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Título original: Shadow of the Dragon.

Part One - Kira

1.ª edición: noviembre 2010

© Del texto: Kate O’Hearn, 2008


Publicado por primera vez en Gran Bretaña
por Hodder Children’s Books
© De la traducción: Borja Gracía Bercero, 2010
© De esta edición: Grupo Anaya, S. A., Madrid, 2010
Juan Ignacio Luca de Tena, 15. 28027 Madrid
www.anayainfantilyjuvenil.com
e-mail: [email protected]

Ilustración de cubierta de Angelo Rinaldi

ISBN: 978-84-667-9334-6
Depósito legal: B-24.799/2010
Impreso en Romanyà Valls, S. A.
La Zarzuela, 6
Capellades (Barcelona)
Impreso en España - Printed in Spain

Las normas ortográficas seguidas en este libro


son las establecidas por la Real Academia Española
en su última edición de la Ortografía, del año 1999.

Reservados todos los derechos. El contenido de esta obra está protegido por la Ley,
que establece penas de prisión y/o multas, además de las correspondientes
indemnizaciones por daños y perjuicios, para quienes reprodujeren, plagiaren,
distribuyeren o comunicaren públicamente, en todo o en parte, una obra literaria,
artística o científica, o su transformación, interpretación o ejecución artística fijada
en cualquier tipo de soporte o comunicada a través de cualquier medio,
sin la preceptiva autorización.
Capítulo 1

–¡Y o no me quiero casar!


—¡No tienes más remedio!
Kira miró los ojos centelleantes que su padre tenía
clavados en ella. Cuando se ponía así, no había forma de
razonar con él. Se volvió con desesperación a su madre,
que estaba sentada al otro extremo de la mesa, y rogó:
—Madre, por favor, no me quiero casar, soy dema­
siado joven.
En vez de contestar, su madre cerró los ojos y bajó la
cabeza mientras las lágrimas corrían silenciosas por sus
mejillas.
Kira se dirigió de nuevo a su padre.
—Pero, padre, por favor, yo no conozco a nadie que
se llame Jurrie. ¿Cómo quieres que me case con alguien
a quien no he visto en mi vida?
—Tú no le conoces, pero yo sí —contestó su pa­
dre—. Es un buen chico y te tratará bien. No podíamos
haber encontrado mejor marido para ti.
Kira se recostó en la silla y cruzó los brazos. No podía
creer que sus padres fueran capaces de hacerle una cosa así.

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—¿Por qué ahora? —preguntó—. ¿Por qué me ha­
céis esto ahora que tenemos que recoger la cosecha?
—¿Por qué? —repitió su padre—. ¿Me preguntas
por qué? —Se levantó de la silla sin coger la muleta y
fue saltando sobre una pierna hacia un pergamino que
había fijado en la pared de encima de la chimenea. Lo
cogió, volvió saltando a la mesa y lo estampó sobre ella,
delante de Kira.
—¡La Primera Ley, ahí tienes el por qué!
Kira contempló el borroso pergamino. No le ha­
bían enseñado a leer, pero sabía perfectamente lo que
decía. Hasta donde le alcanzaba la memoria, siempre le
habían estado machacando los seis puntos de La Pri­
mera Ley. Sin decir nada, volvió de nuevo la vista ha­
cia su padre.
—La Primera Ley —repitió él—. Después de tantos
años, ¿tengo que volver a enseñártela? —Antes de que
Kira tuviera ocasión de decir que no, su padre cogió el
pergamino y se puso a leer en voz alta.
—Punto uno: no se permite a las mujeres salir de
casa si no van acompañadas por su padre, sus hermanos
o su marido, ni alejarse más allá del pueblo más próxi­
mo. Punto dos: las mujeres no estudiarán. Punto tres:
no cazarán, ni lucharán, ni participarán en actividades
que se consideren varoniles. No se vestirán de hombre
ni llevarán armas de ninguna clase. Punto cuatro: a las
mujeres no les está permitido visitar el palacio ni apro­
ximarse al rey.
Kira alzó una mano y cogió a su padre del brazo.
—Papá, ya me sé la Primera Ley…

