de medida. Y los sastres y vendedores de ropas de confección, a
quienes llamaron a declarar, no estaban seguros tampoco. Los investigadores
examinaron la prenda con el microscopio. Quitaron fragmentos del paño y del forro y
los enviaron a las hilanderías. Otros trozos se les dieron a los detectives y éstos
comenzaron a recorrer todas las casas de empeño y los establecimientos en los que se
vendían ropas.
La nota tenía algo más de valor. Había sido escrita a máquina. En algún sitio de la
ciudad se hallaba la máquina que usara el que la escribió, una Corona portátil que no
se había limpiado desde hacía algún tiempo. Y el autor, aparentemente, no era un

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dactilógrafo experimentado… o quería dar esa impresión. Las letras eran desiguales,
como si Zwick las hubiera escrito con dos dedos en el teclado y muy lentamente. Se
hicieron copias fotográficas de la nota y se llevaron a todas las casas de ventas de
máquinas y talleres de composturas; y los empleados comenzaron a probar todas las
máquinas que tenían y a enviar muestras de las escrituras a la oficina de policía.
Ahora había cambiado la actitud de los diarios de la oposición con respecto al
caso. El día anterior, el Bulletin y el Press habían tratado de echarlo abajo. Hoy no lo
hacían. Lo hacían flamear con títulos más grandes que los usados por el News. Y los
empleados de la prensa se ocuparon seriamente del asunto.
El asesinato de McHaig, si lo hubiera matado un marido celoso o uno de los
parientes de su mujer, no hubiera aparecido en la primera página. Pero, debido a que
lo asesinó una persona casi fabulosa, un literato brillante y desconocido, por algo que
parecía ser una razón estúpida, era una noticia de extraordinario interés. Se hacían
miles de conjeturas con respecto a la identidad de Zwick. Pero, temerosos de ser
acusados de calumnias, los directores de los diarios ponían especial cuidado en no
mencionar nombres y dejaron fuera del asunto a todos los autores vivos… y muertos.
El relato del News era muy mesurado. Los dos jóvenes que lo escribieron antes de
que saliera el sol eran más serios de lo que lo habían sido en toda su vida. Sus
artículos eran sencillos, y por esa razón lograron comunicar al público su sentimiento
de horror por lo ocurrido. Cuando salió el sol, sólo faltaba escribir los títulos de la
noticia principal. Fatigados, Robin y Barton abandonaron sus máquinas de escribir,
subieron a la terraza donde se hallaban las duchas, y se bañaron con agua caliente.
La ciudad había despertado cuando ambos bajaron a la calle y se dirigieron a un
restaurante que se hallaba a una cuadra de distancia del edificio del diario.
Thelma, la camarera rubia de grandes senos, tomó su pedido. Preguntó de qué
cuneta se habían levantado y si el barrendero les había interrumpido el sueño a esa
hora.
—Apenas son las seis —dijo ella—. No tienen ustedes obligación de venir aquí
hasta las ocho.
—Es verdad, así es —replicó Barton—. Pero nos aburrió la rutina diaria. Quizá
usted nos cocine los huevos, dos minutos y medio esta mañana en lugar de hacerlo
durante cinco. Eso completará todo el cambio.
Barton se volvió para conversar con Robin, mientras esperaban la comida.
—¿Qué sacas en claro de todo este lío? —preguntó.
—No sé qué decirte —contestó Robin.
—Tendrás que pensar una teoría nueva. La de ayer no sirve ya para nada.
—No.
—¿Te figuras ya quién pueda ser Zwick?
—Todavía no.
—¿Para qué habrá dejado su chaqueta en la arena? —preguntó Barton.
—Tal vez no fue él quien lo hizo —respondió Robin.

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—¿Quién lo hizo, entonces, y por qué?
—Quizá alguien quería averiguar quién era Zwick. Tal vez pensó que los diarios
descubrirían entonces quién era Zwick.
—Es verdad, eso es posible —dijo Barton—. Y este café es horrible. ¿Por qué
comemos en esta fonda, y qué razón existía para descubrir al creador de Zwick?
Tiene que ser algo importante…; de otro modo, ¿por qué mataron a McHaig, el único
que había visto a Zwick?
—Que me maten si lo sé —replicó Robin. Sacó del bolsillo las notas que tomara
el día anterior y se las dio a Barton—. Aquí tienes a los posibles Zwicks…; elige uno.
El otro estudió las notas mientras comía y a poco dijo:
—Quizá ninguno de ellos sea Zwick.
—Uno de ellos tiene que serlo.
—Pero ¿por qué?
—Ese recorte que estaba en la chaqueta lo pusieron para algo, Bart.
—Supongo que sí. ¿Pero qué razón?
—Probablemente para decirnos dónde podíamos empezar a buscar a Zwick.
Barton estudió nuevamente las notas.
—Bien, a Sidney no hay que contarlo y a Roberts tampoco. Tenemos entonces a
Hillary, Turner y Grove.
—Y a una rubia llamada Syrena Chapman Turner. La señora de gran estatura de
quien te hablé, la que vive en el piso alto.
Barton vació su taza de café y se quedó mirando la borra que quedaba en el
fondo.
—¿Crees que sea ella la mujer que visitaba la casilla cuatrocientos?
—Es posible.
—Turner se divorció de ella el año pasado en el mes de octubre, y esa casilla se
alquiló en julio. —Dejó la taza y apoyó los codos sobre la mesa—. Él podría haber
alquilado la casilla. Y podría haberla mandado a ella a buscar la correspondencia al
principio. Naturalmente, después del divorcio iría él mismo.
—Es posible. Será mejor que volvamos a la oficina.
Pagaron sus cuentas y salieron. Hacía bastante calor y la atmósfera era la
apropiada para un día de verano.
—¡Qué clima! —gruñó Barton mientras se dirigían hacia la entrada del diario—.
¡Y qué empleo tenemos! Nos hacen subir las escaleras a esta hora temprana porque
no quieren poner de servicio a un ascensorista antes de las siete.
Clark se hallaba sentado frente a su escritorio, y leía los artículos de ambos
periodistas. Levantó la vista con expresión aprobadora.
—Todo lo que necesitamos es una noticia preliminar —dijo—. ¿Se les ocurre
alguna idea?
—¿Podríamos usar el asesinato de McHaig? —dijo Barton—. Escribí el artículo
principal teniendo eso en cuenta.

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—Deberíamos tener alguna novedad —Clark señaló al Bulletin—. Ellos ya
usaron eso.
—Así parece —dijo Barton apesadumbrado.
Clark no tomó en cuenta la indirecta o no la notó.
—Lo he puesto a Casey para que vigile a Taylor, quien ya está encargado del
asunto. Casey tiene algunos informes sobre la búsqueda del dueño de la chaqueta y de
la máquina de escribir. McWilliams está en la oficina del fiscal del distrito. Dice que
están preparando un sumario acusando a Zwick del crimen.
—Podríamos usar eso —comentó Barton.
Clark hizo una mueca.
—A veces es usted demasiado listo, Bart.
—Sólo quería ser útil —replicó Barton, haciendo un esfuerzo para aparentar
sentirse ofendido—. Me alegro de que preparen el sumario de acusación. Todo lo que
tienen que hacer ahora es hallar a Zwick y presentárselo.
Clark hizo otra mueca, pero no ofreció comentario al respecto.
—Envié a Mingo a la casa de McHaig para que le tomara algunas fotos a la
señora. Envié a Slim para que lo acompañara. Me imaginé que quizá pudiera traer
alguna noticia de la forma en que soporta su desgracia. Pero no estaba ella en casa.
Slim dice que no sabe dónde se ha ido.
—Es una pena —comentó Barton. Este, a dos metros del cartel que decía
«Prohibido Fumar», tenía un cigarrillo en la boca y el humo le salía abundante por la
nariz.
Clark se volvió a Robin.
—Revise la guía de teléfono y la guía de direcciones y vea si puede hallar a algún
otro McHaig. Tal vez se haya ido ella a casa de algún pariente.
Robin hizo lo que se le ordenaba y efectuó algunas llamadas.
—Estamos sin suerte —dijo a poco al director—. Es una gran cosa que hayamos
tomado algunas fotos anoche. Y encontrará un artículo respecto a ella en ese montón
de papeles.
—Los policías la encontrarán —dijo Barton—. La llevarán a la jefatura para
preguntarle si mató a su marido y entonces podremos tomar algunas fotos más.
Clark refunfuñó un poco y luego olvidó a la señora McHaig.
—Idee alguna noticia preliminar, Bart. Robin puede ir a la jefatura y ver lo que
puede conseguir.
Robin no fue a la jefatura. Tomó la dirección opuesta, pasando por Beiden Park
en dirección al distrito residencial. Cuando llegó a Elm Drive, tomó hacia la
izquierda, ascendió una colina de poca elevación, se detuvo frente al número 705,
subió los escalones y llamó a la puerta.
Una negra, vestida con un delantal blanco, le atendió.
—¿Se ha levantado el señor Thompsen? —preguntó Robin.
La mujer asintió.

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—Espléndido —prosiguió Robin, y la apartó para entrar en el living-room—.
Dígale que el señor Bishop está aquí y que el señor Turner le ha enviado.
Aparentemente, el señor Thompsen estaba tomando su desayuno, pues tenía un
poco de yema de huevo en su bigote blanco, pero así y todo tenía el aspecto
distinguido del eminente abogado que era. Tenía una espléndida cabeza coronada por
cabellos canosos, una expresión benevolente que adoptaba en el momento mismo de
ponerse los pantalones, una voz tan solemne como una biblioteca legal, y nada de
conciencia. Para mantener la línea, solía caminar la mitad del camino que le separaba
de su oficina todas las mañanas, mientras su chauffeur le seguía en uno de sus cuatro
automóviles, y eso le había ganado una considerable publicidad, la que al parecer
despreciaba, pero que, en el fondo de su corazón le causaba una viva alegría.
—Hola, joven —saludó alegremente—. Me alegro de ver a un muchacho que no
se queda en cama todo el día. ¿Y qué quiere Kermit de mí a esta hora?
—Me dijo que debía hablar con usted.
—Y así será. Tome asiento. ¿Ha desayunado? —Al ver el movimiento de
asentimiento de Robin, agregó—: Pero tome un poco de café. Yo mismo lo preparo.
Apareció la mucama con el café y lo puso en la mesa, frente a Thompsen. Este
sirvió dos tazas y entregó una a Robin, quien aspiró el aroma y demostró la debida
apreciación.
—Sólo dispongo de unos pocos momentos —dijo Thompsen—. Sabrá usted que
hago a pie la mitad del camino hacia mi oficina.
—No lo sabía —replicó Robin.
—Siempre acostumbro caminar. Me mantiene joven. Mantiene la mente aguda y
el cuerpo en condiciones. Ahora bien, ¿de qué se trata?
—De la señora Turner —dijo Robin.
Thompsen perdió su aspecto benevolente y se reflejó la sospecha en sus ojos.
—¿Quién es usted? —preguntó.
—Un reportero del News —replicó Robin—. Creí que la mucama se lo había
dicho.
—No, no me lo dijo. —Toda la cortesía había desaparecido de sus modales y se
veía a las claras que se lamentaba por haber sido tan hospitalario—. Ella me dijo que
Turner le había enviado a usted.
—Me entendió mal, entonces.
—Bien, ¿qué quiere usted? —Había perdido su tono solemne, sólo parecía gruñir
ahora.
—¿Por qué se divorció Turner de su esposa, señora Thompsen?
—Los documentos del caso están en los tribunales —dijo Thompsen, poniéndose
en pie—. Puede usted examinarlos si quiere.
—Ya lo he hecho. Por eso es que vine a verle a usted.
—Pierde usted su tiempo —Thompsen se puso en pie. Luego su curiosidad le
dominó—. ¿Qué es lo que pasa?

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—Se trata del caso Zwick —dijo Robin.
—¡Oh! —Thompsen tomó asiento nuevamente—. ¿Está ella complicada en eso?
—Algo. Se la ha identificado como a la mujer que retiró la correspondencia de la
casilla de correo de Zwick durante cierto tiempo. Al decir esto, Robin parecía
sincero.
—Eso no afecta a mi cliente.
—Quizá no. Sólo que ella visitó esa casilla mientras era todavía su esposa, señor
Thompsen.
—¿Quién le dijo eso? —preguntó, el abogado.
—El jefe Taylor —respondió Robin inocentemente.
—¿Les comunicó él eso a los diarios?
—En confianza. No lo usaremos todavía… hasta que él nos dé permiso.
—¡Maldito sea! —exclamó Thompsen. Comenzó a indagar—: ¿Cree él que
Turner está mezclado en ese asunto?
—Realmente no lo sé, señor Thompsen. Pero el jefe piensa hablar con Turner
hoy. —Este era un tiro al azar.
—¿Qué piensan los diarios?
Robin pareció considerar la pregunta.
—Bien —dijo finalmente—, el asunto es éste. Existe la sospecha, ahora que la
señora Turner está complicada en el caso, de que el señor Turner pueda ser Zwick.
—Eso es ridículo —afirmó Thompsen con tono poco convincente.
—Yo también lo pienso así —replicó Robin—. No me parece que el señor Turner
tuviera nada que ver con esté asunto; pero no estoy tan seguro respecto a su esposa.
Por eso es que quiero saber la razón de que él se divorciara de ella. —Se inclinó más
cerca del abogado—. Ya he oído rumores respecto al carácter de la señora Turner.
—¿Rumores?
Robin asintió.
—De que ella mantenía relaciones con otro hombre y fue por eso que el señor
Turner pidió el divorcio.
Thompsen se mordió el bigote y la mancha de huevo desapareció. No hizo
comentarios.
—Eso no es todo —prosiguió Robin—. Hay rumores también de que el señor
Turner sólo la acusó de abandono porque la señora Turner sabía algo malo respecto a
él.
—Eso no es verdad en absoluto —explotó Thompsen.
—¿Podemos publicar su declaración como oficial? —Robin conocía la debilidad
de Thompsen, sabía que el hombre no gustaba de ver su nombre mezclado con nada
desagradable. No podía permitírselo, pues representaba sólo a la gente mejor,
hombres y mujeres que podían firmar cheques de cuatro o cinco cifras.
—¡Cristo, no! —exclamó Thompsen—. No me meta a mí en este asunto.
—Usted es el abogado de Turner, ¿no es verdad?

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—Lo representé en el caso de su divorcio.
—¿Pero ahora no?
—No he dicho eso.
—¿Es usted su abogado todavía?
—No me pregunte a mí. Consiga sus noticias del mismo Turner.
—No usaré su nombre —dijo Robin—. No sería justo mezclarlo a usted en este
lío. ¿Quién era el hombre, señor Thompsen?
La pregunta pescó desprevenido al abogado.
—No sé su nombre.
—Era un escritor, ¿no es verdad?
—Así lo creo.
—¿Y la señora Turner se mudó a la casa de Mountain View para estar cerca de él?
—No lo sé. —Thompsen parecía ser sincero en cuanto a eso.
Nuevamente Robin le hizo una confidencia.
—Esta es la forma en que me he figurado yo el asunto, señor Thompsen. La
señora Turner no retiraba la correspondencia de la casilla 400 para su marido…, sino
para el otro hombre. Si podemos averiguar quién era él, su cliente dejará de estar bajo
sospecha.
—Eso es verdad —admitió Thompsen—. Pero no sé quién es.
—¿Podría usted averiguarlo para mí?
—Trataré de hacerlo.
—¿Quién representa a la señora Turner?
—No sé. Ella no tenía abogado en el asunto del divorcio. Yo preparé la
separación de bienes.
—¿Cuánto tiempo estuvieron separados? Entienda usted que no pienso publicar
esto.
—¿Cómo puedo yo saber que no lo publicará usted?
—Tendrá que aceptar mi palabra de honor.
Thompsen estudió al joven durante un momento, y, debido a que había pasado su
vida estudiando el carácter de la gente, se dio cuenta de que Robin no quebrantaría su
promesa.
—No mucho. Dos semanas antes de que comenzara el juicio de divorcio, Turner
supo lo del otro hombre y la echó de su casa. Aparentemente, ella hacía algún tiempo
que mantenía relaciones íntimas con el otro. Turner lo tomó muy a pecho. No quería
hablar del asunto. Sólo me pidió que le consiguiera el divorcio tan discretamente
como fuera posible, y así lo hice.
—¿Le dijo a usted respecto al otro individuo?
Thompsen sacudió la cabeza.
—No. Ella me lo dijo. Fue bastante franca al respecto. Dijo que Turner había
visto algunas cartas del otro y la había echado de la casa.
—¿El señor Turner sabía quién era el hombre?

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Thompsen se atusó el bigote.
—Eso es lo más extraño del asunto. Me parece que no lo sabía. Las cartas, de
acuerdo a lo declarado por la señora Turner, no estaban firmadas.
—¿Ella no se lo dijo?
—Me dijo a mí que no. Dijo que ella estaba… —Thompsen se interrumpió para
consultar su reloj—. Son las nueve. Debo llegar a mi oficina a las nueve y media.
—¿Atemorizada? —terminó Robin la frase.
—Ya hemos hablado del asunto bastante para un día —dijo Thompsen—.
Demasiado, probablemente, adiós.
—Adiós —respondió Robin, y salió.
Cuando se dirigía de vuelta al centro, el Cadillac de Thompsen pasó a su lado y
Robin vio que el abogado no se preocupaba hoy por su salud. Estaba sentado en su
auto, el que corría a gran velocidad.

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CAPÍTULO XI

N o era lógico que hiciera tanto calor en noviembre. Aun con el ventilador en
marcha y el parabrisas bajo, Robin se sintió muy incómodo mientras se dirigía
hacia la vieja casa de Mountain View Avenue. Guiaba con lentitud, pues su mente
estaba ocupada con muchos problemas, entre ellos la información que había extraído
al pomposo abogado. El conocimiento de que la señora Turner tenía un amante no le
sorprendía. No parecía ella sufrir por falta de afectos y no parecía tampoco ser
inalcanzable. Lo que le asombraba realmente era el hecho de que Turner pareciera
ignorar la identidad de su rival. ¿La conocería ahora? Robin reflexionaba sobre ese
punto cuando llegó a Grant Street, dobló hacia la izquierda y ascendió la colina para
hacer su demorada visita a Merle Hillary.
Hillary estaba en casa y tenía visita, muchas visitas. Una docena de personas
holgazaneaban en el pórtico de la casita, tratando de mantenerse en la sombra con
muy poco éxito. En el interior, con Hillary, se hallaban dos hombres más. Uno era el
acicalado jefe de detectives, y el otro su ayudante, Mort Shelby. Los hombres que
ocupaban el pórtico eran reporteros y fotógrafos.
—Llegas un poco tarde —le dijo a Robin, Brennan del Bulletin, cuando aquél
pasó por la puerta de entrada—. Ya hemos recorrido el sendero. Hemos visto al señor
Turner y al señor Grove, y ahora estamos viendo al señor Hillary.
—¿Dónde está Casey? —preguntó Robin.
—Se marchó. Dijo que esta noticia te correspondía a ti y que tú cubrirías la
expedición. Casey es un optimista.
—Yo tengo una palabra mejor para definir a Casey —replicó Robin—. ¿Han
arrestado a alguien?
—Todavía no. Parece que ésta es una excursión rutinaria de pesca. El señor
Taylor tenía que comenzar por alguna parte, de modo que comenzó con el recorte de
diario… el que tú sacaste de la chaqueta de Zwick. Telegrafió a Nueva York para que
la policía de allá hablara con Sidney e investigara cualquier viaje en avión que
hubiera realizado aquella persona. Luego, con el señor Shelby y su gente pisándole
los talones, se vino a los Departamentos Garden y habló con Turner. No estaba muy
contento. Grove fue mucho más cortés, pero Hillary no gusta que le vengamos a
molestar.
—¿Han sabido algo?
—No. Taylor hizo que Turner y Grove se probaran la chaqueta. Les hizo mostrar
sus máquinas de escribir. La chaqueta no les caía bien. Tampoco tuvo éxito con las
máquinas. Turner tenía una Remington y Grove una Royal. Ahora le toca el turno a
Hillary.
Brennan bostezó. Tenía una boca enorme y la costumbre de quitarse con la lengua
tres dientes falsos y dejarlos caer sobre su labio, un hábito que adquiriera para

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molestar a su esposa, quien, de acuerdo con su opinión, le había robado la libertad.
—Han estado allí dentro cinco minutos —agregó.
Estuvieron otros cinco minutos más. Luego se abrió la puerta y salió el jefe y su
ayudante, presentando sus excusas. Hillary salió después de ellos.
El artista había cambiado poco, según notó Robin. Parecía más joven. Era un
hombre corpulento, más grande que Turner, y le hacía falta un buen corte de cabello.
Su piel era rojiza y denotaba que había pasado gran parte de su vida al sol. Como
siempre (aun en la época en que Robin le entrevistara en una galería de arte de Nueva
York), estaba descalzo, y usaba unos pantalones de tela blanca y una camisa
impecablemente limpia. Sus manos no lo estaban. Tenía pintura que le marcaba todos
los dedos.
—Si ustedes se van, muchachos —dijo serenamente—, volveré a mi trabajo. La
chaqueta no me caía bien y no tengo máquina de escribir y nunca escribí una novela
policial en mi vida. Pinto mujeres y hombres sin pies ni cabeza. No bebo, de modo
que no vale la pena que los invite a entrar.
Brennan le habló a Taylor.
—¿Le preguntó a usted si mató él al empleado de correos? —preguntó.
Hillary respondió a la pregunta.
—Seguro que me lo preguntó. ¿Cómo lo sabía usted?
—Hace mucho que conozco al señor Taylor —replicó Brennan—. Lo adiviné.
El jefe se sonrojó, pero no dijo palabra. Por la expresión de su rostro era evidente
que si alguna vez arrestaban a Brennan, la policía le haría sufrir bastante.
—¿Le molesta que le tomemos una fotografía? —preguntó Robin.
—Si se van después, no —dijo Hillary.
Permaneció inmóvil mientras los fotógrafos le tomaban varias fotos.
—Adiós —dijo, entró en su casa y cerró con violencia la puerta.
—¿Adónde vamos ahora? —preguntó Brennan sonriendo a Taylor.
—De vuelta a la jefatura —dijo Taylor, entregando la chaqueta a su ayudante.
—¿Tiene algo que declarar para la prensa?
El jefe pareció dispuesto a decir algo, lo pensó mejor, sacudió la cabeza, y se
dirigió rápidamente hacia su coche, mientras sus pequeños pies resonaban sobre el
pavimento.
Los reporteros y fotógrafos lo siguieron. Robin guió su coche con la caravana
durante unas seis cuadras, luego tomó por un callejón, volvió hacia la derecha y
retornó frente a la casa de donde habían salido.
No ascendió los escalones hacia el departamento donde vivía la mujer rubia. En
cambio recorrió el hall en dirección a la escalera circular y golpeó a la puerta con el
número 2407, sobre la que se veía el nombre de la señora Charlotte Adams.
—Pase —dijo una voz desde el interior.
Hizo girar el picaporte y abrió la puerta. Una mujer increíblemente anciana estaba
sentada en un sillón de hamaca, cerca de la ventana que daba al jardín de bajo nivel.

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En otro tiempo había sido hermosa. Todavía lo era, tan vieja y frágil como la
porcelana china. Su arrugada piel era rosada y su cabello blanco. En su regazo
descansaba un ejemplar de la Decadencia de Occidente por Spengler; pero no lo
estaba leyendo. Lo usaba para apoyar un problema de palabras cruzadas con el que
estaba entreteniéndose.
—No hay departamentos desalquilados y nunca compro nada —dijo ella. Su voz
era fresca y juvenil.
Robin se presentó.
—Busco a un escritor llamado Roberts —dijo.
—Ha muerto —respondió la anciana—. Hace un año que murió. ¿Qué palabra de
siete letras significa muro de gran altura?
—No hace mucho que hace usted problemas de palabras cruzadas, ¿verdad? —
dijo Robin.
—Hace muchos años.
—Entonces debería saber esa palabra. Es paredón.
—Gracias. —La viejecita lo escribió.
Robin tomó asiento en la cama de la anciana, sacó un paquete de cigarrillos y le
ofreció uno. Ella lo tomó, él encendió los dos, y preguntó con tono casual:
—¿Lo conocía usted bien?
—¿A Jonathan? ¡Oh, sí!
—¿Solía escribir mucho cuando estaba viviendo aquí?
—Bastante. Recuerdo que oía su máquina todo el día.
—¿Sabe usted dónde vivía antes de venir a esta casa?
La anciana asintió.
—En las colinas. Vivió allí durante dos o tres años. Tenía un pulmón enfermo.
—¿Lo conocía usted antes de que se mudara a su casa?
—No. Acostumbraba oírle conversar. Solía sentarse en el puente y conversar con
el señor Grove, y luego, cuando vino la señora Turner, hablaba con ella. Así fue cómo
me enteré que vivía en las montañas.
—¿Él y el señor Grove y la señora Turner eran amigos?
—Sí.
—Hace mucho que conoce usted al señor Grove, ¿no es verdad?
—Desde que era un niñito. Su abuela y yo asistimos juntas a la escuela.
—¿Escribe mucho él?
—No mucho. Y es eso una gran cosa. Escuche.
Levantó la cabeza hacia el cielo raso. Se oían pesados pasos arriba y el techo
rechinaba. Luego se hizo el silencio.
—Ha entrado en su dormitorio —explicó ella—. Cuando está en el dormitorio no
le oigo. Pero cuando camina por el living-room o comienza a funcionar su máquina
de escribir, hace temblar toda la casa. Si no fuera tan buen muchacho, ya lo habría
desalojado.

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—Él me dijo que había arreglado esta casa para usted.
—Así es. No sabía yo qué hacer con ella. No podía alquilarla por más de sesenta
dólares. Los impuestos solamente me llevan mil doscientos dólares al año.
El recuerdo de los impuestos le hizo fruncir el ceño.
—¿Quién vive en el piso bajo?
—Usted es un pájaro curioso —dijo la anciana, mirándole con suspicacia.
—Así es como me gano la vida.
—¿Para qué quiere usted averiguar todo esto?
Robin tenía lista su respuesta.
—Pienso escribir un artículo respecto a esta casa y a la gente que la habita —
explicó—. Tiene usted aquí a gente importante.
La anciana pareció complacida.
—Es verdad —replicó.
—¿Todos sus otros inquilinos son gente conocida también?
—No. En el piso delantero, en la parte del frente, vive un doctor joven. Casi todo
el tiempo se lo pasa en el hospital. En la parte trasera vive una jovencita que se
dedica a pintar. —Señaló por la ventana hacia una puerta que daba al pórtico—.
Ahora está de vacaciones y se ha ido de viaje.
—Y además está la señora Turner —agregó Robin.
—No le interesaría a usted esa mujer.
—Es posible que sí.
—Ella no es importante.
—En otros tiempos lo era —dijo Robin—. Cuando era la esposa del autor teatral.
—Todo lo que hace ahora es vivir con lo que le sacó a Turner —dijo la anciana
ácidamente.
—Parece que no le es simpática —observó Robin con tono casual.
La señora Adams aplastó su cigarrillo sobre el alféizar de la ventana.
—Así es —afirmó.
—¿Por qué no la desaloja usted?
—Es amiga de Mitchell —dijo la anciana. Por su tono se notaba que esa era una
de las cosas que no le gustaban en su amigo el poeta.
—¿Es por eso que ella se mudó aquí?
—No. Vino aquí para estar cerca de Roberts. —Hizo una mueca como si la idea le
resultara desagradable—. Es una perra, una mala perra. —La palabra parecía fuera de
lugar en sus labios. Ella estudió el rostro de Robin y prosiguió—: Acérquese usted a
ella y lo querrá conquistar… Y no la culparía por eso.
—No me acercaré —prometió Robin—. Es una mujer inconstante… ¿no es
verdad?
—Así es —afirmó la anciana—. No hablemos de ella.
Un poco sorprendido, Robin cambió de tema.
—¿Cuánto tiempo hace que Hillary vive con ustedes?

