Variaciones Sobre El Afecto
Variaciones Sobre El Afecto
Variaciones Sobre El Afecto
Variaciones
sobre el afecto
Afectos y emociones en el
proceso de organización
consorcial en conjuntos
habitacionales
Resumen
El trabajo en el campo social suele estar signado por la circulación de afectos y emociones entre los
implicados.1 A partir de un ejercicio de reflexividad sobre nuestra propia praxis y teniendo en cuenta
que la afectación no es unívoca, nos preguntamos qué roles cumplen los afectos y las emociones en
nuestro trabajo cotidiano dentro de procesos de organización consorcial comunitaria. Desde una
perspectiva crítica, buscamos problematizar la afectación compasiva e indagar de qué otras formas el
afecto puede hacerse presente desde la premisa de igualdad ontológica de quienes trabajan juntos. Para
esto, relatamos algunas experiencias de nuestro trabajo cotidiano y conversamos con vecinas mujeres
residentes de conjuntos habitacionales, con quienes mantenemos una relación profesional cotidiana,
en el marco de la Asociación Civil INSITU. Este escrito se constituye como una primera exploración
de las afectaciones del cuerpo y los vínculos que generamos con las personas que trabajamos.
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Natalia Brutto, Belén Demoy y Camila Isabel Jorge
Palabras clave
afecto - organización consorcial - intervenciones sociales
Introducción
El trabajo territorial y comunitario que realizamos en distintas experiencias profesionales de inter-
vención nos ha llevado a preguntarnos por los afectos y las emociones que nos atraviesan a nosotras
y a las personas con las que trabajamos. Consideramos que si los procesos en los que intervenimos
transforman y nos transforman, es necesario poner atención a las afecciones que allí acontecen. Es por
esto que el objetivo de este artículo será indagar la manera en la que suceden y circulan los afectos y
las emociones dentro del marco de la premisa de igualdad ontológica que guía nuestro quehacer pro-
fesional en procesos de organización consorcial en conjuntos de vivienda social.
Para esto realizamos un ejercicio de reflexividad sobre nuestra propia práctica. La reflexividad supone
poner bajo sospecha las nociones de externalidad y/o de neutralidad de un agente sobre el campo
en el que trabaja (Strathern, 1987). Esto, a su vez, supone contemplar no solo nuestra práctica sino
también las formas en las que abordamos, pensamos y escribimos sobre los territorios en los que nos
involucramos. De esta forma, la reflexividad nos permite analizar episodios, incidentes y condiciones
que se presentan de manera cotidiana durante la práctica y que sin este ejercicio podrían pasar desa-
percibidos. Además, en tanto el afecto es vivenciado de manera singular por quienes participan de una
situación, consideramos que resulta enriquecedor para el análisis conocer las opiniones y sensaciones
que tienen las personas con las que trabajamos cotidianamente. Por eso, para el presente artículo
reponemos múltiples experiencias de nuestro trabajo en distintos complejos habitacionales a lo largo
de los años y transcribimos conversaciones con habitantes mujeres que se desempeñan como adminis-
tradoras en algunos de ellos. Se trata de un escrito de carácter exploratorio, donde lejos de censurar o
cerrar debates pretendemos abrir espacios de reflexión colectiva donde podamos profundizar sobre la
manera en que trabajamos y concebir a las afecciones que acompañan esos procesos como el combus-
tible necesario para que cobren vida.
Para ello, primero nos enfocaremos en situar al lector en la labor que realizamos desde INSITU y
las premisas sobre las cuales se basa nuestro trabajo. Posteriormente, abordaremos algunos aspectos
de los procesos de relocalización. Luego, trazaremos algunas conceptualizaciones que consideramos
fundamentales. Finalmente, indagaremos sobre las variaciones de los afectos y las emociones durante
nuestro trabajo dentro del proceso de organización consorcial.
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1. Situar
Distanciándonos de aquellas lógicas, INSITU se plantea como una plataforma sin jerarquías a dis-
tancia subjetiva de las instituciones (Cerdeiras, 2013). Formalizamos la asociación civil como una
“excusa” para poder actuar en el campo que nos interesa dar disputa, de manera más autónoma.2 Nos
dedicamos a intervenir e investigar en el hábitat popular y nos proponemos hacerlo desde un espacio
de trabajo no explotador, cuidado y afectivo. Esto no significa tan solo basarnos en el buen trato, sino
que implica asumir una política del afectar y dejarse afectar. En esta línea, dos premisas guían, entre
otras, nuestro modo de conocer y actuar. La primera es que no sabemos y, por tanto, tenemos que
investigar; la segunda es que intervenir es ser intervenidas.
Benasayag y Del Rey (2022: 28) citan la frase de Sartre “siempre nos comprometemos con una cierta
ignorancia” para desarrollar su idea del compromiso-investigador. Este tipo de compromiso se dife-
rencia de aquel que pretende aferrarse a las certezas de qué hacer para alcanzar el futuro deseado tal y
como debe ser. Asumir un no saber filosófico conlleva que la situación futura sea impredecible y que
el compromiso se vuelva, entonces, apuesta. Se trata de un compromiso-investigador porque parte
del desconocimiento que se tiene sobre una situación y que para intervenir –comprometerse– en ella
hay que investigar. Pennisi (2020) analiza la intervención dentro del campo del trabajo social y pone
en tensión la premisa del saber experto profesional jerarquizado por sobre el saber del “sujeto” a ser
intervenido. En el teatro de la intervención social, el rol del sujeto es padecer un problema y el rol del
profesional es saber qué hacer con eso. El autor afirma que “es solo a partir de identificar y hacer lugar
a las zonas de no saber de una situación que puede emerger algo llamado pensamiento”. Así, opone
el saber al pensamiento: mientras que “el saber analiza y se aplica para y a pesar de los otros […] Se
piensa con los otros porque solo en el encuentro se produce pensamiento” (2020: 16).
2 En tanto asociación civil, INSITU es convocada por diversos organismos públicos estatales, por organismos
internacionales de derechos humanos y por otras organizaciones sociales con el propósito de llevar ade-
lante proyectos de abordaje territorial, de investigación situada o de formación sobre temas vinculados al
hábitat y al ambiente.
