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APROXIMACIÓN A LOS CONCEPTOS DE ADMINISTRACIÓN PÚBLICA


Y DERECHO ADMINISTRATIVO

Introducción: un concepto funcional del Derecho Administrativo


§ El estudio de la asignatura “Instituciones y ordenamiento jurídico administrativo” debe
iniciarse por la delimitación conceptual de dos expresiones que conforman su esencia:
el Derecho Administrativo y la Administración Pública.

En los distintos manuales de la asignatura, son muchas y muy matizadas las posiciones
de los diversos autores respecto a la definición misma de Derecho Administrativo. Un
importante sector doctrinal mantuvo a lo largo de décadas una concepción subjetiva, en
la que el Derecho Administrativo se define como el Derecho de la Administración
Pública, es decir, la disciplina del Derecho que regula la organización y funcionamiento
de la Administración Pública, su actividad y sus relaciones con los particulares.

Sin embargo, cada vez con más fuerza se impone una revisión de ese concepto
tradicional, ante la constatación de que hay Derecho Administrativo más allá de las
Administraciones Públicas. Cobra fuerza un concepto funcional del Derecho
Administrativo, en el que el elemento clave para la definición no es la presencia de la
Administración Pública, sino la existencia de un interés general: el Derecho
Administrativo es el conjunto de normas reguladoras de la actividad administrativa,
es decir, de la actividad de servicio objetivo y eficaz a los intereses generales de
la comunidad, con sometimiento pleno a la Ley y al Derecho.

§ Este concepto funcional permite salir al paso de algunas de las principales quiebras
de la concepción subjetiva. Entre ellas, la existencia de actividad administrativa en
órganos del Estado distintos de la Administración Pública y, al contrario, la existencia de
actividad privada de la Administración. Así:

1º) Existe, desde luego, actividad administrativa fuera de la Administración Pública. Por
ejemplo, los denominados “actos de administración material” dictados por los órganos
de gobierno de las Cámaras legislativas, del Poder Judicial, del TC, del Tribunal de
Cuentas y del Defensor del Pueblo "en materia de personal y de actos de
administración", de los que conoce la jurisdicción contencioso-administrativa (art. 58.1
LOPJ); o los dictados por la Casa del Rey, órgano constitucional no integrado en la
Administración del Estado. El propio artículo 106.1 CE utiliza la expresión “actuación
administrativa" y no "actividad de la Administración" cuando se refiere al control ejercido
por los tribunales sobre la misma.

2º) Es igualmente aceptada la existencia de actividad jurídico-privada de la


Administración. De hecho, uno de los fenómenos que más han preocupado a la doctrina
es la llamada "huida del Derecho administrativo". Esta expresión hace referencia al
fenómeno provocado por la creación, dentro de la genéricamente denominada

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"Administración instrumental", de entes con personalidad jurídica pública, pero


sometidos en su actuación al Derecho privado. El fenómeno ha sido particularmente
intenso en las últimas décadas en España en el marco general de privatizaciones y
desregulaciones. La extensión del recurso al Derecho privado viene como consecuencia
de los nuevos retos que se le plantean a la Administración y que derivan
fundamentalmente de las nuevas demandas ciudadanas. Se requiere a la
Administración que amplíe su acción social y económica e intervenga en nuevos campos
alejados de lo que había sido su ámbito tradicional de actuación. La necesidad de dar
respuesta a estos nuevos retos acentúa el recurso a las formas y a los métodos del
Derecho privado que, por su flexibilidad, agilidad y adecuación rápida a nuevas
circunstancias, se toman como referencia útil de gestión eficaz.

§ El concepto funcional del Derecho Administrativo ha sido asumido por las leyes más
recientes del panorama jurídico-público.

Fiel reflejo de lo afirmado es, por ejemplo, la normativa de contratación pública (Ley
de Contratos del Sector Público, Ley 9/2017), en la que lo relevante es la presencia, no
ya de una Administración Pública, sino de un “poder adjudicador”.

Del mismo modo, la normativa reguladora del procedimiento (Ley de Procedimiento


Administrativo Común, Ley 39/2015) y del sector público (Ley de Régimen Jurídico del
Sector Público, Ley 40/2015) declara sujetas a estas normas a las entidades de Derecho
Privado vinculadas o dependientes de las Administraciones Públicas cuando ejerzan
potestades administrativas; o regula expresamente la exigencia de responsabilidad
patrimonial incluso cuando concurra con sujetos de derecho privado o la responsabilidad
se exija directamente a la entidad de derecho privado a través de la cual actúe la
Administración o la entidad que cubra su responsabilidad.

El Derecho Administrativo Constitucional


§ Desde la promulgación de la Constitución española de 1978, la doctrina ha orientado
el entendimiento del Derecho Administrativo a la luz de la incidencia del texto
constitucional.

