Seda Blanca Fuego Malva
Seda Blanca Fuego Malva
Seda Blanca Fuego Malva
MARTA ÁLVAREZ
IGUAZEL SERÓN
Otros títulos de la colección La princesa Jisun, de la dinastía Beongae,
hija de las Tormentas, ha desaparecido.
La chica gris
Antonio Runa Todo empezó con el atentado: un infierno de llamas malvas que
ni siquiera los monjes del Sol lograron controlar. Nadie sabe
La Vía Damna
Los últimos días de Clayton & Co.
quién está detrás, ni tampoco que la princesa ha desaparecido. Su
Francisca Solar hermano, el príncipe Jisoo Beongae, ha de encontrarlos a ella y a sus
10311205
9 788445 014738
ISBN: 978-84-450-1473-8
Depósito legal: B. 2363-2023
Printed in EU / Impreso en UE.
El papel utilizado para la impresión de este libro está calificado como papel
ecológico y procede de bosques gestionados de manera sostenible.
Aiya
19
piedrecitas con sus sandalias. Después, lanza un puñado de di-
minutos granos blancos al aire.
La nube se cuela por la nariz de su contrincante, que em-
pieza a toser como un loco. Aiya sonríe, victoriosa. A su alrede-
dor, varias voces se solapan: «¡Buen trabajo!», «¡Menuda paliza!».
Pero una suena mucho más alta que las demás:
—¡Suficiente!
Su maestra, una monje de avanzada edad que se yergue
musculosa, con el pelo cano atado en una alta coleta de caballo,
los observa con los brazos cruzados. Sus labios se cierran en una
línea recta, y sus ojos juzgan a Rin, que trata de sacudirle a Aiya
la arena de la parte de atrás de su uniforme.
—Tao, ¿te encuentras bien? —pregunta, con más severidad
que preocupación.
El joven vuelve a toser y levanta un dedo acusador hacia Aiya.
—¡Eso ha sido juego sucio! ¡Maldita cobarde!
—¡No podía hacer otra cosa! Y mi protegida estaba en pe-
ligro, así que yo…
—¡Me has tirado arena a los ojos!
—No tenía…
—¡Suficiente! —repite la anciana. Espera, callada, hasta que
Aiya, Tao y Rin regresan con el resto del grupo. Ahora no son
más que aprendices del templo del Sol, pero dentro de poco
tendrán el honor de prestar un juramento divino ante el Señor
Huozai. Sus espíritus y su lealtad quedarán ligados a la isla y, así,
se convertirán en los futuros diplomáticos y defensores de las
leyes de la región—. Este ha sido el mejor ejemplo de todo lo que
un escolta no debe hacer. Es un milagro de Bondad que no hayáis
aplastado a Rin en esa danza ridícula que nos habéis enseñado.
Conciliadora, Rin le da un golpecito en el hombro a Aiya.
Tao le saca la lengua desde el otro extremo de la fila.
¿Y si le metiera los dedos en los ojos? No, las consecuencias
serían aterradoras.
—Nunca podemos dar el combate por perdido, Tao. —La
maestra se gira hacia Aiya—. El objetivo de esta lección era
proteger. ¿Crees que lo has conseguido?
20
Rin intenta esconder las manos en las mangas de su cami-
sola, pero todos ven los rasguños causados por los numerosos
empujones que, sin querer, Aiya le ha propinado durante la
prueba.
Se va a disculpar, pero, de repente, la fila se deshace y sus
compañeros se apelotonan. Aiya se hace un hueco entre todos,
metiendo el codo sin piedad, y al final logra ver qué ha causado
semejante revuelo.