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Esto nos lleva a nuestra segunda premisa de trabajo. En el mismo artículo “Intervención2”, Pennisi
sugiere que el encuentro con los otros es un encuentro táctil. Siguiendo a Virno, propone el modelo
del tacto no como un manual a seguir, sino como una relación a observar: “tocar es, por igual, ser
tocado”. Se trata de asumir que en una situación de intervención hay una “exposición común [a las]
incertidumbres básicas, tanto como [a] la potencia común de invención”. “Intervenir es ser interveni-
do” supone que la intervención no se lanza desde la posición del experto hacia el desvalido, sino que
se trata de “formar parte de una intervención que también nos interviene, nos participa” (2020: 20).
Ambas premisas, aunque presentadas de manera muy escueta, configuran algo así como el espíritu de
INSITU, en donde intervenir, abordar, hacer es también, y necesariamente, investigar, conocer.
A grandes rasgos, podríamos decir que los procesos de relocalización de población deben ser enten-
didos como
Un proceso complejo, extendido en el tiempo y en el espacio –es decir, se inicia mucho antes de que
la población se traslade y termina mucho después del acceso a una nueva vivienda–, y que requiere un
abordaje integral y atento a sus singularidades (Argentina, 2015: 1).
De esta sencilla definición se desprende que hay un antes y un después de la mudanza. Olejarczyk
(2020) complejiza este trayecto cronológico y sucesivo de las etapas de las relocalizaciones en su análi-
sis sobre los tiempos y lugares implicados en los momentos de la definición, de la espera, de la mudanza
y del habitar. En su trabajo pueden apreciarse los afectos y las emociones que emergen al compás del
ritmo de cada uno de esos momentos. La vertiginosa mudanza, de tan efímera e intensa, perdura en
la memoria de quienes se han mudado como un hito en sus biografías, un recuerdo imborrable du-
rante décadas e, incluso, a lo largo de toda su vida. Es frecuente que en nuestros espacios de trabajo,
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habitantes de complejos habitacionales nos expliquen y relaten cómo fue la mudanza, evocando emo-
ciones, recordando en qué etapa de sus vidas se encontraban, especialmente en relación con la edad de
sus hijos o cursando sus embarazos, asociándola a otros momentos vitales para ubicarla en el tiempo.
Luego de los primeros tiempos de acomodarse en las viviendas, se abre otro tiempo distinto, que
corresponde al habitar. Este nuevo momento asume un ritmo singular según cada persona, grupo
familiar o comunidad, atravesado por las reminiscencias del lugar anterior y por las proyecciones en el
nuevo hábitat (Olejarczyk, 2020). El habitar se organiza también según la tipología habitacional. En
aquellos conjuntos de edificios en propiedad horizontal, donde especialmente se concentra la labor de
INSITU, el modo de organización social está establecido de antemano bajo la figura del consorcio.
Este dispositivo resulta una imposición legal que recae sobre sus habitantes. En las políticas de reloca-
lización de villas este cambio de hábitat exige nuevos modos de practicar el espacio, de habitarlo, tanto
al interior de cada departamento como en los espacios comunes.
A diferencia del hábitat villero, los edificios en propiedad horizontal se constituyen como tales jus-
tamente por la existencia de bienes e instalaciones que son propiedad común de quienes residen allí.
Por tanto, su uso, cuidado y mantenimiento requieren de ciertos acuerdos y esfuerzos colectivos. Se
inicia una etapa en la que necesariamente tiene que haber roce, cruce, contacto entre vecinos para
tramar esos acuerdos. No obstante, en muchos barrios la experiencia nos dice que luego de la entrega
de viviendas, el Estado suele considerar como “terminada” su principal labor y los vecinos quedan
en un entramado nuevo de habitabilidad con reglas que no necesariamente conocen, pero que se les
imponen para poder convivir. En estos momentos comienzan a exhibirse algunas de las tensiones de
habitar lo común entre las exigencias de un nuevo hábitat y las antiguas formas organizativas (Demoy,
2021). De aquí se desprende el evidente requerimiento de participar e involucrarse en los asuntos
comunes, en tanto exige a cada cual ser parte activa con voz y voto.
A las complejidades mencionadas, agregamos una que nos permitirá luego posicionar nuestros modos
de intervenir: el rol del Estado en la etapa posrelocalización. Como mencionamos, históricamente el
Estado tendió a retirarse luego de la entrega de la vivienda o, en el mejor de los casos, atendió reclamos
por problemas técnicos. Sin embargo, fundamentalmente en la última década, el abordaje posmu-
danza ha cobrado relevancia en las agendas estatales. Desde nuestro punto de vista, identificamos dos
grandes perspectivas, posiblemente articuladas entre sí, desde las cuales se lleva adelante el abordaje
consorcial en conjuntos de vivienda social: una legalista y otra asistencial. La primera antepone el
credo de la ley por sobre las prácticas y los procesos de quienes habitan estos complejos. La energía
se concentra en formalizar los consorcios, es decir, garantizar que cuenten con su administración
conformada, liquiden expensas, redacten y firmen los libros de actas, etc. Se obedece al pie de la letra
lo que indica la normativa aunque sus directivas no hagan sentido en quienes tienen que cumplirlas.
Cabe destacar que no pocas veces este enfoque legalista se alimenta de una moral civilizatoria y peda-
gogizante que entiende que los ex villeros deben aprender a vivir en los edificios nuevos al tiempo que
“destetarse” del Estado. La segunda perspectiva, la asistencial, se ubica en el lugar de intentar satisfacer
demandas de todo tipo: releva reclamos técnicos, provee recursos, escucha problemas de convivencia.
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Si el barrio está de buen ánimo, los equipos sociales coordinan talleres u organizan jornadas comuni-
tarias. Podríamos pensar junto a Hupert que esta perspectiva de intervención, en tiempos de institu-
ciones posnacionales, se erige “para detectar carencias […] y para compensarlas” en una dinámica de
demandificación (2019: 31-32).
En ninguna de estas dos perspectivas se plantea la construcción de un “nosotros”. O bien se espera que
esos otros, los vecinos, apliquen la normativa, o bien se espera que esos otros estén satisfechos con el bien
otorgado. A la vez, desde las dos perspectivas planteadas las personas que habitan los complejos son
vistas como meras destinatarias, no como seres con igualdad de capacidades, deseos y posibilidades de
acción sobre su propia vida.