GARCÍA DE ENTERRÍA ha sido uno de los más influyentes defensores de la impronta


de la Constitución sobre el conjunto del ordenamiento jurídico y, en especial, sobre el
Derecho Administrativo. En palabras del autor, “el ordenamiento es un todo y el deus ex
machina de ese todo unitario es justamente la Constitución”. La profunda reformulación
que su aprobación implicó para nuestro sistema jurídico administrativo se explica por su
carácter de lex superior, definidora del sistema de fuentes y dotada de una
pretensión de permanencia que le asegura superioridad sobre las normas
ordinarias, todas ellas encaminadas a objetivos singulares dentro del sistema
globalizador y estructural que la Constitución ha establecido.

SANTAMARÍA PASTOR destaca que el Derecho Administrativo es un subsistema


normativo dentro del ordenamiento jurídico global, que tiene en la Constitución su base
misma y su culminación en términos formales. La Constitución, señala el autor,
ciertamente no agota la materia jurídica, pero todo el Derecho positivo ha de

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interpretarse a partir de ella y adaptarse a la misma. Si es cierto que en la


Constitución se contienen, como se ha dicho, enunciados fundamentales de todas las
ramas jurídicas, la dependencia respecto de las normas y principios constitucionales es
un postulado que cobra una particular intensidad en el Derecho Administrativo, cuyo
objeto mismo es la disciplina del ejercicio del poder público, en sus manifestaciones más
directas e incisivas. Por todo ello, el estudio de las bases constitucionales constituye un
presupuesto lógicamente previo –más aun, indispensable– a la descripción de su
contenido.

En sentido similar, MARTÍN REBOLLO reconoce el Derecho Constitucional como el


pórtico, el punto de partida, el necesario umbral del Derecho administrativo, un
Derecho que tiene inexcusablemente unas bases constitucionales.

Para MEILÁN GIL, si una visión superficial de nuestra historia constitucional confirmaría
la célebre frase de Otto MAYER escrita en el primer párrafo del Prólogo a la tercera
edición de su “Derecho Administrativo Alemán” de 1923, “el Derecho Constitucional
pasa, el Derecho Administrativo permanece”, no obstante, y dejando al margen las
circunstancias históricas en que fue escrita la frase, es preciso afirmar la necesidad de
acomodar la Administración Pública y su Derecho al cambio constitucional.

Bajo estas premisas, resulta imprescindible iniciar el estudio del Derecho Administrativo
con las siguientes consideraciones: (A) la impronta de la cláusula de Estado social y
democrático de Derecho (art. 1 CE); (B) la posición preeminente de los derechos
fundamentales y las libertades públicas, entre ellos el derecho a la tutela judicial efectiva
consagrado en el artículo 24.1 CE, auténtico revulsivo de la reforma de la justicia
administrativa; (C) la misión constitucional de la Administración Pública declarada en el
art. 103 CE; y (D) el sometimiento pleno de toda su actuación al control de los tribunales
de justicia (art. 106.1 CE).

A. El Derecho Administrativo del Estado social y democrático de Derecho

§ Si el marco constitucional es el punto de mira ineludible del Derecho Administrativo,


tal marco se halla condensado en la autodefinición que la Constitución hace en su
artículo 1 al proclamar que España se constituye en un Estado social y democrático de
Derecho.

§ A la faceta de “Estado de Derecho” corresponden preceptos como el artículo 9, cuyo


apartado 1 dispone que “los ciudadanos y los poderes públicos están sujetos a la
Constitución y al resto del ordenamiento jurídico”, explicitando en su apartado 3 los
principios que lo sustentan, el de legalidad y seguridad jurídica, así como los de
responsabilidad e interdicción de los poderes públicos (apartado 3º).

Se insiste en la idea de que todos los poderes públicos están sujetos al ordenamiento
del que forma parte la Constitución, que es, por tanto, norma de directa aplicación e
invocación ante los Tribunales. Además, la supremacía de la Constitución sobre todas
las normas y su carácter central en la construcción y validez del ordenamiento en su
conjunto, obligan a interpretar éste en cualquier momento de su aplicación –por

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operadores, tanto públicos como privados, por Tribunales o por órganos legislativos o
administrativos- en el sentido que resulta de los principios y reglas constitucionales. Tal
y como dispone el artículo 5.1 LOPJ, “La Constitución es la norma suprema del
ordenamiento jurídico y vincula a todos los jueces y tribunales, quienes interpretarán y
aplicarán las leyes y los reglamentos según los preceptos y principios constitucionales,
conforma a la interpretación de los mismos que resulte de las resoluciones dictadas por
el TC en todo tipo de procesos”.

De otra parte, la irrupción de los derechos y libertades fundamentales que, como ha


declarado repetidas veces el Tribunal Constitucional, constituyen Derecho objetivo y
vinculan al legislador de modo que su ejercicio sólo podrá ser regulado por Ley que
“deberá respetar su contenido esencial” (art. 53,1), ha demostrado su fecundidad
renovadora frente a los conceptos tradicionales del Derecho Administrativo. Basta con
destacar aquí el efecto multiplicador de transformación operado por el “derecho a la
tutela judicial efectiva” (art. 24) sobre diversas facetas del ordenamiento jurídico-
administrativo, a lo que se aludirá más adelante.

§ El carácter de “Estado Social”, como pieza esencial para la salvaguarda del valor
constitucional de la “igualdad”, se refleja principalmente en los artículos 9.2 y 53.3 CE.

