Carne Tan Frágil
Carne Tan Frágil
Carne Tan Frágil
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no viste dentro de mis ojos el oscilar de mi padre, de mis hijos,
colgando de cipreses como frutas extrañas.
Dejé caer la carta de la Emperatriz. Eras tú, Sarah. Mientras los
hombres sangraban por la improbable dignidad de la carne oscura,
tú mecías una hija muerta en tus brazos.
—Oh, Sarah… —pronuncio las tres sílabas saboreando la
amarga y dura ironía de tu nombre. Y por un instante tus ojos
fueron espejos del mismo dolor.
Y te reconozco, Sarah, reconozco también al padre de tu
esposo. El Emperador, el Mago. Abel yace en innumerables
cuerpos sobre esta bendita tierra, cadáveres vestidos de gris o de
azul, no importa. Un chacal toma la piedra ensangrentada de Caín.
Yo no honraré su memoria. El hombre era un chacal. Míralo, entre
los despojos de la guerra, recoger el arma de Caín, el mimo con el
que pule la madera, trasmuta su materia y la multiplica. ¡Comercia
con ella!
Y entonces un horizonte se tiñe de sangre. Armas traspasan la
piel roja, armas robadas abren surcos en la carne blanca. Y
lentamente una raza entera es extirpada de la tierra como un cuero
cabelludo. El Diablo sonríe desde su carta en la mesa, junto a la de
los Amantes. Las tres figuras son rojas como si los hubieran
escalpado por completo. Y en otro sitio, donde no llega siquiera el
olor a pólvora, un chacal con las manos llenas de sangre ríe y
acumula un oro que no debería ser dorado sino del ocre de la
sangre, de la sangre seca. A ese hombre amarás como a un padre
hasta que su propia sangre lo abandone.
Míralo de nuevo en su cama, tosiendo, pálido. Míralo morir
buscando la paz del lecho que a tantos negó. Su cuerpo
convulsionado de tuberculosis lleva su propia guerra, sus propias
bajas, su propia masacre. Murió a las puertas del invierno. ¿Y la cría
que concibió, ese joven chacal que ha aprendido ciegamente los
trucos para convertirse en mercader de fuego y pólvora? Esa
imitación menoscabada que rehúye tu lecho, impotente o estéril.
No vio la siguiente primavera.
Enloqueciste, Sarah. Un año de luto es amor, dos años una
excentricidad, tres años son locura. Y es justo lo que vi en tus ojos
transidos de dolor. Vi también tu anhelo de mentiras.
¿Te hubiera gustado que mintiera? ¿Que dijera que tu pequeña
Annie no es prisionera en el limbo y que le había visto las alas?
¿Que William y su padre no yacen desollados en los infiernos,
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hirviendo en sangre? Pero no lo hice. Dejé caer la carta del Juicio.
Mi juicio.
Te mentí de otra forma. Nunca dije que conocía tu historia.
Que cuando se supo que la Belleza de New Heaven vendría no
hubo lengua de tus sirvientes que no se convirtiera en delatora. Yo
lo sabía todo de ti, Sarah Winchester.
El Tres de Espadas y el Loco. Tu corazón demente al borde de
un abismo atravesado por tres espadas. Tus guantes ennegrecidos
trataron de contener tus lágrimas. Entre tus dedos mojados una
mirada enfebrecida suplicando piedad, atisbando a San Gabriel en
la carta del Juicio.
Pero era mi juicio. Descarné mis labios en una sonrisa. Dos
cartas, colocadas enseguida de las otras. Nueve de Espadas y la
Muerte invertida. Temblaste. Las espadas que atormentan tu sueño
no son espadas, son rifles, rifles Winchester. La piedra de Caín. Sé
lo que querías cuando llegaste a mi casa: No hay mensaje de amor
de tu esposo, no hay mensaje de paz de tu hija. Sólo el clamor
como oleaje de los muertos. De todos los muertos que velan por ti,
que velan contigo. Tus manos enguantadas se posaron en las mías,
como palomas sobre madera muerta. Tus ojos un espectáculo
patético.
—Puedes evadir la muerte —dije, al fin—. Los muertos sólo
habitan el olvido, habitan las cosas muertas. Vendrán como un mar
buscándote, derramándose. Tú crearás los acantilados donde
rompan. Tu mansión será el último faro, la última prisión.
Construirás tu casa como un laberinto, perderás su rastro. Y
entonces, Sarah, ellos no te alcanzarán, como alcanzaron a Annie, a
Oliver, a William…— no te alcanzarán como mereces.
Imaginé tu mansión. El Buen Libro dice que el Templo de
Jerusalén se construyó en cuarenta y seis años y que no se oyó un
solo ruido. Imaginé toda tu locura. Guardé una carta en mi regazo.
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enajenado matando un príncipe. Y en periódicos arrugados
arrastrados por la brisa conociste la Gran Guerra y las armas
ensangrentadas. Ningún Caronte habría podido transportar todos
esos muertos del viejo continente a través del mar hacia tu
mansión. Y tus ojos así permanecieron, con una mirada afiebrada.
Armas Winchester temblando al rojo vivo en manos también rojas.
Sé que pensaste en el confederado, en el piel roja, en el vaquero
escalpado, en el mexicano ensangrentado sobre un muro de piedra
al sol, en el alemán traspasado con una bayoneta, en el joven
americano que se suicida porque no soporta una noche más en el
barro, en ese amasijo de sangre y lluvia, de su trinchera... No
pudiste dejar de imaginar, aunque fuera imposible, rifles Winchester
en las manos de los campesinos cuando acribillaban a la familia del
Zar.
Moriste en una cama vacía, sola tras tu velo, sin paz. Pensando
en la risa de miles de fantasmas, como el gruñido de una caverna
infestada de murciélagos, a pesar de que en todos los rincones de la
casa siempre había alguien martilleando, serrando, pintando,
silbando o maldiciendo. Yo estaba ahí, Sarah: tu espejo, tu soledad,
tu Juicio, tu único fantasma anticipado. Pensé sin rencor en mi
propia muerte, tan distinta. Morí de viruela en 1902 en un hospicio
atestado de gente, casi asfixiada por el tufo a cadáveres.
Miré por esa ventana, esa ventana extraña que daba a tus
jardines, tan pequeña, recóndita. Vi callar las paredes de tu casa, vi
a los sirvientes irse, sentí desaparecer la música de los martillos, las
groserías de los albañiles.
Sentí la muerte de la casa... el fin del laberinto. Dejé por fin caer
la carta con la que pedí ser enterrada pero que el sacerdote mandó
quemar y que, sin embargo, ahí estaba: las llamas eran tan vívidas y
la ira de Dios tan clara en la Torre negra. Miré las dos figuras:
éramos tú y yo, Sarah. Las dos siluetas atrapadas en una perpetua
caída…
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El fantasma en la máquina
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confirmada fue obtenida en Estonia mediante un magnetófono en
1959, más de veinticinco años después que la del texto.
La psicofonía contenida en los rollos de cera decía remontarse
al año 1924 y haber sido realizada en la mansión Winchester,
famosa casa encantada y escala obligada para cualquier investigador
de lo paranormal que se precie de serlo. El correo incluía fotos de
la mansión y de Sarah Winchester y un contraste entre los datos
que la psicofonía proporcionaba a la par de una cronología de los
eventos mencionados. Sin embargo, y es sólo mi hipótesis personal,
la psicofonía contiene unas referencias claramente anacrónicas a las
cartas del tarot Rider-Waite, publicadas en 1910 (veinte años
después a la supuesta lectura realizada a Sarah Winchester). Desde
luego este análisis no lo llevé a cabo en su momento y la sola idea
de que existieran registros físicos de manifestaciones paranormales
me llenó de entusiasmo.
Así que cuando tuve oportunidad de seguir el desarrollo de una
psicofonía informática, no dudé en analizarla de cerca.
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El autor no respondió ningún mensaje ni mostró la mínima
interacción con su legión de lectores.
Durante los primeros meses la cuenta no pasó de tener
cincuenta seguidores. Sin embargo un día, la cantante y actriz
Anahí, cuya cuenta en Twitter tiene actualmente 7 millones de
seguidores, compartió una de las publicaciones de la cuenta
@entrelosmuertos, de la que aparentemente era seguidora. Los
followers de la artista, en un movimiento cardumen, siguieron a su
vez la cuenta de @entrelosmuertos, multiplicando también el
número de publicaciones compartidas, las cuales se volvieron una
tendencia en Twitter con cierta regularidad.
La noticia trascendió el mero ámbito de la curiosidad anecdótica
cuando en una entrevista para una revista digital (de tecnología,
tendencias informáticas y redes sociales) ya desaparecida, el autor
Xavier Velasco confesó ser seguidor de la cuenta
@entrelosmuertos. Y entonces se alzaron los reportajes, las críticas,
los análisis y aquella célebre afirmación de Mario Bellatín de que
estábamos ante la novela posmoderna definitiva, de la muerte del
libro como bastión de la literatura y demás exageraciones por el
estilo. Pero nada, ni la popularidad ni la seriedad con que se
tomaron los textos, afectó en lo más mínimo las creaciones del
autor, ni su periodicidad ni su tono.
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El programa fue fuertemente criticado por la legión de fans que
tenía la cuenta @entrelosmuertos y el dueño del cibercafé amenazó
con demandar al programa por los daños a la imagen de su negocio
(pintas en la paredes que lo acusaban de usar el asunto como treta
publicitaria, “muerto de hambre” y otras más sentidas que sugerían
conductas homosexuales que no reproduciré aquí). También se
registraron casos de vandalismo cibernético que se repitieron una y
otra vez dirigidos tanto al programa como a la estación de radio
que lo trasmitía y su página oficial. El mismo dueño del café tuvo
un meme (imágenes con cierto formato regular con alguna frase de
texto) bastante popular que decía: Leave Ghost Alone!!! Mientras
tanto, los lectores, que ya se contaban por miles, debatían y
filosofaban sobre las publicaciones emitidas y la ausencia de ellas.
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que, efectivamente, los tuits estaban publicándose desde distintos
equipos e incluso sugirieron la posibilidad de que la cuenta pudiera
ser producto de un colectivo literario.
Los seguidores decidieron entonces compartir técnicas para
enmascarar sus direcciones IP y que las publicaciones, en caso de
emitirse de uno de sus equipos, fueran por completo anónimas.
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aquel fantasma errante que acechaba computadoras en dormitorios
de adolescentes? ¿Qué será de aquel fantasma, que quizás con
esfuerzo y fatiga tecleaba aquellos ciento cuarenta caracteres?
¿Estará en algún sitio, sufriendo, sufriendo ante el resplandor
enfermizo de una pantalla, ante la señal de error por una contraseña
que ya no le pertenece? ¿Sufre por que le hayan quitado la voz?
Sólo puedo concluir con que siento un escalofrío.
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Vincent: La sonrisa inmóvil
Puedes llamarme Patrick Swayze, ¿por qué no?; supongo que viste
La sombra del amor. O Vincent, ¿qué tal? Recuerda la escena del
metro, donde un fantasma que ni siquiera mencionan en los
créditos le enseña al protagonista a mover cosas. Llámame así,
como ese actor, Vincent Schiavelli. Es un buen nombre como
cualquier otro. También podrías dejar de preguntarme cómo
funciona todo esto. Estoy harto de inventarte cosas para que tú
sigas dejando la grabadora en su sitio todas las noches. ¿Quieres
saber qué pienso? Sé más o menos lo mismo de mi biología que lo
que debe de saber un conejo sobre la suya. Hago lo que hago: es
todo. Tú piensas que perturbo el aire en una vibración específica,
que uso mi mente en una especie de telequinesia para ondular el
aire y hacer llegar sonidos a este micrófono. Yo te digo que sólo
hablo y eso es para mí tan explicable y lógico como pensar que la
cinta magnética graba cualquier sonido, incluso los que yo emito.
Bueno, no tengo garganta, por lo que hablar no es propiamente lo
que hago, pero en fin, en fin, en fin, aquí estamos, ¿no es cierto?
Yo hablo, tú después me escuchas. Aunque yo no tenga cuerpo, y
aunque lo hagas sólo después de depurar el sonido en un costoso
estudio de grabación. Aunque estoy muerto, tú me escuchas.
Lamento ser tan poco interesante. A veces me hubiera gustado
ser parapsicólogo en vida, porque seguramente así te deslumbraría
con mis teorías del Más Allá. Quisiera poder tener la más remota
idea de por qué sólo algunos nos quedamos Acá y no todos, como
debería ser lo justo (aunque pienso en la sobrepoblación espectral
como una idea no muy divertida). También me gustaría haber sido
más sociable en vida y poder entrevistar a los muertos (debe de
haber en algún lugar seres milenarios o por lo menos famosos) y
traerte exclusivas. La verdad es que todo es exactamente como en
vida: vivo o muerto tampoco he conocido a nadie interesante.
Aunque hay fantasmas todavía más insulsos que yo. De hecho,
una vez conocí a alguien tan profundamente poco interesante que
su nula personalidad era ya algo digno de interés.
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La primera vez que lo vi, obviamente supe que estaba muerto, pero
tenía esa sonrisa. Los muertos no sonreímos; no tenemos por qué.
Morir es una cosa muy solitaria; los números están en tu contra, la
estadística. Quedarte Acá es tan estadísticamente improbable que
sería casi imposible que conocidos tuyos lo hagan también. Por
otro lado, la fraternidad forzada entre desconocidos vivos se da por
necesidades que los muertos ya no tenemos, así que no hay mucho
que hacer para relacionarte con los demás. Y los fantasmas nos
dedicamos a las rutinas terribles que teníamos en vida, quizás con
una mayor precisión y obsesión. No falta el fantasma glamoroso
que acecha los teatros, repitiendo líneas de obras que nadie verá. O
los suicidas, que de tanto en tanto repiten el acto, o el resto, como
yo, que toma las mismas rutas al viejo trabajo y pasa ocho horas en
el baldío donde una vez estuvo la fábrica de mofles. Otra vez no
me preguntes por qué; nunca entendí cómo es que los vivos
necesitábamos de cierta rutina para funcionar; menos aún sé por
qué los muertos las seguimos necesitando. Pero así es. Y es triste.