Aiya ya conoce esa diligencia, pero no importa cuántas veces
la haya visto: es una obra digna de Perseverancia y siempre
consigue dejarla sin habla. Dos autómatas tiran de ella, dos
delicadas aves de latón bañadas en oro que apenas levantan las
piedras del camino en su paso apresurado hacia la pagoda prin-
cipal del templo. Sus ojos de rubí centellean cuando el conduc-
tor aminora la velocidad. El hombre viste una toga rojo ciruela
en la que destaca el mismo blasón que hay grabado en oro en
los flancos de la diligencia: el fénix de la dinastía Huozai. Lleva
el pelo atado en una coleta corta que parece un pincel, y mane-
ja a los autómatas con un pequeño panel de palancas que emi-
te chirridos agónicos. A su espalda, el tejado de hojas de palma
de la diligencia cae a dos aguas, pintado de granate. Y aunque
la vista de Aiya es excepcional, es incapaz de distinguir quién se
esconde tras las rejillas diminutas de las ventanas. Aunque, a
veces, no hay necesidad de ver si sencillamente sabes. Y ella lo
sabe: allí viaja el príncipe heredero de Huozai junto a su escol-
ta de confianza. El sueño de Aiya es poder trabajar para él,
asesorándole en sus decisiones para con las otras islas de Losbias.
El joven baja con lentitud del vehículo. El silencio a su al-
rededor es tal que Aiya escucha el frufrú de su vestimenta car-
mesí. Como su diligencia, el príncipe Hanlu es exquisito y
encantador. Su cabello negro, fino, cae en cascada hasta media
espalda, salvo por el mechón que se le enreda en una de las
plumas de su máscara de fénix. Su rostro, al igual que el de
todos los príncipes y Señores de Losbias, es una incógnita para
el Imperio, a excepción, claro, de sus familiares más cercanos.
Sin embargo, ni siquiera esa máscara es capaz de ocultar los ojos
21
marrones de Hanlu Huozai, que se detienen un instante sobre
el grupo de monjes entre los que está Aiya.
—¿Habrá venido a proponerte matrimonio de una vez por
todas? —bromea Lan. Es la única persona de su clase a la que
Aiya puede mirar desde arriba.
—¡Lan, no digas tonterías! —Aiya le da un manotazo des-
preocupado mientras intenta callar a esa Aiya pequeñita que
vive en su interior y que se muere por saber qué pasaría si for-
mase parte de un escándalo imperial—. Pero es verdad, ¿a qué
habrá venido?
—No te enteras nunca de nada, ¿verdad, Ziwei? —pregun-
ta Tao con los ojos en blanco—. Están aquí por el encuentro
diplomático en Beongae.
—Claro que me había enterado —replica Aiya, reprimien-
do la segunda parte de la frase: «Pero también me había olvida-
do por completo».
***
Se dice que el templo del Sol, una pagoda circular de seis pisos,
lo construyeron hombres y mujeres que tenían un corazón de
fuego. Según las historias, sus auras eran tan ardientes que se
alejaron todo lo posible de cualquier vegetación por miedo a
reducirlo todo a cenizas. A los monjes y aprendices de Huozai
solo los rodean delgadas cañas de bambú, tan altas que parece
que intentan acariciar el sol que nutre la magia de ese lugar.
Aiya, Rin y Lan entran las primeras en el edificio, alto y
rojo. La última enciende con el dedo los faroles que cuelgan en
una hilera sobre la pared.
—¡No iría a Beongae ni por todo el oro de Usura! —pro-
testa, al tiempo que sacude el dedo para apagarlo—. No me
gustan ellos ni me gusta su comida.
—Yo creo que podría ser una buena oportunidad… —mur-
mura Rin, que sigue frotándose las manos rasguñadas.
22
Y ahí termina la conversación, porque uno de los maestros
señala hacia el aula más cercana y ellas entran, silenciosas y
obedientes. Buscan sitio entre sus compañeros, esquivando
los hilos de seda granate que cuelgan de los faroles encendidos
del techo. Aiya y sus amigas ocupan los lugares más cercanos
a las ventanas ovaladas y esperan a que el resto de los monjes
acuda.
Cuando allí no cabe ya ni una luciérnaga, una monje alta
como una columna entra con inesperada elegancia. Tras ella,
dos hombres rechonchos y poco amigables escoltan al príncipe
Hanlu, que no levanta la mirada del suelo, ni siquiera cuando
se sienta en un cojín y cruza las manos sobre el regazo.
