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Prac Lenguaje

La antología presenta cuentos de diversos autores argentinos y uruguayos como Hebe Uhart, Silvina Ocampo, Julio Cortázar, Vera Giaconi, Julián López, Pedro Mairal, Inés Fernández Moreno, Pablo De Santis y Mario Levrero. Además, incluye breves biografías de cada autor.

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La antología presenta cuentos de diversos autores argentinos y uruguayos como Hebe Uhart, Silvina Ocampo, Julio Cortázar, Vera Giaconi, Julián López, Pedro Mairal, Inés Fernández Moreno, Pablo De Santis y Mario Levrero. Además, incluye breves biografías de cada autor.

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ESCUELA NACIONAL

"ADOLFO PÉREZ ESQUIVEL"

PRÁCTICAS DEL LENGUAJE


2° AÑO
Material de estudio y textos literarios
Profesoras: Andrea Rodríguez y
Juliana Canabal

2023
ANTOLOGÍA DE RELATOS

“EN PRIMERA PERSONA”

Prácticas del Lenguaje


Segundo año- ENAPE UNICEN
Autoras y autores presentes en esta antología:

“El budín Esponjoso”


Hebe Uhart: Nació el 2 de diciembre 1936. Cuentista, novelista y narradora.
Profesora de Filosofía egresada de la UBA. Entre sus libros de cuentos figuran Dios,
San Pedro y las almas (1962); La gente de la casa rosa (1970); El budín esponjoso
(1976); La luz de un nuevo día (1983); Guiando la hiedra (1997); Del cielo a casa
(2003); Camilo asciende y otros relatos (2004); Turistas (2008); Relatos reunidos
(2010) y Un día cualquiera (2013). Además escribió Memorias de un pigmeo
(relato, 1990), Mudanzas (novela, 1995), Señorita (novela, 1999) y Viajera crónica
(crónicas de viaje, 2011). También publicó en libros de filosofía y participó en
antologías de libros de cuentos como El cuento argentino, Así escriben las mujeres,
Antología 100, Esas malditas mujeres y Cuentos de escritoras argentinas, entre
otros. Hace notas de viaje, crónicas de personajes y situaciones para diferentes
revistas.

“ulisEs”
Silvina Ocampo nació en Buenos Aires en 1903, en la casa de la calle Viamonte 550.
Hija de Manuel Silvino Ocampo y Ramona Aguirre, una familia aristocrática
bonaerense. Desde pequeña estudió pintura y mostró inclinación por la poesía. En su
juventud estudió dibujo en Paris con Giorgio de Chirico.
Gracias a la marcada tradición cultural de su familia y a la trayectoria de su hermana
Victoria Ocampo, quien la vinculó al mundo literario gracias a la revista Sur que fundó
y dirigió, Silvina tuvo la oportunidad de moverse con soltura en el mundo literario.
En 1933 conoció a su marido, el escritor Adolfo Bioy Casares, con quien se casó en
1940 y tuvieron una única hija, Marta, en 1954. La revista Sur agrupó a este grupo
de amigos íntimos y escritores de gran talento que marcó una época: Jorge Luis
Borges, Adolfo Bioy Casares, Manuel Peyrou, Enrique Anderson Imbert…
Su irrupción en el panorama literario argentino vino de la mano de un libro de cuentos,
Viaje olvidado (1937), que no presagiaba la calidad de la posterior narrativa de
ficción. Silvina Ocampo apostó por la elevación de la literatura fantástica y policíaca
a la categoría de géneros de primer orden. Silvina Ocampo fue una autora
deslumbrante por la calidad literaria de sus cuentos, ha pasado a la historia de la
literatura argentina del siglo XX por la crueldad desconcertante que supo imprimir
en algunos protagonistas de estos relatos.
También realizó una extensa obra poética, en su primer libro de versos Enumeración
de la patria se sumó a la tendencia de recuperar los modelos clásicos de la antigua
poesía castellana.

“la sEñorita cora”


Julio Cortázar nació accidentalmente en Bruselas en 1914, su padre era
funcionario de la embajada de Argentina en Bélgica, se desempeñaba en esa
representación diplomática como agregado comercial.
Hacia fines de la Primera Guerra Mundial, los Cortázar lograron pasar a Suiza gracias
a la condición alemana de la abuela materna de Julio, y de allí, poco tiempo más tarde
a Barcelona, donde vivieron un año y medio. A los cuatro años volvieron a Argentina
y pasó el resto de su infancia en Banfield, en el sur del Gran Buenos Aires, junto a
su madre, una tía y Ofelia, su única hermana.
Realizó estudios de Letras y de Magisterio y trabajó como docente en varias
ciudades del interior de la Argentina. En 1951 fijó su residencia definitiva en París,
desde donde desarrolló una obra literaria única dentro de la lengua castellana.
Algunos de sus cuentos se encuentran entre los más perfectos del género. Su novela
Rayuela conmocionó el panorama cultural de su tiempo y marcó un hito insoslayable
dentro de la narrativa contemporánea.
En 1983, cuando retorna la democracia en Argentina, Cortázar hizo un último viaje
a su patria, donde fue recibido cálidamente por sus admiradores, que lo paraban en
la calle y le pedían autógrafos, en contraste con la indiferencia de las autoridades
nacionales. Después de visitar a varios amigos, regresa a París. Poco después François
Mitterrand le otorga la nacionalidad francesa.
El 12 de febrero de 1984 murió en París.

“otro fantasma”
Vera Giaconi nació en Montevideo, Uruguay, en 1974. Desde su infancia vivió en Buenos Aires,
Argentina. Es editora, correctora y redactora free-lance. Publicó su primer libro, Carne viva, en 2011

“las palabras hacEn cosas”


Julián López Escritor argentino nacido en Buenos Aires en 1965, Julián López es autor tanto de
novela como de poesía, además de haber participado en diversas antologías. Desde 2006 codirige el ciclo
literario Carne Argentina.

En 2013 publicó su primera novela, Una muchacha muy bella, siendo elegida novela del año por la Revista
Ñ y editándose en Francia, Holanda y Estados Unidos. En ella López relata poéticamente la infancia en
los años setenta desde la perspectiva de un niño.

Desde que se hizo un hueco en el panorama literario el autor ha publicado La ilusión de los mamíferos y El
día inútil, entre otras obras.