Por eso te digo que me sorprendió su sonrisa.
Lo segundo que me sorprendió fue su porte, sus ropas grises o
beiges, su caminar desgarbado. ¿Recuerdas la lección de biología
espectral que tú mismo me diste aquella vez que querías dejar una
cámara de video, como para hacerme tomar conciencia de mi
capacidad para manifestarme? Decías que una manifestación
psíquica de fantasma a fantasma permite vernos el uno al otro.
Curiosamente, nunca sabremos si esa manifestación que
proyectamos es realmente tal cual somos. Quizás nos proyectamos
jóvenes y guapos, en esa imagen ideal que todos tenemos de
nosotros, sin calvicies ni granos ni grasa ni defectos. Pienso que si
algún día se inventa un aparato para vernos, podrían grabar la más
triste pasarela de modelos, la más bella y triste. Y ya puestos, ¿cómo
nos vemos unos a otros si no tenemos ojos? Ah, también lo
explicaste: es que la manifestación es enviada directamente
(disculpa, me encanta la palabra que usaste) a la matriz ectoplasmática
de identidad, que es la encargada de procesar en el fantasma una
simulación de la vista y el oído. Si hubiera estudiado filosofía, ahora
mismo me estaría preguntando si no es toda la realidad post mortem
una simulación de mi matriz ectoplasmática.
Bueno, volviendo a nuestro asunto, él me preguntó mi nombre.
Y se lo dije (digamos que me presenté como Vincent). Él, sin
borrar la sonrisa (y entonces me di cuenta de que no era una
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sonrisa, sino más bien un gesto fijo en su rostro), me proporcionó
el suyo. Durante el silencio incómodo que surge en esas
circunstancias estudié sus rasgos. Y lo más curioso: no podría
describirlo con seguridad. Piensa en un rostro genérico, un rostro
cualquiera, y estarás pensando en su cara, tan olvidable…
Es raro ver a un fantasma ocioso y sonriendo. Me hizo pensar
en la posibilidad de fantasmas felices, fantasmas para quienes estar
muerto pudiera no ser tan malo, e incluso una ventaja. Yo tengo
años sin encontrar ninguna ventaja en mi circunstancia (y no me
digas que espiar el vestidor de mujeres es una; eso tiene el mismo
encanto que tú encontrarías en pararte en el escaparate de una
pastelería sin un centavo). Resultó, pues, que se trataba de un
fantasma nuevo, lo cual me hizo todavía más sorprendente su
sonrisa. El nuevo es siempre un dramático: lo niega, lamenta,
enumera los cabos sueltos de su vida, araña la lápida de su tumba,
se olvida de que está muerto, hace las cosas aburridas que hacía
cuando estaba vivo, recuerda que está muerto y vuelve a la rutina
de simular la vida, ahora con algo de autoconsciencia. Pero
entonces ya no olvida que está muerto: se le han acabado las
lágrimas y se le borra la sonrisa.
¡Imagina: un fantasma que ni siquiera había visitado su tumba!
Bueno, ya teníamos un plan para esa noche.
Más tarde, trepamos el muro del cementerio (si te han dicho
que atravesamos paredes como si nada, te han mentido; desde
luego podemos hacerlo, pero implica olvidar que tienes cuerpo y
eso es obviamente difícil de hacer, o por lo menos más difícil que
brincar un muro). Deambulamos por una serie de tumbas,
buscando su nombre entre las más recientes. No encontramos
ninguna, así que comenzamos a retroceder en fechas, aunque para
mí era una pérdida de tiempo buscarlo en tumbas con una
antigüedad mayor a diez años. Sería estúpido pensar que habría
pasado tanto tiempo sin percatarse de su muerte o identificar su
tumba. Pero seguimos.
Encontramos una cripta familiar, venida a menos. No puedo
decir que dejó de sonreír, pues no creo que haya sido capaz de
hacerlo. Más bien se le congeló la sonrisa en el rostro, mezclada
con algo parecido al pánico. Quiso entrar. Eso es doloroso:
atravesar barrotes. Pasas toda la existencia post mortem recordando,
recordando sensaciones, la forma de tu cuerpo, el sabor de las
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cosas, el tacto. Recuerdas tanto que la intensidad de tu memoria
suple la ausencia de sentidos.
Y de pronto atravesar algo sólido, algo tan simple para seres sin
cuerpo, se vuelve una tortura.
Observas los barrotes a través de tu cuerpo (o lo que tú
concibes como tu cuerpo), y entonces viene el recuerdo del dolor,
pero maximizado a la idea de frío acero pasando a través de tus
entrañas. No puedes olvidar que tuviste un cuerpo. No puedes: así
de estúpido y sencillo es. Yo por eso lo esperé afuera.
Pasaron unos segundos y entonces gritó y huyó. Me costó
trabajo alcanzarlo, y cuando lo hice no me acerqué. Gritaba como
un fantasma novato, pero sin articular palabras y gesticulando
salvajemente. Manifestaba una rabia animal, primitiva, mezclada
con un horror que le desfiguraba el rostro. Se calmó, de repente,
como si hubieran desactivado un switch, y comenzó a caminar
como si nada.
Me acerqué entonces nuevamente y vi la sonrisa inmóvil en su
lugar. Y ese porte de maniquí. Me dijo su nombre y me preguntó el
mío. Lo dejé plantado en la acera.
Regresé al cementerio, atravesé los barrotes de la cripta familiar
a pesar del dolor, pues tenía que mirar con mis propios ojos,
comprender el horror y, en el verdadero fondo de las cosas,
satisfacer mi malsana curiosidad.
Entendí entonces su caminar desgarbado, aparentemente
estudiado; pensé en su rostro que es menos un rostro que una idea.
Un hombre que es menos lo que fue que la idea de lo que debió
ser. Una apariencia proyectada… cada noche, abrumado por una
pena tan devastadora que lo hace olvidar, como si fueran las aguas
de un amargo Leteo, cada noche, ahogado en rabia hasta el
desvanecimiento, cada noche, por una eternidad…
Ante mí, tres féretros de piedra, sin adornos. Nombres
compartidos; seguramente eran familiares. Dos de ellos
evidentemente un matrimonio. El tercer féretro no era mayor que
una caja de zapatos: su hijo nonato.
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Nosotros fuimos los últimos
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La verdad es que muchos somos inocentes: nos levantaron a
media calle, nos sacaron de la cama enfrente de los niños y por
pura lástima dejaron que la viejita nos diera la bendición que no
sirvió pa ni madres; nos cerraron el paso en la parte más gacha del
viaje; a veces nomás nos llegaba el olor del cloroformo.
Entonces es cuando se ponía feo de a de veras: los golpes, la
encintada que te ponían para apenitas respirar. Las cosas que nos
gritaban, que éramos unas putas, que nadie le roba al fulano, que
mejor en pozole que de otro güey, que aquí era el terreno de
mengano, y entonces las tenazas… Sin lengua por hocicón o por
rajarse o por cantar, el desarmador caliente en el ojo por haber
visto lo que qué chingados te importa, las manos cortadas dedo a
dedo porque nadie le roba a zutano y el pinche olor a carne
quemada y a cigarro.
Y gritábamos, al principio, que ni madres, que no conocemos a
nadie, que pura madre le robamos al jefe, que a esa vieja ni mirarla
cochino porque sabemos de quién es y que usted es el bueno y
nomás somos amigos y hacerlo a usted chivo nunca. Pero eso
gritábamos hasta que se ponían serios. De repente recordábamos la
rebaja de la merca, haberle hecho ojitos al de la troca roja,
recordábamos bien cómo nos cruzamos la línea bien alterados con
la música bien alta. Recordamos clarito todo los que nos decían y
hasta se nos venía a la mente que habíamos hecho lo mismo a otros
güeyes, por lo que rogábamos un tiro o la degollada. A veces nos
tenían lástima: rapidito de oreja a oreja un corte que dolía una cosa
de nada comparada con todo lo pasado y venía ese calorcito rico en
el pecho; o un tiro del que ni cuenta nos dimos. Pero la mayoría de
las veces le daban largas, nos violaban, gozaban de cada grito, de las
uñas entresacadas con astillas y de los pies molidos despacio a
martillazos, del olor a carne quemada o de la sangre escurriendo
entre las piernas. A veces teníamos la suerte de ahogarnos con la
lengua, si la teníamos todavía.
La cara deshecha tras la cinta, los ojos reventados como huevos
crudos, la lengua en el suelo, pisoteada, sin manos o sin dedos o
quemados hasta el codo, sin cabeza, los pechos arrancados,
castrados. Y luego despabilábamos. Desde algún sitio extraño,
veíamos nuestros propios cuerpos empapando una sábana y un
último viaje.
Ahora, todo en calma, oímos, siempre con insomnio, ese sonido
mitad gárgaras, mitad zumbido. Recordamos cómo nos cortaba con
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una sierra eléctrica; ni un carnicero sería tan tosco. Arrojaba los
pedazos en un tambo de plástico, y todo nosotros se disolvía: ropa,
cartera, el bolso, identificaciones, la pistola con las iniciales, los
tacones, las cadenas.
Recordamos, todos, ese silencio en el almacén, contemplando
nuestros cuerpos en los contenedores, por días, desvaneciéndose
en ese lodazal rojo.
Creemos que no habrá ya ninguno nuevo, sólo nosotros. Hace
meses que ya no llega nadie. Queremos creer que nosotros fuimos
los últimos… Todos sentimos la culpa y la vergüenza de estar aquí,
los que no hicimos nada junto a los que nos lo ganamos a pulso.
Hace tiempo hubo un relajo. Hubo policías y doctores y gente
con rosarios y fotografías. Una viejita lloró media hora con un
puño de tierra roja bañada con lágrimas. Comenzaron las flores,
comenzaron las fotografías y las cruces (madera o metal; se
carcomen de todos modos); las fotos tenían nombres, fechas. Ya
nadie deja ni flores ni cruces ni fotos. Pero recordamos cada
nombre y cada fotografía.
Todavía hoy al recordar las fotos, intentamos reconocernos
aunque sea un poco en esos rostros intactos, sonrientes, con todos
sus dientes y dos orejas. Pero nadie lo consigue. Y ahora que nos
han dejado de buscar y nadie se ha marchado, nadie se siente
inocente ya.
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Vincent: La hoguera
Nadie habla de ello, nadie sabe siquiera si hay algo qué hablar sobre
ello. Excepto que ocurre. Pareciera que fuera la primera vez, cada
vez; e igual pareciera que siempre ha sido por los siglos de los
siglos.
Como insectos, como marea, como esquirlas imantadas por una
fuerza sobrenatural, comenzamos a reunirnos. Somos una multitud
insignificante, poco más de un centenar, pero ninguno de nosotros
ha visto a tantos de los otros juntos. Marchamos silenciosos en una
procesión de otoño, entre la hojarasca y la hierba que se marchita.
En el fondo nos perturba estar todos juntos; sentimos la atmósfera
electrificada.
Llegamos. No es un sitio particular, sólo una planicie. Basta
cualquier lugar mientras nos contenga. Una vez ahí, como una gota
de agua que busca su redondez, formamos un círculo. Nos
deslizamos poco a poco, apenas rozando la punta de los dedos de
aquellos que se ubican a nuestra izquierda y derecha. El círculo es
tan amplio como la longitud de nuestros brazos y nuestra cantidad
lo permite.
Entonces alguien deja su sitio y camina hacia el centro. Es 30 de
octubre y sabe que en todas las ciudades, en todo el mundo, por los
siglos de los siglos, esto ocurre, alguien habrá sido el primero. El
resto sembramos el suelo de lotos, sentados con las piernas
cruzadas.
Comienza a hablar y cuenta una historia, su historia.
Los vivos tienen la extraña tendencia a contar sus vidas en una
constante justificación. Nadie cuenta los pasos llenos de error e
irrelevancia. El comerciante de éxito comenzaría a contar algo
sobre un puesto de limonada o sus préstamos e intereses en el
intercambio de estampitas en el patio de su escuela. Un político
narraría su vida en sexenios, encuentros y zalamería.
¿Pero qué pasa cuando tu historia no se distingue de ninguna
otra? ¿Cuando no puedes contarla a través de hilos que se
extienden en prefiguraciones? ¿Cómo cuentas una vida que se
extiende desde la nada hacia la muerte sin sentido? Y entonces así
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comienza a hablar. Ningún acto vale más que otro, ninguna
anécdota prefigura nada, ningún hecho importante, ni crímenes ni
hazañas. Sólo una exposición al azar, enfebrecida. Habla de las
mañanas en que se lavaba las manos y el escroto con su propia
orina y nos inunda el aroma y un vago erotismo. Enumera las
películas que vio y cada uno de los sobrenombres de sus
compañeros en la primaria. Habla de los sueños en los que
destazaba a su jefe y a su madre y el olor a sangre no es una ilusión.
Sentimos el beso de ternura que le dio su hijo. Habla de mujeres y
es indistinguible para nosotros a quién amó u odió. Dice que murió
como si hablara de un mal día cualquiera.
Y pasa otro. Y otro. Llenos de tragedia repetitiva y absurda,
triunfos ridículos y una vanidad miserable. Desfilan uno por uno,
consumidos por placeres que los llenaron de culpa y sufrimiento. Y
también ebrios de castración emocional, penitentes orgullosos y
otros quemándose en el silencio de Dios.
Todos los que formamos el círculo en algún momento pasamos
al centro. Compartimos nuestras intensas, minúsculas, miserias y la
extraña maquinaria de nuestra alegría extraviada. La muerte como
un simple incidente.
Vuelvo a mi lugar, extrañamente vacío.