El trabajo que realiza INSITU, en este sentido, tiene como objetivo principal acompañar la consti-
tución de la organización consorcial en distintos complejos habitacionales, desarrollados en distintas
épocas de la política pública de entrega de vivienda: desde barrios FO.NA.VI con más de treinta años
de antigüedad hasta barrios construidos en los últimos años a través del Plan Nacional de Viviendas.
Si bien estos procesos siempre son complejos, advertimos que es en aquellos de más larga data donde
la propuesta es más resistida. Cuando se trata de complejos habitacionales que ya tienen al menos
una década desde haber sido entregados, sus habitantes ya vienen enfrentando con más o menos
herramientas problemas comunes. De esta forma, es habitual que nuestra inserción en territorio sea
recibida al comienzo con dudas, incertidumbres respecto de lo que podemos aportar e incluso, en
algunos casos, con recelo, desconfianza y cierto rechazo. En general, los primeros cuestionamientos se
relacionan con el hecho de que ya se ocupan de lo común y que en menor o mayor medida “esto ya
lo hacemos”. Por otro lado, el hecho de que desde INSITU no se aporten recursos materiales (como,
por ejemplo, pintura, materiales de construcción o cualquier otro elemento que les permita realizar
reparaciones técnicas) en general es recibido como una frustración y un desconcierto respecto de nues-
tra labor. Finalmente, es reiterado el discurso de que del mantenimiento y de las reparaciones “debe
ocuparse el Estado”. En este marco, el trabajo de organización consorcial comienza en un punto muy
atrás que consiste primero en darnos a conocer, gestar una apertura, para que posteriormente se pueda
habilitar el trabajo mancomunado que la tarea requiere.
así como el demos usurpa el título de la comunidad, la democracia es el régimen –el modo de vida–
donde la voz que no sólo expresa sino que también procura los sentimientos ilusorios del placer y la
pena usurpa los privilegios del logos que hace reconocer lo justo y ordena su realización en la proporción
comunitaria (1996: 36).
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Postular un abordaje democrático implica un abordaje político en tanto que parte de la igualdad de las
partes. Así, el consorcio no solo puede facilitar la gestión del hábitat, sino que puede promover modos
interesantes de vivir lo común. El consorcio se vuelve una “excusa” (tal vez, un “contradispositivo”)
para la organización colectiva y utiliza sus herramientas en su favor.3 Cuando a los habitantes de los
conjuntos habitacionales les hace sentido el esquema consorcial, las herramientas de la normativa au-
mentan la capacidad de gestionar el nuevo hábitat, pero además se fortalece la posibilidad de habitar
lo común.
Nos resulta importante reponer algunas conceptualizaciones desde las cuales pensamos nuestra prácti-
ca profesional, que a su vez nos servirán de plataforma para componer las rutas del afecto en el proceso
de organización consorcial. Se trata de un mapa teórico que nos permite ensanchar nuestro universo
de lo pensable y nos asiste en la intención de ordenar nuestras ideas y sentires al respecto de nuestras
experiencias concretas de trabajo.
Para comenzar, siguiendo a Ahmed (2014), analizamos a los afectos y emociones como estados rela-
cionales, en tanto involucran (re)acciones o relaciones de acercamiento o alejamiento con respecto a
los objetos que se encuentran en juego. En este sentido, la autora considera que las emociones no de-
berían considerarse estados psicológicos, sino prácticas culturales y sociales. Sin embargo, se distingue
de la mayoría de sus predecesores (White, 1993; Katz, 1999, entre otros) en tanto tampoco cree que
3 En tanto figura legal que ordena las pautas y los comportamientos de quienes poseen un inmueble en pro-
piedad horizontal, el consorcio es un dispositivo. Ahora bien, sostenemos que este conjunto de prácticas y
mecanismos puede subvertirse y operar como plataforma en la que colectivamente se habilite el deseo, se
despliegue la potencia, se politicen las relaciones. En este sentido, hay quienes hablaron de dispositivos de
contrapoder, contradispositivos, de dispositivos colectivos de enunciación (Agamben, 2012; Deleuze, 1989;
Deleuze y Guattari, 2004; Guattari et al, 1981; Pennisi, 2020).
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las emociones vengan “de afuera”. Su propuesta es que las emociones no están ni en lo individual ni en
lo social, sino que se producen en la interacción a la vez que conforman las superficies que permiten
que lo individual y lo social sean delineados como si fueran objetos. En este sistema, los objetos de la
emoción adoptan formas como efectos de la circulación. Ahmed nos invita a rastrear la forma en la
que las emociones circulan entre los cuerpos, analizando cómo se mueven y cómo se pegan a los cuer-
pos involucrados. En este sentido, considera que las emociones afectan las superficies de los cuerpos
y por ende moldean lo que estos pueden hacer. Siguiendo a Spinoza y a Deleuze, para la autora la ca-
pacidad no es un atributo de algunos cuerpos, sino que depende de cómo los cuerpos se ven afectados
por otros cuerpos. En su Ética, Spinoza define: “Por afectos entiendo las afecciones del cuerpo, por las
cuales aumenta o disminuye, es favorecida o perjudicada, la potencia de obrar de ese mismo cuerpo”
(2012: 114), estableciendo así que el afecto es menos un sentimiento que una disposición del cuerpo
a vincularse con otros. Nos interesa estudiar esto en tanto nuestra labor precisa inexorablemente del
vínculo entre personas. La búsqueda es por la noción común que pueda darse entre quienes conviven
en un barrio, y entre ellas y nosotras. ¿Qué relaciones convienen y componen a nuestros cuerpos?
Para indagarlo debemos disponernos al encuentro, al modelo del tacto, a dejarnos afectar. Y también
tener presente la advertencia: “nadie, hasta ahora, ha determinado lo que puede un cuerpo” (Spinoza,
2012: 117), lo cual supone imposible saber de antemano lo que alguien puede hacer en una situación
dada. En este sentido, la capacidad de asombro es el espacio de apertura a la sorpresa de cualquier
combinación.
