El Papel de La Academia Frente A La Corrupción
El Papel de La Academia Frente A La Corrupción
El Papel de La Academia Frente A La Corrupción
De la universidad también depende acabar con ese fenómeno y superar la idea de que ‘todo
se vale’.
¿Será entonces que un cierto sustrato ideológico y moral de nuestra educación actual, en particular la
profesional, está, en primer lugar, legitimando una especie de “todo se vale y contra todos”, y, en
segundo término, invadiendo profusamente los campos del conocimiento y de la acción humana?
Filosofías que rigen el mundo
Existen dos grandes idearios que hoy comandan el mundo y determinan, en consecuencia, el tipo de
investigación que hacemos y la orientación de la educación que impartimos.
Los medios masivos regularmente hacen su tarea de comunicar y denunciar los negociados e ilícitos,
pero develar lo que se mueve en las correntías subterráneas de la sociedad cuando esos fenómenos se
vuelven tan recurrentes no ha sido tradicionalmente su papel.
Muchos filósofos disidentes de la gran euforia por los logros de la ciencia y el progreso han puesto el
dedo en la llaga por la forma como el conocimiento, en particular el de las ciencias sociales, se elabora
y enseña.
Podría decirse que la constante de sus críticas es que tanto científicos como educadores se han acogido
a un modelo de investigación basado en el abstraccionismo científico (o positivismo), una orientación
epistemológica que poco se preocupa por la pertinencia del conocimiento de las realidades concretas
de cada sociedad, y pretende más bien conformarse con las metodologías matemáticas y de precisión
de las ciencias naturales y exactas.
Edgar Morin diría que ese conocimiento en abstracto deja por fuera sus “conexiones y solidaridades”
con otras esferas de lo social y con la totalidad.
Por lo tanto, los profesionales educados casi exclusivamente bajo esa orientación no forman en su
mente un vínculo consciente, realista y responsable entre su carrera y el mundo social en el que la
ejercen. No construyen elementos que les ayuden a conectar su saber con la sociedad y, por tanto,
ignoran la complejidad y diversidad de dimensiones que la integran y que se afectan por la acción de
los agentes sociales.
El segundo ideario que nos rige tiene que ver con el discurso económico que promueve casi
religiosamente la globalización y que se impone por múltiples vías a la soberanía de los países.
En función de esto, los servicios esenciales de salud, vivienda, educación, cultura, diversión,
infraestructura, servicios públicos, entre otros, deben operar bajo las exigencias de la libre oferta y
demanda y generar, además, beneficios privados. En suma, esta ideología persigue la privatización
de lo público.
El mensaje que esta arrasadora ideología envía a la formación profesional es que lo único que
realmente importa en la educación es el desarrollo de capacidades de transacción para que toda
interacción profesional sea ejercida como mercantil.
Todo, en este sentido, deberá apuntar a que cualquier relación humana pueda asimilarse a una relación
de compraventa que debe producir beneficios económicos.
Esta concepción de la educación afecta la integridad ética e intelectual del profesional, pues moldea
y focaliza sus valores en torno al individualismo y al éxito personal. El entorno social y natural no se
constituye en un referente significativo dentro de las finalidades de su acción.
En el centro de este discurso está el mercado como rector indiscutible de las relaciones y transacciones
humanas. Un mercado autónomo, sin injerencia del Estado, que de manera impersonal ‘decide’ sobre
todos los aspectos de la vida social con base solamente en criterios de competitividad, rentabilidad y
eficiencia.
Al respecto, Zygmunt Bauman decía: “Somos dolorosamente conscientes de que, sin control alguno,
los mercados que se guían únicamente por el criterio de la rentabilidad conducen a catástrofes
económicas y sociales”.
Esa desconexión entre educación y vida social opera en la realidad reduciendo a lo estrictamente
económico los fines que se trazan los individuos, las empresas y las instituciones. Como
consecuencia, estos actores acomodan o dimensionan los medios, es decir, los conocimientos, los
métodos y los procesos, al tenor de esos fines estrechos.