Mientras todos pasan surge algo, una estridencia que aumenta
de intensidad, una ligera inquietud, la oscura sospecha de que algo
en el centro del círculo está creciendo. Todos miran nerviosamente
al último orador.
Lo que sigue es una tormenta silenciosa. Allá dentro, en el
centro de nosotros, yace una hoguera invisible. Se siente el calor de
las memorias confundidas, del amor y los rencores. Ardemos ante
ella.
Ardemos sin tregua durante días, en un silencio perfecto, al
calor sofocante de emociones que no nos pertenecen. Amanece el
dos de noviembre. Despojados de identidad, apretamos el círculo.
Cenizas al centro. Todo está ahí.
Y tomamos aquello que nos pertenece. Las mezquinas alegrías,
el oscuro placer, las exultantes culpas y el amargo resentimiento.
Todos los rencores y el absurdo amor por cosas idas. Con
reticencia tomamos cada horror de nuestras memorias, las
vergüenzas, los triunfos insignificantes. No disimulamos la
ansiedad al tomar un recuerdo grato, ni siquiera advertimos el
terror que vendrá con conservarlo.
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Y nada hay de comunión, de ritual, de amor, entre nosotros.
Sólo la matemática precisa de la identidad, una mnemotecnia de la
tristeza. Venimos una vez al año a recordar quiénes somos, sin
siquiera saber por qué, a sentir la tentación de olvidar, a la amargura
de aceptar cada miserable alegría. A arder, a consumirnos, a
rescatarnos de las cenizas.
¿Este es el precio de seguir siendo yo? ¿Lo soy aún?
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El holocausto
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holocausto y arde y arde leve como brasa inmóvil de fuego antiguo
y un altar inmenso de podredumbre y entonces recuerdo a las
moscas que ofician en su vuelo el secreto pútrido del mundo todo
muere todo está muriendo y entonces grito desde los callejones que
son el centro del cosmos y río como los dioses hambrientos de
Gilgamesh y pienso y pienso en las moscas mis sacerdotisas de
todo lo que se pudre y pienso si no soy un dios que ha olvidado
demasiado y está aquí aquí aquí aquí hambriento sin fin y el mundo
todo el mundo todo arde para mí en una exhalación mortuoria que
es una alabanza.
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Vincent: La ciudad bajo mi lengua
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En el último tramo de la espiral, aparece. Mis ojos fatigados del
rojo moverse de la ciudad, de las siluetas y del grosero trazo del
maquillaje, no reconocen la figura. No reconocen si es ángel
terrible que niega la entrada al paraíso o Caronte prohibido que
busca el óbolo ácido bajo mi lengua. Lleva medias, falda escolar,
coletas, todo en complot de mi vista cansada y la negrura del último
callejón.
Pero la luz y la mirada atenta son despiadadas con las
apariciones como el tiempo lo es con la carne. El esqueleto en pie,
los estragos del crack en los labios quebrados, el cabello de ceniza,
las manos como zarpas, el pecho de frutos marchitos, las muñecas
arañadas.
Una voz cascada hace una oferta y surge un gesto de rechazo,
antes que de sorpresa, de mi parte. Una caricia, tan sensual como el
rigor mortis puede ser una sonrisa, recorre la niebla de mi cuerpo.
Otra oferta tan risible, tan amargamente derrotada, de
desesperación perfecta. Otra negativa. Su mano se mueve
confundida, agitando el aire en el sitio que debería ocupar mi
entrepierna.
Entonces es su cuerpo el que la traiciona, el cuerpo minado de
drogas y de años y de hambres. En un gesto animal se pone en
cuclillas y petrificado observo la humillación de la que
involuntariamente soy testigo. Aparto mis pies del líquido primero
amarillo y luego sanguinolento y el asco es el impulso final que me
hace escapar.
Detrás de mí, dos intentos brutales de ser mujer: arcilla color
carne torpemente modelada por varillas y maquillaje absurdo, ríen
como hienas, parte risa, parte burla y parte carroña. Pero de golpe
su risa se vuelca en grito por completo. Las tres, Euménides del
deseo.
Lejos, a la luz tranquila y humana de las calles conocidas,
comienza a llover. Abro la boca y los pulmones al recuerdo de la
pureza de la lluvia y el olor de la tierra húmeda. Libre. El óbolo
desintegrado en mi garganta.
34
Juan 8:12
37
Tras el fuego de mis párpados veo a tu Hijo con las manos
llenas de barro, aquel barro que mezcló con su saliva. Veo cómo
avanza, enorme, sus manos milagrosas resplandecientes de luz que
se posan como la Paloma sobre mis ojos. Todo luz y gentil toque
en la fragilidad de mis ojos muertos. Y entre el ruido, esos ruidos
terribles y magnificados por la ceguera, su Palabra toda luz y
exoneración.
Ni pecó éste ni sus padres sino que eso ha ocurrido para que las obras de
Dios se manifiesten en él.
Y recuerdo la fe en la agonía de cada atardecer. Dormía
llorando, conmovido, entonces.
Hoy remedo sus manos recorriendo mis ojos muertos buscando
la humedad huidiza de una lágrima.
Vino el otoño y el invierno le seguía los pasos. Nunca dejé de
visitar tu templo. Veía el rostro de tu Hijo, mirándome con una
piedad infinita. No dejé ni uno solo de los días que languidecía la
luz del mundo de arrodillarme a los pies de su cruz, rogando por el
milagro. Su cuerpo crucificado era una isla en un mar negro como
la tinta. Un faro, un resto de luz. Luego sólo quedó su rostro en el
mar umbrío, incesante. En la oscuridad de tu templo la noche se
volvió definitiva. Era Navidad.
Manos extrañas me condujeron a casa en medio del terror. En
medio de las lágrimas, de la fe que crujía dentro de mi pecho
oprimido, Señor, lo confieso.
Al día siguiente caminé por mis propios medios a tu templo.
Humildemente, en una peregrinación improvisada, dolorosa, de
lástimas, tropiezos y los sonidos del terror. A pasos penitencia y
extendiendo mis manos dando forma al camino.
Volví de la misma forma a mi casa y a otra noche de tu silencio.
Encendí una vela al crucifijo que recordaba sobre mi ventana.
Bogué la oscuridad cada vez con más firmeza, anclando mis
pasos entre los ruidos y el tacto. La campana de la escuela en
sincronía con sus barandales. La cabina telefónica y el retazo de
una conversación. Las irregularidades de la banqueta y el chasquido
de las luces al cambiar en el semáforo. La música del órgano
aumentando de intensidad al ir pasando los respaldos acolchados.
Los fríos pies del crucificado y tu silencio.
Y de regreso a casa, el crepitar de la llama y mi oración callada.
Cada día, cada noche.
38
Señor, ¿es éste el purgatorio? Extiendo mis dedos hacia la
oscuridad sin orillas. ¿Dónde estás, Señor, dónde estás?
Los días y las noches se deslizaron entre mis dedos con la
precisión de los granos en un reloj de arena. Todos textura y
sonido.
Pero tus caminos, Señor, son inescrutables. Aquella noche de
verano, tendido en mi cama cubierto de sudor, te pedí desesperado
una señal. Una brisa se coló por la ventana, toda olorosa a limones,
escuché las cortinas oscilando. Dormí en paz. Pero estaba la vela.
Las cortinas ardieron, los sillones, los muebles. Desperté un
segundo abrasado, con los pulmones fatigados de ceniza. Danzaron
tras mis párpados sombras rojizas, imposibles. Luego nada.
Todo frío. Hambre. Ceniza y tu silencio. Fue invierno para
siempre.
Ahora vago por noches infinitas y las sombras susurran
incansablemente palabras sin sentido, un zumbido persistente
como un enjambre. A veces siento en este valle inmenso el
escalofrío de un toque, presencias que se alejan como peces de las
profundidades.
Creo en ti, Señor. Eres la luz del mundo. Te seguiré buscando
en las tinieblas. En esta muerte.
Me traiciona el recuerdo de una tarde en mi niñez. Un
experimento infantil: colocaba una hoja de árbol traspasada por una
aguja imantada, flotando en un vaso. Lentamente la aguja marcaba
el norte. Pero una sola sacudida y se precipitaba hacia el fondo del
vaso, perdida.
Así inmóvil, esperaba dejando fluir las sombras a mi alrededor,
acallando el ruido vibrante. Algo sutil, una onda concéntrica en el
mar de negrura, un sonido pleno de armonía. Y recorría imantado
una cuerda tendida sobre abismos de extravío. Estaba en casa.
A veces caía, desconcentrado, y quedaba tendido y sollozante en
la noche sin orillas.
Otras veces eras tú, Señor, la imantación de mi corazón. Sin
barandales, ni cabinas, ni la fisura de banquetas, sin la sirena
malherida de un órgano, me sabía a los pies de tu hijo crucificado.
Y en sus brazos traspasados encomiendo mi espíritu. ¿A mí
también me has abandonado?
¿Es este infierno tu ausencia?
39
Vincent: El espejo negro
41
tierra. Cuando se despiden, tocan la lápida como un espejo negro
de mármol que separara sus manos. Miro sus rostros a detalle, casi
rozándose, como una estatua del dios Jano a la inversa.
Ambos se marchan del cementerio: uno a grandes zancadas, el
otro sencillamente deja de estar ahí.
Lo sigo; no siempre, pero a veces lo sigo. No me hace falta
hacerlo: su mente es transparente; sus recuerdos, claros y obvios.
Podría en cualquier momento y en cualquier instante pensar en él y
beber su memoria. Piensa en la memoria como un río en el que te
inclinas a beber y del que llevas agua a tus labios sin agacharte
completamente; entre tus manos va acunada una porción de
recuerdos; entre tus dedos se derraman poco a poco y al final
apenas humedeces los labios con una breve imagen mental. Podría
cerrar mis ojos y estirar mi mano hacia su mente y refrescar mis
labios... Sin embargo, lo sigo. Lo he seguido por años.
No, no es nadie especial. Es el amor a las sagas literarias, a las
series de televisión interminables, a los reality shows y a contemplar
trenes esperando un choque. Es vivir otra vida sólo porque la tuya
es insoportable.
Ésta es la vida que he seguido como un programa de tv: la niñez
de anodina normalidad, con sus dosis de crueldad recibida y
otorgada; los años de descubrimiento, donde la más perturbada
sexualidad no es sino la sombra de la psicosis tan naturalmente
humana; de la hipocresía y del odio disimulado, adolescencia la
llamamos. Crece, en esa relación tensa de sobreponerse al asco, el
asco de sí mismo, al asco por el mundo, por lo que se espera de él,
por lo que el mundo hace con sus planes. Esa eterna náusea de
simular que no sentimos asco por estar vivos, asco por lo que nos
pide el cuerpo, de nuestros instintos y por aquello a lo que
reduciríamos al mundo si pudiéramos soportar salir sin máscaras.
Maduramos en saborear ese asco hasta que se esfuma la sensación
entre los dientes apretados.
Son esos los pensamientos que me llegan como corrientes
oscuras de un meandro profundo. Corrientes de agua negra que se
desprenden en su paso apresurado por la ruta más larga hacia su
casa desde el cementerio.
Piensa, sin duda, en el suicidio.
Sin embargo, llega a casa. Su madre lo mira; no dice una palabra.
Hace años que aprendió a respetar el rito, a no decir feliz
cumpleaños, a no hornear un pastel o preguntarle por su comida
42
favorita. Lo deja subir, sin intentar retenerlo con palabras, a su
habitación. Lo mira por la escalera y frota sus sienes como si con
ello alejara sus pensamientos, como si con ello los arrugara como
hojas de papel y los arrojara a un rincón de su mente.
Él se recuesta en la cama, mira el ventilador del techo y la araña
que se mueve detrás como atrapada en un zoótropo. Piensa, piensa
muchísimo y duerme.
Un año después regresa a la tumba. Los miro. Cuando se va, lo
sigo de nuevo.
Recorre las calles como una espiral en cuyo centro le aguarda el
hogar. Sus pensamientos, furiosos torrentes de aguas negras, sus
veintisiete años, tan palpables y de una normalidad terrible.
Viviendo la vida, intentando ser lo mejor de lo mejor, esforzándose
en las calificaciones, en ser un deportista y ser feliz, amar y ser
amado, vertiginosamente consumido por la necesidad, esa
imperiosa pulsión de estoy vivo mi momento mi vida vivir al máximo carpe
diem la vida es un instante y una sola. Los años del ritual, aquellos
jornadas terribles de confesión... Aquel primer año cuando dejó su
juguete favorito al pie de la tumba; los rituales que siguieron,
cuando contó sus primeros amores y el patetismo de su corazón
roto; cuando enterró a ras de tierra los primeros poemas. Aquel
oscuro año cuando se sacó las vendas de las muñecas y pidió
perdón a gritos.
Se desborda. Y el cielo es un eco turbulento en sus presagios de
tormenta.
Los años que vinieron: las drogas, los reintentos de suicidio, la
tierra húmeda de lágrimas de vergüenza, arrepentimiento y lástima.
Las miles de noches solo y la terrible novedad de que no sabía o no
podía ser feliz.
Llega a casa casi a las once de la noche, agotado y sudoroso. Su
madre finge estar dormida. Ella sabe que busca confrontación, que
busca imponerle esos pensamientos. Es como si ella se ahogara en
el torrente que yo siento y supiera que sólo compartiéndolos
pudiera salir a flote. Como burbujas de un agua estancada rebullen
en su mente.
Él mira el techo, mira el ventilador. Y otra araña se mueve en su
zoótropo improvisado. Se descuelga inconsciente hacia las aspas y
desaparece al instante.
Desaparece al instante. Como si no hubiera estado ahí, como si
no hubiera estado nunca.
43
Piensa, piensa muchísimo. Yo miro sus pensamientos, fluyendo
como a través de cauces conocidos, o como si se destilaran a través
de un alambique invisible que nadie se había percatado de que
estuviera ahí hasta que se llena de líquido.