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—Tres o cuatro meses.
—¿Pinta mucho?
—Me parece que sí. La mayoría del tiempo lo pasa en casa, y creo que siempre
trabaja.
—¿De noche?
—Casi todas las noches. Eso me alegra. Puedo ver su luz por mi ventana del
dormitorio y no me asusto.
—¿Estuvo en su casa el lunes por la noche? —Robin miraba al suelo cuando
formuló la pregunta.
—¿El lunes?
—Antenoche.
—No. Salió. Ahora lo recuerdo.
—¿Y el señor Grove? ¿Estuvo él aquí durante la noche del lunes?
De nuevo se despertaron las sospechas de la anciana.
—¿Qué es lo que quiere usted averiguar, jovencito?
—Las costumbres —respondió rápidamente Robin—. No se puede escribir un
artículo sobre la gente si uno no conoce sus hábitos.
—¿Qué tienen que ver las costumbres con el lunes por la noche?
—Tenemos que elegir cualquier noche —respondió Robin sonriendo.
—A mí me parece una tontería —respondió la anciana, desarrugando el ceño—.
Pero creo que sabrá usted su negocio.
—¿Estuvo en casa anoche? —preguntó Robin, sonriendo siempre y con expresión
candorosa en los ojos.
Ella vaciló, y luego, debido a que Robin parecía ser un joven tan simpático,
respondió a la pregunta:
—Vino muy tarde.
—¿Y el señor Hillary?
—Estuvo afuera. No sé cuándo volvió a casa.
—¿Vio usted alguna vez al señor Hillary antes de que se mudara aquí?
—Pregunta usted demasiadas cosas.
Los astutos ojos de la anciana estudiaron el rostro del joven reportero.
Robin asintió.
—Me salen por las orejas. Usted no contesta demasiado.
—Lo he hecho bastante bien.
—Lo ha hecho usted espléndidamente. Siga.
—Me gustaría saber qué es lo que anda tramando usted. —Pareció pensativa un
momento—. ¿Qué estaban haciendo en la casa de Hillary todos esos hombres que
vinieron hace un rato?
—Vinieron a ver sus cuadros —mintió Robin—. Yo no tramo nada.
—No le creo ni un chiquito —respondió la anciana—. Si no fuera usted un diablo
tan bien parecido, ya le habría echado de aquí hace rato.

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—¿Le vio usted alguna vez?
—Sí. Vino a alojarse con Jonathan durante un mes, después que Jonathan se
mudó.
—¿Quién ocupó el departamento después que murió el señor Roberts? —Robin
señaló con la cabeza hacia las antiguas habitaciones de los criados.
—Nadie.
—¿Lo dejó usted desalquilado?
—No.
—¿Entonces no estaba desalquilado?
—Oh, sí. Sólo que me pagaban la renta. Verá usted, Jonathan no tenía ningún
pariente. Por lo menos, no le conozco ninguno. De modo que le escribí al señor
Hillary y le pregunté qué debía hacer con sus pertenencias. El señor Hillary me dijo
que las dejara en el departamento y me mandó el alquiler todos los meses. Al cabo de
un tiempo vino él y lo ocupó.
—El señor Hillary estaba en Sudamérica en aquel tiempo, ¿no es verdad?
—No. Yo le escribí a Nueva York.
—¿Y él le respondió desde allí?
—No lo sé. No miré el sobre.
—¿De dónde obtuvo su dirección?
—De una carta que había en el escritorio de Jonathan —se veía que se
despertaban de nuevo las sospechas de la señora Adams—. ¿Por qué se interesa usted
tanto por Hillary?
Robin pensó un momento.
—Él es una persona importante —contestó al fin—. Es uno de los pintores
realmente modernistas.
—Eso es una tontería —refunfuñó ella—. ¿Ha visto alguno de sus cuadros?
—Sí.
—No tienen cabezas.
—Ni pies.
—Tiene un retrato de una joven sin cabeza y tan roja como una ciruela. —La
anciana hizo una mueca—. Es ridículo. Eso no se puede considerar arte.
—Quizá no —dijo Robin—. A mí me gustan las mujeres con cabeza.
—Apuesto a que sí —dijo la vieja con una risita—. Y apuesto a que no le gustan
de color demasiado subido.
Porque la anciana parecía estar de buen humor, Robin le hizo otra pregunta:
—¿Qué pasó con las cosas de propiedad del señor Roberts?
La anciana tomó su libro y su problema de palabras cruzadas.
—Deben estar en el sótano. Él guardó muchas cosas allí cuando vino. Me refiero
al señor Hillary. Ayúdeme a terminar este problema. No puedo seguir.
Robin se levantó de la cama, acercó una silla a la de la anciana y ambos juntaron
las cabezas. Había muchos espacios sin ocupar y pasaron cinco minutos antes de que

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colocaran en su sitio la última palabra del problema. Robin estaba tan absorto en el
problema que dio un salto cuando Grove cruzó su living room en el piso alto.
—Se acostumbraría usted pronto si viviera aquí —dijo la anciana—. Gracias por
su ayuda. Ahora váyase.
—Gracias —dijo Robin, le estrechó la mano y abrió la puerta.
Oyó entonces la voz de Grove que sonaba desde arriba.
—¿Es usted, señora Adams?
—Pregúntele qué quiere —dijo la anciana.
—Es Bishop —dijo Robin en voz alta—. La señora Adams quiere saber qué
desea usted.
—Dígale que salgo dentro de diez minutos. Van a entregar un paquete de camisas
para mí. Dígale que me haga el favor de firmar el recibo. ¿Quiere, por favor?
—Dígale que lo haré —dijo la anciana.
Robin cerró la puerta y se paró al pie de la escalera, con la vista hacia arriba.
Grove, vestido solamente con su ropa interior, estaba asomado a la puerta de su
departamento.
—Dijo que lo hará —le comunicó Robin.
Grove sonrió.
—¿Sube usted?
—No. Ahora no. Estoy visitando a sus vecinos.
—¿Cómo es que no estaba usted con los otros esta mañana?
Grove parecía estar con ánimos para conversar.
—Me dieron el esquinazo —dijo Robin—. Llegué recién cuando entrevistaron a
Hillary.
—Lo vi en el pórtico. ¿Tiene tiempo para tomar una copa?
—No, gracias.
—Será mejor que tome algo. Le dará apetito para comer el almuerzo.
—Siempre tengo apetito —respondió Robin—. Volveré después.
—Aquí estará una copa esperándole —dijo Grove, y cerró la puerta.
«Ahora a ver a la rubia señora Turner», pensó Robin, y la perspectiva no le
resultó desagradable. Sacó un cigarrillo del bolsillo, pero no llegó a encenderlo. Dos
detonaciones detuvieron su mano en el momento en que comenzaba a encender un
fósforo en la suela del zapato.
No era posible confundir esos estampidos. Eran disparos de arma de fuego, y
procedían del departamento ocupado por la ex esposa de Kermit Turner.

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CAPÍTULO XII

N adie había en el patio delantero, tampoco bajaba nadie las escaleras del 2403.
La puerta del departamento de la señora Turner estaba cerrada, pero no con
llave. Robin hizo girar el picaporte y entró. No notó al principio el aspecto de la
habitación ni cómo estaba amueblada. Sólo recibió la impresión de que tenía una
forma rara y que no tenía muchas ventanas.
La mujer no se hallaba en el living room. Tampoco estaba en la alcoba que
contenía su cama. Robin apartó las cortinas y miró al interior; luego, al volverse,
examinó la habitación. Cerca de la puerta de entrada había otra, una puerta corrediza
que aparentemente daba a la biblioteca que mirara él el día anterior, y corriendo hacia
ella, la abrió. Frente a él se hallaba la chimenea, con un enorme fuego ardiendo en el
hogar. Y sobre la alfombra, frente al fuego, estaba el cadáver de la mujer.
Parecía extrañamente tranquila acostada sobre la amplia alfombra, como si se
hubiera echado, como un gato, a dormir cerca de las llamas. Su cabello rojo estaba
manchado de sangre y, con una mirada, Robin vio la causa de la sangre. Sobre los
troncos ardientes había un pesado atizador.
«Esa debe ser la razón de que arda el fuego», pensó el joven. Tenía que haber una
razón, pues la habitación, aun con la ventana abierta, tenía una atmósfera sofocante.
Nuevamente miró al cadáver. Estaba muy cerca del fuego… demasiado cerca, si es
que hubiera estado viva. Pero ahora el calor no podía dañarla.
Su matador no podía estar muy lejos. Quizá se hallara todavía en la habitación,
pues no había habido tiempo para que escapara por la puerta delantera. Pero no estaba
en el departamento. Aparentemente había logrado escapar por la puerta de atrás que
daba a la cocina, y luego por la escalera que terminaba en el camino hacia la calle.
Cuando Robin salió al descanso de la escalera trasera, y se detuvo para mirar al
camino que se extendía hacia Mountain View, se abrió violentamente la puerta de la
cocina de Grove. Robin se volvió y vio al poeta en pie allí. Ahora tenía puestos los
pantalones, pero no la camisa.
—¿Ha ocurrido algo? —preguntó el poeta—. Me pareció oír disparos.
—Así fue —dijo Robin, señalando con la cabeza hacia el departamento de la
mujer—. Está muerta.
Grove le miró fijamente.
—No es posible —dijo tontamente.
—Vamos —le invitó Robin y emprendió la marcha hacia la biblioteca.
Grove se detuvo en la puerta y permaneció mirando al cadáver, sin decir nada. Y
pareció envejecer en esos momentos. El espectáculo le hizo perder toda expresión.
—No toque nada —dijo serenamente Robin—. Quiero hacer varias llamadas
telefónicas.
La voz del reportero pareció despertar al otro de su letargo.

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—¿Quién fue? —preguntó histéricamente—. No puede estar lejos. Quizá se halle
aquí todavía.
Robin señaló hacia la puerta trasera.
—Debe haber huido por allí. Yo subí por la escalera delantera y no vi a nadie.
—Entonces tiene que estar en el jardín —dijo Grove con voz agitada—. Yo lo
encontraré.
Cuando salía el poeta rápidamente hacia la escalera de atrás, Robin le gritó:
—Vea si Hillary está en su casa.
El teléfono se hallaba sobre una mesita cerca del hogar. Robin lo tomó. Pero no
llamó aún a la jefatura de policía. En cambio marcó el número de su oficina y
preguntó por el director.
—Era hora —le dijo Clark—. Son las once y media y ya tenemos que entrar en
prensa. ¿Dónde diablos ha estado usted? Barton tuvo que inventar una noticia
preliminar.
—Yo tengo algo mejor —replicó Robin, y procedió a relatarle el asesinato de
Syrena Chapman Turner, la mujer alta y extraña, que en otro tiempo fuera esposa del
autor teatral.
—¿Quién está allí con usted? —inquirió Clark.
—Nadie… Grove vendrá dentro de un minuto.
—¿Llamó ya a los policías?
—Todavía no.
—Demore la llamada todo lo que pueda. Enviaré a Slim para allí con una cámara.
Aquí está Barton.
En tres minutos, Barton tenía lo suficiente de la noticia como para confeccionar la
preliminar.
—Llamaré a tiempo antes de que vayan a prensa —dijo Robin—. Dame otra vez
con Clark.
Y cuando le atendió otra vez el director, le hizo un pedido que provocó en el otro
una exclamación de asombro.
—Telegrafíe a la Signet Press y pídales que le envíen por correo aéreo una copia
fotográfica de una página de los manuscritos de Zwick —dijo Robin—. Luego
telegrafíe a McNeile y Sons, pidiéndoles una página de los manuscritos de las
novelas de Jonathan Roberts.
—¿Para qué? —preguntó Clark.
—Quiero averiguar algo —dijo Robin y cortó la comunicación.
Permaneció con la vista fija en el aparato durante un momento; luego abrió el
cajón de la mesita, tomó la guía, buscó hasta encontrar el número que necesitaba y
levantó el auricular de nuevo.
—Garden Apartments —le respondió una voz con marcado acento inglés.
—El señor Turner, por favor —dijo Robin—. Habla Merle Hillary.
—Lo siento —respondió la voz—. El señor Turner salió hace media hora.

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—Gracias —Robin dejó el teléfono y se inclinó sobre el cuerpo de la muerta.
Aun ahora que el fuego se había apagado algo, el calor era casi insoportable y la
piel de la mujer estaba enrojecida. Tomando los extremos de la alfombra, Robin la
retiró de las cercanías del fuego, luego examinó el pecho del cadáver. Había dos
orificios en su vestido y alrededor de ellos la tela estaba chamuscada. Se puso en pie
y comenzó a examinar las paredes, y finalmente, a unos treinta centímetros sobre el
tabique, halló lo que buscaba. Los dos pedacitos de plomo que habían robado la vida
de la mujer estaban incrustados en la madera.
La mujer debió haberse hallado inconsciente cuando los tiros se dispararon, pensó
Robin, mientras trataba de reconstruir lo ocurrido en frente del fuego. El matador
debió haberla golpeado primero con el atizador. Ella debe haberle conocido…; eso
era bastante posible. Aparentemente él estaba en pie dando las espaldas al fuego,
hablando con ella. Probablemente la mujer se volvió y él aprovechó la oportunidad
para tomar el pesado atizador de bronce y golpearle el cráneo con fuerza destructora.
Luego, para asegurarse de que sus labios nunca dirían quién era él, apretó su revólver
contra el pecho de la mujer y disparó dos veces. ¿Él? Tenía que ser un hombre.
Ninguna mujer hubiera sido lo suficientemente fuerte como para desmayarla de un
golpe.
De pie, apoyado en la pared, Robin miró a su alrededor. Era la habitación bastante
extraña, pero agradable, pues daba a un amplio pórtico que se hallaba separado de la
calle por una pared cubierta de hiedra. A cada lado del hogar había estantes que
llegaban hasta el techo y estaban llenos de libros. Hacia la izquierda de la puerta se
veía una corta escalera de madera labrada e incrustada con trozos de jade. La escalera
daba a la galería. Quizá el matador se hallaba allí.
Robin subió corriendo la escalera, pero no halló nada más interesante que una
caja de libros y tres cuadros malos de la costa de California. Tenía los ojos fijos en
los estantes de libros cuando bajó, y en el de la izquierda, notó un espacio vacío en la
ininterrumpida hilera de libros, como si alguien hubiera retirado un volumen.
Contuvo la respiración al notar los dos títulos que ocupaban el sitio inmediato al
espacio vacío. Zenophen Zwick otra vez. Uno era El cerdo salvaje y el otro El
Calliope ejecutó un canto fúnebre. ¿Ningún ejemplar de Botones de ámbar? ¿Sería
ése el que faltaba del estante? Y, si así fuera, ¿por qué había sido quitado de allí?
Retiró los dos libros, los abrió y examinó las páginas primeras, pero no halló ninguna
inscripción. Pero el otro, el que había desaparecido, ¿tendría el verdadero nombre de
Zwick escrito en él? Robin se hacía todas esas preguntas cuando entró en el living
room.
Su primera impresión había sido la correcta. Había pocas ventanas y eran altas y
pequeñas. El cielo raso tenía forma arqueada pero era bajo, y la alcoba cubierta por
las cortinas era apenas lo suficientemente grande como para contener la cama y la
cómoda.

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Observando la alcoba nuevamente, Robin vio algo que había escapado de su
atención la primera vez. Los cajones de la cómoda estaban todos abiertos y su
contenido se hallaba desparramado sobre la cama. Eran prendas de ropa interior,
horquillas, cuentecillas de colores, y papeles, todo lo cual parecía haber sido
examinado apresuradamente.
Pero el criminal no había tenido tiempo para revisar los cajones, pensó Robin. No
habían pasado más de dos minutos desde que se dispararon los tiros hasta que él llegó
al departamento. Eso le intrigó durante un momento. Luego, recordando el atizador,
se figuró que el matador golpeó a la mujer desmayándola, disponiendo así de tiempo
suficiente para revisar todo. Al hallar lo que buscaba, debió haber vuelto a donde la
dejara para matarla de dos tiros.
Entre las ropas de la cama había una fotografía de gran tamaño representando a la
muerta, y en una esquina estaba la firma de la artista fotógrafo, Sonia Levinsky.
Debido a que el retrato no estaba retocado, era éste muy real y Robin tuvo la
sensación de estarla viendo viva. El nombre en la fotografía sólo podía significar una
cosa: que la habían tomado en Carmel. Desabotonó su camisa y se guardó la
fotografía debajo del cinturón, y estaba abrochando los botones de nuevo cuando oyó
ruido de pasos. Mirando por entre las cortinas vio a Hillary de pie en la puerta de la
biblioteca, mirando fijamente el cadáver. Hillary no oyó salir a Robin de la alcoba,
pero oyó a Grove entrar por la cocina, y, volviéndose, vio al poeta y al delgado
reportero.
—¿Vio a alguien? —preguntó Robin a Grove.
El poeta parecía privado de la palabra. Todo lo que pudo hacer fue sacudir la
cabeza.
—Me pareció oír disparos —dijo Hillary con voz calmosa—. Parece que fue así.
—Miró a Robin y su rostro ni siquiera mostraba sorpresa—. ¿Quién encontró el
cadáver?
—Yo —respondió Robin—. Estaba en el hall del piso bajo. Oí dos disparos y
subí.
—¿Y la policía? ¿No deberíamos llamarla? —preguntó Hillary.
—Pronto estarán aquí —replicó Robin.
Hillary volvió a mirar al interior de la biblioteca.
—¿Está seguro que está muerta?
—Sí.
—Estaré en mi departamento si me necesitan. —Hablaba como si el asunto no le
interesara en absoluto; salió y desapareció escaleras abajo.
Grove estaba sentado en una de las sillas, cerca del piano vertical y su cabeza
estaba entre sus manos. Robin lo miró pensativo, pasó frente a él en dirección a la
alcoba, abrió una puerta y se halló en un cuarto ropero. Encendió la luz. Era un
armario estrecho y las ropas de la rubia colgaban a cada lado contra la pared. En un
estante cerca del suelo se hallaban sus zapatos.

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Al extremo del ropero había otra puerta. Debajo del picaporte había un pasador
corrido. Robin lo retiró y trató de abrir la puerta, pero no pudo hacerlo debido a que
ésta se hallaba cerrada por el exterior. Pensó que esa debía ser la puerta que daba a la
escalera circular y al departamento de Grove.
Al salir del ropero vio a Slim y a Mingo que entraban en el departamento.
—Aquí estamos —anunció Slim—. ¿Dónde está?
Robin señaló hacia la biblioteca.
—Allí —respondió.
Al oír las voces, Grove levantó la vista y miró fijamente a los dos desconocidos,
aparentemente, tomándolos por agentes de policía.
En la biblioteca, Mingo preparó su cámara, la colocó cerca de la ventana y tomó
tres fotografías de la muerta.
Luego salió y miró con expresión interrogadora a Grove.
—¿Fue él el matador?
—No —replicó Robin—. Déjenle tranquilo.
Tomó al fotógrafo por el brazo, lo condujo a la biblioteca, sacó el retrato que
había ocultado entre sus ropas y se lo entregó a Slim.
—Llévate este retrato y esas placas a la oficina, Slim. Mingo, tú toma una
fotografía del departamento y una de las escaleras de atrás. Luego sal al exterior y
toma una de la casa y las llevas todas al diario. Yo voy a llamar a Barton y luego a la
policía.
—¿No los has llamado todavía? —preguntó Slim, elevando las cejas.
—No.
—Adiós —dijo Slim—. Yo me voy. No quiero saber nada con esto cuando
lleguen los «polis». Se van a mostrar muy poco amables.
La observación de Slim se acercó a la verdad. Los dos patrulleros y los seis
miembros de la división de homicidios se mostraron terriblemente enojados cuando
finalmente se les llamó a la escena del crimen. Llenaron a Robin de improperios y
maldiciones, pero eso no les valió de nada.
El reportero escuchó sus amenazas y lamentos y luego les dijo que lo sentía
mucho.
—Estaba tan ocupado llamando a mi diario, que me olvidé de ustedes —les dijo.

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CAPÍTULO XIII

C uando llegaron el jefe Taylor, su ayudante y dos expertos en huellas dactilares,


tres de los detectives habían revisado concienzudamente la casa. Habían
examinado el sótano, todo el departamento, habían interrogado a los ciudadanos que
vivían en las otras casas de Mountain View Avenue y en Grant Street. Y habían
retornado al departamento de la señora Turner, donde se hallaban Robin y Grove bajo
custodia. Con todo eso no estaban más cerca de la solución del caso que cuando
comenzaron su investigación.
Con su acostumbrada energía, el jefe Taylor tomó a su cargo el caso. Envió a sus
ayudantes para que examinaran de nuevo la casa y el jardín. Puso a los dos expertos a
trabajar para inspeccionar todas las maderas, todos los muebles y todo lo que pudiera
tener alguna impresión digital. Y luego volvió su atención a Grove, quien estaba
sentado en la silla cerca del piano.
El poeta parecía no saber con exactitud lo que había ocurrido. Su voz, cuando
habló, era queda y serena y algo monótona.
El ayudante del jefe tomó notas taquigráficas del procedimiento.
—¿Nombre? —preguntó el jefe Taylor. Ya lo conocía, pues había hablado con
Grove ese mismo día, pero le molestaba variar su rutina.
Grove se lo dijo y agregó otra vez que era escritor y que vivía en Mountain View
Avenue número 2405.
—¿Conoce usted a la señorita…, a la muerta?
Taylor miró hacia la biblioteca. El cadáver ya no se hallaba allí, pues lo habían
retirado para llevarlo a la morgue.
Grove asintió.
—¿Hace mucho?
—Cuatro años.
—¿Dónde la conoció?
—En Nueva York.
—¿Cuánto tiempo vivió ella aquí?
—Poco más de un año. Yo le alquilé el departamento.
—¿Es usted propietario de esta casa?
Se notaba la deferencia en el tono de Taylor. Al fin y al cabo, era esta casa una
propiedad bastante valiosa.
—No. La señora Adams es la propietaria. Yo la hice refeccionar para ella y tomé
a mi cargo el alquilar los departamentos.
—¡Ah! —Taylor dejó de lado su cortesía—. ¿Eran usted y la señora Turner
buenos amigos? —Acentuó la palabra «buenos».
Grove asintió.

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—¿Cuándo la vio usted por última vez antes de que… la mataran? —preguntó
Taylor.
Grove no respondió de inmediato. Pareció estar tratando de recordar.
—Vamos —insistió Taylor—. ¿La vio usted hoy?
—Estaba tratando de recordar —dijo Grove—. Me parece que sí.
—Lo que queremos son hechos concretos —dijo Taylor.
—No la vi.
—¿Por qué no lo dijo así de una vez? ¿Dónde estaba usted cuando se hicieron los
disparos?
—En mi departamento.
—Eso es verdad —intervino Robin.
—¿Quién le habla a usted? —preguntó Taylor—. ¿Qué estaba haciendo usted,
Grove?
—Nada. Acababa de cerrar la puerta de entrada.
—Había estado hablando conmigo —dijo Robin.
—Si no se calla… —Taylor vaciló; aparentemente buscaba una amenaza
apropiada.
—No puede usted echarme —dijo Robin suavemente—. Soy uno de los testigos.
Taylor decidió dejar el asunto de lado.
—De modo que estaba usted en la puerta —dijo—. Hablando con Bishop. —Miró
al poeta con suspicacia—. ¡Lindo lugar para estar en ese momento! No podía haberlo
elegido mejor.
—¿Qué quiere decir con eso? —preguntó Grove, y a Robin le pareció que
demostraba temor—. ¿Cree usted que yo la maté?
—Es demasiado pronto para creer nada —dijo Taylor—. ¿Cómo es que estaba
usted allí?
Las sospechas de Taylor parecieron confundir al poeta.
—Bien… estaba buscando a la señora Adams.
—¿Para qué?
—Para decirle lo del muchacho.
—¿Qué muchacho?
—El que vendría de la tienda. Yo había pedido algunas cosas y quería que la
señora Adams las recibiera.
—¿No podía recibirlas usted mismo?
—Pensaba salir.
—¡Oh! —exclamó Taylor—. De modo que pensaba salir. ¿Cómo es que eligió ese
momento para decirle eso a ella?
Grove vaciló.
—¿Y bien? —tronó Taylor.
—Oí que había alguien en el hall. Pensé que sería la señora Adams, de modo que
la llamé para que esperara al muchacho.

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—¿Estaba ella allí abajo?
—No. Este reportero… Bishop estaba allí. —Grove señaló a Robin.
—Así es —dijo Robin.
—Prosiga —dijo Taylor.
—Conversamos un momento, Bishop y yo, y luego cerré la puerta.
—¿Y oyó los disparos?
—Sí. Sólo que no sabía que eran disparos.
—¿Vino usted aquí de inmediato?
Grove sacudió la cabeza.
—En seguida no.
—¿Por qué?
El poeta sopesó la pregunta.
—No estaba vestido —respondió—. Primero me puse los pantalones.
—No estaba muy preocupado entonces —comentó con acritud Taylor.
—Supongo que usted hubiera salido corriendo sin pantalones —dijo Robin.
—Otra broma como ésa y le arrojo afuera, con pantalones y todo —dijo Taylor.
—No estaba preocupado —dijo Grove.
—¿No? —Taylor se puso en pie—. ¿Oyó usted dos tiros y no se preocupó?
—No sabía que eran tiros —repitió Grove.
—Pensó que era el escape de algún automóvil, ¿no es verdad? —dijo Taylor
sardónicamente.
—No sabía qué era —dijo Grove—. Si lo hubiera sabido, hubiese venido de
inmediato.
—De modo que esperó hasta ponerse los pantalones —dijo Taylor.
—Sí. Fui al dormitorio y me puse los pantalones. Luego oí a alguien en el pórtico
trasero y vi a Bishop de pie en la parte superior de la escalera. Él me dijo que ella
estaba muerta.
Robin le interrumpió.
—¿Le molesta si hago una pregunta, jefe?
—¿Qué quiere preguntar? —inquirió Taylor.
—Se me acaba de ocurrir algo —dijo Robin, y sin esperar el permiso de Taylor, le
habló a Grove—: Cuando le vi yo, usted me dijo que le había parecido oír disparos.
Nuevamente le pareció a Robin que Grove estaba atemorizado.
—¿Dije eso? —preguntó el poeta.
—Sí, señor —replicó Robin—. Ahora dice usted que no sabía que eran disparos.
—No dije exactamente eso —respondió Grove.
—Seguro que sí —intervino Taylor.
—Bien, quizá lo dije. Pero no quise significar eso. No estaba seguro con respecto
a la naturaleza de los sonidos. Me parece que se me ocurrió después que podían ser
disparos.
—¿No lo pensó usted hasta que vio a Bishop en el pórtico? —inquirió Taylor.