Cuando la mujer alta habla, no se escucha ni una sola res-
piración. Habla de la guerra civil de Losbias y de cómo con-
vertirse en monje es una gran responsabilidad. Les recuerda lo
afortunados que son por haber sido bendecidos por la magia
de la deidad Sheng. Sus amplias mangas susurran con suavidad
cada vez que cruza los brazos en un gesto apremiante, como si
tuviera mucha prisa por marcharse. Y seguramente así sea, por-
que los dos monjes que escoltan al príncipe Hanlu tienen la
cara más amargada que Aiya ha visto nunca. Se distrae también
con sus cejas gruesas y lo mucho que se parecen a un par de
oruguitas.
—… es el encuentro diplomático más importante de los
últimos cincuenta años, y queremos que Huozai tenga la repre-
sentación que merece. Al mismo tiempo, buscamos ofrecer a
los estudiantes del templo la posibilidad de tener una experien-
cia diplomática real. Es una oportunidad sin precedentes.
Aiya observa de reojo cómo Lan retira la vista hacia las ven-
tanas, y también detecta a varios compañeros agachando la ca-
beza. Comprende sus dudas. Los huozis no son muy populares
más allá de sus fronteras y, de las cinco islas de Losbias, segura-
mente Beongae sea la peor para hacer amigos.
Sus compañeros tienen miedo porque el príncipe Hanlu y
su familia apenas tienen vida fuera del palacio, y mucho menos
fuera de Huozai. Y tienen motivos. Un viaje a Beongae, a la
23
capital del Imperio, sería una ocasión ideal para una emboscada,
¡o para que alguien te intente apuñalar mientras duermes! Por
no hablar de la travesía por la Corriente de la Tortuga. Los pies
de Aiya nunca han abandonado la tierra firme.
Pero no puede ignorar la llamita, esa diminuta flama en su
garganta que le dice que esta es su mejor oportunidad para salir
de los dominios del Sol y conocer a gente nueva, descubrir otras
culturas y, además, aprender cómo hacer su trabajo. Incluso si
tiene tanto miedo como el resto de sus compañeros.
Centra su atención en el príncipe. Tras la máscara, es un
completo misterio. Podría ser hasta otra persona, un impostor.
Pero no, sus ojos marrones inconfundibles la saludan un ins-
tante, antes de regresar a la espalda de la portavoz. Aiya tiene
muchas ganas de acercarse a tocar las plumas del fénix. ¿Real-
mente queman, o es solo una leyenda? Tal vez durante el viaje
pueda hacerle un placaje y, con la excusa, rozar…
—No obligaremos a ningún alumno a unirse, tenemos
monjes juramentados de sobra. Pero quienes deseen servir a
palacio y aprender, podrán marcar su nombre en esta lista.
La mujer deposita un grueso pergamino enrollado sobre la
mesa. El príncipe Hanlu se levanta al mismo tiempo y Aiya
inclina la cabeza automáticamente, como el resto de sus com-
pañeros. El joven heredero parece una estatua. Sin mediar pa-
labra, desaparece.
Cuando los estudiantes se quedan solos, se produce una
explosión de comentarios y voces y pasos apresurados que co-
rren de un lado a otro. Los más jóvenes ni siquiera levantan el
culo del suelo. Tampoco lo hace Lan, que suspira. Pero Aiya
tiene otros planes, así que intenta abrirse paso entre un grupo
de chicas que comentan en susurros si el viaje les permitirá
acercarse más al heredero. Cuando alcanza la mesa, se queda
quieta, observando el lugar en el que hasta hace un momento
estaba el príncipe Hanlu. Esa distracción hace que, cuando al-
guien le da un golpe en la espalda, se estampe contra la pared
más cercana.
—Siempre hay que estar alerta, Ziwei.
24
Tao y dos de sus amigotes más inaguantables se ríen y mar-
can sus nombres en el pergamino. La chica le arrebata la pluma
al que parece una caña de bambú y busca su nombre a toda
velocidad.
—No van a querer que alguien tan torpe y cagueta como tú
se acerque al príncipe Hanlu —se mofa Tao—. Imagínate que
le arrancas la máscara sin querer. Tendrían que matarte.
Aiya intenta no inmutarse y hace la cruz más bonita que ha
dibujado en su vida.