Y debajo, en la sala, en un sofá, una burbuja sale a la superficie y
revienta en la mente de su madre como una sentencia:
¿Y si hubiera vivido él y no tú?
Corre entre la lluvia de verano, en los últimos minutos antes de
la medianoche, corre, es feliz. Libre de la culpa, libre de una vida de
intentar ser feliz, libre de buscar satisfacción en ese horror, en esa
tragedia, libre de sentir satisfacción de estar vivo. Libre de ahogarse
en el asco y la vergüenza de existir en este mundo con la
responsabilidad y la condena de vivir “a la altura”.
Su madre tocará la puerta, preguntará por el ruido extraño que
hace el ventilador. Su mente se siente traicionada. Por un segundo
pensó en su hijo, su hijo pequeño. No el que está en su habitación,
sino el que yace en una tumba pequeña, sin motivos religiosos, en
el cementerio. Pensará en aquella noche en que debió nacer pero
vino al mundo muerto. Pensará en su propio miedo cuando cuatro
meses después descubrió que estaba embarazada de nuevo y
pensará también ya no en el miedo sino en el terror de la noche del
primer aniversario luctuoso cuando otro niño vino al mundo, esta
vez respirando y disipando el horror con la nota aguda de su llanto.
Pensará en todo eso, entre la devastación de una puerta no
asegurada, una nota garabateada y el espectáculo del cuerpo de su
hijo girando lentamente colgado del ventilador.
Y entre la lluvia que nadie puede sentir excepto nosotros, esa
fría lluvia de los cementerios, al pie de una lápida, dos figuras se
miran fijamente. Una murmura, con la voz inexperta de los recién
muertos, torrentes de imágenes y un traslúcido e incomprensible
regocijo y la redundancia de una idea fija: eternidad, juntos.
Y la otra figura se sorprenderá al ser mirada por primera vez. Se
sentirá desnudo en su belleza de vida no vivida, de vida soñada
pero rota. Tan bello como un ángel de mármol, siendo ambos la
alegoría perfecta de una belleza que no existe. Pero sostendrá la
mirada. Le opondrá la suya de claro significado.
Te odio.
Un relámpago y nada más, como si nunca hubiera estado ahí, el
fantasma de una inexistencia.
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Los mundos se acaban
Voy a dejar que el agua fluya. Será un corte preciso. Uno solo. Será
como dormir. La tibieza de la sangre desapercibida en el agua
helada. El escozor de la navaja en los muslos entumecidos será
nada. Relámpagos apenas a través de la neblina de narcóticos.
Pienso en los arabescos finales, la extraña firma de mi sangre en
una cursiva roja. El último mensaje de un destino críptico, que
poco a poco se difumina en el tenue vino que llenará mi crisálida
líquida.
Cuando el agua se convierta en vino estaré muerta.
Cuando encuentren mi cuerpo le pondrán tu nombre a mi
desesperación. Pero, amado, tu nombre resbala de mí como el
deseo cuando te marchabas. Fueron los sueños mi desesperación.
Fui feliz, amado. Te vi venir cuando no esperaba ya nada. Te
recibí entre mis dolores familiares, mis rutinas amargas, el café de
las tardes y mi llorar frente al espejo del baño. Te vi venir, aceite de
luz, frágil. Te miré como se miran los castillos de arena, las
mariposas y la sorpresa de los colibríes.
No lo entendiste, amado. Fui feliz contigo. Me hiciste
inmensamente feliz. Fuiste la poesía de mis sentidos y el amor
(mírame, mírame a mí, por Dios, hablar de amor). En esa patraña
que es el destino, ese universo de ficciones, ese sinsentido de
existencia, fuiste tú la clave.
Te amé como a nadie. Y entonces cerré de golpe la ventana de
mi corazón.
No te pido que me perdones, que lo entiendas siquiera. Me
viene absurda la memoria de tu voz atravesando la puerta de mi
casa y haciendo vibrar el humo de un cigarrillo que moría
lentamente en mi boca como en la tuya el llanto.
45
Fui feliz contigo. Y fui también una extraña. Me moví por las
ternuras de nuestro encuentro, hechos de guiños, poemas y
canciones; me moví a través de ellos, como en un campo plantado
de cristal. Era un sueño y sentía la tensión de los hilos.
Fui infeliz, antes de ti. Tan desesperadamente infeliz y estuve
tan profundamente sola, que cuando llegaste todo fue extraño.
Toda la felicidad era un guión a interpretar. Un escenario dado en
el que no pude actuar por mis indisimulables cicatrices.
Pienso. Mis cicatrices. Ninguna es visible y sin embargo, me
marcan más que si me atravesaran el rostro. Pienso. Y miro la
cicatriz en mi muslo que no tendrá tiempo de formarse.
Y te pienso, sin amor, ese viernes de madrugada, solo.
Pensándome a través de los muros que erigí entre nosotros, de
silencio y distancia, te pienso pensándome, y te pienso sin amor,
amor.
Porque los mundos se acaban, amor.
46
Vincent: Flores rojas
47
Otro hombre le acercó una cerveza y le dijo que la mujer regresaría
en un momento, pues había ido a comprar el desayuno.
De pronto, era uno más del grupo. Las anécdotas picantes que
involucraban a la mujer ausente lo animaron a contar las suyas.
Ficciones incomprobables de las que se sentía orgulloso de contar:
conquistas, peleas, borracheras interminables (aderezó las que
siempre usaba y archivó las nuevas para futuras conversaciones).
Hasta anexó una historia a la nutrida colección de la anfitriona, y
fue recibida con carcajadas.
Por dos largas horas fue otra persona; el peso muerto del arma
era parte de la escenografía.
Tocaron la puerta. Al instante recordó para qué estaba ahí.
Guardó silencio y pensó en un pretexto para marcharse. Pero ella
lo miró con desconfianza: de las cuatro personas en la habitación, a
él no lo conocía. Él se acercó a ella, para presentarse, pero recordó
que los hombres daban por sentado que ya se conocían. A pesar de
ello, sin decir nada, la tomó de la mano.
Lo siento.
Sin soltarle la mano, llevó la propia hacia el arma. Los hombres
a su espalda no se percataron de nada. Apoyó la punta del
silenciador justo debajo del seno izquierdo.
Disparó.
Ella lo miró, sorprendida, incapaz de articular palabra mientras
el brillo de sus ojos se extinguía. Una gota de sangre surgió de su
boca y cayó en su escote.
Una flor de su vestido lentamente se tornó de un color vino. Su
cuerpo, menudo, se sintió ligero contra el pecho de su asesino.
No supo cuál de los hombres le gritó primero. Tampoco supo
en qué orden cayeron, uno tras otro, después de recibir un disparo
en la cara cada uno. Sin ningún quejido.
Cuando su mente comenzó a aclararse, estaba rodeado de
cuatro cuerpos. Parecían haberse quedado dormidos, con las
botellas vacías justificando sus posturas absurdas. Pero estaba la
sangre. Sólo la mujer no parecía dormir, con la sangre resbalando
en el nacimiento de su escote y su mirada opaca como un reproche.
Removió la alacena, los cajones y, frente al cajón de la ropa
interior, desistió. Nadie creería que fue un robo que salió mal, ya no
tenía importancia.
Se acercó a la puerta, esquivando los cuerpos de los durmientes
y los charcos de sangre que crecían debajo de ellos. Si los disparos
48
se hubieran oído, ahora mismo habría policías. No hubo ruido
alguno. De no ser por la sangre, habría parecido que descansaban.
No lucía como una masacre.
Miró el arma, parado entre los cuerpos. ¿Esto era matar?
Cuerpos que se desploman como títeres a los que les cortaran las
cuerdas de golpe. La sangre, no tibia ni saliendo a borbotones, sino
como fugas, manchando el suelo. Una sangre fría, manando sin
entusiasmo. No las llamaradas rojas en las paredes, la masa
encefálica, la mutilación al detonar el arma y el trueno.
No sintió pasar el tiempo. No oyó la llave de la puerta abrirse
hasta que fue demasiado tarde. Pero ahí estaba, con once años
apenas, un niño viendo el cuerpo muerto de su madre. El grito se
fue formando en cámara lenta, gesto a gesto. No estalló. Por un
segundo el marco de la puerta pudo ser el borde de un espejo: dos
niños se miraban con aparente sorpresa.
Finalmente, el asesino reaccionó y con su mano derecha tapó la
boca del otro niño ignorando las mordidas y cerró la puerta.
Estaría lejos cuando encontraran el cuerpo, le dijeron.
Trató de pasar por alto los dientes que lo mordían mientras
apoyaba el arma en la nuca del niño. No lo logró. La bala se llevó el
meñique al salir entre los dientes. No gritó como tampoco lo hizo
el niño. De nuevo, el silencio se impuso. Apenas un imperceptible
gorgoteo.
No soltó el cuerpo sino hasta que sintió la sangre pegajosa por
encima de sus piernas. Casi sonrió cuando lo inundó la calidez de
su propia orina entre ellas.
Se sentó, recargado a la puerta, empapado. Aspiró
profundamente. El olor a caucho quemado se mezclaba con el de
su orina. La sangre no huele a nada. Mienten.
Allá, lejísimos, ladró un perro, como un sonido fantasma.
Rellenó el cargador del arma; le habían dado municiones de sobra.
Cuando salió de la casa aún quedaban restos de luz en la tarde.
No se topó con nadie durante varias cuadras. Un corredor lo
vio al dar vuelta en una esquina y si su cambio de ruta tuvo que ver
con las manchas de sangre que veía no lo demostró. Le disparó por
la espalda. Cayó sin ruido. Se acercó al cuerpo y le vació el cargador
en la espalda. Flores color marrón creciendo en el verde de su
camiseta deportiva.
Lo siguiente que supo fue que estaba encerrado en su casa. No
había encontrado a nadie más en el camino. Era ya de noche y
49
afuera la calle estaba silenciosa. Y minutos después la oscuridad
desapareció en una transición de rojos y azules y el sonido irritante
de radios mal sintonizados.
Piensa que saldrá de aquí con el arma en las manos y disparará a
todos los policías. Le darán un tiro, o dos, o tres; seguirá
disparando. Balas disparadas en un azar despiadado. Flores rojas
que nacen de improviso y telarañas de un segundo en cristales que
estallan. Las sirenas en extraña sincronía, una sola nota aguda,
canto de su homónima y tiempo detenido. Tarde o temprano
acertarán el disparo fatal, confundido entre las detonaciones. Como
un resplandor de gloria.
Así que se levantó, sintiendo la ropa rígida de orina y sangre
seca. Quitó el silenciador del arma.
Abrió la puerta de golpe y apuntó hacia adelante. Disparó una y
otra vez. Siguió disparando incluso cuando la razón y la memoria le
decían que el cargador estaba vacío y siguió disparando. De pronto
se dio cuenta. Ni las sirenas gritaban ni vidrios estallando; ninguna
detonación se escuchaba. Los policías se movían a su alrededor sin
notarlo. El mundo entero era una pantomima de luces rojas y
azules y de un silencio perfecto y sobrecogedor.
Miró el arma soltar humo del cañón.
Ahí, lejísimos, en un cuerpo crecían flores rojas. Quizás cientos.
Sin embargo, una rosa, pequeña como un botón, crecía en la frente
del cadáver. Su frente. La primera bala disparada.
Desde entonces, vaga por los callejones de un infierno sin
sonido. Un infierno sin quejidos ni lamentos. Ni detonaciones. Un
infierno donde los muertos siguen de pie, por más disparos que
acierte en su nuca. Y las únicas flores de sangre que crecen siguen
prendidas de su cuerpo.
50
El oleaje tras los párpados
Sí. Eran mis hijos y los maté. Ellos nunca dormían; sólo simulaban
hacerlo. Apenas se dejaban caer sobre la cama que compartían
comenzaban a gruñir. Al principio al oírlos pensé en cerdos o en
asnos, aunque poco a poco reconocí pautas como si conformaran
un extraño lenguaje. Mi mente no entendía lo que decían, pero mi
carne sí. Mi cuerpo temblaba y todos mis vellos se erizaban en un
escalofrío, como si esos ruidos animales formularan blasfemias sin
límite.
Yo me encerraba en el baño y con un trozo de espejo los
espiaba, viendo apenas por el rabillo del ojo la delación de su
verdadera apariencia. Era como si su piel fuera de pronto como
esas transparencias que emana el asfalto caliente, permitiendo ver a
las criaturas que los habitaban. Llena de terror esperaba a que
amaneciera. A veces me armaba de valor y me acercaba, ignorando
su galimatías. Mis niños aparentaban descansar apaciblemente,
bellos, rubios, lozanos, idénticos, pero algo detrás de sus ojos
rompía la armonía, una sugerencia monstruosa de lo que se retorcía
en su interior…
Recuerdo con asco sus párpados casi transparentes,
temblorosos, como una leve película de seda extendida sobre una
montaña de gusanos. Las voces aumentaban de volumen con el
movimiento de sus ojos. Yo los miraba, congelada, sintiendo la
maldición de sus palabras, de su cadencia hipnótica, hasta que
despertaban, sobresaltados.
A la luz del día parecían normales, mis queridos niños. Pero
algo en el crujido del cereal, algo en sus ojos cuando parpadeaban
más de lo necesario, alertaba a mi cuerpo tenso por las noches en
vela. En los entresijos de su risa se hallaba la disonancia de su
ternura.
51
Antes, sólo su cabello y sus ojos me recordaban a su padre
apenas. Ahora lo invocan en un casi indetectable rictus de sus
labios cuando ríen, completamente cargado de burla; lo invocan en
su postura arrogante.
Cuando están despiertos veo en sus rasgos las burlas, el
menosprecio, los pasos de su padre que se fue. Cuando anochece y
los veo dormir y me siento sobrecogida de terror, me torturo
recordando sus carcajadas crueles…
Ellos también se ríen de mí, del temor de Dios. Son como su
padre aun cuando son completamente distintos a sí mismos.