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—Me parece que no.
—¿Estaba abierta la puerta trasera de su departamento? —quiso saber Taylor.
Grove frunció el ceño.
—No lo sé.
—Estaba cerrada —dijo Robin—. Yo vi cuando la abría.
—Debe haber estado cerrada entonces —dijo Grove.
—¿Y le oyó usted a pesar de estar cerrada la puerta?
Grove asintió.
—Sí. —Ahora parecía estar más seguro de sí mismo—. No tiene eso nada de
extraño, debido a la forma en que está construida esta casa. —Se le ocurrió una idea y
agregó—: ¿Por qué no lo prueba? Vaya a mi cocina y cierre la puerta y haga que
Bishop vaya al pórtico.
—Aceptaré su palabra —dijo Taylor—. Dice usted que pidió algunas cosas a una
tienda. ¿Qué tienda?
Nuevamente pareció Grove estar confundido.
—Creo que fue la de Daly.
—¿Lo cree usted? ¿No lo sabe?
—No estoy seguro de nada —respondió Grove con tono algo histérico.
—No estoy seguro de nada —repitió Taylor—. Será mejor que piense bien. ¿A
qué tienda pidió esas cosas que esperaba?
—Creo que era la de Daly.
—Cree que era la de Daly, ¿eh?
—Compro en dos tiendas —dijo Grove—. Estoy casi seguro que era la de Daly.
Sí, lo era. —Le temblaban los músculos del rostro.
—Pronto lo averiguaremos —dijo Taylor—. ¿Qué ocurrió después que vio usted
a Bishop en el pórtico?
—Entré allí.
Grove señaló la biblioteca.
—¿Y vio el cadáver?
—Sí —respondió Grove. Su nerviosidad había desaparecido—. Vi el cadáver —
dijo sencillamente.
—¿Se quedó aquí con ella?
—Durante un momento; luego salí corriendo.
—¿Salió corriendo? ¿Por qué? —preguntó Taylor haciendo una mueca.
—Estaba seguro de que él debía andar por las cercanías.
—¿Quién?
—El hombre que la mató —dijo Grove—. Sabía que no podía andar muy lejos.
De modo que bajé corriendo la escalera trasera y recorrí el jardín y los alrededores de
la casa.
—¿Pero no vio a nadie?
—No.

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—¿No había nadie por los alrededores?
—No.
—¿Ni un alma?
—No es eso lo que quiero decir. Quise decir que no había nadie que no fuera de la
casa. La señora Adams estaba en su departamento. La vi sentada frente a su ventana.
Y vi a Hillary.
—¿Quiere decir usted ese tipo que pinta cuadros?
Grove asintió.
—¿Dónde estaba él?
—De pie en la puerta de su casa.
—¿Qué estaba haciendo?
—Estaba parado allí. Verá usted, yo corrí alrededor de la casa y a través del
pórtico y por el camino que da a la calle. Luego fui a la trasera de la casa por el
sendero que entra en el jardín de bajo nivel. Allí hay una gruta…
—¿Una qué?
—Una gruta, una especie de cueva, y se me ocurrió que tal vez alguien se hubiera
escondido allí. Vi a Hillary cuando yo corría por el sendero.
—¿Le habló usted?
—Sí. Le pregunté si había visto a alguien.
—¿Qué le contestó?
—Sólo dio un gruñido.
—¿Un gruñido?
—Sí. Luego fui a la gruta y miré por los alrededores. Cuando volví al sendero, él
se había ido. Debe haber venido para acá, pues le hallé aquí cuando volví.
—¿Es eso todo?
—Sí.
Taylor se paseó durante un momento por la habitación, luego se detuvo y
permaneció mirándose la punta de sus pequeños zapatos.
De pronto preguntó.
—¿Dónde estaba usted anoche?
—¿Yo?
Grove miró estúpidamente al jefe.
—Sí, usted. ¿Dónde estaba? —La voz de Taylor tenía cierto tono de amenaza—.
Anoche, cuando mataron de un tiro al empleado de correos.
Grove no respondió de inmediato. Al fin dijo:
—Salí a cenar.
—¿Con quién? —Taylor estaba muy cerca del poeta y le miraba fijamente.
—Con un hombre llamado Allen. Es el representante de mi editor.
—¿Dónde vive?
—En Marshall Drive en las Colinas Oak.
—¿A qué hora llegó usted allí?

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—Alrededor de las ocho.
—Un poco tarde para la cena.
—Sí, se me hizo tarde.
Taylor se alejó del piano y miró a la alcoba donde se hallaba la cama. Luego,
volviéndose, preguntó ásperamente:
—¿Cómo fue usted allá?
—En auto. Por eso es que me demoré.
—Se quedó sin nafta, ¿verdad?
—No. Se me pinchó una goma.
—Se le pinchó una goma —Taylor volvió y se apoyó en el piano—. ¿Y tuvo que
cambiarla?
—Así es. ¿No me cree?
—No he dicho tal cosa. ¿Dónde dejó la goma? Quiero decir la que se le pinchó.
—En una estación de servicio cerca de la colina.
—¿Antes de ir a cenar?
—No. Después. Cuando volvía a casa.
Taylor se volvió a uno de los detectives.
—Confirmen eso —ordenó—. Vean a Allen también. —Le lanzó otra pregunta al
poeta—: ¿Cuál es el nombre de pila de Allen?
—Edward o Edwin…, no estoy seguro.
Taylor sacó un cigarro de su bolsillo, lo colocó en su boca y lo encendió. No era
un cigarro de buena calidad. Era uno de esos que venden por atados y tienen el
aspecto de haberse aplastado contra alguna puerta.
—Puede irse —dijo, y toda la aspereza había desaparecido de su voz—. Quédese
cerca de su casa. Quizá quiera hablar con usted otra vez.
Grove se retiró. Salió por la entrada trasera. Taylor, su ayudante, Robin, Mingo y
los tres reporteros que aparecieron cinco minutos antes y estaban en la terraza,
Brennan, Harris del Press, y Wicks del Citizen, con sus fotógrafos, salieron por el
frente.
Brennan detuvo a Taylor en la puerta.
—Queremos tomar parte en esto, jefe.
—Espléndido —respondió Taylor con benigna expresión en el rostro—. Pero no
hay caso.
—Es una pena —dijo Brennan.
—Ya lo creo que sí —dijo Taylor.
—No pensábamos mencionarlo —prosiguió Brennan con voz apenada.
—¿Qué cosa? —Taylor se detuvo frente a la puerta.
—La pensión —dijo Brennan—. La cobra usted del gobierno por inutilidad para
el servicio militar. ¿Recuerda?
—Eso no es asunto suyo —dijo Taylor, pero su voz había perdido su prístina
firmeza.

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—Ya lo sé. Por eso es que nunca lo hemos mencionado antes.
—Me la he ganado —dijo Taylor—. Tengo un pulmón delicado.
—Eso no le molesta para trabajar para la ciudad —dijo Brennan, tomando un par
de hojas de papel y haciendo algunas notas.
Taylor suspiró y golpeó la puerta. Cuando Hillary la abrió, el jefe empujó al
artista y miró a los reporteros.
—Pasen, muchachos —les invitó.
—Gracias, jefe —dijo Brennan, mientras encabezaba a los representantes de la
prensa.

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CAPÍTULO XIV

A pesar de que tomaban su casa por asalto, Hillary se mostró sorprendentemente


cortés.
—Pasen y hagan como si estuvieran en su casa —invitó—. Estoy terminando un
cuadro, pero eso puede esperar. ¿O les gustaría más verme trabajar que hablar
conmigo?
La actitud del artista molestó a Taylor.
—No necesitamos bromas hoy —gruñó—. Esto no es una merienda campestre.
—Estoy de acuerdo con usted —dijo Hillary, tomando asiento en una silla y
encendiendo un cigarrillo—. Terminemos de una vez.
En la habitación predominaba un olor extraño a desinfectante. Como si el artista
lo hubiera fumigado todo.
—Tomen asiento —dijo Hillary a sus huéspedes—. Si no hay suficientes sillas,
siéntense en el suelo. Está limpio. Yo mismo cuido la casa, de modo que sé que está
limpio.
Taylor y su ayudante tomaron las sillas más cercanas. Los cuatro fotógrafos
monopolizaron un sofá. Brennan y Harris se dividieron entre los dos un sillón, y
Robin tomó la silla restante.
—¿Cómo se llama usted? —preguntó Taylor.
Hillary se restregó la nariz con un dedo manchado de pintura.
—¿No lo recuerda?
El jefe señaló a su ayudante que estaba con el lápiz y la libreta de notas listos.
—Es para el sumario —contestó.
—¡Ah! —exclamó Hillary—. Bien, para el sumario mi nombre es Merle
Swymour Hillary. Soy artista y vivo en Mountain View Avenue 2401. Hace tres
meses que ocupo esta casa. ¿Ya está?
El ayudante asintió.
—No se preocupe por él —dijo Taylor—. Conteste mis preguntas.
—Haré lo mejor posible.
—¿Conoció usted a la señora Turner?
—Seguro.
—¿Bien?
—Bastante bien. —Por el tono de su voz no se podía saber si le inquietaba la
muerte de la mujer.
—¿Cuánto tiempo hace que la conoce? —Taylor se estaba enojando cada vez
más.
—Hace cuatro o cinco años. Quizá un poco más.
—¿Dónde la conoció?
—En Nueva York. En casa de Kermit Turner. Ella era su esposa.

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Taylor demostró sorpresa.
—¿Qué cosa?
—Era la esposa de Turner, el autor teatral —explicó Hillary—. Creí que lo sabía
usted.
—No —dijo Taylor.
—Era su esposa cuando la conocí —repitió Hillary.
—¿Está casada con él ahora?
—No. Se divorciaron el año pasado.
—Con que es así, ¿eh? —comentó Taylor. Hizo un esfuerzo para parecer
inteligente.
—No es así en absoluto —dijo Hillary—, si es que entiendo bien lo que quiere
usted significar. Si Turner hubiera querido matarla, lo hubiese hecho el año pasado,
ahorrándose así los gastos del divorcio. Es un hombre muy económico en ciertas
cosas.
—¿La veía usted a menudo? —Taylor ignoró el comentario de Hillary.
—¿Cuándo?
—Desde que vive aquí.
—Casi todos los días.
—¿La vio hoy?
—Sí.
—¿Cuándo?
—Hace algunos minutos. Después que la mataron.
Hillary parecía estar comentando algo sobre un objeto inanimado.
—¿Es esa la única vez que la vio hoy?
—Sí, señor.
—¿Eran muy amigos ustedes dos?
—Más o menos.
Hillary se encogió de hombros.
Taylor probó una nueva línea de ataque.
—¿Dónde se hallaba usted cuando la mataron?
—Aquí. Estaba trabajando.
—¿En esta habitación?
Hillary señaló hacia la parte trasera de la casa.
—No. En mi estudio. Tiene luz del norte, la que es esencial por ciertas razones.
—No me importan las luces del norte —dijo Taylor. Ya comenzaba a amoscarse
por la forma en que estaba transcurriendo el interrogatorio—. ¿Oyó usted los
disparos?
—Sí.
—¿Qué hizo al oírlos?
—Nada. No les presté atención. Estaba pintando.
—¿Y qué tiene eso que ver?

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—Usted no es pintor, ¿verdad?
Hillary estaba tratando de ser paciente o de molestar al jefe.
—Soy un policía —respondió Taylor.
—Yo conocí a un policía que era artista —dijo Hillary—. Era muy malo, pero él
hubiera comprendido.
—¿Qué hubiera comprendido? —Taylor hizo un esfuerzo para no gritar.
—Se trata de esto —explicó Hillary—. Cuando estoy pintando (y todos los
artistas son iguales) sólo existe un mundo para mí: el que yo estoy creando.
¿Comprende?
Taylor parecía intrigado y enojado a la vez.
—Seguro; pero ¿por qué no salió usted para ver qué ocurría?
—No me comprende usted en absoluto. Lo que quiero decirle es que cuando
estoy trabajando no presto nada de atención a ninguna otra cosa. Oí los disparos,
seguro que los oí, pero no se me ocurrió en ese momento que alguien estuviera
matando a Syrena.
—¿Cuándo se le ocurrió?
—Supongo que los disparos me robaron la inspiración —prosiguió Hillary—.
Quiero decir en el subconsciente. Me di cuenta de que algo me irritaba porque estaba
pintando mal. De modo que salí a la puerta. Mitch Grove pasó corriendo y me
preguntó si yo había visto a alguien. Al principio no me di cuenta de lo que quería
decirme. Me imagino que estaba preocupado.
—Debe haberlo estado —dijo Taylor con impaciencia—. Prosiga.
—Mitch corrió al jardín y entonces se me ocurrió que algo había sucedido.
Recordé los disparos y el sitio de donde provenían y corrí escaleras arriba.
—Corrió escaleras arriba —le hizo eco Taylor.
—Así es.
—¿Y qué vio usted?
—Lo mismo que vio usted. Syrena estirada sobre la alfombra frente al fuego.
—¿Algo más?
—Ese caballero —Hillary señaló a Robin— y a Mitch. Este último entró
corriendo por la cocina. Este otro individuo salió del lugar donde se halla la cama de
Syrena.
—¿Habló usted con ellos?
Hillary asintió:
—Le pregunté —de nuevo señaló a Robin— si alguien había llamado a la policía.
—¿Y qué le contestó él? —Taylor miró a Robin al hacer la pregunta.
—Dijo algo de que se ocuparía de eso —replicó Hillary.
—Así es —intervino Robin—. Yo llamé a la policía, ¿no es cierto?
—Cuando le pareció conveniente —dijo Taylor—. ¿Qué más ocurrió? —Formuló
la pregunta al artista.
—Nada. Me aseguré que ella estaba muerta y luego retorné aquí.

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—Y volvió a ponerse a pintar —dijo Taylor.
—Está equivocado —dijo Hillary—. No lo hice.
—¿No sentía inspiración?
—Veo que comprende usted.
Hillary sonrió al jefe.
—Creo que tiene usted algo de artista al fin y al cabo —prosiguió—. No sentía
nada de inspiración.
Taylor no trató de usar más sarcasmos. Súbitamente cambió el interrogatorio,
preguntando con respecto a la muerte de McHaig:
—¿Dónde estaba usted anoche?
—Aquí mismo —replicó Hillary sin vacilaciones.
—¿Trabajando?
—No. No quiero decir que estaba en mi departamento. Estaba cenando con
Syrena en el suyo.
—¡Oh! —exclamó Taylor, elevando los ojos al cielo.
—Tiene usted una mente insidiosa —dijo Hillary—. Me doy cuenta de que usted
insinúa que yo mantenía relaciones con ella. No es así. Si lo hubiera sido, yo me
hubiese sentido terriblemente conmovido por su muerte. Soy un individuo muy
ordenado y me molesta el que se interrumpa mi vivir metódico. Soy un caballero y no
suelo pisar el terreno de propiedad de mis amigos. Tendrá que ver a Mitch si le
interesan los asuntos amorosos, no a mí.
—¿Qué quiere decir con eso? —inquirió Taylor.
—¿No lo sabía usted? —Hillary elevó las cejas—. Mitch y Syrena pensaban
casarse.
Taylor guardó silencio durante un momento. Luego dijo pensativamente:
—No me extraña entonces que estuviera así. —Miró a Hillary con suspicacia—.
¿Sabía él que usted estuvo en el departamento de ella anoche?
—No sé. Pero no se precipite a formar conjeturas. Él no la mató porque yo
hubiera cenado con ella.
—¿Quién dice que él la mató?
—Usted lo ha insinuado.
—Yo no insinúo nada —contestó Taylor—. Yo sé que él no la mató.
—Entonces ya tenemos algo concreto —dijo Hillary con serenidad.
Taylor volvió a tomar asiento y reflexionó un momento. Luego preguntó:
—¿Cómo es que cenó usted con ella?
—Ella me invitó.
—¿Por qué?
—Quizá le pareció que yo tenía hambre.
Taylor hizo una mueca y comenzó a tamborilear en el piso con sus pies.
—¿Por qué? —repitió.
—Me encontraba yo allí a la hora de la cena, de modo que me dio de comer.

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—¿Para qué fue allí?
—Estábamos hablando. Fui allí para hablar con ella y me quedé a cenar.
—¿Hasta qué hora se quedó? —Taylor no malgastaba el tiempo ahora.
—Dos o tres horas.
—¿Hablando?
—Y comiendo.
—¿Y cómo podrá probarlo?
Hillary levantó las cejas.
—¿Es necesario que lo pruebe?
—A mí no…, pero a usted le es necesario.
—¿Por qué a mí? No me importa si usted no me cree.
—Le importará. —Taylor trató de que su voz sonara amenazadora—. A las seis y
treinta del martes a la noche, asesinaron de un tiro a un empleado de correos llamado
Gordon McHaig.
—Ya conversamos al respecto —dijo Hillary.
—Hoy mataron de un tiro a la señora Turner.
—Ya lo sé. ¿Y cree usted que yo fui el que los mató?
—Eso es lo que estoy tratando de averiguar —dijo Taylor—. Por eso es que
quiero saber si puede usted probar que estaba en el departamento de Turner a las seis
y treinta de anoche.
—No puedo probar que estaba allí a las seis y treinta; pero puedo probar que
estuve allí anoche.
—¿Cómo?
—Me vieron.
—¡Ah! ¡Le vieron! —Taylor pareció escéptico—. ¿Y quién le vio?
—Kermit Turner —dijo Hillary—. Él me vio allí alrededor de las ocho. Quizá un
poco más tarde.
—¿Por qué no me dijo usted eso antes?
—Usted no me lo preguntó.
—¿Qué estaba haciendo él allí?
—No tengo la menor idea. No se lo pregunté.
—¿Tenía la costumbre de visitar a su ex esposa?
—No lo sé.
—¿Le vio usted allí antes?
—No. Pero presto poca atención a la gente que entra y sale de aquí.
—¿Cuánto tiempo se quedó él allí?
—Estuvo hasta que yo me fui alrededor de las nueve.
—Después que él vino, ¿se quedó usted?
—Seguro. Somos amigos.
—¿De qué hablaron?
—De todo un poco. Nada importante.

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—¿Pero él no dijo por qué había ido?
—No. Quizá sea mejor que se lo pregunte a él. Probablemente se lo dirá.
—Pienso hacerlo. —Taylor se puso en pie nuevamente. Su cigarro se había
apagado.
—¿Ha terminado conmigo? —Hillary también se puso en pie.
—Por ahora sí. ¿Piensa quedarse por aquí?
—Seguramente.
—Es posible que vuelva. —Taylor se dirigió a la puerta.
—Espléndido —le respondió Hillary.
Permaneció en la entrada sonriendo a los dos policías y a los reporteros hasta que
éstos llegaron al camino; luego cerró la puerta de un golpe.
Taylor estaba ahora de mal humor. Brennan le había incomodado. Hillary lo había
hecho enojar. Dos personas habían muerto y él no tenía la más mínima idea de quién
pudiera ser el asesino.
Sin decir palabra, emprendió la marcha por el camino del frente, con su ayudante
y los periodistas pisándole los talones. Al llegar al pórtico vieron a un mensajero que
examinaba los buzones. El muchacho tenía un paquete debajo del brazo.
Taylor se detuvo.
—Oye tú —exclamó—, ¿a quién buscas?
—A un tipo llamado Grove —respondió el muchacho, y no parecía sentirse
incomodado en lo más mínimo por la aspereza de Taylor—. Este paquete es para él.
—¿De dónde vienes?
—Soy mensajero de la tienda de Daly —dijo el muchacho—. ¿Por qué? ¿Es usted
Grove?
—Es el jefe de detectives —le dijo Brennan.
—¡Ah! —exclamó el muchacho, no pareciendo hacerle impresión la noticia—.
Bien, vengo de la tienda Daly y tengo un paquete para Grove. ¿Quiere usted
entregárselo?
—Yo se lo daré —dijo Taylor. Examinó la boleta—. ¿Sabes cuándo se pidió esta
mercadería?
—No —respondió el muchacho—. Déjeme ver. Puede ser que se lo pueda decir.
—Tomó el paquete de nuevo y estudió la boleta—. Ayer por la tarde, según parece.
Debe ser así. No entregamos los pedidos en el mismo día, a menos que sean urgentes.
Este no es urgente.
—Grove vive en el piso alto, en la parte trasera —le informó Taylor—. Llévale el
paquete.
Se volvió, ascendió la escalera, cruzó el departamento de la muerta y bajó por la
escalera trasera. Todos le siguieron.
Las escaleras daban al caminillo, el que estaba separado del lote vecino por una
pared de ladrillos de unos dos metros de alto. Cerca de la escalera había dos puertas y
ambas se hallaban cerradas con llave. Una daba al sótano. La otra era aparentemente

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la entrada de servicio del departamento en el que vivía la dibujante. Si ella o el
médico que vivía en el departamento del frente hubieran estado en casa en el
momento en que ocurrió el crimen, hubieran visto al asesino de la señora Turner.
Ambos departamentos daban al camino. El de Grove no. Su terraza sobresalía sobre
el jardín trasero y sobre el camino de un costado.
En vista de las circunstancias, no era extraño que el matador hubiera logrado huir
sin ser descubierto. Nadie podría haberlo visto. Podría haber salido por el camino de
bajo nivel que rodeaba la parte trasera del departamento de Hillary, de allí hacia el
norte o sur a lo largo de Grant Street, completamente oculto por el bambú que crecía
en ese sitio. O podría haberse dirigido hacia el sur a Mountain View, con su
automóvil y dirigiéndose colina arriba.
Pero —pensó Robin—, era posible que el criminal no hubiera abandonado la
casa. Examinando el jardín, el reportero vio que Hillary podría muy fácilmente haber
entrado por la puerta trasera de su departamento sin que le vieran. ¿Habría acabado
de volver cuando Hillary le vio en la puerta? ¿O era sincera su declaración? Había
otras personas complicadas en el asunto: estaba Grove, con una coartada perfecta, y
también Turner. El autor teatral no se hallaba en los departamentos Garden cuando su
ex esposa fue asesinada. ¿Dónde estaba él? ¿Y por qué la había visitado la noche
anterior? Pero faltaba todavía alguien en la lista de sospechosos. Estaba también el
escritor conocido por el nombre de Zenophen Zwick, quien había motivado todos los
crímenes al dejar su chaqueta en la playa de Point Utopia.

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CAPÍTULO XV

R obin no se vio obligado a buscar la respuesta al enigma de la visita de Turner al


departamento de su ex esposa. El mismo Turner contestó a la pregunta. Y la
razón era bastante simple. Fue a visitarla porque ella le invitó, según declaró él.
El jefe Taylor habló con la señora Adams antes de buscar a Turner. Podría haberse
ahorrado la molestia. La señora Adams no le fue útil en absoluto y su lenguaje
escandalizó al detective, quien tenía a su anciana madre en San Francisco y siempre
le enviaba flores o algún regalo en el Día de la Madre. Fácilmente se notaba que la
señora Adams hubiera preferido una buena botella de whisky o una caja de cigarrillos
y que no despreciaría un porrón de ginebra como regalo del Día de la Madre.
Ella había oído un ruido que le pareció ser el escape de un automóvil. Esas
porquerías de vehículos hacían siempre ruidos molestos cuando pasaban por la
cuesta, dijo. Había visto a un montón de desconocidos que parecían ser ladrones y
que vagaban por el patio. Dijo que no le sorprendió el que hubieran matado a la
señora Turner, y que hacía muchos años que lo veía venir, pero rehusó explicar su
idea y preguntó si el señor Taylor conocía alguna palabra de seis letras que significara
«crónico».
El jefe no conocía la palabra y no le importaba si existía o no. Estaba un poco
afligido cuando llegó a los departamentos Garden, pero no demasiado afligido para
impedir la entrada a la prensa durante su entrevista con Turner. Pareció durante un
rato como si la entrevista tuviera que posponerse, pues Turner no estaba en casa
cuando llegaron ellos. Pero al poco rato llegó e invitó a todos de mala gana para que
entraran.
No se sorprendió en absoluto cuando Taylor le dijo que Syrena había muerto.
—Hace pocos minutos que lo leí en el diario —dijo, dejándose caer en el diván
—. Tomen asiento, muchachos. Pónganse cómodos. Yo no lo estoy.
Ciertamente que no tenía aspecto de sentirse cómodo, ni feliz. Parecía
preocupado; pero no podía notarse si su preocupación se debía a la intrusión de la
prensa o a la muerte violenta de su ex esposa. Se veía una mueca en su fea cara, y
continuamente se pasaba la lengua por los labios.
En presencia de Turner, Taylor se condujo con mucha cortesía y suavidad. La
riqueza y posición social del autor teatral le impresionaban tremendamente. Grove
podría ser un eminente poeta, pero parecía no tener un centavo. Hillary podría ser un
buen artista, pero vivía en un cuartucho y tenía olor a aguarrás. Aquí había un hombre
que ocupaba una posición importante en el mundo. No se podía tratar con rudeza a
gente así.
—No le demoraremos mucho tiempo —explicó Taylor—. Sólo quiero formularle
algunas preguntas. Es cuestión de rutina.

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—Que me maten si veo por qué me molesta usted continuamente —gruñó Turner
—. Ya que está aquí, haga sus preguntas y terminemos de una vez.
Taylor bajó la vista.
—Bien —comenzó—. Verá usted, nos gustaría saber dónde se hallaba usted
alrededor de las once y treinta.
—Salí a almorzar.
—¿Dónde?
—En La Taberna Inglesa.
—¿Solo?
—No.
—¿A qué hora llegó allá?
—Alrededor de las doce y treinta.
—¿A qué hora salió de aquí?
—Alrededor de las once.
Taylor inspiró profundamente.
—¿Le llevó a usted una hora y media para llegar allá?
—Primero tuve que hacer algunas diligencias. —Turner pareció presentir lo
incómodo que se sentía Taylor y respondió a sus preguntas con malhumor.
—¿Le molestaría decirme qué diligencias tuvo que hacer?
—Seguro que me molestaría —respondió Turner—. Pero se lo diré para acabar de
una vez. Fui al centro y me detuve en un par de librerías.
—¿Recuerda qué librerías eran?
—Sí. La de William en la calle Crest, y The Little Shop, en la calle Quinta.
—¿Compró algo?
—En la de William no. En la otra compré un diccionario nuevo. Me lo van a
enviar.
—¿Qué hora era cuando llegó usted al centro?
—Creo que eran alrededor de las once y quince. Quizá algo más temprano, quizá
más tarde.
—¿Fue usted guiando su coche?
—Sí.
—¿Dónde lo estacionó?
—En la calle, cerca de lo de William. Más tarde lo puse en la playa de
estacionamiento de la Taberna Inglesa.
—¿Fue primero a la librería de William?
—Así es.
—¿Alguien lo vio allí…, quiero decir, alguien que podría…?
—¿Verificar mi afirmación? No conozco a nadie allí. Uno de los vendedores me
preguntó si podía servirme en algo, y le dije que no, podía arreglármelas
perfectamente sin su ayuda.
—¿Y en la otra librería?

