Historia de Abuelas

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Abuelas de Plaza de Mayo (2007). La Historia de Abuelas. 30 años de


búsqueda (1977- 2007). Buenos Aires: APDM, capítulo 1.

Este material se utiliza para fines educativos.


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LA HISTORIA DE ABUELAS
30 AÑOS DE BÚSQUEDA
Abuelas de Plaza de Mayo
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DICTADURA, REPRESIÓN Y APROPIACIÓN 19

Capítulo 1 (1977-1980)
Dictadura, represión
y apropiación*

Hacía ya seis meses que las Madres de Plaza de Mayo habían convertido
la orden policial de “circular” en “la ronda de los jueves”, verdadero sím-
bolo de coraje cívico. También habían golpeado muchas puertas: minis-
terios, cuarteles, comisarías, iglesias, hospitales. La respuesta en todos
los casos era un silencio cómplice. Aquel jueves de 1977 una madre se
apartó de la ronda y preguntó: “¿Quién está buscando a su nieto, o tiene
a su hija o nuera embarazada?”. Una a una fueron saliendo. En ese mo-
mento, doce madres comprendieron que debían organizarse para buscar
a los hijos de sus hijos secuestrados por la dictadura. Ese mismo sábado,
22 de octubre, se juntaron por primera vez para esbozar los lineamientos
de su búsqueda e iniciar una lucha colectiva que sigue hasta hoy. Las
mujeres se bautizaron como Abuelas Argentinas con Nietitos Desapare-
cidos, más tarde adoptaron el nombre con que el periodismo internacio-
nal las llamaba: Abuelas de Plaza de Mayo.
La dictadura militar, establecida en el país el 24 de marzo de 1976, en
poco más de siete años hizo desaparecer por razones políticas a 30.000
personas. Pero además de la “desaparición forzada de personas” sistema-
tizó otro hecho inédito y horroroso: la desaparición de niños secuestra-
dos con sus padres y de bebés nacidos durante el cautiverio de sus
madres embarazadas.
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Raquel Radío de Marizcurrena, fundadora de Madres y Abuelas –“des-


graciadamente”, como suele decir–, perdió a su hijo Andrés el día que
cumplía 24 años, junto con su esposa Liliana Caimi, que estaba embara-
zada de cuatro meses. Ambos fueron secuestrados el 11 de octubre del 76.
“Le preparamos la fiesta en su casa. A las once de la noche, cuando había-
mos terminado de cenar y de cortar la torta, tocaron el timbre. Era la poli-
cía. Entraron seis hombres diciendo que buscaban unos libros. Los chicos
les mostraron una caja con libros que había dejado un amigo pero los poli-
cías respondieron que igual tenían que acompañarlos ‘para hacer un
careo’. Y cuando se los estaban llevando nos dijeron que nos quedemos
tranquilos, ‘en dos horas los traemos de vuelta’, y se fueron. Yo empecé a
llorar a los gritos. ‘¿Por qué llorás así?’, me empezaron a preguntar. Y les
dije: ‘Porque sé que no van a volver. Ustedes no saben nada, no leen los
diarios, no van a volver”1. Enseguida Raquel y su consuegra Elida Caimi
fueron a hacer la denuncia, pero no se la aceptaron. A la salida de la sec-
cional, un agente las llamó y les sugirió que hicieran un habeas corpus.
Al año siguiente Raquel y 13 mujeres más fundaron Madres de Plaza de
Mayo. Ya habían aprendido que el habeas corpus era una acción judicial de
amparo por la cual todo detenido tenía derecho a ser llevado ante un juez
para que éste resolviera inmediatamente su libertad o su arresto. Empeza-
ron a redactarlos ellas mismas y a presentarlos ante los jueces. Éste fue el
primer contacto tanto de las Madres, como de las Abuelas, con la Justicia.
“Comenzamos a reunirnos en espacios públicos para no levantar sos-
pechas: en el Jardín Botánico, en el Zoológico, en algunas iglesias, en con-
fiterías como El Molino o Las Violetas. Recopilábamos documentación y
hacíamos firmas conjuntas. Nos poníamos en grupos, separadas por los
bancos, y firmábamos. Y todos los jueves empezamos a ir a la Plaza de
Mayo”, cuenta Raquel en referencia a los primeros encuentros que reali-
zaban las Abuelas. En un principio pensaban que porque eran mujeres no
se las iban a llevar, pero se equivocaron. De hecho Raquel estuvo detenida
junto con Azucena Villafor –fundadora de Madres que poco después sería
secuestrada–, a quien recuerda como “una mujer fantástica”2.
En octubre del 77 Raquel y el resto de las Abuelas se pusieron a prepa-
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Año 1980. La prensa retrata la angustia de Madres y Abuelas. A la derecha, Raquel Radío
de Marizcurrena, fundadora de sendas asociaciones.