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—¡Es evidente que no! —la interrumpió—. O sa­
brías que el siguiente punto te incumbe de manera di­
recta. —Se sacudió la mano de Kira y siguió leyendo en
voz alta—. Punto cinco: las mujeres deben comprome­
terse a los doce años de edad con el hombre o mucha­
cho con quien se casarán antes de cumplir los trece. En
el día siguiente a la ceremonia del matrimonio, el espo­
so dará conocimiento de ello al rey.
Dejó el pergamino sobre la mesa y volvió con difi­
cultad a su lugar en la cabecera de la mesa.
—Kira, tienes doce años. Tu madre y yo hemos es­
perado el mayor tiempo posible, pero no puede poster­
garse más. La Primera Ley está escrita expresamente
para las mujeres. Y tú eres mujer. Te guste o no, lo eres.
¡Y sea como sea, te casarás con Jurrie antes del verano!
—Por favor, Kira —terció tímidamente su madre—.
Escucha a tu padre. Él sabe lo que más te conviene. Sabe
lo que más nos conviene a todos.
Kira movió negativamente la cabeza y se acercó más
a ella.
—Casarme con un desconocido no es lo mejor para
mí. Yo no me quiero casar. Quiero ir a palacio y trabajar
en las cuadras de los dragones y aprender a ser un caba­
llero del dragón, como lo era mi padre antes de su acci­
dente con Ariel.
—¡Kira, no! —dijo su madre en voz baja mientras
sus ojos nerviosos volvían a fijarse en su esposo.
—¿Qué es eso que acabas de decir? —preguntó el
padre, enojado, frunciendo sus negras cejas—. ¿Acabo
de oír que vuelves a hablar de dragones? ¿Cuántas veces

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te lo tengo que decir? ¡No vuelvas a mencionar a esos
monstruos en esta casa!
Kira vio como la cólera de su padre estaba a punto
de estallar. Pero a medida que él se iba poniendo más
furioso, también ella sentía que empezaba a quemarla
su propia ira.
—¡Eso es una injusticia! ¡La próxima estación, Dane
va a ir a palacio para aprender a montarlos! ¿Y a mí qué
me toca? Un marido. Pues no lo quiero. ¡Si no puedo ir
a palacio, iré a la Montaña Maldita y domaré a Ferar­
chi!
—¿A Ferarchi? —gritó su padre—. ¿A Ferarchi? —He­
cho una furia, volvió la vista hacia su mujer y levantó
los brazos con exasperación—. ¿De dónde saca esta chi­
ca esas ideas disparatadas?
Miró de nuevo a Kira.
—Escúchame, hijita. Ferarchi es el dragón más feroz
que jamás haya pisado esta tierra. Mata. Eso es lo único
que hace. Matar y devorar. Mientras vuele libremente
por esas montañas, todo el que se acerque a él está con­
denado. Júrame que nunca te acercarás a uno de ellos.
—Dio un violento puñetazo en la mesa volcando un ja­
rrón de flores silvestres y haciéndolo caer al suelo—.
¡Júramelo!
Kira vio que la cara de su padre se había puesto roja
de ira. Nunca en la vida lo había visto tan enfadado. Ni
siquiera cuando su hermano Dane le rompió su hacha
favorita. Aterrada, asintió levemente con la cabeza:
—Perdóname, padre. Juro que no iré nunca a la
Montaña Maldita a ver a Ferarchi.

• 12 •
Entre padre e hija pasó un angustioso momento de
silencio. Por fin, él suspiró. Luego, con un tono de voz
más suave, se dirigió a ella con ojos implorantes.
—Kira, por favor. Entre todas las reglas de la Prime­
ra Ley del rey, la última es la más rigurosa. —Cogió de
nuevo el pergamino y leyó en voz alta—: Punto seis:
bajo ninguna circunstancia se permitirá que una mujer
se acerque a los dragones.
Cuando terminó, dejó el pergamino otra vez sobre
la mesa.
—La pena por desobedecer cualquiera de estos pun­
tos es un viaje al presidio Lasser para ser ejecutada. Pero
el castigo por violar el último es una lenta tortura antes
de morir.
—Pero, padre… —suplicó Kira.
—No hay peros que valgan —repuso él en voz baja
llevándose un dedo encallecido a los labios—. Escúcha­
me, por favor. Dorcon lleva años esperando vengarse de
mí por lo que cree que le hice. Buscando la ocasión para
desacreditarme ante el rey. Si no consigue hundirme di­
rectamente, lo hará a través de ti. Tienes que hacer lo
que manda la Primera Ley o Dorcon aparecerá como un
rayo para vengarse de todos nosotros.
—¿Qué tiene que ver Lord Dorcon conmigo? —dijo
Kira—. Aquella pelea fue contigo, no conmigo.
—Dorcon me odia —explicó su padre—, y eso signi­
fica que por extensión también te odia a ti. Estoy seguro
de que si por él fuera nos mandaría a todos al Lasser.
—Tu padre tiene razón, Kira —intervino su ma­
dre—. Lord Dorcon es una mala persona. No sería nada