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—Allí me conocen. De todos modos, compré un diccionario.
—¿Luego fue a almorzar?
—Es verdad.
—¿Con quién?
—Con mi abogado, Roy Thompsen. —Miró a los reporteros—. A pedido de
Thompsen —agregó—. Parece que la prensa se está poniendo curiosa con respecto a
mis asuntos privados. No sé cuál de estos hijos de perra fue el que anduvo
preguntando; pero tengo la esperanza de que después de esto no metan más las
narices en mis asuntos.
La explosión de Turner sorprendió a Taylor. Durante un momento no pudo decir
palabra, luego se aclaró la garganta y preguntó:
—Hay una cosa más que me gustaría saber. ¿Estuvo usted…, visitó usted a su…,
a la señora Turner anoche?
—Sí.
—¿A qué hora?
—Alrededor de las ocho.
—¿Alguien le vio allí?
—Esa es una pregunta estúpida. Usted sabe muy bien que Hillary estuvo allí con
nosotros.
Taylor estaba apabullado, pero aún tenía un poco de valor.
—¿Por qué es que fue a verla?
—Syrena me pidió que fuera —dijo Turner. Mencionó el nombre con entera
frialdad—. Me llamó ayer por la tarde y me preguntó si podía ir a verla anoche.
—¿Dijo para qué quería verle?
—Sí.
—¿Por qué? —preguntó Taylor tímidamente.
Turner no vaciló, y respondió:
—Teníamos una propiedad en condominio. Una casa en la playa. En la época del
divorcio ella no quiso que me quedara yo con la casa. Ni siquiera me dejó que le
comprara la mitad que le correspondía. Desde entonces le he estado pidiendo que me
la vendiera. Ayer me dijo que había decidido irse de viaje y quería que nos
pusiéramos de acuerdo respecto a la casa.
—¿De modo que usted la fue a ver?
—Sí.
—¿Arreglaron el asunto?
Turner asintió.
—Por eso es que almorcé hoy con Thompsen. Le dije que arreglara el asunto…,
compré la mitad de mi esposa.
—Ella no dijo adonde pensaba ir, ¿verdad?
—No. Yo no se lo pregunté. Dijo que se iba de viaje y que posiblemente no
volvería más.

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Taylor se puso de pie y entonces se le ocurrió hacer otra pregunta:
—Casi me olvidaba —dijo—. Pero ¿dónde estaba usted anoche a las seis y
treinta?
Turner reflexionó un momento.
—Creo que estaba cenando. No. Venía de la playa. Fui para mirar la casa y me
quedé allí bastante tiempo. Creo que habré llegado a la ciudad alrededor de las siete,
cené en el restaurante de Stacy y luego volví aquí.
—¿Había alguien en la casa?
—Ni un alma —replicó Turner.
—Muchas gracias —dijo Taylor, y se dirigió a la puerta—. Vamos, muchachos.
Trataremos de no molestarle más.
—Así lo espero.
Turner no se levantó. Abrió un armarito que se hallaba cerca del diván, sacó una
botella de whisky, un vaso y un sifón y vertió una generosa cantidad de la bebida en
el vaso. Tenía el vaso en la boca antes de que sus visitantes cerraran la puerta a sus
espaldas.
En el exterior, Taylor suspiró aliviado.
—A veces no me gusta este trabajo —comentó.
—No le gusta solamente cuando no puede maltratar a la gente —dijo Robin.

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CAPÍTULO XVI

H abía ya dos acusaciones de asesinato contra Zenophen Zwick. La segunda,


que le acusaba del asesinato de Syrena Chapman Turner, fue dada a
publicidad poco después que el jefe Taylor llegara a su oficina.
La ley tenía buenas razones para creer que el que matara a Gordon McHaig
también había asesinado a la señora Turner. Había cuatro razones: cuatro trocitos de
plomo. Todos habían recorrido el cañón del mismo revólver de calibre 38, de acuerdo
con la declaración de los expertos policiales.
Pero la segunda acusación fue tan inútil como la primera, en cuanto a lograr la
detención del señor Zwick. Aunque había dado pruebas tangibles y concluyentes de
su existencia, seguía siendo la misma figura fabulosa de siempre. Sólo el empleado
de correos le había visto en el pórtico de su casa en Lighthouse Drive la noche
anterior. Y solamente la señora Turner le había visto en la biblioteca de su casa poco
antes del mediodía en noviembre 18. Si los detectives que investigaban el caso
hubieran creído en los espíritus, ellos hubiesen creído que Zwick era un fantasma y
hubieran abandonado la persecución. Pero ninguno de ellos era espiritista, y, de
haberlo sido, es dudoso que ninguno de ellos hubiera tenido el valor de escribir
«asesinado por un espíritu» en su informe. Los policías tomaban como seguro que el
matador era una persona de carne y hueso y procedían de acuerdo a esa conclusión.
Debido a que la prensa pedía alguna declaración, el jefe de detectives llamó a los
representantes de cada diario a su oficina. Y cuando Robin, Barton, Brennan, Wicks y
Harris y todos los reporteros policiales que no estaban jugando a las damas en las
comisarías entraron en la oficina del jefe, Taylor se metió entre los dientes uno de sus
malolientes cigarros, colocó sus pequeños pies sobre el escritorio y, a través de una
nube de humo que podía haber servido para ocultar a un acorazado, anunció que en
vista de las circunstancias la investigación progresaba perfectamente y que los dos
asesinatos estarían resueltos probablemente en un par de días.
—Todo lo que tenemos que hacer es averiguar quién es ese tipo Zwick —dijo
Taylor.
—¿Tiene alguna idea, jefe? —preguntó Robin.
—Seguramente —respondió Taylor—. Tenemos nuestras sospechas. No podemos
probar nada todavía, pero estamos vigilando al sospechoso.
—¿Es Hillary o Turner? —quiso saber Brennan.
El jefe frunció el ceño.
—Eso no es justo, Brennan —dijo—. Ya sabe usted que no se pueden hacer
preguntas así todavía. No podemos acusar a gente que podría ser inocente. Tenemos
que esperar.
—¿Cuándo piensa efectuar un arresto? —preguntó Wicks.

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—Quizá mañana. —El jefe chupó su cigarro, lo quitó de su boca y el humo
pareció salirle hasta por las orejas.
—¿Es oficial esa afirmación? —Wicks se retiró del escritorio para abrir la
ventana.
—No por completo. Pero pueden publicarla.
—Realmente, debería decirnos algo más definitivo —exclamó Brennan—.
Vamos, Hallam. Diga. ¿Qué es lo que sabe?
Taylor estuvo exhalando humo por los cuatro costados durante un momento.
—Comencemos por el principio —dijo finalmente—. El lunes por la noche la
policía halló en Point Utopia una chaqueta. Prendida a la chaqueta había una nota
diciendo que Zenophen Zwick se suicidaba arrojándose al mar.
—¡Ya quisiera usted que así hubiera sido! —exclamó Barton.
—Déjeme hablar a mí —dijo Taylor—. Ayer se buscó el cadáver. No había
ningún cadáver. Luego uno de los reporteros del News —miró a Robin— se enteró
que Zwick recibía su correspondencia en la casilla de correos de la sucursal de Sinex
Avenue, bajo el nombre de William Nye. El News publicó una fotografía del
empleado, Gordon McHaig, quien ponía la correspondencia en la casilla. Anoche,
alrededor de las seis y treinta, alguien llamó a la puerta de McHaig y le pegó dos
tiros. Hicimos un sumario acusando a Zwick, o William Nye, de ese asesinato.
—Y comenzaron la búsqueda de Zwick —intervino Brennan.
—Ajá —admitió el jefe—. Comenzamos a buscar a Zwick. Interrogamos a
Turner, Grove e Hillary esta mañana. Luego, a las once y treinta, alguien entró en el
departamento de Syrena Chapman Turner, situado en la Mountain View Avenue
2403, la golpeó con un atizador, la mató de un tiro y huyó.
Taylor hizo una pausa.
—Ya sabemos todo eso. —Barton habló con tono de fatiga—. Ya lo hemos
publicado.
—Si no quiere escuchar, ya sabe lo que tiene que hacer. —Taylor miró la puerta
de manera significativa—. Extrajimos las balas de la pared y las examinamos. Todas
fueron disparadas con la misma arma que mató a McHaig.
—Ahora sí que tenemos algo —dijo Barton.
Eso era una novedad para la prensa. El jefe había olvidado hacer público el
informe del experto en balística.
Taylor se demostró complacido.
—Ahora sí que tenemos algo —repitió—. Eso nos dice que se trata de la obra de
un solo hombre. Muy bien. Eliminamos a Grove porque él estaba en su departamento
cuando se dispararon los tiros. ¿No es verdad, Bishop?
—Así es —admitió Robin—. Por eso es que no podemos eliminarlo. Tiene una
coartada demasiado buena.
—¿Qué quiere decir con eso? —inquirió Taylor.
Robin se encogió de hombros.

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—Nada. Sólo digo que no deberíamos descartarlo.
—Probablemente Grove alquiló a alguien para que hiciera el trabajo por él —dijo
secamente Wicks—. O la mató por control remoto. El señor Bishop ha estado
leyendo otra vez «Las aventuras de Máscara Negra».
—Es mi literatura favorita —dijo Robin.
—Eliminamos a Grove —dijo Taylor con obstinación—. Hemos comprobado sus
declaraciones y las hallamos correctas. Y hemos examinado toda la casa sin hallar
ningún arma. Lo estamos vigilando, pero hasta ahora no nos ha dado motivos de
sospecha.
—De modo que entonces quedan solamente Hillary y Turner —dijo Barton.
—Así es —admitió Taylor—. Pero es posible que ellos no sean Zwick. Quizá
haya alguien más complicado en esto. Lo que tenemos que hacer es asegurarnos de
que Hillary y Turner no son culpables. Por eso es que interrogué a Hillary.
Averiguamos que había cenado con la muerta anoche. Él nos dijo que estaba en su
estudio cuando se efectuaron los disparos. Hemos averiguado que se hallaba de pie en
su puerta cuándo Grove corrió por el jardín buscando al asesino. Su declaración está
bastante correcta. Estuvo en el departamento de la muerta a las ocho de la noche
porque Turner lo vio a él allí. No tenemos forma de probar que estuvo o no estuvo allí
a las seis y treinta cuando mataron a McHaig. Él dice que así es y, hasta que podamos
probar que no es cierto, tenemos que aceptar su palabra como buena.
—¿No le cree usted? —preguntó Barton.
—No he dicho tal cosa.
El cigarro de Taylor se había apagado, de manera que lo encendió de nuevo.
Una expresión de fastidio se reflejó en el rostro de Barton. De su bolsillo extrajo
un cigarro que había sacado del escritorio de su director esa mañana y se lo regaló al
jefe.
—Pruebe éste. Tira bastante bien —dijo.
—Gracias.
Taylor se guardó el cigarro en el bolsillo.
—No vale la pena —comentó Barton…
—¿Qué es lo que no vale la pena? —inquirió Taylor.
—No tiene importancia —replicó Barton—. Siga con su recitación.
Taylor prosiguió:
—Luego interrogamos a Turner. Como ustedes saben, él vio a su ex esposa
anoche, por motivos de negocios.
—Eso es lo que él declaró —comentó Brennan.
—Así también lo dijo su abogado —replicó Taylor.
—Se está poniendo blando usted —dijo Brennan.
—¿Qué quiere decir? —preguntó Taylor.
—Antes nunca acostumbraba a creerle a los abogados.
—Se está ablandando con la edad —dijo Barton.

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—Es la senilidad —comentó Brennan—. Yo creí que ustedes querían escuchar
mis declaraciones. —Taylor sacó los pies del escritorio.
—Nos portaremos bien —prometió Brennan—. Prosiga.
—Turner nos dijo que él vino al centro a las once de la mañana y fue a un par de
librerías —continuó Taylor—. Fuimos a la de William. Ninguno de los vendedores
recordaba haberle visto. Estuvo en The Little Shop alrededor de mediodía. Compró
un libro. Luego almorzó con su abogado en La Taberna Inglesa. Todo eso ha sido
comprobado.
—Pero usted no está seguro del sitio en que él se hallaba cuando mataron a la
señora Turner, ¿no es verdad? —inquirió Robin, echando hacia atrás su silla.
—No estamos seguros. Sólo tenemos su palabra de que se hallaba en la librería.
—Él podría haber cometido el asesinato, ¿no es cierto?
Taylor se quitó el cigarro de la boca y lo examinó.
—Pruebe el otro —sugirió Barton.
—Todavía puedo sacarle bastante humo a éste —replicó Taylor—. Sí. Él pudo
haberla asesinado.
—Y pudo haber matado a McHaig —persistió Robin—. Sólo tiene usted su
declaración de que estaba en la casa de la playa a las seis y treinta de anoche.
—Eso es absolutamente cierto —replicó Taylor—. No había nadie en la casa de la
playa. Nadie que pueda confirmar la hora en que él salió de allí, si es que en realidad
estuvo en esa casa.
—¿Qué averiguó el experto en impresiones digitales? —inquirió Robin.
—Conseguimos cinco huellas distintas. Algunas eran de la señora Turner.
—¿Y las otras?
—Algunas eran suyas —dijo Taylor. Hablaba como si se estuviera dirigiendo a un
muchachito desobediente. Ya sabe usted que no debió haber andado por todo el
departamento tomando cosas con las manos.
—¿Cómo supo usted que eran mis impresiones digitales? —Robin parecía
intrigado—. Nunca me pusieron preso en esta ciudad.
—Por su registro de conductor —dijo Taylor—. Lo hizo renovar el año pasado.
¿Recuerda?
Robin pareció aliviado.
—¿A quiénes pertenecen las otras impresiones?
—Las de Grove estaban desparramadas por todos lados. Las suyas las
conseguimos también por el registro de conductor. Las otras pertenecían a Hillary y a
Turner. Tuvimos que conseguir las de ellos dos.
—¿Había algo en el atizador?
—No. El fuego lo había dejado limpito.
—Mire, jefe —dijo Brennan—. ¿Por qué no arresta a Hillary y a Turner por
sospechosos?
Taylor pareció horrorizarse ante la insinuación.

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—No podemos hacer eso —protestó.
—Antes lo ha hecho usted —prosiguió Brennan—. Siempre tiene la cárcel llena
de gente arrestada bajo sospechas.
—Eso es distinto —dijo Taylor—. No se puede encerrar a un hombre como
Turner sin tener alguna razón valedera para ello.
—Tiene demasiado dinero —dijo Barton.
La voz de Taylor parecía ofendida cuando contestó:
—No trabajamos en esa forma.
Brennan sonrió y dijo:
—¿Tiene usted alguna idea de la razón de esos asesinatos, jefe?
—Seguro —Taylor arrojó la colilla de su cigarro dentro de la salivadera y se puso
entre los dientes el puro que le regalara Barton—. Sexo —dijo—. Se trata de dos
crímenes pasionales.
Barton movió la cabeza de un lado a otro.
—Me parece que ha acertado usted, jefe. Pero estoy un poco confundido. ¿Qué
tiene que ver la pasión con el señor McHaig?
Su rostro no mostraba ninguna expresión.
—Quizá Zwick estaba enamorado del empleado de correos —sugirió Brennan.
—Me parece difícil —dijo Barton—. Estoy seguro de que el jefe no se refiere a
esa clase de pasión. ¿No es verdad, jefe?
Taylor miró a uno y a otro. Ambos parecían completamente serios.
—¡Oh, no! —respondió.
—Tal vez el cartero y la señora Turner estaban enamorados —dijo Robin—.
Zwick se enteró y los mató a los dos. —Se puso en pie—. ¿Piensa usted arrestar a
alguien esta noche?
—Esta noche no —dijo Taylor.
—Vamos, Bart —dijo Robin, abriendo la puerta. Barton se puso en pie de mala
gana.
—Ahora que se estaba poniendo interesante —gruñó. Al llegar a la puerta se
volvió—. Temo que esté usted inhibido, jefe.
—Está en la menopausia —dijo Brennan.
El rostro de Taylor enrojeció.
—Váyanse todos al infierno —exclamó malhumorado.

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CAPÍTULO XVII

U na neblina procedente del mar robó el color al cielo, e impelida hacia el este
por el viento, extendió su húmedo manto sobre la ciudad. Y ahora, debido a
que las paredes grises cerraban el mundo en que vivían, y debido a que los diarios
que llevaban no hacían más que hablar diciendo que el asesino se hallaba todavía en
libertad, los hombres y mujeres se dirigían apresuradamente a sus hogares.
Como siempre, cuando la niebla gris se apoderaba de las calles, los autos
policiales y las ambulancias recorrían la ciudad con sus sirenas resonando
fuertemente. Los perros comenzaron a aullar a su vez, como si entonaran un canto
fúnebre por el alma de los muertos. En las calles, los vendedores de diarios gritaban
en forma ininteligible y lo único que se podía distinguir entre sus gritos era:
asesinato, asesinato.
Robin era una de las pocas personas a quienes no afectaba el medio ambiente.
Sabía que la niebla se debía a la frescura del aire y mantuvo el limpiaparabrisas
funcionando todo el camino hasta su casa, y sabía que había un asesino suelto, pero
eso no le preocupaba.
Mary tampoco estaba afligida. La halló sentada en un sillón debajo de una
lámpara de leer, con su nariz muy cerca de un libro. No había cocinado la cena, ni
preparado las camas, ni había lavado los platos del desayuno. Había estado sentada
allí desde la mañana y sobre la mesa a su lado había una cantidad de notas.
Cuando se abrió la puerta levantó la vista de su libro y sonrió.
—Tengo algo —dijo—. No sé exactamente su valor.
—Espléndido —dijo Robin, sonriéndole.
—No entres en la cocina. Está todo sucio.
Robin no hizo caso de la advertencia. La cocina estaba realmente descuidada. Se
lavó las manos, limpió dos vasos y preparó un par de cocktails. Entregó uno a Mary,
acercó un banquillo y tomó asiento.
—¿Almorzaste? —preguntó.
—No. Estuve demasiado ocupada.
—¿Con eso? —Robin señaló a las notas. Al ver su señal de asentimiento,
preguntó—: ¿Sabes quién es Zenophen Zwick?
—No estoy muy segura.
—Estamos iguales. Yo tampoco lo estoy.
—Pero sé por qué todos los críticos que trataron de averiguarlo eligieron siempre
cinco hombres.
—¿Por qué?
Mary señaló a la pila de libros que estaba cerca de su sillón.
—El señor Zwick les robó un poco a todos ellos…, es decir, a todos menos a
Jonathan Roberts.

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—Así me lo había figurado.
—Eres demasiado listo.
—Pero sólo estaba adivinando. No estaba seguro.
—Ahora puedes estarlo. La cuestión es que robaba ideas y frases y las mejoraba.
Robin sorbió despaciosamente su bebida.
—Escucha —Mary tomó sus notas—. Aquí tienes un párrafo sobre pintura en El
cerdo salvaje.
Lo leyó.
—El hombre sabe escribir —comentó Robin.
—Ya me he dado cuenta. Ahora escucha esto.
Leyó otro párrafo. La idea era la misma, pero el escritor había usado muchas más
palabras.
—Hillary escribió eso —explicó Mary—. Es de su libro sobre Gauguin. Y existen
otros párrafos similares… media docena, más o menos. En cada caso Zwick robó las
ideas de Hillary, luego las desarrolló mejor, más sucintamente, con más poesía.
—Quizá Zwick no robaba…, tal vez se repetía a sí mismo.
—Así lo creí al principio —dijo Mary—. Después de leer las tres novelas
policiales examiné el libro de Hillary y me sentí convencida de que él era Zwick.
Luego leí algunas de las poesías de Grove y estuve también segura de que Grove
había escrito las novelas de misterio.
—¿Más robos?
—Muchos más. Pero no ideas. Zwick usó muchas líneas de Grove. Había una en
especial que comparaba al mar con el pecho de una paloma. A Zwick le gustó esa y la
usó tres veces en Botones de Ámbar.
—Eso no es correcto —dijo Robin.
—Así me pareció. No me gustó nada su proceder. Luego leí una de las novelas de
Sidney y hallé más robos, y se me ocurrió que Zwick había robado
intencionadamente, que su idea era confundir a la gente, para que creyeran una cosa
errónea. Descubría una especie de patrón para todos sus libros. Primero usaba algo de
Turner, luego un poco de la lógica de Hillary sobre arte y literatura, luego algo de la
filosofía de Sidney y finalmente unas cuantas líneas de Grove. Pero no escribía con el
estilo de ninguno de ellos. Escribía con el estilo de Jonathan Roberts… con el mismo
cinismo y la misma belleza, y en cierto modo, las mismas ideas fundamentales. Como
si fuera un Roberts en quien se hubiera desarrollado de súbito un sentido del
humorismo medio extraño.
Mary miró a su esposo durante un momento.
—Robin. ¿Estás seguro de que Roberts ha muerto?
—No estoy seguro de nada. Yo no le vi morir. Los diarios dicen que murió…, eso
es todo lo que sé. ¿Por qué?
—Porque Zwick, y estoy casi segura de esto, es Jonathan Roberts convertido en
un humorista. Es un Jonathan Roberts que ha comenzado a reír de súbito. Verás,

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Roberts nunca tuvo nada de humorista, todo era tragedia para él. Por eso es que el
público no lo leía. Era demasiado trágico. Zwick tiene el mismo sentimiento de la
tragedia, pero se ríe de ella. La vida era muy seria para Roberts. Podrá haber sido
seria para Zwick, pero él se reía de su seriedad.
—Es casi seguro que Roberts había muerto ya antes de que el segundo libro
llegara a los editores, Mary.
—Lo sé. Eso es lo que me intriga, cuando dejo los libros y me pongo a
reflexionar sobre ellos. Pero cuando tomo de nuevo El Extraño y lo comparo con
Botones de Ámbar no me cabe ninguna duda. Ambos libros tienen por escenario un
país montañoso. Es un nombre distinto en Botones de Ámbar, pero las montañas son
las mismas y el pueblecito es el mismo. No hay duda ninguna, aunque se ha hecho un
esfuerzo obvio para diferenciarlos. Robin, el autor de esas novelas policiales no
quería que nadie pensara que él era Roberts. Hizo lo posible para ocultar esa verdad.
Con los otros, él se expuso audazmente. Era como si dijera: «Miren, Hillary y Turner
y Sidney y Grove podrían haber escrito esto». No puedo llegar a otra conclusión sino
que Roberts era Zwick y que robó a los hombres que admiraba porque no quería que
nadie supiera lo que él había hecho.
—Pero ¿qué motivo tenía para haber hecho eso? ¿Por qué tenía nadie que
avergonzarse por haber escrito esas novelas policiales? Son muy buenas.
Mary asintió.
—Son muy buenas… como novelas policiales. Al leerlas uno se sorprende al ver
lo bien que están escritas. Eso es porque uno no espera que las novelas de misterio
sean bien escritas, demuestren la inteligencia, el ingenio y la filosofía del autor, todo
a la vez. Pero, sácales todos esos adornos, y no son más que novelas policiales que
siguen todas la misma fórmula, cortadas con la misma tijera que usan hasta los
escritores de folletines.
—Saca todos los adornos de cualquier novela, ¿y qué te queda? —preguntó
Robin.
—¿Cualquier novela, Robin?
—Bien. Casi cualquiera.
—Así es mejor. —Tomó El Extraño de la pila de libros—. Este es diferente. No
se puede reducir a una fórmula. No tiene ninguna. Y pon a su lado cualquiera de las
policiales y te darás cuenta de la razón de que un escritor como Roberts no quería que
apareciera su nombre en Botones de Ámbar o cualquiera de los otros dos.
Robin vació su vaso y lo colocó sobre la alfombra.
—Eres muy inteligente… aunque no valgas nada como dueña de casa —dijo.
—Pero no es posible que tenga razón, Robin.
—Creo que la tienes. Desde el primer momento he tenido el presentimiento de
que Zwick era Jonathan Roberts.
—¿Cómo es posible eso?
—No lo sé.

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—¿Está vivo?
—Eso no lo sé —Robin tomó el vaso de Mary y se bebió el resto del cocktail—.
Sólo puedo adivinar. Esta noche quizá sepa algo. Y es posible también que no me
entere de nada. Mañana tal vez me digan algo concreto; así sabré si estoy o no en lo
cierto.
—¿Quién mató a McHaig, Robin?
—Eso no lo sé todavía. Y no sé tampoco quién mató a Syrena Turner.
Mary abrió los ojos enormemente.
—¿A quién?
—Es verdad que tú no sabías nada de eso.
Brevemente le relató la forma en que habían asesinado a Syrena mientras él se
hallaba en el hall conversando con Grove.
—Es horrible —dijo Mary.
—Tal vez —repitió Robin—. Pero es posible que ella mereciera morir.
—Ese hombre debe estar vivo —dijo Mary.
—¿Roberts? ¿Por qué? No creerás que es capaz de matar para proteger su secreto,
¿no es verdad? Esa no es razón suficiente, querida.
—No lo es. ¿Cuál es entonces la razón?
—Todavía no la conozco.
—¿Cuándo la conocerás?
—Quizá nunca —respondió Robin—. Ya que otra vez has fracasado como ama de
casa, ¿qué te parece si salimos a cenar a algún sitio? Lo necesitaremos, pues tengo
trabajo que hacer y no quiero emprenderlo con el estómago vacío.

