Gabriel Garcia Marquez & Georges Simenon - El Mismo Cuento Distinto - El Hombre en La Calle

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Gabriel García Márquez y George Simenon

El mismo cuento distinto / El hombre en la calle


Título original: El mismo cuento distinto / El hombre de la calle

Gabriel García Márquez & George Simenon, 1994

Traducción: Carlos Pujol


EL MISMO CUENTO DISTINTO
Uno de los cuentos que más me impresionaron en mi breve juventud fue
para mí un enigma sin solución hasta hace seis meses. No sabía cuál era su título,
ni quién lo había escrito, ni en qué idioma, ni en qué antología lo había leído.
Necesité cuarenta y cuatro años de averiguaciones para saberlo todo. Pero ese no
fue el final: ahora que he podido leerlo de nuevo me ha parecido tan impresionante
como recordaba, en efecto, pero por motivos distintos.

La primera vez que lo leí, en 1949, había hecho una pausa en mis primeras
armas de periodista, y andaba vendiendo enciclopedias y libros técnicos a plazos
por los pueblos de la Guajira colombiana. En realidad era un pretexto para
reconocer la región donde había nacido mi madre, y sobre todo donde la habían
mandado sus padres para contrariar sus amores con el telegrafista de Aracataca.
Quería en primer término compararla con lo que había oído decir desde niño, y
explorarla aún más por mi cuenta, porque había presentido que allí estaban mis
raíces de escritor.

Tanto tiempo me sobraba para leer, que cuando se me acababan mis libros
pasaba horas en las pobres fondas del camino leyendo los de mi muestrario de
vendedor: técnica quirúrgica, tratados de derecho, ingeniería de puentes, y en
casos extremos, los diez tomos de la enciclopedia ilustrada. Pero siempre
encontraba amigos que me prestaran otros. No recuerdo cuál de ellos me regaló
una antología de cuentos policíacos, que leí con el alma en un hilo en el hotel que
tenía Victor Cohen en la plaza mayor de Valledupar. Allí estaba el cuento.

El argumento, como lo recordé siempre, era el de un sospechoso que dos


detectives seguían sin piedad por las calles de París durante días y noches, con la
esperanza de que tarde o temprano se viera forzado a volver a su casa, donde
estaban las únicas pruebas para acusarlo. Como me ha ocurrido siempre con los
cuentos policiales, y con la vida misma, no se me quedó metido en el alma el
encarnizamiento de los perseguidores sino la angustia del perseguido.

El negocio de los libros a plazos terminó mal, y tuve que dejarle a Victor
Cohen un vale firmado por unos dos meses de hotel. Le dejé además mis
muestrarios de libros a plazos, que ya no me hacían falta, y dos o tres de literatura
ya leídos. Entre ellos, estoy seguro, la antología de cuentos policíacos.

Seis años después, ya con una carrera de reportero y publicada mi primera


novela, me encontré varado en París. Era un otoño lánguido y la ciudad era la de
sus novelistas: el cielo bajo y ceniciento, el humo de las castañas asadas en los
braseros de la calle, los cerdos enteros adornados con claveles de papel en el alar
de las carnicerías, los últimos acordeones del verano que se fue. En mitad del
puente de Saint-Michel, una ráfaga de viento glacial me obligó a refugiarme en el
café más cercano.

Era un lugar tibio y bien iluminado, como los de Hemingway, con parejas de
novios cuyos largos besos se repetían muchas veces en los espejos de las paredes, y
jubilados de guerra enardecidos por las noticias de Argelia. Me senté cerca de la
vitrina de la calle, fingiendo leer el periódico, pero en realidad pendiente de las
barcazas de remolque que navegaban despacio por el Sena como cabañas a la
deriva, con pañales de recién nacidos colgados a secar y perros escuálidos que les
ladraban desde la borda a las gárgolas de Notre-Dame. De pronto tuve la
sensación nítida de que alguien me miraba. Lo busqué por encima del hombro, y
allí estaba.

Era un hombre duro, con una barba de tres días y ropas de malandrín, que
me miraba sin piedad desde un rincón apartado. Bajé la vista al periódico y fingí
leer. Cuando volví a mirar, el hombre seguía allí, mirándome impávido. Fue una
falsa alarma. Pero en ese instante, más que la tarde en que leí el cuento, volví a
vivir el pavor del perseguido. Solo entonces caí en la cuenta de que ni siquiera
recordaba el final, y me hice el propósito de encontrarlo para releerlo con más
atención.

Recordaba que el libro en que lo leí tenía no menos de cuatrocientas páginas,


pero había olvidado quién me lo prestó y si de veras estaba entre los que dejé en el
hotel de Victor Cohen. Debía ser impreso en Buenos Aires, como la mayoría de
nuestras lecturas de la época, y tal vez por Santiago Rueda, pues era de formato
grande y letras cómodas para leer, como solían ser los libros de esa editorial. Por el
género, por el país y por la época, tenía que ser una de las tantas antologías de
Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares. Lo demás que logré recordar era algo tan
incierto como que en el mismo libro había un cuento de Apollinaire cuyo
protagonista era un marinero con un loro en el hombro. No encontré a nadie que
me diera una pista.

Lo raro era que entonces había leído varios libros de Georges Simenon, y no
lo había referido nunca al cuento tan buscado. Era ya un autor legendario, aunque
no tanto por sus libros como por el modo de escribirlos, y por su fecundidad casi
irracional. Se decía que terminaba uno cada sábado, que había escrito varios dentro
de la vitrina de su editorial para que los peatones pudieran dar fe de la rapidez de
su maestría, o que estaba dándole la vuelta al mundo en un yate para aumentar su
rendimiento a uno por día.

No fue en el París de la guerra de Argelia, sino en el México florido de 1965,


cuando leí un cuento al azar, y encontré un nombre que me hizo saltar de la silla:
Maigret, Entonces, como en una revelación sobrenatural con doce años de retraso,
recordé que así se llamaba el inspector que perseguía al sospechoso de mi cuento
inolvidable. De modo que el autor, sin ninguna duda, era Georges Simenon.

Era apenas un paso, por supuesto, por que encontrar un cuento suelto de
Simenon sin conocer el título era como buscarlo en el fondo del océano. Consulté a
expertos en su obra, entre ellos a Álvaro Mutis, que alguna vez me había
propuesto firmar una carta junto con otros dos mil escritores del mundo para
exigir que le aumentaran el sueldo al inspector Maigret. Nadie reconoció el
argumento que yo contaba ya como un disco rayado. Aburrido de tanto oírlo,
Álvaro Cepeda Samudio me dijo:

«De todos modos escríbalo usted, porque es un cuento del carajo que
necesita existir».

A veces revisaba catálogos de Simenon en bibliotecas y librerías, con la


esperanza de encontrarlo en sentido contrario: el argumento por el título. Fue
inútil. Tres amigos que me oyeron contar el cuento por separado estaban seguros
de tenerlo, y me mandaron copias de diferentes cuentos de Simenon que les
parecían iguales al que yo contaba. En realidad, ninguno era igual. Por primera vez
me hice entonces la pregunta tremenda: «¿y si no fuera de Simenon?».

En una primavera de los años setenta, mientras hacía tiempo para una cita
en un café de Ginebra, vi sentarse en una mesa cercana a un hombre de unos
setenta años, de gabardina clara y sombrero blando, y con un paraguas colgado en
el brazo. El mesero que me servía me susurró una confidencia irresistible:

«Es el escritor Simenon».