rar un documento con los casos de niños desaparecidos y mujeres emba-


razadas para entregarle a Cyrus Vance, secretario de Estado norteameri-
cano, cuya visita a la Argentina estaba prevista para el mes siguiente. Las
Madres, por su parte, prepararon un documento con los casos de sus
hijos desaparecidos. A partir de la asunción del demócrata James Carter
como presidente de los Estados Unidos, el 20 de enero de ese año, se
había producido un cambio cualitativo en las relaciones bilaterales entre
ambos países. La administración de Carter mostraba interés por esclare-
cer las violaciones a los derechos humanos practicadas por el autodeno-
minado Proceso de Reorganización Nacional. Vance concurriría a un acto
en la Plaza San Martín para colocar un ramo de flores en la estatua del
Libertador. Madres y Abuelas querían atravesar la guardia policial y en-
tregarle en mano los documentos. Unas, con sus pañuelos, y otras, con
un clavito negro atravesado en la ropa y un pañal de tela en la cabeza (con
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el tiempo también sería un pañuelo), esperaron frente a la plaza, en si-


lencio, y a medida que el funcionario se fue acercando comenzaron a gri-
tar pidiendo justicia y reclamando la aparición de sus hijos y sus nietos.
Las mujeres lograron atravesar la seguridad y entregar a Vance los
documentos. Una de las que más fuerza hizo para cumplir el objetivo fue
Azucena Villaflor, quien tres semanas más tarde, el 10 de diciembre de
1977, fue desaparecida. Dos días antes, como resultado de la infiltración
de Alfredo Astiz entre las Madres, habían sido secuestradas Esther Ba-
llestrino de Careaga y María Ponce de Bianco, junto con las monjas fran-
cesas de la Congregación Hermanas de las Misiones Extranjeras, Léonie
Duquet y Alice Domon, quienes trabajaban en la búsqueda de los desapa-
recidos. Todas ellas, junto a otros familiares, formaban parte de un con-
junto de personas que se reunía en la Iglesia de la Santa Cruz. El grupo
fue sorprendido en el templo mientras recaudaba fondos para publicar
una solicitada con la lista completa de los detenidos-desaparecidos en el
diario La Prensa. Luego se sabría que las tres Madres y las religiosas habí-
an sido torturadas y que el 18 de diciembre, en un “vuelo de la muerte”,
fueron tiradas vivas al mar. “El día que se llevaron a las Madres de la Igle-
sia de la Santa Cruz –dice Raquel– me salvé por un pelo porque yo no
podía ir ese día, entonces firmé antes la solicitada”. Los secuestradores
también se llevaron el dinero, pero los familiares pudieron juntar nueva-
mente la plata y la solicitada salió dos días más tarde en el diario La Pren-
sa bajo el título “Sólo pedimos la verdad”. En la lista fueron agregados los
nombres de las cuatro mujeres secuestradas. Fue firmada por 230 perso-
nas, entre ellas Astiz, bajo el seudónimo de Gustavo Niño3. El 26 de
diciembre, el diario Clarín publicó un mensaje navideño del dictador
Jorge Rafael Videla: “Usted, señora, usted, señor, que con su esfuerzo
cotidiano ha dado muestras más que acabadas de madurez y de com-
prensión a este proceso. A vos, joven, y a vos, niña, que formás parte de
esa espléndida juventud argentina, que es físicamente vital, emotivamen-
te inestable, pero moralmente idealista. A vos también, pequeño, que
vivís todavía la alegría de tu inocencia. A todos los convoco bajo el signo
de la unión nacional, dentro del ámbito de la familia, frente a frente con
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el rostro de ese niño Dios, para que hagamos un examen de nuestras