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CAPÍTULO XVIII

C uando ambos salieron del restaurante francés de la calle Pine la niebla estaba
más espesa que nunca. Sin embargo, al llegar a la colina donde vivió Syrena
Turner la niebla se había levantado. Se veían pocas luces en la solitaria calle y ningún
automóvil andaba por las cercanías.
Al principio, debido a la arboleda, la enorme casa parecía hallarse completamente
a oscuras; pero no lo estaba. En todos los departamentos, menos en uno (el de la
dibujante) había luces. Pero las luces iluminaban sólo débilmente, como si quisieran
demostrar su respeto a lo ocurrido allí.
—Deben haber dejado un policía en el departamento de la Turner —le dijo Robin
a Mary cuando detuvo su coche en Mountain View, a poca distancia de la salida.
—Espléndido —comentó Mary—. Si alguien nos pega un tiro no será tan malo.
Podemos morir felices sabiendo que la ley está cerca para castigar a nuestros
asesinos.
—No nos van a disparar ningún tiro —contestó Robin.
—Así lo esperas —dijo Mary.
—Por lo menos tú no sufrirás nada. Te quedarás aquí en el coche.
—No, señor.
—Sí, señora. Te pondrás frente al volante. Quizá tengamos que salir de aquí a
toda velocidad. En ese caso, todo lo que tienes que hacer es quitar el freno y darle
marcha.
Mary se aferró al brazo de Robin.
—¿Qué piensas hacer, querido?
—Voy a echar una ojeada al sótano.
—¿Para qué?
—Creo que las pertenencias de Roberts se hallan almacenadas allí.
—¿Pero por qué esta noche? ¿Por qué no esperar hasta mañana e ir allí con la
policía?
—Porque no me gustan los policías.
—Esa no es una razón.
—Bien, no sería muy divertido ir con ellos.
—¿Y esto lo llamas divertido?
—Es diferente.
—Ya lo creo que lo es —admitió Mary—. Y será diferente si alguien te encuentra
saqueando el sótano.
—No me encontrarán.
—Si es así, no huyas, querido. Quédate completamente quieto. Entonces no te
pegarán un tiro.
—No me moveré un solo paso.

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—¿Me lo prometes?
—Sí. Ahora pórtate como una buena chica y toma mi sitio frente al volante.
Salió del auto y ella ocupó su lugar.
—Me siento muy heroica —dijo Mary.
Él la besó y se alejó silenciosamente por el camino, muy junto a la pared. Miró a
su alrededor y, no viendo a nadie, se introdujo en el espacio entre las escaleras y la
pared y se detuvo frente a la puerta del sótano.
Estaba cerrada, pero la cerradura era antigua y se abrió rápidamente ante el
influjo de la llave que tenía en su mano enguantada. Silenciosamente abrió la puerta,
entró, volvió a cerrar, bajó a tientas seis escalones, y llegó al fin al piso de concreto.
Debido a que la puerta del sótano tenía respiradores, no usó su linterna hasta haberse
separado bastante de ella. Luego interrumpió la oscuridad con su rayo de luz,
examinando todos los rincones con él.
Al principio le pareció que el sótano era muy pequeño y que estaba vacío. Pero
luego se dio cuenta de que había una serie de celdas que ocupaban la otra mitad. Cada
celda tenía una puerta y cada puerta un pesado candado.
Miró en todas las puertas hasta hallar la que tenía el nombre de Jonathan Roberts
y Merle Hillary inscripto en el exterior.
Con la luz examinó el candado. Era uno de esos candados de letras que no se
abren a menos que conozca uno la combinación o que sea experto en abrir cajas
fuertes.
Todas las llaves del mundo (y llevaba encima una buena cantidad) no le servirían
de nada con ese candado. Lo que necesitaba era un destornillador o un trozo delgado
de acero. Nuevamente recorrió el sótano hasta hallar dos cajones llenos de varias
cosas, entre las que encontró varios trozos de hierro que le servirían a maravilla.
No fue fácil sacar los clavos que aseguraban el candado, pero al fin lo logró. Pero
tan de súbito que dejó caer el trozo de hierro al suelo.
Robin apagó la linterna y se acurrucó cerca de la pared, mirando hacia la puerta
del sótano. Luego, al ver que nadie se acercaba por el camino, abrió la puerta de la
celda, la cerró cuidadosamente y encendió otra vez su linterna. Buscó la llave de la
luz y la encendió, guardándose la linterna en el bolsillo.
El cuartito estaba lleno de polvo y estaba ocupado por baúles, cajones y piezas de
moblaje. Unas pocas alfombras se hallaban cuidadosamente enrolladas y estaban
colocadas sobre un enorme cajón de embalaje. Un enorme sillón, cubierto por una
funda de lona, se hallaba sobre un baúl. La lona presentaba un bulto extraño y Robin
la levantó, viendo que había allí una máquina de escribir portátil. Era una «Corona» y
no se veía nada de polvo sobre la funda.
Sacó la máquina de su escondite, la abrió y soltó el cierre de seguridad. De su
bolsillo sacó un sobre viejo y colocándolo en el rodillo de la máquina, escribió: The
quick brown fox jumps over the lazy dog[1]. Cuando el sobre estuvo otra vez en su
bolsillo, puso la funda a la máquina y la volvió a poner en su sitio, debajo de la lona.

Página 98
La mitad de su trabajo estaba listo. Ahora vería lo que había en el baúl. El que se
hallaba debajo del sillón pertenecía a Hillary, pues sus iniciales estaban impresas
sobre el cuero. Pero cerca de la pared había otro más pequeño y fue cosa de pocos
segundos llevarlo al centro del cuartito. El abrirlo era ya más dificultoso pues estaba
cerrado con llave.
Apagó la luz, abrió la puerta de la celda, buscó en el suelo hasta encontrar el trozo
de hierro con el que hiciera saltar el candado de su sitio, cerró de nuevo la puerta y
encendió la luz. Finalmente abrió el baúl. Encontró en él tres chaquetas, pero no las
miró siquiera. Sus ojos estaban fijos en un par de pantalones grises. Eran de lana y no
tenían la chaqueta correspondiente y el dibujo del paño era el mismo que la chaqueta
que hallara él en la arena.
Permaneció durante un momento con la vista fija en los pantalones, y le pareció
entonces que frente a sí tenía la solución del misterio de Zenophen Zwick. Merle
Hillary había escrito la nota suicida, la había prendido a la chaqueta y la había dejado
en la playa. Mató al cartero y a Syrena Turner. Era tan sencillo todo que únicamente
era necesario entrar en ese cuartito, abrir el baúl y enterarse de lo ocurrido.
En el piso alto había un policía. Todo lo que Robin tenía que hacer era subir a la
casa y llamarlo. Luego tendrían que ir al departamento que fuera en otro tiempo la
casa de los sirvientes y apresar al artista descalzo. Sencillo. Nada de riesgos. Lo que
parecía un oscuro e insoluble misterio no era oscuro en absoluto, y no era misterio
tampoco.
Luego Robin se dio cuenta de su estupidez. Esto sólo respondía a una de las
preguntas. Aquí estaba la prueba de que alguien de la casa (quizá Hillary) había
dejado la chaqueta cerca del mar, nada más. Y ahora que la pregunta tenía su
respuesta, el caso era más complejo que nunca.
Una tras otra, Robin se hizo las preguntas: ¿Quién era Zwick? ¿Era Jonathan
Roberts? ¿Cómo era posible si Roberts estaba muerto? ¿Por qué mataron al cartero?
¿Por qué mataron a Syrena Turner?
Y tratando de responder a esas preguntas se le ocurrió la idea de que quizá
Roberts no hubiera muerto, de que tal vez él, en lugar de Hillary, había entrado en
este cuartito para llevarse la chaqueta a la playa. Ridículo, pensó, a menos que…
¿habría sido irreconocible aquel cadáver encontrado al pie del barranco?
De pronto se le ocurrió que no podía quedarse allí toda la noche. Mary lo estaba
esperando en el coche y era posible que, alarmada, entrara a la casa y provocara algún
alboroto. Sería dificultoso el explicar al policía lo que él estaba haciendo allí adentro.
Retirando los pantalones del baúl, se los escondió entre la ropa, cerró el baúl, y lo
volvió a colocar contra la pared de una forma que no fuera visible la cerradura
forzada. Volvió a guardar los trozos de hierro en el cajón, apagó la luz y salió de la
celda.
Volvió a poner el candado de la puerta tal como lo encontrara y se dirigió hacia la
salida del sótano.

Página 99
Había permanecido allí demasiado tiempo. Alguien estaba por entrar. Pudo ver
una sombra oscura dibujarse en las tablillas de ventilación de la puerta.
Silenciosamente, se colocó a la derecha de los escalones y se aplastó contra la pared.
Las bisagras rechinaron un poco al abrirse la puerta. Las tablas de la escalera
protestaron al sentir el peso de alguien que bajaba. El recién llegado estaba al lado de
Robin tratando de encontrar la llave de la luz. Robin inspiró profundamente y se
lanzó sobre el intruso.
El otro no era un hombre corpulento. Era delgado, pero muy fuerte. Robin tenía la
ventaja de haberlo tomado completamente de sorpresa y lo tenía contra el suelo en un
momento tratando de golpearle la cabeza sobre el cemento. Pero la cabeza no quería
golpear en el suelo y Robin sintió que lo apartaban a un lado y que el otro le aplicaba
varios golpes con fuerza demoledora.
Algo metálico tocó a Robin en el hombro. Él se aferró a ello y su mano se cerró
sobre el tambor y el gatillo de un revólver. De un tirón brusco le quitó el arma a su
oponente y la arrojó lejos, adelantó el pie y aplicó un terrible puntapié en la pierna del
otro.
El hombre exhaló un grito de dolor, pero el puntapié no lo detuvo. Saltó sobre
Robin y el reportero vio las estrellas cuando un puño duro como el hierro entró en
contacto con uno de sus ojos. Trató de hacerse a un lado, perdió el equilibrio y cayó
al suelo, mientras su oponente se le echaba encima y le tomaba por el cuello. Robin
apoyó los pies sobre el último escalón y, usándolo como trampolín, dio un envión y
logró sacudirse a su adversario de encima. Su mano derecha encontró la linterna que
llevaba en el bolsillo. Su izquierda tomó al otro por el cuello. La linterna cayó con
fuerza demoledora sobre la cabeza del hombre y éste gruñó y cayó al suelo.
La linterna todavía funcionaba. Su círculo de luz se detuvo sobre la chaqueta azul
del caído. Fue subiendo hasta iluminar el rostro y luego se apagó. Robin la había
apagado por una razón muy poderosa. El hombre caído en el suelo era el detective
Joe Hillman, que en ese momento comenzaba a abrir los ojos y a sacudir la cabeza.
Fue una ventaja que Hillman hubiera dejado abierta la puerta del sótano. Robin
salió al exterior de dos saltos, corrió más rápido que en toda su vida, esperando que
las balas comenzaran a silbarle por los oídos en cualquier momento.
Mary le oyó acercarse y abrió la puerta del coche y puso en marcha el motor. No
tuvo necesidad él de decirle que saliera a toda velocidad, pues eso fue lo que ella
hizo, no prestando atención a las señales de tráfico, doblando una esquina en dos
ruedas, hasta que los separaban del lugar del hecho unas dos millas.
Robin recuperó el aliento.
—Será mejor que aminores la marcha —dijo—. No nos convienen que nos
detengan ahora. Y habrá unos tres millones de automóviles patrulleros por las
cercanías. Allí viene uno.
Así era. La sirena resonaba agudamente y el automóvil se dirigía hacia la
Mountain View Avenue, y un momento después se oyeron otras sirenas.

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—Me hiciste asustar —dijo Mary—. ¿Qué ocurrió?
—Bastante. Le pegué a un policía.
—Eso fue una estupidez.
—No sabía que era un policía. De todos modos él también me pegó a mí.
Mary apoyó el pie en el freno.
—No te detengas ahora…, no estoy herido —dijo Robin—. Vamos a casa.
—¿Dónde te pegó?
Se notaba la ira en la voz de Mary.
—Me dio una en el ojo.
—¿Duele, querido?
—Seguro que sí.
—¿Le diste una buena?
—Una que era una hermosura. Le di en la cabeza con la linterna.
—Magnífico —exclamó Mary. Luego le dio un codazo—. Cierra los ojos.
Apóyate en mi hombro. Hazte el muerto o cualquier cosa. Nos van a detener —
susurró.
Robin estaba dormido con la cabeza apoyada en el hombro de su esposa cuando
ella detuvo la marcha para evitar atropellar a dos policías.
Uno de ellos se acercó al coche y colocó un pie sobre el estribo.
—Hola, hermana —dijo—. ¿Qué lleva allí?
—A mi esposo —respondió Mary—. Está cansado.
—Así parece. ¿Estuvieron de fiesta?
Mary asintió.
—¿Ha bebido usted?
Ella sacudió la cabeza. Su voz tomó un tono de amargura.
—Ya tengo bastante con lo que se bebe en casa.
—¿Quiere que lo encerremos?
—Yo me encargaré de él. Ya lo he hecho antes.
La linterna del policía brilló sobre el rostro de Robin.
—Parece como si ya hubiera empezado a encargarse de él —dijo el policía
sonriendo—. ¿O es que se golpeó contra una puerta?
—Le aseguro que no —respondió Mary.
La luz de la linterna se apagó y el pie del agente se retiró del estribo.
—Vaya a su casa —dijo el policía—. Pero sería mejor que no le pegara más,
señora.
—Trataré de no hacerlo —replicó Mary.
Apretó el arranque y cruzó la bocacalle a marcha lenta y cuidadosa hasta que
volvió la esquina; luego apretó el acelerador.

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CAPÍTULO XIX

D os cosas desagradables e inquietantes se le presentaron a Robin cuando Mary


le despertó a las cinco y treinta de la mañana siguiente. Una fue su imagen
reflejada en el espejo. La otra era la primera página del Bulletin.
El espejo le reveló el daño causado por los puños de Joe Hillman, un daño que no
había sido tan aparente la noche anterior. Su ojo izquierdo tenía un hermoso color
azulado. Tenía un bonito chichón encima y eso le daba a su ceja un aspecto algo
travieso. Su oreja izquierda estaba dos veces más grande de su tamaño natural y tenía
un color amoratado.
—Eso te pasa por pelear con policías —dijo Mary, apartando el espejo y
entregándole el diario.
Parecía que la pelea en el sótano era más importante que el asesinato de la Turner.
Pues los títulos decían:

EL ASESINO ATACA A UN DETECTIVE

Luego la noticia de los subtítulos era:

El doble asesino asalta a un policía en la escena del asesinato de la


señora Turner. Escapa después de librar terrible batalla. Se cree que
se halla malamente herido.

El artículo que seguía era algo histérico. Su autor, aficionado a las palabras
rimbombantes, había usado frases tan bien hilvanadas y altisonantes como ésta: «En
la estigia negrura del sótano de la casa de la muerte» y «las manos del monstruo, aun
enrojecidas por la sangre de la hermosa Syrena Turner, se cerraron sobre la garganta
del valeroso policía».
—Joe se enorgullecerá de eso —fue el comentario de Robin—. Lo pegará en su
libro de notas.
—Mira lo que dice de ti —dijo Mary.
Hillman parecía haber estado algo confuso cuando presentó su informe, pues
describía a su asaltante como a un hombre-mono, un individuo de músculos de acero.
El detective, según relataba la noticia, había sido llamado por la señora Charlotte
Adams. La anciana, según parecía, había estado leyendo en la cama y al oír ruidos
extraños que provenían del caño de calefacción, llamó al detective. Hillman había
bajado para investigar. Aparentemente, el matador había «huido al sótano después de
haber cometido el crimen» y había permanecido allí oculto; posiblemente, decía la
noticia, se había escondido en el viejo horno de la calefacción.
Después de la batalla, Hillman fue llevado al hospital, donde se comprobó que
sufría de una ligera conmoción, una pierna malherida y una dislocación del hombro.

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Heroicamente había insistido en volver a terminar su guardia de esa noche.
—Hay algo de bueno —comentó Robin, al levantarse—. No notaron la cerradura
rota en la celda del sótano. ¿Está listo el desayuno?
Mary asintió.
—Será mejor que te apures. Ya te has atrasado bastante.
Llegó tarde a la oficina. Barton, que generalmente iba a trabajar en su compañía,
estaba ya escribiendo cuando él llegó a las seis y cuarenta y cinco.
—Tuve que tomar un taxi —dijo Barton, sin levantar la vista—. Será mejor que te
compres otro reloj despertador.
—Y un pedazo de carne cruda —dijo Clark, mirando el ojo de Robin—. ¿Quién
le pegó?
Barton se volvió para examinar a su amigo.
—¿Anduviste revisando sótanos por casualidad anoche? —preguntó.
—¿La descripción se parece a mí? —preguntó Robin a su vez, y comenzando a
deshacer el paquete que traía.
—Así lo espero —contestó Barton—. Nunca me gustó ese tipo Hillman.
—¿Fue usted? —preguntó Clark, mientras en su rostro se reflejaba la
preocupación.
—Sí.
—¡Jesús! En buena estamos metidos —dijo Clark—. ¡Lindo lío!
—Pero hemos conseguido una noticia espléndida —dijo Robin. Extendió los
pantalones grises sobre el escritorio—. Estos pantalones pertenecen a la chaqueta.
—¿Sólo un par? —preguntó Barton—. Tenemos una buena noticia, pero si la
usamos, tú vas derecho a la cárcel, señor Bishop.
—¿Estás seguro? —preguntó Clark—. Respecto a esos pantalones quiero decir.
—Completamente seguro. No costará mucho comprobarlo. Y creo que he
encontrado la máquina de escribir.
Sacó el sobre de su bolsillo y se lo entregó al director.
Luego relató su visita al sótano y su pelea con Hillman.
—Lindo trabajo —comentó secamente Clark—. Entra usted por asalto en una
casa y hiere a un policía. En cuanto publiquemos la noticia de dónde proceden los
pantalones, Taylor se nos viene encima con una acusación de asalto, robo, fractura y
Dios sólo sabe qué más.
—Podríamos hacer un trato con él —sugirió Robin.
Clark gruñó.
—¡En buena posición estamos como para hacer un trato!
—Ya lo creo que sí —respondió Robin—. Un día más y todos los diarios le
estarán encima a Taylor pidiendo que haga algo respecto a esos asesinatos. Le damos
los pantalones y la máquina de escribir y que él diga que los encontró él mismo. Y él
se olvidará que yo asalté a Hillman.

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—¿Y Hillman qué va a decir a todo esto? —preguntó Clark—. Se va a sentir
bastante molesto cuando sepa que fue usted el que le pegó con la linterna en la
cabeza.
—Podríamos regalarle una subscripción de tres meses y el cuchillo de pan que
regalamos con la subscripción —dijo Barton.
—Calle usted —respondió Clark malhumorado—. Y suponiendo que Taylor
quiera hacer el trato. Entonces no tendremos la exclusividad de la noticia.
—Eso será parte del trato —explicó Robin—. No le damos nada, a menos que él
nos dé la exclusividad de la noticia.
—Olvida usted que le pegó a un policía —gruñó Clark.
—Al fin y al cabo, eso no es un crimen —dijo Barton.
—Ya lo creo que sí —Clark parecía pensativo—. Si éstos —señaló al pantalón y
al sobre escrito a máquina— resuelven el misterio, Taylor probablemente estará con
nosotros.
—Pero no lo resuelven —dijo Robin.
—Ya me lo temía. ¿Qué es exactamente lo que representan entonces?
—Sólo que alguien entró en el sótano y usó la máquina para escribir esa nota
suicida, luego sacó la chaqueta perteneciente a Jonathan Roberts y la dejó en la playa
junto con la nota.
—Creo que tiene un significado más importante que ese —dijo Clark.
—¿Cómo?
—No cabe duda que el que lo hizo fue Zenophen Zwick.
Robin sacudió la cabeza.
—No lo creo así. Pero prueba una cosa. La persona que entró en la celda conocía
la combinación del candado y sabía que la máquina y la chaqueta estaban allí.
—¿Quién puede haber estado enterado de eso?
—Hillary, la señora Adams, probablemente Grove también.
—¿Cuál pudo haber sido el motivo?
—Descubrir quién era Zwick, tal vez.
—Entonces, ¿el que puso la chaqueta en la playa no fue el asesino? ¿Es así como
se figura usted el asunto?
—Más o menos.
Clark se mesó lo poco que le quedaba de su cabellera.
—¡Si supiéramos quién es Zenophen Zwick! —exclamó.
—Estoy bastante seguro de saber quién es —dijo Robin.
Clark se irguió en la silla.
—¿Quién?
—Jonathan Roberts.
—Está muerto. Hace más de un año que murió.
Robin encendió un cigarrillo y exhaló tres anillos de humo.

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—Quizá no fuera el cadáver de Roberts el que encontraron al pie del barranco,
George.
—Me está usted confundiendo. ¿Por qué cree usted que fue Roberts el que
escribió esas novelas policiales?
Robin explicó las investigaciones efectuadas por Mary.
—Además, tenemos la chaqueta —explicó—. La chaqueta pertenecía a Roberts.
La nota decía que era de propiedad de Zwick, ¿recuerda usted?
Clark se restregó la barbilla.
—Este es el peor lío en el que me he visto mezclado —dijo finalmente.
—¿Tenemos un corresponsal en Carmel? —inquirió Robin.
—No es un corresponsal exactamente…; es un subscriptor. Una mujer que tiene
una casa de fotografía…; A veces nos envía reportajes. ¿Por qué?
—Le podríamos encargar que nos investigue ese asunto de Roberts. Que averigüe
quién identificó el cadáver. Si era posible reconocerlo o no. Que investigue en los
hoteles para comprobar si alguno de nuestros amigos: Grove, Hillary, Turner o
Syrena, estuvieron en Carmel en aquella época.
—Es una buena idea —dijo Clark tomando el teléfono—. Comuníqueme con
Doris Pisher —le ordenó a la telefonista—. Vive en Carmel.
Cuando colgaba el receptor, salió del archivo el ayudante de oficina con un
paquete de correspondencia y lo dejó caer sobre el escritorio.
Había dos cartas aéreas de Nueva York. Una tenía el membrete de la Signet Press.
La otra era de Neile & Sons.
Robin abrió los sobres. Contenían las copias fotográficas de algunas páginas de
los originales de Zwick y de Roberts.
Al mirarlas, le pareció que la máquina usada para ambos originales había sido la
misma. Tomó el sobre en el que había escrito su frase de prueba. Los tres ejemplares
habían sido escritos con una Corona portátil… pero si pertenecían a la misma
máquina, sólo un experto podría afirmarlo.

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CAPÍTULO XX

P or lo general el jefe de detectives Hallan Taylor no iba a su oficina hasta las


diez de la mañana. Ni siquiera una investigación de asesinato le hacía cambiar
la rutina diaria de su vida. Pero hoy era distinto el caso. Uno de sus hombres había
caído víctima de un brutal asalto, escapando milagrosamente con vida. Había que
hacer algo, y rápidamente.
De modo que a las ocho de la mañana, cuando George Clark le llamó por
teléfono, estaba en su escritorio, dando órdenes a su ayudante, y exhalando bocanadas
de humo pidiendo que volvieran los detectives que se hallaban de vacaciones, retando
al experto en huellas digitales por no haber podido hallar nada en el sótano de la casa
de Mountain View, tratando de averiguar los progresos logrados por los inspectores
del correo, y pidiendo a gritos que alguien de la oficina del fiscal del distrito le
consiguiera más fondos para su departamento.
Clark tuvo que esperar hasta que Taylor pudiera atenderle.
Finalmente, Taylor tomó el teléfono y gritó:
—Bien, ¿quién habla?
Clark se lo dijo. La voz de Taylor se suavizó un poco.
—¿Le molestaría venir aquí por unos minutos? —preguntó Clark.
Ciertamente que a Taylor le molestaría. Él era un hombre ocupadísimo. No podía
abandonar un caso de asesinato para visitar las oficinas de los periódicos. ¿Para qué
infiernos lo querían?
Clark le explicó que era algo relacionado con el asesinato. Taylor le dijo que fuera
más explícito.
—Se trata de la chaqueta de Zwick —dijo Clark—. Creo que hemos hallado al
dueño.
Eso era distinto, entonces. Taylor iría de inmediato.
—Venga solo —le recomendó Clark—. Y traiga la chaqueta.
Taylor llevó la chaqueta pero no fue solo. Su ayudante le seguía como una sombra
cuando el jefe entró en la oficina del News.
Robin se inclinó sobre su máquina de escribir y trató de aparecer muy ocupado,
cuando Taylor depositó sus delgadas asentaderas en la silla cerca del escritorio.
—¿De qué se trata? —Taylor trató de no demostrar su excitación.
Clark abrió un cajón y sacó los pantalones grises. Los arrojó sobre la chaqueta
que descansaba sobre las rodillas de Taylor.
El jefe casi dejó caer su cigarro.
—Son del mismo paño —dijo.
—Así es.
—¿De dónde los sacó?
—¿Le gustaría mucho saberlo?

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Taylor se incorporó y las dos prendas cayeron al suelo. Su ayudante se apresuró a
recogerlas.
—Mire usted —exclamó Taylor—. No puede usted… —las palabras parecieron
atragantársele en la garganta.
—¿No puedo qué? —le replicó de inmediato Clark—. No empiece a amenazarme
con la justicia.
—Yo no le amenazo —dijo Taylor, tomando asiento de nuevo.
—No lo haga. No le servirá de nada. Uno de mis reporteros encontró esos
pantalones. Le diremos dónde los encontró con una condición.
—¿Bien?
—De que nos dé la noticia en exclusiva.
—Eso es razonable —dijo Taylor de buen talante.
—Y que nos dé su palabra de que nada le sucederá al reportero —agregó Clark.
Taylor frunció el ceño.
—¿Qué le puede ocurrir?
—Eso depende —dijo Clark—. Quizá quisiera usted arrestarlo.
—¿Sólo porque se apoderó de unos pantalones?
—No sólo por eso. Verá usted, jefe, se vio en ciertas dificultades para
conseguirlos.
—Eso lo podremos arreglar. ¿Tuvo que robarlos?
—Algo por el estilo.
—¿Alguien le vio?
—Sí. Ese es el asunto. Alguien le vio.
Taylor se puso de pie.
—Considere el asunto como arreglado.
—¿Está de acuerdo en olvidarlo, haya pasado lo que haya pasado?
El jefe sonrió bienhumorado.
—Seguro. A menos que tuviera que matar a alguien para conseguirlos.
—No hubo tal cosa.
—Está bien entonces.
—¿Está usted dispuesto a prometerlo por escrito?
—Bien…
Clark le entregó un trozo de papel. El jefe leyó lo que había escrito allí.
«Ninguna acusación se hará contra Robin Bishop por lo ocurrido en la noche de
noviembre 18. Lo que hizo fue cumpliendo con su deber como representante
autorizado del abajo firmante».
—¿Quiere usted firmarlo? —preguntó Clark—. Aquí tiene la pluma.
Taylor vaciló.
—No tiene ninguna obligación —dijo Clark.
Tomó los pantalones y los guardó de nuevo en el cajón.
—Esto no me gusta nada —dijo Taylor—. ¿Qué hizo Bishop?

