El Problema Moral y Jurídico de La Eutanasia (Danilo Castellano)

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Cuaderno: La eutanasia

EL PROBLEMA MORAL Y JURÍDICO


DE LA EUTANASIA
Danilo Castellano

1. Introducción

Eutanasia significa «buena muerte». No está claro, sin


embargo, cuando la muerte sea «buena» y, quizá, ni siquie-
ra el significado de muerte. Para un católico coherente, por
ejemplo, la muerte es «buena» cuando es santa, esto es,
cuando el cristiano puede decir que se presenta al juicio de
Dios provisto de los «consuelos religiosos», en particular
habiendo obtenido el perdón de los pecados por medio del
sacramento de la penitencia (confesión) o con acto de con-
tricción perfecta. Para un ateo, al contrario, la muerte es
«buena» cuando no comporta sufrimientos, ni físicos ni psi-
cológicos. Simplemente, por tanto, cuando sobreviene para
poner fin a la vida de un individuo sin dolores. «Buena», por
tanto, a la luz de la weltanschauung liberal, es ciertamente la
muerte imprevista y súbita de la cual, en cambio, la Iglesia
Católica invoca(ba) fuese liberado el cristiano (a subitanea et
improvvisa morte, libera nos Domine). Como se advierte en
estos ejemplos, la muerte es considerada «buena» relativa-
mente, es decir, con referencia a consideraciones y valores
diversos, a veces incluso opuestos.
También podrían hacerse consideraciones análogas
desde otro punto de vista. Para el cristiano la muerte es un
«tránsito», para el ateo es el «fin». Tanto que San Francisco
de Asís podía considerar a la muerte su «hermana», mien-
tras que Giacomo Leopardi –con significado opuesto al
fraile de Asís– la señalaba entre las dos cosas bellas del
mundo.
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Haría falta, pues, tematizar la cuestión para no hablar de


manera «ideológica» o vaga.

2. La eutanasia y sus significados

Generalmente, sin embargo, cuando se habla de «euta-


nasia» no se hace referencia a la «buena muerte» (deseada
o invocada de uno o de otro modo) como evento natural
que concierne al individuo. Cuando se habla de eutanasia,
en efecto, se entiende la provocación de la muerte de un
individuo sea activamente (eutanasia activa directa) sea pasi-
vamente (eutanasia activa indirecta). Se trata siempre, en
todo caso, de una anticipación de la muerte «natural», que
viene a depender del poder del hombre. Con frecuencia,
además, el término «eutanasia» asume un significado toda-
vía más preciso y estricto: sobre todo hoy, en efecto, se invoca
para justificar la supresión de la vida, es decir para legitimar
moralmente y, a menudo, legalmente la acción humana diri-
gida positivamente o por omisión a poner fin a la vida del
hombre por razones de «piedad». La eutanasia, en efecto, se
invoca cada vez más para sustraer un ser humano a una exis-
tencia considerada demasiado dolorosa, o bien para evitarle
una condición prolongada de agonía desgarradora, o inclu-
so para sustraerlo a la «monstruosidad».

3. Del mundo clásico al moderno

La cuestión no es nueva. Sin embargo presenta aspectos


de sustancial novedad, particularmente en lo que respecta a
la justificación de su legitimación, así como por la reivindi-
cación del hombre contemporáneo de ver reconocido este
«derecho» y, sobre todo, el poder de disponer de este «dere-
cho», ejercitándolo. Se ha observado, en efecto, que segura-
mente hasta Bacon (1561-1626) la eutanasia se invocaba
principalmente como la muerte no dolorosa. En este senti-
do, el filósofo Francis Bacon pedía a los médicos que no
abandonaran cínicamente a los enfermos incurables. Más
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aún, les invitaba a practicar la que hoy se llama «terapia del


dolor» a fin de ayudarlos a sufrir lo menos posible. Bacon,
por tanto, no era partidario de la muerte «anticipada»;
rechazaba la práctica con la que se da la muerte activamente
o por omisión. Para él la buena muerte equivalía a la muer-
te no dolorosa. Su pensamiento, desde algún punto de vista,
podría definirse a este respecto como «laico». Pues no pien-
sa que la buena muerte sea la muerte santa. No se podría, en
cambio, decir que su pensamiento sea «laicista», porque no
reivindica el «derecho» a darse la muerte ejercitando lo que
actualmente la cultura occidental (sobre todo la «jurídica»)
considera, quizá, el más fundamental de los derechos funda-
mentales: el de autodeterminación absoluta. Solamente, en
efecto, a partir de fines del siglo XIX se abrió camino, aun-
que con fuertes oposiciones y relevantes incertidumbres, la
idea de que «matar por piedad» no era (y no sería) prác-
tica que debiera considerarse absolutamente reprobable
en principio. Hasta fines del siglo XIX puede considerar-
se constante el rechazo, consiguiente a la prescripción
dirigida a los médicos por el juramento de Hipócrates
(420 a. C. circa), de suministrar a alguien, aun cuando lo
pidiera, un fármaco mortal, o incluso sugerirlo. El mundo clá-
sico, aunque considerara a veces con respeto el suicidio (1),
––––––––––––
(1) El suicidio de Séneca, por ejemplo, fue considerado con respeto.
Tácito, en efecto, habla de él con admiración. El mismo Tácito, sin
embargo, refiere (cfr. Annales, XV, 62-63) que Séneca se suicidó por impo-
sición del emperador Nerón (del que había sido preceptor) y que le
habló de «asesinato» con referencia al suicidio que le fue impuesto. Más
allá del «caso Séneca», en el mundo antiguo y en el clásico, el suicidio (si
se exceptúa a los etruscos en algunos aspectos) no era generalmente
aprobado. Los griegos, por ejemplo, imponían la amputación de la mano
del suicida y la sepultura de su cadáver fuera de la ciudad. En Atenas, al
tiempo el gobierno de Roma, los cadáveres de los suicidas eran arrojados
a una fosa abierta junto con los de los asesinos comunes. El mundo clási-
co, sin embargo, por influencia de la filosofía estoica, en algunos casos lo
aprobó y alguna vez vio en el mismo un gesto de gran valentía. Nunca, sin
embargo, se aprobó el suicidio como acto de autoaniquilación. Los casos
de Cleopatra (que buscó la muerte para no ser capturada y llevada como
trofeo a Roma), de la mujer de Bruto (que había sufrido el deshonor de
la violencia sexual por parte del hijo del rey Tarquino), de Catón el
Uticense, fueron considerados actos de heroísmo, no de vileza. El suici-
dio, sin embargo, tampoco fue considerado nunca un derecho, menos
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no aprobó la eutanasia y menos aún el suicidio asisti-


