Gabriel Garcia Marquez & Georges Simenon - El Mismo Cuento Distinto - El Hombre en La Calle
Gabriel Garcia Marquez & Georges Simenon - El Mismo Cuento Distinto - El Hombre en La Calle
Gabriel Garcia Marquez & Georges Simenon - El Mismo Cuento Distinto - El Hombre en La Calle
La primera vez que lo leí, en 1949, había hecho una pausa en mis primeras
armas de periodista, y andaba vendiendo enciclopedias y libros técnicos a plazos
por los pueblos de la Guajira colombiana. En realidad era un pretexto para
reconocer la región donde había nacido mi madre, y sobre todo donde la habían
mandado sus padres para contrariar sus amores con el telegrafista de Aracataca.
Quería en primer término compararla con lo que había oído decir desde niño, y
explorarla aún más por mi cuenta, porque había presentido que allí estaban mis
raíces de escritor.
Tanto tiempo me sobraba para leer, que cuando se me acababan mis libros
pasaba horas en las pobres fondas del camino leyendo los de mi muestrario de
vendedor: técnica quirúrgica, tratados de derecho, ingeniería de puentes, y en
casos extremos, los diez tomos de la enciclopedia ilustrada. Pero siempre
encontraba amigos que me prestaran otros. No recuerdo cuál de ellos me regaló
una antología de cuentos policíacos, que leí con el alma en un hilo en el hotel que
tenía Victor Cohen en la plaza mayor de Valledupar. Allí estaba el cuento.
El negocio de los libros a plazos terminó mal, y tuve que dejarle a Victor
Cohen un vale firmado por unos dos meses de hotel. Le dejé además mis
muestrarios de libros a plazos, que ya no me hacían falta, y dos o tres de literatura
ya leídos. Entre ellos, estoy seguro, la antología de cuentos policíacos.
Era un lugar tibio y bien iluminado, como los de Hemingway, con parejas de
novios cuyos largos besos se repetían muchas veces en los espejos de las paredes, y
jubilados de guerra enardecidos por las noticias de Argelia. Me senté cerca de la
vitrina de la calle, fingiendo leer el periódico, pero en realidad pendiente de las
barcazas de remolque que navegaban despacio por el Sena como cabañas a la
deriva, con pañales de recién nacidos colgados a secar y perros escuálidos que les
ladraban desde la borda a las gárgolas de Notre-Dame. De pronto tuve la
sensación nítida de que alguien me miraba. Lo busqué por encima del hombro, y
allí estaba.
Era un hombre duro, con una barba de tres días y ropas de malandrín, que
me miraba sin piedad desde un rincón apartado. Bajé la vista al periódico y fingí
leer. Cuando volví a mirar, el hombre seguía allí, mirándome impávido. Fue una
falsa alarma. Pero en ese instante, más que la tarde en que leí el cuento, volví a
vivir el pavor del perseguido. Solo entonces caí en la cuenta de que ni siquiera
recordaba el final, y me hice el propósito de encontrarlo para releerlo con más
atención.
Lo raro era que entonces había leído varios libros de Georges Simenon, y no
lo había referido nunca al cuento tan buscado. Era ya un autor legendario, aunque
no tanto por sus libros como por el modo de escribirlos, y por su fecundidad casi
irracional. Se decía que terminaba uno cada sábado, que había escrito varios dentro
de la vitrina de su editorial para que los peatones pudieran dar fe de la rapidez de
su maestría, o que estaba dándole la vuelta al mundo en un yate para aumentar su
rendimiento a uno por día.
Era apenas un paso, por supuesto, por que encontrar un cuento suelto de
Simenon sin conocer el título era como buscarlo en el fondo del océano. Consulté a
expertos en su obra, entre ellos a Álvaro Mutis, que alguna vez me había
propuesto firmar una carta junto con otros dos mil escritores del mundo para
exigir que le aumentaran el sueldo al inspector Maigret. Nadie reconoció el
argumento que yo contaba ya como un disco rayado. Aburrido de tanto oírlo,
Álvaro Cepeda Samudio me dijo:
«De todos modos escríbalo usted, porque es un cuento del carajo que
necesita existir».
