El Bildungsroman Como Forma Simbólica Moretti Franco (Trad)

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Moretti, Franco (2000 [1987]) “The Bildungsroman as Symbolic Form”. The way of the world.

The
Bildungsroman in European Culture. Londres: Verso, págs. 3-13.

El Bildungsroman como forma simbólica 1

Aquiles, Héctor, Ulises: el héroe de la épica clásica es un hombre maduro; un adulto. Eneas,
arrastrando a un padre demasiado viejo y a un hijo todavía demasiado joven, encarna la perfecta
combinación que expresa la relevancia simbólica de la etapa “media” de la vida. Este paradigma
durará mucho tiempo (“Nel mezzo del cammin di nostra vita …”), pero caerá con el primer héroe
enigmático de la modernidad: Hamlet. De acuerdo con el texto, Hamlet tiene treinta años por lo
que está lejos de ser joven para los estándares renacentistas, sin embargo, nuestra cultura, al
elegir a Hamlet como su primer héroe simbólico, “olvidó” su edad, o mejor, tuvo que alterarla y
representar al Príncipe de Dinamarca como un hombre joven.

El golpe decisivo en este sentido fue el de Goethe y tiene lugar, sintomáticamente, en la obra que
codifica el nuevo paradigma que representa a la juventud como la parte más significativa de la
vida: Wilhelm Meister. Esta novela marca, simultáneamente, el nacimiento del Bildungsroman (la
forma que dominará, o más precisamente, que hará posible el siglo dorado de la narrativa
occidental) iy un nuevo héroe: Wilhelm Meister, al que seguirán Elizabeth Bennet y Julien Sorel,
Rastignac y Frédéric Moreau y Bel- Ami, Waverley y David Copperfield, Renzo Tramaglino, Eugene
Onegin, Bazarov, Dorothea Brooke …

La juventud es la definición a la vez única y necesaria de estos héroes. El Orestes de Esquilo


también era joven, pero su juventud era incidental a la historia y estaba subordinada a muchas
otras características igualmente significativas – como ser el hijo de Agamenón, por ejemplo. A
finales del siglo XVIII las prioridades se invierten, y lo que hace representativos e interesantes a
Wilhelm Meister y a sus sucesores es, en gran medida, su juventud como única condición. La
juventud, o para ser más exactos, las numerosas versiones de la juventud en su representación por
la novela europea, se convierte para nuestra cultura moderna en la edad que contiene el “sentido
de la vida”: es el primer regalo que Mefistófeles le ofrece a Fausto. En este estudio espero mostrar
las causas, rasgos y consecuencias de esta configuración simbólica.

En las “comunidades estables”, esto es, en las sociedades “tradicionales”, escribe Karl Mannheim,
“ser joven” es un asunto de naturaleza biológica. ii Ser joven simplemente significa no ser adulto.
Cada juventud individual repite exactamente la de sus antepasados; es una juventud “prescripta”
que, para citar nuevamente a Mannheim, no conoce “entelequia”. No hay una cultura propia que
la distinga en su diferencia o que enfatice su valor. Es, podríamos decir, una juventud “invisible” o
“insignificante”.

Pero, cuando el orden social comienza a colapsar, el campo es abandonado por la ciudad, y el
mundo del trabajo cambia a pasos increíbles e incesantes, la pálida e insípida “vieja” juventud se
vuelve progresivamente obsoleta: se convierte en un problema, uno que vuelve a la propia
juventud problemática. Ya en el caso de Wilhelm Meister, el “aprendizaje” no es el progreso lento
y predecible hacia el oficio paterno, sino más bien una exploración incierta del espacio social, que
el siglo diecinueve – a través del viaje y de la aventura, la exploración y la errancia, había
subrayado incontables veces. Es necesario investigar cómo, al desmantelar la continuidad entre
1
Traducción del inglés de Paola Piacenza para circulación interna Cátedra Análisis y Crítica II. Escuela de
Letras. Facultad de Humanidades y Artes. Universidad Nacional de Rosario. 2017.