• 13 •
bueno para la reputación de tu padre que tuviera que
presentarse aquí por tu culpa.
Kira se volvió atónita hacia su madre.
—¿Te preocupa la reputación de padre? ¿Y lo que
me pase a mí, qué?
—¿Y a ti qué te pasa? —barbotó su padre, otra vez
enfadado.
—¡Que no me quiero casar! ¡Y que es una injusticia
que se me obligue a hacerlo!
—¿Qué sabes tú de injusticias? —inquirió él con du­
reza—. Fue una injusticia que mi propio dragón se vol­
viera contra mí y me comiera una pierna. Fue una in­
justicia que a Dorcon lo ascendieran por encima de mí
porque yo ya no podía luchar. La vida es injusta, Kira.
—Pero es que yo no quiero ir a…
—¡No tienes más remedio! —gritó. Luego hizo una
pausa y de pronto su voz cobró un tono muy frío—: Vas
a hacer exactamente lo que te digamos tu madre y yo.
En primavera, te guste o no te guste, te casarás con ese
muchacho. Es la Primera Ley. Violarla es morir.
De pronto, los ojos de Kira refulgieron con una ira
que igualaba a la de su padre.
—Que el rey odie a las mujeres y haga esas leyes idio­
tas no significa que tengamos que obedecerlas a ciegas.
¡Yo no me quiero casar! ¿Me has oído? ¡No quiero y tú
no puedes obligarme! —Kira se puso en pie y echó hacia
atrás la silla—. ¡No pienso hacerlo! —Sin mirar a las caras
desconcertadas de sus padres, salió corriendo de la casa.
Una vez fuera, pasó junto a su hermana pequeña, que
estaba jugando con los pollitos en el patio, y se dirigió di­

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rectamente al sembrado. La primavera estaba terminando
y los tallos sobrepasaban su cabeza. Mientras corría, el so­
nido de su falda al rozar el grano puesto a secar emitía una
especie de suspiro, casi como si el campo llorara por ella.
Corría sin rumbo. No podía creer que sus padres le
hicieran aquello. Ella no quería casarse. Lo que quería era
trabajar con los dragones en las cuadras de palacio. De
pronto, aquel sueño le parecía más remoto que nunca.
Cuando ya no pudo correr más, siguió andando.
Mientras vagaba a solas, intentaba encontrar una forma
de librarse de aquel compromiso. Tenía que haber algo
que pudiera hacer, un lugar al que pudiera huir y en
donde ser mujer no fuera una maldición.
Furiosa por aquella injusticia llegó al límite de las
tierras de sus padres. A lo lejos veía alzarse majestuosa
la Montaña Maldita. Tomó asiento, clavó la vista en la
alta montaña y esperó.
Aquel era su lugar secreto. El único sitio en que po­
día estar a solas con sus pensamientos. Un lugar donde
podía ver volar a Ferarchi por encima de las montañas,
y envidiar su libertad.
—¿Kira?
Sobresaltada, se volvió hacia la cara arrebolada de
su hermana pequeña.
—Sombra, ¿qué estás haciendo aquí?
Elspeth gimoteó y se limpió la nariz con la manga.
—Te he oído gritar y te he seguido. Por favor, no te
enfades conmigo.
Kira miró a su hermana y suspiró. Elspeth había
sido su sombra desde el día en que echó a andar. No

• 15 •
podía ir a ningún sitio sin que Elspeth la encontrara. Y,
a decir verdad, Kira siempre estaba dispuesta a hacer
por ella lo que fuera.
—No estoy enfadada contigo —dijo cariñosamen­
te—. Ven aquí y siéntate. —Dio una palmada en el sue­
lo y rodeó con un brazo protector los delgados brazos de
su hermana—. Gritaba porque nuestros padres dijeron
algo que me indignó.
—¿El qué?
Kira suspiró de nuevo.
—Me dijeron que me habían buscado un marido.
Que habían encontrado a un chico en el pueblo de al
lado y que teníamos que casarnos. Así que en primave­
ra me van a mandar a vivir con él.
Elspeth abrió los ojos como platos.
—¡Tú no te puedes ir de aquí!
—Tengo que irme. Es la ley.
—Pues yo me voy contigo. —Elspeth cruzó los bra­
zos con firmeza—. No pueden separarnos.
—Sombra, escúchame, por favor —suplicó Kira sin­
tiendo que le rompía el corazón tener que decir a su
hermana que no podría acompañarla—. Nuestra madre
te necesita. Tú eres un apoyo para ella. Si no, ¿quién iba
a echar de comer a los polluelos o a contar en el granero
los gatitos que van naciendo? ¿Qué sería de los otros
animales? Ellos también te necesitan aquí. Eres la única
con la que hablan.
Elspeth sorbió por la nariz y sus ojos se llenaron de
lágrimas.
—¡Pero yo no quiero que te vayas!

