Tema 3

Descargar como pdf o txt
Descargar como pdf o txt
Está en la página 1de 7

TEMA 3.

EL ESTADO DE DERECHO

1. La construcción del Estado de Derecho: Estado Liberal de Derecho y Estado Social de Derecho.
2. El Estado Constitucional de Derecho. El Estado Nacional y las Entidades Supranacionales.
3. Principio de Legalidad y Principio de Constitucionalidad: el nuevo papel del juez.

1. La construcción del Estado de Derecho: el Estado legislativo de Derecho

El Estado de Derecho más que una categoría es una ideología jurídica, puesto que
no es consustancial al concepto de Estado ser “de Derecho”. Hablamos de Estado de
Derecho cuando éste representa el modelo de gobierno sub leges y per leges. En otras
palabras, cuando el poder actúa conforme a Derecho, es decir, está sometido a normas
jurídicas preconstituidas: el gobierno de la ley frente al gobierno de los hombres. En este
modelo se obedece “no a la persona en virtud de su derecho propio, sino a la regla
estatuida, la cual establece al propio tiempo a quién y en qué medida se debe
obedecer”1. El Estado de Derecho responde a la cuestión sobre la legitimidad del poder
y permite distinguir entre el poder legítimo y el poder fáctico.

Históricamente, la concepción del Estado de Derecho en Europa surge de la


Revolución francesa, cuyo objetivo fue construir un nuevo modelo de
organización política y social fundado sobre la libertad y la igualdad de todos los
hombres, encuadrándolos en la categoría de ciudadanos, y acabando de ese modo con el
denominado ancienne régime basado en la superioridad y privilegios de la monarquía,
la nobleza y el clero. Este programa se llevó a cabo mediante la consagración de un
catálogo de derechos y libertades en la universalmente famosa Declaración de derechos
del hombre y del ciudadano de 1789, posteriormente convertida en preámbulo de la
primera Constitución republicana de 1793. Como garantía de esos derechos, se establecía
una específica organización para el Estado: separación de los tres poderes (legislativo,
ejecutivo, judicial) y sumisión todos ellos a Derecho.

Ahora bien, una serie de motivos políticos (entre los que jugó un papel importante
la persistencia de monarquías) unido a la ideología “legalista” que concebía la ley como
norma esencialmente justa, impidieron que en Europa la Constitución se concibiera
como norma jurídica vinculante y que la separación de poderes fuera un principio eficaz
para limitar el potencial abuso de cualquiera de ellos. En efecto, la sumisión del poder a
Derecho (el Estado de Derecho) se construyó sobre una concepción unitaria de la
soberanía, entendida como poder para legislar. Desde esta concepción, la más alta
expresión de la soberanía es la ley y, por ello, la ley quedaba al margen de cualquier
límite o control. Pero, además, la ley que entroniza el Estado de Derecho es una norma
caracterizada por la generalidad (universalidad de los sujetos) y la abstracción
(universalidad de los supuestos), dos rasgos formales que garantizarían máximamente
su justicia (nadie está por encima de la ley y la ley es igual para todos). Este presupuesto
indiscutible de que toda ley es justa por el mero hecho de serlo, exigía, por tanto, el
absoluto sometimiento a ella2.
Como consecuencia, el modelo de Estado de Derecho nacido de la Revolución
francesa se configura básicamente como un Estado legislativo de Derecho, en el cual
más allá del principio de legalidad (gobierno por leyes) lo que rige es el denominado
Imperio de la Ley (prevalencia de la ley sobre cualquier otro poder). Esta
preponderancia del legislativo produjo un claro y evidente desequilibrio en el principio
de separación de poderes, establecido precisamente como un sistema de frenos y
contrapesos recíprocos para que ninguno prevaleciera sobre los otros. En este primer
modelo de Estado de Derecho el legislador se convierte en omnipotente porque se
arroga toda la legitimidad de la soberanía, de ahí que los otros poderes deban,
sencillamente, someterse a sus dictados. Bajo este planteamiento las constituciones
terminaron siendo cartas meramente políticas y los proclamados “derechos
constitucionales” sólo tendrían eficacia jurídica en la medida en que la ley los
reconociera y con el alcance que la ley les diera, pero en absoluto supusieron un límite al
poder legislativo3. En definitiva, el Estado de Derecho se desarrolló en Europa como
Estado legislativo de Derecho y ello se tradujo en la sumisión del Ejecutivo (la
administración del Estado) y del Juez al dictado del Legislativo, a la ley expresión de la
voluntad general que, como norma general y abstracta, vino considerada como
esencialmente justa.