Ahora bien, un aspecto clave en el análisis de los procesos de afectación radica en la noción de terri-
torio. Se puede correr el peligro de reducir el territorio a un perímetro geográfico delimitado o a una
jurisdicción determinada. En nuestro recorrido teórico, y sobre todo anclando nuestras reflexiones en
temas del hábitat, se vuelve necesario complejizar este concepto. Siguiendo a Benasayag y Del Rey,
“Nuestros territorios constituyen nuestras superficies de actuación” (2022: 44), en tanto que, como
postuló Deleuze (1996), todo organismo está vinculado a su territorio y todo territorio es de hecho un
acto que afecta los medios y los ritmos, que los territorializa. Para Deleuze y Guattari (2004) los terri-
torios son siempre móviles. Esto es así porque para los autores el elemento constitutivo del territorio
no es el espacio sino las distancias, entendidas como la intensidad y el ritmo de lo que allí acontece.
Además, los movimientos de territorialización y la desterritorialización pueden provocar agenciamien-
tos y, por ende, transformar y ser transformados. La posibilidad de pensar el territorio como distancias
entre quienes allí se afectan habilita la posibilidad de volcar la mirada hacia lo que ocurre entre los
cuerpos y las cosas, no como una posición localizable sino como un movimiento transversal en donde
pueden rastrearse los desbordamientos y las fugas (Deleuze y Guattari, 2004). De esta forma, el terri-
torio crea y a la vez exige que se piensen nuevas relaciones posibles (Despret, 2022).
En relación con ello, y tal como expusimos en el apartado anterior, resulta clave situar la noción de
compromiso. Lejos de levantar banderas con ideales sobre cómo el mundo debería ser, trabajamos
en aceptar el mundo tal como es y actuar a partir de lo que hay. En este sentido, sostenemos un
compromiso situado con quienes nos relacionamos que no responde a promesas ni especulaciones
futuras sino que sus motivaciones provienen de la inmanencia de la situación. Este compromiso surge
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necesariamente de los cuerpos, tal como explican Benasayag y Del Rey (2022) y, por tanto, se confi-
gura a partir del vínculo con personas específicas en situaciones concretas. Para desplegar la potencia
que hay en nosotros, las acciones tienen que producirse en un plano de encuentro, de afectación y, por
tanto, no pueden ser previsibles de antemano. Este tipo de compromiso implica amigarse con cierto
grado de desconocimiento sobre los posibles resultados y con el riesgo que supone exponernos sin
garantías.
Por último, nos interesa concluir este apartado definiendo el habitar como un proceso vital que las
personas despliegan en el tiempo para apropiarse de un espacio. Los recorridos cotidianos, que invo-
lucran una serie de prácticas y representaciones, permiten que las personas puedan reconocer el orden
implícito en el espacio y transformarlo en algo familiar, provisto de sentido (Giglia, 2012; Olejarczyk,
2020). En este sentido, a tono con Mujica (2008), consideramos que el habitar es la conjunción del
ser y el estar en tanto acontece cuando podemos ser donde estamos y estar donde somos. A su vez, en
tanto nuestro trabajo se despliega en el marco de procesos de relocalización, nos resulta fundamental
pensar las implicancias de la mudanza como un evento que incide en la experiencia del habitar de la
población destinataria de las viviendas sociales. La mudanza podría ser analizada a partir de dos ejes.
Por un lado, implica cambiar de lugar. Para esto se debe dejar la vivienda que, en el caso que nos com-
pete, suele haber sido construida por los propios habitantes. Participar en el diseño y construcción de
la vivienda propia es una de las formas de habitar un espacio (Giglia, 2012). En estos casos, la coinci-
dencia entre quienes diseñan y habitan la vivienda da lugar a la proyección material de necesidades y
deseos propios. En contraposición, la vivienda social presenta una morfología, un uso y destino rígi-
dos y pautados de antemano (Giglia, 2012). Estas lógicas opuestas suponen una tensión debido a que
el hábitat de origen y aquel de destino no son susceptibles de ser domesticados de la misma manera.4
Esto conlleva a una segunda cuestión: que los adjudicatarios de las viviendas sociales modifiquen sus
modos de habitar y los adapten al nuevo espacio, es decir que en la mudanza es preciso que muten
ellos mismos (Olejarczyk, 2020). Subjetivarse en el espacio de residencia, poder habitarlo, hacerlo
propio es una –si no la mayor– apuesta que trazamos en nuestra intervención.
4 Domesticados, siguiendo a Giglia, se refiere a que “el habitar es sinónimo de domesticación del espacio, es
decir, que alude a la producción social de domesticidad, que se realiza mediante el uso reiterado de cierto
espacio, dando forma a un conjunto de prácticas reiterativas” (2012: 29).
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Antes de profundizar en cada una de las variaciones, nos resulta importante detenernos en dos cues-
tiones. Por un lado, atender que lo que nos vincula al resto se encuentra siempre bajo una “zona de
indeterminación” (Pennisi, 2020: 14), esto quiere decir que algo de lo que traemos se vincula con algo
de lo que traen los otros. Esto que adviene en la vinculación excede la comprensión de los implicados,
por esto es preciso cultivar cierta disponibilidad para que el encuentro acontezca y para que los víncu-
los se tejan siguiendo su propio cantar, es decir, sin la intervención directiva.
Por otro lado, consideramos necesario detenernos en la categoría del tiempo en tanto factor que media
nuestra relación con los vecinos y con el dispositivo consorcial. Como hemos mencionado, existen
diversas maneras de abordar la organización consorcial. Mientras que, por lo general, prevalece una
mirada asistencialista y/o legalista del consorcio, desde INSITU intentamos sostener un abordaje
democrático. Este abordaje considera que el consorcio se puede constituir como una excusa para la
organización colectiva (Demoy, 2021) que permita nuevas articulaciones entre los vecinos y entre ellos
y el lugar que habitan. El abordaje democrático implica dilatar lo meramente operativo para dar lugar
a la construcción colectiva de lo común. Es por esto que este tipo de abordaje precisa de tiempos más
prolongados a los estipulados por la demanda estatal y, muchas veces, a los esperados por los propios
vecinos, por ende, sitúa una tensión ineludible que se constituye como condición para nuestro tra-
bajo. Pennisi escribe (2020: 16): “cuando no hay tiempo solo se actualiza el teatro conocido”, a tono
con él consideramos que la demora implicada en el abordaje democrático se constituye como una
postura ética que atiende la apertura a lo desconocido en pos de que algo auténticamente singular
pueda ocurrir.