“HOY TREMPRANO”
Pedro Mairal nació en Buenos Aires en 1970. Su primera novela, Una noche con
Sabrina Love, recibió el Premio Clarín en 1998 y fue llevada al cine. Luego publicó las
novelas El año del desierto (2005), Salvatierra (2008), el volumen de cuentos Hoy
temprano (2001) y los libros de poesía Tigre como los pájaros (1996), Consumidor
final (2003) . En 2007 fue elegido por el jurado de Bogotá39 como uno de los mejores
escritores jóvenes latinoamericanos. En 2011 condujo el programa de televisión
Impreso en Argentina. En 2013 publicó la novela en sonetos El gran surubí y El
equilibrio, una recopilación de las columnas que escribió para el semanario Perfil. La
uruguaya, novela publicada en 2016, recibió el premio Tigre Juan en España. Su último
libro es Maniobras de evasión (2017), que reúne una serie de textos no ficcionales.
Actualmente, trabaja como guionista y escribe para distintos medios gráficos.

“crochEt”
Inés Fernández Moreno: Nací en Buenos Aires en 1947.
Hice la carrera de Letras en la UBA, lo que me permitió ordenar la anarquía de mis
lecturas que iban de Corín Tellado a Dostoievski. Para bien y para mal, pertenezco a
una familia de escritores, cosa que inevitablemente me preguntan. Tal vez por eso
empecé a escribir tarde, alrededor de los 35 años. Trabajé casi toda mi vida en
publicidad, como creativa, lo que me mantuvo alerta y con el músculo de la escritura
activo. Tuve tres hijos y viví en Europa durante dos largos períodos signados por las
desgracias del país. Fui escribiendo cuentos y novelas en los huecos de todos esos
movimientos. He sacado premios importantes, aquí y en el exterior. Muchos de mis
cuentos fueron traducidos y publicados en diversas antologías. Actualmente trabajo
como colaboradora de diversos medios y organizo talleres literarios. Tengo en
preparación Malos sentimientos, un nuevo volumen de cuentos.

“una cara En la multitud”


Pablo De Santis nació en Buenos Aires en 1963. Se graduó como licenciado en
Letras en la Universidad de Buenos Aires. Trabajó como periodista y, luego de la
obtención de un premio lanzado por la revista Fierro en 1984, también como
guionista de historietas.
Ha publicado, entre otros libros, las novelas La traducción (1998), Filosofía y
Letras (1999), El teatro de la memoria (2001), El calígrafo de Voltaire (2002), El
enigma de París (2007), Los anticuarios (2010) y Crímenes y jardines (2013). Sus
cuentos están reunidos en los volúmenes Rey secreto (2005) y Trasnoche (2013).
Entre sus libros para jóvenes están Lucas Lenz y el Museo del
Universo (1992), Enciclopedia en la hoguera (1995), El inventor de juegos (2003), El
buscador de finales (2011) y El juego de la nieve (2016).
Ha recibido el Premio Kónex de platino 2004, el Premio Planeta-Casamérica 2007,
el Premio de novela de la Academia Argentina de Letras 2008 y el Premio Nacional
de Cultura 2012. Su álbum de historietas El hipnotizador (con dibujos de Juan Sáenz
Valiente) ha dado origen a la serie homónima (HBO, 2015) y su novela El inventor de
juegos llegó al cine en 2014, dirigida por Juan Pablo Buscarini. Su novela El enigma
de París ha sido traducida a 20 idiomas. Escribe habitualmente artículos
periodísticos sobre el género policial y la literatura fantástica.

“cuEntos cansados”
Jorge Mario Varlotta Levrero, más conocido como Mario Levrero fue un
escritor, fotógrafo, librero, guionista de cómics, columnista, humorista, creador de
crucigramas y juegos de ingenio uruguayo. En sus últimos años de vida dirigió un
taller literario.

“las amigas”
Liliana Heker es cuentista, novelista y ensayista argentina. Nació el 9 de
febrero de 1943 en Buenos Aires (Argentina). A fines de 1950, colaboró en la
revista literaria El grillo de papel, codirigió con Abelardo Castillo las revistas El
escarabajo de oro y El ornitorrinco.
Con influencias de Antón Chéjov, J. D. Salinger y Flannery O´Connor, entre otros,
ha publicado libros de cuentos como Los que vieron la zarza (1966) y Los bordes de
lo real (1991), una recopilación de todos sus cuentos; y novelas como Zona de
clivaje (1990).
Ha sido ganadora del Premio Municipal de Novel y el Premio Konex de Platino.
El budín esponjoso
Hebe Uhart

Yo quería hacer un budín esponjoso. No quería hacer galletitas porque les falta la tercera dimensión.
Uno come galletitas y parece que le faltara alguna cosa; por eso se comen sin parar. Las galletitas
parecen hechas con pan rallado o reconstituido. Los únicos que saben comer galletitas como
corresponde son los perros: las cazan en el aire, las destrozan con un ruido fuerte y ya las tragaron en
un suspiro, levantando un poco la cabeza.

Tampoco quería hacer un flan, porque el flan es un proto-alimento y se parece a las aguas vivas. Ni un
bizcochuelo borracho, que es una torta ladina. Es una masa a la que se le pone vino; uno va confiado,
esperando sabor a torta y resulta que tiene otro; un gusto fuerte y rancio.

El bizcochuelo esponjoso que yo quería hacer era como una torta que comí una vez, que venía
hermosamente envasada en una cajita: se llamaba torta Paradiso. En la caja había una figura de una
mujer, con un vestido largo: no recuerdo bien si era una mujer y un hombre o una mujer solamente;
pero si era una mujer solamente, estaba esperando a un hombre.

La torta Paradiso era tan esponjosa como nunca volví a comer nada igual; no es que se deshiciera en
la boca; apenas se masticaba suavemente y uno sentía que todos los procesos de masticación,
deglución, etc., eran perfectos. Además no era como las galletitas, que son para comer cuando uno
está aburrido; era para pensar en la torta Paradiso alguna tarde y comerla, alguna tarde de lindos
pensamientos. Cuando vi la receta "Budín esponjoso", dije: Con esto, voy a hacer una cosa semejante.
Le pedí a mi mamá que me dejara usar la cocina económica para hacerla.

—Ni en sueños —me dijo.

La cocina económica nunca se encendía; era un artefacto negro y grande que tenía una tapa también
negra. Nunca supe cómo era por dentro ni cómo funcionaba. No se usaba porque parece que era
fastidiosa. Estaba todos los días en la cocina como un fastidio desconocido. Era como el horno para
hacer pan; en el fondo había un horno para hacer pan pero yo no vi nunca hacer pan allí ni asar nada.
Este era considerado otro fastidio, pero al aire libre. Pero para mí eran diferentes; de la existencia de
la cocina económica yo rara vez me acordaba porque era como un mueble. Del horno sí, porque cada
vez que me iba a jugar, iba a saltar desde la base del horno (previa mirada adentro, a lo oscuro, ya
que estaba, lleno de ceniza vieja, de mucho tiempo atrás) hasta el suelo. Parecía un palomar el horno
y si alguna vez habían hecho pan ahí, nadie recordaba y parecía que no quisieran recordar, como si
ese horno trajera malos o despreciativos recuerdos. En la cocina económica no era posible que yo
hiciera budín esponjoso, en la cocina común, tampoco. Entonces pregunté:

—Puedo hacerla en el galpón?