—En realidad no creo que sea capaz ni de sobrevivir al
viaje —insiste el otro—, es un peligro para sí misma. Se caerá
por la borda. Y ya sabes lo que dicen de los monjes ameagis: si
alguien se queda atrás, siempre miran hacia delante.
—Solo estáis molestos porque Aiya siempre os gana en los
combates —Rin se acerca a ellos y Aiya se sonroja, agradeci-
da—, así que tened cuidado, no vayamos a tener que salvaros
durante el viaje.
Los chicos hacen una mueca de disgusto, pero se marchan.
—Gracias. —Aiya sonríe y se aparta de la mesa—. Aunque
en realidad sí que tengo miedo de no estar a la altura.
—Siempre estás a la altura, Aiya. ¿Quién fue la que se coló
en la cocina el año pasado para llevarle a Lan panecillos recién
hechos cuando enfermó? ¿Quién es la mejor escaladora del tem-
plo? ¿Y quién rescató a Hoxu hace unos meses?
Aiya, que hasta ahora sonreía orgullosa, se pone blanca. Se
lleva las manos al cabello corto y está a un gesto de arrancarse
los pelos del flequillo.
—¡Hoxu!
Rin levanta un dedo para hablar, pero Aiya no le da tiempo
a decir nada. Se tropieza con el maestro que vela en la puerta y
le pide perdón varias veces mientras lo escucha gritar que no
corra por los pasillos.
Cuando llega a su dormitorio, Aiya se descuelga por la ven-
tana y, a riesgo de comerse el suelo, salta. Aterriza con cuidado
sobre la arena. Con los dedos en el interior de la boca, silba. Es
casi imperceptible, pero pronto un gorgorito tímido suena sobre
25
su cabeza y un animalillo, rechoncho y con plumas carmesíes,
revolotea hasta colocarse delante de ella.
—¡Hoxu!
Saca unos guantes de uno de sus bolsillos y se los pone antes
de acariciar al animal. La criatura se revuelve hasta ponerse
panzarriba, y Aiya sonríe. Lo atrapa de las patas y juega con
ellas, provocando un ronroneo de felicidad.
Aiya encontró a aquel bebé flaminaara solo, cerca del tem-
plo. Cuando comprobó que su familia no regresaría jamás, lo
adoptó. Las mascotas están prohibidas en el templo, pero Hoxu
no es su mascota, se dice Aiya, es un flaminaara libre que vive
entre la arena, donde su larga cola absorbe el calor y los nutrien-
tes de la tierra.
¡Aunque casi se le había olvidado darle de desayunar! Saca
una semilla de girasol de uno de los pliegues de su uniforme y
Hoxu la agarra con el pico. Parece contento, hasta que sus ojos
enormes se abren y baja las orejas con miedo.
Aiya contiene la respiración cuando escucha a alguien dejar-
se caer con habilidad a su lado. Se vuelve hacia el recién llegado.
—¿Sin la máscara en público…, príncipe?
Hanlu Huozai es bonito como un lirio. Sus ojos castaños y
grandes tienen algo de animal salvaje, y eso hace que sea mucho
más fácil sentirse intimidada cuando el príncipe no lleva la más-
cara. En sus labios, rosa melocotón, se forma una sonrisa. Aiya
la corresponde inconscientemente.
Igual que a Hoxu, a Hanlu lo conoció por casualidad.
Aiya estaba entrenando por su cuenta, alejada del templo,
cuando oyó los gritos y decidió seguirlos. Estaba asustadísima,
pero también sabía que su deber como monje implicaba acudir
a quien necesite una mano amiga. Y así, descubrió a un chico
algo mayor que ella rodeado por tres salamandras.
Aiya enmudeció al ver su rostro: parecía esculpido con todo
el mimo de las cuatro Virtudes, incluso a pesar del miedo que
teñía sus facciones en ese momento. Quien entiende de anima-
les sabe de sobra que las salamandras en grupo no suponen
ningún peligro, pero él, evidentemente, no tenía ni la menor
26
idea. Así que Aiya se apiadó del desconocido y espantó a los
reptiles, con cuidado de no asustarlos.