Miré por encima del periódico, y lo vi leyendo el suyo mientras mordía una
pipa apagada. No hubiera podido reconocerlo por las fotos, pues tenía la misma
cara de belga desconocido que él le había puesto a Maigret. Poco antes había
anunciado su retiro de las letras, pero no parecía cansado por la edad ni por el
éxito implacable sostenido gota a gota durante casi treinta años. Pensé un largo
rato que no había estado nunca tan cerca de la solución de mi enigma, pero no fui
capaz de acercármele, aun sabiendo que teníamos varios amigos comunes.
Después me pregunté si él tendría tiempo y memoria para acordarse de sus
propios cuentos extraviados.

En abril de 1983 entré en una casa de amigos, durante el festival de música


de Valledupar, y encontré a todos los invitados alrededor de un anciano que
bailaba como un artista con una reina de la belleza. Era impecable, todo de lino
blanco, con un sombrero de paja muy fino, lentes sin mol dura, y zapatos de caribe
puro: blancos, con punteras y contrafuertes negros. Era Víctor Cohen, con los
noventa y tres años mejor bailados que he visto en mi vida. Al final de la pieza se
me acercó con su educación patriarcal y su buen humor, y me entregó un papelito
como una tarjeta de visita.

«Te tengo este regalo», me dijo.

Era el vale por novecientos pesos colombianos que nunca le pagué. Aquel
fue el acontecimiento de fiesta, del cual se habla todavía con los visitantes de
Valledupar. Sin embargo, aun antes de agradecerle su grandeza, le pregunté a
Víctor Cohen si al cabo de treinta y cuatro años no le quedaría por casualidad
alguno de los libros que le dejé. En su biblioteca, pequeña pero muy bien
ordenada, había tres. Ninguno era el que buscaba.

Fue Julio Cortázar, en medio de una tempestad bíblica en la noche de


Managua, quien me puso al borde del abismo. Habíamos hablado durante varias
horas sobre cuentos de perseguidos, que era una más de sus tantas especialidades,
y de pronto me acordé de Simenon. Fue increíble: antes de que acabara de contar el
argumento, Cortázar me dijo con su hermosa voz baritonal y sus erres arrastradas:

«Ese cuento se llama L’homme dans la rue, y forma parte de una colección
titulada Maigret les petits cochons sans queue».

Me pareció que sería tan fácil encontrarlo, que no le pedí más detalles. Grave
error, pues poco después compré en cualquier mercado de saldos una edición
vagabunda en español, y no incluía el cuento que buscaba. En vez de insistir con
una edición más confiable y en francés, lo tomé como una equivocación de
Cortázar, que había muerto poco antes, y archivé el problema. Ahora, frente a la
edición original, me doy cuenta de que son nueve cuentos, mientras que en la
edición pirata en español solo publicaron seis.

Hacía ya diez años que había renunciado a la búsqueda, en la primavera de


sustos electorales de 1993, cuando Beatriz de Moura me contó en Barcelona su
proyecto astronómico de publicar por primera vez en español la obra completa de
Simenon en doscientos catorce volúmenes, empezando este año y terminando en el
tercer milenio. La oí con tanto entusiasmo, que me sugirió escribirle una nota de
presentación. Ahora sé que me lo dijo en broma y con la seguridad de que le diría
que no. Pero mi respuesta fue en serio.

«Te lo escribo», le dije, «si me encuentras un cuento de Simenon que se llama


L’homme dans la rue».

Eran las once de la noche, y acabábamos de cenar en La Balsa, el restaurante


de Toni López en los altos de la Bonanova. A las nueve de la mañana del día
siguiente recibí la copia. El enigma que parecía sin fin estaba resuelto: era, como
Cortázar lo había dicho, uno de los nueve cuentos de Maigret et les petits cochons
sans queue.

Lo leí en el acto, de pie, en el mismo lugar de la casa en que lo recibí. En la


tercera página, muy al modo de Simenon, estaba el resumen de todo el drama en
una frase de un solo aliento: «Así empezó una cacería que iba a prolongarse
durante cinco días y cinco noches, por entre transeúntes apresurados, en un París
indiferente, de bar en bar, de taberna en taberna; por un lado un hombre solo, por
otro Maigret y sus inspectores, que se turnaban en la persecución y que, a fin de
cuentas, acabaron tan exhaustos como su perseguido».

Ahí tenía, por fin, el cuento perdido. Sin embargo, el enigma de tantos años
llevaba dentro otro enigma mayor, pues el relato era el mismo, en efecto, pero no
era igual a como lo recordaba. Primero porque en no estaba contado desde el
punto de vista del perseguido, como yo creía, sino desde el punto de vista de
Maigret, el perseguidor, y esto alteraba el orden de la compasión. Segundo, porque
la intriga policial no estaba resuelta con la simplicidad con que la recordaba, sino
como las grandes páginas de la literatura: con un sacrificio de amor. Una evidencia
más de cómo puede la vida cambiar la esencia de un cuento, y cambiarnos a
nosotros el modo de amar, solo para delatar y corregir las frivolidades compasivas
de la memoria. Aunque solo hubiera sido por eso, valía la pena haber perdido un
cuento por casi medio siglo.

Cartagena de Indias, 1993


EL HOMBRE EN LA CALLE
Los cuatro hombres iban apretujados dentro del taxi. En París helaba. A las
siete y media de la mañana la ciudad estaba lívida, el viento hacía correr a ras de
suelo un polvillo de hielo.

El más delgado de los cuatro, en un asiento abatible, tenía un cigarrillo


pegado al labio inferior e iba esposado. El más importante, de mandíbula fuerte,
envuelto en un recio abrigo y con un sombrero hongo en la cabeza, fumaba en pipa
viendo desfilar ante sus ojos la verja del Bois de Boulogne.

—¿Le hago el número de la pataleta? —propuso amablemente P’tit Louis, el


hombre de las esposas—. ¿Con contorsiones, espumarajos, insultos y todo eso?

Maigret gruñó, quitándole el cigarrillo de los labios y abriendo la portezuela,


porque ya habían llegado a la Porte de Bagatelle:

—No quieras pasarte de listo.

Los caminos del Bois estaban desiertos, blancos y duros como el mármol.
Unas diez personas pateaban la nieve para combatir el frío al lado de un sendero
para jinetes, y un fotógrafo quiso retratar al grupo que se acercaba. Pero P’tit Louis,
tal como le habían recomendado, levantó los brazos para taparse la cara.

Maigret, con aire malhumorado, giraba la cabeza como un oso,


observándolo todo: los edificios nuevos del Boulevard Richard Wallace, todavía
con los postigos cerrados, unos obreros en bicicleta que venían de Puteaux, un
tranvía iluminado, dos porteras que caminaban con las manos violáceas de frío.

—¿Todo a punto? —preguntó.

La víspera, había permitido a los periódicos que publicaran la información


siguiente:

«EL CRIMEN DE BAGATELLE

»En esta ocasión la policía no ha tardado mucho en aclarar un asunto que


parecía ofrecer dificultades insuperables. Como es sabido, el lunes por la mañana
un guarda del Bois de Boulogne descubrió en uno de los senderos, a unos cien
metros de la Porte de Bagatelle, el cadáver de un hombre que pudo ser identificado
inmediatamente.
»Se trata de Ernest Borms, médico vienés muy conocido que vivía en Neuilly
desde hacía varios años. Borms vestía esmoquin. Alguien debió de atacarle en la
noche del domingo al lunes cuando volvía a su piso, en el Boulevard Richard-
Wallace.