—Sí —me dijo mi mamá.

Podía hacerlo en el galpón con un calentador.

En la cocina no, porque los chicos enchastran la cocina. En el galpón mi mamá iba a prender un
calentador (es peligroso, los chicos no deben manejarlo).

Hice el budín en una cacerolita que por su tamaño ni era apta para hacer sopa ni nada. Yo no conocía a
esa cacerolita verde, sería de algún juego anterior cuando yo no había nacido.
Si el calentador era tan peligroso, como decían, yo no sé cómo mi mamá se arriesgaba a darle fuelle
con ese inflador. A cada bombeada mi mamá se arriesgaba a ser quemada por un estallido; puede ser
que la muerte no le importara.

Como ese budín tenía que dorarse arriba, sobre la cacerolita verde había unas brasas peligrosas. Para
esta empresa yo quería que me ayudara mi amiga que vivía enfrente. Desde el día anterior le dije que
tenía permiso para hacer el budín esponjoso y quedó en venir. Vino con cara de haber venido por no
tener otra cosa mejor que hacer y participó en calidad de observadora reticente. Ella tampoco tenía
miedo de la muerte por estallido de calentador y cuando se bajaban las llamas, bombeaba dándose el
lujo de dar una última bombeada fuerte, como diciendo "Lista esta merda". Pero yo advertí que no
bombeaba como contribución al budín, sino por el ejercicio en sí, por hacer algo, porque ella estaba
acostumbrada a manejar ese artefacto y le resultaba una cretinada que se apagara, por el hecho en sí.

Ya la cacerolita estaba al fuego con el budín esponjoso adentro; pero yo quería ver si ya estaba
cocinado; mejor dicho, quería ver cómo se iba cocinando. Igual que un japonés que tenía un vivero y
se levantaba de noche para ver cómo crecían las plantas.

Pero no podía levantar esa tapa que estaba llena de brasas; le pregunté a mi amiga y se encogió de
hombros.

—Ah, ya sé —Pensé— Con un palo largo.

Agarré un palo largo de escoba y traté de pasarlo por la manija de la tapa; mi amiga me ayudaba, con
reticencias. Cuando intentábamos abrirla, vino mi mamá y mi amiga puso cara y aspecto general (lo
que además era cierto) de que no tenía nada que ver con esa idea luminosa del palo. Mi mamá supo
enseguida que esa idea era mía.

—¡Qué manía! —Dijo— De mirar las cosas crudas, antes de que se hagan! A eso le falta mucho.

Cuando ella se fue, pude levantar la tapa con un palo más fino y pude espiar apenas un momento el
pastel. Tuve una idea vaga, pero todavía parecía un panqueque, no tenía la tercera dimensión.

—A lo mejor todavía sube —me dijo mi amiga y me propuso hacer otra cosa mientras. Pero yo no me
iba a mover hasta ver qué pasaba.

Al rato lo abrí, ya definitivamente, porque no se podían sacar y poner las brasas a cada momento: el
pastel se había puesto de color marrón subido, se había replegado en si mismo en todas direcciones: a
lo largo y a lo ancho. Quedó como una factura marrón, de esas que llaman vigilantes.

Mi mamá dijo:

—Es lógico, yo ya suponía.

Yo pensé que para los grandes la confección de soretes era una cosa lógica e inevitable.

Pero yo no lo comí ni nadie lo comió. Usted tampoco hubiera podido comer eso.
da miedo. Si a los hombres les diera por vivir como a don Ton¡, para atrás, ¿qué
pasaría?. Si un buen día, ya niños, desaparecieran, por lo menos no habría
tantas sorpresas, sabríamos (salvo un accidente) cuánto van a vivir. ¿Sería
posible, vieja, que esto pasara?. Me quedan dudas al respecto, pero me parece
que no voy por buen camino para tranquilizarte, así que chau, un beso para el
nene y otro para vos.
Prilidiana.

Ulises

A Enrique.

Ulises fue compañero mío, en la escuela, cuando pasé del jardín de infantes
a primer grado. Tenía seis años, uno menos que yo, pero parecía mucho mayor;
la cara cubierta de arrugas (tal vez porque hacía muecas), dos o tres canas, los
ojos hinchados, dos muelas postizas y anteojos para leer, lo convertían en un
viejo. Yo lo quería porque era inteligente y conocía muchos juegos, canciones y
secretos que sólo saben las personas mayores. La maestra no sentía por él
ninguna simpatía; decía que era muy consentido y mentiroso; yo sé que un día
lo encontró fumando en la calle, y sospecho que ésta era la verdadera causa de
su desaprobación. Aunque yo pensara que mi maestra era demasiado severa,
debí reconocer a la larga que Ulises contaba cosas muy extrañas, que no
parecían ciertas, y llegué en algún momento a creer que en efecto era lo que
vulgarmente se llama un mentiroso. A mediodía, pues asistíamos al turno de la
mañana, iba a buscarlo a la escuela una mujer distinta o que me parecía
distinta; poco a poco fui individualizando a cada una de estas mujeres, que en
definitiva eran tres. Supe que se trataba de las trillizas Barilari, que lo habían
adoptado. Las trillizas tenían setenta años, pero entre los trillizos hay uno que es
mayor y otro menor. Yo imaginé que la mayor era una que parecía una jirafa, no
sólo por el porte sino por la manera de mover el cuello y la lengua, y no me
equivoqué. Otra, que debía de ser la segunda, era de estatura mediana y muy
menuda. La menor era una mezcla de las otras dos, pero más ágil. Las tres eran
alegres y tarareaban alguna canción en boga, cuando esperaban a Ulises en la
puerta de la escuela, aunque lloviera, hiciera mucho frío o calor sofocante. Solían
comprar chupetines y cubanitos a los vendedores que merodeaban para tentar a
los niños con las golosinas.
—¿Son buenas tus tías? —le pregunté un día a Ulises—.
—Son bulliciosas —me contestó—. No lo creerás. Acabo el día casi siempre
con dolor de cabeza, por eso uso anteojos (no porque tenga astigmatismo, como
dicen ellas). Además, rompen todo, porque andan a los golpes saltando como
cabras por la casa. A veces me encierro en el cuarto de baño para no oírlas. Pero
cuando me encierro es peor, porque vienen a golpear la puerta y me gritan por
turno:
¿Que hacés, qué hacés, Ulisito? ¿Vas a terminar?. Ya te dije que no te
encerraras con llave. ¿Acaso sos un viejo?". Cuando no les abro la puerta en
seguida, las oigo que lloran y que lloran, y cuando les abro, no porque me den
lástima sino porque me aburren, descubro que lloran en broma. A veces les digo:
"Un día las voy a matar". Se matan de risa las tres. Parece que les hicieran
cosquillas. Después de todo, no me preocupo porque son locas, aunque digan
que soy yo el loco. De noche me desvelo de tanto oír decir: "Si no te dormís vas