Por último, sentimos honesto mencionar que si bien aquí se relatan experiencias signadas por la
afectación y que bajo los parámetros del abordaje democrático podrían considerarse virtuosas, esto
no siempre ocurre. En algunas oportunidades, el acompañamiento consorcial puede ser frustrante y,
sumidas en la vorágine cotidiana, nuestro registro de lo que allí sucede puede ser poco preciso. A pesar
de esto, la elección de las experiencias relatadas remite a la posibilidad de verificar en ellas la poten-
cia del acompañamiento consorcial gracias a la alegría –material, compartida y sin objeto (Pennisi,
2020)– que experimentamos en el encuentro con los otros.
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con experiencias previas de personas externas que se han acercado para realizar algún tipo de actividad
y en numerosas oportunidades nos han dicho que estos encuentros estaban orquestados por cierto
“clientelismo político” que pauta de antemano los objetivos de su acción. Andrea, una de las vecinas
con la que conversamos, nos comentaba:
Nosotros pensábamos que acá se arrimaban los políticos cuando querían votos y nunca accionaban. No
nos dejaban funcionar como barrio porque, a pesar de ser veinticuatro familias, somos un montón de
gente también, cada uno con una realidad distinta y nunca nos daban la posibilidad de tener otro nexo,
de hacer cosas.
Ante cierta trayectoria canónica de las intervenciones sociales y de manera contraria al imaginario que
se tiene de éstas, nuestro trabajo no se corresponde con una tarea asistencial ni de control. Actual-
mente, en tanto nuestra labor puede confundirse con la del Estado que otorgó las viviendas, también
despierta ciertas dudas en los vecinos respecto a las competencias de nuestro rol y la capacidad que
tenemos para gestionar recursos y/o “hacer de puente” entre ellos y las autoridades estatales. A su vez,
la tarea consorcial es novedosa y por ende difícil de comprender, le demanda a los involucrados una
participación activa en la vida común del complejo habitacional sin ofrecer, a priori, nada tangible
a cambio. Todo esto contribuye a que nuestra llegada al barrio esté acompañada de cierto recelo de
parte de los vecinos.
Si bien la organización consorcial cuenta con un marco legal específico que respalda esta práctica,
nuestro trabajo también requiere de la participación real de los vecinos. En otras palabras, no se puede
organizar un consorcio si los consorcistas no lo desean. A partir de nuestra experiencia, podemos afir-
mar que en la mayoría de los casos, y por las razones mencionadas, este deseo no suele estar presente
en un primer momento. Andrea recuerda la primera vez que llegamos al barrio:
Cuando vinieron a presentarse dije “estas chicas no están bien”. ¿Cómo las veinticuatro familias que
vivimos acá, que nos conocemos hace tantos años, nos vamos a poder poner de acuerdo y formar un
consorcio? A mí me parecía una locura y algo que nunca se iba a lograr.
En el mismo sentido Mari, otra administradora, acota: “Yo decía: ‘¿qué vienen a hacer éstas?’”.
Para los propios habitantes, el consorcio se presenta como un dispositivo desmesurado y poco capaz de
atender sus necesidades. En principio, el consorcio propone el encuentro entre vecinos para organizar
la vida en común. Concretamente esto supone reunirse en asamblea, elegir a quienes se desempeña-
rán como administradores, debatir mejoras o arreglos del espacio común, entre otras cuestiones. Sin
embargo, en una sociedad ridículamente individualista y en línea con lo que comentan las vecinas,
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el consorcio puede resultar amenazante. En este sentido, muchas veces nos encontramos con narra-
tivas que hacen referencia a la imposibilidad de concreción del consorcio. Los vecinos se muestran
incrédulos y nos explican que ellos ya se conocen, que hace muchos años conviven y que, por ende,
están seguros de que la organización consorcial no va a funcionar. A su vez, muchos comentan que
no quieren “pelear” y que por eso prefieren no involucrarse en la toma de decisiones comunes. A
tono con Benasayag y Del Rey (2022), consideramos que nuestra cultura intenta ignorar el conflicto
y lo trata como algo susceptible de desaparecer. El conflicto queda inmediatamente reducido a algo
intrínsecamente negativo o, como explican los autores, a una de sus expresiones: el enfrentamiento.
Por su parte, la herramienta fundamental del consorcio, la asamblea, depende de los cuerpos que se
encuentran y de las voces que allí se expresan (Demoy, 2021). Es un espacio sin jerarquías que le de-
manda a los involucrados una participación activa a partir de la cual se pueda alojar lo múltiple. Esta
multiplicidad, constitutiva de cualquier grupo, se expresa a través del sostenimiento del conflicto. Por
lo tanto, participar de la asamblea supone habitar el desacuerdo y conformar lo común desde allí. Es
en el encuentro que ontológicamente supone al conflicto donde comienza a trazarse algo del orden
de lo común. Por ende, creer en la posibilidad de lo común implica asumir el conflicto inherente al
encuentro (Benasayag y Del Rey, 2018). El espíritu de la asamblea es retratado por Andrea y Natalia,
dos administradoras de barrios distintos:
[La asamblea] es buena porque podemos hablar, intercambiar opiniones, dialogar. Cada una da su punto
de vista, no es que una dice algo y todos hacemos eso (Andrea).
Lo que más nos sirvió fue la asamblea. El poder juntarnos, por lo menos la mayoría, y poder empezar a
debatir cuáles son nuestros problemas y llegar a un consenso o a un acuerdo porque si no uno supone y
está bueno que cada uno pueda expresarse. Esa es la herramienta fundamental (Natalia).
Por lo general, llegar a considerar la asamblea como “la herramienta fundamental” y, por tanto, confiar
en el dispositivo consorcial lleva tiempo. En este sentido, pensamos que la apertura a lo desconocido
precisa de un despliegue temporal prolongado y que durante ese tiempo resulta necesario sostener
encuentros, juntarse. Los anhelos y proyectos no se construyen en soledad sino que es mediante el
trabajo de escuchar a los otros que se puede constituir un nosotros (Ahmed, 2014).