En una primavera de los años setenta, mientras hacía tiempo para una cita
en un café de Ginebra, vi sentarse en una mesa cercana a un hombre de unos
setenta años, de gabardina clara y sombrero blando, y con un paraguas colgado en
el brazo. El mesero que me servía me susurró una confidencia irresistible:
Miré por encima del periódico, y lo vi leyendo el suyo mientras mordía una
pipa apagada. No hubiera podido reconocerlo por las fotos, pues tenía la misma
cara de belga desconocido que él le había puesto a Maigret. Poco antes había
anunciado su retiro de las letras, pero no parecía cansado por la edad ni por el
éxito implacable sostenido gota a gota durante casi treinta años. Pensé un largo
rato que no había estado nunca tan cerca de la solución de mi enigma, pero no fui
capaz de acercármele, aun sabiendo que teníamos varios amigos comunes.
Después me pregunté si él tendría tiempo y memoria para acordarse de sus
propios cuentos extraviados.
Era el vale por novecientos pesos colombianos que nunca le pagué. Aquel
fue el acontecimiento de fiesta, del cual se habla todavía con los visitantes de
Valledupar. Sin embargo, aun antes de agradecerle su grandeza, le pregunté a
Víctor Cohen si al cabo de treinta y cuatro años no le quedaría por casualidad
alguno de los libros que le dejé. En su biblioteca, pequeña pero muy bien
ordenada, había tres. Ninguno era el que buscaba.
«Ese cuento se llama L’homme dans la rue, y forma parte de una colección
titulada Maigret les petits cochons sans queue».
Me pareció que sería tan fácil encontrarlo, que no le pedí más detalles. Grave
error, pues poco después compré en cualquier mercado de saldos una edición
vagabunda en español, y no incluía el cuento que buscaba. En vez de insistir con
una edición más confiable y en francés, lo tomé como una equivocación de
Cortázar, que había muerto poco antes, y archivé el problema. Ahora, frente a la
edición original, me doy cuenta de que son nueve cuentos, mientras que en la
edición pirata en español solo publicaron seis.
Ahí tenía, por fin, el cuento perdido. Sin embargo, el enigma de tantos años
llevaba dentro otro enigma mayor, pues el relato era el mismo, en efecto, pero no
era igual a como lo recordaba. Primero porque en no estaba contado desde el
punto de vista del perseguido, como yo creía, sino desde el punto de vista de
Maigret, el perseguidor, y esto alteraba el orden de la compasión. Segundo, porque
la intriga policial no estaba resuelta con la simplicidad con que la recordaba, sino
como las grandes páginas de la literatura: con un sacrificio de amor. Una evidencia
más de cómo puede la vida cambiar la esencia de un cuento, y cambiarnos a
nosotros el modo de amar, solo para delatar y corregir las frivolidades compasivas
de la memoria. Aunque solo hubiera sido por eso, valía la pena haber perdido un
cuento por casi medio siglo.
Los caminos del Bois estaban desiertos, blancos y duros como el mármol.
Unas diez personas pateaban la nieve para combatir el frío al lado de un sendero
para jinetes, y un fotógrafo quiso retratar al grupo que se acercaba. Pero P’tit Louis,
tal como le habían recomendado, levantó los brazos para taparse la cara.
»Borms, que aún era joven, de buena apariencia, muy elegante, llevaba una
intensa vida social.
¡Vamos allá! Todo el mundo estaba en su sitio. Muy pocos mirones, tal como
había previsto. Por algo había elegido aquella hora matinal. Y además, entre las
diez o quince personas que daban patadas en el suelo podía reconocerse a varios
inspectores que adoptaban un aire lo más inocente posible, y uno de ellos,
Torrence, a quien le encantaba disfrazarse, se había vestido de repartidor de leche,
lo cual hizo que su jefe se encogiera de hombros.
«Mañana por la mañana nos echarás una mano, y ya procuraremos que esta
vez no salgas muy mal librado…».
Las once de la mañana. Maigret recorría su despacho del Quai des Orfevres
a grandes zancadas, fumaba una pipa tras otra, no cesaba de atender al teléfono.
—¡Oiga! ¿Es usted, jefe? Soy Lucas. He seguido al viejo que parecía
interesarse por la reconstrucción. Una pista falsa: es un maniático que todas las
mañanas da un paseíto por el Bois.
Once y cuarto.
—Oiga, ¿es el jefe? Soy Torrence. He seguido al joven que usted me indicó
mirándome de reojo. Participa en todos los concursos de detectives. Trabaja de
dependiente en una tienda de los Campos Elíseos. ¿Puedo regresar?
Tengo que ser breve, jefe, no sea que el pájaro eche a volar. Lo vigilo por el
espejito incrustado en la puerta de la cabina. Estoy en el bar del Nain Jaune, en el
Boulevard Rochechouart… Sí, me ha visto. No tiene la conciencia tranquila. Al
cruzar el Sena ha tirado algo al río. Además, ha intentado despistarme diez veces.