18
Liliana Heker
(Buenos Aires, 1943-)

LAS AMIGAS

ERA NECESARIO SER muy fuerte para tragarse la pena sin llorar al ver cómo Laura arreglaba
los útiles, se paraba, y se iba para siempre del querido banco donde tan felices habían sido
ellas dos, que se reían de las mismas cosas, tenían juegos secretos que ningún otro conoció
jamás, y a cada momento encontraban algo divertido para contarse. Veremos si de este modo
se les acaban las ganas de conversar, había dicho la maestra y en una de ésas pensó que ellas
llorarían o algo así, pero Analía no iba a darle el gusto, qué se creía, a ella la maestra no la
asustaba con tanto grito y ojalá a Laura tampoco, así la amargada esa reventaba de rabia.
Ésta es la única manera de que aprendan, había dicho y seguramente creía que a dos
amigas se las separa porque se las cambia de banco (como si supiese esta amargada lo que
era la amistad) pero no vio de qué forma se habían mirado ella y Laura antes de separarse.
No le vamos a dar el gusto, supo Analía que se habían dicho con esos ojos, y no hicieron falta
las palabras porque ellas siempre se habían comprendido así, con sólo mirarse, y cuando
Analía volvió a fijarse bien, por las dudas, claro que Laura tampoco lloraba.
Por el pasillo avanzó Teresa Sotelo con su valija cargada y su cara de boba. Justo ésa. La
maestra la había elegido a propósito. A las dos las habían elegido porque María Inés Barreiro,
la nueva compañera de Laura, por más que se quería hacer la viva tampoco era de las que les
gustaban a ellas dos: con toda saña las había elegido, para que no tuvieran con quién reírse,
como si ellas estuvieran para risas en esos momentos.
—Uy qué feo —fue lo primero que dijo Teresa Sotelo cuando se sentó—; de aquí atrás no
se ve bien el pizarrón.
Por Analía, si no estaba viendo nada mejor, y que no viniese a preguntarle a cada rato lo
que estaba escrito porque ni soñaba contestarle.
—Oíste lo que me dijo la maestra, ¿no? Así que ya sabés.
Ésta era la última vez que le dirigía la palabra aunque tuviera que pasarse la vida sin abrir
la boca. Total ya se iba a desquitar con Laura en el recreo y ¡las cosas que iban a decirse!
Ojalá que Laura no estuviera demasiado triste, pero no: ni una lágrima tenía por suerte.
También, aunque se le saltase el corazón no era ninguna sonsa para darle el gusto a esa
pérfida. Dádiva, dijo esa pérfida; que se debía hacer una oración con el sustantivo dádiva y no
era la primera vez que se le ocurría una palabra así, que una después no sabe dónde ponerlas.
Laura sí; Laura era capaz de hacer las mejores oraciones del grado y todo el mundo lo sabía;
poéticas las llamaba la maestra.
—¿Valija se escribe con ve corta? —dijo Teresa Sotelo.
—No sé ni me importa. Además no puedo hablar.
La muy idiota no la dejaba concentrarse y así nunca en la vida le iba a salir la frase. Si al
menos se le ocurriesen ideas como antes, cuando estaba Laura, que además si a Analía le
daba la gana le hacía oraciones enteras... Pero ¡ay Dios! toda la clase estaba al tanto y Analía
ya se veía venir ¡ay Dios! ya se veía venir lo que estaba pasando: la estúpida de María Inés
Barreiro que le hablaba en el oído a la pobre Laura como si una no se diera cuenta de lo que
le estaba pidiendo; qué ocurrencia también, querer que le hiciera la oración justamente a ella
que no era su amiga ni nada.
Pobre Laura, a ella tampoco la dejaban tranquila y no podía hacer más que andar todo el
tiempo diciéndole a esa cargosa que la dejara en paz; que no la estorbase, ¿o María Inés
Barreiro se había pensado que una le hace las oraciones a todo el mundo? Lo que Laura debía
hacer era darle un buen grito a María Inés Barreiro y se acabó. Pero era tan buena esa tonta
que nunca la iban a dejar tranquila y al fin nadie podría hacer su oración.
Analía vio por el costado que Teresa Sotelo había escrito valija con ve corta y pensó que
hacer una oración no es tan complicado y si no sale muy hermosa no importa, pero cuando la
maestra fue llamando y las chicas leyeron exquisitas dádivas o dádivas que ofrendaron o
depositaron extraordinarias dádivas supo que si la llamaban a ella se moría ahí mismo.
—María Inés Barreiro —dijo la maestra.
—Las maravillosas dádivas de los pastorcillos hicieron sonreír dulcemente al principito
enfermo —leyó María Inés Barreiro.
—Muy bien —dijo la maestra—; te felicito.
Y lo dijo a propósito para destrozarles el alma a Laura y a ella, ya que en el mundo no
había nadie capaz de creer que María Inés Barreiro en su vida pudiera hacer nada tan bello.
Analía no podía entender cómo Laura no había conseguido explicarle a esa maldita que no la
pensaba ayudar, porque una ayuda solamente a las amigas y ella ¡cualquier día iba a ser su
amiga! En el recreo ellas dos ya le iban a enseñar a esa aprovechadora a sacar las cosas por la
fuerza, pero mientras tanto todo era tan terrible y vaya a saber si Laura iba a tener valor para
soportarlo.
A Analía se le hizo un nudo en la garganta pero Laura tampoco lloraba por más que debía
tener unas ganas, pobre Laura. Si al menos hubiese mirado para donde estaba Analía ella
habría podido consolarla porque entre las dos se entendían lo más bien con una mirada.
Un solo segundo, Dios mío, un solo segundo que se diera vuelta. No; justo ahora se le
tenía que ocurrir estar atenta a orillas del Paraná, sólo esta maestra podía pasar tan de golpe
a la clase de historia y la pobre Laura se debía estar aburriendo de un modo ahora que no les
quedaba más remedio que tragarse sin comentarios todo lo que estaba diciendo la maestra.
Antes, cuando no podían concentrarse, era lo mejor porque se pasaban cartas con dibujos y
señales que nadie en el mundo habría descifrado jamás, pero ahora ¿qué?: nada más que
Teresa Sotelo escuchando a la maestra con cara de boba una expedición llena de azares.
¡Cómo se debía estar aburriendo Laura! Ahora estaba escribiendo, ¡Dios nos asista! Cómo
no se le había ocurrido. La maravillosa Laura le estaba por mandar una carta. Analía también
sacó una hoja para contestarle con toda urgencia pero he aquí que la muy miserable, la
perversa, la infame de María Inés Barreiro le había quitado el mensaje a Laura y ahora lo
estaba leyendo, ¿cómo Laura no se lo impedía?, ¿cómo no le hacía nada? Bah, por Analía que
lo leyera, total por lo que iba entender.
—Ante la sorpresa del Directorio —dijo la maestra—, Belgrano había debose-desos-des-
desobedecido...
Analía la miró a Laura porque era muy cómico y ellas se reían como locas en estos casos y
nomás Laura se diera vuelta (porque cada una sabía muy bien cuándo tenía que buscar los
ojos de la otra) nomás Laura se diera vuelta se iban a reír como antes o se creía esa amargada
que porque a una la separen de su amiga no tiene ojos lo mismo.
¿Qué era lo asombroso entonces?: ¿que esta vez Laura no se diera vuelta? No, eso no, ya
que bien podía, por la tristeza, no haberse dado cuenta de nada. Lo asombroso, lo que helaba
la sangre en las venas y estrujaba el corazón, era que Laura, en ese estado, tuviera el coraje de
reírse.
Porque se estaba riendo. Y María Inés Barreiro también. Se miraban las dos y se mataban
de la risa y una al principio podía pensar que era la tentación del momento pero el momento
había pasado y ellas no paraban más; ¿estaban locas esas dos? Justo hoy; ¿qué querían? ¿que
la maestra armara todo el lío otra vez? Como si nunca hubieran oído que alguien se
equivocara.
Analía se enderezó en el banco, total, por lo que le importaba; una venía al colegio para
aprender y no para divertirse; el gobierno de Buenos Aires, con toda urgencia, había
mandado un correo con rumbo a la región del Alto Paraná y Laura le estaba diciendo algo a
María Inés en el oído. Vaya a saber qué. Ni en clase sabían comportarse como era debido,
pero no importaba: ya iban a sufrir las consecuencias; Analía iba a permanecer bien atenta
para saber contestar cuando la maestra preguntase; el ejército había emprendido viaje hacia
el norte sin tener, todavía, la menor comunicación con el gobierno de Buenos Aires que,
asombrado por la conducta de Belgrano, trataba de detener la situación; ellas dos se rieron y
no se sabía bien de qué diablos se podían estar riendo pero se vio que no eran capaces de
tomar nada en serio, ni que la historia de Belgrano fuese un chiste.
Era esa charlatana de Laura, siempre la misma. Que viniera nomás en el recreo a decirle a
Analía que jugasen juntas, que le pidiera a la maestra y con lágrimas en los ojos le rogara que
las pusiese otra vez en el mismo banco: ya iban a ver cómo Analía le contestaba a la maestra
que no, que con Laura al lado no podía atender, señorita; que Laura siempre se estaba riendo
de cualquier cosa. Con cualquiera.
La expedición avanzó hacia Corrientes. Ya estaba: charlando otra vez, secreteándose todo
el tiempo, siempre andaban con algo para contarse esas dos; ni a Belgrano respetaban esas
desvergonzadas, nuestro valiente y dulce Belgrano, el creador de la bandera de la Patria, y se
podía estar segura que ellas dos ni se habían puesto a pensarlo, ¡qué lo iban a pensar! Bah,
podían hacer lo que quisieran, por lo que le importaba. Se creían muy graciosas como si ellas
dos hubieran sido las únicas en el mundo que se daban cuenta de las cosas. ¿Y una no se daba
cuenta, acaso? Cualquiera se daba cuenta. Muy gracioso, ja, ja, muy gracioso, que la maestra
ponía la regla como si fuera a matar a alguien. Cualquiera se daba cuenta pero no por eso iba
a andar riéndose todo el día. Todas nos damos cuenta. ¿O vos acaso no te das cuenta?
—¿Qué? —dijo Teresa Sotelo.
—De cómo pone la regla la maestra —dijo Analía—; decime, ¿vos no te diste cuenta
acaso?
—¿Qué? —dijo Teresa Sotelo—. ¡Ah!
—Parece que fuera a matar a alguien, ¿no? —dijo Analía—. Decime si no es un plato.
—Ah. Sí —dijo Teresa Sotelo.
—¡Dios santo! Mirá si se le ocurre asesinar al pizarrón. Ay, señorita, que el pizarrón es
buenito. Esto no es un ejemplo para sus alumnas, señorita. Mirala, mirala si no parece un
espadachín. Pero mirala. Que la mirés te digo. ¿No te da risa? Reíte, pavota. ¿No ves que es
cómico?
CUENTOS CANSADOS