En línea con esto, a la hora de trazar los afectos que se ponen en juego en nuestro trabajo, resulta
importante pensar que este se inscribe en la historia de organización comunitaria que tuvo lugar antes
de nuestra llegada. Luego de tantos años de convivencia, los residentes de los complejos habitaciona-
les cuentan con experiencias que los ayudan a resolver los imponderables de la vida cotidiana. Estas
experiencias de organización previa están cargadas de afecto y tienen implicancias en el momento pre-
sente que pueden facilitar o dificultar la organización consorcial. En muchas oportunidades, estas son
experiencias de frustración en tanto incluyen procesos comunitarios que no se han podido sostener
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en el tiempo e intercambios poco fructíferos con los representantes estatales u otros agentes externos.
Pensamos la frustración como la distancia entre lo que efectivamente sucede y lo que consideramos,
consciente o inconscientemente, que debería suceder. El privilegio de una versión moral de la realidad,
en la cual prevalece lo que debería ser por sobre lo que la situación concreta ofrece contribuye a, en
términos de Spinoza (2012), disminuir nuestra capacidad de actuar. Concretamente, esto condiciona
las ganas que, al menos en un primer momento, los habitantes de complejos habitacionales tienen de
participar de la organización consorcial. A su vez, la frustración no nos es ajena a nosotras mismas.
Si priorizamos las expectativas abstractas por sobre los procesos singulares, la frustración no tarda en
aparecer. En efecto, es en el ejercicio de comprometernos con las situaciones particulares en las que
participamos que logramos sortear las expectativas de lo que el consorcio debería ser y hacer.
Lo dicho hasta aquí refiere a la importancia de considerar la organización consorcial como parte de la
historia de organización de un barrio. Es por esto que resulta muy probable que ya haya un sentimien-
to de comunidad, es decir, un nosotros constituido y susceptible de ser modificado. Por su parte, la
organización consorcial se presenta como una nueva manera de encontrarse que modifica los vínculos
que sostenían hasta entonces. La capacidad que tiene el consorcio en afectar, y por ende modificar, el
vínculo de los involucrados tiene que ver con las especificidades de lo que allí se ponen en juego. El
consorcio puede tener la capacidad de alterar la partición de lo sensible (Rancière, 1996), es decir, de
modificar los modos de decir, hacer y ver de manera tal que se dispute el estatuto ontológico de quie-
nes participan, pudiendo redistribuir la palabra y haciendo parte a quienes antes no lo eran. Siguiendo
a Rancière (1996), se puede pensar a la asamblea como una instancia política en la cual a partir del
movimiento dialéctico de la conversación se revela la igualdad de los seres parlantes.
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Es decir que la organización consorcial es una práctica situada que se inscribe en la historia de or-
ganización de un grupo de personas y que se despliega en el tiempo a través del sostenimiento de
los encuentros entre vecinos. A su vez, para que el consorcio fomente la organización comunitaria
necesitamos, en palabras de Martí (1983: 2), generar un “microclima de intimidad” que permita el
desarrollo de lo común, a saber: el despliegue del deseo de encontrarse a partir y, a la vez, más allá de
la tarea consorcial.
5 Nos referimos con el término nosotras aunque cabe aclarar que en este proceso particular participó tam-
bién un compañero del equipo de INSITU. Por ser las autoras de estas reflexiones todas mujeres, optamos
por sostener el pronombre personal en femenino.
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de que nuevas personas ocuparan la administración. La honestidad que la situación demandó fue un
hito en nuestra relación en tanto inauguró un vínculo de mayor confianza entre nosotras y las vecinas.
Fue esta confianza las que nos permitió aventurarnos a proponerles a dos de ellas que hicieran equipo
y se postulasen juntas para ocupar los cargos de la administración bajo la figura legal de “comisión
administradora”.6 Esta propuesta las motivó y la extendieron a otras dos vecinas. Así, la tarea consor-
cial –que parecía abismal– encarada en grupo se volvió posible.
De este recorte nos gustaría explorar dos puntos. Por un lado, detenernos en la forma en la que esta
situación modificó la relación entre las vecinas involucradas. Las administradoras usaron la energía de
su indignación frente al estancamiento del proceso como motor de cambio. Juntas, mientras traza-
ban un plan de trabajo para su gestión, se preguntaban por qué no había funcionado la organización
consorcial hasta el momento. La frustración era el punto de partida en el que se encontraban y reco-
nocían. Al igual que Ahmed (2014), consideramos que la indignación es creativa: funciona para crear
un lenguaje con el cual responder a aquello a lo que nos oponemos. Desde ese lugar que compartían,
aparentemente impotente, pudieron establecer un vínculo que les permitió reanudar la cuestión con-
sorcial. La comunicación entre ellas se expandió: iniciaron un grupo de WhatsApp y comenzaron
a juntarse regularmente. Este acercamiento resultó sorpresivo para ellas mismas: Sole, una de las
integrantes de este equipo, nos comentaba asombrada que antes ni se saludaba con Graciela, otra de
ellas. Aquí el movimiento que provocó la tarea consorcial instauró una nueva manera de habitar en
tanto modificó la conexión entre los cuerpos implicados e instauró un nuevo vínculo. Es por esto que,
siguiendo a Ahmed (2014), podemos pensar que el vínculo se da a partir del movimiento, al verse
conmovido por la proximidad con los otros. En este punto cabe mencionar que en reiteradas oportu-
nidades observamos que en el caso de las mujeres que ocupan cargos de administración estas suelen
apelar a la grupalidad para encarar las tareas. Respecto a esto, una administradora nos comentaba: “La
mayoría estamos solas, eso influye porque une más. Tenemos la misma visión, proyectamos siempre
en conjunto. Capaz porque pasamos muchas cosas como mujeres” (Mariela).
Aquí el equipo no alude únicamente a la división de tareas, y por ende de trabajo, sino que también
es una estrategia que muchas veces contribuye a que las mujeres administradoras ganen legitimidad
ante los vecinos. Este agenciamiento particular entre los cuerpos feminizados habilita un actuar –aquí
entendido en un sentido filosófico que lo opone al padecer– que en muchas oportunidades altera la
manera en que las cuestiones comunitarias eran atendidas y, por ende, permite pensar nuevos posibles
(Benasayag y Del Rey, 2018).