Los bordes de la noche se fueron haciendo cada vez más
imprecisos. Mi vista vigilaba los espejos, viéndome a mí misma
lentamente devorada por la fatiga. Mis ojos hundidos en sus
cuencas eran pozos de lucidez y alarma.
Comencé a llevarlos a misa todas las tardes. Me tomaban de la
mano y me sonreían. Yo apenas contenía el asco de pensar unas
manos porcinas aferrando mis dedos. Su risa y sus blasfemias eran
como esos silbatos para perros, de un diseño específico para mi
tortura singular. Evitaba mirar nuestro reflejo en el espejo
improvisado de los escaparates y puertas de cristal. Mis ojos me
dolían de tanto apretarlos para no ver nada. La boca me sabía a
metal por las encías apretadas.
Los vi, cada día, persignarse, darse la paz con todos, como un
juego infantil. Yo miraba aterrorizada la inocencia de los que
recibían el escarnio de sus abrazos, la sorna en su manera de
estrechar la mano, la sonrisa envenenada detrás de su la paz sea
consigo. Me perturbaba el brillo de lascivia en sus ojos cuando veían
a otros tomar la hostia.
Aquel día imploraba a Cristo en silencio, recordando su amor
por los niños. Sentí que algo taladraba mi nuca y me obligaba a
girarme. Eran los ojos de mis niños, su leve sonrisa. La iglesia
estaba vacía desde hacía varios minutos y ellos esperaban. Su larga
sombra con el sol vespertino me envolvía. El eco de su carcajada
ratificó el vacío, la impotencia de los brazos crucificados.
Cumplirían siete años en dos meses.
Volvimos a casa. Ellos subieron sin desvestirse (todos de
blanco) a tomar la siesta. Yo caminé por la casa, subiendo y
bajando las escaleras, haciendo surco de la sala a la cocina,
persignándome, recitando oraciones que apenas sabía y sintiendo el
52
fuego de su risa que emanaba del dormitorio de los gemelos. En
algún momento de la noche me di por vencida.
Rompí todos los espejos.
Me acerqué a ellos, tan pacíficos, tan inocentes, tan puros.
Niños de seis años. Toqué su cabello rubio como de ángeles.
Comenzaron a gruñir. Se reían. Se reían de mí, de mi ternura
estúpida, del engaño de su sueño. Murmuraban en su lengua
demoniaca; aun sin entenderla era transparente para mí a su asco,
su menosprecio y su burla.
Saqué entonces del bolso el espejo pequeño con el que los
espiaba. Jamás los había visto tan de cerca a través de él, no sin
estar refugiada en el baño. Lo dejé caer, temblando mis manos por
el atisbo de infierno que había visto en el espejo. Apenas escuché
cómo se rompió.
Bajé la mirada, derrotada. Un trozo afilado me devolvió los ojos
cansados, rojo sobre negro, de mi rostro macilento. Acepté la señal.
Traspasé cuatro veces un párpado, rápido, sin vacilación.
Gritaban.
Se incorporaron llorando. Nada se movía ya tras sus párpados.
Lloraban sangre. Pero debajo de su llanto inocente, debajo, como
un lobo con piel de oveja, su risa y sus gruñidos. Toda la magnitud
de sus blasfemias.
Los estrangulé, uno por uno. Nunca supe en qué orden, a quién
perteneció el horror de oír la muerte de su hermano. Apreté sus
gargantas hasta que sus rosados rostros se volvieron grises. Pero las
risas no callaron.
Me había cortado con el espejo y tenía las uñas rotas. Y la
certeza de la infección demoniaca. Cerré mis ojos sabiendo que
algo se agitaba, navegando por mi cerebro y el sereno oleaje de mis
párpados. Corté mi garganta.
53
Una enfermera dejó mal ajustada la correa que aseguraba mi
mano izquierda. Mordí mi muñeca hasta que las venas saltaron
como cuerdas de piano y sentí que la sangre llenaba el piso. Sentí el
mundo, las risas, perderse como a través de muros de algodón y la
luz y la sangre disolviéndose en oscuridad. Me desvanecí.
54
Vincent: Para morir entre extraños
57
Las fiebres en la selva de las que casi no regresa y del hachís en la
India. Cientos de ciudades inmensas y miles de pueblos sin
nombre, quince años errándolos.
Ha envejecido en un instante, pero su voz adquiere un vigor
ausente de duda o dolor. Con un amor que no merecieron París o
Roma, describe un pueblo de piedras y cabras, la torpeza inocente,
diccionario en mano, de esa turista en aquel pequeño café. Detalle a
detalle reconstruye la conversación primera, la sorpresa de la lengua
materna compartida, el servicio de guía improvisado. Con el mismo
amor de los mapas describe la ruta de sus caricias encontradas, la
geografía de su cuerpo y los ríos de cabellos apelmazados en el
sudor de su pasión. Y su voz se rompe en la palabra azahar al
describir el cítrico perfume de su cuello.
¿Cómo será habitar un sueño que apenas puedes recordar?
Imposible azar. Ella venía de la misma ciudad donde él nació.
Siguieron las ciudades revisitadas en el fresco asombro de los ojos
de ella y las noches del invierno europeo juntos. Con ella a su lado
deshizo los pasos hacia su tierra natal.
Una voz rota surge de un cuerpo joven y demacrado, llena de
resentimiento. Cuenta los veinte años que sobrevinieron, las dos
décadas de trabajar en la escuela de idiomas, viajando únicamente
con la lengua. El amor, el amor hermoso pero confinado en
horizontes insignificantes, a la ciudad gris y el ocaso naranja. Y los
hijos como anclas en esta tierra. Y la certeza de que moriría a
menos de veinte kilómetros de donde había nacido.
Sus formas siguen yendo y viniendo; ya no sólo su apariencia y
su voz se confunden… De pronto no reconozco si es risa o es
llanto lo que somete su narración.
—Alzheimer —murmura, trasmutando. Desmesuradamente
abre los ojos, como si quisiera que en ellos mida yo la magnitud de
su tristeza.
Sus manos tiemblan y esconde el rostro tras ellas. Todo su
cuerpo tiembla y las imágenes se transfiguran. Un llanto de recién
nacido mezclado con una risa senil y cansada, sin frontera definida.
—Alzheimer, Alzheimer, Alzheimer.
Se perdió un día. De pronto no supo encontrar el camino a su
casa, un camino de pasos repetidos durante veinte años. Miró la
ciudad, desconcertado. La ciudad espantosamente familiar que lo
extraviaba.
58
Vinieron noches desveladas ante mapas. El diagrama de la
ciudad, la casa remarcada de rojo, las rutas comunes trazadas de
negro. Y los mapamundis, y el diario.
Anotó todas sus rutinas, aprendió a guardar todo siempre en el
mismo sitio. A no olvidar. Aprendió a leer su diario todas las
mañanas, como un rito.
Hizo las maletas lentamente. Vería el mundo una vez más.
Los aviones sustituyeron a los barcos. La tarjeta de crédito al
amasijo de billetes extranjeros. Los taxis a sus pies. Pero nada
sustituyó a la maravilla.
Confió en el diario el viento con aroma a sal que lo despertó en
el Mediterráneo, el aliento helado en las montañas, el terror de
despertar enteramente confundido en hoteles de nombres que no
podía leer. Escribió cada vez que pudo sobre la calma de su
cruzada sin memoria ni rastro.
Los paisajes, la respiración contenida en ciudades de acero y
cristal, la antigua piedra de murallas, arena dorada y blanca. La selva
y la montaña.
El diario creció, se multiplicó; fue la parte más grande del
equipaje. Una docena de cuadernos anotados. El diario cruzó el
Sahara en su propio camello.
Durante las noches de fiebre en la selva los cuadernos y los
mapas cercaron su sueño delirante; sueños donde el mundo era una
tienda de modelos en miniaturas. Un sueño donde la torre Eiffel
estaba junto a la Casa de la Ópera y el Kremlin cercado por
Stonehenge y los ríos eran tinta azul. Sueños donde él recorría una
ciudad con nombres incomprensibles en las calles y el olor a una
flor sin nombre lo perdía.
El bote en que viajaba hizo aguas en las costas de Madagascar.
Le entregaron sus diarios ilegibles por la sal. Los mapas con la tinta
emborronada. Apenas y él mismo sobrevivió al viaje. No lo hizo su
lucidez.
Vagó los últimos días que le quedaban por las playas de arena
blanca, atisbando un continente que bien podría ser cualquiera.
Se tendió con el mar lamiendo su silueta, vio el delirio del
mundo en su cabeza por última vez: un globo pequeño y fatigado y
repetido. Y maravilloso.
Sintió, como un geoposicionador en el corazón, las coordenadas
feroces: no podría estar más lejos de su tierra que precisamente en
59
ese punto presentido. Cerró los ojos y se dejó llevar por un
repentino olor a azahares.
60
Mariposas de polvo
61
insomne, desesperado. Y temiendo que de haber concluido mi
obra, fuera un esbozo críptico de mis noches en vela y la exacta
posición de la carcasa podrida de mi cuerpo.
62
Ciento cuarenta días
¿Has pensando en eso que hacen los cristianos? Eso: decretar para
que algo suceda. Sus deseos, sus buenas intenciones; los enuncian
precedidos de un contundente yo decreto. Salud, paz, éxito en sus
empresas. Yo decreto…
¿Existirá entonces un yo decreto retroactivo? Decretar no
programando las esperanzas en la futura buena voluntad de Dios,
sino los hechos pasados. Un decreto que fije los bordes de ese
pasado móvil que no admites. Un decreto que brinde conclusión,
que en cierta forma nos condene a la desesperanza de no olvidar.
Yo decreto aquí, sin más respuesta que el zumbido de esta
grabadora olvidada, mi historia.
63
Mi cuerpo se tensó y, mientras un incierto horror me invadía,
busqué tranquilidad en el foco del techo. Una intensa luz me
cegaba, pero poco a poco mis ojos se acostumbraron a ella y una
visión invertida de la habitación se fue materializando en el techo:
el tocador horrible, las sábanas revueltas, el hombre aún recostado
y la mujer vistiéndose. Excepto yo.
Yo no estaba en el reflejo del techo. Busqué mis manos frente a
mí, el resto de mi cuerpo; tampoco podía verlos. Era yo
perfectamente invisible.
La mujer se despidió y se marchó. No fue sino hasta ese
momento cuando el hombre se levantó, totalmente despierto,
como si todo el tiempo hubiera fingido somnolencia. Lo vi ridículo,
en calcetines, entrado en carnes, velludo, de cuarenta años o
treintaicinco muy mal llevados. Se duchó con la puerta abierta y se
vistió después con un traje negro que yacía cuidadosamente
colocado sobre una silla. Al salir vaciló ante la puerta un momento:
junto al marco había un calendario de hojas; arrancó una y
descubrió lo que seguro era el día correcto, 17 de octubre. Miró su
reloj, a todas luces caro, y salió finalmente de la habitación.
No me quedó otro remedio que seguirlo. Subí al asiento de su
coche: sin siquiera darme cuenta, en un momento estaba frente a la
portezuela y al siguiente estaba en el asiento del copiloto. Quedé
sordo y ciego cuando el mediodía apareció de golpe tras la cortina
metálica de la cochera y el espantoso ruido del mecanismo.
¿Quieres juzgar el carácter de un hombre? Observa cómo
conduce.
Estábamos en las afueras de la ciudad y la velocidad no menguó
en nada cuando llegamos al centro. Sentí un ligero escalofrío por
los insultos y groserías, no por su nivel o cantidad, que eran
francamente considerables, sino porque no abandonaban el interior
climatizado del vehículo. Es comprensible que un hombre insulte a
otro en todos los niveles de vulgaridad posible; hay algo de
catártico y de agresión consensuada en ese intercambio. Pero ¿qué
dice de un hombre el que ese menosprecio no sea más que un
monólogo cargado de bilis?
Lo peor era que parecía que esa actitud no estaba limitada al
ámbito de la conducción.
Pasé las siguientes horas viéndolo en una oficina, sin descifrar
cuál era su trabajo. Llamadas plagadas de un argot intraducible,
notas crípticas en hojas sueltas y al final de la jornada unos tragos
64
en un bar, una supuesta convivencia realizada al parecer con la
misma mecánica indescifrable de su trabajo en la oficina.
Por fin, ya bastante tarde, condujo a casa. Una casa modesta,
con un jardín sencillo pero esmerado, sin esa artificiosidad de
arbustos cuadrados o plantaciones simétricas. Las ventanas estaban
iluminadas por la luz oscilante de una pantalla de televisión. El
hombre bajó del coche y al tercer intento consiguió meter la llave
en la cerradura. Una mujer en bata se revolvió inquieta en el sofá
frente al televisor, seguramente con el sueño interrumpido por el
ruido de la puerta al abrirse. Apenas hubo un intercambio de
miradas y ambos iniciaron una rutina a contrarreloj. Él se fue
aflojando el nudo de la corbata, se quitó el saco del traje y lo dobló
en movimientos parsimoniosos para colocarlo sobre el sofá;
atravesó la sala hasta el baño y se lavó las manos
interminablemente. Afuera, escuchaba a ella ir de un lado al otro de
la cocina, el sonido de aceite en una sartén y el entrechocar de
recipientes. El hombre salió del baño y caminó con lentos pasos
hacia el comedor, apenas iluminado por la luz que llegaba desde la
cocina. Se sentó rígidamente, tamborileando los dedos sobre el
cristal y mirando el reloj, como una pantomima de impaciencia, y
dejó escapar suspiros de contradicción. Yo, sentado en el lugar más
próximo al hombre, podía ver una parte de la cocina. Sobre una
mesa, en recipientes de plástico, había ya ingredientes picados,
quizás para ahorrar tiempo; también era obvio, al no haber
escuchado verter ningún líquido, que las ollas estaban esperando de
antemano que encendiera el fuego de la estufa. Ella seguía de un
lado a otro, con movimientos nerviosos que se multiplicaban con
los suspiros quejumbrosos del hombre, y en menos de quince
minutos tuvo la cena lista.