El primero establece la obligación de los poderes públicos para que “la libertad y la
igualdad del individuo y de los grupos en que se integra sean reales y efectivas”. En
cuanto a los “principios rectores de la política social y económica”, el art. 53,3 determina
su alcance y virtualidad de manera que su reconocimiento, respeto y protección
“informará la legislación positiva, la práctica judicial y la actuación de los poderes
públicos”. Como señalaba MEILÁN GIL, pese a la dificultad y discusión abierta sobre su
significado sustantivo, puede sentarse como seguro que esos principios suponen para
todos los poderes públicos una vinculación negativa: no se puede actuar por vía
normativa, judicial o práctica administrativa contra ellos o apartarse en contra de ellos
‘notoria e injustificadamente’. La cláusula del Estado Social implica, por tanto, una
exigencia de producción de normas jurídicas conforme a esos principios rectores
de la política social y económica, y en todo caso una interpretación y aplicación
de éstos conforme a aquélla. Ya en sus primeros pronunciamientos el Tribunal
Constitucional sostuvo que el art. 53,3 “impide considerar tales principios como normas
sin contenido y que obliga a tenerlos presentes en la interpretación, tanto de las
restantes normas constitucionales como de las leyes” (STC 19/1982, de 5 de mayo).

Ahora bien, en los últimos años, y como consecuencia de la crisis económica mundial,
la doctrina se ha volcado en indagar si es suficiente o satisfactoria esta lectura de los
principios rectores cuando enuncian derechos básicos para la ciudadanía, enraizados
directamente con la dignidad a que se refiere el artículo 10 del texto constitucional
(RODRÍGUEZ-ARANA):

“… en plena crisis general en Europa, en una época en la que no pocos de


nuestros países encontramos estampas que muestran múltiples necesidades
sociales elementales, conviene reflexionar desde el Derecho Administrativo
acerca de la necesidad de replantear el concepto de los derechos fundamentales
sociales y, esencialmente, acerca de la proyección del sentido y funcionalidad

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que implica la cláusula del Estado social y democrático de Derecho para el


conjunto del Derecho Administrativo. ¿Es que el Derecho Administrativo puede
mirar para otro lado mientras existen miles y miles de ciudadanos que no
disponen de las mínimas condiciones vitales para el libre y solidario desarrollo
de su personalidad? ¿No habrá llegado el momento de que el Estado recupere
su finalidad primigenia y, a partir de este fundamento, actuar de acuerdo con la
centralidad de la dignidad humana? Estas y otras preguntas deben ser
afrontadas y respondidas con categorías jurídicas, que las hay, para que los fines
de la Constitución se puedan realizar” (p. 57).

El autor recuerda que el artículo 53.3 CE impone el reconocimiento, el respeto y la


protección de los principios rectores de la política social y económica. Pero tales
principios deben estar reconocidos en una ley que los desarrolle y que prevea su
exigibilidad ante los Tribunales, por lo que la omisión del legislador puede tener
consecuencias graves para la ciudadanía. Por eso propone dar entrada a los derechos
sociales en la misma categoría que los derechos individuales fundamentales, bien
a través de una reforma constitucional o bien a través de un giro copernicano en la
doctrina del Tribunal Constitucional, como han hecho antes otras Cortes de la misma
naturaleza, como la alemana.

Y a tales efectos RODRÍGUEZ-ARANA propone distinguir, dentro de los llamados


derechos sociales, económicos y culturales, los derechos sociales fundamentales,
que serán aquellos derechos de prestación, que precisan de acciones positivas de los
poderes públicos para garantizar una vida digna, un libre y solidario desarrollo de la
personalidad de cada uno de los ciudadanos en sociedad, en los términos descritos
para la dignidad en el artículo 10 CE.

§ La proclamación del Estado como “democrático” tiene su fundamento en las


declaraciones preliminares de que la soberanía nacional reside en el pueblo español,
del que emanan los poderes del Estado (art. 1,2); en la forma política del Estado –una
“Monarquía parlamentaria”- (art. 1,3); en las funciones que la Constitución reconoce el
Parlamento –Cortes Generales-; en el expreso reconocimiento del pluralismo político,
que implica la posibilidad de alternancia en el poder y más generalmente en el derecho
a la participación de todos los ciudadanos en la vida política, económica, cultural y social
(art. 9,2) y que se formula como derecho a participar en los asuntos públicos
directamente o por medio de representantes libremente elegidos en elecciones
periódicas por sufragio universal (art. 23,1) ya acceder en condiciones de igualdad a
funciones y cargos públicos (art. 23,2).

§ La naturaleza del “Estado autonómico o compuesto” en cuanto manifestación


territorial del pluralismo político, introduce el rasgo más significativo de la propia
identidad de la Constitución Española de 1978. A partir de la conjugación de la unidad
de la Nación española con el reconocimiento del derecho a la autonomía de las
nacionalidades y regiones (art. 2) y la organización territorial del Estado del Título VIII,
nuestro Tribunal Constitucional ha colaborado decisivamente a la difícil construcción del
“Estado de las Autonomías”, no exenta de polémicas y contradicciones; una tarea que
no puede considerarse del todo acabada.