¿Lo espero aquí?
Así empezó una cacería que iba a prolongarse durante cinco días y cinco
noches, por entre transeúntes apresurados, en un París indiferente, de bar en bar,
de taberna en taberna; por un lado un hombre solo, por otro Maigret y sus
inspectores, que se turnaban en la persecución y que, a fin de cuentas, acabaron tan
exhaustos como su perseguido.
Maigret bajó del taxi delante del Nain Jaune, a la hora del aperitivo, y
encontró a Janvier acodado en el mostrador. No se tomó la molestia de adoptar un
aire inocente. ¡Al contrario!
—¿Quién es?
Debía de tener unos treinta y cinco años. Estaba pálido, recién afeitado.
—Tres cincuenta.
A las tres, Lucas fue a relevar a Janvier, cuando este se hallaba con Maigret
en una cervecería frente a la Gare du Nord.
La rellena entre titubeos, con los dedos entumecidos por el frío. Mira a
Maigret de arriba abajo, como diciéndole: «¡Si cree que me importa que me esté
mirando! Escribiré lo que me dé la gana».
En efecto, poco después, en un bar en el que toman, por así decirlo, codo con
codo, un café con leche y unos croissants, el hombre, sin ocultarse lo más mínimo,
cuenta el dinero que le queda. Un billete de cien francos, dos monedas de veinte,
una de diez y calderilla. Sus labios se estiran en una mueca de contrariedad.
¡Bueno! Con eso no irá muy lejos. Cuando llegó al Bois de Boulogne, acababa
de salir de su casa, porque iba recién afeitado, sin una mota de polvo, sin una
arruga en el traje. ¿Tenía intención de volver al cabo de poco? Ni siquiera se
preocupó por el dinero que llevaba encima.
Maigret adivina lo que tiró al Sena: los documentos de identidad, tal vez
tarjetas de visita.
Y el callejeo típico de los que no tienen techo vuelve a empezar, con paradas
delante de las tiendas, de los puestos de vendedores ambulantes, o en los bares, en
los que tiene que entrar de vez en cuando, aunque solo sea para sentarse, sobre
todo porque en la calle hace frío, o para leer los periódicos.
El otro duda mucho antes de entrar en un cine. Dentro del bolsillo su mano
juega con las monedas. Hay que resistir todo el tiempo posible. El hombre anda y
anda…
¡Sí! Hay una nota del brigada. Este ha enseñado la fotografía en numerosos
círculos polacos y rusos. Nadie lo conoce. Tampoco nada en los grupos políticos.
En último extremo, ha sacado numerosas copias de la famosa fotografía. En todos
los barrios de París hay agentes que van de puerta en puerta, de portería en
portería, mostrando la foto a los dueños de los bares y a los camareros.
Las noticias de «casa» son siempre las mismas: ¡nada nuevo! Nadie reconoce
la fotografía del polaco. No se ha denunciado ninguna desaparición.
Era una experiencia que Maigret aún no había tenido ocasión de llevar hasta
el final: ¿en cuánto tiempo un hombre bien educado, aseado, bien vestido, pierde
su barniz exterior cuando tiene que vagabundear por la calle?
—Evidentemente…
¡Los últimos veinte francos! ¡Menos aún! Cuando se reunió con Torrence,
este le dijo que el hombre había comido tres huevos duros y tomado dos cafés con
licor en un bar de la esquina de la Rue Montmartre.
«¡Vamos a ver, hombre! ¿No crees que ya sería hora de que empezases a
cantar? En algún lugar te espera una casa con calefacción, una cama, unas
zapatillas, una navaja de afeitar, ¿verdad? Y una buena cena…».
¡Pero no! El hombre vagó bajo las luces eléctricas de Les Halles, como los
que ya no saben adónde ir, entre los montones de coles y de zanahorias,
apartándose al oír el silbato del tren, al paso de los camiones de los hortelanos.
—Hace una hora que estamos buscándolo, jefe. ¡Lo hemos identificado! Ha
sido gracias a una portera. El tipo se llama Stephan Strevzki, treinta y cuatro años,
en Varsovia, instalado en Francia desde hace tres años. Trabaja con un decorador
del Faubourg Saint-Honoré. Está casado con una húngara, una mujer guapísima
que se llama Dora. Vive en Passy, Rue de la Pompe, en un piso por el que paga
doce mil francos de alquiler. Nada de política… La portera nunca vio a la víctima.