El vapor de la sopa de vegetales que constituía la entrada se
elevaba ya frente al hombre. Ella estaba de pie junto a él, con cierto
aire de satisfacción en el rostro.
—No tengo hambre. Como me quedé hasta tarde en la oficina,
pedí algo de sushi.
Ella lo miró. Es difícil decir lo que había en los ojos de esa
mujer. Algo como una queja estuvo a punto de formarse en los
labios, pero huyó como esos pájaros que escapan si se les presta
atención. En su mirada inescrutable se agitaban demasiadas
emociones: una decepción casi esperada, una resignación. Bajó el
rostro y retiró el plato. No sé si fue ese estado de indefensión, de
65
tristeza asumida, lo que me hizo verla de nuevo, detalle a detalle:
aún no debía de tener los cuarenta, aunque cierto cansancio en sus
gestos sugería que sí; su cabello era de un rubio salpicado de canas,
como oro con vetas de plata; sus rasgos eran hermosos y hubiera
podido quitarse diez o quince años de edad con sólo un poco de
maquillaje; bajo la bata se adivinaba un cuerpo delgado y
armonioso, pero no había ninguna sensualidad en sus movimientos
nerviosos y tristes. Quizás lloró, pero el sonido de su trajinar en la
cocina no dejó que lo percibiera.
El hombre se marchó escaleras arriba y yo quise quedarme en la
cocina, para observar mejor a la mujer. Fue la primera vez que
ocurrió lo siguiente.
Un dolor de cabeza, que parecía surgir en oleadas de mis ojos,
fue tomando fuerza. Los bordes de las cosas parecían temblar y la
luz subía y bajaba de intensidad radicalmente. El sonido eléctrico
del refrigerador iba llenándolo todo. Sentí una intoxicación mental
y, guiado por una intuición no sé bien de dónde surgida, me
arrastré a gatas, incapaz de caminar, escaleras arriba. Cada escalón
aminoraba los extraños síntomas, y cuando estuve en el baño
habían desaparecido por completo. Levanté la mirada sólo para
verlo a él, tranquilamente sentado en el inodoro, con la puerta
abierta.
En unos momentos se fue a la recámara. Una enorme cama
matrimonial de colores oscuros llenaba la habitación. El hombre se
recostó en ropa interior y después de algunos minutos entró ella.
Llevaba puesta un pijama casi infantil en su recato y hecha un
ovillo se acostó sobre la cama, lo más posiblemente alejada de él.
Yo miré a ambos dormir y pasé toda la noche pensando en
ciertos hechos constatados. Yo era invisible, intangible y al parecer,
en vista de haber pasado el día sin probar alimento y no haber
sentido la mínima apetencia de la sopa que le sirvieron al hombre,
no estaba necesitado de sustento. Tampoco sentía mucha urgencia
de dormir o descansar mi ausente cuerpo. Entonces, primer hecho
constatado: yo era un fantasma.
El otro hecho era que algo me tenía ligado a este hombre, pues
evidentemente no podía alejarme de él sin sufrir de esa extraña
tormenta cerebral. Tiempo después experimenté para trazar los
límites de esta dependencia. No podía perderlo de vista y yo, a mí
vez, sólo podía permanecer en su rango visual.
66
Los días pasaron. Había una extraña rutina. La casa parecía
habitada por otro fantasma en las mañanas. Un fantasma que
colocaba la ropa limpia en el baño, perfectamente planchada; que
dejaba unos zapatos cuidadosamente engrasados frente al sofá de la
sala; que ponía en marcha la cafetera eléctrica y una taza limpia
frente a ella. Un fantasma de cabello rubio que miraba desde una
ventana cuando el coche se marchaba.
Por más que me esforcé jamás entendí a qué se dedicaba el
hombre. Excepto que era bueno en ello y mucho se debía a su
prepotencia y falta de consideración hacia los demás. Todo era
llamadas, anotaciones, otras llamadas sobre las anotaciones y así
progresivamente.
Otra rutina, aunque no diaria, eran los viajes al motel, a media
jornada laboral. No era un hombre exigente. Sencillamente salía a
las afueras de la ciudad y recogía a la prostituta que estuviera más
cerca del motel al que siempre entraba. Si alguna vez repetía
prostituta, no dio señales de notarlo.
Las tardes tampoco variaban mucho, y las salidas al bar no eran
rigurosamente todos los días.
Esto último generaba que la parte menos rutinaria del día fuera
la vuelta a casa.
El hombre llegaba a cualquier hora del trabajo. Su mujer vivía
constantemente aterrorizada de algo tan común como el concepto
de la cena lista. El hombre era biológicamente incapaz de comer
recalentado (o por lo menos eso sugería su malhumor). Estallaba
ante la demora, la cantidad de sal o la falta de variedad. De fijo lo
hacía también contra las inhabilidades gastronómicas de su esposa.
Ella, nerviosamente, oscilaba entre la resignación y la demostración
de pánico, pues el asentimiento o la contradicción sólo provocaban
la escalada de insultos.
El hombre hacía de la comida un acto de terrorismo
psicológico. Muchas veces se levantaba justo cuando ella estaba por
colocar el primer plato o lo abandonaba sin decir palabra después
de probar un bocado. También solía volcar la comida con todo y
plato en el suelo silenciosamente, mientras ella se afanaba en
limpiar.
Ella sufría, evidentemente.
Pero lo anterior era el extremo pasivo en el espectro de su
violencia ejercida.
67
¿Imaginas la impotencia de ver a una mujer indefensa desde la
intangibilidad? Los platos estrellados en la pared a centímetros de
su cabeza. Los gritos, los insultos; esos zarandeos y la mano
constantemente alzada. Nunca la golpeó. Había demasiado gozo en
los ojos del hombre ante el terror de ese golpe perpetuamente
postergado. Yo sólo aprendía a despreciarlo cada vez más. A
despreciar la naturalidad de su violencia, la inconsecuencia de su
maltrato al irse a dormir en la misma cama. No era de esos
hombres que traducen en flores su arrepentimiento, que sufren
culpas infantiles. No, señor: él ejercía la violencia con el mismo
sentido de privilegio con el que se mira la hora en un reloj caro.
Aprendí a odiarlo a la par que a amarla a ella. Su sonrisa era una
tortura, pues nacía en el extremo más pasivo del maltrato. Sonreía
en la ausencia de insultos… Pensé, en un principio, que me
inspiraba un amor lleno de conmiseración, de piedad. Amaba su
aire desvalido, su fragilidad, quizás como se ama a un ave de alas
fracturadas. Me dolía verla sonreír con alguna ocurrencia del
hombre, pues no lo hacía por la ocurrencia en sí, sino por la
ausencia de agresión. Me dolía ver su cuerpo relajado de toda
tensión cuando su marido tomaba la sopa. Pero quizás la amé por
eso, precisamente: su devoción, su candidez y el amor que traslucía
debajo de todo el terror.
Pasaron algunas semanas sin novedad alguna: la agresión pasiva,
la violencia cruel, las prostitutas, el terrorismo de la cena y la cama
fría.
En mi cerebro, los detalles se acumulaban por las noches y
conseguí resolver el absurdo de mi situación por una pista
insospechada: los libros de la mesita de café en la sala. Eran novelas
rosas, con aquellas portadas horribles de hombres con camisas de
holanes, piel bronceada y cabello rubio. Eran libros sobre romance
y aventura. Finalmente, estaba claro.
Yo era un fantasma; es decir, yo estaba muerto y sin memoria.
Sólo dos emociones parecían abrirse paso en mi mente y recuerdos:
mi odio visceral por el hombre al que estaba ligado y mi amor
recóndito por su esposa. Yo debí morir. Morir en una situación
donde el hombre estuviera involucrado. Clarísimo y obvio. Él me
asesinó porque yo tenía una relación con su esposa, quizás sólo
platónica, quizás en cartas o alguna cursilería por el estilo.
Quizás para salir de esta existencia, trascender o algo, necesitaba
solucionar o comprender alguna situación o podría tratarse de algo
68
más concreto, como encontrar mi cuerpo. Hasta donde sabía, mi
cuerpo podría tenerlo en la cajuela de su coche, el muy hijo de puta.
La rutina prosiguió unos días más, excepto por mi atención a
los detalles. Algo delataría a mi asesino, algo podría echar luz sobre
mi identidad, una llamada telefónica tal vez. Vigilaba pacientemente
los insultos que él le dirigía a su esposa, buscando captar alguna
nota, alguna acusación de infidelidad que fuera sincera y no un
proyectil.
Buscando detalles, ni siquiera me di cuenta de la escalada de
violencia. Atento a los insultos que brotaban como diarrea verbal,
no vi que la mano eternamente levantada bajó de golpe.
Los insultos cesaron de pronto. Ella miraba, mientras el pómulo
se hinchaba ligeramente, con una mezcla de sorpresa y resignación.
Y debajo del terror, desafío. Pero se desvaneció al segundo golpe.
No los conté. Tampoco las patadas cuando ella cayó al piso.
Él salió hecho una furia, incluso todavía más enojado.
Seguramente en su fuero interno la culpaba por hacerlo perder
el control de esa manera. Yo lo dejé marcharse y me quedé con ella.
Soporté el dolor inmenso y la intermitencia de la luz. La mujer se
había hecho un ovillo en el suelo de la cocina y sollozaba
ruidosamente. De haber podido, la habría abrazado, y no tanto para
brindarle consuelo sino para aferrarme a su cuerpo, pues en ese
instante toda la realidad temblaba y rugía. No pude quedarme.
En un parpadeo estaba en el asiento del copiloto con el
hombre, que conducía imprudentemente. Yo estaba furioso y
comencé a insultarlo. Lo golpeaba inútilmente, traspasando su cara
con mis puños. Mi odio se mezclaba con lo que él acababa de hacer
y la ya completa certeza de que me había asesinado, se había
deshecho de mi cuerpo y yo estaba atado a la existencia de un ser
repugnante todos los minutos desde hace meses.
Mi condena era vivir sintiendo asco, desprecio, sin recuerdos, y
el único consuelo era una sonrisa producto de una pasividad.
Condenado a amar una mirada vacía de terror. Condenado a contar
los días para no volverme loco. A sentir repugnancia ya doce
docenas de días.
Ninguno de los dos pudo darse cuenta, hundidos cada uno en
su particular rabia.
Se pasó el semáforo. El otro coche lo embistió. La defensa del
otro vehículo ocupó el mismo lugar que yo. No sentí dolor, sin
embargo, y me desvanecí.
69
Desperté. Poco a poco las figuras fantasmales fueron
concretando sus bordes. Estaba en una sala de hospital. Una mujer
leía junto a la ventana. Tenía marcas de viejos moretones que
amarilleaban en su pálido rostro. No supe decir si lo que rodeaba
sus ojos era desvelo y cansancio o restos de violencia. Su cabello
era rubio todavía, aunque la plata se había multiplicado. Sonreía.
Era ella.
Miré los monitores, un reloj de gruesos dígitos que marcaban las
2 am. Y un calendario con la fecha de 1 de agosto. Seguramente
señalaba el día anterior.
Entonces pensé en la última fecha que recordaba y era el 10 de
marzo. Fue como abrir una compuerta.
Todos los recuerdos volvieron a mí.
Es obvio; no es necesario explicarlo. Ella era mi esposa.
Yo soy él.
¿Sabes? La ficción siempre maneja que los sueños son un reino,
con reglas elásticas quizás, pero no muy diferente a una fantasía
literaria, con cierta narrativa y coherencia. Es mentira. Los sueños
son imágenes que se reiteran en el cerebro mientras el sujeto
duerme. Los sueños que alcanzamos a recordar son aquellos sueños
machacones que se han repetido hasta el cansancio, al grado de
filtrarse en la memoria de la vigilia. Pienso que esas imágenes
reiteradas una y otra vez adquieren lógica en los primeros segundos
del despertar, como si el cerebro decidiera escribir una historia con
esos fragmentos. Así se crea la ilusión de narrativa y así vamos con
charlatanes a que nos interpreten los sueños, cuando en realidad
son sólo retazos de obsesiones visuales recosidos por un cerebro al
que rara vez le parece bien no intentar buscar patrones en lo
caótico.
Veo, en negro sobre blanco, enorme, ominosa, una cifra
coronada con una sencilla palabra: 17; la palabra es octubre. Como
una epifanía.
Doce docenas de días en coma, ciento cuarenta y cuatro días
desde aquel despertar en el motel y el accidente.
He soñado cada noche de coma febril, con un cerebro
inflamado, un día a la vez. Como si el accidente fuera el espejo, mis
días se distribuyen así: el último día de lucidez lo he soñado el
primero en coma; el penúltimo día antes del accidente, dos días
después. Así sucesivamente. Mi cerebro los ha puesto en orden en
algún momento de mi despertar.
70
Vuelvo a sentir mi cuerpo como si el dolor le diera forma y
materia.
Soy él. Por eso no podía alejarme. Sencillamente no podía
habitar un espacio fuera de los confines de su recuerdo. Por eso
aquellos restos del naufragio interior quedaron, quedan ahora: el
asco por mí mismo y el amor enmascarado en la lástima. Yo soy él.
Pero existo aquí y ahora ya no como un mudo testigo de mis
propias brutalidades. Mi amor no es ya una impotente
conmiseración, intangible. Existe.
Ella, lentamente, me mira. Me parece que por primera vez esa
mirada que amo se ha posado en mí. La negra aureola de sus ojos
hace cosquillear mis nudillos culpablemente. Veo sus ojos, con toda
tranquilidad.
Quiero decir su nombre.
Porque veo su paciencia y veo el desvelo que envuelve sus ojos.