»Una bala disparada a quemarropa con un revólver de pequeño calibre lo


alcanzó en el corazón.

»Borms, que aún era joven, de buena apariencia, muy elegante, llevaba una
intensa vida social.

»Apenas cuarenta y ocho horas después de este crimen, la Policía Judicial


acaba de proceder a una detención. Mañana por la mañana, entre las siete y las
ocho, se procederá a la reconstrucción del crimen en el lugar de los hechos».

Posteriormente, en el Quai des Orfevres se habló de este asunto, y se


comentaba que en él Maigret había utilizado tal vez el más característico de sus
procedimientos; pero cuando lo mencionaban en su presencia, reaccionaba de un
modo extraño, volviendo la cabeza y emitiendo un gruñido.

¡Vamos allá! Todo el mundo estaba en su sitio. Muy pocos mirones, tal como
había previsto. Por algo había elegido aquella hora matinal. Y además, entre las
diez o quince personas que daban patadas en el suelo podía reconocerse a varios
inspectores que adoptaban un aire lo más inocente posible, y uno de ellos,
Torrence, a quien le encantaba disfrazarse, se había vestido de repartidor de leche,
lo cual hizo que su jefe se encogiera de hombros.

¡Con tal de que P’tit Louis no exagerara! Era un «cliente» suyo, un


delincuente muy conocido, a quien habían detenido el día anterior mientras
practicaba su oficio de carterista en el metro.

«Mañana por la mañana nos echarás una mano, y ya procuraremos que esta
vez no salgas muy mal librado…».

Le habían sacado de la prisión.

—¡Adelante! —Gruñó Maigret—. Cuando oíste pasos estabas escondido en


este rincón, ¿verdad?

—Fue exactamente así, señor comisario. Yo tenía hambre, ¿me comprende?


Y no me quedaba ni un céntimo. Entonces me dije que un tipo que volvía a su casa
de esmoquin, seguro que llevaba la cartera repleta… «¡La bolsa o la vida!», le dije
acercándome a él. Y le juro que no fue culpa mía si se me disparó. Supongo que fue
el frío lo que hizo que el dedo apretara el gatillo…

Las once de la mañana. Maigret recorría su despacho del Quai des Orfevres
a grandes zancadas, fumaba una pipa tras otra, no cesaba de atender al teléfono.

—¡Oiga! ¿Es usted, jefe? Soy Lucas. He seguido al viejo que parecía
interesarse por la reconstrucción. Una pista falsa: es un maniático que todas las
mañanas da un paseíto por el Bois.

—De acuerdo, puedes volver.

Once y cuarto.

—Oiga, ¿es el jefe? Soy Torrence. He seguido al joven que usted me indicó
mirándome de reojo. Participa en todos los concursos de detectives. Trabaja de
dependiente en una tienda de los Campos Elíseos. ¿Puedo regresar?

Hasta las doce menos cinco no recibió una llamada de Janvier.

Tengo que ser breve, jefe, no sea que el pájaro eche a volar. Lo vigilo por el
espejito incrustado en la puerta de la cabina. Estoy en el bar del Nain Jaune, en el
Boulevard Rochechouart… Sí, me ha visto. No tiene la conciencia tranquila. Al
cruzar el Sena ha tirado algo al río. Además, ha intentado despistarme diez veces.
¿Lo espero aquí?

Así empezó una cacería que iba a prolongarse durante cinco días y cinco
noches, por entre transeúntes apresurados, en un París indiferente, de bar en bar,
de taberna en taberna; por un lado un hombre solo, por otro Maigret y sus
inspectores, que se turnaban en la persecución y que, a fin de cuentas, acabaron tan
exhaustos como su perseguido.

Maigret bajó del taxi delante del Nain Jaune, a la hora del aperitivo, y
encontró a Janvier acodado en el mostrador. No se tomó la molestia de adoptar un
aire inocente. ¡Al contrario!

—¿Quién es?

Con la barbilla, el inspector le indicó un hombre sentado en un rincón,


delante de un velador. El hombre los miraba con sus pupilas claras, de un azul
grisáceo, que daban a su fisonomía el aspecto de ser extranjero. ¿Nórdico? ¿Eslavo?
Más bien eslavo. Llevaba un abrigo gris, un traje de buenas hechuras, un sombrero
flexible.

Debía de tener unos treinta y cinco años. Estaba pálido, recién afeitado.

—¿Qué quiere tomar, jefe?, ¿un Picon caliente?

—De acuerdo, un Picon caliente. ¿Qué bebe él?

—Aguardiente. Se ha tomado cinco esta mañana. Y no le extrañe si me


trabuco un poco al hablar: siguiéndolo he tenido que entrar en todas las tabernas.
Tiene mucho aguante, ¿sabe usted?… Además, fíjese, lleva toda la mañana así. Este
no se da por vencido fácilmente.

Era verdad. Y parecía raro. Aquello no podía llamarse arrogancia ni desafío.


El hombre sencillamente los miraba. Si estaba inquieto, no dejaba que nada
trasluciese. Su rostro expresaba más bien tristeza, pero una tristeza tranquila,
meditabunda.

—En Bagatelle, cuando se dio cuenta de que usted no lo perdía de vista, se


fue en seguida, y yo tras él. Aún no había andado cien metros cuando ya había
girado la cabeza. Entonces, en vez de salir del Bois, como parecía su intención,
echó a andar a grandes zancadas por el primer sendero que encontró. Volvió la
cabeza otra vez. Me reconoció. Se sentó en un banco a pesar del frío, y yo me paré a
mi vez. Varias veces tuve la impresión de que quería dirigirme la palabra, pero
acabó por alejarse encogiéndose de hombros.

»En la Porte Dauphine estuve a punto de perderlo, porque tomó un taxi,


pero tuve la suerte de encontrar otro casi al momento. Bajó en la Place de l’Opéra,
y se metió precipitadamente en el metro. Yo iba siguiéndolo, cambiamos cinco
veces de línea, hasta que empezó a comprender que de esta manera no podría
despistarme.

»Volvimos a subir a la superficie. Estábamos en la Place Clichy. Desde


entonces no hemos dejado de ir de bar en bar. Yo esperaba que entrara en un buen
lugar, con una cabina telefónica desde donde pudiera vigilarlo. Cuando me ha
visto telefonear, ha hecho una mueca irónica y triste. Luego, yo hubiese jurado que
lo estaba esperando a usted.

—Telefonea a «casa». Que Lucas y Torrence se preparen para venir


corriendo al primer aviso. Y que venga también un fotógrafo de Identidad Judicial,
con una cámara muy pequeña.

—¡Camarero! —llamó el desconocido—. ¿Qué le debo?

—Tres cincuenta.

—Apostaría a que es polaco —murmuró Maigret a Janvier—. En marcha.

No fueron muy lejos. En la Place Blanche el hombre entró en un pequeño


restaurante; ellos lo siguieron y se sentaron a una mesa que estaba junto a la suya.
Era un restaurante italiano, y comieron pasta.

A las tres, Lucas fue a relevar a Janvier, cuando este se hallaba con Maigret
en una cervecería frente a la Gare du Nord.

—¿Y el fotógrafo? —preguntó Maigret.

—Espera en la calle para sorprenderlo cuando salga.

Y, en efecto, cuando el polaco salió, después de haber leído los periódicos,


un inspector se acercó rápidamente a él. A menos de un metro le hizo una foto. El
hombre se llevó en seguida la mano a la cara, pero ya era demasiado tarde, y
entonces, demostrando que comprendía, dirigió a Maigret una mirada de
reproche.