conciencias. Que así sea”4.
La dictadura desestimaba la existencia de desaparecidos y justificaba
sus acciones bajo el argumento de que había una guerra entre dos ban-
dos. Los medios se referían a terroristas a los que sus padres no habían
educado bien. Y la sociedad, aterrorizada y desorientada, acuñaba frases
como “yo no sé nada” o “algo habrán hecho”. Las Abuelas, sin esperan-
zas de que les entregaran a sus nietos, comenzaron su propia búsqueda
y sus reuniones periódicamente. El grupo original de Abuelas estaba
compuesto por Raquel Radío de Marizcurrena; Clara Jurado; María Eu-
genia Cassinelli de García Iruretagoyena; Delia Giovanola de Califano;
Haydeé Vallino de Lemos; Alicia “Licha” Zubasnabar de De la Cuadra;
Leontina Puebla de Pérez; Beatriz Aicardi de Neuhaus; Eva Márquez de
Castillo Barrios; María Isabel “Chicha” Chorobik de Mariani; Vilma De-
linda Sesarego de Gutiérrez, y Mirta Acuña de Baravalle. En sus encuen-
tros en sitios públicos trataban de parecer señoras mayores convenciona-
les que tomaban el té. A veces fingían celebrar el cumpleaños de alguna.
Elaboraron un código para hablar por teléfono: “el hombre blanco” era el
Papa; “cachorros”, “cuadernos” y “flores” eran los niños; las “chicas” o las
“jóvenes” eran las Madres, y las “viejas” o las “tías viejas” eran ellas mis-
mas. Cuando se reunían en casas particulares tomaban recaudos para no
ser descubiertas. Si era en un edificio, se juntaban a la hora de la siesta
para no cruzarse con el encargado. Evitaban usar el ascensor por los rui-
dos, bajaban las persianas y hablaban casi susurrando. Muchas de ellas
dejaron de fumar para que el olor no las delatara5. “El primer lugar donde
empezamos a funcionar fue el departamento que tenían las Madres,
quienes nos prestaron una habitación. Estuvimos ahí un tiempo, pero
como era muy chica cuando pudimos alquilamos un departamento en
Montevideo al 700. Además nos reuníamos en casas de otras Abuelas: en
lo de Julia Grandi, cuando ya se había incorporado, en lo de María Euge-
nia Cassinelli, en lo de Vilma Gutiérrez”, cuenta Raquel.
“Yo era muy chica, pero todavía me acuerdo de los habeas corpus y de
miles de papeles y fotos conviviendo en la misma mesa con los sándwi-
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ches y las tortas cuando se reunían en la galería de arte de mi familia”6,