do (2).
La campaña internacional contemporánea en favor de la
eutanasia y de su legalización, capilarmente conducida y
particularmente virulenta, es signo de una convicción difun-
dida y compartida: el derecho a la autodeterminación abso-
luta, aplicación de la teoría liberal (particularmente de la
doctrina de Locke), es reivindicación coherente, aunque
absurda, respecto de premisas (verdaderos y propios postu-
lados) que asumen erróneamente la libertad negativa como
libertad. Los casos, aunque distintos en sus presupuestos y
en su concreto desarrollo, de Elena Moroni, Eluana Englaro,
Giovanni Nuvoli, Piergiorgio Welby, Terri Schiavo, Brittany
––––––––––––
aún de un derecho de autodeterminación. Aun cuando en algunas colo-
nias griegas, como por ejemplo Massilia (la actual Marsella), el suicidio
estaba consentido, no fue considerado ni un derecho de autodetermina-
ción ni un gesto de heroísmo: era «autorizado» sobre la base de motiva-
ciones presentadas a la autoridad y por ésta evaluadas.
(2) En la Antigüedad, ofrece un ejemplo de suicidio asistido la solici-
tud dirigida por Saúl a un conmílite. David, sin embargo, condenó a
muerte al soldado que procuró la muerte a Saúl. En la Antigüedad –como
observa, por ejemplo Salvatore Amato (cfr. Eutanasia. Il diritto di fronte alla
fine della vita, Turín, Giappichelli, 2011, págs. 99-100)– más que de «buena
muerte» se hablaba de «bella muerte». La «bella muerte» no debe enten-
derse como un acontecimiento personal meramente estético, sino como
conclusión de una vida vivida bien y, por esto, plenamente realizada.
Sobre la eutanasia, entendida como anticipación de la muerte natural, el
pensamiento antiguo parece oscilar. Para comprender su (al menos en
apariencia) incertidumbre, bastaría recordar las sentencias de Platón. En
el Fedón, por ejemplo, el gran filósofo griego sostiene que son los dioses
quienes cuidan de nosotros y que somos su posesión. Por tanto, incluso
aquellos para los que es mejor morir que vivir no hacen una «cosa santa»
procurándose a sí mismos este beneficio. También éstos, pues, deben
esperar otro benefactor (62a-62b). En el libro IX de Las Leyes, en cambio,
sugiere al hombre dominado por un instinto malvado que no logra domi-
nar pensando siquiera que es un deber para todo hombre honrar las
cosas bellas y buenas, y a pesar de la fuga de la compañía de los malvados,
que abandone la vida porque es mejor morir que ser moralmente malos
(854d). Más que de eutanasia debería hablarse, pues, de suicidio, el cual
–sin embargo– está explícitamente condenado por Platón. Si se excluye,
en efecto, el ejecutado «por orden del Estado y según la justicia, no [por
tanto] por una calamidad fatal que hace insoportable la vida», el suicida
es castigado con la tumba particular y no compartida con los demás, con
el entierro sin honores, en lugares lejanos, sin estelas ni nombre (Leyes,
IX, 873d-873e).
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Maynard, etc., son epifanía de la doctrina que actualmente


acomuna al Occidente (3). Son la prueba del mínimo común
denominador sobre el que se apoyan, aun con contradiccio-
––––––––––––
(3) A Elena Moroni, internada en hospital por edema cerebral y en
estado de coma definido irreversible, su marido el 21 de junio de 1998 le
desconectó el cable del respirador, que la mantenía con vida. Procesado,
fue condenado en primera instancia y absuelto en apelación, pues la
Corte entendió que la mujer estaba «clínicamente muerta» en el momen-
to de desconectar el respirador. Si nos atenemos a la llamada «verdad pro-
cesal», el caso no sería por tanto configurable como eutanasia.
Eluana Englaro murió en Udine el 9 de febrero de 2009 en aplica-
ción del decreto de la Corte de Apelaciones de Milán, que autorizaba la
interrupción del tratamiento vital de alimentación e hidratación a un
sujeto totalmente incapaz tras un grave accidente de circulación ocurrido
en 1992. El caso fue considerado –al menos en el plano moral– un ejem-
plo de eutanasia, sobre la base, entre otras cosas, de que la Corte de
Apelaciones de Milán impartió (con el decreto de autorización) disposi-
ciones accesorias acerca del protocolo que seguir en la ejecución de la
interrupción de la alimentación e hidratación. Entre las que se encontra-
ban la administración de sedantes y anti epilépticos.
Distinto es el caso de Giovanni Nuvoli que, paralizado a causa de una
esclerosis lateral amiotrófica, pidió con insistencia a los médicos la desco-
nexión del respirador que lo mantenía con vida. El anestesista, cuando
estaba a punto de satisfacer su petición, fue detenido por los carabineros
de Alguer. Nuvoli inició entonces una huelga de sed y hambre, que lo
llevó a la muerte en 23 de julio de 2007.
Piergiorgio Welby murió el 20 de diciembre de 2006 tras habérsele
desconectado el respirador a solicitud suya. Al anestesista que procedió a
la desconexión se le sobreseyó la causa porque «el hecho no constituye
delito». La «lectura» del caso ha llevado a entender legítimo en el plano
jurídico positivo el rechazo de las curas. Se mantiene la duda en el plano
moral, al no estar claro si el caso implica solamente la cuestión del recha-
zo del encarnizamiento terapéutico o más bien de la opción por la euta-
nasia.
El caso Terri Schiavo es análogo al de Eluana Englaro. Puede decirse
incluso que representa un precedente. La Corte Suprema de la Florida
(EE. UU.) permitió en 2005 la suspensión de la alimentación a Terri
Schiavo, que estaba desde 1990 en la misma situación en la que después
se vio Eluana Englaro. El caso levantó una gran discusión porque los
padres de Terri Schiavo se opusieron desesperadamente por todos los
medios lícitos a la suspensión de la alimentación solicitada por el marido.
Brittany Maynard, para que se pudiera practicar la eutanasia, se tras-
ladó al Estado de Oregón (en los Estados Unidos), donde aquélla estaba
legalizada. En verdad, en el caso de que se trataba era un «suicidio asisti-
do», por cuanto ingirió según consejo médico el 1 de noviembre de 2014
una píldora que le había sido prescrita con plena conciencia de que iba a
procurarle la muerte pedida.
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nes, sus ordenamientos jurídicos vigentes. Son, al mismo


