La Pedagogía Normalizadora

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La pedagogía normalizadora: clasificación y regulación de alumnos y

maestros

La pedagogía normalizadora en Argentina, a fines del siglo pasado, fue


impulsada por pedagogos laicos y católicos conocidos como "normalizadores".
Basándose en la noción de normalización de Michel Foucault, esta pedagogía
estableció una norma general para medir a cada individuo, corrigiendo a
aquellos que se desviaban. La clasificación de alumnos según capacidades y
rendimiento escolar se volvió común, asociada con términos como "deficientes"
o "anormales".

Los normalizadores, formados en escuelas normales, influyeron en el sistema


educativo argentino, generando planes de estudio, códigos disciplinarios y
textos pedagógicos. La "táctica escolar", inspirada en la metáfora militar,
organizaba la vida en el aula con movimientos uniformes y simultáneos. Se
buscaba homogeneizar y controlar a los alumnos, mientras se regulaba
rigurosamente la labor docente.

Esta pedagogía adoptó enfoques positivistas, considerando que todo podía


regirse por leyes generales, incluso la enseñanza y el comportamiento de los
alumnos. La regulación del trabajo docente aumentó, imponiendo requisitos
más estrictos para la titulación. La imagen del docente como representante del
Estado, encargado de una misión superior, se consolidó, exigiendo obediencia y
perfección.

La medicalización de la pedagogía normalizadora introdujo la idea de "niños


débiles", con sistemas de salud escolar para detectar y tratar sus patologías. Se
promovió una visión determinista sobre quiénes triunfarían o fracasarían en la
escuela, basada en conceptos hereditarios. La escuela se convirtió en un
dispositivo de vigilancia y control, recabando información detallada sobre los
niños y sus familias.

A pesar de su aparente opresión, la pedagogía normalizadora se volvió eficaz al


combinar la voluntad de inclusión social con prácticas diferenciadoras y
autoritarias. Se ejemplifica con la historia de una maestra que, con buena
intención, rapó a sus alumnos en nombre de la salud y la cultura. Esto destaca la
complejidad de la inclusión escolar y cómo la escuela puede generar
exclusiones incluso al promover la inclusión.

Uniformidad y exclusión: el caso de los guardapolvos blancos

Los guardapolvos o delantales blancos adoptados en las primeras décadas del


siglo XX en Argentina, Uruguay y Bolivia fueron pilares de inclusión y
homogeneización en la población escolar. Para evitar diferenciaciones sociales
por apariencia y vestimenta, se estableció que los niños debían usar un delantal
blanco sobre sus ropas. Este uniforme, similar al de médicos y enfermeras, tenía
fundamentos igualitarios, moralizantes y profilácticos para prevenir la
propagación de gérmenes (Dussel, 2000). En Argentina, poco después de su
adopción por los alumnos, se obligó a los maestros a usar el mismo delantal,
buscando establecer una apariencia igualitaria. La igualdad se concebía como
homogeneidad, intentando eliminar distinciones y discriminaciones.

La idea de uniformar a los niños se originó en escuelas de caridad y lasallianas


en los siglos XVII y XVIII, con un impulso definitivo durante la Revolución
Francesa para abolir diferencias entre castas y clases sociales. A finales del siglo
XIX, Sarmiento y otros líderes educativos en Argentina se opusieron a esta
práctica, argumentando que imponer una vestimenta obligatoria excluía a
muchos niños y representaba una carga para familias pobres. A pesar de esta
prohibición, la vestimenta adquirió relevancia como parte de las tareas
"civilizadoras" y modernizadoras de la escuela.

La introducción del guardapolvo transformó el paisaje de las escuelas


argentinas, adoptando un uniforme que cubría la ropa y creaba igualdad |
aparente entre los alumnos, siguiendo el ejemplo francés con un blusón negro
y, en Argentina, con un uniforme blanco. Se argumentaba que el guardapolvo
eliminaba las barreras sociales y permitía que los naturalmente talentosos se
destacaran, asumiendo que las diferencias de inteligencia eran "naturales".

El uniforme, símbolo de austeridad y homogeneidad, se oponía al lujo del


modelo aristocrático del siglo XIX. El blanco se asociaba a virtudes como vida,
salud y pureza, especialmente durante la "guerra contra los microbios". La
adopción del guardapolvo fue gradual, con el estado nacional argentino
desempeñando un papel importante a partir del gobierno de Yrigoyen (1916-
1922), fomentando asociaciones cooperadoras para proveer guardapolvos a
aquellos que no podían comprarlos.

Aunque el uniforme buscaba crear una igualdad ficticia, las diferencias sociales
se manifestaban en la ropa subyacente, zapatos y útiles escolares. A lo largo de
la historia, el guardapolvo ha representado deseos de inclusión y justicia social,
pero también ha sido objeto de luchas generacionales y desafíos a la autoridad
adulta.

La persistencia del guardapolvo blanco en algunas escuelas primarias y


secundarias se vincula con su asociación a la escolaridad pública y su poder
simbólico. Sin embargo, se destaca la necesidad de reflexionar sobre los
sistemas de significación que lo configuran como símbolo de la escuela pública,
considerando las cargas, inclusiones y exclusiones que conlleva, así como las
injusticias que puede reproducir.

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