dice Yamila Grandi, quien junto a su Abuela Julia Grandi siempre buscó
a su hermano o hermana. El número de madres en busca de sus hijos y
nietos crecía día a día. Se conocían en las comisarías, en los juzgados, en
la ronda de los jueves, en las colas del Ministerio del Interior. Precisa-
mente en el Ministerio del Interior Sonia Torres conoció a las Abuelas y
se incorporó a la búsqueda. Sonia, la Abuela de Córdoba, había perdido
a su hija Silvina Parodi –embarazada de seis meses y medio– y a su yerno
Daniel Francisco Orozco, el 26 de marzo de 1976. De inmediato fue a la
comisaría y allí recibió el primer “no”, que luego se repetiría en todas la
oficinas públicas a las que concurriría. Sonia, junto a Otilia Argañaraz de
Lescano e Irma Ramaciotti de Molina, iniciaron y mantuvieron a lo largo
del tiempo el trabajo de la filial Abuelas de Córdoba. En todo el país había
Madres y Abuelas que, lentamente, por el “boca en boca”, como dice
Raquel, se iban juntando.
En la ciudad de La Plata Licha De la Cuadra hacía tiempo reclamaba
por su hijo Roberto José, desaparecido el 2 de agosto de 1976. El 23 de
febrero del año siguiente había perdido también a su hija Elena, emba-
razada de cinco meses. Elena había sido secuestrada en La Plata junto
con su compañero Héctor Carlos Baratti Valenti. De ellos pudo saberse
que estuvieron detenidos en la Comisaría 5ta. de esa ciudad y que el 16
de junio de 1977 Elena había dado a luz a una beba a la que llamó Ana.
Cuatro días después se la quitaron. Licha ya no buscaba a tres seres que-
ridos sino a cuatro. Chicha Mariani, a quien le habían desaparecido a su
nuera Diana Teruggi y su nieta de apenas tres meses –Clara Anahí–, se
enteró en un juzgado de menores platense de la existencia de otras
Abuelas que estaban buscando. Licha recibió en su casa a Chicha y jun-
tas se dieron ánimo y empezaron a convocar a más Abuelas. Meses des-
pués se sumó a las Abuelas de La Plata Jorgelina “Coqui” Azzaro de Pe-
reyra, a quien le habían secuestrado a su hija Liliana el 5 de octubre de
1977, embarazada de cinco meses. “Y empezamos todas a buscar por los
juzgados, comisarías, ministerios, por todos lados, y así nos íbamos en-
contrando”7, cuenta Coqui.
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El lugar que las 12 fundadoras habían alquilado quedó chico, pero gra-
cias a una donación del Consejo Mundial de Iglesias, la principal organiza-
ción ecuménica cristiana internacional, compraron el primer departamen-
to de la Asociación, ubicado en Montevideo 434, en pleno centro porteño.
Desde el principio se consolaban unas a otras, contaban sus casos y se
alentaban. Eran mujeres diferentes unas de otras a las que unía una bús-
queda común más allá de clases sociales, ocupaciones o credos religio-
sos. Eran mujeres con la “vida armada” que de golpe tenían que enfren-
tarse a una tragedia inimaginable. “La desaparición de sus hijos y nietos
redefinió sus vidas, modificó el sentido de sus vidas. Pero Madres y Abue-
las asumieron esta realidad con una entrega extraordinaria. Cuando las
vi comenzar a organizarse y a trabajar, pude advertir la valentía y la creati-
vidad de todas ellas”8, expresa el obispo metodista Aldo Etchegoyen, miem-
bro de la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos (APDH).
La APDH había sido creada en 1975 por un grupo de hombres y muje-
res consustanciados con la idea de “promover la real vigencia de los dere-
chos humanos enunciados en la declaración Universal de las Naciones
Unidas y en la Constitución Nacional, y contribuir a poner fin al terroris-
mo de todo signo”9. Su reacción ante la violencia y su posicionamiento
universalista le valió el apoyo de un espectro político diverso y pluralista.
Etchegoyen resalta que con el surgimiento de las Madres y las Abuelas
descubrió en toda su potencia el papel de la mujer en la defensa de los
derechos humanos: “Tanto unas como otras hicieron honor a ese rol que
aún hoy tiene vigencia. El sentido de la maternidad y el sentido de la
‘abuelicidad’ es un elemento especial que se da en la mujer, y el coraje y la
constancia son elementos que se dan en los casos de defensa de la vida”.
Lo cierto es que las Abuelas tenían tanto trabajo por delante que no
sabían por dónde empezar. Comenzaron con sus primeras labores “de-
tectivescas”: una abuela se internó en un sanatorio psiquiátrico para
seguir una pista, otra se disfrazó de enfermera, otra incluso llegó a traba-
jar como empleada doméstica en una casa para estar cerca de una niña.
Mientras tanto se pusieron a compilar un listado de nombres con la foto
de cada niño y cada mujer embarazada secuestrados. Luego hicieron una
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lista de personalidades a quienes presentar los casos. Escribieron una carta