tiempo, demostración de la incapacidad de las «otras» cultu-
ras («otras» respecto al liberal-radicalismo) de afrontar el
problema en términos auténticamente filosóficos, correcta-
mente éticos, fundadamente jurídicos. La reivindicación del
«derecho» a la eutanasia y a su legalización es, pues, cohe-
rente respecto a la cultura liberal-radical, pero al mismo
tiempo constituye un error de la misma, que concluye por
arribar así a la orilla de la barbarie en el nombre de la liber-
tad luciferina y de la dignidad. ¿Por qué? Porque, obrando
así (quizá con la ayuda del ordenamiento «jurídico»), el
hombre se estaría abandonado así mismo, rectius a su contin-
gente y caprichosa voluntad. En otras palabras, no sería
guiado por criterios racionales exigidos por su naturaleza
racional e impuestos por la realidad de las «cosas», sino más
bien por impulsos y deseos que lo hacen de hecho esclavo,
aunque de palabra y teóricamente sea libre.
Quienes sostienen el derecho a la eutanasia apelan, para
tratar de fundar este «derecho», a doctrinas y argumentos
que revelan una opción sin pruebas en favor del racionalis-
mo, en particular del racionalismo ético y jurídico, que es el
intento de construir una realidad y un orden distintos de los
que son. Invocando a menudo el «derecho subjetivo» a ser
«yo» (4). No el yo óntico, sino el yo psicológico; no la perso-
––––––––––––
(4) Es el título, significativo y evidenciado en el texto, de un opúscu-
lo de Michela Marzano (Roma, Laterza-Gruppo Editoriale L’Espresso,
2014), que invita a políticos e intelectuales (italianos) a «dejar aparte las
creencias propias y las propias tomas de posición ideológicas para salir de
las oposiciones de principio estériles y peligrosas» (pág. 64). La invitación
debería llevar (como ha llevado) a la afirmación de que «nadie debe per-
mitirse juzgar a quien recurre al suicidio asistido», o –se puede añadir– a
la eutanasia (Michela MARZANO, «Lasciare la libertà di battersi fino alla
fine o decidere di andare», La Repubblica, 5 de noviembre de 2014, pág.
19). La abstención de todo juicio sobre la acción humana en sí misma
(no, por tanto, sobre el individuo que la ejecuta) implica la opción nece-
saria a favor del escepticismo radical. El escepticismo, de hecho imposible
(como demuestran las mismas tesis de Michela Marzano), es una doctri-
na en primer lugar inhumana por cuanto niega la racionalidad natural
del hombre. Es también una doctrina (y el hecho de que sea doctrina
supone ya su autorrefutación) que pretende transformar la praxis huma-
na en obrar animal y, por eso, insignificante en cualquier plano, comen-
zando por el moral y jurídico.
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na como rationalis naturae individua substantia (como la defi-


nió Severino Boecio), sino la persona como subjetividad no
mediada. Lo que hoy con frecuencia se expresa como
«autenticidad», que lleva consigo también el rechazo de la
mediación de las pulsiones, de los instintos y de las exigen-
cias manifestadas por las inclinaciones naturales del sujeto
de quien todo esto proviene. La racionalidad, la racionali-
dad contemplativa, sería criterio «represivo» para el sujeto,
un obstáculo para la libertad negativa, una valla inaceptable
para el hombre «moderno» y todavía más el «posmoderno».
El hombre moderno, en efecto, reivindica el pleno ejercicio
de la propiedad sobre sí mismo; propiedad entendida en el
sentido ilustrado, es decir como «sagrado» (esto es, intoca-
ble) derecho a gozar y disponer absolutamente de sí, sin
interferencias de voluntad distintas de la propia y sin el res-
peto de criterios objetivos, esto es intrínsecos a las acciones
y a las «cosas».
Incluso algunos de entre quienes admiten que la vida sea
un don de Dios sostienen –en efecto– que la donación trans-
fiere el derecho de propiedad del donante al donatario.
Sólo quien ha recibido el don –afirman– puede, por tanto,
disponer de lo que ha recibido y puede disponer de ello
absolutamente, pues de otro modo no sería propietario.
Una vez más el derecho de propiedad se invoca tal y como
fue erróneamente teorizado por Locke: el propietario sería
en su esfera soberano y gozaría del derecho de regular las
propias acciones y disponer de las propias posesiones y de la
propia persona sin pedir permiso o depender de la voluntad
de ningún otro (5). Gozaría, pues, de un derecho despótico
sobre las cosas propias y sobre la propia persona; tendría el
ius utendi et abutendi, «leído» según la doctrina ilustrada,
bien lejana (y quizá en las antípodas) del significado con el
que esta máxima fue acogida en la codificación justinianea.
La experiencia, sin embargo, demuestra el error de la
teoría lockeana. Incluso en un tiempo como el nuestro,
caracterizado por la visión liberal del mundo, la propiedad
no es (y no puede ser) acogida como esfera de soberanía
––––––––––––
(5) John LOCKE, Segundo Tratado, 2, 4.
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individual. Bastaría considerar, a este respecto y como ejem-