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—Nada que sea realmente serio. Se metió en un pequeño lío, eso es todo.
El jefe estudió el papel. Finalmente tomó la pluma y firmó la promesa.
—Tal vez será mejor que su ayudante firme como testigo —sugirió Clark.
Taylor le entregó la pluma a su ayudante y el otro firmó apresuradamente.
—Cuéntele usted lo ocurrido, Robin —ordenó Clark.
Robin se volvió y favoreció a Taylor con una sonrisa. Su ojo se había tornado de
un color negro ahora y tenía el aspecto de un pirata.
—Le pegué a un tipo —explicó.
Barton, que estaba sentado en un escritorio cercano, carraspeó.
—¿Le hizo daño? —El jefe inclinó la cabeza hacia un lado.
—No mucho.
Taylor se demostró aliviado.
—Entonces no tiene nada de qué preocuparse. Parece que él también le pegó.
—Así es —dijo Robin—. Pero no se le puede culpar.
—¿Le pegó usted primero?
—Es verdad. Le di un puntapié en la pierna y le pegué en la cabeza con la
linterna.
De pronto el rostro de Taylor se tornó de un rojo subido.
—¡Oh! —exclamó. Parecía buscar palabras y finalmente las halló—. ¡Maldita
sea! ¡Deme ese papel! —le gritó a Clark.
—Usted lo firmó, jefe.
La voz del jefe se elevó aún más.
—Pero usted no me dijo…
—Yo le dije que Robin se había metido en un lío —explicó Clark—. Usted no me
preguntó qué clase de lío era.
Taylor estiró el brazo y tomó el teléfono. Levantando el auricular, gritó:
—Deme con la jefatura de policía.
Detrás de él, Barton habló por otro teléfono y le dijo a la telefonista que si quería
conservar el puesto no le prestara ninguna atención al que llamaba a la policía.
—Cálmese —dijo Clark, y su voz era áspera—. Si usted arresta a Robin, no le
doy ninguna información.
Taylor tenía todavía el teléfono en una mano y el auricular en la otra.
—Ese bastardo no se va a salir con la suya —gritó.
—No me insulte —le dijo la telefonista, y le cortó la comunicación.
Taylor agitó la horquilla, tiró el teléfono sobre el escritorio y se volvió
salvajemente a su ayudante.
—Vaya a buscar a un policía.
—Yo creí que ustedes dos eran policías —comentó Clark.
El ayudante estaba en camino hacia la puerta pero no llegó muy lejos. Barton le
tomó de la chaqueta.
—¿Los arrojamos afuera, George? —preguntó Barton.

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—Todavía no. Suéltelo. Déjelo que llame a un agente. ¡Al diablo con ellos! —
Ahora era Clark el que gritaba—. Chico, llama al editorialista. Dile que escriba un
comentario sobre la oficina de detectives. Que diga que son ineficaces, estúpidos,
pillos, perezosos. Llámale y se lo diré yo mismo.
La tirada del director pareció alarmar a Taylor.
—Espere un momento —dijo, y ya no gritaba más—. ¿Qué piensa hacer?
—Bastante —le gritó Clark—. Vamos a publicar algunas noticias. Vamos a
demostrar lo que puede hacer un hombre que tiene algo de seso en un caso de
asesinato. Y vamos a publicar un artículo de fondo respecto a usted; lo pondremos en
el medio de la primera página.
—Será mejor que discutamos el asunto —dijo Taylor y tomó asiento.
—¡Al infierno con las discusiones! —dijo Clark—. Eso es lo que hemos estado
haciendo.
El mensajero de la oficina, con el aspecto más serio del mundo, se acercó
rápidamente. Detrás de él venía Pete Muckier, el editorialista.
—¿Me necesitas, George? —preguntó Muckier.
Clark miró a Taylor.
—¿Todavía quiere llamar a los policías? —le preguntó.
—Creo que podremos arreglar este asunto —dijo Taylor con humildad.
—Gracias, Pete, no te necesito entonces —dijo Clark.
—¿Entonces no quieres un artículo de fondo? Me pareció oírte gritar que querías
escribir uno sobre la policía.
—Cambié de idea —le replicó Clark sonriendo.
—Ya que estoy aquí, ¿qué quieres para mañana? —preguntó Pete.
—Cualquier cosa —dijo Clark.
Pete se retiró a su oficina.
Taylor aclaró la garganta.
—¿De dónde salieron esos pantalones?
—¿El trato está en firme? —preguntó Clark.
—Sí, señor.
—¿Se arreglará usted con Hillman? ¿No comenzará él a provocar escándalo?
—Yo me ocuparé de él.
—Muy bien. Robin, dígale de donde sacó los pantalones.
Robin se lo dijo y cuando hubo terminado su relato, le entregó al jefe las tres
muestras de las máquinas de escribir.
—Creo que las tres son de la misma máquina —explicó.
Taylor se mordió los labios durante un momento.
—¿Está satisfecho con el trato? —le preguntó Clark.
El jefe asintió.
—¿Cómo piensa usted publicar el asunto? ¿Qué va a decir en el diario? —
preguntó.

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—Diremos que descubrió usted esto en base a informaciones suministradas por el
News.
—Eso nos hará aparecer como tontos —se quejó Taylor—. Parece como si
tuviéramos que depender de los diarios para nuestras investigaciones.
—Así es —admitió Clark—. Por otra parte, si sólo decimos que descubrió usted
todo esto, se le echarán encima todos los diarios de la ciudad por habernos dado la
noticia exclusiva.
—Es verdad —Taylor suspiró.
—¿Cuánto tiempo se necesitará para examinar el tipo de la máquina? —preguntó
Clark.
—Tal vez dos minutos… No más de cinco…
—¿Hará eso primero? Pensamos publicar la noticia en nuestra edición de la tarde.
Taylor asintió. Todavía parecía hallarse algo confuso.
—¿Qué deduce de todo esto, jefe?
La pregunta pareció hacerle recobrar su acostumbrada personalidad dinámica y
poderosa. Nuevamente exudó satisfacción por todos los poros.
—Bastantes cosas. Esta noche misma tendremos el caso aclarado.
—¿Ha formulado algún plan?
Taylor afirmó que tenía un plan. Sólo faltaba hacer una cosa y era arrestar al
asesino.
—¿Y quién es el asesino? —preguntó Robin.
—Merle Hillary —dijo Taylor, y se dirigió hacia el ascensor.
—Espere un momento, jefe —le gritó Robin, acercándosele—. Está usted
equivocado. Completamente equivocado. Escuche.
Y acercando sus labios al oído de Taylor le explicó su teoría…, una teoría que
hizo reflejar una expresión de asombro en los ojos y proferir una exclamación de
sobresalto en los labios de Taylor.
—¡Que me maten! —exclamó—. Así que ésa es la explicación de todo.

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CAPÍTULO XXI

L a edición vespertina del Evening News daba todos los detalles de la aclaración
de los asesinatos.
Los descubrimientos dados a luz eran en verdad sensacionales. Se había
comprobado que Jonathan Roberts era sin lugar a dudas el misterioso Zenophen
Zwick. Las copias fotográficas de los originales, reproducidas en la primera página,
no dejaban cabida a ninguna discusión al respecto, de acuerdo con la declaración del
experto de la policía. Habían sido escritas con la misma máquina, una Corona
portátil.
La nota «suicida» también había sido escrita con la misma máquina, la que ahora
se hallaba en manos de Taylor.
Otra nota, escrita por Barton de acuerdo con informes recibidos por la
corresponsal de Carmel, presentaba la duda de que Roberts hubiera muerto. Su
cuerpo, maltrecho e imposible de reconocer, había sido identificado primero por los
papeles hallados en los bolsillos de su chaqueta de cuero. La identificación definitiva
había sido hecha por la mujer con quien estaba pasando las vacaciones en ese sitio: la
mujer cuyo cuerpo descansaba ahora en la morgue, Syrena Chapman Turner.
Se estaban haciendo arreglos (y esto eran sólo conjeturas de Barton) para
exhumar el cadáver y hacer examinar la dentadura postiza para que la identificara el
dentista de Roberts…, si es que se le podía localizar.
Pero eso no era todo. Algo más asombroso que eso se presentaba en el diario.
Tenía algo de macabro. Pues el título decía:
«AUTOR MUERTO» ACUSADO DE ASESINATO

La noticia revelaba que el jefe Taylor era el que afirmaba que Jonathan Roberts
había asesinado a Gordon McHaig y a Syrena Turner. Con toda la información
descubierta por sus hombres en base a datos suministrados por el News, había llegado
a una conclusión única. De modo que de acuerdo con órdenes impartidas por la
oficina del fiscal del distrito, se estaba por cambiar la acusación de asesinato para que
dijera Jonathan Roberts, conocido también por el nombre de Zenophen Zwick.
De acuerdo con la opinión del jefe, la prueba final y conclusiva, anunciaba la
noticia, era la afirmación de Stanley Simon, empleado de correos, de que «Roberts
podría ser el hombre que alquilara la casilla de correo número 400». Simon lo había
identificado a medias después de mirar una de las fotografías de Roberts.
Se citaba a Simon: «Ese se parece al hombre. No estoy seguro, pero tiene la
misma apariencia, los mismos ojos negros y le rodea el mismo aspecto de misterio».
Esas no eran las palabras exactas de Simon. Lo que en realidad había dicho era:
—Quizá sea ese el tipo. No lo sé. ¡Infiernos! No le he visto por tres meses y hay
tantos individuos que alquilan casillas que no estoy seguro de nada.

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Barton creyó que debía dársele cierto carácter a Simon, para que pareciera digno
del dinero que los demócratas le pagaban, de modo que cambió en algo sus palabras.
El jefe iba aún más lejos. Exponía una teoría que hizo parpadear a los lectores del
News.
El jefe afirmaba que Roberts era culpable, no sólo de dos sino de tres crímenes.
La otra víctima yacía ahora en el cementerio de Monterrey, en una tumba que tenía la
lápida con el nombre de Jonathan Roberts. El autor cometió su primer asesinato en
Carmel en noviembre de 1935. La única persona que estaba enterada de ese crimen
era la señora Turner. Y fue por esa causa que se cometieron los asesinatos de McHaig
y de la Turner.
Roberts, de acuerdo con la hipótesis de Taylor, había estado oculto desde que tiró
a su primera víctima por el barranco y había continuado escribiendo novelas de
misterio. Luego, después de cobrar un cuarto de millón de dólares, decidió abandonar
el país en compañía de la señora Turner. Podría haberlo hecho a ocultas, pero su
sentido de lo dramático le obligó a librarse de su otra personalidad aparentando
suicidarse.
Y allí cometió su error. Tratando de averiguar la identidad del supuesto suicida,
los periodistas habían seguido su pista hasta llegar a la sucursal de correos de Sinex
Avenue. La búsqueda aterrorizó a Roberts, quien, temeroso de que lo descubrieran,
había matado a un hombre que podía identificarlo. El asesinato a sangre fría fue su
perdición. La señora Turner le había dicho a su ex esposo que pensaba abandonar el
país y quizá no volviera más a él. Ésta se había sentido aterrorizada y le amenazó con
descubrirlo. De modo que el criminal había logrado su silencio con la misma arma
con que mató a McHaig.
Hacía menos de cinco minutos que estaba en circulación el News cuando Robin,
con un ejemplar en el bolsillo, golpeó a la puerta de Hillary.
El artista no se mostró en absoluto complacido al verle. Trató de cerrar la puerta
en la cara del reportero, pero Robin puso el pie y lo evitó.
—Quiero hablar con usted —dijo Robin.
—Eso se nota en seguida.
—Quiero hablar con usted respecto a la chaqueta que dejó usted en la playa —
continuó Robin.
Hillary se apartó.
—Tome asiento —le invitó.
Robin le arrojó el diario.
—Léalo —le dijo.
Hillary lo leyó. Cuando hubo terminado lo arrojó al suelo y dijo con ira:
—¡Cristo, qué estupidez!
—No es tan estúpido como lo cree usted —le respondió Robin—. Hay una razón
para que se haya publicado esa noticia. Por esto he venido.

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—¿Razón? —dijo Hillary amargamente—. No puede haber ninguna para
manchar el nombre de un muerto.
—Usted es la razón.
—¿Yo?
—Usted. Si no se hubiera publicado esa noticia ya estaría usted en la cárcel y
acusado de asesinato.
—¡Tonterías!
—Hace un momento le dije que vine a verlo para conversar respecto a la chaqueta
que dejó usted en la playa —dijo Robin—. Quiero saber por qué la puso allí.
—¿Por qué cree que fui yo quien lo hizo?
—Usted sabía lo que había en el sótano, porque fue quien guardó las ropas de
Roberts y sus muebles y su máquina de escribir.
—Eso es verdad.
—Hace tres horas —prosiguió Robin— el jefe de detectives anunció que usted
era el asesino.
Hillary rió sin ningún regocijo.
—¿Cómo se figuró eso?
—¿Qué otra respuesta podría haber? Usted guardó todas esas cosas en el sótano.
Usted tenía acceso a ellas. Muy fácilmente pudo haber subido al piso alto ayer por la
mañana y matado a Syrena… En realidad era usted la única persona, aparte de
Turner, que pudo haberlo hecho… a los ojos de la policía.
—¿Y a sus ojos? —preguntó Hillary con tono de burla.
—Todavía no lo sé.
—¿Por qué no vino Taylor y me arrestó?
—Porque yo le hice creer eso —Robin señaló el diario—. Eso le mantendrá
ocupado durante algún tiempo…; quizá todo el día de hoy. Luego se dará cuenta que
la teoría está muy mal fundamentada. Comprobará que fue Roberts en realidad el que
cayó del barranco en Carmel. Y comenzará a rugir de rabia y a buscar otra víctima. Y,
a menos que hable usted, lo arrestarán.
—¿Y suponiendo que no tenga nada de qué hablar? —Hillary estiró las piernas y
se miró sus pies desnudos.
—Sé que no es así. Sé que usted puso la chaqueta en la playa donde yo la hallé. Y
creo saber por qué lo hizo.
—¿Por qué, entonces?
—Para exponer a alguien. ¿A quién, Hillary?
Hillary seguía examinándose los pies. Guardó silencio durante un momento.
Robin encendió un cigarrillo y esperó, observándolo.
A poco, Hillary levantó la vista y sonrió.
—De modo que fue allí donde le dejaron ese ojo negro. Fue usted el que golpeó al
policía anoche.
—No sabía que era un policía —contestó Robin.

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—¿Qué le hizo pensar que la chaqueta había sido tomada del sótano?
—El olor a naftalina —respondió Robin—. Después de deducir que Roberts era
Zwick, me di cuenta de que la chaqueta le pertenecía.
—Así es —contestó Hillary.
—¿A quién quería usted descubrir, Hillary?
—Al hombre que mató a Jonathan —dijo Hillary suavemente. Por un momento
pareció haber olvidado que el reportero se hallaba en la habitación.
Robin rompió el silencio.
—¿Está seguro que lo mataron?
—No lo estaba. Ahora sí…; ahora que ella ha muerto —hizo una seña hacia el
departamento de la difunta señora Turner—. Por eso es que ella murió.
—Hábleme de Roberts —dijo Robin.
—Supongo que usted sabe que fuimos juntos a la escuela —dijo Hillary, y al ver
la señal de asentimiento de Robin, prosiguió—: Era mi mejor amigo. Se podría decir
que era mi único amigo. Lo conocí el primer año que asistí a la Universidad de París.
Más adelante compartimos una habitación juntos. Fue con dinero que le di yo que él
pudo venir a América en 1928, delgado y lleno de desesperación y enfermo de
tuberculosis. Su primera novela, El árbol de las abejas, escrita en París, fue un éxito
literario, pero un fracaso financiero. Ganó ciento cincuenta dólares con ese libro.
Vivió conmigo en una cabaña en las montañas de Pennsylvania durante el invierno
del 29, y comenzó El extraño; pero no lo terminó hasta el 31; se enfermó y estuvo
internado en un hospital durante algún tiempo. ¿Es esto una novedad para usted?
—Sí —respondió Robin.
—Proseguiré entonces. Durante el año 31 estuvo bastante enfermo. No tenía un
solo centavo y no quería vivir de mi caridad, pero no tenía fuerzas suficientes para
ganarse el sustento. Finalmente se nos ocurrió una idea. Yo le prestaría dos mil
dólares y él se iría a un clima cálido y seco, en el que vivieran pocas personas. Se
imaginó que podía vivir durante tres años con ese dinero. No debía hacer nada sino
recuperar su salud. Cuando estuviera lo suficientemente fuerte comenzaría a escribir
lo que le gustara. Le dije que no tenía importancia si ganaba dinero o no.
—¿Dónde se fue?
—Vino a California, a un sitio llamado Goat Mountain, en las colinas. Allí alquiló
una cabaña por treinta dólares al año y se fue a vivir en ella. La casa se hallaba
alrededor de una milla de un lago y todo lo que hizo durante varios meses fue nadar,
pescar, pasear y cazar; comer y dormir. No le dejé que se llevara ningún libro, pues
no quería que se cansara demasiado leyendo. Él me prometió que no volvería a
escribir hasta haberse mejorado, y cumplió su promesa. Cuando le fui a visitar ocho
meses más tarde era un hombre diferente, gordo y moreno. La mirada perdida había
desaparecido de sus ojos y había formulado infinidad de planes para su próximo
libro. Antes de que yo me fuera lo había comenzado.

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Hillary se puso en pie, entró en la cocina y volvió con una zanahoria entre los
dientes. Robin fumó y esperó hasta que Hillary prosiguió:
—Seis o siete meses después recibí una carta suya llena de amargura. Había
terminado su libro, lo había enviado a sus editores y éstos lo rechazaron. Él sabía por
qué: Había perdido la inspiración y en cierto modo la culpa era mía. No debí haberle
mandado a las colinas. Se sentía demasiado bien, no era el mismo hombre que
escribiera El árbol de las abejas y El extraño. Decía que uno tiene que sufrir, no sólo
mental sino físicamente, para poder escribir algo bueno. La salud le había robado la
inspiración. Pensaba abandonar la literatura, me devolvió los mil quinientos dólares
que le quedaban y se conseguiría un trabajo. Yo tomé un avión y al cabo de dos días
estaba paseándome con él por los bosques tratando de convencerlo de que siguiera
procurando escribir. Finalmente logré que se quedara en las montañas. Su pulmón no
estaba bien curado y al cabo de seis meses estaría enfermo de nuevo. Le dije que si
escribía algo no lo enviara a los editores. Debía guardarlo y mostrármelo a mí
primero. Hice que me lo prometiera.
—¿Lo hizo?
—Me lo prometió… y cumplió. No volví a verle hasta pasados casi tres años. A
menudo recibía cartas de él. Poco a poco pareció ir recuperando su alegría. En parte
se debía su cambio al hecho de que Syrena pasó dos veranos en aquellos lugares en
una cabaña perteneciente a su hermana. Roberts había conocido a Turner y a su
esposa casualmente en Nueva York, pero parece que sus relaciones con la esposa se
hicieron algo más que casuales. Esa no era toda la razón para su cambio de actitud.
Había hallado un juego nuevo y lo jugaba animadamente.
—¿Las novelas de misterio?
Hillary asintió.
—Cuando lo empezó no era para hacer novelas de misterio. Por lo menos con
Botones de Ámbar no fue así. La gente que vivía cerca del lago le había dado pilas de
novelas policiales y él se interesó en ellas. Comenzó una novela seria: el estudio
psicológico de un asesino. ¿Recuerda usted el Viaje en las Tinieblas de Julián Green?
Creo que pensaba escribir algo por el estilo. No tuvo éxito. A mitad del trabajo
decidió arrojar todo al fuego. En cambio, comenzó a sonreír y logró escribir con ella
un misterio seudo intelectual. Y cuando lo hubo finalizado lo dejó en un estante y
escribió dos más por el estilo.
—¿Cuándo los vio usted?
—No los vi hasta la primavera del 35. Había estado yo en América Central en
compañía de unos arqueólogos el invierno anterior. Jonathan, mientras tanto, había
venido a esta casa para estar cerca de Syrena. Turner y su esposa vivían donde él vive
ahora, y ella solía venir aquí para ver a Jonathan. Era muy conveniente. Ella
estacionaba su auto en la calle y entraba por la puerta trasera, y no había posibilidad
de que la viesen. Después del divorcio se mudó al piso alto. Yo no sabía nada de
Syrena; Jonathan no acostumbraba hablar de sus amoríos. Apenas tenía algo de

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dinero y estaba tratando de arreglar esa novela que le rechazaron cuando llegué yo. Él
no me mostró los misterios al principio. En cambio insistió en que le diera mi juicio
crítico sobre la novela que estaba escribiendo de nuevo. Yo se lo di…; le dije que lo
tirara a la basura y él se enojó terriblemente. Me dijo que no conocía yo nada de
literatura, sacó los tres manuscritos y me los tiró sobre las rodillas. «Esto es lo que te
gusta» me dijo. Antes de haber finalizado el primer capítulo me di cuenta que tenía
en las manos una mina de oro.
—¿Le complació a él su aprobación? —inquirió Robin.
Hillary se miraba los dedos de los pies y parecía estar hablando consigo mismo.
El artista levantó los ojos.
—No. Se puso más furioso que nunca. Dijo que eso era lo que esperaba. Le ofrecí
llevarme los originales y perdonarle la deuda. Él me insultó diciendo que nunca se
debería pedir dinero a los amigos, que siempre le arrojaban la deuda a la cara.
Finalmente logré calmarlo, amenazándolo con molerlo a golpes, y le hice ver la ironía
del asunto.
—Debió haber tenido idea de venderlos —dijo Robin—. Se tomó bastante trabajo
para ocultar su identidad.
—Seguro que sí —replicó Hillary—. Sólo que todavía no se había decidido. Él
sabía muy bien que yo no quería cobrarle la deuda, estaba seguro de que yo quería
que él escribiera otro libro bueno. De todos modos, no tenía idea alguna de lo que
valían las novelas policiales. Yo vi que la independencia financiera se le presentaba a
la vista y le sugerí que enviara los libros a sus editores presentándolos con otro
nombre. Entre los dos buscamos un nombre apropiado y finalmente nombramos al
autor Zenophen Zwick. Zenophen fue idea de Jonathan. Yo creé al señor Zwick.
Luego elegimos al mejor editor de novelas de misterio y Jonathan alquiló una casilla
de correos. Él olvidó decirme dónde estaba y bajo qué nombre la había alquilado. La
Signet Press se volvió loca. Hasta llegó a enviarle mil dólares por adelantado, cosa
que nunca hacen. Planeamos enviar los otros dos de inmediato si Botones de ámbar
era aceptado, pero decidimos esperar, pues temimos que los editores creyeran que
eran demasiado fáciles.
—¿Era usted el único que conocía el asunto?
—Así lo creí entonces. Ya ve usted que no es así.
—Aparentemente, Syrena lo sabía.
—Sí. Y alguien más también.
—¿Quién?
—Usted lo sabe tan bien como yo. Lo que yo sé es esto. Cuando salió el primer
libro, nosotros dos éramos los únicos que sabíamos quién era Zenophen Zwick.
Luego yo me fui de viaje otra vez, esta vez a una isla. Allí permanecí pintando. Me
quedé aún después de enterarme por una carta de la señora Adams de que Roberts
había muerto. Ella quería saber qué podía hacer con las cosas de Jonathan y yo le
envié un cheque y le recomendé que las tuviera allí hasta que fuera yo.

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Probablemente todavía estaría en la isla si la Signet Press no me hubiera enviado un
ejemplar de El cerdo salvaje y una serie de comentarios respecto a Zenophen Zwick,
respecto a su nuevo libro El Calliope ejecutó una canción fúnebre, y sobre el que
había prometido el autor para la primavera del 37.
—¿Cómo es que le enviaron a usted todo eso?
—Por Jonathan. Él me había hecho poner en lista y les había dado mi dirección
en la isla. Los editores me mandaron los libros, hasta el último, que fue enviado
después a esta casa.
—¿Vino usted en seguida que vio esos libros?
—En seguida no. Al principio pensé que Jonathan los habría mandado antes de su
muerte, prometiendo escribir otro. Estaba seguro que los editores no tenían la menor
idea de quien pudiera ser Zwick. Luego comenzaron a despertarse mis sospechas. No
me pareció que todo estuviera bien. Además, ya estaba cansado de la vida en la isla.
De modo que finalmente hice mis maletas y me vine aquí.
Nuevamente guardó silencio. Parecía como si su mente estuviera en otro lugar y
hubiera olvidado a su oyente.
Robin, por su parte, sopesaba la historia del pintor, tratando de hallar algún
indicio en ella que arrojara luz sobre ese extraño caso.
—Si yo hubiera sabido dónde estaba la casilla de correo, hubiese sido muy
sencillo el averiguar quién había ocupado el lugar de Zwick —dijo a poco el artista
—. No lo sabía. No tenía la menor idea de dónde estaba. Revisé todos los papeles de
Jonathan, buscando la correspondencia que viniera para Zwick, pero parecía que
hubiera destruido todo. No había ni siquiera un sobre.
—¿Creyó entonces que lo habían asesinado? —preguntó Robin.
Hillary miró fijamente al reportero antes de replicar.
—Naturalmente, la idea se me ocurrió. Él había caído de un barranco y sus libros
seguían apareciendo y ganando dinero. Seguramente que ése era un motivo
suficiente. Pero no estaba seguro. Podría haber otra respuesta al problema. Alguien
muy amigo de él podría haber enviado los otros originales y cobrado el dinero. Eso
no era un crimen. Comencé a figurarme que Syrena lo hubiera hecho.
—¿Habló usted con ella?
—Sí, hablé con ella. Ella se mostró asombrada ante la información de que
Jonathan había escrito esas novelas. No podía creerlo. Trató de hacerme creer que
entre ambos no había habido más que amistad. Dijo que yo debía estar equivocado.
Él estaba muerto. Y los misterios seguían apareciendo. ¿No era ese el caso?
—¿Se dio usted cuenta de que ella mentía?
—No supe qué pensar. Ella parecía tener muy poco dinero. No pagaba mucha
renta. Nunca recibía visitas. Nunca parecía comprar vestidos nuevos.
—¿La vigiló usted de cerca?
—Sí. Me pareció que se entendía con Grove…; eso es todo lo que pude averiguar.
Ciertamente que Grove parecía no tener mucho dinero.

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—¿De modo que decidió usted entonces descubrir quién ocupaba el lugar de
Zwick?
Hillary se puso en pie, se acercó a la ventana y habló sin volverse.
—Me llevó bastante tiempo imaginar el plan para lograrlo. No quería presentarme
a la policía, pensé que se reirían de mí o que no descubrirían nada. Y estaba la
posibilidad de que Jonathan hubiera muerto por accidente. En ese caso sólo lograría
poner en dificultades a alguien. Entonces se me ocurrió hacer aparecer como si Zwick
se hubiera suicidado. Y sabía que de ese modo podría descubrir al que había tomado
el lugar de Jonathan. Tuve razón. Pero lo que ocurrió después me dejó anonadado. No
creía que asesinaran al pobre cartero.
—O a Syrena.
—No me importa nada de ella. —Hillary dijo esas palabras con impaciencia y un
poco de amargura—. Ella estaba mezclada en todo. Posiblemente tuvo algo que ver
en el asesinato.
—No lo creo —dijo Robin.
Hillary se encogió de hombros.
—Tal vez no.
—¿Quién le mató? ¿Quién mató a McHaig y a Syrena?
—Sólo Cristo lo sabe —respondió Hillary.
—¿Tiene alguna idea?
—Grove, Turner. Cualquiera de ellos tenía motivos. El ansia de dinero por parte
de Grove… si es que le atrae el dinero. Y los celos por parte de Turner.
—Grove podría haber matado a Jonathan. Y podría haber matado a McHaig. Pero
yo estaba hablando con él cuando mataron a Syrena.
—Entonces solamente queda Turner —dijo Hillary. Miró al reportero
entrecerrando los ojos—. Quién sabe —dijo como si hablara consigo mismo.
—Él no sabía quién era el otro hombre cuando se divorció de Syrena —dijo
Robin—. Quizá supo después que era Roberts y le mató.
—Es posible —respondió Hillary—. Váyase ahora. Quiero pintar.