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Moretti, Franco (2000 [1987]) “The Bildungsroman as Symbolic Form”. The way of the world. The
Bildungsroman in European Culture. Londres: Verso, págs. 3-13.

generaciones, como sabemos, las nuevas y desestabilizadoras fuerzas del capitalismo impusieron
una movilidad desconocida hasta ese momento. Pero, también sería deseable preguntarse cómo
el mismo proceso dio origen a expectativas inéditas, que, de ese modo, generaron una
interioridad no solo más compleja sino – como Hegel claramente vio, aunque la deplorara – por
siempre insatisfecha y en desasosiego.

Movilidad e interioridad. La juventud moderna “real”, por cierto, está asociada también a muchas
otras cosas como la creciente influencia de la educación, el fortalecimiento de los vínculos
generacionales, una nueva relación con la naturaleza, sin embargo, el Bildungsroman descarta
estas características como irrelevantes y construye una juventud “simbólica” representada, como
decíamos, por la movilidad y la interioridad. iii ¿A qué se debió esta elección?

Parece que en el fin de siglo dieciocho estaba en juego mucho más que una reformulación de la
juventud. Virtualmente inadvertida, en los sueños y pesadillas de la llamada “doble revolución”,
Europa se zambulle en la modernidad, pero sin poseer una cultura de la modernidad. Si la
juventud, entonces, alcanza su centralidad simbólica, y la “gran narrativa” del Bildungsroman
emerge, es porque Europa necesita asignar un sentido no tanto a la juventud como a la
modernidad.

El Bildungsroman es la “forma simbólica” de la modernidad: para Cassirer, y Panofsky, a través de


esta forma “un particular contenido espiritual [cierta imagen de modernidad] está conectada a un
signo específico [la juventud] y se identifica íntimamente con él”. iv “Una imagen específica de
modernidad”: la expresada por la movilidad e inquietud atribuidas a la “juventud”. La modernidad
es representada como un fascinante y riesgoso proceso lleno de “grandes expectativas” e
“ilusiones perdidas”. En palabras de Marx, como “una revolución permanente” que vuelve a la
experiencia acumulada en la tradición un peso muerte inútil y, por lo tanto, no puede seguir
siendo representada por la idea de madurez y mucho menos por la de ancianidad.

En primer lugar, se “elige” a la juventud como el signo específico de una nueva época, entre una
amplia variedad de otras opciones, por su capacidad para subrayar el dinamismo y la inestabilidad
v
que designan a la modernidad. La juventud es, para decirlo de algún modo, la “esencia” de la
modernidad, el signo de un mundo que busca su significado en el futuro antes que en el pasado.
Sin dudas, para el cambio era necesario disponer de una forma simbólica capaz de dar cuenta del
ímpetu revolucionario del momento. Pero, si solo hubiera sido capaz de nombrar esto, por otra
parte, hubiera corrido el riesgo de destruirse a sí misma como forma – precisamente lo que
ocurrió con el otro gran intento de Goethe por representar la modernidad, el pacto fáustico –
como ya lo ha señalado una larga tradición crítica. Si, en otras palabras, el íntimo desasosiego y
movilidad hicieron de la novelística de la juventud el “símbolo” de la modernidad, también la
forzaron a compartir el carácter “informe” de la nueva época, su proteica indeterminación. Para
convertirse en “forma”, la juventud debe proveerse de un rasgo diferente, casi opuesto a los
mencionados: la noción simple y ligeramente filistea de que la juventud “no dura para siempre”.
La juventud es breve, o en todo caso, circunscripta. Y esto habilita o más bien fuerza el
establecimiento de un retrato a priori de la modernidad. Solo reduciendo su dinamismo ilimitado,
solo acordando traicionar en cierto grado su más pura esencia, solo así, parece que la modernidad
puede ser representada. Solo de este modo, podemos agregar, puede volverse “humana” o, en
otras palabras, volverse una parte integral de nuestro sistema intelectual y emocional en lugar de

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esa fuerza hostil – ese “exceso de estímulo” que – desde Simmel hasta Freud y Benjamin – ha sido
el rasgo más característico de la modernidad. vi

Consecuentemente, construida sobre estos contrastes abruptos, la estructura del Bildungsroman


será por necesidad intrínsecamente contradictoria. Un hecho que plantea problemas
extremadamente interesantes para la estética – pensemos, por ejemplo, en la novela como la
forma “amenazada por el peligro de su disolución” del joven Lukács – y todavía más interesantes
para la historia cultural. Pero, antes de discutir estos aspectos, permítannos volver sobre la lógica
de esta contradicción formal.