Por otro lado, nos gustaría explorar cuáles son los cimientos sobre los que se tejió una relación parti-
cular entre nosotras y las vecinas en cuestión. ¿En qué resulta particular nuestra intervención? ¿Qué
cuestiones antes vedadas se vuelven perceptibles, si una está atenta, en el entramado consorcial? Nues-
tro acompañamiento implica prestar atención sobre el proceso consorcial y la gente que lo lleva ade-
lante aun cuando parece que nada ocurre. La atención, a su vez, demanda sostener la mirada. Aquí
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entendemos la mirada no como una posición pasiva sino como una acción capaz de confirmar o
transformar la distribución de las posiciones (Rancière, 2011). En tanto prestar atención es una decla-
ración de importancia (Despret, 2022), saberse mirado puede ser parte del engranaje del movimiento.
Creemos que gran parte de nuestro acompañamiento se relaciona con ese mirar que no juzga, sino que
ofrece sostén y confianza. Es un gesto sutil, pero suficiente y si bien cada situación es particular, mu-
chas veces han sido las sutilezas que se despliegan en el encuentro las que se conforman como las pistas
posibles que guían nuestro accionar. En línea con esto, las palabras de Mariela respecto a los motivos
por los que nuestro acompañamiento le había resultado valioso pueden ser esclarecedoras: “El decir ‘sí
pueden’, ¿entendés? Eso. Capaz que nos faltaba eso, que haya personas que nos digan ‘chicas, ustedes
pueden, lo pueden lograr, pueden hacer muchas cosas’. Incentivarnos todo el tiempo” (Mariela).
En este entramado de gestos y atenciones se gesta un vínculo de confianza que habilita el despliegue
de una relación que trasciende el asesoramiento consorcial. De lo que aquí se participa es de la cons-
trucción de lo común. Crear lo común, como hemos visto en los recortes mencionados, requiere del
ejercicio de pensar a la par estrategias posibles para las situaciones que se presenten. Si bien entende-
mos que el pensamiento supone –bien como premisa o finalidad– la incomodidad, consideramos que
también precisa, paradójicamente, de cierta comodidad. La comodidad suele aparecer en espacios cui-
dados, donde se confía en quienes participan. Por lo tanto, la confianza es uno de los cimientos para
que esta búsqueda de lo común se ponga en juego y, a la vez, es la condición necesaria para habilitar
la variación final: la complicidad entre los implicados.
La complicidad es el último de los afectos en esta composición probable. Esto es así porque llegar a
una instancia de complicidad demanda una intimidad que inevitablemente se construye de a poco.
Junto a François Jullien (2016) nos gusta pensar que lo íntimo es la posibilidad de extender correlati-
vamente el adentro hacia fuera, de tener la propia interioridad también en el otro. La exterioridad, el
afuera de cada quien, se convierte en un interior compartido en el que puede encontrarse un refugio.
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En línea con esto nos gustaría retomar la experiencia del complejo habitacional que relatamos en
el apartado anterior para compartir lo que ocurrió una vez que sucedieron las elecciones en la cual
se renovó la administración. Luego de una asamblea álgida, en la cual fue difícil llegar a la mayoría
necesaria, resultó electa la nueva comisión administradora integrada por cuatro mujeres: dos con
el cargo de administradoras y dos con el de consejeras de administración. El traspaso del mandato
fue turbulento. Quienes dejaban la administración no querían entregar el dinero recolectado de las
expensas ordinarias y, además, querían “independizar” sus torres del resto del complejo habitacional.
La justificación era que desconfiaban de la nueva administración, desconfianza que también le atri-
buían a los demás consorcistas. Si bien había sido electa en las condiciones democráticas que supone
la normativa, esto le traía claras dificultades a la nueva administración: la imposibilidad de ejecutar el
plan de trabajo en tanto no contaban con el dinero recaudado y el resquebrajamiento de sus vínculos
con el resto de los vecinos en tanto se estaba hablando mal de ellas a sus espaldas, lo cual favorecía la
desconfianza. Ante esta situación las nuevas administradoras se juntaron entre ellas y luego nos con-
vocaron a una reunión a la que también citaron a los administradores salientes. Ellos no asistieron,
sin embargo, aprovechamos la instancia para pensar en conjunto cuáles podrían ser los pasos a seguir
para solucionar cuanto antes esta situación y, a la vez, sincerarnos respecto a lo que creíamos que se
podía leer entre líneas en este altercado: no se debía a una falta de confianza sino que se trataba de una
disputa de poder, agudizada por el género de las protagonistas. A priori, a esta conclusión no llegamos
nosotras ni ellas sino que juntas fuimos componiéndola a partir de varios eventos: las vecinas contaron
de la agresión verbal que sufrieron por parte de uno de los involucrados y cómo, ante esto, apelaron
a aparecer públicamente en grupo para sentirse seguras. Además, nos dijeron que les parecía que a
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ellos les molestaba que fueran mujeres quienes ocupaban los cargos. Nosotras coincidimos. Luego,
estuvimos de acuerdo en la importancia de repasar la normativa que serviría de amparo para contestar
a las demandas de la administración saliente. En suma, lo que sucedió en esa reunión fue el delinea-
do de un lenguaje común que nos permitiera tener la misma clave de lectura para interpretar lo que
estaba ocurriendo en pos de poner en marcha un plan de acción. A nuestro entender, esto fue posible
gracias a una confianza ya instaurada que habilitó el despliegue de las primeras manifestaciones de la
complicidad que se trazaron entre nosotras y las administradoras. Desde este amparo que brinda la
complicidad y en pos de desarticular los rumores, pudimos pensar soluciones creativas que atendieran
la complejidad de la situación. Se llegó a la conclusión de que sería bueno convocar a una asamblea
en la cual se pudiera esclarecer esta situación con todos los vecinos del complejo. Las administradoras
comenzaron la asamblea recapitulando el marco legal que amparaba lo sucedido en la votación pasada
y establecía la imposibilidad de independizar algunas torres del predio. También llevaron fotocopias
del plan de trabajo que habían diseñado para mostrar a los vecinos su capacidad de planificación y
su deseo de realizar acciones concretas en pos del mantenimiento y mejora de los espacios comunes.