Un día

NICOLÁS: Contame un cuento.


YO: No; estoy cansado.
NICOLÁS: No importa que estés cansado. Contame un cuento igual.

YO: Bueno, pero sería un cuento cansado.

NICOLÁS: Sí, sí. No importa que sea un cuento cansado.


YO: Bueno. (Bostezo). Había una vez… (bostezo)… había una vez un señor

que estaba cansado. Muy cansado. Estaba tan cansado que no podía ir
hasta su casa para acostarse a dormir. Entonces… (bostezo)… entonces
abrió el paraguas que llevaba, lo puso al revés en el suelo, y se acostó a
dormir adentro del paraguas. Y durmió y durmió, hasta que empezó a
llover. Y llovió, y llovió, hasta que el paraguas se llenó de agua, y el
señor empezó a ahogarse y se despertó gritando “me ahogo, me ahogo”.
Entonces se levantó y vio que estaba lloviendo, y agarró el paraguas para
protegerse de la lluvia, pero como el paraguas estaba lleno de agua se
volcó toda el agua encima y se mojó todavía mucho más. Y aquí termina
el cuento.
NICOLÁS: Otro.

YO: NO, otro cuento no. Estoy muy cansado.

NICOLÁS: No importa; que sea un cuento muy cansado, entonces.