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CAPÍTULO XXII

E n la hamaca frente al pórtico de la difunta Syrena Turner se hallaba sentado un


agente de policía. Estaba mirando los avisos de ropa interior para señoras en
una revista cuando apareció Robin.
—Váyase —le dijo el agente.
Era el agente Anthony Ziegler, quien reemplazaba al detective Hillman como
guardia de la casa. Esto no estaba de acuerdo con los deseos de Hillman, pues el
trabajo era muy cómodo, pero el jefe Taylor había insistido en que Hillman fuera a
Fénix para hacerse cargo de otro caso. Taylor afirmó que Hillman necesitaba un
cambio de aire, y, a pesar de las protestas del interesado, envió al detective a la otra
ciudad.
Robin sacó de su bolsillo una chapa de policía y se la mostró a Ziegler. La chapa
no pertenecía a Robin sino a su director, pero el policía no sabía eso.
—Bien —gruñó.
Robin señaló hacia la puerta del departamento.
—Voy a echar una ojeada adentro —dijo.
—Vaya usted —respondió Ziegler— y cierre la puerta porque hay corriente de
aire.
Después de eso volvió su atención a la revista.
La alfombra manchada de sangre todavía estaba frente al hogar, pero ahora no
había más que cenizas en la chimenea. Robin se detuvo en el umbral durante un
momento, examinando con la vista la habitación. El departamento no era ya el mismo
de antes. Empero, no había cambiado en nada. La ventana, aun cerrada, seguía dando
sobre el pórtico. Una enorme silla, cerca de la biblioteca, daba frente a la ventana y a
las copas de los árboles. Robin fijó la vista en el anaquel de donde el día anterior
alguien había retirado un libro. No había ningún espacio libre en la hilera de
volúmenes ahora…; alguien los había arreglado. Acercándose al estante, estudió los
libros en actitud pensativa. Se preguntó si serían los expertos en impresiones digitales
los que habían arreglado los libros, o si el hombre que retirara el volumen había
retornado para ponerlos en orden otra vez. Probablemente no era nada importante.
Nuevamente estudió la habitación. Estaba seguro que allí encontraría la clave del
misterio. Y era muy posible que esa clave tenía algo que ver con el fuego que ardiera
con tanta fuerza la mañana anterior. Quizá el criminal había encendido el fuego para
borrar las impresiones digitales del atizador. Esa respuesta no satisfizo a Robin, y
continuó examinando todo y reflexionando.
El relato de Hillary parecía ser sincero. Y si fuera cierto, su nombre se podía
borrar de la lista de sospechosos. Ese relato le absolvía por completo. ¿Sería posible?
Hillary sabía quién era Zenophen Zwick. Él había persuadido a Roberts de que
enviara sólo un original al principio y que retuviera los otros. ¿Habría asesinado a su

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amigo? ¿Habría sido él quien enviara los otros libros y luego, viéndose en la
necesidad de presentar otro, habría tratado de librarse de Zwick colocando la
chaqueta en la arena? Recordó Robin haber visto a Hillary comprando un diario en el
que se publicaba la fotografía de McHaig, el martes por la tarde. ¿Pero cuál podía ser
el motivo? El hombre parecía tener bastante dinero.
Turner tenía motivos. Roberts le había robado la mujer y los hombres suelen
matar por esa razón. Seguramente que el autor teatral no estaba interesado en la parte
financiera del asunto. Si él había matado al novelista, lo había hecho por causa de
Syrena. En ese caso, Syrena debía haber sabido que era él y habría tratado de
conseguir que Turner le entregara el dinero de la venta de los libros. El hombre que
visitaba la casilla de correo número 400 era un individuo de aspecto raro, según
afirmara McHaig. La apariencia de Turner era bastante extraña, pero también lo era la
de Hillary y la de Grove.
¿Grove? Él también tenía un motivo: la falta de dinero. Indudablemente, él estaba
viviendo con Syrena. Esa puerta trasera era un pasaje conveniente que conectaba a
los dos departamentos. Empero, ahora parecía no tener nada que ver con el asesinato
de la mujer. Podía haber matado a McHaig, pero era imposible que hubiera matado a
Syrena, a menos que…
Robin miró fijamente a las cenizas del hogar y luego cruzó de un salto la
habitación y rebuscó entre los restos de carbón. Cuidadosamente examinó las cenizas
sin hallar nada. ¡Qué tontería!, pensó, mientras ponía en su sitio las tenazas. Era
imposible que se hubieran arrojado dos balas al fuego con la esperanza de que éstas
dieran en el blanco. Además, esas balas habían sido disparadas con un revólver antes
de herir a la mujer. Y el vestido de la víctima estaba chamuscado en el sitio donde el
cañón del revólver se apoyó contra su pecho.
Robin exhaló un suspiro y salió. Ziegler lo miró.
—¿Ha terminado? —le preguntó.
—Sí —respondió Robin.
Bajó las escaleras y siguió el caminillo hacia la salida. Pero no ascendió a su
coche.
Grove se hallaba enfrente a los garajes situados debajo del departamento de
Hillary. El poeta vestía unos pantalones viejos y una camiseta, y estaba ocupado en
algo muy poco poético. Colocaba una manguera en la canilla.
Al oír la voz de Robin se volvió.
—Estoy por lavar mi coche —dijo, señalando el auto—. Está bastante sucio.
Así era en realidad. No se había lavado desde hacía más de un mes…, desde las
últimas lluvias. Los rayos de las ruedas y las cubiertas todavía tenían adherido barro
en ellas y también en los guardabarros. Alguien había limpiado a medias la
carrocería, pues el capot y las puertas estaban algo más limpias que los guardabarros.
Estaban polvorientas, pero no había barro en ellas. Tampoco había barro en la rueda
de repuesto.

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—¿Tiene alguna novedad? —inquirió Grove.
Robin asintió y le entregó el ejemplar del diario. Grove entró en el garaje, tomó
asiento en el estribo del viejo coche de la señora Adams y comenzó a leer el diario.
Apoyado contra la pared, el reportero le observaba a través de una nube de humo.
El poeta estaba algo abandonado. Tenía una barba de dos días y en la comisura de los
labios se veía una mancha de tabaco. Si sintió alguna emoción al leer las noticias, no
lo demostró; sólo permaneció allí tranquilo y frunciendo algo el ceño como si le
costara trabajo leer. Al cabo de un rato levantó la vista.
—¿Qué piensa del asunto? —inquirió Robin.
Grove se encogió de hombros.
—No sé qué decirle. No veo cómo puede ser verdad.
—¿Por qué?
El poeta respondió con otra pregunta.
—¿Por qué creen que alguien fue asesinado en Carmel?
—Parece bastante claro. Tiene que haber alguna razón para los asesinatos de
McHaig y de su…, de la señora Turner.
Grove pareció sobrecogerse al oír el nombre.
—Es verdad —dijo en voz baja, tomó la manguera y abrió la canilla.
Mientras lavaba las ruedas, tratando de quitar el barro seco, prosiguió hablando.
—Yo conocí a Roberts bastante bien. Era un hombre raro y bastante saturnino. Le
he visto muchas veces dejarse llevar por la ira por motivos insignificantes. Él sería
capaz de cometer un asesinato…, sí. Capaz de matar cuando se hallaba dominado por
la ira. Pero no con deliberación. No era hombre de planear nada por anticipado.
—Quizá el primer crimen lo cometió en un momento de ira —dijo Robin.
—¿Cree usted realmente que está vivo? —Grove estaba en cuclillas, rasqueteando
los rayos con un cepillo.
—No —dijo Robin.
Grove volvió la cabeza hacia el diario que estaba en el piso del garaje.
—¿Y eso entonces?
—Es una invención. Es su cadáver el que descansa en el cementerio de Monterey.
—¿Cree usted que lo asesinaron?
—Sí, señor.
—¿Tiene alguna prueba? —Grove se dirigió hacia la parte delantera del coche y
comenzó a lavar las ruedas de adelante.
—No se necesitan pruebas —respondió Robin—. Él ha muerto. No hay duda que
lo asesinaron. Realmente no importa eso ya. Pues su asesino también mató a otras dos
personas y sólo una vez se puede ahorcar a un hombre.
Grove se incorporó y comenzó a echar agua sobre los guardabarros.
—¿Cuál de nosotros merece ser ahorcado?
—¿Nosotros?
—Yo… Turner… Hillary. Somos los sospechosos, ¿no es verdad?

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—Nunca lo consideré a usted como sospechoso —respondió Robin, siguiendo a
Grove alrededor del auto y observándole mientras limpiaba la otra rueda.
—La policía sí lo cree… o lo creyó antes de que se presentara la novedad sobre
Roberts.
—Está usted equivocado. Es imposible que usted la haya matado. Ellos lo saben.
Grove se inclinó sobre la rueda y se enfrascó durante un rato en su limpieza.
Cuando hubo finalizado de limpiarla, se acercó a una de las traseras y repitió la
operación con energía.
A poco dijo:
—¿Sabe usted por qué hago esto? —No esperó la respuesta—. Porque tengo que
moverme. Me parece que todos los hombres son iguales. El trabajo físico es un alivio.
—¿La quería usted mucho, entonces?
La pregunta pareció ser un intento deliberado para hacer sufrir al hombre. Grove
no respondió y Robin le hizo otra:
—Aunque ella amó a otros hombres… ¿Turner…, Roberts?
Grove se incorporó y miró fijamente al reportero, mientras el agua le chorreaba
por los pantalones sin que él le prestara atención.
—No debería usted haber dicho esto —respondió con voz áspera.
—Lo sé —contestó Robin—. Lo siento.
Y, sin decir otra palabra, se alejó, ascendió en su coche y emprendió la marcha
hacia el restaurante donde se veía un letrero que decía: «Teléfono público».

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CAPÍTULO XXIII

N o fue idea del jefe Taylor. Aun después de que el News publicara las
declaraciones de Merle Hillary con respecto a Roberts, él hubiera seguido
buscando a Jonathan Roberts si Brennan no se hubiera inmiscuido. Brennan entró en
la oficina del jefe a las cinco y media de la tarde, en el momento mismo en que
Taylor se calaba el sombrero para irse.
El reportero no dijo nada al principio. Se apoyó contra la ventana y estuvo
sacudiendo la cabeza durante un rato.
—¿Qué diablos le pasa a usted? —le preguntó Taylor malhumorado—. ¿Por qué
adopta esa actitud?
—¿Qué es lo que le dieron? —preguntó Brennan.
—¿Me dieron? ¿Quién? —El jefe tomó asiento.
—El News. Deben haberle sobornado.
—¿Qué quiere decir con eso?
Taylor se puso en pie de nuevo.
—Quédese quieto —le dijo Brennan—. ¡Infiernos! Espero que le hayan dado algo
de dinero. No me gustaría creer que un hombre inteligente como usted se haya dejado
embaucar con esas tonterías.
Taylor se arrellanó en la silla y trató de sonreír.
—Déjese de bromas. ¿Qué es lo que se propone?
—No estoy bromeando y no me propongo nada.
Brennan se retiró de la ventana, tomó una silla, la puso cerca del escritorio del
jefe, y tomó asiento. De su bolsillo sacó dos ejemplares del News. El primero era la
edición de la tarde en la que se publicaba la teoría respecto a Roberts. La segunda
contenía también la declaración del jefe Taylor referente a su creencia de que Roberts
era el asesino, pero eso no era todo. También habían publicado allí el relato completo
de Hillary.
—¿Ve esto? —preguntó Brennan.
—Seguro.
—¿Quiere usted decir que leyó esta declaración de Hillary?
Taylor asintió.
—La leí.
—¡Jesús! —exclamó Brennan.
—Bien. ¿Qué es lo que pasa?
—Es usted un tonto —dijo Brennan—. Un tonto de capirote. Les deja que le usen
a usted para publicar una noticia falsa y poder vender unos pocos diarios y luego les
permite que le llamen estúpido. Y no se enoja. ¡Jesús!
Taylor tomó la edición vespertina del diario.

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—¿Dónde es que me llaman estúpido? —gritó, en voz tan alta que su ayudante se
asomó a la puerta—. ¡Afuera! —le ordenó Taylor—. No lo necesito. —La puerta se
cerró.
—No usan tantas palabras —replicó Brennan—. Sólo insinúan que su teoría
respecto a Roberts es una estupidez. Hablan con Hillary y cuando él afirma que la
teoría es errónea ellos lo publican.
Taylor adelantó la barbilla.
—Ya arreglaré a esos bastardos.
—¿Cómo?
Los pies de Brennan descansaban sobre el escritorio del jefe y parecía hallarse
muy satisfecho consigo mismo.
—Negaré que he dicho nada de lo que ellos publicaron. De todos modos no lo
dije —su voz sonaba como un quejido—. Fue todo idea de ellos. Me convencieron de
que así podía haber ocurrido.
—¡Muy lindo! —comentó Brennan—. Haga eso y mañana vendrán con un pote
de pintura y pondrán otro nombre en su puerta. Tendremos un nuevo jefe de
detectives.
—Eso sí que no —respondió Taylor.
—Probablemente tendrá pies grandes y planos —prosiguió Brennan.
El jefe escondió sus pequeños pies debajo del escritorio.
—¿Por qué? —preguntó—. ¿Qué hay de malo en decir la verdad?
—No me parece que al público le gustará si sabe que es usted tan tonto como para
dejar que un diario lo engañe —dijo Brennan.
Taylor demostró hallarse muy afligido.
—Tengo que hacer algo. No es posible que les deje salirse con la suya.
—Tengo una idea. ¿Quiere oírla?
—Ya lo creo que sí —dijo Taylor, mientras su rostro reflejaba una expresión
esperanzada—. Diga usted.
—¿Tiene un cigarrillo? —pidió Brennan.
El jefe buscó en su cajón un paquete. Deliberadamente, Brennan encendió uno y
arrojó una bocanada de humo hacia el techo. Se quitó los dientes postizos con la
lengua y jugueteó con ellos durante un momento.
—Me he ocupado de investigar algo, jefe. Hoy encontré una serie de cosas
interesantes. Quizá podamos hacer algo con ellas.
Taylor golpeteaba el piso con los pies y jugueteaba con un cortapapeles.
—¿Sí? ¿Qué es lo que averiguó?
—Primero de todo encontré a un chauffeur de taxi llamado Isidore Levy.
Alrededor de la una y treinta del martes por la tarde, este hombre llevó a Hillary a los
Departamentos Garden. Hillary le hizo esperar. Estuvo en esa casa alrededor de
quince minutos. Allí es donde vive Turner, jefe.
La expresión esperanzada desapareció de los ojos de Taylor.

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—Eso no significa nada. Son amigos.
—¿No? Bien, Turner no estaba en su casa. Hillary entró en la casa de
departamentos, pero el portero no le vio. Se había retirado por un momento de la
puerta cuando él fue. Turner había salido y tampoco estaba su mucamo. El
ascensorista llevó a Hillary a la azotea y lo volvió a buscar unos quince minutos más
tarde. Me imagino que entró en el departamento y estuvo examinando todo.
Por la expresión de Taylor se podía ver que no le interesaban gran cosa los
descubrimientos de Brennan.
—Ya le dije que eran amigos —dijo.
—Espere —respondió Brennan—. Cuando Hillary salió, entró en el taxi y le dijo
que le llevara a la calle 3 y Sinex Avenue. Allí descendió.
—¿Y qué hay con eso? —Taylor se caló el sombrero.
—La sucursal del correo de Sinex Avenue se halla entre la calle 2 y 3, jefe.
Taylor dio con el puño sobre el escritorio.
—Es verdad. ¡Por Cristo, es verdad! Y esa sucursal de correos se halla a sólo
ocho cuadras de la casa de McHaig.
Estiró la mano hacia el timbre.
Brennan le tomó de la mano.
—No tan rápido, jefe. El taxi le dejó allí alrededor de las dos de la tarde. A
McHaig lo mataron a las seis y treinta. Tenemos que averiguar qué hizo él en el
correo, si es que esperó allí, y si no, dónde fue. Quizá no signifique nada su visita.
De nuevo Taylor estiró el brazo hacia el timbre y otra vez Brennan se lo impidió.
—Espere un momento. No he finalizado todavía. También investigué algo de los
movimientos del señor Turner. Él guarda su auto en el garaje que está ubicado en los
sótanos de los Departamentos Garden. Un empleado de allí me dio algunos informes.
Alrededor de la una de la tarde del martes, Turner salió en su coche. Debe haber
salido poco antes de que le fuera a visitar Hillary. Volvió a las siete menos cuarto.
Recuerde usted que él afirmó haber estado en la casa de la playa. Quizá fue allí y
volvió. Y quizá se detuvo en la calle Lighthouse y esperó a que llegara McHaig, tocó
el timbre y dejó dos tarjetas de visita.
Taylor se movía inquieto como una mujer cuando oye hablar a otra. El timbre
parecía ser un magneto de irresistible atracción para sus dedos.
—Todavía no.
Brennan puso la mano en el bolsillo. Lentamente sacó algo envuelto en pañuelo
de seda y lo colocó frente al jefe.
—Encontré esto en un agujero cubierto de hiedra en la pared que da frente a la
casa de ella —dijo—. Creo que es un revólver.
Era un revólver Smith & Wesson del calibre 38. El experto en balística confirmó
que era el arma usada para los asesinatos. No había ninguna huella digital sobre el
arma. El que la usara la había limpiado cuidadosamente antes de esconderla en el
agujero de la pared.

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Mientras el experto examinaba el cañón del revólver, Brennan le contó a Taylor
cómo era que había hallado el arma.
—Fui allí esta mañana muy temprano —dijo—. Pensaba examinar toda la
propiedad. Comencé por la pared, examiné todos los agujeros que hay en ella y allí lo
encontré. A unos tres metros del camino de salida. La pared tiene muchos orificios y
la enredadera los ha cubierto todos.
—¡Esos idiotas! —gruñó Taylor—. Debieron haberlo buscado allí. Les dije que
revisaran todo.
—No fueron tan idiotas —los defendió Brennan—. Esos agujeros no se notan al
principio. Tuve suerte de verlos y encontrar el arma. ¿Hay forma de saber a quién
pertenece?
Taylor oprimió un timbre y Brennan no le detuvo esta vez. Antes de que el
experto en balística le presentara su informe, el archivo le había llamado para
comunicarle que el revólver era de propiedad de Kermit Turner. Lo había comprado
en Elis Sporting Goods en agosto de 1935.
Nunca en su vida se había sentido más satisfecho el jefe Taylor. La expresión
afligida desapareció de su rostro después de dos días y estuvo sentado asestando
puntazos al papel secante con su cortapapeles y sonriéndole al reportero. Todos los
pecados de Brennan estaban perdonados ahora. Los comentarios que había escrito
respecto a los diminutos pies de Taylor, y sobre la habilidad del jefe se habían
olvidado.
—Creo que lo tenemos —dijo Taylor—. Podremos arrestarlo.
—Quizá sí y quizá no —comentó Brennan.
—Es su revólver.
—Ahí está el quid del asunto.
Brennan se incorporó y permaneció de espaldas al detective. Luego se volvió para
preguntar:
—¿Sería él tan tonto como para usar su propio revólver, jefe?
—No nos preocupemos por eso —dijo Taylor.
—No nos conviene movernos demasiado rápido —le advirtió Brennan. Se acercó
al escritorio y se sentó sobre él—. Además, Hillary pudo haber robado el arma del
departamento de Turner.
—Es cierto —dijo Taylor.
—Podría usted arrestarlos a ambos —sugirió Brennan—. Apréselos como testigos
materiales y hágales unas cuantas preguntas.
Taylor sonrió.
—Eso es lo que haremos —dijo.
—Pero no en la jefatura —agregó Brennan—. Podría usted llevarlos al Park
Hotel. Allí estará tranquilo y nadie nos molestará.
—Comprendo —dijo Taylor, guiñándole un ojo—. Eso es exactamente lo que
haremos. Esta noticia es suya exclusiva y ningún otro reportero se enterará de nada

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hasta mañana por la mañana.
Y así fue. Sólo Brennan estuvo en el décimo piso del mejor hotel de la ciudad
cuando tres caballeros trajeron a Hillary por la entrada trasera, le metieron en el
ascensor de servicio y le llevaron ante la presencia del jefe Taylor. Hillary tenía
puestos los zapatos y no se sentía nada cómodo.
—¿Qué infiernos es esto? —preguntó el artista, frunciendo la nariz disgustado.
—Siéntese —le ordenó Taylor.
Hillary se sentó, pero no a causa de la orden del jefe. Sus captores le obligaron.
—Vamos, hable —le dijo Taylor—. ¿Por qué lo hizo?
El artista no contestó de inmediato. Miró fijamente al jefe y gradualmente fue
dominando su ira.
Al fin dijo con suavidad:
—Supongo que se refiere usted a los asesinatos ocurridos recientemente.
—Muchacho listo —dijo Taylor.
—Han arrestado a la persona equivocada —le dijo Hillary—. Yo no maté a
Roberts, ni a McHaig ni a Syrena. He estado tratando de averiguar quién fue el que lo
hizo.
—¿Es suyo esto? —Taylor le mostró el arma.
—No.
—¿Alguna vez lo vio antes?
—No sé.
—¿Alguna vez vio uno como éste?
Hillary asintió.
—Seguro.
—¿Dónde?
Hillary señaló a uno de los detectives.
—Él tiene uno. Me lo puso en el pecho hace un rato.
—Ya sabe usted lo que quiero decirle —Taylor no estaba dispuesto a aceptar
bromas esa noche—. ¿Alguna vez vio un arma como ésta en casa de Turner o donde
usted vive?
Hillary extendió la mano.
—¿Me permite? —Y cuando Taylor le entregó el arma, la miró cuidadosamente
—. Roberts tenía uno como éste.
No sé si será un 38 o no, pero era un Smith & Wesson.
—¿Cuánto tiempo hace de esto?
—El otoño pasado. Creo que lo tenía entonces. Lo vi en su casa cuando estuve de
visita allá.
Taylor tomó el arma y se la dio a su ayudante.
—¿Fue a casa de Turner el martes por la tarde?
—Sí.
—¿Para qué?

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—Para ver a Turner.
—¿Le vio usted?
—No. Había salido.
Taylor habló suavemente:
—Pero entró en su departamento de todos modos, ¿no es verdad? Entró y se
apoderó de ese revólver y salió para matar a McHaig con él.
—Yo no —respondió Hillary—. No entré. Me senté a esperarle en el diván del
hall durante un rato y cuando vi que no venía, me fui.
—Ajá. ¿Para qué quería ver a Turner?
Antes de responder, Hillary se desató los cordones de los zapatos y se los quitó.
—Ya le he dicho que estaba buscando al hombre que mató a Roberts —dijo—.
Por eso es que fui allí.
—¿Cree usted que él mató a Roberts?
—No he dicho tal cosa. Fui allí para tratar de averiguarlo. —Luego hizo una
pregunta—: ¿Leyó usted mi declaración publicada en el News de esta tarde?
—Es claro que la leí —respondió Taylor.
—Entonces sabrá que fui yo quien dejó la chaqueta de Roberts en la playa. Puse
la chaqueta allá el lunes por la noche y esperé a ver qué sucedía. El martes por la
tarde el News publicó una noticia respecto al cartero, McHaig, quien afirmaba haber
visto a Zenophen Zwick. De modo que fui de inmediato a ver a Turner. Quería
pedirle que me acompañara al correo para que McHaig le echara un vistazo. Pero no
lo encontré en su casa.
—De modo que fue usted al correo —dijo Taylor y por su tono se notaba que no
creía al artista.
—Sí. Fui yo mismo. Pero fue inútil. Me imagino que esperaba ver a alguien
recogiendo la correspondencia de la casilla de correo. Nadie fue. Estuve un rato allí y
luego me fui a casa.
—Estuvo un rato allí y luego se fue a su casa —repitió Taylor—. Bien, bien. ¿No
siguió usted a McHaig a su casa y le mató? —hizo a gritos esta última pregunta.
—No. Me fui a casa. Más tarde cené con Syrena. Tenía el presentimiento de que
ella tenía algo que ver en el asunto y traté de sonsacarla, pero no me valió de nada.
Entonces se presentó Turner.
Brennan, que estaba arrellanado en un sillón, formuló la siguiente pregunta:
—¿Le habló usted respecto a Roberts y su ex esposa?
—Sí.
—¿Qué reacción tuvieron?
—Turner se enojó y cambió de tema. Aparentemente no le gustaba ése. Al fin y al
cabo no se le puede culpar. Nadie gusta hablar respecto del hombre que le ha robado
la esposa.
—¿Y la señora Turner? ¿Cómo lo tomó?

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—No podría decirlo. Se mostró muy calmosa. Verá usted, yo les había preguntado
a ambos si no sabían que Roberts era Zenophen Zwick. Ella repitió lo que me había
dicho antes: que no sabía. Y Turner dijo que no le importaba nada quién era Zwick y
cambió de tema. Vi que no conseguía nada, de modo que me volví a mi
departamento.
Taylor se mostraba inquieto otra vez. Se paseó de arriba a abajo, tomó el revólver
y examinó el cañón, lo volvió a poner en el escritorio y retornó frente a Hillary.
—Ese revólver pertenece a Turner —dijo—. Esa es el arma con que mataron a
McHaig y a la señora Turner. ¿Cree usted que fue él quién los mató?
—No sé —respondió el artista. Sus ojos estaban fijos en un cuadro que pendía de
la pared—. No estoy seguro —agregó.
Se oyó un golpe en la puerta y Taylor gritó que pasaran. Era otro miembro de la
fuerza policial.
—Lo tenemos allí —dijo el recién llegado—. Está más furioso que un gorila. Lo
sacamos de una fiesta y eso lo hizo enojar. Será mejor que le hable usted, jefe.
—Puede esperar —dijo Taylor. Luego miró a Hillary y cambió de opinión—. Le
hablaré. —Se volvió hacia la puerta—. Ya vuelvo. Todavía no he terminado con usted
—le dijo al artista.
Hillary no le escuchaba. Estaba mirando fijamente el cuadro que representaba a
tres mujeres desnudas.