plo, que la propiedad sobre las cosas está «hipotecada» tam-
bién en los ordenamientos jurídicos contemporáneos por
finalidades que limitan el derecho de goce y disposición.
Además el propietario está sujeto a reglas en el uso de aque-
llo de que es propietario. Por ejemplo, aun siendo dueño de
un animal, no puede hacer de él el uso que quiera. Lo prue-
ba el hecho de que existe el delito de maltrato de animales.
No puede disponer tampoco como quiera ni siquiera de su
propio cuerpo (art. 5 del Código Civil italiano y Decreto de
la Presidencia de la República núm. 211/2003). Lo que no
es dictado e impuesto por la arbitraria voluntad del
Soberano, esto es, del Estado (que algunos afirman es tota-
litario por el solo hecho de que impone límites y reglas al
ejercicio de la libertad), sino que procede de exigencias del
orden intrínseco de las «cosas» y de las personas.
Olvidan, sin embargo, que el orden óntico de las «cosas»
es un «dato» que no depende de la voluntad humana, como
la existencia del individuo no depende de la voluntad del
individuo que tiene el acto de ser. Antes que hablar de un
«don» es necesario, pues, considerar la «datidad» (el carác-
ter «dado») de los seres. Es necesario, en otras palabras,
registrar lo que es y el orden de lo que es. Solamente des-
pués es posible considerar «don» la realidad, la propia reali-
dad. El «don» implica, en efecto, una valoración positiva del
ser. La consideración de la «datidad» como «don» es conse-
cuencia de un juicio de valor, no fundamento del valor.
Incluso quien considerase la propia existencia como una
condena (juicio de valor), no puede ignorar y no puede
anular el propio ser. No sólo porque para intentar hacerlo
debe primero... ser, sino también porque la aniquilación de
la realidad resulta imposible al hombre. Sobre todo la ani-
quilación de la propia realidad: la subjetividad (óntica), en
efecto, es indestructible, ya que la sustancia espiritual
(implicada por la subjetividad) no depende de los elemen-
tos accidentales que concurren a su «concreción» y a su
manifestación y de la que aquélla es forma. Bastaría conside-
rar, para comprender a fondo la tesis, que a Dios (ser libre
en sentido absoluto y omnipotente) no es posible el suici-
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dio. Se quiera o no, pues, el «dato» debe tomarse en consi-


deración. Todo planteamiento y decisión en sentido contrario
constituye una auténtica locura. Tomando en consideración
el «dato» se registra necesariamente también su orden in-
trínseco, natural en el sentido de esencial: lo que es, lo es
necesariamente según su orden, que debe respetarse para
respetar las «cosas» (y para hacer de ellas un uso adecuado),
y las personas, que jamás pueden convertirse en objetos, al
ser por esencia sujetos. Ni siquiera cuando se encontraran
en condiciones que, como a veces se dice, parecen inhuma-
nas, por no ser conformes y estar alejadas de la perfección
de la naturaleza humana. La condición del enfermo (tam-
bién del enfermo terminal), del incapaz, del paralítico cere-
bral, etc., no cambia la esencia del sujeto enfermo, incapaz,
paralítico cerebral, etc., de la que siguen dignidad, deberes
y derechos.
Lo «dado», pues, no está sujeto a aceptación, como
podría ser una «donación». No representa una transferencia
de propiedad. Simplemente es. Exige respeto por su natura-
leza y según su naturaleza. Y el respeto exigido es absoluto.
Es exigido, en efecto, al sujeto respecto de sí mismo y se
exige a los demás sujetos respecto de cualquier otro. Incluso
Dios, siendo su señor, respeta al sujeto. El hombre, por
tanto, no es señor de la propia «datidad», no es soberano de
sí mismo y no puede reivindicar el derecho de no aceptar la
propia existencia, como no puede legítimamente pretender
el poder de «restituir» el «don» recibido (6). La cantidad no
puede ser objeto de rechazo ni de restitución. Cosa, por lo
demás, imposible por la razones a las que ya se ha hecho
––––––––––––
(6) La tesis de que el ser humano tiene «derecho» de «restituir» el
«don» recibido (tendría «derecho», pues, de «restituir» su vida a Dios
practicando la eutanasia) es sostenida, por ejemplo, en el opúsculo de
Hans KÜNG, Tesis sobre la eutanasia, Roma, Datanews Editrice, 2007, explí-
citamente en la pág. 76. Küng, pues, se mueve para sus argumentaciones
desde el «don» que no sólo corre el riesgo de hacer depender el ser del
valor (para poder fundar el valor la relación debiera invertirse), sino que
representa (al menos implícitamente) una opción fideísta que no permi-
te aportar argumentos a quien disiente o no tiene la fe. No sólo. Küng
demuestra la absoluta dependencia de su pensamiento de la teoría libe-
ral-radical, que deriva de la doctrina protestante, aunque secularizada.
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referencia hace poco y que volveremos a considerar (aun-


que bajo otros ángulos) más adelante.