Cuando por fin se quedaron a solas, el joven se arrodilló a
sus pies, le dio las gracias y balbuceó que a partir de ese momen-
to tenían una deuda pendiente.
A Aiya le parecía raro que ese muchacho, que empezó a
visitarla de vez en cuando, supiera tantas leyendas de reinos
lejanos, hablara el idioma del Continente, que le sonaba a tra-
balenguas, y conociera muchas historias que la ayudaban a dor-
mir mejor. Pero nunca sospechó de él. Para cuando Hanlu le
desveló su identidad, ya eran amigos.
«¿Cuál es la pena por contemplar el rostro de un príncipe?»,
pensó aterrada. En el fondo lo sabía: la muerte. O peor aún, el
castigo más grave que se le podía imponer a un losbita: el des-
honor y el destierro.
Así que Aiya mantuvo el secreto, y también Hanlu. En rea-
lidad, lo habrían hecho aunque no hubiera habido castigo en
juego. Les gustaba poder verse así, al margen del resto del mundo.
—Es más fácil pasar desapercibido así, ¿no crees? —replica
Hanlu, y gatea hasta ella—. ¡Un flaminaara!
Estira la mano desnuda hacia el animal y, aunque Aiya tra-
ta de advertirle, el chico acaricia la cabeza del ave, que mueve
los bigotes con gusto.
—¡Lo has tocado sin guantes!
La piel de los flaminaara es tan peligrosa como sus dientes.
Incluso para alguien como Aiya, que posee la bendición del Sol
y el calor, es imposible rozarlo sin protección. Pero después de
tanto tiempo siendo amigos, debería haber sabido que, aunque
el fuego pudiera quemar la piel de Hanlu, su cabezonería lo
libraría de ello. Cuando trató de alejarse de él por temor a las
represalias, solo consiguió que el príncipe la siguiera en sus es-
capadas prohibidas desde su palacio hasta el templo del Sol.
Vestido con ropas del servicio y encantador, fue capaz de ocul-
tarse y evadir parte de sus responsabilidades. Así que al final,
Aiya se rindió.
—Mi alma está hecha de fuego, ¿recuerdas?
27
Hanlu se da un par de golpecitos en el pecho, donde se es-
conden sus tatuajes de Señor del Sol. Tiene otros en los hom-
bros y en los brazos, como Aiya. La joven monje se contiene
para no agarrarlo de las muñecas y examinar sus venas y com-
probar si son diferentes a las de ella, si el fuego y el Sol corren
por su interior, como se dice de los Huozai.
—Oye, te habrás apuntado, ¿verdad?
Aiya asiente, cabizbaja.
—Pero luego he pensado que nadie va a cuidar de él mien-
tras estemos fuera, y es demasiado pequeño para buscar semillas
por su cuenta.
Hanlu sostiene al animal y lo acaricia, distraído.
—Puedo llevarlo yo a Beongae —Hoxu revuelve las plumas
de felicidad, como si entendiese sus palabras—, nadie puede
decirme que no.
—Pero…
—Seguro que le gusta viajar. Y tranquila, cuando termine-
mos, te lo devolveré. Tendré que ausentarme del encuentro para
poder estar aquí durante el festival de Suiren.
El flaminaara gorjea agudo para mostrar su acuerdo.
—¿Harías eso? Es un incordio, y…
—Me salvaste de unas salamandras hambrientas, es lo mí-
nimo que puedo hacer…
Aiya sonríe y acepta el trato. Se quedan sentados en la arena,
hablando y jugando con Hoxu mientras el templo bulle de
energía a sus espaldas. En algún lugar, una monje alta se vuelve
loca buscando a su príncipe. En el otro extremo de la pagoda,
dos amigas suben al dormitorio y lo encuentran vacío. Y mien-
tras tanto, Aiya y Hanlu hacen planes para su viaje. Será, tal vez,
la reunión diplomática más importante a la que ella asista jamás.
Dieciséis años después de la masacre del templo de la Tormen-
ta, por fin ha sucedido: a finales de primavera, Losbias reabrirá
sus fronteras al Continente de más allá del mar.
28