En efecto, hablaron de necesitar un voto de confianza para llevar adelante la tarea y de la importancia
de hacer a un lado riñas o afinidades históricas para dar lugar a que algo nuevo sucediera. Durante la
asamblea, la complicidad que construimos con las administradoras devino sinergia y nos permitió,
tanto a ellas como a nosotras, sentirnos seguras para esclarecerle al conjunto de los vecinos lo que esta-
ba ocurriendo. Mientras que nosotras mantuvimos un rol de espectadoras, una de las administradoras
coordinó la asamblea –tarea que involucró hacerle frente a una serie de tensiones–. Lo hizo con soltu-
ra, según nuestra lectura, en parte gracias a la confianza que habíamos tejido y que se manifestaba en
la seguridad de que si la situación se volvía hostil, allí estábamos juntas. En este sentido, creemos que
la capacidad de trazar un plan común y ejecutarlo requirió del respaldo que brinda la complicidad. En
tanto el despliegue de la complicidad se teje entre los cómplices y se siente primeramente en el cuerpo,
resulta difícil extrapolarla a un recorte o a una serie de palabras que circularon allí. En efecto, suele ser
un fenómeno reservado a la experiencia. A pesar de esto, esperamos que tanto la resolución favorable
de la situación, que incluyó la adquisición de una bordeadora anhelada hace más de un año para man-
tener el césped de los espacios comunes y que las administradoras nos compartieron emocionadas vía
WhatsApp, como algunos de los detalles aquí descritos sean evidencia suficiente.
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A partir de lo relatado se puede pensar a la complicidad como una forma de comunicación que
demanda una intimidad propia de quienes se saben iguales. Entendida como una manera de comu-
nicarse, la complicidad es, muchas veces, un lenguaje signado por gestos íntimos en el sentido en el
que los entiende Jullien (2016), a saber: portadores de intencionalidad y capaces de saldar la brecha
existente entre los cuerpos en el afán de trazar un común. Muchas veces, los gestos íntimos en los que
puede leerse la complicidad marcan y anticipan la forma que adquiere la relación, en este caso, de
cariño y compromiso entre las administradoras y nosotras. En este sentido, no es en vano mencionar
que nuestro compromiso es con personas particulares, que atraviesan procesos singulares y adquieren
importancia en nuestra vida. Personas que nos afectan y a quienes queremos.
Por otra parte, en el relato intentamos dar cuenta de que en los procesos que acompañamos nadie sabe
mejor que el otro. En efecto, ni nosotras, ni los vecinos, ni la asamblea en sí misma son portadores
de un saber superador que permita sortear las complejidades que se presentan. En cambio, son las
relaciones que se tejen entre los involucrados que, acopladas a una serie de gestos, permiten escapar a
una serie de binarismos diversos: la oposición entre la afectación y la racionalidad, entre quienes saben
y quienes no, entre la técnica y los saberes supuestamente ordinarios (Bardet, 2019). Por el contrario,
la práctica consorcial implica una imbricación de saberes y cuerpos que habilitan una apertura y una
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apuesta hacia el futuro. Por su parte, la pregunta sobre el futuro es siempre una indagación afectiva
(Ahmed, 2014) que conlleva cierta dosis de incertidumbre.
A su vez, en el caso en cuestión se pusieron en juego otros asuntos que si bien eran parte de la disputa
en torno a la administración del consorcio, excedían lo meramente consorcial. Había, por ejemplo,
cuestiones no saldadas en torno al género que remitían a episodios personales y pasados de las ad-
ministradoras y, también, a la historia colectiva de quienes conviven juntos hace mucho tiempo. En
tanto en la vida en común se anudan cuestiones que desbordan la tarea consorcial, prestarles atención
supone una postura política que atienda la posibilidad de vivir con y junto a esos otros con los que
compartimos una historia sin anular las diferencias constitutivas de todo grupo. En este sentido, la
complicidad –siempre solidaria con la apuesta y el arrojo– corona la conformación de un nosotros.
Reflexiones abiertas
Pensar los afectos y las emociones implica una inclinación microscópica pues si bien acontecen de
manera situada entre agentes particulares y proveen de textura a los procesos de los que forman parte
(Campos Medina, Silva Roquefort y Gaete Reyes, 2017), muchas veces pasan desapercibidos. En este
sentido, pensar y escribir acerca de los afectos obliga a explorarlos con mayor detenimiento en pos de
describirlos como la fuerza que une y dinamiza las cosas, las personas y los lugares (Ahmed, 2014). El
tiempo que exige esta caracterización es consecuente con la dilatación temporal que implica el abor-
daje democrático desde el cual trabajamos. A pesar de que un consorcio puede ser organizado desde
la lógica asistencial o legalista, en tanto demanda el encuentro entre cuerpos, si se trabaja desde un
compromiso situado, la organización consorcial puede constituirse como un dispositivo político que
altere la repartición de lo sensible (Rancière, 1996).
En tal sentido, pensar en los afectos y las emociones que atraviesan a los vecinos y a nosotras mismas
en lo cotidiano no deja de ser un reconocer a los otros desde el mismo umbral de posibilidades y
potencias.
A su vez, este artículo plantea nuevos interrogantes. ¿Puede la circulación de afectos y emociones, en
su contribución al generar agenciamientos entre los implicados, ser garantía suficiente para que un
proceso de organización comunitaria se sostenga en el tiempo? ¿Resulta posible rastrear la forma en
que el saberse afectado modifica los procesos del habitar? ¿Pueden los afectos y emociones alterar las
relaciones preexistentes (de poder en muchos casos) de un colectivo, como puede ser un consorcio?
A sabiendas de que toda experiencia reserva en ella cierta dosis de novedad, estas preguntas apun-
tan a prolongar, sin prisa ni pausa, el ejercicio de registro, pensamiento y escritura que aquí se ha
desplegado.
En este escrito hemos intentado reponer las variaciones de las afectaciones que registramos durante
nuestra práctica profesional. Partiendo, por lo general, de una situación de temor al conflicto donde
priman las experiencias frustrantes se puede virar hacia lazos de confianza y, en ocasiones, hacia la
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conformación de una complicidad entre los propios vecinos y entre ellos y nosotras. Como hemos di-
cho, los afectos y las emociones están influenciados por las experiencias previas, pero también por los
agenciamientos particulares entre los involucrados. Por esto hay encuentros que resultan más potentes
que otros, incrementando la capacidad de actuar de los implicados. En este sentido, consideramos que
nuestra metodología de trabajo se inscribe en la búsqueda de aquellos encuentros y afecciones que
resulten solidarios con el despliegue de nuestra potencia y la de los vecinos, a la vez que nos permita
pensarnos como coconstructoras de la situación que habitamos en la búsqueda por lo común.
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