4. La cuestión moral

Antes de continuar por el camino de las observaciones


«teoréticas», que algunos erróneamente consideran áridas y
a menudo inútiles, es bueno prestar atención (aunque bre-
vemente) sobre una cuestión moral, invocada a menudo
para demostrar que la eutanasia no es un mal sino, al con-
trario, una opción de libertad, digna del hombre. Esta cues-
tión moral está estrechamente ligada a una consideración
que ya se ha hecho al hablar del «derecho» «a ser yo», esto
es, hablando del derecho de determinación absoluta, que a
su vez se entrelaza con la asunción de la naturaleza humana
como libertad. El hombre, según esta teoría, no sería un ser
ónticamente «ordenado». No estaría subordinado a las nor-
mas, como despreciativamente ha escrito alguno, hechas
todas (se sostiene erróneamente) por hombres incluso
cuando se afirma lo contrario. La verdadera naturaleza del
hombre sería la libertad, que radicaría en la autodetermina-
ción del querer, como sostiene un filósofo gnóstico que ha
tenido un papel importante para la «lectura» del ethos de
Occidente y que ha contribuido a su aceleración en el senti-
do «moderno» (7). La libertad se expresaría a través de la
que antes que él Rousseau llamó la «voz del alma», esto es,
a través de la conciencia: ésta es la fuente y el supremo cri-
terio moral del ser humano. La conciencia –se dice– no
––––––––––––
(7) Cfr. Georg Wilhelm Friedrich HEGEL, Vorlesungen über die Philosophie
der Geschichte, vers. italiana, vol. IV, al cuidado de Guido Calogero y Carlo
Fatta, La Nuova Italia, 1941, 1967, 5, págs. 197-198. La autodeterminación
absoluta, tal y como la teoriza Hegel, se ha definido como derecho en la
Declaración de Tokio de 1976, documento elaborado al final de la confe-
rencia mundial de las asociaciones para el morir humano, comprometidas
en el apoyo a la eutanasia, que se presenta como «muerte clemente». Hay
autores que sostienen que «Dios ha dado también al hombre el derecho de
total autodeterminación» (Hans KÜNG, op. cit., pág. 52). Tesis propia de la
gnosis, que Küng comparte incondicionalmente y sostiene reiteradamente
(cfr. op. cit., págs. 58 y 63).
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tiene necesidad de reglas; toda interferencia sería indebida;


todo mandamiento divino tanto como toda ley humana
sería un atentado a su libertad. La decisión subjetiva no está
sujeta a valoraciones y, menos aún, a limitaciones. De parte de
nadie. Representa la esfera moral por excelencia. Rousseau
formuló, a este propósito, de manera magistral, la tesis: todo
lo que el sujeto siente que está bien, es bueno; todo lo que
él siente que está mal, es malo. La moralidad está toda y sola-
mente en el juicio subjetivo que tenemos nosotros de nues-
tras acciones (8). Si el sujeto «juzga» buena la eutanasia,
será buena, como el suicidio, como el homicidio de quien
consiente, como todas las otras acciones. La única condición
para que las acciones sean buenas es que el «juicio» subjeti-
vo se haya formulado en condiciones de absoluta libertad.
Lo que requiere no sólo que el individuo esté en condicio-
nes de querer, sino que pueda querer sin presiones (ni
directas ni indirectas) y, sobre todo, en ausencia total de
normas. La libertad, así entendida, no puede convivir –en
efecto– con la ley, ni con la divina ni con la humana.
El sujeto es dirigido por esta doctrina en señor de la
moral. También en lo que toca a la eutanasia. «Si yo decido,
con mi conciencia profunda y madura, querer morir, ¿por
qué –se pregunta, en efecto, un autor favorable a la eutana-
sia– ésta no sería una elección moral, cuando mi subjetivi-
dad concreta representa propiamente la esfera moral por
excelencia?» (9). Obviamente se entiende por «elección
moral» una elección legítima y buena. «Elección moral» es
también, sin embargo, la opción ilegítima y malvada. La
bondad de la acción dependería, como se acaba de ver al
considerar la teoría ética de Rousseau, de la «subjetividad
concreta», es decir, del individuo, del juicio que él da a las
propias acciones. Todo, esto es, cualquier elección, podría
convertirse –pues– en legítimo y bueno. En último término,
el bien y el mal, como lo justo y lo inicuo, dependerían de
las «medidas» subjetivas adoptadas para «leer» la praxis. No
––––––––––––
(8) Cfr. Jean-Jacques ROUSSEAU, Emilio, l. IV, «Profesión de fe del vica-
rio saboyano».
(9) Corrado PIANCASTELLI, «Tre domande sulla eutanasia», Uomini e
idee (Nápoles), núm. 7 (2000), pág. 11.
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tendría ningún sentido, por tanto, discutir sobre la legitimi-


dad o no de la eutanasia. Debería ser dejada, como coheren-
temente sostienen quienes la defienden, a la libre decisión
del interesado. Todo ordenamiento jurídico que la conside-
rase delito sería represivo de la autonomía y de la libertad
del sujeto. Peor aún: sería un ordenamiento impuesto por
un Estado ético y, como tal, para la doctrina liberal radical,
inaceptable. No es necesario hacer, a este propósito, distin-
ciones entre el Estado ético hegeliano (creador de la ética)
y el Estado que se define ético porque se subordina a la
ética. Ambos deberían ser rechazados, porque ambos son
enemigos de la libertad negativa, o de aquella libertad que,
para ser tal, exige poder ser ejercitada con el solo criterio de
la libertad, esto es con ningún criterio.

5. La perspectiva metafísica

La cuestión moral impone retomar la metafísica. La


libertad negativa, en efecto, se apoya –como ya se ha dicho–
en una opción sin pruebas en su favor. La opción, sin embar-
go, no es en sí y por sí suficiente para legitimar el obrar
humano. Sólo el fundamento y los argumentos ofrecen el
porqué se debe y se puede obrar así.
No sólo. La cuestión de la eutanasia, como todas las otras
cuestiones morales, no puede resolverse con afirmaciones
como aquella, por ejemplo, de Küng, según la cual «el dere-
cho de continuar viviendo no significa nunca el deber de
continuar viviendo» (10). Estas afirmaciones revelan, de una
parte, haber acogido doctrinas éticas y jurídicas, en particu-
lar la relativa al derecho subjetivo, no idóneas para dar res-
puesta a la cuestión que plantean. Y, de otra parte, revelan
la asunción acrítica del llamado «argumento de Hume»,
según el cual del ser no es posible extraer el deber ser. La
consideración de la actividad del ser humano, como ya se ha
anotado, representaría por tanto la premisa para un recurso
inadmisible en el plano teórico: esto es, no consentiría indi-
––––––––––––
(10) Hans KÜNG, op. cit., pág. 77.
264 Verbo, núm. 543-544 (2016), 253-272.