dirigida al entonces papa Paulo VI e infinidad de misivas a funcionarios
de todos los niveles. Enviaron escritos a la Corte Suprema de Justicia de
la Nación, a las Naciones Unidas y a la Cruz Roja. Al mismo tiempo se
fueron entrevistando con militares, obispos y líderes políticos. Visitaron
todos los juzgados de menores. Tenían la sospecha de que la mayoría de
sus nietos habían pasado o pasarían por allí antes de ser adoptados, en-
tregados en guarda o trasladados a institutos. La respuesta de los magis-
trados, en su gran mayoría, era el desinterés y el rechazo. Más tarde se
probaría que muchos de ellos, a sabiendas, habían ignorado los reclamos
de las Abuelas y entregado a los niños en adopción sin buscar a sus fami-
lias. En 1978, Delia Pons, jueza del Tribunal de Menores N° 1 de Lomas
de Zamora, les dijo: “Estoy convencida de que sus hijos eran terroristas,
y terrorista es sinónimo de asesino. A los asesinos yo no pienso devolver-
les los hijos porque no sería justo hacerlo. No tienen derecho a criarlos.
Tampoco me voy a pronunciar por la devolución de los niños a ustedes.
Es ilógico perturbar a esas criaturas que están en manos de familias
decentes que sabrán educarlos como no supieron hacerlo ustedes con
sus hijos. Sólo bajo mi cadáver van a obtener la tenencia de esos niños”10.
Precisamente fue esta jueza quien abandonó a Emiliano Damián
Ginés Scotto, que tenía apenas 11 meses cuando fuerzas de seguridad
atacaron su casa y asesinaron a sus padres, María Ester Scotto y Juan
Antonio Ginés. Al pequeño lo dejaron con una familia vecina que lo
entregó al tribunal a cargo de Pons, desde donde nunca trataron de loca-
lizar a sus familiares. A pesar de conocer su identidad, la jueza envió a
Emiliano a la Casa Cuna de La Plata. El niño tenía síndrome de Down y
murió 10 meses después tras un retroceso y deterioro progresivos por las
deficientes condiciones de salud y ambientales a las que fue sometido.
A pesar de estas actitudes, las Abuelas no tenían miedo: lo peor ya había
ocurrido. Y estas Abuelas, que al comienzo se perdían en cualquier tribu-
nal, fueron descifrando los laberintos de la burocracia. Multiplicaron las
presentaciones conjuntas y acudieron a las embajadas. Cada vez les resul-
taba más claro que los militares y los funcionarios cómplices consideraban
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Año 1976. Cristina Navajas de Santucho juega con su hijo Camilo. Poco después, embara-
zada, sería secuestrada. Su madre, Nélida Gómez de Navajas, se sumaría a las Abuelas.

que los hijos de desaparecidos eran “botín de guerra” para entregar a fami-
lias vinculadas a las fuerzas represivas. Pero el ingenio de las Abuelas tam-
bién se iba aguzando con las escasas informaciones a las cuales tenían
acceso. “En las rondas de la plaza se acercaban personas que nos pregunta-
ban si éramos ‘las Abuelas’ y nos pasaban papelitos –recuerda Nélida Nava-
jas–. O te daban una dirección y te decían: ‘Es un matrimonio que nunca
tuvo hijos y que ahora tiene un bebé’. Y nosotras pasábamos por ese domi-
cilio para investigar. Otras Abuelas simulaban que promocionaban produc-
tos para bebés. Tocaban timbre y decían: ‘¿En esta casa hay un bebé? Por-
que esto se usa así...’. Así conseguían datos y en algún caso llegaban a ver
al nene”. Cristina, la hija de Nélida, había sido secuestrada el 13 de julio de
1976. Tenía dos hijos, Camilo y Miguel. Ella y su compañero Julio Santu-
cho pertenecían al Partido Revolucionario de los Trabajadores (PRT). Julio
en ese momento se encontraba en Italia y mantenía una fluida correspon-
dencia con su mujer. La noche del secuestro, Nélida recibió un llamado de
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los vecinos de su hija para que fuera a buscar a sus dos nietos y a un primo
de ellos, hijo de Manuela Santucho –también secuestrada con Cristina– y
de Alberto Genoud, que estaba detenido. Junto a Cristina y Manuela des-
apareció Alicia D’Ambra, también embarazada. En el departamento Néli-
da encontró una carta que su hija aún no había podido mandar a Julio:
“Llevé a los nenes al médico porque están con bronquitis, con mucha tos,
e íbamos a llevar con mamá a Camilo a un traumatólogo porque le dolía la
piernita. Cuando termine con los nenes voy a ir al médico porque tengo ya
dos faltas”, decía la carta. Nélida supo entonces que su hija estaba embara-
zada de dos meses. Más tarde, por testimonios de sobrevivientes, pudo con-
firmar que Cristina tuvo a su bebé11.