En virtud del afán economicista que se apoderó de la sociedad, las profesiones se centran en metas o
fines de orden exclusivamente cuantitativo y económico como la maximización de los ingresos o las
utilidades, el posicionamiento en algún ranquin de competitividad, eficiencia o innovación.
Como consecuencia, los conocimientos que se imparten en las aulas se limitan a los medios puramente
instrumentales (procedimientos, fórmulas, técnicas, modelos) que mejor sirvan al logro de esas metas
cuantitativas.
A propósito de esa reducción de miras, Martha Nussbaum nos recuerda la frase de Tagore: “El
hombre moral, el hombre íntegro, está cediendo cada vez más espacio, casi sin saberlo (...) al hombre
comercial, al hombre limitado a un solo fin”.
Los profesionales formados con esa pobreza de miras y esa miopía de fines y medios no contarán con
los conocimientos ni los criterios para prever, más allá de las metas cuantitativas que se trazaron, los
eventuales efectos perversos de sus decisiones y acciones sobre la sociedad y el medioambiente.
Serán, además, sujetos propicios a la corrupción, pues la aprobación y presión sociales con respecto
al enriquecimiento, la optimización o la maximización como fines a ultranza legitiman la laxitud
moral de los medios para lograrlos.
¿Cómo sería, entonces, una educación profesional éticamente conectada? ¿Existe la posibilidad de
que quienes diseñan y dirigen el currículo profesional, que regularmente tienen a su vez una
formación marcadamente técnica o funcional (y que hoy dirigen facultades, departamentos
académicos, programas, grupos de investigación, revistas, etc.), se abran a una nueva comprensión
de su tarea?
En primer término, la universidad debe erigirse en guardiana de los fines de la sociedad y no debe
responder acríticamente a las demandas de los actores sociales si tales demandas no corresponden a
ideales de integridad e inclusión. La universidad está llamada a problematizar y cambiar esas grandes
ideologías que hoy atrapan al mundo y lo empujan a una carrera loca por el economicismo y el éxito
individual.
En segundo lugar, la enseñanza de las humanidades constituye la mejor forma de comprensión del
hombre y su vínculo social en todos sus espacios de actuación. Es solo que –como lo expresé en este
mismo medio en un artículo titulado ‘La nuestra, una educación de saberes desintegrados’– “abogo
por unas humanidades pertinentes, problematizadoras y social y ambientalmente comprometidas”.
Obviamente es necesario estudiar las humanidades como disciplinas autónomas, pero sería preferible,
para la formación de profesionales, si adicionalmente las humanidades se ponen al servicio de la
comprensión de los fenómenos humanos en y desde las organizaciones y las instituciones, no
instrumentalizándolas para el logro de la eficiencia, sino sirviéndose de ellas para comprender al
hombre y su acción. Es precisa, además, una postura crítica con respecto a las profesiones y
disciplinas objeto de la formación.
Las humanidades serían, pues, el vehículo de problematización entre los medios y los fines –en
particular sobre la pertinencia y el tenor humanista de estos últimos– y ayudarían a que los
profesionales en formación establecieran una conexión consciente y responsable entre su profesión y
la sociedad.
A modo de conclusión, podría decirse que formar profesionales éticamente conectados, más que
aprender teorías, técnicas e instrumentos (que son también importantes), implica asegurar la
apropiación de criterios asociados a la aplicación de tales instrumentos y teorías.
Podríamos entender estos criterios como referentes claros en la interpretación, la decisión y la acción
del profesional. Y estos solo se construyen en la resonancia del conocimiento técnico-científico con
la realidad social integralmente considerada.
En un mundo atravesado por problemas y retos cada vez más complejos y acuciantes como el
calentamiento global, el terrorismo, los desplazamientos masivos, la corrupción, las catástrofes
humanitarias, los autoritarismos, el desmoronamiento de las democracias, entre tantos otros, las
humanidades no pueden ser excluidas de las aulas ni del debate público.
Referencia bibliográfica
Muñoz Grisales, Rodrigo. (2017). El papel de la academia frente a la corrupción. En: El Tiempo. 6
de agosto de 2017. Disponible en: https://www.eltiempo.com/vida/educacion/el-papel-de-las-
universidades-frente-a-la-corrupcion-117180