La sujeción de la Administración pública a la ley en este modelo va mucho más allá


del principio de legalidad y se establece, como decimos, en términos de subordinación:
la Administración sólo puede actuar con una previa habilitación legislativa,
lo que significa que para ella rige el principio contrario al del ciudadano: todo lo que no
está permitido está prohibido. Esa sumisión se conseguirá plenamente con el
establecimiento de un control judicial sobre los actos administrativos (la
jurisdicción contencioso-administrativa), auténtico hito frente a las prerrogativas del
ejecutivo conservadas como el último reducto del absolutismo monárquico 4

La vinculación del Juez a la ley también se contempla en términos de


subordinación: frente al legislador, que posee una legitimidad política o “de
origen”, los jueces tan sólo tienen una legitimidad “técnica” o “de oficio”; es decir, que
su actuación será aceptable en la medida en que pueda verse como una exacta
aplicación de la ley. El recurso de casación, inicialmente concebido para evitar el peligro
de manipulación judicial de la ley a través de su interpretación, constituye una prueba
clara de este esfuerzo por garantizar la primacía del legislativo sobre el judicial.

Estrechamente conectada con la vinculación del juez a la ley, este modelo


postula la independencia judicial, principio con el que se pretende garantizar que los
jueces puedan actuar libres de toda injerencia, particularmente de otros poderes del
Estado, sometiéndose únicamente a la ley. Por eso la independencia judicial estriba
sobre todo en la libertad interpretativa de los jueces: la interpretación de la ley no
puede estar influida por instancias externas al propio juzgador. Pero además, para que el
juez sea verdaderamente independiente suelen establecerse una serie de garantías. Se
trata de garantías orgánicas de la independencia: un estatuto especial, el gobierno
del poder judicial separado de la política, sistemas de recusación e inhibición de
jueces, retribuciones adecuadas, prohibición de militancia política y sindical,
medidas para evitar la vuelta inmediata de los políticos-jueces a la función judicial,
etc.
En realidad, la independencia del juez y su vinculación a la ley son el anverso y
el reverso de una misma moneda: pues si la vinculación a la ley requiere que los
jueces sean independientes, tanto mayor será su independencia cuanto más exacta sea su
aplicación de la ley. De ahí que la presencia de ambos principios (vinculación a la ley
e independencia judicial) significa que en el ejercicio de la función de juzgar no
intervienen razones extrajurídicas (políticas, ideológicas, etc.) como fundamento de sus
decisiones.Vinculación a la ley e independencia judicial configuran, pues, la base teórica
del modelo de juez que le es propio al Estado de Derecho. Se trata de un juez neutral,
sin ideología, aséptico y apolítico. Es “la boca que pronuncia las palabras de la
ley”, según la célebre formulación de Montesquieu. Un juez sin sentimientos y sin
pasiones cuyo objetivo fundamental es garantizar la legalidad. Por lo demás, la
vinculación del juez a la ley, aparte de ser una exigencia de legitimidad de su función,
garantiza ciertos valores irrenunciables: la certeza o previsibilidad de las decisiones
judiciales, la igualdad en a aplicación de la ley y la uniformidad jurisprudencial.

2. El Estado Constitucional de Derecho

Aunque la idea de Estado constitucional continúa siendo una cuestión abierta y


debatida entre los teóricos del Derecho y de la Ciencia política, de una forma genérica
cabría denominar constitucionales a aquellos modelos de Estado en los que junto a la ley
existe una Constitución democrática con auténtico carácter normativo, que establece
límites jurídicos al poder para garantizar las libertades y derechos de los ciudadanos. En
otras palabras, en este modelo de Estado la Constitución (y la carta de derechos que
incorpora) no es un mero documento político o un conjunto de directrices programáticas
dirigidas al legislador, sino una auténtica norma jurídica con eficacia directa dentro del
Ordenamiento.

Además, puesto que la Constitución procede de un poder con legitimidad “cualificada”


(el poder constituyente) se trata de la norma “más alta” del sistema jurídico. Eso significa que
también la ley ordinaria queda sometida a las reglas, principios y derechos establecidos
en la Constitución, que se convierten así en su condición de validez. En efecto, como
consecuencia de la “fundamentalidad” de sus contenidos y de la especial legitimidad de su
artífice, el Estado constitucional establece no sólo la supremacía política de la
Constitución sino, sobre todo, su supremacía jurídica bajo la forma de una especie de
supralegalidad. En ese sentido, el Estado Constitucional es un paso más en la idea de
Estado de Derecho; o mejor, su culminación: si el Estado legislativo de Derecho había
supuesto la sumisión de la Administración y del Juez al Derecho (en particular a la ley),
en el Estado Constitucional de Derecho también el Legislador viene sometido a Derecho,
en este caso a la Constitución. Así pues, el Estado Constitucional de Derecho incorpora,
junto al principio de legalidad, el principio de constitucionalidad.