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En todo caso, el concepto de “autonomía” construido en función del criterio del


“respectivo interés” y sobre la base de una “garantía institucional”, proyecta su efectivo
contenido y alcance –pese a la diferencia cualitativa- sobre las Comunidades
Autónomas y los Entes Locales. Además, dicho concepto permite desarrollar las
técnicas e instrumentos de cooperación y colaboración entre ambos poderes,
autonómico y local, y éstos con los del Estado. Frente al modelo de Estado unitario
previo a la Constitución de 1978, la relación entre el Estado, las Comunidades
Autónomas y los Entes Locales, ha de ser planteada “como articulación de
ordenamientos”.

No resulta difícil sumarse a la opinión mayoritaria que considera en crisis el sistema de


las autonomías. Entre las alternativas que se sugieren para hacerle frente, se ofrece
una amplia horquilla que abarca desde propuestas de supresión de las Comunidades
Autónomas hasta la conversión del Estado autonómico en federal.

B. El papel clave de los derechos fundamentales y las libertades públicas

§ El Derecho Administrativo Constitucional solo puede entenderse a partir de la


preeminencia de los derechos fundamentales y las libertades públicas consagradas en
el texto constitucional, presupuesto de todo el sistema y punto final del
ordenamiento jurídico público.

Sin duda se ha avanzado mucho en ello, como revela un simple recuerdo de la situación
preconstitucional. En efecto, en el sistema preconstitucional de las “Leyes
Fundamentales”, las libertades y derechos, pese a su reconocimiento formal, no
consiguieron un mínimo de eficacia y garantía real. La generalidad de la doctrina se
esforzó, con más voluntarismo que acierto, en tratar de “justificar” el sistema,
autoconvenciéndose de la posibilidad de cohonestar sus principios con los postulados
de un verdadero Estado de Derecho. Ello implicaba desconocer la íntima conexión de
las instituciones y técnicas jurídicas con el entorno ideológico político en el que se
encuadran y explican. Esta conexión es tan fuerte y condicionante que, de no ser tenida
en cuenta, puede conducir a crasos errores, como el muy frecuente de dar por eficaces
lo que no son sino formulaciones retóricas o meros nominalismos constitucionales.
Este fue, y así debe constatarse, un planteamiento común respecto de las libertades y
derechos en el período comentado.

§ La Constitución vigente abrió en este orden nuevas perspectivas. Su Título I constituye


un modelo de exhaustividad a la hora de consagrar derechos y libertades. Podría
decirse que es, en buena medida, resultado de una verdadera “dialéctica de la reacción”
frente a la insatisfactoria reacción anterior, que ha llevado con frecuencia a nuestros
constituyentes a una prolija enumeración de derechos y libertades. Late en ella un sano
deseo de reforzar la sustantividad del individuo frente al poder.

Pues bien, este nuevo contexto ha ido alterando radicalmente la que vino siendo
tradicional posición del individuo ante el Ordenamiento jurídico-administrativo en nuestro
país. Todo nuestro Derecho administrativo de la postguerra está plagado de técnicas
que instrumentalizan o coartan esta libertad. Es un auténtico punto de partida que

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condiciona toda la construcción; que convirtió el Derecho administrativo en algo


“odioso”, siempre más atento a los derechos sobre las cosas que a los derechos
individuales inalienables que son las libertades personales. La libertad no ha sido un
prius para el derecho, sino algo tolerado y cuyo ejercicio debía autorizarse; no el centro
de la vida jurídica, sino un “subproducto de la policía administrativa”. Esta es la
concepción que quedó arrumbada con el nuevo texto constitucional.

§ En las últimas décadas, los avances en esta línea (el paso de la “libertad autorizada”
a la libertad como premisa del Ordenamiento jurídico) resultaron espectaculares. Como
ha escrito GARCÍA DE ENTERRÍA, el Constituyente intentó reaccionar frente a una
concepción puramente retórica de los derechos fundamentales y diseñó un cuadro de
derechos absolutamente eficaces por sí mismos, sin perjuicio de que muchos de
ellos, no de todos, deba ser desarrollados. Libertades y derechos son así, un prius
vinculante para la Administración, que el Tribunal Constitucional tutela. Los derechos
fundamentales se configuran hoy en día como verdaderos derechos subjetivos y
como fundamento del orden político y jurídico de la comunidad.

El Derecho administrativo que se gesta desde estas premisas encuentra aquí su tarea
primordial. En su centro se sitúa ante todo la protección real de libertades y derechos.
Pero no sólo eso: a tal virtualidad tuitiva se suma la obligación positiva de los poderes
públicos de contribuir a la efectividad de tales derechos. El Tribunal Constitucional ha
sido realmente explícito en tal constatación:

“De la significación y finalidades de estos derechos dentro del orden


constitucional se desprende que la garantía de su vigencia no puede limitarse a
la posibilidad del ejercicio de pretensiones por parte de los individuos, sino que
ha de ser asumida también por el Estado. Por consiguiente, de la obligación del
sometimiento de todos los poderes a la Constitución no solamente se deduce la
obligación negativa de no lesionar la esfera individual o institucional protegida
por los derechos fundamentales, sino también la obligación positiva de contribuir
a la efectividad de tales derechos, y de los valores que representan, aun cuando
no exista una pretensión subjetiva por parte del ciudadano. Ello obliga
especialmente al legislador, quien recibe de los derechos fundamentales “los
impulsos y líneas directivas”, obligación que adquiere especial relevancia allí
donde un derecho o valor fundamental quedaría vacío de no establecerse los
supuestos para su defensa” (STC 53/1985, de 11 de abril).