—Amigo mío —monologaba el comisario—, tienes muy buenas razones


para no llevarnos a tu domicilio. Pero si tú tienes paciencia, yo tengo tanta como
tú…

Al oscurecer, había copos de nieve revoloteando por las calles, mientas el


desconocido andaba, con las manos en los bolsillos, esperando la hora de acostarse.

—¿Lo relevo durante la noche, jefe? —propuso Lucas.

—No. Prefiero que te ocupes de la fotografía. En primer lugar, consulta el


fichero. Luego investiga en los ambientes extranjeros. Este tipo conoce París.
Seguro que hace tiempo que vive aquí. Alguien ha de conocerlo.

—¿Y si publicásemos su foto en los periódicos?


Maigret miró a su subordinado con desdén. ¿O sea con él desde hada tantos
años, no comprendía? ¿Acaso la policía tenía un indicio? ¡Nada! ¡Ni un testimonio!
Matan a un hombre de noche en el Bois de Boulogne. No se encuentra el arma. Ni
una huella. El doctor Borms vive solo, y su único sirviente adónde fue víspera.

—¡Haz lo que te digo! Largo…

A las doce de la noche por fin el hombre se decidió a cruzar el umbral de un


hotel. Maigret le seguía los pasos. Era un hotel de segunda o incluso de tercera
categoría.

—Quisiera una habitación.

—¿Me rellena esta ficha, por favor?

La rellena entre titubeos, con los dedos entumecidos por el frío. Mira a
Maigret de arriba abajo, como diciéndole: «¡Si cree que me importa que me esté
mirando! Escribiré lo que me dé la gana».

Y, en efecto, escribe el primer nombre y apellido que le viene a la cabeza:


Nikolas Slaatkovich, domiciliado en Cracovia, que había llegado a París el día
anterior.

Todo falso, evidentemente. Maigret telefonea a la Policía Judicial. Se revisan


los expedientes de los pisos amueblados, los registros de extranjeros, llaman a los
puestos fronterizos. No existe ningún Nikolas Slaatkovich.

—¿Usted también desea una habitación? —pregunta el dueño con una


mueca, porque ya se huele que está ante un policía.

—No, gracias. Pasaré la noche en la escalera.

Es más seguro. Se sienta en un peldaño, delante de la puerta la habitación


número 7. Por dos veces esta puerta se abre. El hombre escudriña la oscuridad con
la mirada, ve la silueta de Maigret, y termina por acostarse. Por la mañana, la barba
le ha crecido, tiene las mejillas rasposas. No ha podido cambiarse de ropa. Ni
siquiera tenía peine, y lleva el pelo alborotado.

Lucas acaba de llegar.

—¿Lo relevo, jefe?


Maigret no se resigna a dejar a su desconocido. Lo ha visto pagar la
habitación. Lo ha visto palidecer. Adivina lo que pasa.

En efecto, poco después, en un bar en el que toman, por así decirlo, codo con
codo, un café con leche y unos croissants, el hombre, sin ocultarse lo más mínimo,
cuenta el dinero que le queda. Un billete de cien francos, dos monedas de veinte,
una de diez y calderilla. Sus labios se estiran en una mueca de contrariedad.

¡Bueno! Con eso no irá muy lejos. Cuando llegó al Bois de Boulogne, acababa
de salir de su casa, porque iba recién afeitado, sin una mota de polvo, sin una
arruga en el traje. ¿Tenía intención de volver al cabo de poco? Ni siquiera se
preocupó por el dinero que llevaba encima.

Maigret adivina lo que tiró al Sena: los documentos de identidad, tal vez
tarjetas de visita.

Quiere evitar a toda costa que se descubra dónde vive.

Y el callejeo típico de los que no tienen techo vuelve a empezar, con paradas
delante de las tiendas, de los puestos de vendedores ambulantes, o en los bares, en
los que tiene que entrar de vez en cuando, aunque solo sea para sentarse, sobre
todo porque en la calle hace frío, o para leer los periódicos.

¡Ciento cincuenta francos! Al mediodía, nada de restaurantes. El hombre se


conforma con huevos duros, que come de pie ante un mostrador, y una cerveza,
mientras Maigret engulle unos bocadillos.

El otro duda mucho antes de entrar en un cine. Dentro del bolsillo su mano
juega con las monedas. Hay que resistir todo el tiempo posible. El hombre anda y
anda…

¡Por cierto! Hay un detalle que llama la atención de Maigret, En su


agotadora caminata, el hombre recorre siempre determinados barrios: de la Trinité
a la Place Clichy; de la Place Clichy a Barbès, pasando por la Rue Caulaincourt; de
Barbès a la Gare du Nord y a la Rue La Fayette…

¿Tiene también miedo a que le reconozcan? Seguramente elige los barrios


más alejados de su casa o de su hotel, los que suele frecuentar.

¿Vive en Montparnasse, como tantos extranjeros? ¿En los alrededores del


Panteón?
La ropa que usa indica una posición media. Son prendas cómodas, sobrias,
de buena hechura. Sin duda, una profesión liberal. ¡Lleva alianza! O sea que ¡está
casado!

Maigret ha tenido que resignarse a ceder su lugar a Torrence. Pasa


rápidamente por su casa. Madame Maigret está contrariada: su hermana ha venido
de Orléans, ha preparado una cena muy especial, y su marido, después de haberse
afeitado y cambiado de ropa, vuelve a irse anunciando que no sabe cuándo
regresará.

El comisario se precipita hacia el Quai des Orfevres.

—¿No hay nada de Lucas para mí?

¡Sí! Hay una nota del brigada. Este ha enseñado la fotografía en numerosos
círculos polacos y rusos. Nadie lo conoce. Tampoco nada en los grupos políticos.
En último extremo, ha sacado numerosas copias de la famosa fotografía. En todos
los barrios de París hay agentes que van de puerta en puerta, de portería en
portería, mostrando la foto a los dueños de los bares y a los camareros.

—¡Oiga! ¿El comisario Maigret? Soy una acomodadora del Ciné-Actualités,


en el Boulevard de Strasbourg… Hay aquí un señor, Monsieur Torrence, que me ha
dicho que lo telefonee a usted para decirle que está aquí, pero que no se atreve a
salir de la sala.

¡No es tonto el hombre! Ha escogido el mejor lugar para pasar algunas


horas: con calefacción y por poco precio, solo dos francos de entrada… ¡y con
derecho a varias sesiones!

Se ha establecido una curiosa intimidad entre perseguidor y perseguido,


entre el hombre cuya barba crece, cuyas ropas se arrugan, y Maigret, que no lo
pierde de vista ni un instante. Incluso hay un detalle divertido. Los dos se han
resfriado. Tienen la nariz enrojecida. Casi al mismo tiempo sacan el pañuelo del
bolsillo, y en una ocasión el hombre no ha podido evitar una vaga sonrisa al ver
cómo Maigret suelta una serie de estornudos.