II

“La juventud no dura para siempre”. Lo que constituye a la juventud en una forma simbólica no es
una determinación “espacial”, como en el caso del Renacimiento, sino una temporal. No resulta
sorprendente, desde que el siglo XIX, bajo la presión de la modernidad, debió en primer lugar
reorganizar su concepción de cambio – la cual frecuentemente, desde los tiempos de la Revolución
Francesa, había aparecido como una realidad sin sentido y por lo mismo amenazante (“Yo no
comprendo nada”, escribía De Maistre en 1796, “es la gran palabra de hoy”). Esto advierte sobre la
centralidad de la historia en la cultura del siglo XIX y, con Darwin, también en la ciencia; en el
mismo sentido de la centralidad de la narrativa en el campo de la literatura. La narrativa y la
historia, de hecho, dan cuenta de la posibilidad de ordenar y significar los acontecimientos.
Sugieren que el significado de la realidad solo puede concebirse en su dimensión diacrónica-
histórica. La centralidad de las narrativas literaria e histórica afirma que no solo no hay hechos “sin
sentido”, sino que, a partir de ahora, solo habrá sentido allí donde haya “hechos”.

De este modo, aunque existen innumerables diferencias (empezando por las “estilísticas”) entre
los diferentes tipos de Bildungsroman organizaré este estudio alrededor de diferencias de
argumento: la perspectiva más pertinente, a mi juicio, para captar la esencia retórica e ideológica
de una cultura histórica-narrativa. Las diferencias de argumento o, más exactamente, las
diferencias en el modo en el cual el argumento construye significado. Siguiendo básicamente la
conceptualización de Lotman, podemos expresar esta diferencia como una variación en el peso de
dos principios de la organización textual: el principio de “clasificación” y el principio de
“transformación”. SI bien ambos se encuentran siempre presentes en la obra narrativa, estos dos
principios usualmente tienen un peso desigual, y son de hecho inversamente proporcionales:
como veremos, la prevalencia de una de estas estrategias retóricas sobre otra, especialmente en
formas extremas, implica valores muy diferentes e incluso actitudes opuestas frente a la
modernidad.

Cuando la clasificación es más fuerte – como en la “novela familiar” inglesa y en el Bildungsroman


clásico – las transformaciones narrativas cobran significado en la medida en que conducen a un
final particular: uno que plantee una clasificación diferente a la inicial pero al mismo tiempo
perfectamente clara o estable: definitiva. Esta retórica teleológica – el significado de los
acontecimientos radica en su finalidad – es el equivalente narrativo al pensamiento hegeliano, con
el cual comparte su fuerte vocación normativa: los hechos cobran sentido cuando conducen a un
final y solo a uno.

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Bajo el principio de clasificación, la historia es más significativa en la medida en que mejor se las
arregle para suprimirse a sí misma como historia. Bajo el principio de transformación – como en la
tendencia que representan Stendhal y Pushkin, o desde Balzac a Flaubert – es válido lo contrario:
lo que vuelve significativa a una historia es su narratividad, su capacidad para constituirse en un
proceso de final abierto. El sentido no es el resultado de una teleología autocumplida sino, como
para Darwin, el completo rechazo de una solución tal. El final, el momento privilegiado de la
mentalidad taxonómica, se convierte en el momento menos significativo: el último capítulo
destruido de Onegin, los finales insolentemente arbitrarios de Stendhal, o los finales
perentoriamente pospuestos de la Comedia Humana son instancias de una lógica narrativa según
la cual el significado de una historia reside precisamente en la imposibilidad de “fijarlo”.

Las oposiciones entre estos dos modelos pueden llevarse obviamente ad infinitum. Así, por el lado
de la clasificación tenemos la novela de casamiento, vista como el acto definitivo y clasificatorio
por excelencia: en el final del desarrollo del Bildungsroman el matrimonio puede incluso
desmaterializarse en un principio abstracto como en el caso de Daniel Deronda, de George Eliot,
quien se casa menos con una mujer que con los principios de una cultura rígidamente normativa.
Por el lado de las transformaciones, tenemos la novela de adulterio: una relación inconcebible
dentro de las tradiciones anglogermánicas (donde está totalmente ausente, o aparece como una
fuerza siniestra y destructiva como en Las afinidades electivas o Cumbres borrascosas ), se vuelve
aquí, por el contrario, en el hábitat natural de una existencia devota de la inestabilidad. Y, al final,
el adulterio también se vuelve una abstracción en Frédéric Moreau de Flaubert, quien, en perfecto
paralelismo con Daniel Deronda, comete adulterio menos con una mujer que con la
indeterminación como principio abstracto.

Otro contraste aparece cuando consideramos estas dos retóricas narrativas en términos de la
historia de las ideas. En algunos casos, el argumento del Bildungsroman clásico propone a la
“felicidad” como el valor más alto a seguir, excepto cuando va en detrimento de la libertad o
significa una eventual anulación de la misma. Sin embargo, Stendhal, por el contrario, sigue
justamente el curso opuesto. En el mismo sentido, la fascinación de Balzac con la movilidad y la
metamorfosis termina por desmantelar la propia noción de identidad – mientras en Inglaterra, la
centralidad del valor de la identidad genera inevitablemente un rechazo por el cambio.

Más aún, claramente estos dos modelos expresan actitudes opuestas hacia la modernidad.
Cuando prevalece el principio de clasificación – cuando es el principio enfatizado, como en Goethe
y en los novelistas ingleses, la juventud “debe arribar a un fin” – la juventud está subordinada a la
idea de “maduración”: como la historia, cobra sentido solo en la medida en que alcance una
identidad final y estable. Cuando prevalece el principio de transformación y, por lo mismo, se
enfatiza el dinamismo del proceso, como en las novelas francesas, la juventud puede no llevar a la
madurez o no quiere hacerlo. El héroe joven siente que, de cierto modo, madurar sería
“traicionar” su juventud, lo que le privaría a su juventud de su sentido antes que enriquecerlo.

Madurez y juventud son, en consecuencia, inversamente proporcionales: la cultura que enfatiza


una devalúa la segunda y viceversa. En el polo opuesto de esta separación están Felix Holt y Daniel
Deronda de Eliot y La educación sentimental de Flaubert. En las novelas de Eliot, el héroe es tan
maduro desde el principio que sospechosamente no se lo puede asociar a nada parecido al
desasosiego juvenil: el “sentido de un final” ha sofocado cualquier percepción de ese tipo. En

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Flaubert, por el contrario, Frédéric Moreau está tan mesmerizado con las posibilidades inherentes
a su juventud que abomina de cualquier determinación como una intolerable pérdida de sentido:
su juventud profética y narcisista, que pretende perpetuar hasta el final, abolirá la posibilidad de
madurar y colapsará bruscamente en una entumecida edad adulta.

En perfecta simetría, el excesivo desarrollo de uno de los principios, elimina el opuesto pero, al
hacerlo, es el propio Bildungsroman el que desaparece. Eliot y Flaubert fueron las últimas grandes
obras del género. No obstante, aunque parezca paradójico, esta forma simbólica podría existir, no
a pesar de sino gracias a su naturaleza contradictoria. Podría existir porque dentro de ella – dentro
de cada obra y dentro del género como totalidad – ambos principios estaban simultáneamente
activos, aunque con distinto peso. Podría existir: mejor aún, tenía que existir. Dadas las
contradicciones entre distintas evaluaciones en conflicto acerca de las relaciones entre
modernidad y juventud, o entre los valores opuestos y las relaciones simbólicas, no es un error – o
quizás es también un error – pero por sobre todo el paradójico principio funcional de buena parte
de la cultura moderna. Recordemos los valores recién mencionados: libertad, felicidad, identidad y
cambio, seguridad y metamorfosis: aunque opuestos, todos son igualmente importantes para la
moderna mentalidad occidental. Nuestro mundo procura su coexistencia, aunque difícil y en
consecuencia reclama un mecanismo cultural capaz de representar, explorar y evaluar esa
coexistencia.

Un intento particularmente fuerte por controlar esta coexistencia contradictoria y hacer que
funcione puede encontrarse, nuevamente, en Fausto. Aquí - entre las miles de almas de la cultura
moderna; del deseo de felicidad (“Detente, tu arte es demasiado hermoso…”); la libertad del
streben (aspiraciones, anhelos, empeños) que “nos arrastra siempre hacia adelante” y la
irreprimible identidad del protagonista y sus incontables transformaciones históricas – Goethe
sugiere la posibilidad de una síntesis. De todos modos, esta síntesis nunca logró despejar nuestras
dudas – la duda que la tragedia de Gretchen y de Philemon y Baucis, nunca podrá ser borrada –
acerca de que la apuesta se ha perdido; que la salvación de Fausto es una farsa. Tal síntesis, en
otras palabras, es un ideal que se revela inalcanzable. La otra solución, con menos aspiraciones
que la síntesis, es el compromiso: lo cual es también, y no sorprende, el tema más celebrado por la
novela.

En consecuencia, tiene lugar un extraordinario estancamiento simbólico en el que Goethe no


cancela a Stendhal, tampoco Balzac a Dickens ni Flaubert a Eliot. Cada cultura y cada individuo
tendrán sus preferencias, como es obvio, pero nunca serán considerados en forma exclusiva. En
este mundo “purgatorio” no encontramos – en palabras de Lukács en su temprano ensayo sobre
Kierkegaard – la lógica trágica del “o lo uno o lo otro”, sino la lógica más comprometida de “tanto
como” y, con toda probabilidad, fue precisamente la predisposición al compromiso lo que permitió
que el Bildgunsroman emergiera victorioso de aquella auténtica “lucha por la existencia” entre
distintas formas narrativas que tuvo lugar en el fin de siglo XVIII: novela histórica y novela
epistolar; lírica; alegórica; satírica; “romántica”, Künstlerroman … Como en Darwin, el destino de
estas formas depende de sus respectivas “purezas”, esto es, cuanto más rígidas permanecieron
ligadas a su estructura original, más difícil les fue sobrevivir y viceversa: cuanto mayor flexibilidad y
compromiso tuviera la forma; corrió mejor suerte en el maelstrom sin síntesis de la historia
moderna. La forma más bastarda de estas formas se volvió el género dominante de la narrativa

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occidental ya que los dioses de la modernidad, a diferencia de los de Rey Lear, también apoyan a
los bastardos.

Todo esto nos lleva a reexaminar la noción habitual de lo que llamamos (como se prefiera),
“ideología moderna” o “cultura burguesa”. El éxito del Bildungsroman sugiere, de hecho, que las
verdaderas ideologías centrales de nuestro mundo no son finalmente normativas o monológicas,
como se ha pensado tradicionalmente y como ha contribuido a difundir, por ejemplo, el
deconstruccionismo. De hecho, resultan lo contrario: maleables y precarias, débiles” e “impuras”.
Cuando recordamos que el Bildungsroman – la forma simbólica que más que ninguna otra ha
retratado y promovido la socialización moderna – es también la más contradictoria de las formas
simbólicas modernas, advertimos que la idea de socialización dentro de la cultura burguesa
consiste en primer lugar en la interiorización de la contradicción. El próximo paso, entonces, no es
“resolver” esa contradicción, sino aprender a vivir con ella, e incluso convertirla en una
herramienta para la supervivencia.

III

Comencemos por una pregunta: por qué tenemos una interpretación freudiana de la tragedia y
del mito, del cuento de hadas y de las comedia pero no hay nada como una interpretación
freudiana de la novela? Por las misma razones por las que no tenemos un análisis freudiano sólido
de la juventud: porque la raison d´ être del psicoanálisis reposa en la separación del psiquismo de
sus “fuerzas” opositoras – mientras que la juventud y la novela tienen la tarea opuesta de fusionar
los rasgos conflictivos de la personalidad individual, o, por lo menos, de considerarlos en forma
conjunta. Porque, en otras palabras, el psicoanálisis siempre va más allá del Ego – mientras que el
Bildungsroman intenta construir el Ego, y lo vuelve el centro indisputable de su estructura misma.
vii

La centralidad del Ego, está desde luego vinculado con el tema de la socialización: en gran medida,
el “funcionamiento apropiado” del Ego responde al “principio de realidad” freudiano. Esto, sin
embargo, nos lleva a una cuestión más delicada que es la actitud del Bildungsroman frente a la
idea de “normalidad”. Nuevamente, puede pensarse a partir de un contraste. Como es sabido,
buena parte del pensamiento del siglo veinte – digamos desde Freud hasta Foucault – ha definido
a la “normalidad” en contra de su opuesto: patología, marginación, represión. La normalidad no es
definida positivamente – en los términos de una definición esencialista - sino como una entidad
“no marcada”. El significado de lo “normal” ha sido definido por fuera de sí mismo: en lo que
excluye antes que en lo que incluye.

Dejando de lado la forma más elemental del Bildungsroman (la tradición inglesa del héroe
“insípido” – un término culinario usado por Richardson para Tom Jones y por Scott para Waverley,
y que también se aplica a Jane Eyre y David Copperfield), resulta bastante claro que la novela ha
llevado una estrategia opuesta a la que hemos descrito. Nos ha acostumbrado a ver la normalidad
desde dentro antes que desde las perspectivas de sus excepciones y ha producido una
fenomenología que ha hecho de la normalidad algo interesante y llena de sentido como tal. Si
originalmente el Bildungsroman opta explícitamente por un héroe “antiheroico” y prosaico - elige
a Wilhelm Meister y no a Fausto; a Julien Sorel y no a Dorothea Brooke, a Napoleón y no a Santa
Teresa (y en el mismo sentido, primero a Flaubert y después a Joyce) – estos personajes, de todos

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modos, a pesar de que todo es ciertamente “normal” en sus trayectorias de vida, están lejos de ser
“insípidos” o carentes de sentido en sí mismos.

Tenemos entonces, por un lado, un normalidad internamente articulada, vivida sin inquietud y,
por el otro lado, una normalidad definida por expulsión de sus rasgos, como un verdadero vacío
semántico. En teoría, las dos definiciones son irreconciliables: si una es verdadero, entonces, la
otra es falsa y viceversa. Históricamente, no obstante, esta oposición se convirtió en una suerte
de división del trabajo: una división del espacio y del tiempo. La normalidad como “negación”,
como ha demostrado Foucault, es el producto de una doble amenaza: de la crisis del orden
sociocultural y de la violenta reorganización de poder. Su tiempo es el la crisis y la génesis; su
espacio, el de lo “abierto” caracterizado como como un área de definición puramente negativa
rodeada de instituciones particularmente fuertes. Finalmente, su deseo es el de ser como todos
los demás y, de ese modo, pasar desapercibido.

Su expresión literaria, podemos agregar, es el de la literatura de masas del siglo XIX: la literatura
de estados de excepción, de enfermedades extremas y remedios extremos. Pero, más
precisamente, la literatura de masas (la cual, no casualmente, no recibió una atención amplia de
parte de la crítica freudiana) y no la novela. Solo raramente la novela ha explorado los confines
espacio temporales del mundo “dado”: usualmente ha estado “en el medio”, donde descubre o
quizás crea, el sentimiento típicamente moderno del disfrute de la “vida diaria” y de la “rutina”. La
vida diaria: un espacio antropocéntrico donde las actividades sociales pierden su exigente
objetividad y convergen en el dominio de la “personalidad”. La “rutina”: un tiempo de
“experiencia vivida” y de crecimiento individual; un tiempo lleno de “oportunidades”, pero que
excluye por definición tanto la crisis como la génesis de una cultura. viii

Solo piénsese en el curso histórico del Bildungsroman: se origina con Goethe y Jane Austen
quienes, como hemos visto, escriben como si la doble revolución del siglo XVIII pudiera ser
olvidada. Continúa con los héroes de Stendhal, quienes nacieron “demasiado tarde” para tomar
parte de la épica revolucionaria de Napoleón. Se marchita en 1848 con La educación sentimental
de Flaubert (la revolución no fue una revolución) y en los años treinta ingleses con Eliot Holt y
Middlemarch de Eliot (la “Reforma” que no fue fiel a sus promesas). Es una constante elusión de
las crisis y puntos de inflexión de la historia o, en otras palabras, una elusión de la tragedia y, por
lo tanto, como escribió Lukács en El alma y las formas de la propia idea de que las sociedades y los
individuos alcanzan su más alto sentido en un “momento de verdad”. ix

Podemos concluir, entonces, que la novela elude la referencia a cualquier cosa que pudiera poner
en peligro el equilibrio del Ego, tornando imposible sus compromisos, y, por el contrario, le otorga
importancia a aquellos modos de existencia que permiten que el Ego se manifieste en forma
plena. xEn este sentido, y, seguramente en muchos otros, si consideramos que los momentos y
ocasiones en los que la verdad se revela, a pesar de todo, todavía existen, la novela se nos
mostrará como una forma débil. Es evidente que así es, y esta debilidad – la cual es, por cierto,
también nuestra – se da junto a otros rasgos que hemos podido advertir como lo son su naturaleza
contradictoria e híbrida. El punto es que esos rasgos son además intrínsecos al curso de la
existencia – cotidiana, normal, escasamente inconsciente por inadvertida y decididamente no
heroica – que la cultura occidental ha tratado incesantemente de proteger y expandir, y a la que la
ha provisto, además, de un significado creciente. Aún más, ha depositado en ella lo que seguimos

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llamando, a falta de una expresión mejor, el “sentido de la vida”. Pocas cosas han ayudado a darle
forma a este valor que nuestra tradición novelística, por lo que, estimamos que la debilidad de la
novela está lejos de ser una característica inocente.

Notas:

8
i
Por razones que desarrollaremos en el primer capítulo, usaré la expresión “Bildungsroman clásico” cuando sea necesario
distinguir entre el modelo narrativo creado por Goethe y Austen del género del Bildungsroman como un todo. “Novela de
formación” o quizás más precisamente “novela de socialización” son otras posibles etiquetas genéricas, las cuales fueron
descartadas para evitar una confusión innecesaria.
De paso déjenme justificar una doble exclusión que le hubiera gustado al General De Gaulle: la de la novela rusa
(representada aquí solo por los autores ligados a la tradición novelística occidental, como Pushkin y Turguenev) y la novela
norteamericana (completamente ausente). Esto se debe a la persistencia de la dimensión religiosa (ya sea la versión
“política nacionalista” de War and Peace o la ético-metafísica de Dostoiesvky) que vinculan el sentido de la existencia
individual de modos incomprensibles dentro del universo secular del Bildungsroman europeo occidental. Lo mismo es
cierto para la novela norteamericana, donde, además de que la “naturaleza” aparece como un valor simbólico ajeno a la
temática esencialmente urbana de la novela europea; la experiencia decisiva del héroe, a diferencia del europeo, no es el
encuentro con lo “desconocido” sino con el “otro” (habitualmente el negro o el indio).
ii
Karl Mnnheim, “The problem of generations”, in Essays on the sociology of knowledge (ed. Paul Kecskemeti), London
1952, p.300.
iii
Resulta especialmente llamativa la continua antipatía entre la escuela y la novela. La escuela condena a la lectura de
novela por sus efectos perniciosos sobre los estudiantes y la novela, por su parte, requiere de un héroe que deje sus
estudios tempranamente y trata a la escuela como un interludio inútil del cual se puede prescindir.
Esta oposición remite a la naturaleza dual de la socialización moderna: por un lado, se trata de un proceso objetivo de
especialización pensado como una “integración funcional” de incorporación al orden social, que es la tarea de la educación
institucionalizada y, por el otro, de un proceso subjetivo-genérico concebido como una “legitimación simbólica” del orden
social, que es la tarea de la literatura. En otras palabras, las instituciones como la escuela actúan para volver social la
conducta, independientemente (o a pesar de) las creencias individuales (uno debe conocer la lección; no creer en su
verdad). Las instituciones como la novela contribuyen a la sociabilización de lo que La teoría de la novela llama nuestra
“alma”: atienden a aquello que más o menos conscientemente ofrece garantías de continuidad entre la existencia
individual y la estructura social. El éxito enigmático de Teufelspakt en la cultura moderna – lo cual seguramente no le teme