Históricamente, el Estado constitucional de Derecho es la forma política que cuajó


en el constitucionalismo norteamericano a partir de su Declaración de
independencia en 1776. A diferencia del constitucionalismo europeo –desarrollado a
partir del “Imperio de la Ley” y de constituciones meramente políticas-, los
Estados Unidos asumieron desde su fundación el valor normativo de la Constitución,
hoy todavía vigente tras 250 años de existencia. Este principio tardó mucho en
incorporarse a las constituciones europeas: hubo de esperar hasta mediados del siglo
XX.
Fue la necesidad de poner límites al poder (incluso deocraticamente ejercido) y
de garantizar de manera inviolable los derechos fundamentales lo que condujo a la
construcción del Estado constitucional en el continente europeo, frecuentemente
ligada a la ruptura con regímenes políticos de corte autoritario y al deseo de refundar la
organización política sobre un nuevo marco de legitimidad tras la segunda guerra
mundial. Así se plasmó en la nueva Constitución italiana (1947) y en la alemana,
denominada Ley Fundamental de Bonn (1949). La experiencia fascista y nazi
demostraron que, en nombre de una legalidad vigente y democráticamente
aprobada, podían perpetrarse los crímenes más execrables. Para evitar esta macabra
paradoja se confeccionaron catálogos (constitucionales) de derechos que se situaron
por encima de cualquier contingencia política. Ese mismo afán de refundación
política y ruptura con un pasado autoritario estuvo también presente en los
posteriores procesos constituyentes de Grecia (1975), Portugal (1976) y España
(1978). La oleada constituyente se extenderá en los años ochenta del pasado siglo a
muchos países de América latina en un intento (también) por reconstruir su
organización política tras experiencias de dictaduras militares o guerras civiles.
Más recientemente este proceso se ha producido en los antiguos países socialistas.
Podríamos decir, incluso, que el paradigma del Estado constitucional, en cuanto que
supone el establecimiento de límites al poder, tiende a implantarse incluso en el
ámbito internacional mediante la ratificación de documentos normativos
supranacionales (Carta de Naciones Unidas de 1945 o Declaración Universal de
Derechos Humanos de 1948) y la creación de Tribunales Internacionales de
Justicia llamados a garantizar su eficacia.

Uno de los rasgos que mejor definen el Estado constitucional de Derecho es la


orientación del Estado a la protección de los derechos al margen (o incluso por
encima) de la ley: la eficacia de los derechos se produce no en la medida y en los
términos marcados por la ley, sino en la medida y en los términos establecidos
en la Constitución. Ahora bien, el reconocimiento constitucional de derechos se
efectúa, por lo general, en términos amplios e imprecisos, por lo que son
frecuentes las dudas sobre su alcance y contenido en aquellos supuestos en los que
pueden desplegar su acción protectora. ¿Quién debe decidir ese alcance o
contenido? Se trata de una cuestión polémica. El principio democrático parecería
señalar al legislador como destinatario de este fundamental papel; pero el carácter
supralegal (supramayoritario) de los derechos (no sometidos a la contingencia
política) ha conducido a que sean los jueces (constitucionales u ordinarios)
quienes, en su tarea fundamental de hacer valer la constitución, ejerzan esa función.
Por ello, el carácter normativo de la Constitución, más allá de la simple posibilidad
de enjuiciamiento normativo de la ley, comporta cambios muy profundos en la
manera de concebir el Derecho y las propias instituciones jurídicas. E n particular,
comporta cambios profundos en la manera de concebir las relaciones entre
legislación y jurisdicción: el principio de legalidad en relación con el juez, que
tradicionalmente se había interpretado como vinculación del juez a Derecho pero
sobre todo a la ley, ha pasado a entenderse como vinculación del juez a los derechos
y principios constitucionales antes que a la ley, lo que resulta muy polémico
desde el punto de vista del principio democrático y ha catapultado al juez a una
posición clave dentro del sistema como supremo garante de los derechos de los
ciudadanos por encima, incluso, de la ley.
3. Principio de legalidad y principio de constitucionalidad: el nuevo papel
del juez

Como dijimos, el modelo de Estado legislativo de Derecho se afirmaba a sí mismo


a través del “principio de legalidad”. Este principio, en general, expresa la idea de que
la ley es el acto normativo supremo, frente al cual no es oponible ningún otro acto o
derecho más fuerte, cualquiera que sea su forma y su fundamento (ni el poder de
excepción del rey en virtud de la “razón de Estado”, ni la imposible abstención de los
jueces, ni la resistencia de los particulares). La “primacía de la ley” derrotó
definitivamente la tradición jurídica del Absolutismo. El “principio de legalidad”
supuso en el Estado de Derecho, la reducción del Derecho a la Ley y, por tanto, la
exclusión (o, al menos, la sumisión a ella) de todas las demás fuentes del Derecho (en
particular la costumbre).