Un hotel sucio, en el Boulevard de la Chapelle, después de cinco sesiones


continuas de documentales. En el registro, el mismo nombre. Y de nuevo Maigret
se instala en un peldaño de la escalera. Pero como es una casa de citas, cada diez
minutos tiene que apartarse para dejar pasar a parejas que lo miran con extrañeza,
y las mujeres se quedan intranquilas.
Cuando se le acaben los recursos, cuando los nervios ya no resistan más, ¿se
decidirá a volver a su casa? En una cervecería en la que el otro se queda bastante
rato y se quita gris, Maigret no vacila en tomar y mirar interior del cuello. El abrigo
se compró en Old England, en el Boulevard des Italiens. Es de confección, y casa
debió de vender docenas abrigos Sin embargo, hay un indicio. Es del invierno
anterior. Así pues, el desconocido lleva en París por lo menos un año. Y en el curso
de un año seguro que ha tenido que recalar en un algún lugar…

Maigret se dedica a tomar ponches para matar el resfriado. El otro va


soltando el dinero con cuentagotas. Toma cafés, pero sin añadirles licor. Se
alimenta de croissants y de huevos duros.

Las noticias de «casa» son siempre las mismas: ¡nada nuevo! Nadie reconoce
la fotografía del polaco. No se ha denunciado ninguna desaparición.

Por lo que respecta al muerto, tampoco nada. Tenía un consultorio


importante. Se ganaba muy bien la vida, no se metía en política, salía mucho y,
como se ocupaba sobre todo de enfermedades nerviosas, entre sus pacientes
abundaban las mujeres.

Era una experiencia que Maigret aún no había tenido ocasión de llevar hasta
el final: ¿en cuánto tiempo un hombre bien educado, aseado, bien vestido, pierde
su barniz exterior cuando tiene que vagabundear por la calle?

¡Cuatro días! Ahora lo sabía. Primero la barba. La primera mañana, el


hombre parecía un abogado o un médico, un arquitecto, un industrial: uno se lo
imagina saliendo de un confortable piso. Una barba de cuatro días lo ha
transformado hasta el punto de que, si hubiesen publicado su retrato en los
periódicos evocando el caso del Bois de Boulogne, la gente hubiera dicho: «¡Se ve a
la legua tiene cara de asesino!».

Por el frío y el dormir mal, se le había enrojecido el borde de los párpados, y


resfriado le ponía un toque de fiebre en los pómulos. Los zapatos, que habían
dejado de estar lustrosos, comenzaban a deformarse. El abrigo empezaba a ajarse y
sus pantalones tenían rodilleras.

Incluso se le notaba en la manera de andar. Ya no andaba de la misma


forma: iba pegado a las paredes, bajaba la vista cuando los transeúntes lo
miraban… Un detalle más: volvía la cabeza al pasar ante un restaurante donde
había clientes instalados a las mesas ante copiosos platos.
«¡Tus últimos veinte francos, amigo mío!», calculaba Maigret. «¿Y
después?».

Lucas, Torrence y Janvier lo relevaban de vez en cuando, pero él les cedía su


lugar con la menor frecuencia posible. Entraba en el Quai des Orfevres como un
huracán, veía al jefe.

—Sería mejor que descansara, Maigret.

Un Maigret huraño, susceptible, como si estuviera dominado por


sentimientos contradictorios, contestaba:

—Mi deber es descubrir al asesino, ¿no?

—Evidentemente…

—¡Pues en marcha! —suspiraba con una especie de rencor en la voz—. Me


pregunto dónde dormirá esta noche.

¡Los últimos veinte francos! ¡Menos aún! Cuando se reunió con Torrence,
este le dijo que el hombre había comido tres huevos duros y tomado dos cafés con
licor en un bar de la esquina de la Rue Montmartre.

—Ocho francos con cincuenta… Le quedan once francos con cincuenta.

Lo admiraba. El otro no solo no se escondía, sino que andaba a su misma


altura, a veces a su lado, y tenía que contenerse para no dirigirle la palabra.

«¡Vamos a ver, hombre! ¿No crees que ya sería hora de que empezases a
cantar? En algún lugar te espera una casa con calefacción, una cama, unas
zapatillas, una navaja de afeitar, ¿verdad? Y una buena cena…».

¡Pero no! El hombre vagó bajo las luces eléctricas de Les Halles, como los
que ya no saben adónde ir, entre los montones de coles y de zanahorias,
apartándose al oír el silbato del tren, al paso de los camiones de los hortelanos.

«¡Ya no puedes pagarte una habitación!».

Aquella noche Servicio Meteorológico registró ocho grados bajo cero. El


hombre se compró unas salchichas calientes que una vendedora preparaba al aire
libre. ¡Apestaría a ajo y a grasa toda la noche!
En cierto momento intentó introducirse en un pabellón y echarse en un
rinconcito. Un agente, al que Maigret no tuvo tiempo de dar instrucciones, lo echó
de allí. Ahora cojeaba. Los muelles. El Pont des Arts. ¡Con tal de que no se le
ocurriera tirarse al Sena! Maigret no se sentía con ánimos para saltar tras él al agua
negra, que empezaba a arrastrar pedazos de hielo.

Iba por el muelle de la sirga. Unos vagabundos refunfuñaban. Bajo los


puentes, los buenos lugares ya estaban ocupados.

En una calleja, cerca de la Place Maubert, a través de los cristales de una


extraña taberna se veían a unos viejos que dormían con la cabeza apoyada sobre la
mesa. ¡Por veinte céntimos, incluyendo un vaso de vino tinto! El hombre miró a
Maigret por entre la oscuridad. Esbozó un ademán fatalista y empujó la puerta. En
el tiempo en que esta se abrió y volvió a cerrarse, Maigret recibió una repugnante
tufarada en el rostro. Prefirió quedarse en la calle. Llamó a un agente, lo dejó
vigilando en la acera y fue a telefonear a Lucas, que esa noche estaba de guardia.

—Hace una hora que estamos buscándolo, jefe. ¡Lo hemos identificado! Ha
sido gracias a una portera. El tipo se llama Stephan Strevzki, treinta y cuatro años,
en Varsovia, instalado en Francia desde hace tres años. Trabaja con un decorador
del Faubourg Saint-Honoré. Está casado con una húngara, una mujer guapísima
que se llama Dora. Vive en Passy, Rue de la Pompe, en un piso por el que paga
doce mil francos de alquiler. Nada de política… La portera nunca vio a la víctima.
Stephan salió de su casa el lunes por mañana más temprano de lo que solía. Ella se
sorprendió al ver que no regresaba, pero dejó de preocuparse al ver que…

—¿Qué hora es?

—Las tres y media. Aquí estoy solo. Me he hecho subir cerveza pero está
muy fría…

—Óyeme bien, Lucas. Irás… ¡Sí! ¡Ya lo sé! Es demasiado tarde para los de la
mañana, pero en los de la tarde… ¿Lo has entendido?

Aquella mañana el hombre llevaba pegado a su ropa un sordo olor a


miseria. Los ojos más hundidos. La mirada que dirigió a Maigret, en la pálida
mañana, contenía el más patético de los reproches.

¿No lo habían conducido, poco a poco, pero a una velocidad que no dejaba
de ser vertiginosa, hasta lo más bajo del escalafón? Se levantó el cuello del abrigo.
No salió del barrio. Con mal sabor de boca, se metió en una taberna que acababa
de abrir y se bebió, una tras otra, cuatro copas, como para arrancarse el espantoso
regusto que aquella noche le había dejado en la garganta y en el pecho.

¡Qué más daba! ¡Ahora ya no le quedaba nada! Solo podía echar a andar
recorriendo calles que el hielo había vuelto resbaladizas. Debía de tener agujetas.
Cojeaba de la pierna izquierda. De vez en cuando se detenía y miraba a su
alrededor con desesperación.