Las afirmaciones son concluyentes. Tras la previa calificación de los derechos


fundamentales como “los componentes estructurales básicos, tanto del conjunto del
Orden jurídico como de cada una de las ramas que lo integran”, el Tribunal
Constitucional prescribe la obligación del Estado de “contribuir a la efectividad de tales
derechos, y de los valores que representan, aun cuando no exista una pretensión
subjetiva por parte del ciudadano”. No cabe una declaración más terminante y de valor
más condicionante para el Derecho administrativo. Este se encuentra enmarcado
constitucionalmente por los derechos fundamentales; la actividad administrativa en su
conjunto ha de plantearse como primer fin la realización efectiva de tales derechos. Todo
ello en el marco general que la Constitución impone del libre desarrollo en libertad e
igualdad de la persona y de los grupos en que se integra (art. 9). El Derecho Público

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encuentra, en buena medida, su razón de ser ya no sólo en la protección de los


derechos fundamentales sino en su promoción. Como señala el art. 9.2 de la CE
“corresponde a los poderes públicos promover las condiciones para que la libertad e
igualdad del individuo y de los grupos en que se integra sean reales y efectivas” a cuyo
efecto removerán las trabas que impidan o dificulten su plenitud y facilitarán la
participación de todos los ciudadanos en la vida política, económica, cultural y social.

Nuestro Derecho Administrativo debe, así, revisar desde este prius sus objetivos y
funcionalidad. Frente a la construcción tradicionalmente individualista, los intereses
generales, ligados inseparablemente a la realización de los derechos fundamentales,
han de convertirse en el centro del sistema y permitir la entrada y colaboración de
grupos sociales en su real satisfacción. Todas las técnicas propias del Derecho
administrativo habrán de acomodarse paulatinamente a esta orientación principal.

En esta línea nuestro Alto Tribunal ha declarado que “son elementos esenciales del
ordenamiento objetivo de la comunidad nacional, en cuanto ésta se configura como
marco de una convivencia humana justa y pacífica, plasmado históricamente en el
Estado de Derecho y, más tarde, en el Estado Social de Derecho o Estado Social y
Democrático de Derecho, según la fórmula de nuestra Constitución” (STC de 14 de julio
de 1981). Y asimismo ha llegado a afirmar que los derechos fundamentales” constituyen
la esencia misma del régimen constitucional” (STC 34/1986, de 21 de febrero).

§ Una reflexión final nos obliga a hacer una lectura reposada del artículo 10 CE,
antesala de la detallada relación de derechos fundamentales y libertades públicas y
cabecera de actuación de los poderes públicos:

“La dignidad de la persona, los derechos inviolables que le son inherentes, el libre
desarrollo de la personalidad, el respeto a la ley y a los derechos de los demás son
fundamento del orden político y de la paz social”.

A partir de este precepto, el TC ha declarado que la dignidad de la persona constituye


uno de los valores superiores del Ordenamiento jurídico español (STC 18/1981, de 8 de
junio, y STC 53/1985, de 11 de abril, en la que se usa la expresión “valor jurídico
fundamental”). Para GONZÁLEZ PÉREZ, como valor superior que es constituye,
además, un principio general del Derecho que, sin dejar de serlo, al positivizarse en el
art. 10.1 CE, adquiere la fuerza de norma inmediatamente –y no subsidiariamente–
aplicable. Como tal principio, señala el profesor, cumple una triple función: fundamento
del Ordenamiento, orientador de la labor interpretativa y de integración del
Ordenamiento; a la que se podría unir una cuarta, completa: al ser una norma jurídica,
impone una dirección al comportamiento, constituye una norma de conducta que
limita el ejercicio de los derechos.

Desde ya se puede avanzar que el valor de la dignidad puede considerarse un


elemento clave del propio concepto del Derecho Administrativo. Tomado como
punto de partida la definición esbozada por GONZÁLEZ NAVARRO del Derecho
Administrativo como derecho del poder para la libertad, podríamos concluir, con
RODRÍGUEZ-ARANA, que el Derecho Administrativo es el derecho del poder
público para promover la dignidad humana. A mi juicio, si esta idea no agota

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enteramente su contenido, sí lo impregna de sentido y permite avanzar en la búsqueda


de categorías e instituciones jurídicas que permitan dar respuesta a nuevas realidades
sociales y culturales que merecen la atención del Derecho.

C. La Administración Pública en la Constitución española

§ El artículo 103.1 contiene el diseño constitucional de la Administración Pública, al


señalar que

“La Administración Pública sirve con objetividad los intereses generales y actúa
de acuerdo con los principios de eficacia, jerarquía, descentralización,
desconcentración y coordinación, con sometimiento pleno a la ley y al Derecho”.