La supremacía de la ley (imperio de la ley), como vimos, rompe de facto el


equilibrio entre los poderes del Estado. La función legislativa de creación del Derecho
prima sobre las otras dos funciones, por lo que se propicia el predominio de una
concepción formal-legalista del Derecho, como consecuencia de la cual se produce una
exaltación de la actividad codificadora (cuyo mayor exponente es el Código civil
Napoleónico de 1804) y una reducción de la actividad jurisdiccional a mera aplicación
mecánica de la ley (el juez es la boca de la ley). El término “subsunción” (encajar el
hecho en el supuesto previsto por la norma) resume toda la actividad judicial: “al
servicio de la Ley”.

La ley por excelencia en el contexto del Estado legislativo es el Código. Ahí se


encontraban reunidas y exaltadas todas las características de la Ley: la voluntad positiva
del legislador, impuesta en todo el territorio del Estado, enunciada según la razón (razón
de la burguesía liberal asumida como punto de partida); con disposiciones
sistematizadas y estructuradas según los principios de la lógica formal y asentadas sobre
los presupuestos dogmáticos de la unidad (exclusión de cualquier otra fuente de
derecho), la plenitud (todos los casos posibles pueden resolverse acudiendo a las normas
del código o a los mecanismos previstos por el propio código, como la analogía) y la
coherencia (ausencia de contradicciones o antinomias en sus disposiciones).

En el Estado Constitucional el centro y pilar fundamental del Estado de Derecho,


ya no es la Ley sino la Constitución, que pasa a jugar el papel de una “super-Ley”. A
partir de este presupuesto se consagra el principio de constitucionalidad, en virtud del
cual las disposiciones constitucionales tienen fuerza normativa real y son directamente
aplicables por los jueces sin necesidad de que medie ninguna ley que las desarrolle.
Pero además, el principio de constitucionalidad comporta un límite infranqueable a la
omnipotencia del poder legislativo: los principios valores y derechos consagrados por
la constitución están por encima de la soberanía legislativa (son intocables), porque son
el fundamento de la comunidad política. Esto sognifica que la ley no sólo no puede
contravenirlos, sino que debe orientarse a garantizarlos y desarrollarlos. Se trata, pues,
de principios, valores y derechos que están por encima del juego político de mayorías y
que exigen del sistema constitucional unos mecanismos de control para garantizar que
ninguna ley o actuación administrativa los pueda vulnerar. He ahí el papel crucial del
juez en el modelo de Estado constitucional.
El juez, en efecto, sigue estando vinculado a la ley (principio de legalidad) pero
primariamente, sobre todo, está vinculado a la Constitución (principio de
constitucionalidad). Esa doble vinculación del juez significa que sólo está obligado a
aplicar leyes constitucionales, de manera que está obligado a realizar un juicio previo de
constitucionalidad de toda ley que deba aplicar. Si entiende que la ley es constitucional
(porque cabe hacer de ella una interpretación conforme a la Constitución),
entonces debe aplicarla. Pero si la ley no resulta constitucional (porque no cabe hacer
de ella ninguna interpretación constitucionalmente adecuada), entonces no está
vinculado a ella y no debe aplicarla. En este segundo supuesto, en los sistemas
denominados de judicial review (juicio directo de constitucionalidad por parte del juez
ordinario), como es el caso anglosajón, los jueces pueden "desplazar" la ley y resolver
el caso aplicando directamente la Constitución. En los sistemas de control concentrado
(existencia de Tribunales Constitucionales), los jueces no pueden desplazar la ley sino
que vienen obligados a plantear la "cuestión" al Tribunal constitucional, que es el único
órgano llamado a pronunciarse sobre la constitucionalidad de la ley. En ambos casos el
papel del juez se relanza en relación con la ley: en el primero (judicial review) porque se
reconoce directamente la facultad del juez para no aplicar las leyes que considera
inconstitucionales; en el segundo (control concentrado) porque, a pesar de no tener
dicha facultad, es posible que el juez pueda "esquivar" la ley bajo el argumento de que
está haciendo una interpretación de la ley conforme a la Constitución; o sea, es posible
que el juez aplique la Constitución (o el entendimiento que tiene de la misma) en
detrimento de la ley. De ello nos ocuparemos más adelante.