YO: Pero mirá que estoy muy, muy, muy cansado.
NICOLÁS: Pero yo quiero un cuento que sea muy, muy, muy cansado.
YO: Bueno (bostezo). Había… (bostezo)… una… (bostezo)… vez…
(bostezo)… un señoooor… había una vez un señor que estaba muuuuy
cansado, pero muuuuuuuuy cansado… (bostezo). Estaba tan cansado que
no podía ni mover los pies, y como su casa estaba lejos, pero muuuy…
(bostezo)… leeeeeejos, entonces empezó a estirar la nariz, y estiró y
estiró la nariz, y después empezó a estirar el pescuezo, y después los
braaaaazos… (bostezo)… y el trooooonco… (bostezo)… y se estiraaaaba,
y se estiraaaaaba, y después las piernas, y entonces llegó primero a la
casa la nariz del señor, y después llegó la cabeza, y el señor metió la nariz
y la cabeza por la ventana y apoyó la nariz y la cabeza en la cama;
después fue llegando el resto del cuerpo, que se había hecho muy largo y
finito, porque los pies estaban muy lejos, y todo el cuerpo se fue
metiendo en la cama; y al final de todo, cuando estaba todo el cuerpo
acostado en la cama y sólo faltaban los pies, los pies se separaron del
suelo y las piernas se fueron acortando como elásticos y así los pies
llegaron a toda velocidad y se acostaron también en la cama, y el señor se
durmió, y aquí termina el cuento.
NICOLÁS: Otro.

Otro día

NICOLÁS: Contame un cuento cansado.


YO: No, porque estoy muy cansado, y si cuento un cuento cansado me voy a

cansar más todavía.


NICOLÁS: No importa; quiero que me cuentes un cuento cansado, y que te
canses todavía más así después me contás un cuento muuuuy cansado.
YO:Bueno. Había una vez… (bostezo)… un señor… (bostezo)… un señor
que estaba cansado; estaba muy cansado; tan cansado… (bostezo)… pero
tan, tan cansado que ni veía; y entonces creyó que había llegado a su casa
y abría la puerta y entraba y se acostaba en la cama, pero en realidad…
(bostezo)… en realidad estaba en el zoológico y había abierto la jaula de
los monos y se había acostado en la cama de los monos y apenas los
monos lo vieron… (bostezo)… lo empezaron a agarrar para la farra, lo
agarraban de los pies y lo tiraban para arriba, y otro mono lo agarraba en
el aire con la cola y lo hacía hamacarse un rato cabeza abajo y después lo
dejaba caer, y venía otro mono y lo abarajaba en el aire y lo sacudía y lo
hacía rodar como si fuera una bola, empujándolo con los pies por todo el
piso de la jaula…
NICOLÁS: Los monos no tienen pies.
YO: Bueno, lo empujaban con las manos de las patas traseras por todo el

piso de la jaula, hasta que el señor se dio cuenta de que lo estaban


agarrando para la farra y salió corriendo de la jaula, y estaba más cansado
que antes y no veía nada, y se metió en el foso de las focas, que en
seguida también lo agarraron para la farra y lo hacían dar vueltas en la
punta de la nariz, pero el señor estaba tan cansado, pero tan, tan, tan
cansado que igual se durmió dando vueltas en la punta de la nariz de las
focas, y durmió y durmió y durmió hasta que al fin se despertó y se fue
para la casa, y este cuento ha terminado.
NICOLÁS: Otro.

YO: No.
NICOLÁS: Pero yo quiero otro cuento.
YO: No, porque estoy realmente cansado; muy, muy, muy cansado.

NICOLÁS: A mí no me importa que estés cansado.


YO:Pero es que el cuento también sería un cuento realmente muy, muy,
muy cansado.
NICOLÁS:Y yo quiero un cuento realmente muy, muy, muy cansado.
YO: Bueno. Resulta que… (bostezo)… había… (bostezo)… una… (bostezo)

… vez… un… señor… que… (bostezo) (ronquidos).


NICOLÁS: ¡Eh! ¡No te duermas! ¡Seguí con el cuento!

YO: Había una vez… (bostezo)… un señor que tenía tanto sueño… (bostezo)
… pero tanto tanto tanto sueño que no podía más de sueño y quería llegar
rápido a su casa y entonces… (bostezo)… (respiración pesada)…
NICOLÁS: ¡Eh!

YO: (sobresalto)… y entonces se subió en un patín que un niño había dejado


en la calle y como toda la calle era cuesta abajo se fue con el patín para
su casa, pero tenía tanto sueño pero tanto tanto tanto sueño que se durmió
en el patín, y rodando y rodando cuesta abajo llegó al mar y se cayó al
agua y se hundió y se durmió en el fondo del mar. De pronto vino un
pececito y lo tocó en el hombro: “Señor, señor, si se duerme abajo del
agua se va a ahogar”, y el señor se despertó gritando “Socorro, me
ahogo” y salió a la superficie y nadó y nadó y nadó y llegó hasta la playa
y se durmió en la playa, y aquí termina el cuento (ronquidos).
NICOLÁS: Otro.

Otro día

NICOLÁS:Quiero un cuento cansado, y después otro muuuuuuuy pero


muuuuuuuy cansado, y después otro realmente muy, muy, muy cansado.
YO: Bueno. Había una vez un señor… (bostezo)… un señor… (bostezo)…
un señor que estaba muy pero muy cansado. Entonces fue a su casa y se
acostó y se durmió… (bostezo) (gruñido) (respiración pesada)
(ronquido).
NICOLÁS:¡Eh! ¡Eh, eh, eh! ¡EH!
YO: (sobresalto)… entonces, cuando el señor estaba bien pero bien

dormido, entró un ladrón por la ventana y empezó a llevarse todo;


agarraba las cucharitas y las pasaba por la ventana a otro ladrón, que
estaba afuera esperando, y el otro agarraba y las iba poniendo en un
camión muy grande; le pasó las cucharitas, y después los vasos, y las
cucharas, y los tenedores, y los cuchillos, y después el armario, y después
la mesa con todo lo que tenía arriba, y las cortinas, y la alfombra, y el
sofá, y las sillas, y le fue pasando por la ventana al otro todo lo que había
en la casa; hasta los clavos para colgar los cuadros; y también le sacó las
frazadas al señor que estaba durmiendo muy cansado… (bostezo)… muy
cansado… (bostezo)… muy, pero muy, pero muy cansado… (bostezo)
(silencio).
NICOLÁS: ¿Y?
YO:(silencio).
NICOLÁS: ¡Eh, eh, eh, EH! ¡El cuento! ¡Eh!