Stephan salió de su casa el lunes por mañana más temprano de lo que solía. Ella se
sorprendió al ver que no regresaba, pero dejó de preocuparse al ver que…
—Las tres y media. Aquí estoy solo. Me he hecho subir cerveza pero está
muy fría…
—Óyeme bien, Lucas. Irás… ¡Sí! ¡Ya lo sé! Es demasiado tarde para los de la
mañana, pero en los de la tarde… ¿Lo has entendido?
¿No lo habían conducido, poco a poco, pero a una velocidad que no dejaba
de ser vertiginosa, hasta lo más bajo del escalafón? Se levantó el cuello del abrigo.
No salió del barrio. Con mal sabor de boca, se metió en una taberna que acababa
de abrir y se bebió, una tras otra, cuatro copas, como para arrancarse el espantoso
regusto que aquella noche le había dejado en la garganta y en el pecho.
¡Qué más daba! ¡Ahora ya no le quedaba nada! Solo podía echar a andar
recorriendo calles que el hielo había vuelto resbaladizas. Debía de tener agujetas.
Cojeaba de la pierna izquierda. De vez en cuando se detenía y miraba a su
alrededor con desesperación.
A las doce, el hombre, que decididamente conocía muy bien París, se dirigió
hacia donde sopa popular, al final del Boulevard Saint-Germain, Y se puso en la
fila de andrajosos. Un viejo le dirigió la palabra, pero él fingió no entenderlo.
Entonces otro, con cara picada viruela, le habló en ruso.
—L’Intran… L’Intran…
—L’Intran…
—¡Eh, eh!
Los demás lo miraron. ¿O sea que aún tenía algunos céntimos para
comprarse un periódico?
«INQUIETANTE DESAPARICIÓN.
»Se nos comunica que desde hace cuatro días ha desaparecido una joven
polaca, Madame Dora Strevzki, que no ha vuelto a su domicilio en Passy, Rue de la
Pompe, número 17.
Al hombre solo le faltaban por recorrer cinco o seis metros, en la fila que lo
arrastraba, para tener derecho a su escudilla de sopa humeante. En ese momento
salió de la cola, cruzó la calzada, donde estuvo a punto de que lo atropellara un
autobús, y llegó a la otra acera, para encontrarse justo ante Maigret.
Maigret hubiera querido poder decir, como los policías ingleses: «Le
advierto que todo lo que declare podrá utilizarse en su contra».
Maigret se sonó. Se sonó durante largo rato. Un rayo de sol, de ese sol
puntiagudo de invierno que acompaña a los grandes fríos, entraba por la ventana.
El grano, el forúnculo, brillaba en la frente de aquel a quien no podía llamar más
que «el hombre».
—Su esposa lo mató, sí, cuando comprendió que se había burlado de ella. Y
usted comprendió que ella lo había matado. Y entonces quiso… —Se acercó
bruscamente al polaco—. Le pido perdón, amigo —masculló como si hablase con
un antiguo compañero—. Me habían encargado que descubriese la verdad ¿no? Mi
deber era… —Abrió la puerta—. Que entre Madame Dora Strevzki. Lucas, sigue tú,
yo…
—¡Él!
Y el hombre iba a verlo una o dos veces por semana, y lo tenía al corriente
de las esperanzas del abogado.
Nieul-sur-Mer, 1939
El comisario Maigret y su creador, Georges Simenon
De joven quiso ser médico. No por amor a la medicina, sino porque soñaba,
sin decírselo a nadie, con una profesión inexistente: la de «remendador de
destinos». Le parecía que muchos individuos no llegaban hasta el final de su
verdadero destino por no comprenderse a sí mismos. Le habría gustado
comprender a todos hombres y ayudarles a hacerse a sí mismos. En su
adolescencia, le parecía que la medicina era la profesión que más se acercaba a este
sueño.
Su vida privada es muy tranquila. Tiene una esposa dulce, rolliza, tierna y
sencilla, que lo llama respetuosamente Maigret (de tal manera que todo el mundo
terminó por olvidar su ridículo nombre, Jules). Ella mantiene su hogar
minuciosamente limpio, le prepara suculentos guisos, le cuida las heridas, jamás se
impacienta cuando él permanece muchos días fuera de casa, soporta con
indulgencia sus altibajos. Le horrorizan los cambios y vive desde hace veinte años
en el mismo piso, en un barrio ni rico ni pobre, de modestos trabajadores.
Cuando puede, intenta, como en sus sueños juveniles, remendar los destinos.