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viduar el punto de Arquímedes para examinar firmemente


el problema de la eutanasia.
Será bueno proceder por grados y, aunque brevemente,
tratar de aclarar las afirmaciones.
En lo que respecta a la primera –la concepción moder-
na del derecho, en particular del subjetivo–, no se puede no
destacar que la afirmación de la modernidad se apoya sobre
el nihilismo, que subyace a tesis como la propuesta, por
ejemplo, por Küng. La modernidad, en efecto, se ve obliga-
da a sostener o que el derecho es solamente la voluntad del
Estado (hecha efectiva) y que el (derecho) subjetivo es la
facultad concedida por el soberano (aunque sea el pueblo)
a través del ordenamiento jurídico (facultas agendi basada en
la norma agendi); o bien que el derecho y el derecho subjeti-
vo se identifican con la pretensión, como hacen las teorías
de los derechos humanos históricos, esto es, los codificados
en las Declaraciones. Tanto en un caso como en el otro, el
derecho no es (sino ocasionalmente) determinación de lo
que es justo, mas reivindicación del poder de hacer lo que
quiere el Estado (totalitarismo), en la primera opción, o de
realizar cualquier proyecto individual (anarquía), en la
segunda. El derecho no es nunca, en esta perspectiva, reivin-
dicación del ejercicio del deber. Lo que se advierte también
respecto del derecho a la vida y la reivindicación de poder
interrumpirla ad nutum, particularmente en presencia de
casos difíciles y piadosos.
En cuanto a la segunda afirmación –la de que del ser no
puede derivar el deber ser–, que a su vez es premisa y conse-
cuencia de la anterior, debe señalarse que el llamado «argu-
mento de Hume» no es sostenible y que muchos autores
(incluido Küng) que lo aducen a propósito de su apoyo de
la eutanasia no ven que impide la comprensión de la reali-
dad y de la experiencia. Esto es, no permite ni plantearse
preguntas ni dar respuesta a las preguntas (eventualmente)
planteadas y, sobre todo, no ofrece ni fundamento ni expli-
cación a diversos imperativos morales y a muchas normas
jurídicas (incluso positivas).
Que del ser humano derive el deber de ser hombre es,
en efecto, de toda evidencia, aunque esta evidencia sea nega-
Verbo, núm. 543-544 (2016), 253-272. 265

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da cada vez con más frecuencia. En primer lugar, el hombre


no puede ser «otro» respecto a lo que es ónticamente (algo
«dado» a sí mismo, tanto en lo que respecta al propio acto de
ser, cuanto en lo que respecta a su esencia): si es no puede
no ser y no puede ser distinto de lo que es (no puede ser Dios
ni cualquier animal). Está «condenado», pues, a ser hom-
bre. Si es necesariamente lo que es, está obligado a ser según
su naturaleza. Por ejemplo, siendo hombre, debe obrar
racionalmente (esto es, respetando su esencia) y usar res-
ponsablemente la libertad, que se halla implicada en la
racionalidad (contemplativa) que le permite e impone
simultáneamente escoger (no, por tanto, autodeterminar-
se). El hombre tiene derecho a la libertad porque tiene el
deber de conservar su libertad. No debe, por tanto, privarse
nunca de ella (por ejemplo, embriagándose, consumiendo
sustancias estupefacientes por simple gusto o renunciando a
ella –como algún autor entiende legítimo en el plano políti-
co siempre que esta privación ocurra libremente– justifican-
do así, por ejemplo, la esclavitud «voluntaria». Estos (y
otros) deberes derivan de su ser, no de la voluntad del hom-
bre. Hay, por esto, obligaciones a las que el ser humano no
puede sustraerse, ya que está sujeto a ellas por su naturaleza
actualizada. Del ser, pues, deriva el deber ser; del deber deri-
va el derecho, también el derecho a la vida: todo ser huma-
no (desde el momento de su concepción y hasta su muerte)
tiene derecho a la vida porque tiene en primer lugar el
deber de vivir. La vida no está en su disponibilidad, pues en
su disponibilidad no se halla primeramente su «datidad».
Todos están obligados a reconocer la «datidad». La han
reconocido también los que sostuvieron la incognoscibili-
dad del noúmeno. Es difícil pensar que Kant, por ejemplo,
no distinguiese los entes (hombres y animales) y las cosas. Es
difícil pensar, en otras palabras, que no distinguiese un
hombre de un caballo o de un perro, como es difícil pensar
que considerase que un animal podía escribir una Crítica de
la razón. Incluso quienes de palabra, pues, afirman la incog-
noscibilidad de los entes y de las cosas, demuestran en últi-
mo término conocer la esencia de las mismas y considerarla
«reguladora» (aunque no siempre extraigan correctamente
266 Verbo, núm. 543-544 (2016), 253-272.

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las consecuencias). Lo que destaca, en todo caso, es el hecho


de que la «datidad», que no es producto de la razón ni de la
voluntad, se impone al conocimiento humano (represen-
tando la condición del mismo) y ofrece el criterio para juz-
gar de la legitimidad del obrar humano. La «datidad» de los
entes, en particular la del sujeto humano, no permite «des-
membrar» el ente y el sujeto. Aquel puede ser imperfecto,
pero la imperfección no es un argumento en favor de la tesis
según la cual ésta (es decir, la imperfección) causaría un
cambio esencial del ente y/o del sujeto. Por esto, con refe-
rencia a la vida, no es correcto sostener que la vida biológica
del hombre no es vida humana. La vida es un acto «abierto»
a la consecución de la perfección y del fin. Incluso cuando,
sin embargo, estuviese imposibilitada de conseguirlos per-
manece como vida humana plena, acto del sujeto en cuanto
que sujeto, donde la proposición articulada (el «del») indi-
ca un genitivo objetivo. El hombre es «datidad» unitaria,
indivisible. Su (eventual) empobrecimiento no supone un
salto de cualidad esencial, un abajamiento del hombre en
«cosa». La tesis se demuestra por la misma contradicción en
la que caen los defensores de la eutanasia, quienes (para
argumentar en su favor al menos en presencia de algunos
casos llamados «piadosos») sostienen, de un lado, que el
sujeto debería decidir libremente anticipar la muerte natu-
ral (luego sería plenamente hombre), y –de otro– que la
reducción de su vida a vida biológica lo degradaría de hom-
bre en cosa, cuya supresión no plantea problemas éticos ni
jurídicos.