Como ya no entraba en ningún café donde hubiera teléfono, a Maigret le era


imposible hacer que lo relevaran. ¡Otra vez los muelles! ¡Y ese gesto maquinal del
hombre que revuelve entre los libros de lance, pasando las páginas, a veces
asegurándose de la autenticidad de un grabado o de una estampa! Un viento
helado barría el Sena. El agua tintineaba en la proa de las chalanas en movimiento,
porque los pedacitos de hielo entrechocaban como si fueran lentejuelas.

Desde lejos, Maigret vio el edificio de la Policía Judicial, la ventana de su


despacho. Su cuñada ya había regresado a Orléans. Con tal de que Lucas…

No sabía aún que aquella atroz investigación se convertiría en clásica, y que


generaciones de inspectores repetirían sus detalles a los novatos. Era una tontería,
pero, por encima de todo, lo conmovía un detalle ridículo: el hombre tenía un
grano en la frente, un grano que, fijándose bien, seguramente era un forúnculo, de
un color que iba pasando de rojo a morado.

Con tal de que Lucas…

A las doce, el hombre, que decididamente conocía muy bien París, se dirigió
hacia donde sopa popular, al final del Boulevard Saint-Germain, Y se puso en la
fila de andrajosos. Un viejo le dirigió la palabra, pero él fingió no entenderlo.
Entonces otro, con cara picada viruela, le habló en ruso.

Maigret cruzó a acera de enfrente, vaciló, se vio obligado a comer unos


bocadillos en una taberna, y volvió la espalda a medias para que el otro, a través de
los cristales, no le viera comer.

Aquellos pobres diablos avanzaban lentamente, entraban en grupos de


cuatro o de seis en la sala donde les servían escudillas de sopa caliente. La cola se
alargaba. De vez en cuando, los de atrás empujaban, y algunos dejaban oír
protestas.

La una. Un chiquillo apareció en el extremo de la calle. Corría, adelantando


el cuerpo.

—L’Intran… L’Intran…

Tampoco él quería perder tiempo. Sabía desde lejos qué transeúntes


comprarían el periódico. No hizo el menor caso de la hilera de mendigos.

—L’Intran…

Humildemente, el hombre alzó la mano y dijo:

—¡Eh, eh!

Los demás lo miraron. ¿O sea que aún tenía algunos céntimos para
comprarse un periódico?

Maigret también llamó al vendedor, desplegó la hoja y, aliviado, encontró en


primera página lo que buscaba, la fotografía de una mujer joven, bella, sonriente.

«INQUIETANTE DESAPARICIÓN.

»Se nos comunica que desde hace cuatro días ha desaparecido una joven
polaca, Madame Dora Strevzki, que no ha vuelto a su domicilio en Passy, Rue de la
Pompe, número 17.

»A ello se añade el significativo hecho de que el marido de la desaparecida,


Monsieur Stephan Strevzki, también desapareció de su domicilio la víspera, es
decir, el lunes, y la portera, que ha avisado a la policía, declara…».

Al hombre solo le faltaban por recorrer cinco o seis metros, en la fila que lo
arrastraba, para tener derecho a su escudilla de sopa humeante. En ese momento
salió de la cola, cruzó la calzada, donde estuvo a punto de que lo atropellara un
autobús, y llegó a la otra acera, para encontrarse justo ante Maigret.

—¡Estoy a su disposición! —se limitó a decir el hombre—. Lo acompaño


adonde usted quiera. Contestaré todas sus preguntas…

Estaban todos en el pasillo de la Policía Judicial: Lucas, Janvier, Torrence,


además de otros que no habían intervenido en el caso pero que estaban al
corriente. Al pasar, Lucas le hizo una señal a Maigret que quería decir: «¡Asunto
resuelto!».
Una puerta que se abre y que vuelve a cerrarse. Cerveza y bocadillos encima
de la mesa.

—Antes que nada, coma un poco.

Se siente incómodo. No consigue tragar. Por fin el hombre habla.

—Ya que ella se ha ido y está a salvo…

Maigret pareció sentir la necesidad de atizar la estufa.

—Cuando leí en los periódicos lo del crimen, ya hacía tiempo que


sospechaba que Dora me engañaba con aquel hombre. También sabía que no era su
única amante. Yo conocía bien a Dora, su carácter impetuoso, ¿me comprenden?
Sin duda él intentó librarse de ella, y yo sabía que Dora era capaz de… Ella
siempre llevaba en el bolso un revólver con adornos de nácar. Cuando los
periódicos anunciaron la detención del asesino y la reconstrucción del crimen,
quise ver…

Maigret hubiera querido poder decir, como los policías ingleses: «Le
advierto que todo lo que declare podrá utilizarse en su contra».

No se había quitado el abrigo. Seguía llevando el sombrero puesto.

—Ahora que ella ya está en lugar seguro… Porque supongo… —Miró a su


alrededor con angustia. Una sospecha cruzó por su mente—. Debió de comprender
lo que pasaba al ver que yo no volvía. Yo sabía que eso acabaría así, que Borms no
era un hombre para ella, que Dora nunca iba a aceptar servirle de pasatiempo, y
que entonces volvería a mí. El domingo por la tarde salió sola, como solía hacer en
estos últimos tiempos. Seguramente lo mató cuando…

Maigret se sonó. Se sonó durante largo rato. Un rayo de sol, de ese sol
puntiagudo de invierno que acompaña a los grandes fríos, entraba por la ventana.
El grano, el forúnculo, brillaba en la frente de aquel a quien no podía llamar más
que «el hombre».

—Su esposa lo mató, sí, cuando comprendió que se había burlado de ella. Y
usted comprendió que ella lo había matado. Y entonces quiso… —Se acercó
bruscamente al polaco—. Le pido perdón, amigo —masculló como si hablase con
un antiguo compañero—. Me habían encargado que descubriese la verdad ¿no? Mi
deber era… —Abrió la puerta—. Que entre Madame Dora Strevzki. Lucas, sigue tú,
yo…

Y en la Policía Judicial nadie volvió a verlo durante dos días. El jefe lo


telefoneó a su casa.

—Bueno, Maigret. Ya debe de saber que ella lo ha confesado todo y que… A


propósito, ¿cómo va su resfriado? Me han dicho…

—No es nada, estoy muy bien. Dentro de veinticuatro horas… ¿Y él?

—¿Cómo dice? ¿Quién?

—¡Él!

—¡Ah, ya comprendo! Ha contratado al mejor abogado de París. Confía en


que… Ya sabe, los crímenes pasionales…

Maigret volvió a acostarse y quedó atontado a fuerza de ponches y de


aspirinas.

Posteriormente, cuando alguien quería hablarle de aquella investigación,


Maigret gruñía: «¿Qué investigación?», para desanimar a los preguntones.

Y el hombre iba a verlo una o dos veces por semana, y lo tenía al corriente
de las esperanzas del abogado.

No fue una absolución completa: un año de libertad vigilada.

Y fue ese hombre quien enseñó a Maigret a jugar al ajedrez.

Nieul-sur-Mer, 1939
El comisario Maigret y su creador, Georges Simenon

Georges Simenon habla del comisario Maigret.

Maigret tiene entre 45 y 50 años. Nació en un castillo, en el centro de Francia,


en el que su padre ocupaba el cargo de administrador. Es, pues, de origen
campesino, robusto y fornido, pero posee cierta educación; en Francia, algo así
como a medio camino hacia la burguesía. Fue monaguillo en la parroquia de su
pueblo.