En abril de 1978, previendo los posibles problemas que surgirían si sus


nietos fueran “legalmente” adoptados, las Abuelas solicitaron a la Corte
Suprema de Justicia que prohibiera la adopción de niños registrados
como NN y exigiera investigaciones exhaustivas sobre los orígenes de
quienes tuvieran tres años o menos y que hubiesen sido entregados en
adopción después de marzo de 1976. Tres meses después la Corte recha-
zó la presentación y se declaró incompetente para tratar el problema.
También en abril las Abuelas se acercaron hasta San Miguel, donde esta-
ba reunida la Conferencia Episcopal Argentina. Las atendió un monse-
ñor: “Los obispos están muy ocupados. Deben reflexionar, reunirse, cam-
biar ideas. Ya han hecho todo lo que pueden por ustedes”12.
Los medios también les daban la espalda. Además la dictadura los uti-
lizaba para sus propios fines y quienes no acataban las órdenes se con-
vertían en enemigos: hubo periodistas exiliados y desaparecidos, listas
negras, silencios voluntarios y en ocasiones obligados. Entre 1974 y 1983
fueron asesinados y desaparecidos 98 trabajadores de prensa13. La cen-
sura y las amenazas eran moneda corriente. El diario Buenos Aires Herald
fue el primero que se atrevió a publicar una carta de lectores que daba
cuenta de la existencia de niños desaparecidos en el país. “El Herald tuvo
mucha dificultad para transmitir lo que estaba sucediendo, nadie creía en
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los desaparecidos, nadie creía en este drama”14, evoca Andrew Graham


Yooll, secretario de redacción hasta septiembre del 76, cuando debió exi-
liarse, y hoy director del diario. “Las colectividades de habla extranjera,
entre ellas la angloparlante, no querían saber nada de política y en mu-
chos casos veían con simpatía a las Fuerzas Armadas”.
Además de ir diariamente a los despachos oficiales, las Madres y las
Abuelas empezaron a ir a las redacciones de los diarios. “Venía mucha
gente llorando y era muy difícil porque no ofrecíamos contención algu-
na –explica Graham Yooll, quien también formaba parte de Amnistía
Internacional–. Un día vino una señora a denunciar la desaparición de
su hija embarazada. No sabía cómo podía hacer para buscarla. Había
ido acá y allá y nadie le daba bolilla. Le dije que tenía que hacer un habe-
as corpus, le expliqué cómo se hacía y le pedí una copia sellada para yo
poder decir que tenía un documento. Teníamos la fantasía de que si
teníamos ese documento no nos podían hacer nada. Pero al poco tiem-
po tenía un proceso penal en mi contra”. La señora volvió a las tres o
cuatro horas con un abogado, seguía llorando: “Me aconsejan no publi-
car nada, mi hija es grande y responsable”. En aquel momento, en Tri-
bunales, ingresaban a razón de 200 habeas corpus por día. Graham
Yooll, por recomendación del juez que llevaba su causa, se fue del país.
Siguió en contacto con el Herald y con Robert Cox, su director, quien vía
carta le informaba cómo iban los acontecimientos. El diario recibía
decenas de llamados de lectores disgustados porque hablaban de los
desaparecidos. De otros diarios mandaban a las Madres y a las Abuelas
al Herald: “Nosotros no podemos publicar una cosa así pero vayan a ver-
los a los ingleses que son tan locos que se la publican”, les decían. Cada
vez más Madres y Abuelas se agolpaban en la puerta del diario con su
desesperación a cuestas, esperando algún tipo de ayuda. Graham Yooll
no puede olvidar el rostro de María Eugenia Cassinelli de García Irure-
tagoyena, quien buscaba a su hija María Claudia, embarazada de siete
meses al momento de su secuestro, y a su yerno Marcelo Gelman. En
diciembre de 1979, a raíz de las amenazas y presiones, Cox también
tuvo que dejar la Argentina.
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El 1° de julio de 1978 comenzó el Mundial de Fútbol. Carlos Lacoste,