6. El derecho a la vida

La distinción (a veces la contraposición) entre vida y


vida biológica nace de la pretensión de poder juzgar la cali-
dad de la vida y de hacer depender de este juicio el deber/
derecho a la vida misma. En otras palabras, vida digna del
hombre sería solamente la que el sujeto juzga tal. La «digni-
dad», por tanto, representaría el criterio a la luz del cual dis-
tinguir entre vida humana y vida simplemente. En el primer
Verbo, núm. 543-544 (2016), 253-272. 267

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caso estaría el derecho a la vida; mientras que en el segun-


do la misma vida sería degradada a vida de un ente genéri-
co y, por tanto, podría disponerse de ella como se dispone
de la vida de cualquier animal.
Debe observarse, en primer lugar, que en esta perspecti-
va el derecho a la vida (como todo otro «derecho») sería
absolutamente independiente del deber. Sería una «facul-
tad» ejercitada libremente. Esta facultad no estaría siquiera
basada en la norma agendi (como establece la concepción
positivista del derecho, que hace depender éste de la sola
voluntad del Soberano, sea el Estado o el pueblo), sino que
tendría un (pseudo)fundamento en la discrecionalidad del
sujeto, «legitimado» a obrar ad nutum. Lo que significa que
el hombre sería dominus de la obligación, no sujeto a la obli-
gación misma. Como ya se ha apuntado, esta tesis se sostie-
ne abiertamente por los que afirman que el derecho a la
vida no implica el deber de vivir. Esta tesis es epifanía del
nihilismo ético y jurídico; representa el vaciamiento de la
moral y de la juridicidad: donde, en efecto, cada uno es
«propietario» de sí mismo (en el sentido atribuido a la pro-
piedad de Locke), no puede ni reconocerse ni imponerse
«obligaciones». Que, a la luz de esta weltanschauung, serían
propiamente coerciones y, por tanto, lesiones de la libertad
del sujeto.
No sólo. La «dignidad de la vida», erigida en criterio
para el derecho a la vida, comporta además la relativización
del mismo criterio: si éste depende de la valoración del suje-
to, aquél se identifica con la voluntad del sujeto. La vida, en
efecto, podría ser considerada indigna no solamente en pre-
sencia de los casos definidos «piadosos». Siempre, al límite,
podría ser considerada tal. No sólo la eutanasia podría con-
vertirse, así, en un «derecho», sino también el suicidio. El
homicidio consentido, después, podría ser considerado tam-
bién un acto de amor del prójimo; la complicidad, más en
general toda complicidad, podría ser considerada práctica
de la solidaridad. Todos, en suma, podrían disponer siem-
pre «válidamente» de los propios derechos. El derecho sería
una pretensión cuya «legitimidad» radicaría en la sola volun-
tad del sujeto, el cual (al menos en lo que respecta a la esfe-
268 Verbo, núm. 543-544 (2016), 253-272.

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ra subjetiva) reivindica el «derecho» a la absoluta autodeter-


minación. Así, por ejemplo, más allá y antes de la propia
vida, podría disponer de la propia integridad física, de la
propia libertad, etc. Son las consecuencias coherentes,
como se ha dicho, de la reducción de la subjetividad a la sola
voluntad del ser humano.

7. Conclusión

La cuestión de la eutanasia es compleja tanto desde el


ángulo moral como del jurídico.
En lo que toca a la moral, debe reconocerse que exige
resolver preliminarmente el problema de su definición.
Como ya se ha apuntado, en efecto, la «buena muerte» puede
asumir (y ha asumido) significados diversos. Alguno ha inten-
tado una catalogación de la «eutanasia». Se ha sostenido, en
efecto, que existe una «pura», consecuencia indirecta de pro-
cedimientos curativos. En este caso no se ayuda alguien «a
morir», sino que se limita a ayudar a alguien «en el morir». Es
la célebre distinción elaborada en los primeros decenios del
siglo XX por el alemán Meltzer (11). No se trata en este caso
ni de suicidio, ni de homicidio consentido, ni de homicidio,
sino de un efecto indirecto del tratamiento terapéutico del
enfermo grave o del moribundo. El cardenal Tettamanzi, en
este punto, sostiene (justamente) que «no hay dudas sobre la
licitud moral y, en algunos casos, sobre el mismo deber moral,
de aliviar los sufrimientos del enfermo grave y del moribun-
do, con la administración de analgésicos y narcóticos, aunque
comporten el peligro de acortar la vida» (12).
Existen, sin embargo, otras formas de eutanasia. En pri-
mer lugar, la que se llama impropiamente «terapéutica»,
que se aplica en los llamados «casos piadosos». Es la eutana-
sia que ayuda «a morir», no «en el morir». Procura la muer-
te a quien la haya reclamado con insistencia o a quien haya
––––––––––––
(11) Cfr. Ewald MELTZER, Das problem der abkürzung «lebensunwerten»
lebens, Halle, Marhold, 1925, pág. 26.
(12) Dionigi TETTAMANZI, Bioetica. Nuove sfide per l’uomo, Casale
Monferrato, Piemme, 1987, pág. 236.
Verbo, núm. 543-544 (2016), 253-272. 269