YO:… y el señor seguía durmiendo, y durmiendo, y el ladrón le sacó las


sábanas, y la almohada, y después le sacó el colchón y después le sacó la
cama, y después pasó también al señor que estaba durmiendo por la
ventana y lo pusieron en el camión con todas las cosas y se llevaron todo.
Pero vinieron unos policías y los pararon: “ustedes qué llevan ahí”, y les
hicieron abrir las puertas del camión y como vieron que habían robado
todo los amenazaron con un palo y les dijeron que pusieran todo como
estaba antes. Entonces fueron los ladrones y pusieron otra vez cada cosa
en su sitio, y después pusieron al señor en la cama y lo taparon con la
sábana y con las frazadas, y después los policías se los llevaron presos. Y
cuando el señor se despertó, dijo “qué bien dormí”, y aquí termina el
cuento.
NICOLÁS: Otro.

YO: NO, mirá, estoy muuuuuuy, pero muuuuuuuuuuuy, pero


muuuuuuuuuuuuuuuuuuuuy cansado…
NICOLÁS: No me importa. Quiero un cuento muuuuuuy, pero
muuuuuuuuuuuy, pero muuuuuuuuuuuuuuuuuuuuy cansado.
YO: Está bien (bostezo). Había… (bostezo)… una… (bostezo)… vez…
(bostezo)… un señor que estaba muuuuuuuuy… (bostezo)… pero
muuuuuuuy cansado. Entonces se dijo: “voy a tomar un ómnibus para ir a
mi casa y acostarme a dormir”. Y vino el ómnibus y lo tomó, y el señor
se sentó en un asiento del fondo y se quedó dormido, y se fue resbalando
y quedó oculto durmiendo en el fondo; y el ómnibus llegó a destino y
volvió a salir hasta llegar al otro destino, el mismo de donde había venido
antes, y allí sí, el guarda se dio cuenta de que había un señor durmiendo y
lo despertó y lo hizo bajar. El señor dijo: “pero si todavía estoy más lejos
de casa que antes”, y tomó otro ómnibus, y volvió a pasar lo mismo, y
otra vez se tomó otro ómnibus y volvió a pasar lo mismo, y el señor
siempre llegaba al mismo sitio; hasta que al fin, con todo lo que había
dormido en los viajes se sintió descansado, y se fue para la casa
caminando, y aquí terminó el cuento.
NICOLÁS: Otro.

1983
Caballito

Una cara en la multitud


Pablo De Santis

Página 69
De joven a Nigro le gustaban las manifestaciones y los conflictos, y había
sacado fotos a través de la neblina ácida de los gases lacrimógenos, entre los
bastonazos de la policía y bajo lluvias de piedras. Una vez los perdigones de
goma de la guardia de infantería lo alcanzaron en el muslo izquierdo y lo
tuvieron que llevar al hospital. Pero ya había pasado los cincuenta y el trabajo
se había hecho tranquilo y monótono: hacía fotos durante las entrevistas,
gente en el sillón de su casa tomando café.
Pero además Nigro publicaba sábado de por medio una foto bajo el título
«Una cara en la multitud». Eran imágenes de lugares abarrotados de gente: la
calle Florida al mediodía, el interior de los vagones del subterráneo a las siete
y media de la mañana, los cines de Lavalle los sábados a la noche, la gente
que bajaba de los trenes en Once cada amanecer. Que otros fotografiaran
playas vacías u objetos inanimados: él prefería esas fotos donde no había
espacio para moverse. Prefería lo cerrado, lo irrespirable. Buscaba el
momento en que una persona (solo una persona de aquella muchedumbre)
miraba hacia la cámara. Todos estaban ajenos a su labor de fotógrafo, menos
uno que descubría la lente con curiosidad, indiferencia o alarma.
El primer sobre llegó por correo a la redacción. Su nombre —Norberto L.
Nigro— estaba escrito a mano, con tinta negra y serena caligrafía. No había
señal de remitente. En su interior había una foto tamaño 13 por 18. Al
principio pensó que la enviaba algún colega «artista». Siempre bromeaban
con Orsini —su jefe en el diario— sobre los fotógrafos «artistas» que
reemplazaban la realidad por la construcción artificiosa, lo figurativo por lo
abstracto, el silencio de las fotografías por largos parlamentos abstrusos.
Sacaban una foto de la pata de una silla, un semáforo verde, ropa colgada en
la terraza, y luego hacían exposiciones que titulaban «Manifestación de lo
visible», «Los bordes de lo real» o «La oscuridad de la luz».
Pero esta foto no tenía ni título ni firma de autor. Solo se veía el agua de
una pileta de natación.
La segunda fotografía llegó una semana después, tan anónima como la
primera. Ahora se veía el borde de la pileta. Había algo irracional en el ángulo
de la toma, como si el disparador hubiera sido oprimido por accidente. Esta
foto también estaba sacada desde lo alto. En el primer envío, la falta del
remitente podía atribuirse a una distracción: ahora Nigro sabía que estaba
frente a un acto voluntario.

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Unos días después Orsini lo descubrió mirando la tercera fotografía —el
techo de una calesita, con sus gajos blancos y rojos borrados por el óxido y la
mugre— y le preguntó qué era. Nigro buscó en su escritorio, le mostró las
otras dos fotos y le preguntó si sabía si alguien más las había recibido. Orsini
negó con la cabeza:
—Debe ser un loco.
—Los locos expresan demasiado, y acá no se expresa nada.
—¿Te suena el lugar?
—Parece la pileta de un club. No piso una pileta desde hace treinta años.
—Es una pileta con trampolín. Sacaron todas las fotos desde arriba.
Pero Orsini no conseguía mantener la atención en algo por largos períodos
de tiempo; apenas sonó el teléfono se olvidó de las fotografías.
Siguieron llegando, una en septiembre, dos en octubre, tan vacías de gente
como la primera. Aunque no mostraban nada temible ni había alguna señal de
amenaza, Nigro sentía un puntazo de inquietud cada vez que abría los sobres.
Eran como las sucesivas letras de un mensaje secreto. Sabía bien que una
parte esencial de ese mensaje era que las fotos estuvieran vacías, que no se
viera a una sola persona.
Fue el vendedor de café del diario, un idiota de veinticinco años,
especialista en interrumpir conversaciones y derramar café quemado sobre los
escritorios, el que hizo la gran revelación. Sin que nadie pidiera su opinión,
señaló las fotos que Nigro había extendido sobre la mesa:
—Maestro, ya que saca fotos de una pileta, podría mostrar alguna chica en
bikini.
—No son mías. Ni siquiera sé dónde las sacaron.
—En el Parque Chacabuco.
—¿Seguro?
El vendedor de café ordenó las fotos sobre el escritorio, como si
dispusiera los fragmentos de un mapa.
—La pileta, los árboles, la terraza del natatorio, el techo de la calesita, que
está a unos pasos.
—¿Y tiene trampolín?
—Tres trampolines. Uno muy alto. Los otros dos a igual altura.
Nigro fue hasta el archivo y buscó alguna noticia relacionada con la pileta
del Parque Chacabuco, algo que lo pudiera unir a él con las fantasmales
fotografías. Le pasaron un sobre de papel madera. Viejas noticias sobre la
construcción de la autopista que cruzaba el parque, y los daños que había
causado; la desaparición, en los años setenta, de la estatua de una pantera; los