vicepresidente y hombre fuerte del Ente Autárquico Mundial 78 (EAM
78), fue mano derecha del almirante Emilio Massera. “Me acuerdo de lo
temido que era Lacoste en el mundo del fútbol –cuenta el relator y perio-
dista Víctor Hugo Morales–. Estaba la sensación de que si te oponías po-
días aparecer muerto en una cuneta”. La marchita militar no admitía in-
diferentes: “Veinticinco millones de argentinos –decía la canción oficial–
jugaremos el Mundial”. Y en plena competencia, a diez cuadras de la
cancha de River, epicentro de la fiesta, funcionaba la Escuela de Mecáni-
ca de la Armada (ESMA), uno de los mayores centros de tortura de la dic-
tadura. Las Abuelas y las Madres aprovecharon la presencia de la prensa
internacional para denunciar lo que estaba ocurriendo en el país. “¿Uste-
des no son argentinas?”, les preguntaban los periodistas. A algunas que
por entonces se acercaron a reclamar por sus hijos les dijeron que des-
pués del Mundial todos los detenidos serían liberados.
El 25 de junio la Selección Argentina jugó la final contra Holanda, jus-
tamente el país que, junto con Francia, había encabezado, en el exterior,
una campaña para denunciar lo que los militares argentinos querían
ocultar con el Mundial. El argumento era simple: no se podía jugar un
mundial mientras a pocos metros del estadio se torturaba y se mataba
gente. Cuando finalizó el partido, que Argentina ganó 3 a 1, el relator José
María Muñoz decía: “Va a entrar Videla a dar la copa… el fútbol ha hecho
el milagro del país... nos siguen atacando aquellos que no nos cono-
cen”15. Sin embargo, fue gracias a los periodistas extranjeros que vinie-
ron por el Mundial que Madres y Abuelas lograron sus primeros grupos
de apoyo. No obstante, los secuestros y desapariciones iban en aumento.
Y el número de Abuelas también.
“¿Por qué soy Abuela de Plaza de Mayo? Porque tenía tres hijos y los
tres desaparecieron durante el Mundial”, se presenta Antonia “Negrita”
Acuña de Segarra, de la filial de Abuelas Mar del Plata. A Negrita le hicie-
ron desaparecer primero a su hija Alicia, el 21 de junio, junto con su
compañero Carlos María Mendoza. Alicia estaba embarazada de dos me-
ses. Luego desapareció Laura, que tenía 17 años y estaba embarazada casi
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a término, “le faltaban 10 días para tener a su bebé”. Con ella desapare-
ció también su compañero Pablo Torres, de 21 años. “Pablo era maestro
mayor de obra y había construido la casa de donde se los llevaron”,
recuerda Negrita. Nueve días después se llevaron a su hijo Jorge. “Reco-
rrí todos los organismos de derechos humanos del país pero ninguno
buscaba a los niños, hasta que me enteré de la existencia de Abuelas de
Plaza de Mayo. Como a muchas de nosotras, a mí me encontró la Abue-
la Eva [Castillo Barrios]. Ella era la que iba a la plaza y preguntaba: ‘¿Sos
nueva, qué te pasa?’. Le conté mi caso y me dijo: ‘Tenés que venir a Abue-
las porque ahí buscamos a los chicos’”16. El trabajo se iba organizando
cada vez más. El 5 de agosto de 1978 se celebraba el día del niño y las
Abuelas lograron publicar en el diario La Prensa una carta dirigida a quie-
nes tuvieran nietos. Se titulaba “Llamado a la conciencia y a los corazo-
nes” y recordaba que los niños tenían el derecho fundamental de reunir-
se con sus abuelas, quienes, como fuera, los buscarían por el resto de sus
vidas17. La carta puso a las Abuelas ante la mirada de la opinión pública.
Las investigaciones de estas mujeres se habían unido y habían creado un
movimiento. La solicitada estremeció al mundo y marcó el inicio del res-
paldo internacional a la lucha de las Abuelas. Veinte días después de la
carta, Estela Barnes de Carlotto recibía el cuerpo de su hija Laura, de 22
años, quien tenía un embarazo de dos meses cuando la secuestraron. Por
testimonios de sobrevivientes, Estela pudo saber que el 26 de junio su
hija había dado a luz a un niño al que llamó Guido. Estela, actual presi-
denta de la institución, se fue incorporando gradualmente. “Cuando me
enteré que Laura había sido madre, mi consuegra me dijo que no busca-
ra sola, que había otras Abuelas, y me mandó a la casa de Licha [De la
Cuadra]”, recuerda. Sus compañeras se alegraron con su llegada porque,
como era docente, podía escribir correctamente cartas y documentos. “La
primera vez que fui a Plaza de Mayo con las Abuelas de La Plata, yo tem-
blaba como una hoja. Había tantos militares, tantos caballos, tantos fusi-
les. