Karen Keast - Estrella China
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Karen Keast
Argumento:
La muerte sería demasiado dulce para el canalla que había asesinado a la madre
de Trinity Lee. Destruiría primero el ferrocarril de Madison Brecker,
amargandole la vida gota a gota, y luego acabaría con él. Después de tantos
años de amargura, ninguna pasión podía compararse con la de sus ansias de
venganza.
A Brecker la había costado mucho abrirse camino en la vida, y tenía cicatrices
que garantizaban que nadie volvería a humillarlo jamás, y mucho menos
Trinity Lee. Para su horror, sin embargo, codició los encantos de la belleza
euroasiática cuyas venas hervían de sensualidad. Y muy pronto su deseo por
poseerla fue tan poderoso como el ansia de venganza de ella...
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Prólogo
Sacramento, California
Verano de 1854
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Capítulo 1
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que nunca hablaba de su pasado. Utilizando el dinero que había ganado en las
minas de plata y multiplicado luego en turbias partidas de póker, había
comprado el ferrocarril y había construido el tramo que faltaba. Se rumoreaba
que el buen funcionamiento del tren se había convertido en una obsesión para
él.
Cuando leyó la carta de su amiga, pensó que había encontrado el talón de
Aquiles de Madison Brecker. Después, un nuevo amigo cada vez más preciado
para ella, Jedediah McCook, le había ofrecido su vagón privado para cualquier
viaje que decidiera hacer. Sería sencillo viajar en el Sierra Virginia, robar la
nómina y luego desaparecer en el santuario de su vagón privado.
Poco a poco, había ido tomando solidez la idea de arruinar a Brecker antes
de matarlo. Había heredado la paciencia oriental, y no le importaba un pequeño
retraso.
Acabó de disfrazarse con una camisa de cuadros y, unos pantalones de
hombre, una chaqueta y un pañuelo rojo y blanco con el que se tapó la nariz y la
boca. Instantáneamente, se aceleró su respiración.
«Tranquila, Trinity, no puedes permitirte el lujo de perder la calma», se
dijo. Se ajustó un revólver descargado a la cintura y, poniéndose unos guantes
de cuero, se dirigió hacia la puerta.
Sintió el impulso de permanecer en los confines del lujoso vagón privado,
una vocecita clamaba en su interior que no tenía por qué correr esos riesgos.
Pero siguió adelante. El pasado no le permitía echarse atrás. Madison Brecker
había asesinado a su madre a sangre fría, y ella no sería más compasiva con él.
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Capítulo 2
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Unas bragas. Dejó aparte esta última prenda y se puso a buscar otro par.
El chasquido de la caja al abrirse sonó como un trueno. Trinity alzó la
vista.
—¡Lo conseguí! —anunció Dick Kingsman orgullosamente—. Querrá el
dinero de estos sacos ¿no?
—¡Rápido!
En cuestión de segundos, tendió a Trinity un saco lleno de billetes.
—Átale —ordenó ella, señalando a Hollis y entregándole al sorprendido
Kingsman dos pares de bragas.
—Pero… —dijeron los dos hombres al unísono.
—¡Átale!
Dick Kingsman se aproximó a su amigo temblando como un flan…
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Vacíos, faltos de emociones cálidas. Los ojos que durante dieciocho años la
habían obsesionado día y noche.
Aquella visión materializó el espectro de un mundo misterioso, empañado
de niebla. Trinity oyó el estruendo de una muñeca de porcelana haciéndose
añicos, sintió en las venas el pánico de una niña de ocho años, su grito de
angustia. Y sintió la soledad infinita de perder a un ser querido.
Pasó el segundo. Convencido de que la mujer había recobrado el
equilibrio, Breck siguió su camino sin decir palabra.
Trinity giró sobre los talones, observando cómo subía al tren y dirigía
palabras atronadoras a un hombre de nariz aguileña.
—¿Para qué demonios estoy pagándole, mierda?
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Capítulo 3
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—Me robó sin problemas y luego forzó al vigilante a maniatar a Hollis con
ropa interior de mujer, escapando mientras el detective de Pinkerton, al que
estoy pagando un ojo de la cara, aporreaba la puerta y el vigilante tropezaba
como un estúpido y caía sobre Hollis.
De mala gana, Kingsman asintió de nuevo.
—¡Mierda! —exclamó Breck, irguiéndose.
Durante un minuto, reinó un silencio absoluto. Entonces, como si esta
información pudiera suavizar las cosas, Dick añadió de un tirón:
—Dancey encontró uno de sus guantes.
Breck alzó la vista bruscamente.
Oliver Truxtun pasó el guante a Dancey, el cual lo arrojó a su jefe y amigo.
Sin dificultad, Breck lo atrapó, estudiándolo. Un guante de cuero masculino.
Nuevo. Todavía olía demasiado a cuero. No tenía nada de especial. Probó a
ponérselo y apenas pudo meter los nudillos.
—¿El tipo era bajito, como los otros dos? —preguntó.
—Eh… sí, creo que sí —contestó Dick, con muy pocas ganas de reconocer
que había sido derrotado por un hombre más pequeño que él.
—¿Y llevaba gafas?
—Sí. Como lo otros dos.
Breck asintió, aunque no sabía muy bien adonde se dirigían sus
pensamientos.
—¿Recordáis algo más acerca del ladrón?
Los hombres vieron al joven devanándose los sesos en busca de una
imagen visual del ladrón, pero fue Hollis quien recordó primero.
—¡Una cicatriz! —exclamó—. Tenía una cicatriz aquí —dijo, llevando un
dedo sobre la sien.
—¡Es verdad! —convino Dick lleno de excitación.
Breck guardó silencio, desilusionando a sus dos empleados, que
consideraban la cicatriz una pista esencial en las actuales circunstancias. Breck
estaba dando vueltas al pelo rojo, al cojeo, a la cicatriz. Algo no encajaba. Todo
parecía demasiado evidente. Miró el guante. Tres hombres de baja estatura.
Tres hombres que llevaban gafas. Tres hombres con un rasgo distinto y
diferente que saltaba a la vista. ¿No estarían sacando una conclusión
equivocada? ¿No sería siempre el mismo hombre y no habría implicada una
banda? Alzó la vista y miró a Oliver Truxtun, advirtiendo que la misma
posibilidad acababa de cruzar la mente del detective.
—A menos que alguien tenga algo más qué decir, volvamos a trabajar —
dijo, apartando la vista de Truxtun—. Si alguien quiere verme, estaré
sacudiendo árboles para ver si caen los veintidós de los grandes.
Cuando pasó junto a Dancey, éste le habló al oído.
—Yo tengo unos ahorros…
—Guárdalos. O gástalos en whisky barato y mujeres caras —replicó,
esbozando una leve sonrisa que momentáneamente suavizó la dureza de su
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apartándose de Trinity sin dejar de apretar sus manos—. Muy bien. Has dejado
de temblar.
—¿Cómo?
—Estabas temblando en la estación, y me atrevería a decir que con buenos
motivos. Estar presente en tres robos en solo dos meses es como para hacer
temblar a cualquiera. Dime ¿viste algo? ¿Oíste algo?
—No, no vi nada —respondió.
Habría preferido que Ellie no hubiera notado su temblor, pero era un
consuelo que lo hubiera atribuido al robo. Seguramente no habría visto su
tropezón con Madison Brecker.
—No, no pude ver ni oír nada —repitió.
—Bueno, a mí todo este asunto me parece muy excitante —afirmó Ellie,
desatando el lazo de su sombrero y arrojándolo sobre una silla.
—¡Cómo no! —dijo Trinity, sonriendo a pesar de todo.
—Y un poco triste.
Trinity levantó la vista, quitándose a su vez el sombrero y dejándolo sobre
la colcha de terciopelo rosado.
—¿Triste? ¿Por qué?
Ellie se encogió de hombros.
—No sé. Supongo que esa gente debe andar muy necesitada de dinero
para hacer daño a otras personas, ¿no te parece?
Aquellas palabras inintencionadas socavaron la conciencia de Trinity. No
porque se arrepintiera de lo que estaba haciendo, sino porque no se arrepentía
en absoluto. Una noche, dieciocho años atrás, Madison Brecker le había privado
de su inocencia, de su ser más querido, llenando su corazón de odio y
amargura.
—Lo que me parece es que no todo el mundo es tan bueno como tú —
replicó, volviéndose para evitar que su amiga viera en su rostro el reflejo de su
alma despiadada; y entonces, oyó el chasquido del cierre de uno de los baúles
amontonados en el suelo y giró en redondo—. ¿Qué haces?
Ellie, toda vitalidad, llevó la mano hacia el otro cierre.
—Ayudarte a deshacer el equipaje, por supuesto. Solo tardaremos un
minuto…
Trinity corrió para poner las manos sobre la tapa del baúl en el que había
ocultado el dinero.
—No —suavizó el tono de su voz—. Ni una palabra más sobre el tema.
Quiero que aprovechemos el tiempo para hablar.
—Pero podemos hablar esta noche durante la cena —replicó Ellie.
—Pero no podremos hacerlo sin interrupciones —insistió Trinity,
sentándose sobre la cama y animando a su amiga a hacer otro tanto—. Háblame
de esos Anthony, que tan amablemente se han ofrecido a darme una cena de
bienvenida.
Ellie olvidó el tema del equipaje y dejó escapar una risita. Trinity frunció
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el ceño.
—Oh, no. ¿Qué significan esas risas?
—Eran los dueños de la lavandería.
—¿De la lavandería? —repitió Trinity perpleja; tenía entendido que eran
una de las familias más ricas de Nevada.
—El señor Anthony descubrió una veta de plata en Comstock Lode, una
de las más ricas de la zona —explicó su amiga, lanzando un suspiro
dramático—. Ahora les salen los dólares hasta por las orejas.
Trinity sonrió.
—Han construido una mansión gigantesca y bastante llamativa y visten de
pena. Pero son excelentes personas, y no han reparado en gastos para la cena de
esta noche. Incluso, han traído champán francés y caviar de San Francisco. De
hecho, probablemente hayan venido en el mismo tren que tú.
Trinity recordó las cajas que había visto en el vagón de equipajes y se
preguntó si el champán y el caviar viajarían en algunas de ellas.
Ellie volvió a reír.
—Si el ladrón lo hubiera sabido, probablemente también habría robado el
champán y el caviar.
El corazón de Trinity palpitó un poco más aprisa.
—Oh, sospecho que el ladrón tenía otras prioridades —observó con la
mayor ligereza que pudo.
—¿Cuándo llega la compañía? —preguntó Ellie cambiando de tema.
—Mañana. Y por la noche habrá ensayo. Tengo entendido que el estreno
será pasado mañana.
Ellie asintió.
—Me muero de ganas de volver a un escenario.
Cuando la compañía supo que actuaría en Virginia City, todos sus
componentes insistieron en que tuviera un papel su antigua compañera, y Ellie
había aceptado sin hacerse rogar.
—Toda Virginia City estará en el teatro el miércoles cuando se levante el
telón.
Trinity se preguntó si Madison Brecker estaría incluido en «toda Virginia
City». Y le asaltó una sensación escalofriante. Lentamente, se levantó de la cama
y se acercó al lavamanos. Inclinó el jarrón con grabados florales sobre la
palangana a juego.
—He visto a Madison Brecker en la estación —observó con el corazón
palpitante.
—Realmente, no me habría gustado ser la encargada de comunicarle la
noticia del nuevo robo.
—No parecía… preocupado —dijo Trinity, deslizando los dedos en el
agua fría.
—Créeme, Breck nunca se preocupa. Solo se asegura de que se preocupen
otros.
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abrió paso entre los grupos de invitados, sonriendo, saludando y sonriendo otra
vez, escuchando retazos de conversaciones.
—…la tercera vez en dos meses…
—…absolutamente ilegal…
Trinity acercose hacia otro grupo.
—…maniatado con bragas…
—¿Con bragas?
—Te lo juro.
—Doc Dawson. El matasanos dijo que Dick le contó… ¿Cómo está,
señorita Lee? Estábamos deseando verla esta noche.
Trinity sonrió, respondiendo cortésmente al saludo y siguió su camino. Se
dirigió a la parte posterior del salón, donde había una palmera de grandes hojas
en abanico. Allí disfrutó de un poco de tranquilidad. Advirtió que seguían
llegando invitados y, en el último grupo, observó la presencia de Ellie. Ésta
recorrió con la vista el mar de rostros y, cuando divisó a su amiga, se dirigió
directamente hacia ella.
—Creía que nunca llegaría —se lamentó Ellie, tomando la mano de
Trinity.
Tras ella llegó su marido. Neil Oates era un hombre corpulento y fornido,
dos veces más grande que su mujer en altura y anchura. También era un buen
trabajador, de ideas y gustos sencillos, que había tenido la sabiduría de casarse
con una mujer que le adoraba. Y que él adoraba a Ellie a su vez saltaba a la
vista.
—Trinity —dijo, dándole un fuerte abrazo—, qué alegría verte.
—Lo mismo digo, Neil.
—Siento nuestro retraso —se excusó, llevando una mano sobre la espalda
de su mujer.
Trinity, observando el gesto, se preguntó qué sentiría si un hombre la
quisiera con tanta devoción.
—A algunos mineros les ha entrado el pánico al enterarse del último robo
—explicó Neil—, pero Breck ha organizado una reunión para calmar los
ánimos. Y se ha comprometido a pagar las nóminas de su propio bolsillo. En
cualquier caso… Oye, eso es exactamente lo que necesitaba —dijo cuando se
acercó un camarero con una bandeja repleta de bebidas—. ¿Quieres algo,
cariño?
Ellie sacudió la cabeza. Trinity advirtió que estaban repartiendo papeles
entre los invitados y se preguntó qué serían.
—En cualquier caso, eses es el motivo de nuestro retraso —prosiguió Neil,
bebiendo un buen trago de champán francés—. De modo que vais a volver a
actuar juntas, ¿eh?
A partir de ese momento, la conversación versó sobre la obra de teatro. Y
de ese tema estaban hablando cuando se unió al trío una pareja. El hombre era
alto y delgado, de pelo blanco; ella, una mujer morena.
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Capítulo 4
La niña que había en Trinity reaccionó con miedo. Pero la mujer reaccionó
con rabia, sintiendo fuego de odio en las venas. Y fue la consumada actriz sin
embargo la que asumió el control de la situación. Con indiferencia, observó a
Madison Brecker, el cual se incorporó en un movimiento tan lento que resultaba
hechicero. Observó los ojos fríos y distantes fijos en los suyos y cogió el papel
sin poder apartar la mirada de su mano.
—Breck, ¿no habías dicho que no vendrías? —dijo Neil, rompiendo con su
voz tranquila el prolongado silencio.
—Tenía que hablar con el sheriff —explicó, volviendo la atención hacia la
esposa de Neil—. Ellie.
Esta última esbozó una sonrisa.
—Breck, me gustaría presentarte a mi mejor y más querida amiga, Trinity
Lee. Trinity, éste es Madison…
—Ya nos conocemos —la interrumpió Breck.
Trinity por un instante pensó lo peor y dio un pequeño paso atrás. Sin
embargo, parecía casi imposible que Madison Brecker se refiriera a aquella
noche, dieciocho años atrás. No podía saber que ella era esa niña. No podía…
—Esta tarde. En la estación —añadió Breck.
—Oh —exclamó Trinity aliviada, había olvidado por completo el tropezón
en la estación—. Creo que tiene razón. Me temo que soy culpable por no mirar
por dónde voy —concluyó con una sonrisa.
—Y yo reconozco que iba bastante distraído.
—Y tenía buenas razones, según he oído —replicó Trinity, diciéndose que
evitar el tema del robo podría levantar sospechas—. ¿Han encontrado alguna
pista?
—Alguna —respondió Breck en el momento que un camarero le ofrecía
una copa de champán—. ¿Podría tomar un bourbon con agua en lugar de
champán?
—Por supuesto, señor.
—Tengo entendido que esta vez el ladrón perdió un guante —comentó
Neil.
—¿Un guante? —repitió Ellie.
—Sí —afirmó Breck—, un guante de cuero. Por desgracia, muy normal.
El camarero regresó con el vaso de whisky entre las copas de champán y
Breck lo cogió mientras Trinity aprovechó para dejar los carteles sobre la
bandeja y coger a su vez otra copa de champán.
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veces caía sobre él con dureza, y se preguntaba lo que sería pertenecer a otro ser
humano. A una mujer. Una mujer que riera y luchara junto a él, que le amara.
Como durante toda su vida, se ocultó tras la frialdad de su mirada,
protegiéndose de todas las necesidades humanas salvo una; la necesidad de
sobrevivir.
Por segunda vez en aquel día Trinity pensó que su amiga había sido muy
afortunada encontrando a Neil Oates. ¿Cómo sería el amor? ¿Sentir la pasión de
un hombre? Ninguno lo había hecho arder entre sus brazos, perder el control.
Para ella, el odio había sido la fuerza que impulsaba su vida. El odio le hacía
arder, desear la descarga de sus ansias de venganza.
Y así, en un salón Victoriano de ambiente cargante, ojos distantes se
encontraron con otros maquillados por el odio… y ninguno advirtió la
desolación del otro.
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solo una chaqueta de ante. La verdad, por supuesto, era que simplemente no
reaccionaba visiblemente al frío. Y su dominio de sí mismo irritaba a Trinity,
pero a la vez le producía cierta admiración.
—Ya casi hemos llegado —replicó Breck, como si hubiera advertido la
falsedad de sus palabras.
En el silencio que siguió, las botas de Breck resonaron en los tablones de la
acera en la calle C, la más comercial de la ciudad, cuyas ocho calles principales
correspondían a las letras del alfabeto. En ésta había una taberna a cada dos
pasos. Al pasar junto al Last Drink Saloon salieron dos hombres borrachos
como cubas. A pesar de su estado, se apartaron del camino de Breck.
—Éste es el camino más corto —observó Breck, quizás sintiendo que debía
a Trinity una explicación por seguir aquella ruta tan… colorida.
—¿Siempre sopla el viento tan fuerte? —preguntó ella, dejando a un lado
el incidente con los borrachos y la visión de los carteles de recompensas en la
entrada de cada bar.
—No. A veces, es peor.
Como si hubiera oído su nombre, el viento silbó, su caricia helada cortaba
el rostro duro y afeitado de Breck y el de porcelana marfileña de Trinity.
—Pronto nevará —comentó aquél.
A Trinity no se le ocurrió réplica alguna, su cabeza estaba llena de
imágenes de copos y muñecos de nieve.
Breck también desvió sus pensamientos hacia la nieve… y hacia una
cabaña escondida entre las colinas cercanas. El invierno era su época favorita
del año. El invierno, con su nieve inmaculada y su pureza, cuando el silencio
descendía sobre la tierra y casi podía creer que no existía nadie más.
Unos minutos después apareció ante sus ojos el Chastain Hotel, y Trinity
sintió ganas de besar el edificio de tres plantas.
—Gracias por acompañarme —dijo cuando Breck abrió la puerta y la dejó
pasar.
—Me dirigía aquí de todos modos.
Trinity no dejó de advertir que Breck no le había dicho una frase amable
como «ha sido un placer» o algo parecido.
Un calor confortante les recibió en el vestíbulo con suelo de mármol
moteado e iluminado por una impresionante lámpara de araña. En las paredes
colgaban óleos con imágenes de la campiña inglesa. Trinity solo tenía ojos para
los carteles que ofrecían una recompensa por la captura de los asaltantes del
tren. El corazón de Trinity latió más aprisa.
—Ya hemos colocado los carteles, señor Brecker —dijo el joven
recepcionista de ojos despiertos.
—Gracias, Gordy —dijo Breck, y se volvió hacia Trinity bajando la voz—.
¿En qué piso está su habitación?
—No tiene que…
—¿En qué piso?
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—En el tercero.
Breck hizo un ademán hacia la escalera y a Trinity no le quedó otro
remedio que seguirle, sintiendo punzadas de dolor en la rodilla. Y por el dolor
de la rodilla, los carteles, o lo pequeña que parecía la escalera subiendo junto a
ese hombre imponente, sintió la necesidad de hablar.
—¿Usted… eh… cree que los carteles servirán de ayuda?
—Así lo espero.
—He oído decir que los ladrones podrían formar una banda…
—Quizá sí. Quizás no —Breck se encogió de hombros.
—¿Qué quiere decir?
—Tal vez alguien quiere que pensemos eso. Podría tratarse de un solo
hombre.
Trinity aguardó impaciente. Pero era obvio que Breck no iba a decir nada
más. ¡Maldita sea! se dijo, maldiciendo la reticencia de Breck, su propio corazón
palpitante, su rodilla dolorida.
—Bueno, yo… espero que les atrapen… o lo atrapen —dijo después de un
silencio interminable.
—Oh, lo haremos, señorita Lee —dijo con voz inexpresiva—. Aunque
tenga que hacer un trato con el diablo. Y quienquiera que sea, deseará que el
mismo diablo le hubiera encontrado primero.
La amenaza reverberó en el silencio, congelando el corazón a Trinity. Al
mismo tiempo, se le dobló la rodilla herida tras la subida de dos plantas. Buscó
la barandilla de madera tallada; una mano de Breck la sostuvo por el codo.
Sintió sus dedos en la piel como nunca había sentido nada, como si fuera
la primera vez que la tocaban.
Y en aquel momento no tuvo la menor duda de lo que sería capaz de hacer
para proteger su ferrocarril. Cualquier otra mujer, cualquiera en su sano juicio,
hubiera echado a correr abandonando toda intención de venganza. Pero ella no
era cualquier mujer y, como Breck, conocía los mundos vacíos sin emociones.
Además, aunque el contacto le dio miedo, también la fascinó, haciéndola sentir
un poder atrayente que no acababa de comprender y apenas podía resistir. La
oscura atracción la desconcertó.
—¿Se encuentra bien? —preguntó Breck.
Trinity apartó el codo de sus manos.
—Sí… Sí, perfectamente.
Ascendió el resto de la escalera sin vacilar y, una vez en la tercera planta,
metió la llave en la cerradura de la cuarta planta de la derecha y abrió.
—Gracias —dijo simplemente.
Breck asintió y se despidió con un breve «buenas noches», antes de
volverse con movimientos parsimoniosos hacia la escalera.
En su habitación, Trinity se apoyó en la puerta recién cerrada. Jadeaba y
sabía que estos jadeos nada tenían que ver con el aire oxigenado de la montaña,
sino con la batalla que se cernía ante ella, con el oponente despiadado que no le
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daría cuartel… y con el hecho, el cielo la ayudara, de que estaba deseando que
comenzara la acción.
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Capítulo 5
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«Lo sé. Perseguir la felicidad es todo lo que tenemos. Solo allá arriba hay
felicidad. Solo allá arriba hay paz y júbilo».
Felicidad. Paz. Júbilo. ¿Existirían en las alturas?, se preguntó. Y se
respondió la pregunta con un bufido sardónico. Solo conocía la soledad. Por
otro lado, si viviera Su-Ling, le haría notar que su destino era ser un hombre
solitario. Y Dios sabe que así había sido su vida desde su mismísimo
nacimiento. Abandonado por su madre, ignorado por su padre, se había abierto
camino por sus propios medios desde que tenía uso de razón.
Su padre jamás le habló de su madre. ¿Qué sabía de su madre el pequeño
Breck? Que era sueca y se llamaba Inga. Todo esto lo había oído en los
desvaríos etílicos de su padre. Y poco más había oído del James Brecker sobrio,
fundamentalmente porque rara vez estaba sobrio. Y tanto borracho como
sobrio, James Brecker mostraba constancia en una cosa: no prestaba un
momento de atención a su hijo.
Así, Madison Brecker se las había arreglado solo desde muy temprana
edad en la chabola donde malvivían, en las afueras de San Luis, Missouri,
mientras su padre trabajaba como transportista. Mirando atrás, Breck pensaba
que hubiera muerto de hambre de no ser por un viejo hombre de las montañas
que tuvo la generosidad de dejar en su puerta bizcochos y un ocasional pedazo
de carne asada. A la larga, Breck aprendió a cocinar, a cazar y a robar cuando
daba con algún despistado.
Y dura como era su soledad, la prefería a la presencia de su padre, pues
los sábados por la noche le arrastraba a la ciudad y lo plantaba frente a la
taberna donde se emborrachaba. Después le abandonaba frente al burdel, hasta
la mañana siguiente.
Frente a la taberna, Breck aprendió de un indio el manejo del cuchillo.
Frente al burdel, las damas de la noche le enseñaron a leer y escribir. Frente a
los dos lugares, llegó a ser conocido como el «mocoso de Brecker».
El mocoso de Brecker. Siempre le había irritado el mote. En ese momento, le
dolía más que entonces, cuando solo había herido el tierno corazón de un chico.
A los catorce años, su vida experimentó un cambio dramático. James
Brecker fue asesinado por culpa de una partida de póquer y Breck sintió la
obligación de vengar a su padre, aunque nunca había llegado a comprender la
razón. En cualquier caso, la misma semana de la muerte de James Brecker, con
la falta de discreción propia de la juventud, rebanó la garganta del culpable.
El asesinato le convirtió en un criminal marginado.
Mintiendo sobre su edad, también trabajó como transportista durante
algún tiempo, pero pronto le llevó a California la fiebre del oro. Y allí, en una
pelea por la posesión de una veta con un hombre más fuerte y mayor que él, vio
su mano clavada a la madera de una carreta con su propio cuchillo. Debido al
aislamiento de la zona minera, no había médicos disponibles y la herida
cicatrizó sola, tomando la forma de una estrella.
El incidente le endureció más aún. Nunca más, se prometió, le robarían
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algo que fuera suyo. Más tarde, cuando el mismo hombre robó a otro minero,
Breck se encargó de que desapareciera misteriosamente.
Algunas mujeres —pronto se dio cuenta—, sentían una atracción
irresistible hacia él debido a su negra reputación, pero siempre se cuidó de
mantener las distancias en sus relaciones con el sexo opuesto. El abandono de
su madre le había marcado con una desconfianza básica hacia el género
femenino.
Pero entonces conoció a Su-Ling.
Su-Ling Chang.
De voz tan suave como las caricias de la lluvia, tan dulce como el
amanecer, tan frágil como un ruiseñor.
Increíblemente, ejercía la prostitución en un burdel de Sacramento.
Aunque fue a visitarla por el motivo evidente, descubrió que, sobre todo,
deseaba hablar con ella. Él tenía dieciocho años; ella, diez más. Los dos habían
sufrido y encontraron mutuo consuelo en su amistad. Compartió con ella cosas
que jamás había compartido con otro ser humano. A cambio, ella le confesó su
amor por un hombre casado. Aunque nunca le reveló la identidad del hombre
en cuestión, le dijo que el hombre del Cáucaso era el padre de su hija. Se vieron
con regularidad durante un período de cuatro meses, aunque nunca llegó a
entablar relación carnal con ella. Sin embargo, sabía que mantenía relaciones de
ese tipo con hombres de diferentes apetitos lascivos. Algunos de ellos se
preocupaban bien poco por su dolor y, preocupado por su seguridad, le había
dado un cuchillo para que pudiera protegerse en caso de necesidad.
Un sábado por la noche, cuando estaba acercándose al burdel, tropezó con
una mujer que salía disparada del callejón que había detrás de la casa. Vio por
un instante los ojos grises y excitados de la mujer, la mancha de sangre en el
elegante vestido, la cual intentó ocultar con torpeza. Minutos después, encontró
muerta a Su-Ling.
Muerta.
Breck sintió una oleada de emociones más poderosas que el mundo. Un
arco iris de emociones, desde la rabia a la incredulidad. Él mismo había
comprado el cuchillo asesino en una tienda de la ciudad y estaba manchado de
sangre. Con su reputación, no le quedaba otro remedio que huir… pero no
antes de verse sorprendido por una niña que entró en la escena del crimen
inesperadamente. Nunca había podido olvidar aquellos ojos castaños,
asustados. Como tampoco había olvidado los ojos grises y culpables de la mujer
que escapaba por el callejón.
Así, acabó trabajando en el ferrocarril que pretendían construir unos
cuantos locos geniales para unir las costas Este y Oeste, a pesar de las montañas
de cumbres inalcanzables, a pesar de los desiertos interminables y los indios
poco amistosos. A toda costa. Y así conoció al barón del ferrocarril, Jedediah
McCook, y tuvo la suerte de verse favorecido con su amistad.
Cada vez más hastiado de viajar, Breck ansiaba establecerse en alguna
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parte, tener algo sólido en la vida. Se decía que estaba envejeciendo; con treinta
y seis años, había visto y hecho demasiado. Pero más cercano a la verdad sería
decir que estaba hartándose de aquella sensación de vacío, de que la gente
todavía le mirase como si estuviera más abajo que el sol del crepúsculo.
Sorprendiendo a Virginia City, ¡qué demonios, sorprendiéndose incluso a
sí mismo! compró el Sierra Virginia cuando Wilson Booth se vio obligado a
venderlo. ¡Y, maldita sea, pensó mordiendo el puro que tan poco placer le había
proporcionado, nadie iba a quitárselo! ¡Y menos un ladrón de tres al cuarto que
ataba a la gente con bragas! Y cayó en la cuenta de que la supervivencia del
ferrocarril había llegado de alguna manera a suponer la suya propia. Y por esta
razón, se prometió, quitándose los vaqueros y volviendo a la cama, haría
cualquier cosa por salvarlo.
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—Sí, señorita Lee. Estoy investigando los robos del Sierra Virginia.
—Me temo que no puedo ayudarle en su investigación. Ni siquiera supe
que habían robado el tren hasta que me lo dijo el revisor.
—¿No vio ni oyó nada?
—Me temo que no. No salí de mi vagón en todo el viaje.
—¿Y en la parada de Reno no vio subir al tren a nadie que responda a la
descripción del ladrón?
—No.
—Entonces, ¿conoce su descripción?
Astuto. El hombre era muy astuto. Trinity esbozó una leve sonrisa.
—Después de pasar diez minutos en Virginia City, sería imposible
ignorarla.
Oliver Truxtun sacó un guante de un bolsillo.
—Ah, el guante que perdió el ladrón —dijo Trinity, explicándose cuando
el detective arqueó las cejas—. Anoche lo comentaron en una fiesta.
Sin decir nada, Truxtun le tendió el guante y Trinity, el corazón palpitante,
no tuvo otra alternativa que cogerlo. Lo observó por un momento.
—Lo siento, pero no significa nada para mí. Es un guante muy ordinario,
¿no?
—Sí —convino el detective, y sacó una tarjeta de un bolsillo—. Si recuerda
algún detalle interesante, ¿se pondría en contacto conmigo?
—Claro que sí.
—Siento haberla molestado.
—No tiene importancia —replicó Trinity, aliviada a la vez que la tarjeta la
quemaba en las manos, encaminándose hacia la escalera.
—¡Oh, señorita Lee! —gritó el detective, y ella se volvió—. Ha estado en el
tren las tres veces que ha sido robado, ¿no?
—Sí —consiguió articular Trinity.
—Qué molestia para usted —observó Oliver Truxtun con el tono de un
auténtico caballero.
—En absoluto. Todas las molestias han sido para ese pobre señor Brecker.
Cuidado, pensó Trinity. Estaba razonablemente convencida de que el
detective no sospechaba nada, de que solo estaba lanzando el cebo a ver qué
pescaba, pero debía asegurarse de no ser ella la que lo mordiera.
Trinity durmió fatal aquella noche, pasando largas horas dando vueltas en
la cama. En la cama grande y solitaria. ¿Qué se sentiría compartiendo la noche
con un hombre? ¿Estaría Ellie entre los brazos de Neil en aquel momento?
¿Estarían haciendo el amor, o simplemente compartiendo un sueño apacible
uno junto al otro? Suspiró. Nunca había deseado tan desesperadamente un par
de brazos fuertes que la consolaran.
Breck, por el contrario, durmió bien para ser un hombre sometido a
fuertes presiones. Hasta tuvo sueños placenteros. De ojos dulces como la miel,
ojos que albergaban la promesa de una sirena, que le miraban con misteriosa
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intensidad.
Cuando llegó la mañana, sin embargo, del sueño solo quedaban imágenes
difusas, susurros lejanos que repetían el nombre de Trinity Lee. Aquella tarde
comoquiera que sea, el sueño fue completamente desplazado por la realidad.
Y la realidad consistía en que el tren había llegado con una hora de
retraso.
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Capítulo 6
—¡Un maldito árbol cruzado sobre la vía! —exclamó Dancey Harlan, con
el rostro congestionado de rabia.
Breck había saltado a bordo del tren incluso antes de que llegara a
detenerse.
—Yo creo que alguien lo ha puesto en la vía —dijo Abe Dustin con aire
sombrío, rompiendo su silencio habitual.
—¡Por supuesto que sí! —convino Dancey—. Algún canalla sin escrúpulos
lo ha cortado con un hacha y lo ha cruzado en la vía.
—¿Dónde ha sido?
—En la última curva antes de llegar a la ciudad.
Breck conocía bien la curva en cuestión. De hecho, conocía cada
centímetro de la vía, cada curva y cada pendiente, cada puente y cada túnel.
Aquella curva no era muy cerrada y, por este motivo, resultaba un lugar ideal
para bloquear la vía. Aunque el conductor debía aminorar la marcha para
tomarla, mantendría una velocidad considerable, por lo que resultaría difícil
evitar cualquier obstáculo.
—¿Estás seguro de que se trata de un sabotaje deliberado? —preguntó
Breck, deseando desesperadamente creer lo contrario—. ¿No estaría podrido el
árbol? Quizás un rayo…
—Ha sido deliberado.
Al oír la voz fuerte que atronó desde el andén en la estación, Breck se
volvió bruscamente. Era un hombre de unos sesenta años, de estatura media y
porte patricio, ni gordo ni flaco, con una constitución sólida que daba fe de su
buena salud. El rostro del caballero tenía pocas arrugas, que le otorgaban
personalidad. Sus ojos castaños y acuosos estaban llenos de madurez y
sabiduría, y de una vitalidad que muchos jóvenes habrían envidiado. Todo él
irradiaba poder, imponía, desde el corte de su elegante traje inglés hasta las
uñas bien cortadas, pasando por el peinado impecable de su pelo blanco. E
igualmente blancas e impecables eran sus patillas y el bigote. Solo llevaba
afeitada la barbilla, hendida y robusta.
—Demonios, Jedediah, ¿cómo no me has avisado de que venías? —
preguntó Breck, bajando al andén y tendiéndole la mano.
Jedediah McCook estrechó la mano del hombre del que era mentor y
amigo.
—Ni yo mismo lo he sabido hasta hoy por la mañana. Tenía negocios en
Reno y en el último minuto he decidido acercarme a ver la actuación de Trinity
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¿Por qué?
¿Cómo diablos se había dejado convencer por Jedediah para presenciar la
obra? se preguntaba Breck, acomodado en una butaca de terciopelo rojo, en el
palco de herradura de la Piper's Opera House. Le parecía un pecado
encontrarse allí cuando peligraba la supervivencia del Sierra Virginia. Preferiría
sin duda hallarse en su oficina. Preferiría estar examinando los libros de
cuentas. Preferiría…
—El teatro está rebosante —le comentó Jedediah McCook, casi a voz en
grito para dejarse oír.
Las múltiples secciones del teatro, desde el gallinero a los palcos, no
dejaban cabida a un alfiler. Y el ruido procedía tanto de los nuevos ricos como
de los rudos mineros, todos impacientes observando el telón.
—Bueno, ya empieza —observó Jedediah cuando las lámparas de aceite se
apagaron y comenzó a subir el telón.
Estalló un clamor de aplausos y silbidos, de gritos de bienvenida, cuando
salió a escena Trinity Lee, que dio las gracias con una majestuosa reverencia y
una leve sonrisa. Luego se metió por completo en su papel.
Y los hombres del público se ensimismaron en su contemplación.
—No veo —se quejó la señora Dawson, intentando superar con la vista el
obstáculo de un ramillete de flores que adornaban la cabeza de la mujer sentada
delante de ella.
—Hum —murmuró su marido, perdido en la hermosura de la actriz.
—He dicho que no puedo ver.
—Joh…
—¡Chhiss!
—¡Señora, cállese!
Muchas filas más atrás, Oliver Truxtun observaba a la belleza euroasiática
pensando que, ciertamente, daba gusto mirarla. Y era inteligente, como sabía
desde que había hablado con ella la noche anterior.
Y en butacas todavía más baratas se acomodaban Dick Kingsman y Hollis
Reed, boquiabiertos los dos. A poca distancia de ellos, Dancey Harlan, Abe
Dustin y Charlie Knott estaban experimentando diversos grados de admiración
respetuosa. Por otro lado, Wilson Booth, instalado en su palco ostentoso, ni
siquiera intentaba disimular su babeo.
Y Breck también permitía que la actriz absorbiera su atención, pero solo de
una forma abstracta y distante. Así observó su rostro que, a pesar del
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maquillaje, debía ser verdaderamente del color de la miel. El mismo color que
se intensificaba en sus ojos orientales y almendrados… frunció el ceño, pues no
dejaba de intrigarle. Y descendió hasta los labios, rojos y redondeados,
sensuales. Tan atrayentes como el generoso escote del vestido que dejaba
vislumbrar las curvas de sus senos voluptuosos. Se agitó en el asiento,
pensando con filosofía masculina que llevaba bastante tiempo sin visitar a
Millie Rhea.
Como las sensaciones que jugueteaban con sus instintos viriles no eran
apropiadas para aquel entorno, apartó la vista de los senos de Trinity, fijándola
en su cabello, cuyo peinado era impecable. Era un cabello… sedoso. ¿Qué
sentiría deshaciendo el peinado perfecto y enredando los dedos en aquel
cabello sedoso de mujer? ¿Qué sentiría…? Verdaderamente sorprendido,
rompió el hilo de sus pensamientos. Se sintió incómodo, consciente de que su
abstracción y distanciamiento habituales se habían ido al garete.
Y estaba devanándose los sesos, preguntándose la razón, cuando se
produjo una explosión de aplausos a su alrededor. Increíblemente, había
finalizado el primer acto.
—No he visto nada —seguía quejándose la señora mientras su marido
aplaudía entusiasmado, y a su lado otro se llevó dos dedos a la boca y lanzó un
silbido estridente.
—Gracias a Dios has prohibido que viniera Victoria —observó Harriet
Dawson ajustándose los guantes con ademanes bruscos.
—Pues yo sigo pensando que se habría divertido —replicó Doc Dawson,
sin molestarse en mencionar que no había sido él quien había prohibido a su
hija asistir a la función.
—Oh, sin duda se habría divertido. Las cosas indecentes siempre son
divertidas.
Aunque se preguntaba qué podía saber su mujer acerca de las cosas
indecentes y, más concretamente, de la diversión de las mismas, Doc Dawson
no abrió la boca. Simplemente, se unió a los aplausos.
—¡Qué alboroto más vulgar! —observó Harriet—. ¿Y su vestido no era
escandaloso?
—Oh, no sé…
La palabra fantástico suplicaba ser pronunciada, pero el buen doctor,
prudentemente, la condenó al silencio.
—Insisto: Gracias a Dios, no ha venido Victoria.
En el entresuelo, mientras hablaba su madre, Victoria Dawson y su amiga
Molly Flannery estaban buscando sus asientos. La joven no tenía intención de
llegar al comienzo de la obra, pues debía esquivar a sus padres, pero tampoco
deseaba llegar tan tarde. Había tenido la sensación de que los Flannery, en cuya
casa dormiría después de pedir el consabido permiso a sus padres, nunca se
irían a la cama.
—Oh, Vicky, vamos a meternos en un buen lío —se lamentó Molly.
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—Su padre me curó el labio. Presencié el robo del tren. Con mi amigo
Hollis —explicó él.
—Claro —dijo Victoria con la más bonita de sus sonrisas, reconociendo
por fin al hombre ataviado con sus mejores ropas—. Usted es Dick Kingsman.
Papá me ha hablado de usted.
—Oh, éste es Hollis Reed.
—Señor Reed —dijo Victoria, procediendo a presentar a su amiga.
—Debemos marcharnos ya —protestó Molly.
—Están solas, ¿verdad, señoritas? —preguntó Dick.
Era la primera vez que trataban a Victoria como a una mujer, y ella sintió
una cálida emoción.
—Mis padres están aquí —respondió, sintiéndose tan escandalosa y
atrevida como Trinity Lee—, pero la verdad es, señor Kingsman, que preferiría
que no me vieran. Mamá tiene la ridícula opinión de que presenciar una obra de
teatro es impropio para una chica.
Victoria esbozó una sonrisa picara. Dick la correspondió con otra y ella
sintió que estaban compartiendo algo muy secreto y lascivo.
—Señorita Dawson, sé que este teatro tiene una puerta trasera —ofreció
Dick.
—Qué buena idea, ¿no te parece, Molly? —respondió Victoria, cogiendo el
paso del mozo de equipajes.
A modo de respuesta, su amiga lanzó un gemido.
Abajo, en la puerta del camerino, Jedediah sacó un billete de su cartera y
se lo dio al joven que sostenía un ramo de rosas entre las manos. El joven, cuya
presencia había sido concertada anteriormente, sonrió al ver el billete. Rosas en
mano, Jedediah llamó a la puerta del camerino con toda la autoridad que podía
esperarse de uno de los socios propietarios del gran ferrocarril del Pacífico
Central.
Breck observaba la escena de las flores, preguntándose qué interés tendría
Jedediah en Trinity Lee. Aunque estaba casado, ¿le apetecería tener una
aventura con la actriz? Se sorprendió ante lo poco que le gustaba la idea.
Trinity abrió la puerta, esbozando una sonrisa de oreja a oreja al ver los
blancos bigotes de Jedediah McCook.
—¡Jedediah! —exclamó, tomando la mano libre del caballero, y entonces
advirtió la presencia de Breck y sintió que se hundía en las profundidades
gélidas de sus ojos.
Contuvo el aliento y, para no ahogarse, volvió la atención hacia Jedediah.
—Jedediah, qué sorpresa más agradable.
—Querida, el placer es sobre todo mío —replicó el magnate, tendiendo a
Trinity el ramo de rosas—. Y esta noche has estado fantástica.
Cariño. Se tenían cariño. Nada más, decidió Breck al ver la escena. Y su
amigo, saltaba a la vista, estaba hinchado de orgullo como un pavo.
—¿No opinas lo mismo que yo, Breck?
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Ignorando el alivio que había sentido al comprobar que solo eran dos
buenos amigos, Breck respondió con un simple «sí».
¿Cómo era posible que la simple afirmación de Breck hubiera sonado tan
orquestada, conteniendo toda la aspereza y profundidad del tono masculino?,
se preguntó Trinity. ¿Y por qué sentía una oleada de calor, como si le importara
lo que él pensara de su actuación?
—Trinity, te presento a mi amigo… —interrumpió Jedediah.
—El señor Brecker y yo ya nos conocemos.
—Breck. Todo el mundo me llama Breck.
—No sabía que fueran amigos —comentó.
—Jedediah me guió por el buen camino cuando compré el Sierra Virginia.
Trinity percibió el orgullo posesivo con que Breck pronunció el nombre de
su ferrocarril y, por un instante, casi, casi, se arrepintió de haberse propuesto
privarle de su preciada posesión.
—Gracias por las rosas —dijo mirando a Jedediah.
—No son nada en comparación con lo que merecía tu actuación.
—Me mimas demasiado —afirmó Trinity, con una sonrisa que recordó a
Breck, una vez más, el tiempo que llevaba sin tocar a una mujer, con una
sonrisa que le hizo admitir que las sonrisas pagadas nunca parecían del todo
reales.
—No lo creo, pero te traigo una proposición que haría más cierta tu
afirmación. Reúne a la compañía, a sus familiares y amigos, y vamos a tomar
una copa. Champán para todos.
—Qué idea más estupenda.
A la vez que Trinity declaraba su agrado ante la idea, Victoria Dawson,
con los ojos como platos, declaraba que la actriz era encantadora. La búsqueda
de la puerta trasera la había llevado junto a su amiga gimoteante, Dick
Kingsman y Hollis Reed hasta el ala del teatro donde se ubicaban los camerinos.
Ver a Trinity Lee tan cerca la sumió en un mar de emociones.
—Santo cielo, miradla. ¿No es maravillosa?
Dick Kingsman, aunque era de la misma opinión que la joven Victoria,
lamentó dejar atrás un tema que era más de su agrado. Victoria había halagado
su bravura en los robos con tal entusiasmo, que tenía el pecho henchido como el
de un gallo de pelea.
—Eh… sí —dijo de mala gana—, es encantadora.
—¿No es ése Breck? —preguntó Victoria con tono de incredulidad—.
Quiero decir, ¿el señor Brecker?
—Sí —respondieron Dick y Hollis Reed al mismo tiempo.
—¿Creen que podríamos pedirle…? —comenzó Victoria, concluyendo con
un calculado—: No, por supuesto que no.
—Preguntarle, ¿qué? —dijo Dick, ansioso de disfrutar nuevamente de los
halagos de la joven.
—Ustedes trabajan para el… quiero decir, ¿sería posible pedirle… que nos
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presentara a Trinity Lee? —dijo, mirando a Dick a la vez que pestañeaba con
coquetería.
—Bueno, qué demonios, por preguntar que no quede —afirmó Kingsman
envalentonado como nunca.
Breck vio acercarse a Kingsman y apenas tuvo tiempo de preguntarse qué
querría.
—¿Puedo hablar con usted un segundo, señor? —le preguntó
tímidamente, nervioso.
Trinity también vio al joven que había tenido con las manos en alto por
tres veces y contuvo el aliento. ¿La habría reconocido? No, era imposible.
Entonces, ¿de qué estaba hablando en voz baja con Breck?
Éste se volvió hacia Trinity, mirándola en silencio por un momento.
—Señorita Lee, parece que hay una jovencita que tiene muchas ganas de
conocerla. La señorita Victoria Dawson.
Trinity sintió una oleada de alivio. Inmediatamente reconoció el nombre
de la chica.
—Será un placer —dijo, sintiéndose de lo más caritativa desde que se sabía
a salvo.
—Señorita Lee, le presento a Dick Kingsman y Hollis Reed. Trabajan para
mí, y éstas son la señorita Dawson y la señorita…
Reinó un silencio atronador antes de que Molly gimoteara:
—Flannery.
—Caballeros… señoritas —dijo Trinity.
—Oh, señorita Lee —comenzó Victoria—. Es… yo… es usted tan hermosa.
—Gracias, pero la verdad es que siempre he deseado tener un pelo rubio
tan hermoso como el tuyo.
—Oh, no, no debe pensar así. Quiero decir, el suyo es tan… tan perfecto —
tartamudeó la adolescente—. Yo… yo voy a ser actriz.
—Muy bien.
—Igual que usted.
—No, mejor —replicó Trinity, volviéndose hacia Jedediah—. ¿Me buscas
un par de programas?
En cuestión de segundos, los firmó y los tendió a sus jóvenes admiradoras.
Victoria le dio las gracias y luego dejó escapar una risita.
—Quién podía soñarlo, yo hablando con Trinity Lee. Caramba, si mi
madre se enterara, me despellejaría —afirmó Victoria, de súbito cayó en la
cuenta de lo que estaba diciendo—. Quiero decir, a mi madre no le gustaría que
hablara con una actriz —explicó, sin mejorar la situación en absoluto—. Mi
madre opina que las actrices no son damas… Quiero decir, que el teatro no es
decente… que las obras de teatro son vulgares…
Victoria, mortificada, enmudeció.
Breck vio el dolor reflejado en los ojos de Trinity. Y también vio
vulnerabilidad. Marginados. Los dos eran marginados; él, porque siempre
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Capítulo 7
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clímax pensó dos cosas: primera, que no sentía ningún placer. Segundo, dos
ojos castaños que revolotearon en su mente.
—Toma, cómprate algo bonito —dijo minutos después, evitando la mirada
de Millie.
—Yo, he… esperaba que esta noche fuéramos simplemente amigos.
Sabía que él nunca la amaría; incluso dudaba de que fuera capaz de amar.
Pero estaba empeñada en que fueran amantes. Verdaderos amantes.
—Cómprate un vestido —insistió él, dejando los billetes en la mano de la
joven, mirándola por fin a los ojos y confirmando sus mayores temores.
Los ojos de Millie Rhea eran azules.
Ojos azules.
Había sido incapaz de recordar el color preciso de los ojos de Breck, pensó
Trinity mientras deslizaba la mirada por el elegante salón de la mansión de los
McCook. Habían pasado tres semanas desde que había prometido a Jedediah
asistir a esa cena. Observando sin ser vista a Breck, se reprochó el haber
recordado tan solo que eran de un tono azul pálido. No había recordado su
color fascinante, un tono entre el azul del fuego y el del hielo.
—Oh, Trinity, por fin llegas, querida —dijo Jedediah al verla en el umbral
de la puerta, y se dirigió hacia ella con paso decidido—. ¿Te has mojado? Yo
esperaba que la tormenta pasara de largo, pero parece que le ha gustado San
Francisco.
Ignorando la mariposa revoloteante que sentía en su interior, conjurando a
su eterno compañero, el odio, Trinity pasó al salón de techos altos, decorado
con buen gusto, donde cada detalle evidenciaba bienestar y cultura.
—Tu conductor no ha dejado que me cayera ninguna gota —replicó
Trinity, señalando los volantes del vestido color marfil que lucía—. ¿Lo ves?
Completamente seca.
—Le habría despedido aquí mismo en caso contrario —bromeó Jedediah,
estrechando calurosamente una de sus manos, y luego se volvió—. Trinity,
recordarás…
—Al señor Brecker —le interrumpió, mirando los ojos que no comprendía
cómo podía haber olvidado del hombre que estaba junto a la chimenea con aire
distraído.
Lenguas de fuego naranja y rojas parpadeaban a sus espaldas, iluminando
los anchos hombros ceñidos a una chaqueta de color canela y las piernas largas
y robustas ajustadas a unos pantalones de color café.
—Creía que ya habíamos acordado que me llamaría Breck, señorita Lee.
—Sólo si usted me llama Trinity —contestó ignorando sus nervios.
No solo era una réplica razonable; se preguntaba cómo sonaría su nombre
en los labios de aquel hombre, labios que podían ser tan violentos como una
tormenta invernal y a la vez sonreír como el nacimiento de una cálida
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primavera.
—Entonces, decidido, Trinity —dijo Breck con voz lenta y perezosa.
Y la palabra «peligro» pasó por la mente de la actriz. Mientras, Breck
estaba observando el contraste entre el marfil del vestido y el ébano del cabello,
que llevaba recogido en un moño bajo, adornado con alfileres de marfil. El bajo
escote del vestido, los labios rojos, las mejillas redondeadas, el… color de sus
ojos, marrones como la miel.
Breck había sabido la misma noche que había hecho el amor con Millie
que Trinity era la dueña de los ojos imaginados por su mente, pero no había
intentado convencerse de lo contrario. Aquellos ojos, sin embargo, estaban más
vivos que el recuerdo que había asediado sus sentidos. Y se agitó su sangre
masculina, y la intensidad de su desasosiego le desconcertó. Y se dijo que solo
era la reacción de un hombre sano ante una mujer bella.
Se retiró a un lugar profundo de su interior al que solo él mismo tenía
acceso. Al mismo tiempo, Trinity estaba tomando precauciones similares. Se
recordó las imágenes brutales de su madre, de Ben Buford, quién era aquel
hombre, lo que era. Tan absorto estaba que ninguno oyó a Jedediah.
—¿Trinity? ¿Breck?
Ambos levantaron la vista bruscamente hacia su anfitrión.
—¿Qué te apetece beber? —repitió este último.
—Vino blanco, gracias.
—Whisky. Solo.
Cuando Jedediah les dio las bebidas, Trinity se sentó en un sillón. Breck
regresó junto a la chimenea y bebió un buen trago de whisky. No se miraron.
—Entonces, ¿te ha gustado la Baldwin? —preguntó Jedediah a Breck,
retomando su conversación breve.
—Sin duda. Es una obra de arte. Es preciosa.
—¿Has concertado la fecha de entrega?
—Ahí está el problema —respondió Breck, agitando el whisky—. Quieren
el dinero por adelantado.
—Ya te he dicho…
—No aceptaré tu dinero.
—Un crédito…
—No —insistió Breck con énfasis, llevándose el vaso a los labios y
mirando a Trinity sobre el borde del mismo.
Trinity había decidido que guardar silencio constituía la mejor táctica.
Jedediah habría encontrado extraño que se mostrara agradable con un hombre
al que había tachado de salvaje. Y Breck encontraría extraño que fuera
abiertamente hostil con él.
—Deduzco que una Baldwin es una locomotora —comentó.
—Una locomotora muy cara —dijo Breck.
Sus miradas nadaron juntas durante unos segundos; después Breck desvió
la suya hacia Jedediah, que estaba pendiente del reloj y la escalera.
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Capítulo 8
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cabeza…
—Por supuesto, querida —contestó Jedediah, levantándose.
Breck le imitó y, como de costumbre, ni sus labios ni sus ojos expresaron
emoción alguna.
—Entonces, buenas noches —dijo Trinity con una sonrisa.
—Le enseñaré su habitación, señorita —comenzó la sirvienta, pero Ada la
interrumpió.
—No es necesario, Pearline. Yo la acompañaré.
—Sí, señora.
—Ada… —dijo Jedediah haciendo una mueca de disgusto, y la señora se
volvió hacia él.
—Ustedes, caballeros, disfruten de la velada. Yo voy a retirarme con la
señorita Lee. Me gustaría quitarme este vestido —explicó, mirando a su marido
con aire levemente desafiante—. Jedediah, señor Brecker.
Breck asintió, mientras Jedediah bebió de un trago su coñac.
—¿Quiere que le traiga algo para el dolor de cabeza? —preguntó Ada
cuando las dos mujeres comenzaron a subir la majestuosa escalera de madera
tallada.
—No, gracias. Descansar será suficiente.
—Probablemente será por culpa de este tiempo húmedo y frío. San
Francisco es un lugar maravilloso, pero muy húmedo. Usted no es de San
Francisco, ¿verdad?
—No —respondió a secas la actriz.
—Creo que Jedediah ha comentado que ya han acabado las
representaciones… —dijo Ada, sin inmutarse por la poca disposición de Trinity
a las confidencias.
—Sí.
—¿Y se tomará unas vacaciones antes de comenzar otra obra?
—Unas cortas.
—Dígame señorita Lee, ¿su madre también era actriz?
Trinity miró fijamente a su anfitriona con ojos claros, ambarinos.
—¿Por qué lo pregunta? —replicó, habiendo aprendido mucho tiempo
atrás que la mejor manera de evitar una pregunta era hacer otra.
—Sencillamente, me preguntaba de dónde le venía su talento…
—Sospecho que se debe a mi gran imaginación —dijo Trinity.
Lo que no acababa de comprender la actriz era la razón por la que Ada
McCook se mostraba tan interesada en sus padres. Probablemente, simple
curiosidad. Sin embargo, la irritaba tanto como de costumbre aquel afán de
conocer su vida y milagros.
—Considero como mis auténticos padres a la maravillosa pareja que me
crió.
—Qué sentimiento más dulce —observó Ada, abriendo la puerta de noble
madera y dejando entrar a Trinity.
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alma atormentada.
Arriba, en una habitación que hacía mucho tiempo dejó de compartir con
su marido, Ada también estaba sentada evocando el pasado. Todavía podía oír
los gritos y risas de los clientes del burdel. Era la primera vez que entraba a uno
y le sorprendió el ambiente casi hogareño. Como también se sorprendió de
poder entrar sin ser vista por la puerta trasera. Incluso resultaba más
sorprendente la facilidad con que había localizado a Su-Ling. Con dinero puede
comprarse todo, incluyendo rápidas respuestas a preguntas acerca de una
mujer china llamada Su-Ling. Un comerciante cuya tienda se encontraba en la
misma calle donde se encontraron con ella le había dado toda la información
que necesitaba.
Su-Ling.
Nunca pretendió verdaderamente asesinarla, pero nunca se había
arrepentido de haberlo hecho. Por supuesto, conocía la relación de su marido
con Su-Ling desde la mismísima noche que se acostó con ella por primera vez;
una mujer se da cuenta de estas cosas. Como también sabía que la niña era hija
de Jedediah desde el momento que la vio. Y ofreció dinero a la prostituta china,
mucho dinero, para que desapareciera de la ciudad con su hija, pero la muy
estúpida se negó a aceptar la proposición. Y ella se enfadó más y más, y Su-Ling
se asustó más y más y, cuando sacó un cuchillo, se produjo la pelea y la muerte
de la última.
Y Ada McCook todavía podía oír el nombre de Jedediah en sus labios. El
nombre de su marido en los labios de una mujer agonizante, de una ramera. Y
después de oír el nombre de Jedediah en los labios de aquella mujer, murió
todo sentimiento hacia él. Y se alegró de haber destruido lo que más quería, y
habría destruido también a su hija, pero desapareció como por encanto de la faz
de la tierra.
Año y medio atrás, cuando su marido comenzó a interesarse por el teatro,
no le dio importancia a este hecho. Sin embargo, cuando comenzó a destacar su
interés por Trinity Lee, se inquietó. ¿Tendría Jedediah una predilección especial
por las mujeres orientales? ¿Mantendrían una relación amorosa? ¿O
simplemente le recordaba a la mujer que había amado una vez? ¿O… sería
Trinity Lee su hija? El pensamiento, como siempre, encendió la sangre de sus
venas. El futuro político de su marido podía capear una aventura pasajera, pero
jamás la existencia de una hija bastarda. Y ella tampoco podía tolerarla…
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¡Maldita sea, todo encajaba! Sabía que Su-Ling tenía un amante maduro y
casado, un norteamericano que era el padre de su hija, aunque nunca llegó a
enterarse del nombre de ésta. Su-Ling nunca lo mencionaba. Jedediah debía ser
ese hombre, y su mujer debía haber descubierto la relación que mantuvo con
Su-Ling y la mató. ¿Y Jedediah sabía que Ada había asesinado a Su-Ling? No,
Breck no podía creerlo. Jedediah sin duda la habría abandonado si hubiera
descubierto su crimen.
¿Y sabría Ada que Trinity era la hija de Jedediah? Y, lo peor de todo: de
ser así, ¿pensaría asesinarla, como había hecho con la madre? De súbito, pensó
que no le gustaba la forma en que Ada había presionado a Trinity para que
pasara la noche en la mansión. No le gustaba un pelo.
No…
Un ruido detuvo el hilo de sus pensamientos. Aguzó el oído. Solo escuchó
el crepitar del fuego. Acababa de convencerse de que habían sido imaginaciones
suyas, cuando oyó de nuevo un sonido.
Un sollozo.
Un gemido suave, atormentado.
Procedente de la habitación contigua…
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Capítulo 9
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—Chisss —murmuró, envolviéndola entre sus brazos, otra vez guiado por
el instinto.
Protegida en su pecho, Trinity pensó en lo extraño que resultaba que el
hombre amenazador de la pesadilla fuera el mismo que la confortaba ahora. Y
más extraño resultaba todavía que, en las profundidades de su interior, una
vocecita le susurrara que estaba a salvo con él. Y no menos extraño era que se
abrazara a él con fuerza.
Breck sentía en las manos la suavidad de sus hombros, en el pecho la
tersura de sus senos. Olía a flores y lluvia, a calor de mujer.
—Chisss —volvió a susurrar al oír de nuevo sus débiles sollozos.
Y deslizó las manos sobre su espalda con un ritmo tranquilizador que era
completamente desconocido para él. A Breck nadie le había ofrecido nunca
consuelo. Y él tampoco lo había ofrecido a nadie. Hasta ese momento.
Y la respuesta instintiva de Trinity fue tan antigua como el tiempo. Alzó la
cabeza, buscando instintivamente…
—Chisss —murmuró Breck, esta vez sobre los labios de Trinity.
Y los sonidos que brotaron de los labios de Trinity no se debían al miedo.
De haber tenido más experiencia en el trato con los hombres, se le habría
ocurrido quizás la palabra placer, habría reconocido los dulces síntomas.
Por su parte, Breck estaba besándola arrastrado por una avidez que
acababa de descubrir en ese momento. Cuando deslizó la lengua entre sus
labios, Trinity gimió, embargada por mil extrañas sensaciones, pasando
suavemente del mundo del sueño al de la sensualidad. Y ofreció sus labios a
aquel hombre, su enemigo, como si fuera un amante adorado, acariciándole la
espalda musculosa y caliente. Quería, necesitaba algo que no alcanzaba a
precisar.
Breck, sin embargo, sabía exactamente lo que necesitaba, y la fuerza de su
necesidad le asustó tanto que se estremeció. Separó los labios de Trinity y se
quedó mirándola fijamente. Y ella también lo miró con los ojos muy abiertos,
ojos familiares porque ya los había contemplado dieciocho años atrás.
¿Recordaría Trinity aquella noche terrible? Y, de ser así, ¿qué recordaría
exactamente?
—¿Te encuentras… bien? —preguntó.
Uno de los tirantes del camisón había resbalado del hombro, y la prenda
se ceñía a sus senos redondeados de una forma que resultaba, dependiendo del
punto de vista, una amenaza o una promesa. Para Breck, era una amenaza sin
lugar a dudas.
Trinity asintió, aunque no estaba segura en absoluto de encontrarse bien.
—Tú… estabas soñando —dijo Breck, explicándolo todo, nada.
Trinity seguía sin decir palabra. En el silencio solo se oían dos
respiraciones jadeantes. Breck, poco acostumbrado a la intensidad de sus
emociones, lanzó una maldición y, sin más se dirigió hacia la puerta y salió de
la habitación.
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de sus ojos, pero no se veía su peculiar perfil. Revisó con la calma que pudo sus
planes. El detective de Pinkerton montaba guardia en la entrada del vagón, lo
cual significaba que probablemente Dick Kingsman estaría en el interior. Pobre
Dick Kingsman. Encontraría alguna forma discreta de compensarle por todos
los malos ratos que le había hecho pasar. Cogiendo el revólver descargado y un
rollo de algodón, se dirigió hacia la puerta.
Como de costumbre, se encaramó sobre el vagón de equipaje, el viento
gélido azotaba sus mejillas, y luego se tendió aferrándose a las asas de hierro,
sintiendo el traqueteo del tren hasta los tuétanos. Avanzó hacia la chimenea del
vagón en silencio y allí procedió a atascar la salida de humo con el algodón.
Entonces se acercó al lateral del vagón y esperó. Y rezó.
Adentro, Breck aplastó el puro que apenas había probado. Sin embargo, el
olor a humo no desaparecía. Apenas se fijó en ese detalle, pues le embargaba la
impaciencia. ¿Cuándo? Maldita sea ¿cuándo haría un movimiento el hijo de
perra? ¿Y si no aparecía? ¿Y si después de todos los planes…? ¡Demonios, debía
respirar un poco de aire fresco o explotaría en mil pedazos!
—Voy a comprobar si Kingsman está bien —dijo, cruzando el vagón.
Truxtun asintió, sofocando la tos, y segundos después se rindió a la
misma. Apoyó un hombro contra la pared y esperó. Volvió a toser y miró la
estufa, de donde comenzaba a salir súbitamente una espiral de humo blanco.
Sofocó una maldición y un tosido tapándose la boca con una mano. En busca de
ventilación, se acercó a la puerta lateral y la subió medio metro, recibiendo a
cambio una patada en la cara que le hizo caer de espaldas en el suelo. Hizo
ademán de empuñar el revólver, pero el cañón de otro ya le apuntaba
directamente entre los ojos.
—Yo no lo haría —dijo la actriz adoptando un tono grave, masculino.
Los nervios de Trinity aumentaron cuando vio que era Truxtun. ¿Por qué
no estaba afuera?
¿Qué hacía dentro del vagón? ¿Y dónde estaba Dick Kingsman?
—El dinero —dijo, desviando la mirada hacia la caja fuerte.
Incorporándose, Truxtun miró fijamente a Trinity, con una confianza
desconcertante para ella.
—¡Vamos, rápido! El revólver.
El detective desenfundó lentamente el arma, vaciló como si le molestara
separarse de un amigo, y luego la arrojó por el hueco de la puerta lateral.
—Ahora, el dinero.
En lugar de dirigirse hacia la caja fuerte, como esperaba Trinity, Truxtun
señaló un rincón en el que había una simple caja de madera. Los nervios de
Trinity aumentaban a cada instante. El humo, además, comenzaba a irritar sus
propios ojos.
—¡Ábrala! —ordenó, acercándose instintivamente a la puerta trasera, por
donde ya había escapado una vez.
—Con mucho gusto —dijo Truxtun.
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Capítulo 10
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aquella era la oportunidad que había suplicado al cielo… y que lo mejor sería
aprovecharla porque no contaría con otra.
Medio arrastrándose, medio gateando, avanzó hacia la puerta, pero una
mano de Breck surgió de la nada y la agarró un tobillo. Haciendo un
movimiento brusco, liberó la pierna y avanzó unos cuantos centímetros más,
pero enseguida un brazo de hierro rodeó su cintura, arrojándola de espaldas
sobre el suelo.
—No —murmuró, intentando librarse de Breck.
Sintió el pecho ancho y duro de Breck sobre ella, el vientre pegado al suyo,
el símbolo de su virilidad, grande y ardiente, aplastado contra el tierno nido de
su cuerpo femenino. Breck alzó la mano para quitarle la máscara. Ella sacudió la
cabeza pero milagrosamente, no perdió la peluca. Hizo acopio de las fuerzas
que le quedaban y dio a Breck un rodillazo entre las piernas.
Apretando los dientes, Breck se apartó de ella bruscamente y quedó
doblado en el suelo. Aprovechándose de la situación, se levantó y corrió hacia
la puerta. Los dedos de Breck rozaron el frío acero de un revólver. Ignorando el
dolor en el bajo vientre, cogió el arma y apuntó a la espalda del hombre que se
daba a la fuga. Ni por un momento pensó en herirle; pretendía matar, y sabía
que no podía fallar desde tan cerca. Apretó el gatillo.
Click.
Nada. Solo el chasquido de un revólver descargado.
—¡Mierda! —exclamó, buscando su propio revólver por el suelo del vagón
rebosante de humo.
Encontró su Remington 44 junto a un cajón, giró como un rayo y disparó
en el mismo instante que Trinity llegaba a la puerta.
De pronto, sintió como si acabaran de poner un atizador al rojo sobre su
piel. Llevándose una mano al costado izquierdo, lanzó un alarido y tropezó
contra la puerta. Durante unos segundos interminables, el asombro y el dolor se
batieron con la necesidad de moverse. A su derecha, podía oír el alboroto del
vagón de pasajeros.
—¡Le ha dado! —oyó gritar a Truxtun entre tosido y tosido.
Sin saber cómo lo consiguió, salió disparada hacia el vagón privado.
Una vez dentro, se apoyó contra la puerta, jadeante, sintiendo fuego en la
piel.
—No puede haber ido muy lejos —oyó decir al detective de Pinkerton
muy cerca—. Está herido.
—Sí, bueno, probablemente ya estará llegando al infierno —dijo Breck con
tono entrecortado—. Pero, por si las moscas, mirad bien debajo del tren. Y
dentro de todos los vagones.
—Sí, señor —dijo un Dick Kingsman muy excitado.
—¡Buscad rastros de sangre! —gritó Breck.
—¿Habrá sido accidental la caída de la roca? —preguntó alguien—. Podría
haber rodado sola…
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Y lo que hizo fue abrir la puerta cuando llamaron, minutos después. Los
ojos de Breck casi se transparentaban.
Había dejado hasta el último momento la inspección al vagón privado,
sencillamente porque era el primer lugar que deseaba visitar. Y se había
excusado diciéndose que cabía la posibilidad de que ella hubiera visto algo,
oído algo, que pudiera suponer alguna pista.
—¿Te encuentras bien? —preguntó, deseando en el mismo momento no
haberlo hecho.
Trinity asintió.
—Sí, me encuentro perfectamente.
La sensación de fuego en la piel era como un susurro apagado que
prometía convertirse en un aullido de angustia en cualquier momento. Había
contenido la hemorragia con algodón.
—Sí, me encuentro bien —repitió, intentando convencerse a sí misma—.
Solo quiero disfrutar un poco de tranquilidad.
—El ladrón ha escapado —dijo Breck, dando por hecho que ella sabía que
había habido un intento de robo—. Eh… ¿no ha visto nada? ¿Oído algo?
—He oído un disparo.
—Sí. Le he dado. Ojalá le hubiera matado.
Y lo habría conseguido sin duda de no haber estado descargado el
revólver de aquel hijo de perra, pensó Breck. ¿A quién se le ocurría robar un
tren con un arma descargada? Esbozó una sonrisa patética.
—Quizás haya suerte y ese condenado se desangre.
—Sí. Bueno, supongo que todos necesitamos de un poco de suerte.
—¿Seguro que te encuentras bien? —insistió Breck, advirtiendo la palidez
de Trinity.
—Sí. Sencillamente, no estoy acostumbrada a estos sobresaltos —replicó
ella, preguntándose si parecería tan débil como se sentía.
—Nosotros, bueno… Si necesitas cualquier cosa, házselo saber al revisor.
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—Gracias. Lo haré.
Breck no se marchó. Y Trinity necesitaba desesperadamente que la
reconfortara. Aunque fuera el hombre que le había disparado. Porque el dolor
crecía y crecía. Y porque tenía miedo. Miedo de morir desangrada.
—¿Señor Brecker? Lo siento, señor, pero Charlie quiere saber si podemos
reanudar la marcha.
Breck respondió con un «sí» muy seco, como si estuviera irritado consigo
mismo por estar allí cuando tendría que haber estado ocupándose de otros
asuntos más importantes. Bajó a tierra, hizo un gesto con la cabeza a modo de
despedida y se alejó sin mirar atrás.
Trinity le observó, sintiéndose curiosamente sola cuando desapareció. Al
cerrar la puerta de su vagón, quedó acompañada por el dolor y el miedo. Y
entonces se dio cuenta de que una enorme mancha de sangre había teñido todo
un costado de su vestido.
La Banda de Mineros dio una alegre bienvenida al tren, pero sus acordes
desafinados se apagaron cuando corrieron las noticias sobre el intento de robo.
En el tren llegaba también el gobernador de Nevada, que pronto se vio rodeado
por una multitud ansiosa por conocer su opinión sobre lo que acababa de pasar.
—¡Villanos! —atronó el gobernador.
Trinity se abrió paso entre la multitud, sonriendo y firmando algún que
otro autógrafo con mano temblorosa.
—¡Trinity! —gritó Ellie, agitando una mano. Trinity intentó sonreír.
—Hola —dijo, protegiéndose como pudo del abrazo efusivo de su amiga y
apretando los dientes para sofocar un grito de dolor.
—¿Puedes creerlo? ¡Han intentado robar el tren otra vez! ¡Qué valor! ¡Y
con el gobernador a bordo! Por no mencionar al detective de Pinkerton y al
sheriff. Y Breck. ¡Cáspita, ese ladrón debe estar loco!
—Quizás no supiera que viajaba en el tren toda esa gente —observó
Trinity.
Después de una caminata agonizante, el hotel apareció ante sus ojos.
—Te he reservado la habitación de costumbre —dijo Ellie en el vestíbulo y
abrazó de nuevo a su amiga—. ¡Estoy tan contenta de tenerte aquí!
Cuando Trinity lanzó un gemido de dolor, Ellie dejó de abrazarla.
—¿Qué te pasa?
—Nada. Yo… eh… creo que me dado un golpe cuando el tren ha frenado
inesperadamente.
—Llamaré a Doc Daw… ¡Estás pálida!
—Me encuentro bien. Solo un poco cansada del viaje.
—¿Qué me dices de esta noche?
—Estaré bien cuando descanse un poco. No te importa que dedique la
tarde a reponerme del viaje, ¿verdad?
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—Por supuesto que no. Mira, si no te encuentras mejor esta noche, llamaré
a Doc Dawson. Y no aceptaré una negativa por respuesta.
—Me encontraré de maravilla. De verdad.
Cinco minutos después, sola en la habitación con la sirvienta, Trinity
preguntó:
—¿Le importaría hacerme un favor?
—Por supuesto que no, señorita Lee, si está en mi mano.
—Necesitaré vendas y algodón. Montones —dijo, ofreciendo un billete a la
sirvienta.
Sin mostrar el menor asomo de sorpresa ante la petición, ésta salió de la
habitación. Trinity se sentó en el borde de la cama, recostándose con sumo
cuidado. Los ojos se le llenaron de lágrimas.
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Capítulo 11
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llevó al corral.
—¡Ya hay leña preparada en la chimenea! —gritó.
Siempre tenía provisiones en la cabaña, tanto para los caballos como para
sí mismo. Cuando terminó con los animales, corrió dentro.
—¿Cómo está? —preguntó, observando la figura tendida sobre la cama.
—Sangrando mucho —respondió Dancey, que estaba encendiendo ya la
segunda lámpara de aceite.
Breck apartó la piel de zorro y se quedó mirando por un momento la tira
de enaguas que había usado como vendaje, tan roja que daba la impresión de
no haber sido nunca blanca.
—Mierda —murmuró, cortando con el cuchillo el nudo del vendaje.
A la luz de la lámpara examinó las dos heridas.
—Está desangrándose —afirmó con voz hueca.
—Sí —convino Dancey con solemnidad—. No queda otro remedio que
cauterizar si queremos salvarla.
Breck sabía lo que había que hacer desde que había visto las heridas en la
fiesta. Y desde entonces había rechazado la idea. Pensar en aplicar una hoja al
rojo vivo sobre su piel le revolvía las entrañas, pero había llegado el inevitable
momento.
—Vamos, ayúdame con la ropa —dijo, comenzando a desnudarla.
Breck la desnudó por completo, sin pudor, concentrado en una cuestión
de vida o muerte. Apenas advirtió la dureza de sus senos redondeados, de
pezones oscuros, y tampoco el manto negro de terciopelo que nacía entre los
muslos firmes y delicadamente esculpidos.
Cuando los dos hombres la desvistieron, Trinity sollozó.
—Vamos, vamos —murmuró Dancey, echando la piel de zorro sobre su
cuerpo desnudo.
Breck, fue a buscar un cuchillo adecuado para la operación. Eligió el que
tenía la hoja más ancha de todos. Luego, lo acercó a las llamas del fuego.
Cuando la hoja se puso al rojo, Breck se irguió. Su mirada se encontró con la de
Dancey.
—¿Quieres que lo haga yo? —preguntó este último.
—No. Tú sostenla. Primero me ocuparé de la herida peor; luego
cauterizaré la más pequeña con la otra cara de la hoja.
Dancey asintió, apartó la piel de zorro y llevó sus grandes manos sobre los
hombros de Trinity, que volvió a gemir. Breck pidió al cielo que siguiera
inconsciente un poco más.
—¿Listo? —preguntó a Dancey.
—Sí.
Breck no vaciló. Puso el acero al rojo sobre la herida sangrante, justo
debajo del estómago. El repugnante olor a carne quemada, olor que recordaba
desgraciadamente bien, penetró en sus sentidos. Nunca olvidaría el dolor que
sintió al cauterizarse la mano derecha con un atizador. Y combatió el recuerdo
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del dolor, pues sabía que, de no hacerlo, apartaría la hoja abrasadora de la piel
de Trinity.
El fuego sacó a Trinity de la inconsciencia, llevándola a un mundo
nebuloso donde reinaba solo el dolor. Se agitó bruscamente, a la vez que
brotaba de sus labios un gemido gutural.
—¡Que no se mueva! —musitó Breck, manteniendo inmóviles las caderas
de Trinity con la mano libre, a la vez que Dancey deslizaba la rodilla sobre sus
muslos.
Los gemidos de Trinity se convirtieron en sollozos continuados, que
acabaron con un grito desgarrado que encogió el corazón de Breck.
—Dale la vuelta —ordenó éste.
Breck posó la otra hoja del cuchillo sobre la herida más pequeña. Y otra
vez gritó Trinity, aquella vez el lamento fue acallado por la almohada. Y,
después de contraerse violentamente, se quedó completamente inmóvil, sumida
de nuevo en la bendita inconsciencia.
Breck apartó el cuchillo y lo dejó sobre una mesa de cedro. Se acercó a un
armario y sacó una botella de whisky. Bebió dos buenos tragos. Cuando se
volvió, Dancey estaba vendándola de nuevo. A continuación la metió con
delicadeza entre las sábanas.
—Creo que la bala no ha afectado ningún órgano vital —afirmó—. Pero ha
perdido mucha sangre.
Como Breck guardaba silencio, le preguntó:
—¿Te encuentras bien?
—Sí —respondió Breck, aunque las manos le temblaban.
—Supongo que ya solo queda esperar —afirmó el hombre más maduro
con voz fatigada.
—Sí, esperar —convino Breck, bebiendo un trago más.
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Capítulo 12
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en la pared.
Breck cogió un tazón y lo llenó con la sopa de verduras que había
preparado.
—Puedes creer lo que prefieras.
—A mí me gustaría saber la verdad.
—¿La verdad? La verdad, ¿según quién?
Se sostuvieron la mirada durante una eternidad.
—Voy a matarte —afirmó Trinity con serenidad mortal—. En la primera
oportunidad que se presente.
Breck se sentó en el borde de la cama sin dejar de mirarla. Hundió una
cuchara en el tazón y luego la llevó a los labios de Trinity.
—Entonces, necesitarás recobrar las fuerzas.
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Breck, pensando que le había hecho daño, alzó la vista bruscamente. Ella
estaba mirando la herida, pálida como la nieve que se amontonaba en la
ventana. Anhelaba confortarla, pero resistió la tentación.
—Tienes suerte de estar viva. Y, si lo que te preocupa es la cicatriz, puedo
asegurarte que se puede vivir con una.
La mano que estaba vendando su herida resultaba un testimonio
elocuente. Trinity volvió a observar la herida. Daba la impresión de que habían
unido su piel unas manos guiadas por el whisky. Alrededor de una costra
sanguinolenta, tenía la piel enrojecida y morada.
—La herida… eh… mejorará de aspecto con el tiempo —afirmó Breck,
maldiciéndose por ofrecer consuelo cuando acababa de resolver lo contrario.
—Lo sé. De verdad, no soy una estúpida. Gracias por salvarme la vida.
La palabra surgida de los labios que tanto le habían fascinado de noche y
de día, abrió una puerta interior cuya existencia ignoraba. Y por ella salió la
consciencia de que había estado a punto de matarla. De que no la había matado
por casualidad, porque su revólver estaba descargado, porque no le había dado
en el corazón. Sabía todas esas cosas, pero hasta entonces no las había sentido
con tanta intensidad. Quizás porque había estado demasiado ocupado
impidiendo que muriera.
Que muriera. Muerta. Sin sus esfuerzos estaría muerta, no medio desnuda
en su cama y absolutamente deseable.
—Date la vuelta —gruñó, ocultando su emoción tras una brusquedad
defensiva.
—¿Qué?
—¡Qué te des la vuelta!
Trinity se puso de costado, ayudada por una mano firme y delicada que
empujaba su cintura. Ningún hombre le había tocado tan íntimamente. Pensar
que, como había reconocido él mismo, había visto cada centímetro de su piel,
hizo que sintiera fuego en la misma.
—Maldita sea, ¿quieres apartar de una vez esas cosas? —ladró Breck,
apartando la camisa y bajando la manta hasta que quedó al aire una buena
porción de sus nalgas.
Trinity sintió que el aire frío de la cabaña acariciara su piel. Se estremeció,
pero solo en parte debido al frío. ¿Estaba mirándola Breck? Por supuesto; no iba
a cerrar los ojos. Al imaginar la mirada de Breck, aumentó el calor de su piel e
intentó esconderse entre los pliegues de la almohada. Se quería morir de
vergüenza. También sabía que, antes de morir de vergüenza, deseaba algo
más… un algo masculino que prometía aliviar el dolor que le inspiraba.
La fantasía traicionó a Trinity. ¿Qué sentiría si Breck agachaba la cabeza y
la besaba en la espalda?
Breck observó las curvas de sus hombros, de la cintura, y se maldijo a sí
mismo. Tragó saliva y se concentró en el vendaje de la herida.
—Ya está —anunció con voz ronca, colocando a Trinity nuevamente
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Capítulo 13
—¿Qué quieres decir con eso de que no tienes nada que ver con el árbol
cruzado en la vía?
Breck estaba haciendo esa pregunta a media mañana del día siguiente,
sentado frente al fuego y sosteniendo una humeante taza de café. Con las
primeras luces del día, el aroma a lavanda había impregnado sus sentidos tan
intensamente que había creído morir, se había levantado como alma que lleva el
diablo y, sin desayunar, había salido a cortar leña. Agotado, había vuelto a la
cabaña y había frito huevos y bacón. Y se había sentado a tomar una segunda
taza de café, cuando Trinity hizo la inesperada declaración.
—Exactamente, eso. No tengo nada que ver con el árbol. Y no disparé al
maquinista ni puse la roca en la vía —afirmó y, al ver la cara incrédula de
Breck, añadió—: ¿Por qué iba a mentir? He dicho la verdad en todo lo demás.
De mala gana, Breck reconoció que era cierto. Había sido brutalmente
sincera desde el principio respecto a su intención de matarle. No, Trinity no
mentía. Pero, si ella no había sido, entonces…
—¿Quién? —murmuró.
—¿No sabes quién puede querer arruinarte?
—Aparte de ti, quieres decir —observó Breck sarcásticamente.
—Aparte de mí.
—Bueno, Trinity, supongo que toda Nevada y tres cuartas partes del resto
del planeta.
—Pero tendrás alguna sospecha. Recordarás la amenaza de al…
—No te preocupes por ello. No es tu problema —la interrumpió Breck.
Súbitamente, Trinity se vio asaltada por un impulso inexplicable de
romper sus defensas, de ver amabilidad en sus ojos por una vez en la vida.
—¿Por qué te cierras a la gente?
—Si no eres estúpido, llegas a darte cuenta de que es una buena manera
de evitar los problemas, los desengaños y el sufrimiento —contestó Breck tras
un prolongado silencio.
Breck acabó su café, dejó la taza sobre la mesa y, descolgando su cazadora,
salió de la cabaña.
Literal y simbólicamente, cerró la puerta tras él.
Regresó a última hora de la tarde, siendo recibido por un suculento aroma.
Su mirada voló hacia Trinity, que estaba probando unos pasteles de maíz para
comprobar si estaban hechos. Llevaba puesta una bata de seda amarilla que le
había llevado Ellie. La prenda se ceñía a su cuerpo como si estuviera encantada
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—¿Te habló de él alguna vez? ¿Te dijo su nombre? —preguntó Trinity con
tono impaciente.
—No —respondió Breck sin vacilar, seguro de no tener ningún derecho a
divulgar lo que sabía.
Trinity se sintió decepcionada, pero lo disimuló con una suave pregunta.
—¿Era guapa?
«No tanto como tú», pensó Breck.
—Sí —respondió sin embargo.
—De pequeña, siempre quise ser como ella —dijo, esbozando una débil
sonrisa—. Ponerme horquillas bonitas en el pelo, oler a flores… Quería… ser
una dama como ella.
La triste sonrisa se desvaneció. La sociedad habría etiquetado a su madre
de cualquier cosa excepto de dama. Ella misma, siendo actriz, era considerada
una mujer de mala reputación. Sin embargo, las apariencias engañan.
—Tu madre era una dama —afirmó Breck, como si hubiera leído sus
pensamientos, y Trinity alzó la vista hacia él—. Una verdadera dama.
En la noche flotaron mil preguntas vitales sin respuesta posible. Y solo
podían sentirlas… y sentirse extrañamente consolados por la presencia del otro.
Una brisa repentina despeinó a Breck. Con la mirada y los labios carentes
de expresión, Trinity pensó que tenía un aspecto salvaje, indomable. El
demonio que llevaba dentro le daba miedo, pero la fascinaba tanto o más.
Quizás porque sentía un demonio hermano en su propio interior.
La brisa también dio vida al pelo de Trinity, atrayendo la atención de
Breck. Descendió la mirada hasta el lugar donde sus manos aferraban la manta
contra el pecho… el único lugar donde podía esconder un cuchillo.
El viento sopló con más fuerza y Breck se acercó a Trinity, protegiéndola
con su cuerpo de la furia de aquél. Y se aproximó a ella un paso más, quedando
en una posición completamente vulnerable a un ataque.
El tiempo se detuvo.
A Trinity le palpitó el corazón cuando Breck extendió las manos hacia ella
y, suavemente, ciñó la manta sobre sus hombros. Cuando terminó, Breck vaciló.
—Mejor será que entres —murmuró por fin, sin detenerse a explicar para
quién sería mejor.
Simplemente, se separó de Trinity. Después de despedirse con una lenta y
parsimoniosa mirada.
Trinity entró en la cabaña. Adentro, con el corazón todavía palpitante,
extendió la manta sobre la cama y se acostó entre las sábanas, dejando de nuevo
el cuchillo sobre la mesilla.
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Capítulo 14
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—¿Por qué?
—¿Por qué?
—Es mi pregunta, señorita Lee.
Trinity alzó la barbilla en ademán desafiante.
—Y yo no tengo por qué responderle. Sin embargo, lo haré —añadió tras
unos segundos de reflexión—. Las vendas y el algodón se utilizan normalmente
en el mundo teatral para disfrazarse. Estaba preparándome para la función.
El cazador sonrió como si sus garras hubieran contactado con carne tierna.
—Ah, pero, señorita Lee, usted no iba a actuar, solo a una fiesta.
Maldita sea, ¿por qué se había dejado acorralar?
Rompiendo el estruendo que atronaba en su cabeza, sonó la voz serena
inconfundiblemente firme, de Breck.
—Entra a la cabaña, Trinity.
Tanto ella como Truxtun miraron hacia Breck, pero éste solo miró a
Trinity. Ella se sintió instantáneamente protegida, aliviada.
—Ahora —añadió Breck al ver que parecía estar petrificada—. Antes de
que cojas una pulmonía.
Subió los escalones, pasó junto al detective y empujó a Trinity hacia la
puerta. Luego se volvió hacia Truxtun.
—Hablaremos dentro.
—Yo preferiría hablar con usted aquí. Solos.
—Hablaremos dentro. Los tres.
—Como quiera —se vio forzado a decir Truxtun.
—¿Eso es café? —preguntó Breck, cerrando la puerta.
—Sí —replicó Trinity con un nudo en la garganta.
—¿Te importa servirme una taza? ¿Usted quiere?
—No —respondió el detective, que también había rechazado una silla.
—Gracias —dijo Breck cuando Trinity le ofreció la taza utilizando ambas
manos para disimular el temblor.
Breck cogió la taza y las manos de Trinity y, cuando ésta le miró, le dedicó
una tranquila mirada. De mala gana, ella se apartó de Breck y se acercó al fuego
buscando calor, preguntándose lo que sabría en realidad Truxtun y lo que solo
debían ser suposiciones.
—Ahora, vaya al grano —dijo Breck.
—Muy bien. Creo que la señorita Lee es la autora de los robos.
Siguió un silencio ensordecedor. Trinity estaba segura de que los dos
hombres podían oír los latidos de su corazón y miró a Breck, que esbozó una
sonrisa lentamente.
—Trinity, ¿tú has robado mi tren?
Haciendo uso de todas sus dotes de actriz, ella adoptó una expresión
despreocupada y sonrió.
—No. Aunque suena… muy excitante.
Breck sonrió abiertamente, como si admirara a la mujer que tenía ante él.
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Como si la admirara a todos los niveles que se puede admirar a una mujer.
—Ya ha oído a la señorita Lee.
—Sin duda, no esperara…
—¡Lo que espero es algo mejor a cambio de todo el dinero que estoy
pagando a Pinkerton! —atronó Breck inesperadamente.
Se levantó de la silla y dejó la taza sobre la mesa violentamente. Cuando se
volvió hacia Truxtun, tenía una cara que hubiera asustado al diablo.
—¿Quién diablos es usted, para venir aquí con una acusación tan grave
solo porque la señorita Lee pidió a una sirvienta unas vendas?
—Por supuesto, no me baso solo en eso…
—Entonces, oigamos en qué se basa su acusación.
—La señorita Lee viajaba en el tren cada vez que fue robado…
—Una coincidencia. Podría encontrar media docena de personas que
también lo hicieron.
—…el señor Harlan ha estado comprando vendas y algodón con
regularidad. Y un frasco de morfina.
—Todo ello para el botiquín del ferrocarril.
—Se utilizó algodón para taponar la salida de humo de la estufa.
—Se vende algodón a cualquiera que lo pague.
—…además, las vendas y el algodón probablemente sirvieron para otros
propósitos de camuflaje —añadió Truxtun, dirigiendo la mirada hacia los senos
de Trinity.
Breck se puso tenso, como si estuviera resentido por el pequeño
atrevimiento del detective con Trinity. Truxtun advirtió su ventaja.
—Desde el principio buscábamos a alguien pequeño, alguien que pudiera
ponerse esto —prosiguió, sacando un guante del bolsillo de su gabardina—.
También sospechábamos que una sola persona intentaba hacernos creer que se
trataba de una banda organizada. La señorita Lee sin lugar a dudas cuenta con
experiencia para disfrazarse —añadió, sacando esta vez del bolsillo dos
carteles—. Con un poco de imaginación, estos dibujos recuerdan
significativamente sus facciones.
Dejó los carteles sobre el guante. El miedo, frío como una tormenta
invernal, hizo estremecerse a Trinity.
—Ese guante serviría a la mitad de las mujeres de Virginia City —afirmó
Breck sin perder la calma—. Incluso a parte de los hombres. Y sin duda no
estará insinuando que la señorita Lee es la única persona con dotes para
disfrazarse. En cuanto a los carteles, esas caras podrían parecerse a cualquiera,
dependiendo puramente de la opinión del observador.
—¿Cómo explica que el revólver estuviera descargado?
—No puedo explicarlo. Y usted, tampoco.
Una vez más los dos hombres entablaron una batalla de miradas.
—Créame, Truxtun, si la señorita Lee hubiera recibido un disparo, yo lo
sabría —dijo Breck poniendo fin al combate.
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terror.
—Sabe que he sido yo —dijo a Breck—. Oh, Dios, sabe que he sido yo.
¿Qué voy a hacer?
Sabía que era absurdo, pero cogió los carteles y los arrojó al fuego. Luego
cogió el guante.
—No hará nada. No puede —afirmó Breck y le quitó el guante de las
manos—. Si piensas que quemando esto cambiarás las cosas…
—¡Lo sé! ¡Lo sé! Sencillamente, así me siento mejor, ¿vale?
—No, no vale. Es una estupidez.
Los dos intercambiaron miradas fulminantes. Sin embargo, Trinity
anhelaba desesperadamente al hombre fuerte y tierno que tan fielmente la había
defendido. Y Breck anhelaba apartar de su mente el recuerdo de los besos más
dulces que la miel de aquella mujer. Ambos desviaron la mirada, Trinity hacia
el fuego, Breck hacía la cazadora que había arrojado al borde de la cama.
Cogiéndola, se guardó el guante en un bolsillo y se dirigió hacia la puerta.
—Voy a encargar a Dancey que traiga un sacerdote.
—¿Cómo? —preguntó Trinity volviéndose bruscamente hacia él.
—Voy a encargar a Dancey que traiga un sacerdote. A menos que
conozcas otra manera de casarnos.
—¿Casarnos?
—Sí. Ya sabes, sí, quiero, hasta que la muerte nos separe y todo eso.
—Tú… no estarás hablando en serio —tartamudeó ella; pero vio los ojos
de Breck—. Dios mío, estás hablando en serio.
—Dejemos clara una cosa, Trinity. Casarte conmigo es lo único que puede
librarte de la cárcel, quizás de la horca.
—No es verdad. Truxtun se olvidará de este asunto cuando pase algún
tiempo —afirmó, aunque no estaba segura de que el testarudo detective fuera
hombre que olvidara fácilmente—. Solo tenemos que simular… simular ser
amantes una temporada.
—Te equivocas. Aunque Truxtun olvidase, cosa que dudo, yo no olvido.
—¿Qué quieres decir?
—Quiere decir, mi querida estrella oriental, que te casas conmigo, o yo
mismo te entregaré a Truxtun.
—¿Por qué haces esto? —preguntó Trinity desesperada, sin comprender
las intenciones de Breck.
—Para que puedas interpretar el papel de viuda afligida cuando me mates
—replicó él con sonrisa sardónica.
—¿Por qué?
—Digamos que así podré vigilarte mejor —replicó Breck, girando sobre
sus talones y abriendo la puerta.
—No me casaré contigo —afirmó Trinity—. Sea cual sea el precio, no me
casaré contigo.
—Este fin de semana. Y no te confundas. Será un matrimonio en todos los
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sentidos de la palabra.
—¡No habrá matrimonio en ningún sentido de la palabra! Antes me
pudriré en la cárcel. Antes me abrasaré en el infierno. ¿Me oyes, Madison
Brecker? ¡No habrá matrimonio!
—Nos hemos reunido aquí hoy, ante Dios y ante los hombres, para unir a
este hombre y esta mujer…
El recitado nasal desquició los nervios de Trinity. Segundos antes, el
religioso se había aclarado la garganta para atraer la atención de Breck, Dancey
y ella misma, los únicos asistentes a la boda.
Había sabido desde el principio que se casaría con Breck y sus motivos
eran obvios: no quería ir a la cárcel. Y, de haber albergado alguna duda, el
recuerdo del guante que había salvado Breck de las llamas la habría eliminado.
Era el as que Breck guardaba en la manga, la evidencia de que había robado el
tren. ¿Cómo había permitido que se quedara con el guante? ¿Cómo había sido
tan estúpida?
—Madison Brecker, ¿acepta a esta mujer por esposa…?
Trinity fue incapaz de resistir el impulso de mirar a Breck que la miraba a
su vez con expresión inescrutable. Era la primera vez que se miraban de verdad
desde su enfrentamiento del lunes. Se habían evitado a lo largo de toda la
semana. Breck prácticamente había hecho del cobertizo un hogar, y solo
visitaba la cabaña a la hora de las comidas, que cada vez eran más cortas, tensas
y silenciosas.
Aquella tarde de un viernes frío y gris, Breck había entrado a coger una
muda para volver a salir disparado. A las tres, cuando había llegado el
sacerdote, Breck había aparecido luciendo una camisa blanca y unos pantalones
marrones sensualmente ajustados. No le había dicho nada a Trinity. Ni siquiera
la había mirado hasta aquel momento. ¿Era posible que, incluso en aquellas
circunstancias, le hubiera echado de menos?
—Sí —afirmó Breck.
Trinity desvió la mirada, alarmada por la intensidad de sus emociones.
—Trinity Lee, ¿acepta a este hombre…
Ella concentró la atención en la falda de su vestido. Le había pedido a
Dancey que le llevara el más discreto de los vestidos que tenía en el hotel. Era
una prenda de corte sencillo, con el cuello alto y volantes en los bordes, de color
champán. No era exactamente lo que había imaginado como traje de novia.
Trinity siempre había pensado en un traje de raso y encaje, más hermoso que
cualquier otro creado hasta entonces.
—¿Señorita Lee?
Sobresaltada, alzó la cabeza. El sacerdote estaba mirándola como si
esperase algo.
—¿Acepta al señor Brecker como esposo?
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Capítulo 15
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Debía poner fin a la farsa, por su madre y por ella misma. Aquella misma noche
podía coger el cuchillo y clavárselo en su negro corazón.
Corazón. A Breck se le detuvo un momento cuando vio a Trinity, luciendo
un vestido discreto pero que insinuaba las curvas de su cuerpo de forma
tentadora. Le asustaba el poder que poseía aquella mujer sobre él. Necesitaba
ser necesitado por ella, deseado, porque, por todos los cielos, él la necesitaba y
la deseaba.
Sus miradas se encontraron, ambas inescrutables, ambas escrutadoras.
Lentamente, Breck cruzó la habitación, apoyó la bota en el borde de la silla
y cogió el cuchillo, dejándolo sobre la mesilla de noche, junto a la lámpara.
Trinity miró el arma y volvió a mirar a Breck, cuyos ojos se
ensombrecieron durante una fracción de segundo.
Breck se quitó la camisa y la camiseta bajo la atenta mirada de Trinity.
Tenía el pecho cubierto por una densa alfombra de vello dorado, vello que
había deseado acariciar tantas noches, vello en el que deseaba enredar los dedos
en aquel mismo momento. La ansiedad le produjo un hormigueo en el cuerpo.
—¿Qué será, estrella, pasión o venganza? —murmuró Breck.
Que percibiera con tanta claridad su dilema la irritaba. Que existiera el
dilema la avergonzaba. Y ambas emociones la empujaron a la acción. Cogió el
cuchillo pero Breck más rápido que un rayo, la agarró la muñeca, haciendo que
se revolviera de dolor.
—Nos veremos en el infierno antes de que sea pasión —afirmó Trinity,
con el rostro descompuesto.
—Ya estamos en el infierno, estrella —replicó Breck, apretando la muñeca
de Trinity hasta que el cuchillo cayó al suelo.
Con la fuerza que le quedaba, ella se libró de la mano de Breck, giró sobre
los talones y corrió hacia la puerta. Solo tenía una meta: escapar.
Breck, con una calma escalofriante, se agachó y cogió el cuchillo. Lo lanzó
con puntería de experto…
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Capítulo 16
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—Primero tengo que quitarme los pantalones —dijo con una tierna sonrisa
en los labios—. A menos que conozcas otra manera.
Trinity se sonrojó y le soltó el brazo. Pronto se daría cuenta de que no
sabía nada de nada acerca de ninguna manera. Quizás se hubiera amparado en
su inocencia de no quitarse Breck los pantalones en ese momento. Su virilidad,
firme y erguida orgullosamente sobre una mata de vello dorado, hizo que
perdiera la cabeza, y entonces procuró aferrarse al fundamento sobre el que
había basado toda su vida: sus sueños de venganza.
Cuando Breck se tendió sobre la cama, le miró con ojos empañados de
pasión.
—Esto no cambia nada. Todavía te odio.
—Lo sé, estrella.
—Te mataré.
—Ya estás matándome —susurró él—. De deseo.
El cielo no podía ser más dulce que los labios que cayeron sobre los suyos.
Ni podía el infierno contener más llamas que su beso, pensó Trinity.
Breck gimió, guiando la mano de Trinity hacia su vientre, hacia el centro
de sus deseos.
Trinity nunca había tocado a un hombre de esa manera, aunque a menudo
se había hecho preguntas sobre tal intimidad en la profundidad de la noche.
Incluso se había imaginado en aquella situación. Sin embargo, jamás se habría
imaginado aquella exquisita suavidad, aquella excitación plena… ni aquella
magnitud tan grande. Acarició la columna rígida, fascinada, anhelando la
plenitud que intuitivamente sabía ofrecida por ella.
Con la paciencia al límite, Breck rugió y, desnudándola por completo, se
deslizó sobre ella. No podía esperar un segundo más y penetró en su cuerpo
cálido y húmedo… pero tuvo que frenar en seco ante un inesperado muro de
resistencia.
—No —murmuró Trinity, embriagada de pasión—. No te pares.
Suavemente, pero con firmeza, Breck entró en ella y luego permaneció
inmóvil para que el tenso cuerpo de virgen se habituara a su presencia. Trinity
dejaba escapar débiles sollozos que a Breck le enloquecían de placer.
Se movía rítmicamente, y ella se arqueaba al mismo compás para recibirle.
Nunca habría podido imaginar Trinity nada tan espléndido, tan maravilloso,
tan… perfecto. Nunca había sentido Breck tanta pasión, tantas ansias de poseer,
tanto… placer sin límites. Y así estaban sintiendo cuando llegó el final, primero
para Trinity, que ahogada en un mar de sensaciones y luces cegadoras lanzó un
grito desgarrado en la cabaña silenciosa. Y segundos después para Breck que
vació en ella toda su pasión. Aunque sabía que acababan de unir algo más que
sus cuerpos.
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Capítulo 17
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y doloroso. Una vez vi a un hombre que tardó trece horas en morir de un balazo
en el estómago. Primero lloró y luego rezó. Y luego no pudo hacer ninguna de
las dos cosas porque el dolor se lo impedía.
—No —murmuró Trinity cuando Breck avanzó otro paso hacia ella,
retrocediendo a su vez.
—Por cierto, ¿te quedarás a contemplar mi muerte o huirás sin perder un
segundo? Oh, y sin duda habrás pensado en amortiguar el ruido del disparo
con algo. En caso contrario, atraerás la atención de la gente y no podrás
contemplar a gusto mi muerte, si éste es tu deseo.
Breck seguía avanzando; Trinity, retrocediendo hasta que chocó con el pie
de la cama. Breck continuó avanzando hasta que el cañón del revólver se
hundió en su estómago, desafiando a Trinity a llevar a cabo la venganza.
Sus miradas se clavaron una en la otra, ambas rezumando crudo dolor.
—Yo… tengo que hacerlo —afirmó Trinity, intentando justificarse,
curiosamente tanto ante Breck como a sí misma.
—Entonces, hazlo. Si eres capaz de apretar el gatillo, no me importa morir.
Y no le importaba. Le asustaba, pero también se vería libre de su prisión
de soledad. De alguna manera, aquella mujer había transformado su vida. Para
mejor. Ella se había convertido en ojos para su ceguera, en sonido para su
silencio. Le embargó un sentimiento estremecedor al que ni podía ni quería
poner nombre. Sin embargo, susurraba su nombre por los pasillos de su
corazón. Amor.
La mente de Trinity también estaba sumida en el caos. Se había jurado
matar a ese hombre pero, llegado el momento… Amor. Odio. En su corazón, no
podía separar ambas emociones. En sus ojos, brillaban las lágrimas. Comenzó a
temblar.
Lentamente, Breck cogió el revólver de sus manos, dejándolo sobre una
silla. Luego estrechó a Trinity entre sus brazos, consolándola, embargado por
intensas emociones que amenazaban con hacer explotar su corazón.
—Yo no maté a tu madre —le susurró al oído—. Te lo juro. Por lo más
sagrado.
Trinity hundió la cara contra el pecho de Breck, le abrazó con todas sus
fuerzas. Le creía. Santo Dios, le creía…
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Capítulo 18
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Breck dormía apoyando una mano sobre sus senos, y ella tenía una de las
suyas sobre dicha mano. La cicatriz. Sentía la cicatriz entre sus dedos. Qué
extraño, pensó, que el hombre de la cicatriz buscado durante tantos años fuera
el hombre que amaba.
¿Cuándo había sucedido? ¿Cómo?
Breck no había hablado de amor, solo de deseo y necesidades. Por otra
parte, obviamente era vital para él que creyera en su inocencia. Y ella le creía
con todo su corazón.
Pero, si no había asesinado a su madre, ¿por qué había insistido en
contraer matrimonio? Se le ocurrió una posibilidad que encogió su corazón.
Quizás había estado enamorado de su madre. La idea resultaba tan dolorosa
que sus ojos se llenaron de lágrimas.
Y, en medio del dolor, decidió que debía marcharse. Lejos, donde pudiera
pensar con claridad, donde pudiera comprender cómo había pasado tan
súbitamente de odiar a amar…
Breck despertó con las primeras luces rosadas del amanecer. Extendió una
mano y, medio dormido, pensó que estaba solo en la cama. Apoyándose en un
codo, abrió los ojos y miró a su alrededor. Al comprobar que Trinity no estaba
en la habitación, que sus ropas no estaban en el suelo, sintió el nacimiento del
pánico en su interior, pero procuró dominarlo. Había cientos de razones que
podían justificar su ausencia, y estaba comenzando a enumerar las más
probables, cuando vio la nota sobre la almohada.
Querido Breck, regreso a San Francisco. Necesito algún tiempo para pensar.
Por favor, compréndelo.
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—No.
—¿Por qué no te pones en contacto con ella…?
—Deja las cosas como están —dijo Breck dedicando a su amigo una
mirada gélida como el hielo.
—Estaré en el Last Drink si te apetece tomar una copa —dijo Dancey,
respetando la intimidad de Breck.
—¿A ver qué tal está Cindy Sue de St. Lou? —preguntó Breck ofreciendo
una sonrisa forzada en son de paz.
—A mi edad, una mirada es más o menos todo el daño que puedo hacer
—afirmó Dancey sonriendo a su vez, y seguidamente salió a la calle.
Breck observó su marcha antes de volver la atención hacia la carpeta. Pero
tenía bastante desquiciada su capacidad de concentración. Irritado, cruzó la
habitación y se asomó al cristal de la puerta. La noche era oscura y fría;
comenzaban a caer copos de nieve.
Señor, estaba tan cansado, cansado de pies a cabeza, de alma y de corazón,
y otra noche de insomnio se cernía ante él. Procuraba no recordar a Trinity,
pero siempre fracasaba en sus intentos. Y se odiaba y maldecía a sí mismo por
no poder apartarla de sus pensamientos. Todos sus pensamientos pertenecían a
Trinity.
¿Dónde estaba? ¿Con quién? ¿Pensaba en él alguna vez?
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Llego a virginia city en el próximo tren stop te amo stop ¿me amas tú?
Firmado señora de Brecker
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Capítulo 19
Las dos últimas palabras resonaban sin cesar en los oídos de Ada. En el
silencio del estudio, también oía los latidos de su corazón. Sabía lo que debía
hacer. Y debía hacerlo pronto, mientras todavía pudiera salvar a Jedediah de su
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propia estupidez.
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Llego a virginia city en el próximo tren stop te amo stop ¿me amas tú?
Firmado señora de Brecker
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bañado por una oleada de júbilo, una sensación idéntica a la que experimentó
semanas atrás, cuando se dio cuenta de que Trinity sobreviviría.
Te amo.
Siendo un hombre al que jamás le habían dirigido esas palabras, ni sus
padres ni sus amantes, sintió arder su corazón frío y solitario. Sus ojos, siempre
tan vacíos, adquirieron nueva vida, un brillo que reflejaba toda su emoción.
¿Por qué le había abandonado si le amaba?, se preguntó. Pero, ¿importaba
verdaderamente?
No, decidió, acariciando el telegrama. Nada importaba, excepto…
Sus botas resonaron como truenos en los tablones de madera de la acera y
la gente se apartó de su camino, cuando se dirigió con paso decidido hacia la
oficina de telégrafos.
¿Me amas tú?
Oía la pregunta en su mente con cada paso. Una cosa era ser amado; amar,
otra muy distinta. Ser amado era un camino de rosas. Amar, un camino lleno de
riesgos. ¿Tendría el suficiente valor para reconocer lo que sentía por Trinity?
¿Tendría el suficiente valor para poner nombre a dicho sentimiento?
El empleado de telégrafos alzó la mirada cuando abrió la puerta Breck. Y
lo mismo hicieron los dos hombres que jugaban al dominó junto al fuego y otro
que tallaba un palo de madera con un cuchillo sentado en un banco. En la sala
reinó un profundo silencio, como si el tiempo se hubiera detenido.
—Quiero enviar un telegrama —dijo Breck, acercándose a la ventanilla.
—Sí, señor Brecker —respondió el empleado, cogiendo pluma y papel.
—Para la señora Brecker, y quiero que se lo entreguen cuando suba al
Sierra Virginia en Reno.
—Sí, señor. ¿Y qué quiere que ponga?
—Te amo —dijo con voz nítida.
El empleado levantó la cabeza bruscamente, con la pluma en el aire.
Detrás, una ficha de dominó cayó al suelo.
—Eh… sí, señor —dijo el empleado, recobrándose rápidamente—. ¿Algo
más?
—No.
—¿Una firma?
—No —respondió Breck, dejando un billete sobre el mostrador—. Solo
ocúpese de que lo reciba en Reno.
—Sí, señor.
Breck salió de la oficina, llevándose una mano al borde del sombrero a
modo de seca despedida.
—¡Demonios! ¿Es cierto lo que acaban de ver mis ojos? —dijo uno de los
hombres.
—¿Quién habría imaginado que el tipo es humano? —preguntó otro.
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El joven, como nadie le hacía caso, salió del despacho con la decepción
reflejada en el rostro. ¡Maldita sea! Podía olvidarse de que su jefe le felicitara
por su gesto de honradez. Quizás, incluso debiera olvidarse de su empleo.
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El chico asintió.
—¿A qué hora llegó? —preguntó Breck.
—Al mediodía.
—Gracias —respondió Breck, dirigiéndose hacia la oficina.
—Gracias, señor Brecker —dijo Billy.
Breck no oyó el agradecimiento de Billy, no vio sus ojos juveniles llenos de
contento. Tenía todos sus pensamientos puestos en el telegrama que le esperaba
en la oficina. Inexplicablemente, presentía algo terrible, y se dio cuenta que no
le había fallado el instinto en el instante que leyó el crítico mensaje de Jedediah:
Ada subirá al Sierra Virginia en reno stop que no se acerque a Trinity stop
no hay tiempo para explicaciones stop ya hablaremos
Firmado Jedediah McCook
¡Mierda!
¿Un telegrama? ¿Había tiempo para enviar un telegrama y prevenir a
Trinity? Sí. No. ¡Piensa! Saliendo como alma que lleva el diablo de la oficina,
decidió que solo podía confiar en sí mismo. Y del mismo modo corrió hacia la
estación sin ver a nadie, sin oír la música de los bares, sin sentir el gélido viento
invernal.
Una vez llegado a su destino, subió de un salto a la locomotora nueva,
repartiendo órdenes sin perder un segundo.
—¡Dame vía libre!
—¿Señor Brecker? —gritó el jefe de estación.
—¡Déme vía libre!
El hombre corrió a cumplir la orden, mirando a Breck con cara de
incredulidad.
—¿Va a salir con ella?
—Sí. Eche madera a la caldera… ¡Rápido!
—Pero, señor, necesita agua. El depósito está medio vacío.
—No hay tiempo para agua. ¡Maldita sea, vámonos ya!
Puso en marcha el motor y, lentamente, la locomotora comenzó a moverse.
—¡Más madera! —gritó Breck, manipulando todos los instrumentos
necesarios.
El humo se elevó en el aire y, una vez situada en la vía apropiada, la
máquina comenzó a ganar velocidad. Entonces, solo entonces, elevó una
oración al cielo: «Por favor, Dios mío, haz que el telegrama le llegue a tiempo,
haz que yo llegue a tiempo. ¡Por favor, por favor, no permitas que me quede
solo otra vez!»
—¡Vamos a quemar la máquina! —gritó el jefe de estación.
La única respuesta de Breck fue acelerar al máximo.
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Capítulo 20
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tentación.
—Entonces, será una taza de té —dijo Dancey, apresurándose para
cumplir lo prometido.
Trinity permaneció en la puerta por un momento. De repente, el andén se
llenó de gente, y se preguntó si habría llegado el tren de Denver. Una ráfaga de
viento helado la movió a cerrar la puerta.
Acababa de sentarse, al menos por unos momentos, cuando volvieron a
llamar a la puerta.
—Qué… señora McCook.
La voz de Trinity, además de su sorpresa, reveló el desagrado que le
producía la mujer de Jedediah.
—Señorita Lee —respondió Ada, sus ojos brillaban con una energía que no
parecía natural.
—Señora Brecker —corrigió Trinity.
El rostro de la mujer se endureció; el brillo de sus ojos se tornó todavía
menos natural. Pero entonces sonrió. Y fue una sonrisa agradable, tan natural
que Trinity se preguntó si no habría imaginado la expresión dura y la mirada
extraña.
—Señora Brecker, claro —concedió Ada, de inmediato cambiando de tema
con una teatralidad que habría envidiado más de una actriz—. He vivido una
aventura agotadora. El tren se ha retrasado y temía que no íbamos a llegar a
tiempo para hacer el transbordo —dijo—. Voy a Carson City, pero he perdido el
tren esta mañana. Me han dicho que podía coger el tren de Denver y hacer
transbordo aquí. Lo que no me dijeron es que el tren se iba a retrasar tanto.
¡Caramba, no puede imaginarse la nevada que ha caído en el norte!
—He oído que ha sido tremenda.
—Bueno, en cualquier caso, lo he conseguido. Jedediah me ha dicho que
usted también viajaba en este tren y me ha sugerido que podríamos hacernos
compañía.
Trinity dudaba que Jedediah hubiera propuesto tal cosa, pero no podía
negarle una invitación.
—Qué idea más estupenda —mintió.
—Gracias —respondió Ada, entrando como una reina dirigiéndose a su
trono, y enseguida suspiró—. Ah, esto es mucho más agradable que los vagones
normales, siempre atestados. Aunque el verde y el rojo no pegan, ¿no le parece?
Intenté convencer a Jedediah que decorase el vagón en azul o malva, pero…
Ada dejó inacabada la frase, dejando su costoso abrigo de piel doblado
sobre la cama con familiaridad.
—Jedediah ha sido muy amable, prestándome el vagón —observó Trinity.
—Sí. Bueno, siempre puede contarse con él para hacer un favor a… a sus
amigos —dijo, ensombreciéndose su mirada.
Trinity experimentó una extraña sensación. No era miedo, sino más bien
recelo, y se sintió aliviada cuando llamaron a la puerta.
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Te amo
Y releyó una y otra vez, como si no fuera a cansarse nunca de leer las dos
sencillas palabras. Sus ojos se llenaron de lágrimas. La amaba. ¡Breck la amaba!
Apretó el telegrama contra su pecho, cerró los ojos y se dejó consumir de
emoción.
En el extremo opuesto del vagón privado, el corazón palpitante de
nervios, lleno de odio, Ada se apresuró a sacar un frasco del bolso y echó varias
gotas de láudano en la taza de Trinity. La droga se disolvió rápidamente en el
té.
Estaba respirando profundamente, cuando vio la sangre en sus manos.
¡No, no! suplicó al cielo. La sangre aparecía cada vez más a menudo, y siempre
en momentos inesperados. Aquella tarde, en el tren de Denver, había surgido
de la nada y no había desaparecido hasta que puso la mano sobre una lámpara
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Breck clavó los talones en los costados del caballo, angustiado. Había visto
el humo de la locomotora elevándose en el cielo, oído el silbato, y la proximidad
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