al infierno – es una suerte de alegoría de este segundo proceso: no solo el hombre moderno tiene un alma, sino que
puede venderla, y siempre hay oferentes.
iv
Erwin Pnofsky, “Die Perspektive als “Symbolische Form”, Vortrἅge der Bibliothek Warburg, Leipzig – Berlin 1927.
v
Esto también explica la predilección del Bildungsroman por los héroes de clase media: mientras que los límites del
espectro social usualmente permanecen estables (las condiciones de extrema riqueza y de extrema pobreza tienden a
cambiar lentamente). “en el medio” cualquier cosa puede ocurrir. Cada individuo puede “lograrlo” (ascender) o “caer” y la
vida comienza a parecerse a una novela. Lo que hace a la clase media la caja de resonancia ideal de la modernidad es, por
lo mismo, la copresencia de la esperanza y la desilusión a diferencia de la teoría anglosajona, que explica la relación entre
la novela y la clase media en términos de “emergencia” y consolidación social de la última. Cuando esto efectivamente
ocurre – con la gran burocratización de los pasados cien años – significa el fin de la novela occidental en su forma original:
sus dos primeros críticos, Kafka y Joyce, han retrato de manera muy vívida, entre otras cosas, la metamorfosis de la clase
media de este siglo.
vi
En el nivel temático, vemos este proceso de “regularización” en la socialización del héroe novelesco. El héroe es un
hombre joven, inteligente y soltero recién llegado a la ciudad. Este héroe encarna el aspecto más tempestuoso de la
modernidad: es por eso que tiene que ser precisamente é quien será “formado” aunque esto signifique – y generalmente
es el caso – el debilitamiento de sus rasgos más vívidos.
vii
Los cuatro tipos principales de Bildungsroman destacan diferentes aspectos problemáticos de la formación del Ego. El
Bildungsroman inglés enfatiza el miedo preliminar hacia el mundo exterior como una amenaza para la identidad
individual, mientras que en el caso de Goethe el mundo exterior amenaza el ideal de una armonía concebida como un
delicado compromiso de obligaciones heterogéneas focalizado en la dinámica interna del yo. Los novelistas franceses
toman un curso más directo: minimizan el papel del Ego y enfatizan los peligros de un poder excesivo del Superyó,
expresado en la idea del “deber” en Stendhal o de la “pasión”, en Balzac. En los últimos casos, mientras que en el nivel de
la “historia”, el Ego es más débil que en los primeros; en el nivel del “discurso” sintomáticamente se vuelve más
importante, y la doxa del narrador reestablece el equilibrio que el héroe ya no tiene.
viii
“Vida cotidiana”, “rutina”, “antropocentrismo”, “personalidad”, “experiencia”, “oportunidad”: cada uno de estos
términos serán discutidos en el primer capítulo dado que los encontramos expresados con mayor coherencia en el
Bildungsroman clásico. Aunque queda mucho por hacer aquí, no obstante, me he anticipado en la esperanza de haber
contribuido de alguna manera a un área de estudio extremadamente interesante y rica en posibilidades.
ix
Dostoievsky, precisamente porque es un novelista de finales verdaderos y de circunstancias trágicas y excepcionales –
como el mismo Bajtin ha señalado más de una vez – nunca escribió un Bildgunsroman. Y Adorno, quien ha siempre
insistido en la vocación de verdad del arte, nunca ha demostrado mayor interés en el Bildungsroman o en la novela en
general.
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No debe sorprendernos entonces si, en el trazado de las distintas narrativas retóricas propias de la historiografía del siglo
XIX, Hayden White en Metahistoria menciona la comedia, el romance, la sátira y la tragedia pero nunca a la novela.
Aunque la novela y la historiografía florecen durante el mismo período, la primera crea, de hecho, - a través de las ideas
de “vida cotidiana” y de “rutina” – una suerte de temporalidad paralela que la historiografía del siglo XIX no percibe como
auténticamente histórica. La historia de la mentalidad y de la longue durée ha cambiado todo eso – tanto el objeto como
las categorías- por lo que buena parte de la historiografía contemporánea revela fuertes similitudes con las de la novela.