Veo su devoción y, en los libros amontonados que trae consigo, las
horas que ha pasado a mi lado, cuidándome. La veo abnegada, su
compromiso. Veo su desolación y la firme convicción de que ella
me cuidará hasta el día de mi muerte.
Pero que no aceptará ni un solo insulto ni un golpe más. Por
eso, en lugar de su nombre, y con todo el amor y la comprensión
del mundo, acompaño el susurro de su voz, el susurro con que
cuenta los segundos mientras coloca una almohada en mi cara.
Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete… Ciento cuarenta y dos,
ciento cuarenta y tres, ciento cuarenta y cuatro.
[Sollozos]
71
Vincent: Play
Como una rara criatura, el olor a moho despertó con el sol que
entraba en la habitación. Miras entonces detenidamente el polvo
cuajándose en el haz de luz. Con la puerta abierta, tus ojos recorren
el dormitorio apenas iluminado: una cama sin sábanas domina el
espacio; hay dos sillas que funcionan como perchas de ropa sucia;
hay discos desperdigados por toda la habitación; hay un azul
grisáceo en las paredes; hay una puerta de madera al fondo,
seguramente un baño.
—Éste es tu cuarto —te dice el hombre que apenas hace unas
horas se presentó como tu hermano Daniel. Inmediatamente lo ves
alejarse, atravesando el pequeño patio, hacia la casa principal.
Te quedas a solas unos segundos enmarcado por la luz de la
mañana ante la parte aislada de la propiedad que Daniel ha llamado
tu cuarto. Cierras la puerta detrás de ti.
Tanteas sintiendo el frío de las paredes, buscando el interruptor
de luz. Sientes crujir un disco bajo tu pie. Instantemente reaparece
tu habitación, con un aspecto aún más triste bajo la luz
blanquecina. Te desnudas despacio percatándote de golpe de la
rigidez de tu cuerpo y de la leve cojera de tu pierna izquierda. Te
sorprenden las cicatrices y el tono enfermizo de tu piel. Descalzo
entras en el baño. El espejo es cruel: tus ojos acuosos, rojizos,
rodeados de negro; los pómulos marcados; los rastros de sutura.
Tienes una barba hirsuta y tu cabello ha crecido desordenado
excepto alrededor de la cicatriz que asoma en tu frente. Sigues con
la yema de los dedos la marca de suturas para sentir dónde termina.
Su textura se extiende y tus ojos se abren de súbito terror: no
termina, se ramifica en tu cuero cabelludo, un mapa horrendo que
eres incapaz de seguir porque tus manos tiemblan. Todo tu cuerpo
se estremece.
No dejas de temblar ni siquiera con el agua humeante de la
regadera.
75
Lo primero que ves al despertar es el foco ahorrador colgando de
un cable. Te provoca un escalofrío la visión de las grietas en el
techo. Tu cuerpo desnudo, el frío, el olor a moho, la ausencia de
sábanas y la luz mortecina te sugieren imágenes de una morgue.
Los rastros de heridas recosidas refuerzan en ti esa sensación de
autopsia. Delicados toques a la puerta te liberan del oscuro
ensueño. En la misma inercia de la sorpresa comienzas a vestirte,
apresurado, para poder abrir. La luz de la mañana te deslumbra e
inquieta en la misma medida cuando abres la puerta. Entonces la
ves, ya alejándose: su cuerpo menudo y delgado sugerido por la
ropa deportiva, su cabello en una cascada castaña por su espalda.
Algo te impulsa a seguirla. Un tintineo de platos interrumpe tu
primer paso. Hay un sencillo desayuno consistente en cereal, café y
jugo, depositado sobre una charola en el piso. Cuando vuelves tu
mirada ella ya se ha ido. Ni siquiera esperó por un gracias.
Sentado al borde de la cama, usando como mesa una de las
sillas, masticas cada bocado lentamente. Junto al vaso de jugo hay
pastillas para el dolor. El café te sabe descafeinado. De golpe
sientes la necesidad de abrir la ventana. Corres las cortinas y te das
cuenta de que los vidrios han sido pintados de negro. Con la uña
del pulgar raspas la pintura poco a poco. Vuelven a tocar la puerta.
Ya es mediodía; puedes comprobarlo a través de los cristales. Y
puedes verla a ella marcharse otra vez. La comida humea,
seguramente, sobre el piso. Caldo de pollo. Más pastillas.
Por la noche la esperas. Tocan a la puerta. Abres pero es Daniel,
con otra charola. Deja el sándwich y el vaso de leche sobre la cama.
No te dice nada. Incluso pareciera que te ignora. Recoge
metódicamente los platos, los vasos y cubiertos. Pisa con
indiferencia los discos que has olvidado recoger.
—Dale las gracias.
—¿Darle las gracias a quién?
—A la mujer que me trajo la comida y el desayuno.
—Diana.
—¿Qué?
—Así se llama, Diana, mi esposa.
—Le das las gracias por mí. Yo no pude.
—No hace falta que lo hagas.
—Mañana se lo diré en persona.
—No.
—¿Por qué no?
76
—La incomodas. Me dijo que la mirabas por la ventana.
Enrojeces de vergüenza. Quieres agregar algo pero no dejas de
pensar en tu propia imagen a través del vidrio raspado. Cuando te
das cuenta, Daniel ya se ha marchado. Apuras el vaso de leche y
dejas el sándwich sobre su plato. Sólo quieres dormir. Apartas la
charola y debajo de ella encuentras un rastrillo. Una muda y cruel
acusación.
—Daniel —cada vez que dices su nombre sientes que podrías estar
equivocándote—, ¿por qué no ha venido nadie a visitarme?
—¿Quién va a visitarte?
—No sé, amigos, ¿no?
Daniel, con la charola de platos sucios, se queda en el marco de
la puerta. Sonríe. Pero nada parecido a la diversión se refleja en su
rostro.
—¿No tengo amigos? —preguntas.
Ves la espalda de Daniel tensarse mientras sale.
77
—Si necesitas algo —te dice—, con confianza. En serio.
—Apaga la luz.
Te quedas sentado al borde de la cama. Sientes una última
mirada de Daniel, en la oscuridad. Pero sabes que no hay lástima,
acaso sólo una leve curiosidad en sus ojos. Es sólo tu
autocompasión.
—¿No tengo amigos?
Tus manos se retuercen como garfios sobre el colchón.
—¿Qué clase de hijo de puta soy yo?
78
Caminas por las calles. Toda la ciudad te parece extrañamente
familiar, como reconstruida en un constante déjà vu. Atesoras
reverencialmente los nombres de las calles, trazando un mapa en tu
cabeza para regresar a casa. Sientes en ti el mirar nervioso de la
gente. Una comezón persistente se extiende por todo tu cuerpo y
breves escalofríos te sacuden. Es como estar cubierto de insectos y,
por momentos, tienes la alucinada certeza de que es así al atrapar al
vuelo ciertas miradas de reojo en los peatones. Cavilas sobre
regresar a la seguridad de tu cuarto cuando reconoces el nombre de
la calle donde está la biblioteca.
Una mujer mayor te recibe nada más entrar. Su rostro arrugado
en un prisma de emociones. En la primera capa hay una sonrisa
sincera, pero también navega la tristeza en la comisura de sus labios
y una sombra de piedad asoma en sus ojos. Incluso te parece que
su abrazo es un pretexto para ocultarte el rostro.
Inconteniblemente derramas lágrimas de ternura: es el primer gesto
de que alguien agradece que sigas existiendo.
Le dices a la mujer que estás bien, que estás mucho mejor, que
todo va bien excepto por algunos fallos de tu memoria. No le
hablas de la neblina narcótica en que te sumergen los
medicamentos para el dolor. No le hablas de que hay noches que el
olor a moho te despierta aterrado pensando en tu propia
descomposición. No le hablas de que no recuerdas absolutamente
nada anterior al día en que te trajeron a ese cuarto.
Ella te dice que le da gusto saber que estás bien. Su turno de
llorar le llega cuando le dices que encontraste la credencial de la
biblioteca y le preguntas si te gustaba leer o algo así.
—Venías una semana sí y una no, siempre te llevabas tres libros.
—¿Puedo ver el registro? —preguntas, con una vaga ilusión
Con la vaga ilusión de encontrarte entre los libros. Sería posible,
imaginas, reestructurar esa identidad que abandonó los girones de
ropa y sangre seca que quedaron sobre tu colchón. Te asalta la
esperanza de vencer la entropía de tu personalidad
desmoronándose con poesía, con historias, con filosofía. Piensas en
hombres alrededor del fuego venciendo a la noche con narraciones.
—No llevamos registro. Cada libro tiene su tarjeta y el usuario
anotaba su nombre y la fecha, sencillamente para llevar un control
de los libros prestados. Tú lo hiciste el primer mes, pero yo, como
muestra de confianza, te permití llevarte los libros sin ningún
protocolo.
79
La llama se apaga. La oscuridad no retrocedió un ápice.
—¿Puedo… entrar?
Ella te sonríe de una forma casi dolorosa, asintiendo.
La biblioteca te parece enorme, laberíntica. Hay volúmenes
cubiertos de polvo y el tacto de la piel resquebrajada te desquicia.
Piensas en esos setentaiocho libros que leerías en un año y que
serían apenas una minúscula parte de los que aquí se albergan.
Piensas, lleno de pánico, en esas tríadas misteriosas que elegías cada
quince días.
Un oscuro profeta francés, un superhombre alemán, la desesperanza
oriental.
Una fábula árabe, una tragedia griega, una mito prehispánico.
La guerra, el drama minúsculo de un adolescente, migajas de pan.
Y tu alma, como un hoyo negro, esa feroz orfandad que lo llena
todo.
Pero rutila un poco la esperanza: ¿y si…?
Y si bastara tomar un libro o dos, para en la casualidad
reencontrarte. Dejar que las palabras hagan ecos en ti, los ecos
necesarios; ¿podrías?
Estás temblando. Vienen a tus ojos las imágenes de libros
anónimos amontonados como fichas de dominó. Cae uno al azar,
empujándote a otro y a otro. Laberintos de libros extendidos.
Oleaje de páginas que desembocan en la playa de cuero de otro
libro. Y a otro y a otro.
El mito de dios, el mito de la razón, la oscura verdad de la entropía.
Del fuego, del silencio, de las islas de nadie.
De amar, de callar, decaer.
La biblioteca se repite laberinto; los libros, migas de pan o hilo
dorado; hacia el hogar o hacia el monstruo. Temes al héroe que
seguirá los pasos, transitando de libro a libro, forjándose.
¿Y qué si el héroe no es quien habitaba los despojos
ensangrentados?
Temes a olvidarte como una forma de traición a ti mismo.
¿O temes más incluso la confirmación del monstruo?
Huyes de la biblioteca, del laberinto. Sólo una tríada reverbera
en tus ojos: dos querubines ignotos, una espada en llamas:
expulsado del edén de la memoria.
Diana le pagó al taxista que te trajo a casa. En tu cuarto, sobre
una silla, tus prendas cubiertas de sangre seca están
cuidadosamente dobladas.
80
Duermes con la luz encendida. Las fisuras del techo parecen
avanzar a lo largo de las horas.
Has dejado de tomar las medicinas. Navegas por el oleaje rojo
de tu dolor, sus tormentas, su calma chicha. La tercera noche en
vela tus cicatrices parecen moverse sobre tu cuerpo desnudo.
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Dedicas una última mirada a la cena de Daniel y su familia que
se enfría en el comedor. Y a la charola con tu sándwich que reposa
lejos, en la cocina.
Con la última luz de la tarde das la vuelta a tu cuarto y ves el
aspa blanca con adornos dorados. Relucen, pero es apenas una gris
reminiscencia en comparación de tu recuerdo. Oscurece del todo y
ambos, abanico real y evocación, se sumergen en la noche. A pesar
de la vergüenza, del llanto de tu sobrina ante tus cicatrices, de la
mirada de Daniel, hoy podría ser un día perfecto.
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desgajan. Un gris imposiblemente bello. “Tiny tears”, de
Tindersticks, y retazos de azul contagian tu alma.
“Paragraph” de Before the rain es un ocaso amargo en la playa.
Te destroza como tu desesperación por fundir tu cuerpo en la
arena.
Una visión panorámica de la ciudad, con sus autos de juguete y
las personas como hormigas se mueve en los patrones ocultos de
“1917” de Mecano.
Una mujer maquillada de payaso pliega con globos aproximadas
figuras de perros bajo una lluvia intermitente. Su maquillaje
escurrido ahuyenta a los pocos niños que deambulan por la ciudad
gris. Mientras, en tus oídos Roy Orbison canta o sufre o maldice en
“The comedians” sobre los ecos de una traición a la infancia. La
mujer fuma rodeada de la silueta colorida de perros deformes. Uno
a uno explotan en la brasa de su cigarro.
Ves a Daniel, pero no tienes audífonos. Ambos contemplan la
pantalla viendo a Korn entonando “Creep” en un show en vivo.
Pero la canción, a pesar de su nitidez en la memoria, es apenas un
susurro. Es su mano, su mano estacionada sobre tu hombro, lo que
acapara tus sentidos. Esa muestra de afecto, quizás involuntaria,
quizás interrumpida en segundos, pero eterna de tan necesitada.
Reconoces tu letra apretujada en páginas amarillentas. Fechas.
Leonard Cohen le dice adiós a una Alexandra. El humo te impide
(aunque quisieras) releer fragmentos de tu diario. Páginas
arrancadas una a una se convierten en una pira funeraria: adiós a la
ciudad intensamente repetida bajo tus pies, adiós a los dioses del
amor y adiós a la mujer que amaste sin ecos, que amaste en tu
incendio unilateral. La canción te ahoga y lloras no por los
sentimientos evocados (invocados) sino por aquel otro velo de
lágrimas que te impidió leer fragmentos de ti mismo, consumidos
en las llamas.