De joven quiso ser médico. No por amor a la medicina, sino porque soñaba,
sin decírselo a nadie, con una profesión inexistente: la de «remendador de
destinos». Le parecía que muchos individuos no llegaban hasta el final de su
verdadero destino por no comprenderse a sí mismos. Le habría gustado
comprender a todos hombres y ayudarles a hacerse a sí mismos. En su
adolescencia, le parecía que la medicina era la profesión que más se acercaba a este
sueño.

La muerte de su padre le impidió continuar sus estudios. Descubrió


entonces que la policía criminal permite ocuparse de los hombres de una manera
bastante afín a sus deseos juveniles. Entró, pues, como secretario en una comisaría
de París. Recorrió todos los servicios policiales (como se hacía entonces, cuando las
oposiciones tenían menos importancia que la práctica): la brigada de calles, la de
estaciones de ferrocarril, grandes almacenes, narcóticos, etcétera.

Finalmente, accedió a la brigada de homicidios y se convirtió en Maigret.

Su vida privada es muy tranquila. Tiene una esposa dulce, rolliza, tierna y
sencilla, que lo llama respetuosamente Maigret (de tal manera que todo el mundo
terminó por olvidar su ridículo nombre, Jules). Ella mantiene su hogar
minuciosamente limpio, le prepara suculentos guisos, le cuida las heridas, jamás se
impacienta cuando él permanece muchos días fuera de casa, soporta con
indulgencia sus altibajos. Le horrorizan los cambios y vive desde hace veinte años
en el mismo piso, en un barrio ni rico ni pobre, de modestos trabajadores.

Maigret es bastante grueso, plácido, fuma en pipa con cortas y golosas


bocanadas, le gusta comer bien, y también beber: a veces cerveza, a veces tragos
cortos de buenos aguardientes. Le gusta deambular por las calles y sentarse en la
terraza de algún café.

Un caso criminal nunca es para él un caso más o menos científico, un


problema abstracto. Es tan solo un caso humano.

Le gusta husmear el rastro dejado por un hombre como un perro de caza


olfatea una pista. Quiere comprender. Se mete en la piel de sus personajes, de
quienes, poco antes de verlos por primera vez, lo desconoce todo, y cuando hay un
crimen, necesita averiguar hasta los más pequeños detalles. Otorga mucha
importancia al ambiente en el que viven. Cree firmemente que determinado gesto
no habría sido el mismo en un ambiente distinto, que un carácter evolucionaría de
otra manera en cualquier otro barrio.

Es lento, pesado, paciente. Espera el déclic. El déclic, al que se refieren con


afectuosa y respetuosa ironía sus colegas, es el momento en que Maigret,
empapado de un ambiente y de los personajes a los que acaba de seguir paso a
paso durante horas, días y semanas, consigue por fin pensar y sentir como ellos.

No hay nada aparatoso en su comportamiento. Presta escasa importancia —


sin rechazarlos del todo— los métodos científicos. A menudo se pega
obstinadamente a un culpable y le impone sin respiro su presencia, pues sabe que
así terminará por «minar» los nervios de su adversario y provocar en él o bien una
confesión, o bien una torpeza reveladora.

En los momentos más dramáticos, lo respalda algo así como un soplo de


humor que proviene muchas veces de la más absoluta y anticonformista sencillez
con la que mira a personas y cosas.

Se sirve de los inspectores de su brigada, pero siempre prefiere acudir él, en


persona, al lugar indicado, seguir él mismo los rastros, hacer vigilancias y
diligencias que muchos considerarían incompatibles con su cargo. Quiere husmear
a las personas y los lugares por sí mismo, hurgar por todas partes; aunque en
ocasiones se siente descorazonado, nunca pierde la paciencia, y muchas veces se le
podría creer borracho o dormido precisamente en el momento en que está más
despierto.

Odia la maldad deliberada, odia a los hombres que impregnan el mal de


sangre fría, y se muestra feroz con la hipocresía. Por el contrario, s indulgente para
con las faltas que son fruto de la naturaleza humana. Un joven o una joven que van
por mal camino le inspiran no solo piedad, sino irritación contra su suerte o contra
la organización social que está en el origen de esa mala orientación.

A veces incluso olvida que es un instrumento de la ley y ayuda a


determinados culpables a escapar a un castigo que considera exagerado.

Cuando puede, intenta, como en sus sueños juveniles, remendar los destinos.
Lo cual le crea frecuentemente conflictos con sus superiores y sobre todo con los
magistrados, que juzgan a los hombres tan solo a la luz de los textos de las leyes.

Por eso sin duda los culpables lo consideran muchas veces algo así como su
confesor, sienten por él auténtico afecto… y algunos condenados le piden que
asista a su ejecución para ayudarles a morir con dignidad.

(Breve descripción de Maigret redactada por Georges Simenon hacia 1953, dirigida a
un productor cinematográfico).
Maigret habla de Georges Simenon (alias Georges Sim)

De Las memorias de Maigret (1950).

[Un día, el jefe del comisario Maigret le presenta a un joven periodista, Georges
Sim].

—Para sus novelas, el señor Sim necesita conocer el funcionamiento de la


Policía Judicial. Como acaba de exponerme, buena parte de los dramas humanos se
resuelven en esta casa. Me ha explicado también que no son tanto los mecanismos
de la policía lo que desea que le enseñen, porque ha tenido ocasión de
documentarse en otra parte, sino más bien el ambiente en que se desarrollan las
operaciones.

Yo miraba solo de vez en cuando y de reojo al joven, que debía de tener


unos veinticuatro años, que era delgado, con el pelo casi tan largo como el de mi
jefe, y del que lo menos que puedo decir es que no parecía dudar de nada —y
desde luego no de sí mismo.

[De modo que Maigret no tiene más remedio que aceptar la compañía del tal quien
durante cierto tiempo irá con él a todas partes, y lo lleva a su despacho. Para empezar, le
propone visitar la prisión preventiva].

—Ya visité la prisión ayer por la noche.

No tomaba notas. No llevaba ni bloc ni estilográfica. Permaneció varios


minutos en la sala de espera acristalada donde, en marcos negros, están expuestas
las fotografías de los miembros de la policía caídos en acto de servicio. (…)

Mi invitado miraba mis pipas, mis ceniceros, el reloj de mármol negro


encima de la chimenea, el pequeño lavamanos de esmalte detrás de la puerta, la
toalla, que huele siempre a perro mojado.

No me hacía ninguna pregunta técnica. Los expedientes no parecían


interesarle en absoluto.

—Por esta escalera llegamos al laboratorio.

También allí contempló el techo parcialmente acristalado, las paredes, el


suelo, el maniquí que se utiliza para determinadas reconstrucciones, pero no se
interesó por el laboratorio propiamente dicho, con sus complicados aparatos, ni
por el trabajo que en él se realizaba.

[De pronto, Georges Sim pregunta a Maigret —quien, según reconoce él mismo, lee
muy poco— si ha leído a un tal Hans Gross, juez de instrucción austríaco].

Mi invitado, en cambio, había leído sus dos gruesos tomos. Lo había leído
todos. Cantidades de libros cuya existencia yo ignoraba y cuyos títulos me citaba
con aire despreocupado. (…).

Empezaba a impacientarme. Parecía que había estado dándome la lata tan


solo para examinar paredes, techos, suelos, para mirarnos a todos como si hiciera
un inventario.

[De pronto, en el despacho de Maigret, Sim descubre una afinidad con el comisario].

—Vaya, veo que usted también es fumador de pipa. Me gustan los


fumadores de pipa.