§ El servicio objetivo a los intereses generales caracteriza a la función administrativa


en la CE y, en consecuencia, define también el ordenamiento que la regula, el Derecho
Administrativo.

La proclamación constitucional del Estado social y democrático de Derecho supone una


nueva centralidad de los intereses generales: allí donde aparecen intereses generales
puede y debe intervenir la Administración pública. Como diría NIETO, el artículo 103.1
CE opera como una habilitación general para la intervención de la Administración en los
intereses generales.

§ La Administración sirve al interés general, pero sin monopolizarlo. Esta


constatación conduce a aceptar la concurrencia de una pluralidad de sujetos en este
proceso de definición de lo que sea de interés general (Administraciones, corporaciones,
grupos, individuos, etc.), dando cumplimiento a las previsiones constitucionales de
pluralismo (art. 1.1) y participación (art. 9.2, 23.1, 105 …) que proclama la CE.

El Tribunal Constitucional (STC 18/1984, de 7 de febrero) lo ha puesto de relieve con


brillantez, con palabras ya transcritas al inicio de este epígrafe, al señalar que:

"La interpenetración entre Estado y Sociedad se traduce tanto en la participación


de los ciudadanos en la organización del Estado como en una ordenación por el
Estado de entidades de carácter social en cuanto su actividad presenta un
interés público relevante, si bien los grados de intensidad de esta ordenación y
de intervención del Estado pueden ser diferentes".

Existe toda una gradación que recoge el Tribunal Constitucional, en una aproximación
realista: "formaciones sociales con relevancia constitucional" (partidos políticos,
sindicatos, organizaciones empresariales); entes de base asociativa representativos de
intereses profesionales y económicos; "entes asociativos o fundacionales, de carácter
social y con relevancia pública ... entes de carácter social, no público, que cumplen fines
de relevancia constitucional o de interés general".

Por eso, el Tribunal Constitucional concluye lapidariamente que:

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"La configuración del Estado como social de Derecho viene así a culminar una
evolución en la que la consecución de los fines de interés general no es
absorbida por el Estado, sino que se armoniza en una acción mutua Estado-
Sociedad".

La participación ciudadana se nos muestra como una realidad dinámica, un concepto


matriz portador de nuevas técnicas administrativas que las leyes introducen en los más
variados sectores: en el Derecho ambiental (a través, por ejemplo, de los procedimientos
de evaluación de impacto ambiental), en el Derecho urbanístico (sea por medio de la
intervención de los particulares propietarios en el proceso de ejecución del
planeamiento, sea por medio de la intervención vecinal en el propio proceso planificador)
o, por lo que se refiere al Derecho Administrativo general, por medio de la terminación
convencional de los procedimientos, de la participación ciudadana en el procedimiento
de elaboración de disposiciones generales o de la ampliación de la legitimación a los
llamados intereses difusos, en la frontera misma de la acción popular que normas
concretas ya reconocen.

Sin embargo, a pesar de que el artículo 9.2 CE impone a los Poderes públicos facilitar
la participación de los ciudadanos en la vida política, social, económica y cultural, se
advierte la ausencia de la ciudadanía en los asuntos más relevantes.

§ Por otra parte, determinados entes administrativos deben estar especialmente


protegidos o resguardados no sólo de los cambios que supone la alternancia
democrática en el poder, sino en alguna medida de la legítima discrecionalidad
administrativa que conlleva el ejercicio del poder democrático. La función específica de
determinados órganos o entes debe ser ejercida con una cierta independencia,
compatible con la pertenencia al poder ejecutivo, distinta de lo judicial. La razón y la
medida de la independencia respecto del poder directivo del Gobierno radica en la
función objetivamente encomendada por el ordenamiento jurídico. No es primariamente
una razón de eficacia cuanto una consecución del principio democrático del Estado
unido a la idea de pluralismo y de la necesidad de su justificación en la confianza social.

En nuestro país han proliferado entes administrativos calificados de “independientes”.


No se trata, ciertamente, de un fenómeno autóctono o aislado, ya que existe una larga
tradición al respecto en Norteamérica (las Independent Agencies) y cuenta con en
Europa con importantes referentes (el caso del Bundesbank alemán).

Como señala MEILÁN GIL, estamos ante determinados entes que, aun siendo de
naturaleza administrativa, se entiende que deben estar especialmente protegidos o
resguardados no sólo de los cambios que supone la alternancia democrática en el
poder, sino, incluso, de la legítima discrecionalidad que conlleva el ejercicio del poder
democrático. En su origen late una cierta “desconfianza” respecto del Gobierno en
materias y actividades que, por diferentes motivos, se estima que rebasan lo que es
legítimo ejercicio ordinario del poder. Se trata, en definitiva, de conseguir una
“neutralización” del Gobierno, independientemente de su coloración política, en
determinados sectores de actividad cuya naturaleza rebasa el horizonte temporal del
mandato electoral. Las Administraciones independientes permiten, además, la
participación de ciudadanos o de intereses organizados de determinados sectores

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sociales o económicos en tareas asignadas a la Administración en su función de servir


a los intereses generales.