• 16 •
Kira contempló de nuevo la montaña y dijo en voz
baja:
—Yo tampoco me quiero ir. —Acurrucada junto a
su hermana señaló a la montaña—. ¿Ves ahí arriba?
Elspeth miró adonde apuntaba Kira.
—Ajá…
—Esa es la Montaña Maldita. El Salvaje vive ahí
arriba. Él es libre. ¿Pero, tú y yo? Nosotras no. El rey
nos odia, así que nos obliga a hacer cosas que no quere­
mos hacer.
—¿Por qué? ¿Qué le hemos hecho nosotras?
—¿Nosotras? Nada —repuso Kira, pensativa—. El
rey siempre ha odiado a las mujeres. Madre dice que su
padre y su abuelo también. Nadie sabe por qué, pero
todos los reyes nos odian.
Elspeth volvió a sorber y miró hacia las montañas.
—Entonces a lo mejor deberíamos ir allí.
Apretando un poco más a su hermana contra sí,
Kira estudió las montañas y se preguntó cómo sería dis­
poner de una libertad como la que tenía Ferarchi. O vi­
vir en una tierra en donde las niñas pudieran viajar so­
las y no se las obligara a casarse con muchachos que no
conocían, y pudieran ser lo que quisieran, no lo que el
rey ordenara que fueran.
Empezaba a sentir en sus ojos el picor de las lágri­
mas mientras intentaba desesperadamente enfrentarse
a su destino. Sus padres decían que tenía que casarse
con un desconocido del pueblo de al lado. Pero, en el
fondo de su corazón, ella sabía que no podía hacerlo.
Tenía que haber una salida.

• 17 •
El día fue declinando lentamente mientras Kira per­
manecía sentada junto a su hermana contemplando las
montañas. Se sentía agotada y vencida. No se le ocurría
nada que pudiera cambiar su destino.
Cuando por fin el sol superó el cenit y comenzó a
ponerse por el oeste, Kira comprendió de mala gana que
era hora de llevar a su hermana a casa. Se puso en pie y
le tendió la mano.
—Vamos, Sombra, tenemos que volver.
Elspeth se puso lentamente de pie y señaló al cielo.
—¿Qué es eso?
Kira se volvió y siguió la dirección a la que apuntaba
el dedo de su hermana, hasta divisar una gran forma
oscura que se dibujaba en el cielo lejano. De golpe des­
apareció todo pensamiento sobre su próxima boda.
—Ferarchi —suspiró contemplando con envidia al
dragón que se elevaba sobre el sol poniente.
—¿Pero no dijiste que era el Salvaje el que vive allí
arriba?
—Sí. El Salvaje es Ferarchi. Ese es su verdadero nom­
bre. Se llamaba así antes de escapar y volverse salvaje.
—¿Entonces es el dragón malo del que padre no
quiere hablar?
—¡Sí, ese es! —dijo Kira orgullosa—. Cuando yo te­
nía tu edad, antes de que padre tuviera el accidente con
Ariel, me contó que siendo niño trabajó con el hombre
que había domado y montado a Ferarchi.
Kira hizo una pausa, cogió una espiga por el tallo y
la arrancó. Blandiéndola como un sable, lanzó estoca­
das al aire y contra las espigas más cercanas.

• 18 •
—Su dueño le contaba unas historias asombrosas so­
bre las feroces batallas en las que había luchado y venci­
do con aquel dragón —se volvió hacia Elspeth y se puso
a hacerle cosquillas en la cara con el extremo de la espiga
hasta que su hermana no pudo contener la risa—. Pero
Ferarchi era malo y peligroso, quizá el dragón más fiero
que jamás haya habido en el reino —hizo una pausa y
levantó un dedo—.Y el más inteligente también.
—¿Cómo se escapó? —preguntó Elspeth acurrucán­
dose detrás de Kira mientras esta alzaba la espiga y se­
ñalaba al dragón que se remontaba en el cielo.
—Padre me ha dicho que cuando su dueño murió
en un combate… ¡Ferarchi se volvió loco! Mató a mu­
chos hombres y dragones de los dos bandos y después se
escapó. Cuando se estableció en las montañas, dejaron
de llamarlo Ferarchi y empezaron a llamarlo el Salvaje.
Desde entonces vive allí. Algunas veces el rey manda
caballeros para que intenten matarlo.
—¿Por qué? —preguntó Elspeth.
—Porque el rey odia a los dragones casi tanto como
odia a las mujeres. Pero ese dragón asilvestrado gana
siempre. Ahora hay muchas leyendas acerca de él.
Mientras Kira observaba al Salvaje volar por los ai­
res, volvió a envidiar su libertad.
—¡Ojalá yo también pudiera ser libre, Ferarchi! —sus­
piró.
—¡Y yo también! —dijo Elspeth imitando el suspiro
de su hermana.
Cuando el dragón desapareció al fin detrás de la
montaña, Kira dejó de mala gana de mirar hacia allá.

• 19 •
Luego revolvió juguetona el pelo de su hermana y
dijo:
—Anda, vámonos a casa.

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