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manifestado, de cualquier forma, su consentimiento, o a


quien se vea simplemente en condiciones que hacen consi-
derar que subsiste el motivo de piedad erigido (errónea-
mente) en fundamento legitimador de la eutanasia. Es la
eutanasia por la que se bate principalmente la cultura liberal-
radical contemporánea.
En años no lejanos se ha aplicado (y todavía en algunos
casos se aplica) la eutanasia «eugenésica», con la finalidad
de mejorar la especie. Ha sido sistemáticamente usada, por
ejemplo, en el nazismo que –en el bienio 1939-1941– elimi-
nó más de 70.000 enfermos mentales.
En nuestro tiempo se registra también una eutanasia
«económica», que practica y «justifica» la supresión de seres
humanos considerados inadaptados, inútiles y a veces daño-
sos a la colectividad. Viejos, enfermos crónicos, locos incura-
bles, se afirma, deben ser eliminados porque representan
un peso económico y social del que la sociedad debe verse
liberada. No deben pesar sobre ella, se dice, las «bocas inúti-
les».
Estas formas de eutanasia («terapéutica», eugenésica,
económica) asumen como criterio de la acción humana
eutanásica respectivamente el sentimiento de la «piedad», la
selección de la especie, el dinero. Sobre estas bases entien-
den poder «legitimar» el suicidio, el homicidio consentido,
el homicidio (sobre todo el «misericordioso»). Erigen la
sola voluntad del sujeto, o del Estado, o de la colectividad en
criterio del acto humano eutanásico, eliminando así toda
obligación de sí mismos o de los demás hacia la vida huma-
na del individuo. Esta se ha considerado, como se ha obser-
vado con referencia a la doctrina de la propiedad de Locke,
en la plena disponibilidad del sujeto y/o del Estado, los cua-
les podrían obrar sobre la base de rationes elegidas de vez en
cuando y consideradas idóneas para la supresión de la vida,
de la «datidad», de la propia «datidad». Se teoriza y se apli-
ca, de este modo, el relativismo (moral), o sea el nihilismo
absoluto, negación de la positividad y del orden de la natu-
raleza actualizada del ser humano y de su dignidad.
En lo que respecta al derecho, es necesaria –en primer
lugar– una distinción: una cosa, en efecto, es el tipo de euta-
270 Verbo, núm. 543-544 (2016), 253-272.

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nasia tal y como es contemplado en los códigos penales;


otra cosa, es el crimen o el delito de eutanasia que brota a
la consideración de la inteligencia y de la conciencia como
cuestión de justicia. Aunque no se trate de dos aspectos
separados, en ocasiones se impone realizar consideraciones
diversas. Aquí no interesan tanto las previsiones normativas
positivistas; interesa más bien la legitimidad jurídica en sí
de la eutanasia practicada sobre la base de cualquier finali-
dad y a menudo reconocida como «derecho». Interesa, en
otras palabras, revelar si es en sí misma antijurídica o si se
«hace» antijurídica por la voluntad soberana del Estado. En
el primer caso conservaría su intrínseca ilegitimidad aunque
fuese legal. En el segundo su ilegalidad podría venir al máxi-
mo dictada por motivaciones de política del derecho, pero
no del derecho en sí. En este último caso la institución del
tipo delictivo de eutanasia sería completamente indepen-
diente del orden ético y jurídico. Podría incluso representar
una violación del mismo, sobre todo la violación de la liber-
tad individual. El sujeto vendría obligado a respetar una
voluntad (arbitraria), no el orden y menos aún una obliga-
ción. El respeto de la vida sería impuesto sobre la base de un
razonamiento meramente hipotético, esto es, sobre la base
de una opción no justificada. «Si» el legislador quiere afir-
mar el «principio» según el cual la vida humana es sagrada,
instituirá el tipo delictivo de eutanasia. «Si», al contrario, no
considera sagrada la vida y la subordina a un «principio»
más general de libertad, no establecerá el tipo delictivo de
eutanasia. Este modo de proceder revela todas sus dificulta-
des sobre todo en el momento en el que surge la exigencia
de dar respuesta al porqué; respuesta que no puede darse
erigiendo una finalidad cualquiera en fundamento (presun-
to, formal) de la opción, debiendo más bien buscar su
punto de Arquímedes en el orden ético y jurídico no con-
vencional. Los juristas, sobre todo los cultivadores del dere-
cho penal, manifiestan sus dificultades cuando son forzados
a buscar las razones profundas de la antijuridicidad de la
eutanasia (como del suicidio o del homicidio consentido).
Sus dificultades aumentan cuando son forzados a registrar
que también la eutanasia ha sido considerada sociológica-
Verbo, núm. 543-544 (2016), 253-272. 271

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mente antijurídica en el curso de los siglos; que ha constitui-


do una «experiencia trágica» para la humanidad cuando ha
sido realizada como programa «político» (la referencia es al
nazismo); que ha representado un carácter de absoluta
novedad para el derecho cuando ha sido realizada por obra
del Estado. El sentido común, en efecto, considera antijurí-
dica la eutanasia, aunque de cuando en cuando no hayan
faltado voces de juristas a su favor.
El hecho es que los juristas, como científicos de las nor-
mas o del ordenamiento, no pueden ni plantear ni resolver
el problema de la eutanasia. Éste, en efecto, es en último tér-
mino un problema filosófico. Impone afrontar la cuestión
de fondo: la del valor y del significado de la vida humana y,
antes aún, la del ser y su positividad. Tenía razón, por tanto,
Camus al considerar el suicidio (y la eutanasia) un proble-
ma exclusivamente filosófico, aunque no el único (como
sostenía) y aunque la solución propuesta por él no sea acep-
table racionalmente (13). El problema de la eutanasia que
el derecho positivo debe reglamentar y que, particularmente
hoy, reclama regulaciones, no puede tener por fundamento
ninguna ideología y menos aún la ideología inhumana (que
no es filosofía) que asume y exalta como libertad la libertad
negativa. La eutanasia como problema moral y jurídico
impone una profunda y desapasionada investigación sobre
la cuestión del ser (que ha de preferirse a la nada), sobre la
de la libertad (que no es anarquía), sobre la del derecho
(que no es ejercicio de una pretensión).
Es lo que intenta hacer este trabajo sin recurrir a opcio-
nes apriorísticas y sin dejarse guiar por opciones gnósticas.

(13) Véase sobre todo su obra Le mythe de Sisyphe, París, Gallimard,


1942.
272 Verbo, núm. 543-544 (2016), 253-272.

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