Tema 3
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EL ESTADO DE DERECHO
1. La construcción del Estado de Derecho: Estado Liberal de Derecho y Estado Social de Derecho.
2. El Estado Constitucional de Derecho. El Estado Nacional y las Entidades Supranacionales.
3. Principio de Legalidad y Principio de Constitucionalidad: el nuevo papel del juez.
El Estado de Derecho más que una categoría es una ideología jurídica, puesto que
no es consustancial al concepto de Estado ser “de Derecho”. Hablamos de Estado de
Derecho cuando éste representa el modelo de gobierno sub leges y per leges. En otras
palabras, cuando el poder actúa conforme a Derecho, es decir, está sometido a normas
jurídicas preconstituidas: el gobierno de la ley frente al gobierno de los hombres. En este
modelo se obedece “no a la persona en virtud de su derecho propio, sino a la regla
estatuida, la cual establece al propio tiempo a quién y en qué medida se debe
obedecer”1. El Estado de Derecho responde a la cuestión sobre la legitimidad del poder
y permite distinguir entre el poder legítimo y el poder fáctico.
Ahora bien, una serie de motivos políticos (entre los que jugó un papel importante
la persistencia de monarquías) unido a la ideología “legalista” que concebía la ley como
norma esencialmente justa, impidieron que en Europa la Constitución se concibiera
como norma jurídica vinculante y que la separación de poderes fuera un principio eficaz
para limitar el potencial abuso de cualquiera de ellos. En efecto, la sumisión del poder a
Derecho (el Estado de Derecho) se construyó sobre una concepción unitaria de la
soberanía, entendida como poder para legislar. Desde esta concepción, la más alta
expresión de la soberanía es la ley y, por ello, la ley quedaba al margen de cualquier
límite o control. Pero, además, la ley que entroniza el Estado de Derecho es una norma
caracterizada por la generalidad (universalidad de los sujetos) y la abstracción
(universalidad de los supuestos), dos rasgos formales que garantizarían máximamente
su justicia (nadie está por encima de la ley y la ley es igual para todos). Este presupuesto
indiscutible de que toda ley es justa por el mero hecho de serlo, exigía, por tanto, el
absoluto sometimiento a ella2.
Como consecuencia, el modelo de Estado de Derecho nacido de la Revolución
francesa se configura básicamente como un Estado legislativo de Derecho, en el cual
más allá del principio de legalidad (gobierno por leyes) lo que rige es el denominado
Imperio de la Ley (prevalencia de la ley sobre cualquier otro poder). Esta
preponderancia del legislativo produjo un claro y evidente desequilibrio en el principio
de separación de poderes, establecido precisamente como un sistema de frenos y
contrapesos recíprocos para que ninguno prevaleciera sobre los otros. En este primer
modelo de Estado de Derecho el legislador se convierte en omnipotente porque se
arroga toda la legitimidad de la soberanía, de ahí que los otros poderes deban,
sencillamente, someterse a sus dictados. Bajo este planteamiento las constituciones
terminaron siendo cartas meramente políticas y los proclamados “derechos
constitucionales” sólo tendrían eficacia jurídica en la medida en que la ley los
reconociera y con el alcance que la ley les diera, pero en absoluto supusieron un límite al
poder legislativo3. En definitiva, el Estado de Derecho se desarrolló en Europa como
Estado legislativo de Derecho y ello se tradujo en la sumisión del Ejecutivo (la
administración del Estado) y del Juez al dictado del Legislativo, a la ley expresión de la
voluntad general que, como norma general y abstracta, vino considerada como
esencialmente justa.
Por otra parte, las constituciones consagran una gran cantidad de derechos y
principios que son el reflejo de las concepciones morales de la sociedad. Son, por así
decirlo, moral positivada o, como también se ha dicho, Derecho natural positivado.
Además, estos principios y valores constitucionales ni siquiera reflejan una concepción
uniforme de la justicia. Son principios y valores tendencialmente contrastantes, por lo
que la eventual presencia de varios de ellos en un caso concreto (cosa por lo demás muy
frecuente) deja al juez sin guía para la acción: se abre un ancho margen para la
discrecionalidad judicial, pues es el juez quien debe sopesar los principios
constitucionales en juego y decidir razonadamente (o sea, discrecionalmente) cuál de
ellos debe prevalecer en ese caso concreto5. En suma, la necesariamente abierta
interpretación de las normas constitucionales, impregnadas de valores de justicia,
así como la presencia en la mayoría de los casos de valores y principios
constitucionales contrastantes entre sí, parece que conduce inevitablemente a que en
la resolución del caso concreto terminen triunfando las opciones valorativas del juez
sobre las del legislador. Lo que contribuye a reafirmar el papel del aquel en
detrimento del éste.