§ Para concluir, es necesario hacer una breve referencia a la objetividad, que supone
neutralidad, eficacia y sometimiento pleno a la ley y al Derecho.

El servicio objetivo a los intereses generales impone la neutralidad política de la


Administración, exigencia coherente, por otra parte, con la nítida separación que la CE
establece entre Gobierno (como órgano de dirección política) y la Administración (como
organización servicial dirigida por el Gobierno). Esta neutralidad política, condensada
en la máxima "eficacia indiferente", reclama la existencia de una función pública
profesionalizada y protegida de la discrecionalidad política (artículo 103.3 CE):

“La característica inherente a la función administrativa es la objetividad, como


equivalente a imparcialidad o neutralidad, de tal forma que cualquier actividad ha
de desarrollarse en virtud de pautas estereotipadas, no de criterios subjetivos.
Ello constituye reflejo (...) de la concepción contemporánea de la Administración
pública, y consiste en el "sometimiento pleno a la Ley y al Derecho"...” (STS 4 de
julio de 1987, RJ 5504/1987).

La cláusula de sometimiento pleno, expresada como cláusula general, evita ámbitos


inmunes de control de la actuación de la Administración y expresa la idea ya declarada
por la jurisprudencia de la vinculación de la Administración al derecho positivo, pero
antes aún, a los principios generales del Derecho (principio de juridicidad):

“La distinción entre ley y derecho, que luce con toda nitidez en el artículo 103.1
de la Constitución, no es un simple juego semántico ni constituye tampoco una
novedad. Porque desde 1956, por lo menos, es decir, hace más de treinta años,
es pacífico en la legislación, en la doctrina y en la jurisprudencia contencioso-
administrativa que el Ordenamiento no se agota en el derecho "puesto" -por eso
es llamado positivo-, sino que se integra y se alimenta de lo que propiamente se
llama derecho, el cual precede, informa y vivifica la letra de la ley. El hecho de
que ese derecho no se encuentre en la pura superficie de las normas o de las
relaciones jurídicas no es obstáculo a la realidad de su existencia. Y es este
derecho previo que se esconde en el seno de aquéllas el que el operador jurídico
ha de descubrir. Que sólo así aquellas normas y relaciones jurídicas pueden ser
traducidas en términos de justicia. En el caso concreto que aquí nos ocupa, ese
derecho que precede a la ley puede descubrirse precisamente a través de la
cláusula del Estado social de derecho consagrada en la embocadura de nuestro
texto constitucional (…) La Administración ha de actuar con eficacia y no puede
negarse que ésta ha existido; pero la Administración ha de actuar también con
sujeción plena a la ley y al derecho y si esto ha sido así en este caso es algo que
precisa averiguar. En la búsqueda de ese derecho que es previo a la ley y que
se informa y vivifica el operador jurídico puede servirse muy útilmente de los
instrumentos que le proporcionan los principios -implícita o explícitamente-
proclamados en la Constitución” (STS de 20 de mayo de 1987, RJ 5827/1987).

D. El control de la actuación administrativa

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§ La Constitución española encomienda a los Tribunales el control de la potestad


reglamentaria y la legalidad de la actuación administrativa, así como el sometimiento de
ésta a los fines que la justifican. Así lo expresa su artículo 106.1.

Este mandato debe ser comprendido en toda su extensión. En primer lugar, el artículo
106.1 contiene una regla de control de toda la actuación administrativa, sin excepción,
superando con creces el estrecho marco del acto administrativo formalizado. De ahí que
la Ley Jurisdiccional haya ampliado el cuadro de pretensiones de la anterior LJCA de
1956, contemplando no solo el control de actos y reglamentos, sino de la propia
inactividad y de la vía de hecho.

En segundo lugar, el artículo 106.1 concreta la función jurisdiccional respecto a una de


las facetas más controvertidas: el control de los fines que justifican la actuación
administrativa. De la desviación del fin resulta una infracción del ordenamiento jurídico
calificada en nuestro ordenamiento jurídico como “desviación de poder”, que se define
en el art. 70.2 de la Ley de la Jurisdicción contencioso-administrativa como “el ejercicio
de potestades administrativas para fines distintos de los fijados por el ordenamiento
jurídico”.

§ Precisamente el control de los fines de la decisión administrativa dota de pleno


significado a la exigencia de justificación de la actuación administrativa. En su vertiente
negativa, la ausencia de justificación significa arbitrariedad, proscrita en el artículo 9
CE.

El ordenamiento jurídico español impone que dicha justificación resulte explicitada en


determinados supuestos. Es lo que se conoce como la motivación del acto
administrativo, exigida en los casos establecidos en el artículo 35 de la Ley 39/2015
pero deseable, en cualquier caso, en los términos exigidos, por ejemplo, en el artículo
41 de la Carta de los Derechos Fundamentales de la Unión Europea cuando declara
integrada en el derecho a la buena administración “la obligación que incumbe a la
Administración de motivar sus decisiones” (apartado 2).