Esparcidas encima de la mesa, había, como siempre, unas doce pipas, y las
examinó.

—¿Qué caso tiene usted ahora entre manos?

[Y Maigret le explica que se ha topado por primera vez con una técnica empleada por
los delincuentes].

—No —contestó Sim—, ya se utilizó hace ocho años en Nueva York, delante
de una tienda de la Octava Avenida.

Aunque se lo veía satisfecho de sí mismo, no puedo decir que fanfarroneara.


Fumaba su pipa seriamente, como para parecer diez años mayor, como para
ponerse en el mismo plano que el hombre maduro que por entonces era yo.

—Le diré, señor comisario, que los profesionales no me interesan. Su


psicología no plantea problemas. Es gente que cumple con su tarea y basta.

—¿Quiénes le interesan, pues?

—Los demás. Los que son como usted y como yo y que, un día, terminan
por matar sin estar preparados para ello.
—Hay muy pocos casos así.

—Lo sé.

—Con excepción de los crímenes pasionales…

—Tampoco los crímenes pasionales son interesantes.

Esto es casi todo lo que aflora a mi recuerdo de aquel encuentro.

[Poco tiempo después, Maigret se encuentra encima de su mesa el ejemplar de un


libro titulado La joven de las perlas, cuyo autor era Georges Sim. Maigret, que lee poco y
nunca novelas populares, no la lee. Pero por sus compañeros se entera de que el
protagonista de esa novela es un tal comisario Maigret… Pocos días después, su jefe,
Guichard, le llama a su despacho. Allí está Georges Sim].

El amigo Sim estaba allí sin mostrar la más mínima incomodidad. Más bien
parecía hallarse a sus anchas, y llevaba en la boca la pipa más grande que jamás le
había visto. (…)

—Pues bien —dijo Guichard—, nuestro amigo Sim se propone escribir una
serie de novelas en la que la policía aparecerá tal como es de verdad.

Hice una mueca que no se le escapó al jefe.

—Más o menos como es de verdad —corrigió—. ¿Me sigue? Su libro es solo


un esbozo de lo que pretende hacer.

—Ha utilizado mi nombre —protesté.

Creí que el joven iba a mostrarse confuso, que iba a pedir excusas. En
absoluto.

—Espero que eso no le haya afectado, señor comisario. Es más fuerte que yo.
Cuando he imaginado a un personaje con un nombre determinado, me es
imposible cambiarlo. Intenté en vano combinar todas las sílabas imaginables para
reemplazar las de su nombre, Maigret. Al final, renuncié. Habría dejado de ser mi
personaje.

Dijo «mi personaje» tranquilamente, y lo peor es que no me inmuté, tal vez


por culpa de Xavier Guichard y de la mirada burbujeante de malicia que tenía
clavada en mí. (…)

Ya lo dije al principio: Sin no dudaba de nada. Creo que en eso radicaba su


fuerza. (…)

—Me resulta difícil construir un personaje si no sé cómo se comporta en


todos los momentos del día. Por ejemplo, no podría hablar de millonarios si nunca
los hubiera visto en batín, tomándose un huevo pasado por agua.

Esto ocurrió hace ya mucho tiempo, y me pregunto ahora por qué misteriosa
razón escuchábamos todo aquello sin soltar una carcajada.

—De modo que usted querría…

—… Conocerle más, ver cómo vive y trabaja.

(…) Por la mañana, volvía a ver al joven Sim entrar en mi despacho, como si
se hubiera convertido en uno de mis inspectores, decirme amablemente: «No se
moleste…», e ir a sentarse en un rincón.

Seguía sin tomar notas. No hacía preguntas. Más bien tenía tendencia a
afirmar. Me explicó más tarde —lo cual no significa que yo haya dado crédito a lo
que me dijo— que las reacciones de alguien ante una afirmación son más
reveladoras que sus respuestas a una pregunta precisa.

[Cierto día Maigret le invita a ir a su casa y le presenta a su mujer. Pero, de pronto,


cesaron las visitas de Sim al despacho].

Se me hacía raro no verlo en su rincón, levantándose cuando yo me


levantaba, siguiéndome cuando yo me iba, pisándome os talones por los distintos
despachos.

[Una mañana Maigret recibe una invitación de Sim para asistir a una fiesta en su
barco, el Ostrogoth].

No fui. Supe por la policía barrio que durante tres días y tres noches una
pandilla de energúmenos había armado un gran alboroto a bordo de un barco
amarrado en el Sena, en pleno París, y engalanado de empavesadas.

Un día, al cruzar el Pont-Neuf, vi el barco en cuestión y, al pie del mástil, a


alguien que escribía a máquina, con un gorro de capitán de navío en la cabeza.
[Un año después, Maigret recibe otra invitación de Georges Sim, ya convertido en
Simenon, esta vez para un baile con ocasión de la presentación de sus novelas policíacas].

No hice mucho caso. No fui al baile y al día siguiente me enteré de que el


prefecto de policía había acudido.

Lo supe por los periódicos. Los mismos periódicos que me informaron, en


primera plana, de que el comisario Maigret acababa de irrumpir brillantemente en
la literatura policíaca.

[Salen los primeros volúmenes de lo que la gente ya conoce como los «primeros
Maigret»: Pietr el Letón, El difunto filántropo y El ahorcado de la iglesia].

Y volvía a ver a Simenon entrando en mi despacho al día siguiente,


satisfecho de sí mismo, con más aplomo aún, si cabe, que antes, aunque con una
sobra de inquietud en la mirada. (…)

No recuerdo todo su discurso, sí la frase esencial, que me repitió varias


veces a partir de entonces, en un tono de satisfacción que rozaba el sadismo:

—La verdad nunca parece verdadera. No me refiero solo a la literatura y


pintura. Tampoco le citaré el caso de las columnas dóricas, cuyas líneas nos
parecen rigurosamente perpendiculares, esa impresión únicamente porque son
ligeramente curvas. Si fueran rectas, nuestros ojos las verían con éntasis. —En
aquel tiempo, aún le gustaba hacer gala de su erudición—. Cuéntele a alguien
cualquier historia. Si no la arregla un poco, la encontrará inverosímil, artificial.
Arréglela, y parecerá más verdadera que la verdad. —Lanzaba estas palabras como
si se tratara de un descubrimiento sensacional—. Hacer que sea más verdadero que
la verdad, todo consiste en eso. Pues bien, yo lo he hecho a usted más verdadero
que el de verdad.

Me quedé mudo. El pobre comisario que yo era, el comisario «menos


verdadero que el de verdad», no encontró respuesta alguna.

[El caso es que, a medida que pasaron los años, Maigret fue cambiando,
evolucionando, no solo en su manera de ser, sino también en su manera de vestir, y
adaptándose a la imagen que le fue confiriendo Georges Simenon].

Por cierto, Simenon tiene ahora más o menos la edad que yo tenía cuando
nos encontramos por primera vez. En aquella época, él tendía a considerarme un
hombre maduro e incluso, en el fondo, un hombre viejo.
Nunca le he preguntado qué piensa ahora de ello, pero cierto día no pude
evitar hacerle la siguiente observación:

—¿Sabe que, con los años, se ha puesto usted a caminar, a fumar en pipa e
incluso a hablar como su Maigret?

Lo cual, además de ser cierto, me brinda —me lo concederán ustedes— una


sabrosa venganza.

¡Es un poco como si, en la edad tardía, él empezara a «creerse que es yo»!

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