Otro incendio. Nick Cave canta sobre niños subiendo en un
tren que los llevará al Reino donde serán felices. Mientras, un olor
fantasma, persistente, a carne quemada se cuela en tus fosas
nasales. La música no te cierra a las voces de los noticieros que
inundan tu casa, todas las casas. Cifras. Diez, veinte, treinta,
cuarenta, cuarentainueve.
Te duelen los oídos por los días que has pasado escuchando
música a todo volumen. Han sido breves, amargas, inútiles
epifanías. Visiones, o mejor dicho fantasmas de visiones, te acosan
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entre los tracks. Estancias en lugares inútiles, rutas que recorres
hastiado, fragmentos de libros que nada te dicen. Y el techo, con
abanico o sin él, protagonizando la mayoría de tus evocaciones.
De pronto te asalta una nueva epifanía en “Fiddler on the
Green”.
Una pareja madura está parada frente a la puerta. Te duelen sus rostros.
Él te mira con rabia, con frustración y una energética acusación de que lo has
hecho odiarte. Ella te ve con amargura, impotencia y la tristeza de no poder
sentir otra cosa. Algo dicen durante largos segundos. Pero las palabras se
pierden en el clímax de la canción de Demons & Wizards.
De nuevo los discos tapizan el suelo, desordenados. Una barba
de días. Ropa sucia colgando de las sillas. Y ecos, ecos en tu cabeza,
de un abanico chirriando. Te levantas a veces sólo por el placer de
escuchar los discos crujir bajo tus pies.
Una noche reacomodas la silueta con tu ropa ensangrentada
sobre el colchón. Duermes junto a tu fantasma. No fueron los
libros, no fue la música; ¿qué invocará al hombre vacío? ¿Qué lo
hará resucitar? Duermes un sueño inquieto abrazado a los harapos
que alguna vez vestiste, con el olor a sangre y moho penetrando tu
nariz.
Pierdes la cuenta de los días.
Has apagado la luz, has vuelto a correr las cortinas. Un día o una
noche, es imposible saberlo, encuentras por accidente un disco sin
caja, entre los pliegues de la ropa sucia. Sólo con el tacto localizas
los audífonos. Escucharás la música sin esperanza, excepto acaso
en la búsqueda de otra forma de silencio.
Escuchas el disco repetidamente. Hay algo especial en la forma
en que ciertas notas, ciertos versos, resuenan y que te estremece y
te hace repetir el disco de principio a fin una y otra vez. Algo en los
tonos te sugiere sincronías, pero no acaban de encajar. Has
comenzado a dormir en posición fetal porque ya no soportas las
fisuras del techo como remembranza de tus cicatrices. Las
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canciones comienzan a oírse cada vez más bajo y más lento hasta
que finalmente desaparecen.
—Baterías. —Es todo lo que le dices a Daniel cuando
finalmente usa su llave para entrar en tu cuarto.
Tu hermano vuelve con un paquete ya abierto de pilas AA y
caldo de pollo. Te obligas a comer frente a él e incluso tomas tus
medicamentos para el dolor. Finges dormir hasta que se va.
En cuanto se marcha te incorporas sobre el colchón y te colocas
en flor de loto, con los audífonos a todo volumen. Después de tres
repeticiones algo hace clic dentro de tu cabeza.
La primera canción tensa tus nervios. Algo en la luz entrando
por la puerta semiabierta con la exactitud de un reloj de sol
sincroniza con la música. Suena “The air we breathe” de The
Figurines.
La puerta resplandece en tu memoria, como una visión
definitiva. Avanzas hacia ella. El halo místico que la rodea es
intermitente. Te mueves en dos mundos: en la neblina gris que ha
sido tu vida y las relucientes visiones de tus recuerdos. Como si
toda tu vida hubieras visto el mundo a través de un cristal
ahumado. La nitidez de tus brillantes recuerdos es dolorosa. Aún
cuando están sucias y resecas de sangre, te pones las prendas y
sales. La media mañana arde frente a tus ojos.
Recuerdos de un porvenir inmediato, así aparecen tus pasos por
la calle. El esqueleto de un árbol es un relámpago luminoso sobre
un gris follaje. La música te guía como un déjà vu funcionando a la
inversa: una visión del futuro situado apenas a una fracción de
segundo delante.
Estás de pie frente a una florería y tomas dos simples rosas
envueltas en papel celofán de un estante. Parecen sangre seca
mientras que en tu memoria arden con la voz de Neil Young
cantando “Helpless”, agonizante. En el mostrador oscilan un
hombre con apariencia de santo en un vitral (todo luz) y una chica
gris y compasiva. Los dos sonríen. Sacas un billete olvidado en el
fondo de tu cartera y, aunque no coinciden en su denominación,
ambos tiemblan en tu mano. Tienes la cruel certeza de que la chica
tomó el billete aunque no era suficiente y te permitió llevarte las
rosas por lástima.
Paseas una idéntica vergüenza por la reluciente acera de tu
memoria y las grietas que pisas ahora.
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Otra puerta, una puerta oscura como un agujero negro. En los
acordes finales de “Love and it’s sorrow” tocas el cristal. Una
sombra se agita detrás del vidrio esmerilado. Esperas los dolorosos
doscientos ochenta largos segundos que dura “Bagatelle”, inmóvil,
frente a la puerta.
Te vas cuando la canción muere en tus oídos. Sabes que antes y
ahora, aunque no hayas visto a la sombra, aunque la ropa te hubiera
impedido la certeza, había un colibrí en su cadera. Caminas sin
sentido de nuevo, alejándote con tus flores en la mano. Podrías
cerrar los ojos y las veloces imágenes brillantes sustituirían la
oscuridad de tus párpados.
Una reja abierta de par en par. Recorres las tumbas sin prestar
atención a los nombres y las fechas en la falsa épica de la soledad
en el “Adagio en D minor” de John Murphy. La premonición te
hace caer de rodillas y la música te estremece hasta las lágrimas.
Con toda la ternura posible de tus manos temblorosas, colocas las
flores sobre las casi cenizas y el celofán sucio de otras flores. Una
rosa para cada tumba.
Una canción comienza: otra vez es “Fiddler on the green”.
Los nombres en las lápidas no dejan lugar a duda. Son tus
padres. La música te envuelve en un clímax que te destroza: el
recuerdo dentro de un recuerdo. Vuelves a aquella visión de una
pareja que te mira con rabia desde la puerta. Tu propia indiferencia
te sofoca de angustia, pues en esa pantomima que tu música
domina extraviaste las últimas palabras de tus padres. Apagas los
audífonos.
Todo es un velo de lágrimas. Un dolor paralizante que te quita
la respiración. En algún lugar lejano comienza a llover. El olor a
tierra húmeda te evoca tumbas recién abiertas. Y en tu mente viene
otro recuerdo de un recuerdo. No hay música, sólo el aroma a
tierra removida. Y el torvo silencio de Daniel vestido de riguroso
luto mientras arroja un puño de tierra sobre la tumba de tu padre.
Hay una gesticulación rabiosa, pero un zumbido te impide
escuchar. El recuerdo incompleto de lo que te dice mientras Diana
intenta alejarlos. Su dedo se extiende hacia ti, acusándote. Una
partícula de saliva, como una materialización espontánea de su
furia, aterriza sobre tu rostro.
Una gota de lluvia. Comienzas a empaparte. Play, Repeat one.
“Fiddler on the green” una y otra vez. El recuerdo de tus padres es
lúcido. En la cresta de la canción, durante decenas de
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reproducciones, puedes ver los labios de tu padre moverse. Te
esfuerzas en leerlos. Poco a poco, fonema tras fonema, entiendes lo
que dijo. Repetición tras repetición surge la certeza de sus palabras.
—No haces nada; ¿qué te cuesta llevar a tu mamá al súper?—es
tu voz la que pronuncia las palabras, sobrepuestas a su
pantomima—. Tú sabes que estoy malo de la presión, no me dejan
manejar. ¿No puedes hacer nada por nadie? Siempre con esos
audífonos puestos…
El dedo de Daniel toma sentido. La partícula de saliva de su
desprecio.
Pasas a la siguiente canción; “Chains” de The Wolfgang Press.
Te incorporas con el cuerpo calado por la lluvia fría. Premociones
de tambaleos te llevan en la arritmia de la música fuera del
cementerio, hacia una ciudad vacía.
Alternan en tu cabeza dos tiempos: los inicios de un atardecer
luminoso y el cielo gris ya oscurecido.
La voz de Rowan London en “Our wings are burning” apenas
cubre el ominoso ruido de tus pasos sobre los escalones de metal.
Y te repites, mientras subes el puente peatonal como si fuera un
cadalso, que todo está perdido excepto la esperanza. Colocas tus
manos sobre el frío barandal y alzas la mirada hacia los negros
nubarrones. Un bello atardecer boga por tus recuerdos. Escuchas
“Vanishing act” de Lou Reed y piensas que algún día morirá y
siempre tendrás algo tan humano de él, tan infinitamente humano,
como ese chasquido de lengua.
Sientes que la calma te embarga, la calma de ese atardecer que te
contagia y la armonía de los nubarrones y la lluvia silenciosa. Los
aromas de la ciudad y el ruido de los coches. El viento que
estremece las raíces de tu cabello. El frío que recorre tus cicatrices.
Cuando “Vanishing act” aumenta de intensidad no piensas en
Lou Reed sino en el violinista, ese violinista sobre el prado, tu
singular Muerte. Y sabes que eres un hombre roto. Reconoces que
las cicatrices siempre estuvieron ahí, que siempre habitaste girones
de ropa como un fantasma, como un eco. Anticipas la premoción
de tus visiones. Reiteras los gestos que sabes que llevaste a cabo.
Dejas que te cale el frío metálico del pasamanos a través de tus
dedos huesudos antes de escalarlo. Todo tu cuerpo tiembla, tu
cuerpo teme. Durante un segundo abres tus brazos en precario
equilibro, ebrio de atardeceres que no vendrán, de cielos negros
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evadidos. Un cristo que ha desoído a su padre sobre un Gólgota de
metal amarillo. Los violines estallan.
Y recuerdas con feroz intensidad, no las palabras de tu padre,
tan elementalmente crueles, sino la letra de “Fiddler on the green”
que las cubrieron, que lo cubren todo.
Caes.
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Epílogo: Escalofrío
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y la oscuridad? ¿Veré el tiempo y el espacio como serpientes
apareándose en una epifanía cuántica milésimas de segundo antes
de ser consumido por el vacío?
Eso es lo que más me perturba de ver morir al sol. ¿Qué pasará
con nosotros? No nos destruyó el tiempo, no nos destruyó el
apocalipsis, no nos destruyó la ausencia de Dios…
¿Nos destruirá la locura?
Una eternidad antes del fin del mundo, del definitivo, como los
gusanos fosforescentes de una criatura muerta, quedaremos los
fantasmas, los “sobrevivientes”… Ecos. Ecos, ecos, ecos. Seremos
la locura de continuar la vida, de imitar una vida que ya no existirá.
Repetiremos la farsa de la existencia bajo cielos de ceniza y tierra
baldías. La misma rutina, en mares envenenados y en el esqueleto
de ciudades.
90
Podría erigir un evangelio que verse sobre la Aniquilación. Sin
sentido y sin propósito, solo la ciega, paralizante, promesa de la
entropía.
91
Dios, otórganos la bondad de tu ira, el amor puro de tu rabia, la
bendición de tu rencor sin fin. Dios, ódianos tanto que nunca nos
olvides.
92
Siento que hay un infierno superpuesto a este mundo, separado
apenas por el grosor de una sombra, una vibración. No deja de
ser un abismo...
93
El cielo es un vasto espacio inhabitado por ángeles o dioses.
Acaso una forma de su ira somos o de su brutal indiferencia:
almas condenadas.
94
Ha llovido. Imagino mi carne lentamente comprimida por la tierra
mojada, a pesar de la madera podrida. La muerta sonrisa de mi
rostro viejo.
95
Me confunden los aromas sutiles de las cosas. ¿Son fantasmas
acaso el olor de las flores, el perfume de la comida? ¿Por eso
aún los percibo?
96
Nada entorpece mis sentidos. Nada oscurece mi conciencia.
Ningún velo sobre esta dura lucidez. Soy un ojo al que le
arrancaron el párpado...
Como las cenizas que guardan la memoria del fuego, añoro los
dolores de la carne, la ilusión cansina del placer, esa fatiga de
estar vivo...
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Como quien contiene el aliento bajo el agua, recuerdo la vida,
los sentidos. Exhalo (olvido) y otra vez soy ajeno a ese otro
mundo: la vida.
Qué frágil era la carne que nos contenía, qué densas ahora la
sombra y el eco que nos perpetúa. Qué amargo el soñar
deshilvanado, despierto.
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Cuán solo y frío es un lento universo sin consecuencias.
Planetas sin luz, ensimismados en el vacío nocturno. Derivas,
inercias, pulsiones.
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ÍNDICE
Winchester ............................................................................................. 7
El fantasma en la máquina .................................................................... 13
Vincent: La sonrisa inmóvil .................................................................. 19
Nosotros fuimos los últimos ................................................................. 23
Vincent: La hoguera.............................................................................. 27
El holocausto ....................................................................................... 31
Vincent: La ciudad bajo mi lengua ........................................................ 33
Juan 8:12 .............................................................................................. 37
Vincent: El espejo negro ....................................................................... 41
Los mundos se acaban .......................................................................... 45
Vincent: Flores rojas ............................................................................. 47
El oleaje tras los párpados..................................................................... 51
Vincent: Para morir entre extraños........................................................ 57
Mariposas de polvo............................................................................... 61
Ciento cuarenta días.............................................................................. 63
Vincent: Play ........................................................................................ 75
Epílogo: Escalofrío............................................................................................. 89
Apéndice: @entrelosmuertos ................................................................ 91
Sobre el autor ..................................................................................... 103
Sobre el autor