El deber de la Administración pública de motivar sus decisiones tiene anclaje en diversos


preceptos constitucionales a los que nos hemos referido anteriormente. A ellos ha
aludido con frecuencia la jurisprudencia y se han utilizado para definir la naturaleza
jurídica de la motivación: el Estado de Derecho (art. 1) y la consagración constitucional
del principio de legalidad (art. 9); la interdicción de la arbitrariedad de los poderes
públicos (art. 9.3); el derecho de defensa (art. 24); el carácter servicial de la
Administración Pública y la exigencia de objetividad (art. 103.1); y el control judicial de
los fines de la actuación administrativa (art. 106.1).

En el marco del Estado de Derecho, en el que se garantiza constitucionalmente el


principio de legalidad, tiene encaje natural el principio de interdicción de la arbitrariedad
de los poderes públicos que la Constitución recoge expresamente en el apartado 3 del
art. 9. Empleando palabras del Tribunal Supremo, “puede afirmarse con carácter general
que en un Estado democrático de derecho todas las actuaciones de los poderes públicos
deben estar justificadas, sin que quepa la arbitrariedad en cualesquiera decisiones de

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los mismos, así como que las razones que explican el fundamento razonable de dichas
actuaciones y excluyen la arbitrariedad deben quedar reflejadas de forma que los
ciudadanos y, en su caso, los Tribunales, pueda conocerlas ... dicho lo anterior, es
preciso tener presente que tales exigencias de justificación se plasman de manera muy
diversa y con distinta intensidad según el tipo de actuación pública de que se trate, y
que su eventual ausencia o insuficiencia tiene consecuencias muy distintas. Así, tal
justificación puede ir desde la explicación pública por parte de los cargos públicos de
naturaleza política a los ciudadanos, que podrán tenerlo en cuenta en futuras
elecciones, hasta la necesidad de una motivación formal y expresa de determinadas
actuaciones administrativas cuya falta o carácter insatisfactorio puede determinar, en su
caso, la anulación judicial de la decisión pública de que se trate” (STS de 24 de febrero
de 2010, RJ 2010/1562).

El fundamento transcrito contiene algunas consideraciones relevantes: en primer lugar,


existe una exigencia genérica de justificación de las actuaciones de los poderes públicos
que viene impuesta por la propia cláusula de Estado de Derecho; en segundo lugar, la
intensidad con que deba llevarse a cabo esa justificación depende del tipo de actuación
pública de que se trate; en tercer lugar, esas justificaciones deben estar al alcance de
los ciudadanos y tribunales.

Cuando quien actúa es la Administración Pública, la exteriorización de la justificación


puede producirse en la propia resolución administrativa, en cuyo caso se dirá que el acto
está motivado. Los casos en que esta motivación debe producirse se recogen en el
referido artículo 35 de la Ley 39/2015, pero no es una enumeración cerrada sino de
mínimos. No puede entenderse, sin embargo, que en los demás supuestos no se exige
justificación por parte de la Administración. Dicha justificación debe existir siempre, so
pena de que la actuación que carezca de ella sea declarada arbitraria, aunque no es
imprescindible su reflejo en la propia resolución. La conclusión parece clara: en el
ordenamiento jurídico español todos los actos administrativos tienen que estar
justificados, pero no todos tienen que motivarse.

§ GALLARDO CASTILLO señala certeramente que el principio de transparencia es


“corolario inmediato del Estado democrático y correlato necesario del Estado de
Derecho” y está orientado a “reequilibrar la posición del ciudadano en sus relaciones
con la Administración y embridar la posición preeminente de ésta, por cuanto supone
“una mejor y mayor participación ciudadana en la toma de decisiones de los poderes
públicos” y permite la “puesta en práctica de todo control y rendición de cuentas de su
actividad”. La transparencia constituye así una cualidad inherente a todo proceso
decisorio, un parámetro que debe informar la actuación administrativa, que fortalece la
seguridad jurídica de los ciudadanos, que imprime racionalidad al proceso de toma de
decisiones y que dota de legitimidad a la decisión misma por cuanto facilita su
aceptación y engendra un mayor entendimiento.

Por ello –continúa–, para que la rendición de cuentas pueda efectivamente constituir
una forma de control sobre el ejercicio del poder, es indispensable que quienes lo
ejerzan den visibilidad, difundan y transparenten cómo se toman las decisiones, con qué
motivaciones y qué objetivos se pretenden lograr. Y así, al obligar a la Administración a
divulgar los factores que le sirvieron para adoptar alguna política o decisión pública, sólo

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de sometidas al escrutinio público con el mero propósito de exhibirlas, sino que se


garantiza el derecho de los ciudadanos a recibir explicaciones y justificaciones de los
actos del poder.

La transparencia se convierte así en un objetivo a alcanzar, un fin y no un medio en sí


mismo, lo que se logra a través del ejercicio del derecho de acceso, el derecho de
información, la participación en el procedimiento, la motivación de los actos, la
identificación del personal al servicio de la Administración con quien el ciudadano
entabla sus relaciones o el deber de difusión, y demás actividades de comunicación
institucional; todo un conjunto de derechos y obligaciones sin los cuales el principio de
transparencia quedaría vacío de contenido al carecer, por sí mismo, de un significado
autónomo suficientemente expresivo. “Palabra de anchas espaldas” la de transparencia,
como en su día señaló BARNÉS.

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