Por otra parte, las constituciones consagran una gran cantidad de derechos y
principios que son el reflejo de las concepciones morales de la sociedad. Son, por así
decirlo, moral positivada o, como también se ha dicho, Derecho natural positivado.
Además, estos principios y valores constitucionales ni siquiera reflejan una concepción
uniforme de la justicia. Son principios y valores tendencialmente contrastantes, por lo
que la eventual presencia de varios de ellos en un caso concreto (cosa por lo demás muy
frecuente) deja al juez sin guía para la acción: se abre un ancho margen para la
discrecionalidad judicial, pues es el juez quien debe sopesar los principios
constitucionales en juego y decidir razonadamente (o sea, discrecionalmente) cuál de
ellos debe prevalecer en ese caso concreto5. En suma, la necesariamente abierta
interpretación de las normas constitucionales, impregnadas de valores de justicia,
así como la presencia en la mayoría de los casos de valores y principios
constitucionales contrastantes entre sí, parece que conduce inevitablemente a que en
la resolución del caso concreto terminen triunfando las opciones valorativas del juez
sobre las del legislador. Lo que contribuye a reafirmar el papel del aquel en
detrimento del éste.

Los rasgos propios del Estado constitucional de Derecho, y en particular el


nuevo papel que el juez asume ahora, se conectan con una cultura jurídica, la
“cultura de los derechos frente al poder”, que viene denominándose como
garantismo6. El garantismo, base de la filosofía liberal que arranca de la
Ilustración jurídica, se proyecta en primer lugar sobre el ámbito penal y expresa la
necesidad de minimizar la violencia ejercida por el poder punitivo del Estado (ese
"terrible poder" del que hablaba Montesquieu): las garantías penales y procesales son
precisamente los instrumentos planteados para controlar los mecanismos represivos
del poder. Las garantías penales (desde la taxatividad y materialidad en la descripción de
los hechos punibles y la exigencia de lesividad y culpabilidad, hasta la utilidad y humanidad
de los castigos) afectan a la configuración legal del delito y tienden a reducir la
esfera de lo que el poder legislativo puede sancionar (la esfera de los delitos) y la
dureza de las penas. Las garantías procesales (la contradictoriedad, la paridad entre
acusación y defensa, la separación entre acusación y juez, la presunción de
inocencia, la carga acusatoria de la prueba, la oralidad y la publicidad, así como las
orgánicas de la independencia interna y externa de la magistratura y el principio
del juez natural), afectan a la comprobación judicial del hecho punible y van
encaminadas a reducir al máximo (en último extremo anular), los márgenes de arbitrio
del juez.

El garantismo, además de servir de base a una filosofía política (legitimación


externa), constituye también la base de una teoría jurídica crítica (legitimación
interna). Dentro de esta teoría jurídica se plantea un modelo particular de juez y de
jurista. La actuación judicial, en principio, debe estar regida por el principio de
legalidad (el poder judicial es, en cierto modo, nulo), de manera que la ley debe reducir
al mínimo las facultades dispositivas o discrecionales del juez. Sin embargo, el propio
garantismo acaba confiriendo al juez un enorme poder discrecional. En el Estado
constitucional, la Constitución incorpora, por un lado, los instrumentos de producción
normativa que condicionan la legitimidad formal de las las leyes y actos de poder
(órganos con competencia normativa y procedimientos de producción legislativa); y por
otro lado, los elementos (derechos, valores y principios) que deben informar toda la
legislación y que condicionan su legitimidad material o sustancial. De aquí se deriva
que, en la teoría garantista, la presunción de legitimidad que debe otorgarse a los actos
de poder no sea absoluta sino relativa (el poder tiende a cometer abusos). Y eso justifica
la necesidad de una instancia crítica que continuamente vele porque los criterios de
legitimidad sustancial sean plenamente respetados en cada acto de poder. Los únicos
que pueden desempeñar esta función desde un punto de vista institucional son los
jueces, tanto constitucionales como ordinarios, en el desempeño de su función
jurisdiccional. Eso significa que el juez se convierte en el garante último de todo el
sistema de valores, principios y derechos, ocupando una posición central en este modelo
de Estado Constitucional.

En resumen, la lógica del principio de legalidad (sumisión del juez a la ley)


tradicionalmente sostenida por el positivismo europeo, de acuerdo con la teoría
garantista se transmuta en el principio de constitucionalidad (vinculación del juez a los
valores, principios y derechos consagrados en la constitución, más allá de la ley).

También podría gustarte