Lo cual le crea frecuentemente conflictos con sus superiores y sobre todo con los
magistrados, que juzgan a los hombres tan solo a la luz de los textos de las leyes.
Por eso sin duda los culpables lo consideran muchas veces algo así como su
confesor, sienten por él auténtico afecto… y algunos condenados le piden que
asista a su ejecución para ayudarles a morir con dignidad.
(Breve descripción de Maigret redactada por Georges Simenon hacia 1953, dirigida a
un productor cinematográfico).
Maigret habla de Georges Simenon (alias Georges Sim)
[Un día, el jefe del comisario Maigret le presenta a un joven periodista, Georges
Sim].
[De modo que Maigret no tiene más remedio que aceptar la compañía del tal quien
durante cierto tiempo irá con él a todas partes, y lo lleva a su despacho. Para empezar, le
propone visitar la prisión preventiva].
[De pronto, Georges Sim pregunta a Maigret —quien, según reconoce él mismo, lee
muy poco— si ha leído a un tal Hans Gross, juez de instrucción austríaco].
Mi invitado, en cambio, había leído sus dos gruesos tomos. Lo había leído
todos. Cantidades de libros cuya existencia yo ignoraba y cuyos títulos me citaba
con aire despreocupado. (…).
[De pronto, en el despacho de Maigret, Sim descubre una afinidad con el comisario].
Esparcidas encima de la mesa, había, como siempre, unas doce pipas, y las
examinó.
[Y Maigret le explica que se ha topado por primera vez con una técnica empleada por
los delincuentes].
—No —contestó Sim—, ya se utilizó hace ocho años en Nueva York, delante
de una tienda de la Octava Avenida.
—Los demás. Los que son como usted y como yo y que, un día, terminan
por matar sin estar preparados para ello.
—Hay muy pocos casos así.
—Lo sé.
El amigo Sim estaba allí sin mostrar la más mínima incomodidad. Más bien
parecía hallarse a sus anchas, y llevaba en la boca la pipa más grande que jamás le
había visto. (…)
—Pues bien —dijo Guichard—, nuestro amigo Sim se propone escribir una
serie de novelas en la que la policía aparecerá tal como es de verdad.
Creí que el joven iba a mostrarse confuso, que iba a pedir excusas. En
absoluto.
—Espero que eso no le haya afectado, señor comisario. Es más fuerte que yo.
Cuando he imaginado a un personaje con un nombre determinado, me es
imposible cambiarlo. Intenté en vano combinar todas las sílabas imaginables para
reemplazar las de su nombre, Maigret. Al final, renuncié. Habría dejado de ser mi
personaje.
Esto ocurrió hace ya mucho tiempo, y me pregunto ahora por qué misteriosa
razón escuchábamos todo aquello sin soltar una carcajada.
(…) Por la mañana, volvía a ver al joven Sim entrar en mi despacho, como si
se hubiera convertido en uno de mis inspectores, decirme amablemente: «No se
moleste…», e ir a sentarse en un rincón.
Seguía sin tomar notas. No hacía preguntas. Más bien tenía tendencia a
afirmar. Me explicó más tarde —lo cual no significa que yo haya dado crédito a lo
que me dijo— que las reacciones de alguien ante una afirmación son más
reveladoras que sus respuestas a una pregunta precisa.
[Una mañana Maigret recibe una invitación de Sim para asistir a una fiesta en su
barco, el Ostrogoth].
No fui. Supe por la policía barrio que durante tres días y tres noches una
pandilla de energúmenos había armado un gran alboroto a bordo de un barco
amarrado en el Sena, en pleno París, y engalanado de empavesadas.
[Salen los primeros volúmenes de lo que la gente ya conoce como los «primeros
Maigret»: Pietr el Letón, El difunto filántropo y El ahorcado de la iglesia].
[El caso es que, a medida que pasaron los años, Maigret fue cambiando,
evolucionando, no solo en su manera de ser, sino también en su manera de vestir, y
adaptándose a la imagen que le fue confiriendo Georges Simenon].
Por cierto, Simenon tiene ahora más o menos la edad que yo tenía cuando
nos encontramos por primera vez. En aquella época, él tendía a considerarme un
hombre maduro e incluso, en el fondo, un hombre viejo.
Nunca le he preguntado qué piensa ahora de ello, pero cierto día no pude
evitar hacerle la siguiente observación:
—¿Sabe que, con los años, se ha puesto usted a caminar, a fumar en pipa e
incluso a hablar como su Maigret?
¡Es un poco como si, en la edad tardía, él empezara a «creerse que es yo»!