Página 71
recuerdos amables de un manisero que recorrió el parque durante cuarenta
años con su carrito. Una vez habían acuchillado a un hombre en una esquina
del parque, pero eso había ocurrido dos años antes, y bien lejos del natatorio.
Vio también fotos de la pileta con su trampolín: la construcción que lo
sostenía era un arco de cemento pintado de azul.
El sábado siguiente salió a pie desde su barrio, Boedo, rumbo al parque.
El mes de noviembre había derramado sobre las veredas las flores celestes de
los jacarandás y las flores amarillas de las tipas. En la puerta del natatorio, un
empleado de guardapolvo gris le dijo que no podía pasar, que la pileta abría el
primer martes de diciembre.
Nigro le explicó que solo quería sacar una foto desde el trampolín; era
para anunciar en el diario el comienzo de la temporada. Mencionó nombres de
imaginarios funcionarios municipales, y ante la sucesión de secretarios y
subsecretarios el hombre de guardapolvo gris lo dejó pasar. El fotógrafo
atravesó el vestuario de hombres, que olía a lavandina, y abrió una puerta que
conducía a la pileta. El trampolín lo esperaba en lo alto como una promesa;
confiaba en que cuando estuviera en el mismo punto donde había estado su
anónimo corresponsal su pregunta encontraría una respuesta.
Subió con paso inseguro los escalones —aborrecía las alturas— y llegó
hasta el trampolín. El vértigo hacía que las manos le temblaran. Fotografió el
fondo de la pileta, ahora sin agua y con zonas donde había saltado la pintura;
fotografió un palo borracho, el arruinado techo de la calesita; repitió con
paciencia cada una de las fotos de su anónimo predecesor.
Cuando terminó con sus fotos se dio cuenta de que no estaba solo. Había
un desconocido junto a él, con un pulóver grueso, a pesar del calor de
noviembre. Tendría poco más de cuarenta años y llevaba unos lentes
cuadrados, anticuados. Tenía un aire de seriedad y concentración, como quien
completa palabras cruzadas. Le cerraba el paso hacia las escaleras.
—Sabía que al final iba a venir —dijo el hombre.
Nigro pensó un momento en ponerse a gritar, pero la idea lo avergonzó.
—¿Nos conocemos?
—No. Es la primera vez que nos vemos. Soy de Misiones. Soy fotógrafo,
como usted. Pero mis fotos no salen en los diarios. Casamientos. Fiestas de
quince.
—¿Me deja bajar?
—Vino hasta aquí para saber por qué le envié esas fotos, y ahora lo único
que quiere es irse.
—Me dan miedo las alturas.

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—Otro punto que tenemos en común.
Nigro calculó el peso del otro. Era más liviano que él, pero el espacio del
trampolín era tan chico que si lo empujaba no tendría ninguna oportunidad.
«Debería haber esperado a diciembre, que la pileta estuviera llena», pensó.
—En reconocimiento a su vértigo voy a ser rápido —dijo el hombre—.
Hace tres años en un casamiento, en el centro de Misiones, me encontré con
una antigua amiga de la adolescencia. Era la novia. Al volver a verla, me di
cuenta de que había desperdiciado mi vida. Con alguna excusa absurda la
llevé a la terraza y le saqué fotos, los dos solos, mientras abajo el novio se
emborrachaba con sus amigos. Apenas volvió de la luna de miel nos
empezamos a ver. Dos años después decidimos escaparnos juntos. Dejamos
una serie de pistas, que permitían conjeturar que vivíamos en alguna ciudad
de Italia. En realidad siempre estuvimos en Buenos Aires.
El hombre se asomó, como si calculara la distancia que lo separaba del
fondo de la pileta.
—El marido hubiera seguido creyendo que estábamos en Europa, lejanos
e inalcanzables.
Pero usted la fotografió en un vagón de subte, a la tarde, cuando la gente
vuelve cansada del trabajo. Era la única que miraba a la cámara. ¿Recuerda
esa fotografía?
—Buenos Aires es una ciudad grande.
—Ella tenía una hermana que vivía aquí, cerca de Congreso.
El exmarido vigiló la casa hasta que ella apareció. Era febrero. Habíamos
quedado en encontrarnos en esta pileta, como hacíamos dos veces en la
semana. No llegaba. Me subí al trampolín para tener una vista más amplia.
Nunca llegó. El marido la encontró a la salida de la casa de su hermana, la
llamó por su nombre y cuando ella giró hacia él le disparó un tiro en la frente.
Después se mató también. Usted trabaja en un diario, tal vez hasta cubrió la
noticia.
—No hago policiales.
—¿No entendió, al ver todas mis fotos juntas, que se trataba de una
espera? —El hombre juntó las manos: era su primer gesto de ansiedad—. ¿No
se dio cuenta de que todo estaba vacío porque yo estaba esperando a una
mujer que no llegaría jamás?
Nigro calló: no quería decirle que no había pensado nada de eso. La única
interpretación que había hecho de esas fotos eran los insensatos pasos que lo
habían llevado hasta el trampolín.

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El otro hizo un movimiento brusco y Nigro se preparó para defenderse. La
cámara era pesada. Si lo golpeaba en la cabeza… Pero el movimiento brusco
solo era para hacerse a un lado, para dejarlo pasar. Nigro empezó a bajar
lentamente los escalones de cemento.
—Con cuidado, fotógrafo. Estas escaleras están hechas solo para subir.
Los pies torpes tanteaban los escalones. Nigro apuró el descenso. Quería
alejarse del otro. Borrarlo de su mente.
Cuando llegó abajo, vio que el otro seguía en el trampolín, como un vigía.
Unos días más tarde Nigro recibió un último envío. Abrió el sobre con
avidez. Era un recorte del diario, con su propia foto: un vagón de madera del
subte A a las seis de la tarde; todos ajenos a su tarea excepto la mujer que
miraba a la cámara con los ojos grandes del temor.
Una cara en la multitud.

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