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CAPÍTULO XXIV

T urner estaba enojado. Tenía el rostro rojo y parecía listo para destrozar todos
los muebles de la habitación y emprenderla a golpes con los dos detectives que
estaban de pie frente a la puerta.
Taylor habló primero.
—Será mejor que se calme —dijo. Todo su respeto por la riqueza del autor teatral
y por su posición social había desaparecido. Le mostró el revólver a Turner—. ¿Es
suyo?
Turner estaba intrigado o temeroso, pues se tragó su rabia y miró el arma.
—Con esto la mataron —prosiguió Taylor—. Y también a McHaig. ¿Es suyo?
El autor teatral lo tomó y lo examinó.
—No sé —dijo sencillamente.
—En el registro figura como suyo.
—Entonces es mío. —Levantó la vista y frunció el ceño—. ¿De dónde lo sacó
usted?
Taylor señaló a Brennan con el pulgar.
—Él lo encontró donde lo había escondido usted. En la pared.
—¿En qué pared?
—Ya sabe en qué pared. La que está frente a la casa de ella.
—Yo no la escondí. Yo no la maté.
—¿Cómo es que estaba allí, entonces?
Taylor estaba muy seguro de sí mismo en esta oportunidad.
—No sé —respondió Turner.
—¿Admite usted que es su revólver?
—Debe serlo. Yo tenía uno parecido.
—¿Cuándo fue la última vez que lo vio?
Turner tomó asiento y pareció tratar de recordar.
—Lo compré el año pasado. Me lo llevé en un viaje de caza. No recuerdo haberlo
visto recientemente. Quizá haya estado en algún sitio de mi departamento.
—Será mejor que lo recuerde.
Taylor sacó un cigarro de su bolsillo y agujereó uno de los extremos con su
cortaplumas.
—Porque está usted en una posición algo difícil, Turner —prosiguió. Parecía
producirle una satisfacción inmensa el omitir el «señor»—. Ese revólver es suyo. Su
esposa le abandonó y se fue con Roberts. Él cayó de un barranco y parece que alguien
lo empujó. Luego alguien mató a McHaig porque él vio al que retiraba la
correspondencia de la casilla de correo, y luego mataron a su esposa. Y encontramos
su revólver en la pared que da frente a la casa de ella.
La mención del nombre de Roberts pareció inflamar de nuevo la ira de Turner.

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Le gruñó al jefe:
—Bien, no recuerdo haber visto ese revólver desde que ella me abandonó. Quizá
se lo llevó ella consigo. No tengo la menor idea de cómo llegó a la pared, ni de quien
lo usó.
—No se enoje —le dijo Taylor—. Eso no le hará nada de bien.
—Estoy hastiado ya de todo este asunto —replico Turner.
—Eso es una lástima —le dijo Taylor sonriendo—. Me parece que McHaig y su
esposa no estuvieron muy satisfechos con él tampoco.
Turner se levantó de la silla y cerró los puños, pero había dos enormes policías de
pie a cada lado del jefe, de modo que volvió a tomar asiento.
—¡Demonios! —exclamó.
La voz de Brennan interrumpió el silencio que siguió:
—¿Puedo hacer un par de preguntas, jefe?
—Diga usted —respondió Taylor.
El reportero fue mucho más cortés de lo que había sido el jefe. Empero, su
pregunta no era muy diplomática.
—¿Estaba usted enterado de que Roberts se entendía con su esposa cuando usted
se divorció de ella?
Por extraño que parezca, Turner respondió a la pregunta tranquilamente.
—No.
—¿Lo sabe usted ahora?
—Sí. Lo averigüé hace poco tiempo.
—¿Quién se lo dijo?
—Hillary. Pero lo hizo sin querer y yo deduje el resto.
—¿Habló usted con ella al respecto cuando la vio el martes por la noche?
Turner asintió y el recuerdo de la última noche pasada con su esposa pareció
afectarle bastante.
—Hablé del asunto —dijo—. Ella negó que tenía nada que ver con él.
—Cuando usted habló con ella, ¿sabían ustedes que McHaig había muerto? —
preguntó Brennan.
—Yo no lo sabía…; no creo que lo supiera ella tampoco. Había venido yo desde
la playa, cené y fui a visitarla. Los vendedores de diarios gritaban sus noticias, pero
yo no les presté atención.
Brennan estudió la alfombra.
A poco preguntó:
—¿El nombre de Roberts producía algún efecto en ella? Quiero decir si ella se
mostraba inquieta cuando lo mencionó usted.
—No se demostró ansiosa por hablar de él. Creo que yo no lo hubiera
mencionado si Hillary no nos hubiese preguntado respecto a Roberts. Luego
hablamos de la casa y después me retiré.

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—¿Cree usted que ella se llevó el arma consigo cuando se fue de su casa de
usted? —inquirió Brennan.
—No podría decirlo.
—¿Dónde hubiera estado de haberla tenido usted en el departamento?
—Quizá en el escritorio. No lo sé.
—Hillary fue a verle a usted el martes por la tarde —dijo Brennan—. ¿Podría
haber hallado él el revólver si hubiera entrado en su casa?
Turner se encogió de hombros.
—Él me dijo que me había ido a ver, y que me esperó en el hall.
—Eso es lo que nos dijo a nosotros. Quizá no esperó.
—Tal vez no. —La mano de Turner temblaba mientras encendía un cigarrillo.
—¿Le dijo Hillary para qué quería verlo a usted?
Turner asintió.
—Dijo que quería que le acompañara al correo.
—¿Pensaba usted hacerlo?
—Le dije que sí y que iría cuando quisiera.
—Pero no tuvo usted la oportunidad de hacerlo —intervino Taylor—. McHaig
estaba en la morgue.
Turner ignoró el comentario.
—¿Ha terminado usted conmigo?
Taylor lo pensó un momento.
—Por ahora sí —dijo finalmente—. Puede usted recostarse un rato si lo quiere.
Ya volvemos. —Y entró en la otra habitación y repitió su ataque contra Hillary.
Ningún otro diario se enteró de lo ocurrido en el Park Hotel. La sesión duró hasta
pasada la medianoche, mucho después de que Brennan, Taylor y sus detectives
hubieron consumido, a expensas del erario público, una buena cena y una botella de
whisky. Taylor cumplió su palabra y no le dio la noticia a ninguno de los reporteros
policiales, de modo que la noticia no estaba en otro diario sino en la edición matutina
del Bulletin, el que salió a la calle a las seis de la mañana siguiente. Cuando Robin y
Barton entraron en la oficina del News a las seis y treinta de la mañana, Clark arrojó
el Bulletin sobre el escritorio de Robin sin decir palabra. No necesitaba hablar. El
disgusto se reflejaba en su rostro.
La noticia ocupaba toda la primera página. Había un retrato a cuatro columnas
representando el revólver y debajo de él había una tarjeta con el nombre de Kermit
Turner. Publicaban las declaraciones de Hillary y de Turner. Había retratos de la
mujer asesinada y del cartero, fotografías de la casa, de la pared donde se hallara el
revólver, y hasta una fotografía del jefe Taylor mirando a la pared. Y también se
publicaba una larga declaración del jefe explicando por qué, en otro diario, había
acusado a Roberts de los asesinatos.
—Fue una trampa —decía el jefe—. Una cortina de humo para ocultar nuestros
movimientos mientras procedíamos a efectuar la verdadera investigación.

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Robin leyó todas las noticias, y cuando hubo terminado dijo:
—Parece que Brennan nos ganó.
—Ya lo creo —respondió Clark—. ¿Dónde estaba usted cuando ocurrió todo
esto?
—En casa —replicó Robin.
—Creí que estaba usted investigando el asunto.
—Me parece que se ha portado bastante bien —intervino Barton.
Clark se volvió hacia él.
—¿Desde cuándo te ascendieron a director, Bart? De todos modos, no había razón
para dormirse sobre los laureles.
—Encontraron el revólver —dijo Robin—, pero no saben todavía quién lo usó.
—Hillary y Turner están presos, ¿no es así?
—Como testigos materiales.
—El revólver pertenecía a Turner —gruñó Clark.
—¿Prueba eso que él mató a alguien?
—No me discuta —dijo Clark y consultó el reloj—. Será mejor que se ocupen del
asunto. Les ganaron y eso es todo. Vean qué es lo que pueden hacer al respecto.
—Podríamos copiar las noticias del Bulletin —dijo Barton, levantando la vista—.
No será la primera… ni la última vez.
Robin no dijo nada. Tomó asiento frente a su escritorio y comenzó a escribir.
Todavía estaba escribiendo cuando Barton entregó su trabajo a las ocho.
Clark le gritó:
—Si eso es para la edición de la tarde será mejor que lo apure… o por lo menos
que me dé una parte.
—Esto es para la edición de la noche —dijo Robin, y siguió escribiendo.
A las ocho y treinta puso una pila de papeles frente al director. Clark leyó el
título, parpadeó, hizo una mueca a Robin y lo volvió a leer.
—¿Está loco? —preguntó.
—No. Eso es lo que ocurrió. En eso estaba trabajando anoche… en casa —replicó
Robin—. Ahora voy a encender una hoguera y necesitaré la ayuda de Barton.

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CAPÍTULO XXV

E l jefe Taylor no asistió a la ceremonia de encender la hoguera sin protestas.


Sólo fue al oír la promesa de Robin de presentar pruebas irrefutables sobre la
identidad del asesino y a pedido de Robin se hizo acompañar por Hillary, Turner y
por Roy Thompsen, el distinguido abogado de Turner. El ayudante del jefe y cuatro
detectives llevaron a los tres hombres escaleras arriba. Detrás de ellos venía Brennan.
Robin no protestó ante la presencia de Brennan, pues el Bulletin no podría
publicar a tiempo la noticia. De todos modos no había forma de evitar su presencia,
pues él era ahora el compañero preferido de Taylor. En realidad fue Brennan quien
convenció a Taylor de que aceptara la invitación de Robin.
El fuego no estaba ardiendo cuando el jefe Taylor llegó, y la pila de papeles,
astillas y troncos estaba sin encender cuando hicieron entrar a Grove a la biblioteca
donde habían hecho dormir a Syrena Turner con la ayuda de un atizador y dos trozos
de plomo.
El jefe estaba de buen humor. Subió a saltos la escalera y mostraba una sonrisa de
satisfacción en los labios. La sonrisa se expandió cuando vio a Barton y a Robin.
—Terminemos de una vez —dijo.
Por su actitud se podía ver claramente que no esperaba mucho. Miraba
constantemente a Turner y a Hillary y sacudía la cabeza de continuo.
Ni Hillary ni Turner sonreían. Ambos estaban ojerosos por falta de sueño, sus
ropas estaban arrugadas y les hacía falta afeitarse. Una noche pasada en la misma
habitación con unos cuantos policías les había abatido por completo.
Thompsen presentaba un aspecto muy distinto del de su cliente. Estaba
inmaculado y olía a perfume y a talco. Fruncía el entrecejo y parecía estar listo para
presentar alguna especie de documento y de protestar por las indignidades que se
efectuaban contra él y su cliente. Al principio no vio ninguna razón para que lo
inmiscuyeran en el caso y sólo se presentó cuando le comunicaron que Turner estaba
arrestado.
Grove, aunque vestía un par de pantalones viejos y una raída camisa azul, se
presentó bien afeitado y limpio. Estaba ya en pie cuando el detective golpeó a su
puerta, de modo que no tenía nada de qué quejarse. No sonreía, pero se demostraba
curioso por lo que se llevaba a cabo.
Robin se paró de espaldas a la chimenea y examinó al grupo de personas.
—Dentro de pocos minutos les diré quién mató a Roberts, a la señora Turner y a
McHaig —anunció.
—Eso será muy interesante —dijo el jefe.
Por un instante Turner se dejó dominar por la ira.
—¡Linda ciudad es ésta! —gruñó—. Nos traen aquí a la rastra para escuchar las
sandeces de un reportero.

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Thompsen se aclaró la garganta.
—Tomaré el asunto con las autoridades —dijo pomposamente.
—Eso será espléndido —respondió Robin sonriendo. Fijó la vista en la alfombra
—. Antes de ayer uno de ustedes mató a la señora Turner en esta habitación —
prosiguió, mirando a los cuatro hombres mientras hablaba—. La mató con su
revólver de usted, señor Turner.
—Apresúrese —dijo Taylor.
—¿Por qué? —inquirió Robin—. No hay ningún apuro. Usted tiene aquí al
hombre que busca. No podrá huir. —De nuevo miró a la alfombra—. En cierto modo,
yo tengo la culpa por su suerte. Si no hubiera descubierto lo de McHaig y publicado
su retrato, él estaría vivo todavía y también ella. Pero no puedo hacer nada para
remediarlo ahora. ¿Tienes un cigarrillo, Bart?
Su amigo le arrojó un paquete. Deliberadamente, encendió uno y lanzó una
bocanada de humo.
—Muy bien, Bart —dijo—. Llévatelos al piso bajo. Uno de los policías que se
quede aquí.
Barton se acercó a la puerta.
—Vamos, muchachos —dijo, y les condujo hacia la escalera circular.
Un detective corpulento, llamado Noonan, permaneció en compañía de Robin.
Dejando al grupo al pie de las escaleras, Barton volvió y le dijo a Robin:
—Listos ya.
Esperaron un rato y nada ocurrió. Pasó un minuto, dos minutos. Luego apareció
Robin en el hall.
—¿Oyeron algo? —preguntó.
—Nada en absoluto —respondió Brennan—. ¿Se suponía que debíamos oír algo?
—No —dijo Robin—. Volvamos arriba.
El jefe Taylor protestó:
—Esto es una estupidez. Es una tontería.
—Vamos, jefe —le dijo Brennan—. Veamos lo que pasa. No nos hará ningún
daño.
El fuego no estaba encendido todavía cuando llegaron a la biblioteca. Robin
entregó al jefe un atado de viejos trapos. En el interior del atado había un revólver de
calibre 38.
—Noonan les dirá que disparé dos veces —explicó Robin. Señaló hacia la
ventana cerrada—. Cerré la ventana y la puerta, envolví el revólver en el género y
apreté el gatillo dos veces. Y ustedes no oyeron nada.
Taylor miró a Noonan.
—Es verdad, jefe —admitió el detective.
—¿Y qué hay con eso? —preguntó Taylor—. Usted mismo me dijo que oyó dos
tiros antes de hallar el cadáver aquí.

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—Así es —respondió Robin—. Les quería probar que Grove sigue siendo un
sospechoso. La señora Turner pudo haber estado muerta antes de que yo oyera esos
disparos. Hasta ahora usted se ha concentrado en Hillary y Turner. Quería
demostrarle que Grove está también en la lista de sospechosos.
El jefe Taylor perdió su aspecto de satisfacción. Fruncía el ceño en actitud de
asombro. Robin miró a los otros. El aspecto de descontento de Hillary desapareció, y
comenzó a escuchar atentamente lo que decía Robin. Turner hacía una mueca.
Parecía muy nervioso. Thompsen se mordía el bigote y parecía ansioso por levantarse
e irse. En el rostro de Grove se reflejaba una expresión curiosa y él también parecía
algo nervioso.
—No sé adónde va usted —dijo Taylor—. Y suponiendo que estuviera muerta
cuando se dispararon los tiros. ¿Quién los disparó?
—Grove pudo haberlo hecho —explicó Robin—. Verá usted, él era electricista en
otro tiempo. Podría haber arreglado el arma para dispararla eléctricamente desde su
departamento.
—Nunca se me ocurrió eso —dijo Taylor.
La extraña expresión abandonó el rostro de Grove. Ahora sonreía.
—¿Lo hice yo? —preguntó.
—No —respondió Robin—. No lo hizo usted.
—¿Entonces qué infiernos es esto? —preguntó Taylor.
—Quería demostrar lo que pudo haber ocurrido —contestó Robin.
—¡Oh, por amor de Cristo! —exclamó Taylor—. ¿Quién cree usted que la mató?
—No creo nada —dijo Robin—. Sé quién la mató.
La voz calmosa de Robin pareció enojar al abogado.
—Escuche, joven —dijo—. Si tiene alguna acusación que hacer, hágala y termine
de una buena vez. Si mi cliente está bajo sospecha, quiero saberlo para proceder de
acuerdo.
—Tendrá tiempo suficiente para proceder —le contestó Robin. Encendió un
fósforo y lo aplicó a la hoguera que tenía preparada en el hogar—. Cuando vine aquí
el miércoles por la mañana había un fuego encendido. Era un día muy caluroso,
empero las llamas rugían en la chimenea. No me pareció lógico. Tuve el
presentimiento que el fuego tenía alguna significación, de que era la clave de todo el
enigma, pero al principio no sabía por qué. Anoche lo deduje todo.
Las llamas rugían ahora y la habitación estaba caldeada. Robin dejó de hablar y se
acercó a la ventana.
—Estoy haciendo exactamente lo que hizo el asesino —explicó—. No todo, por
supuesto. La mujer no está aquí, de modo que no le puedo pegar con el atizador y
acostarla sobre la alfombra y pegarle dos tiros. Pero puedo encender el fuego y abrir
la ventana.
Hillary se inclinaba hacia adelante.
—¿Quién la mató, Bishop?

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—Grove pudo haberlo hecho —dijo Robin—. Eso lo he probado. Usted podría
haberlo hecho y Turner también. Hasta ahora Thompsen pudo haberla matado.
—Eso es una mentira infame —explotó Thompsen.
—Dije que usted pudo haberla matado —repitió Robin.
Turner guardó silencio. Observaba atentamente a Robin.
—Si yo la maté, ¿quién hizo esos dos disparos que oyó usted? —preguntó Grove.
Y como en respuesta a su pregunta, del fuego salieron dos estampidos y una
lluvia de chispas subió por la chimenea. Aun Robin y Barton se sobresaltaron cuando
explotaron los cartuchos de fogueo que se hallaban entre los carbones.
Grove hizo algo más que sobresaltarse. Dio un salto. Había cruzado la habitación
y salido por la puerta antes de que nadie se moviera. Y, porque sabía que había
guardias en las dos escaleras, se dirigió al cuarto ropero, cerró la puerta a sus espaldas
y corrió el cerrojo. Pero había olvidado una cosa: la otra puerta tenía un pasador del
otro lado, y el pasador estaba corrido. Cuando los dos detectives destrozaron la puerta
del ropero un momento después, estaba él apoyado contra la pared, fumando un
cigarrillo.
Lo trajeron de vuelta a la biblioteca y lo esposaron junto con Noonan. Estaba muy
sereno, mucho más sereno que Hillary o Turner o Thompsen. El artista parecía querer
estrangular al poeta, pero la presencia de la ley le contuvo. Turner hacía gestos raros
y tuvo que ponerse las manos en los bolsillos para evitar que temblaran. Thompsen se
atusaba nerviosamente el bigote.
—Grove me ahorró la molestia de decirle a usted que él era el culpable —dijo
Robin a Taylor—. Por eso es que les traje a todos ustedes aquí. Si me hubiera
presentado al jefe Taylor esta mañana y le hubiera dicho que Grove golpeó a Syrena
con el atizador, envolvió el revólver en un trozo de género y la mató de dos tiros, la
colocó sobre la alfombra, arrojó dos cartuchos de fogueo al hogar, encendió el fuego
y se fue a su departamento para esperar las explosiones, el jefe se hubiera mostrado
algo escéptico.
—Por supuesto que no —dijo Taylor—. Todo está muy claro.
Grove movió las manos para acostumbrarse a las esposas.
—No debí haber saltado —dijo—. ¿Por qué pensó usted que yo era el culpable?
—Ayer lavó usted su coche —dijo Robin—. Si no lo hubiera hecho, no estaría
ahora esposado.
—Debí haberlo hecho antes —admitió Grove.
—¿Qué tiene que ver el hecho de que haya lavado el auto? —preguntó Brennan.
—El otro día Grove nos dijo que llegó tarde a la cena el martes por la noche. Dijo
que se le había pinchado una goma, y que tuvo que cambiarla. De camino a su casa la
dejó en la estación de servicio al pie de la colina, donde siempre encarga sus trabajos.
—Es verdad —admitió Taylor—. Y estamos seguros que la dejó allí, nosotros lo
comprobamos.

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—Yo también —contestó Robin—. Y el encargado de la estación de servicio me
dijo que era la rueda de repuesto la que tenía una goma pinchada. Después de
arreglarla, la puso otra vez en su sitio. El asunto fue que no había barro en los rayos
de la rueda de repuesto, y sin embargo había barro en todas las otras ruedas del
coche. El empleado de la estación de servicio me aseguró que Grove no había hecho
arreglar ninguna otra goma, desde hacía tres meses. Grove no mintió cuando dijo que
la goma se le había pinchado. Así era. Tenía un clavo, sólo que fue él quien lo puso
allí con un martillo.
—Es usted muy listo —dijo Grove.
—Después de hablar con el empleado de la estación de servicio, me fui a casa —
prosiguió Robin—. Le presenté el problema a Mary… y ella lo resolvió. Salimos y
compramos algunos cartuchos de fogueo, los pusimos en el hogar, encendimos el
fuego y tomamos el tiempo a las explosiones. Explotaron casi simultáneamente al
cabo de cinco minutos.
—Yo había revisado las cenizas de aquí cuando estuve ayer por la tarde…, antes
de ver a Grove lavando su coche. Después que se me ocurrió la idea de los cartuchos
de fogueo, volví aquí y vi que Grove había revisado las cenizas antes que yo. El
policía todavía estaba en el pórtico. Grove se hallaba afuera. Yo subí las escaleras,
corrí el cerrojo, entré aquí, caminé por todo el departamento, y el policía no me oyó.
La ventana estaba cerrada y la puerta también, de modo que no podía oírme. Grove
hizo lo mismo. Sólo que él encontró lo que buscaba, las dos cápsulas de los cartuchos
entre las cenizas. Me imagino que Grove vino a buscarlas la noche en que yo libré la
pelea con Hillman en el sótano.
—Es verdad —admitió Grove.
—Hallarán las cápsulas vacías en el botiquín de Grove, en una lata de sales de
baño —dijo Robin—. Y encontrarán algunas cartas que Roberts le escribió a Syrena,
escondidas en los almohadones del diván. Esas cartas descubren muchas cosas.
Roberts estaba en Carmel cuando las escribió. Estaba en Carmel en compañía de
Grove.
—Parece que anoche estuvo usted en muchas partes —dijo secamente Grove.
—Sólo en dos —respondió Robin—. Creo que esas cartas le condenarán a usted
por el asesinato de Roberts. Debió usted haberlas quemado. Como asimismo debió
haber destruido el ejemplar de Botones de Ámbar que tomó de la biblioteca de Syrena
cuando la mató. Estaba autografiado para ella por Roberts y prueba que él era
Zenophen Zwick.
—Lo hubiera hecho; pero no tengo chimenea en mi departamento —replicó
Grove—. No se pueden quemar cartas en una estufa de gas. Ni tampoco libros.
—Usted lo mató, ¿no es verdad?
Grove fijó la vista en sus manos esposadas.
—Sí.
—¿Porque quería ser Zwick?

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Grove asintió.
—No sólo por los libros, sino también porque Syrena sería mía de ese modo.
—Sin embargo la mató a ella también.
—Porque amaba la vida más de lo que amaba a Syrena —dijo él.
—Ella no sabía que usted fue con Roberts a la cima de ese barranco y le empujó,
¿verdad?
—No. Ella creía que Roberts se había despeñado.
—Y creyendo eso, ¿dejó que usted ocupara su puesto?
—Sí.
—Ella tenía los originales de El cerdo salvaje y de El Calliope ejecutó una
canción fúnebre y sabía lo de la casilla de correo, ¿no es verdad?
—No. Roberts tenía los originales. Estaban en su departamento. Cuando Syrena y
yo volvimos de Carmel, ella los sacó y enviamos el Cerdo salvaje a los editores. Más
tarde enviamos el tercero y escribimos prometiendo entregar otro. Naturalmente, no
podía hacerlo, de modo que pensábamos huir.
—¿Y el dinero de los libros? ¿Dónde está? —inquirió Robin.
—En una caja particular del Pacific National Bank… Casi todo está allí —Grove
sonrió sin alegría—. Ahora no puedo usarlo. Quizá encuentre usted a algún pariente
de Roberts y se lo entregue. Yo lo hubiera usado… y Syrena también si no me
hubiese visto obligado a matar a McHaig. Fue entonces que ella se imaginó que yo
había matado a Roberts. Me dijo que me odiaba, que me denunciaría a la policía. La
alternativa era ser ahorcado o matarla. Elegí la última de las dos.
—Así es —dijo Robin.
—¿De dónde sacó usted el revólver de Turner? —intervino Taylor.
—No sabía que era de él —respondió Grove—. Estaba aquí, de modo que lo usé.
Sabía que era eso mejor que comprar uno. Denme un cigarrillo, ¿quieren?
Robin le puso un cigarrillo entre los labios y lo encendió.
—Gracias —dijo Grove—. Vamos, gordo. —Se puso de pie, levantó de un tirón a
Noonan y se dirigió hacia la puerta.
Taylor vaciló un momento, mirando a Hillary y a Turner, tratando de disculparse,
pero parecía no poder encontrar palabras con que expresar sus sentimientos.
Y Barton, presintiendo lo molesto que se sentía el jefe, le preguntó:
—¿Tiene algo que declarar para la prensa?
—Por ahora no —respondió Taylor.
—Usted no creía que el señor Turner o el señor Hillary eran culpables, ¿verdad,
jefe? —insistió Barton sin piedad.
Taylor se recobró.
—Ni por un minuto —replicó.
—Sólo los arrestó para poder apresar a Grove, ¿no es cierto?
Taylor se dispuso a hablar, pero la expresión del rostro de Turner le hizo desistir.
—Vaya al infierno —le dijo a Barton, y desapareció escaleras abajo.

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Thompsen siguió al jefe. En la puerta se detuvo y dijo:
—No sé por qué me inmiscuyeron a mí en esto.
Luego él también se retiró.
—De veras. ¿Por qué? —quiso saber Barton.
—Porque es un tonto pomposo —dijo Robin—. Sabía que esto le molestaría.
Brennan rió entre dientes y arrojó su cigarrillo al fuego que aun ardía en el hogar.
—Muchachos, les invito con una copa —dijo—. Hay un buen bar en la esquina.
—No invitará usted a nada —dijo Turner—. Merle y yo los convidamos a
ustedes. ¿No es verdad, Merle?
—Así es —respondió Hillary—. Si es que me esperan hasta que me quite los
zapatos.
—Quíteselos —le dijo Robin—. Tengo que llamar a mi oficina.
Levantó el receptor y marcó el número.
—Listos —le dijo a Clark—. Puede publicar la noticia. Barton y yo iremos en
seguida.
—No tan en seguida —le dijo Barton.

FIN

V.1 mayo 2019

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GEOFFREY HOMES, es el seudónimo de Daniel Mainwaring, nacido en Dunlap,
California en 1902 y fallecido en febrero de 1977. A lo largo de su vida desempeñó
muy diversas profesiones, fue detective privado, periodista y por último famoso
guionista cinematográfico. Es el creador de los personajes Robin Bishop, detective
privado que había sido periodista, y Humphrey Campbel, detective de una pequeña
empresa de investigación presidida por su socio Oscar Morgan. El propio Homes
adaptó su novela Build My Gallows High, de 1946, que se transformó en la película
«Retorno al Pasado» de Jacques Tourneau.

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Notas

Página 142
[1]El rápido zorro pardo salta sobre el perezoso perro. Frase en inglés cuyas palabras
tienen casi todas las letras del alfabeto, ofreciendo así una manera ideal de obtener
una prueba de todos los tipos de la máquina. <<

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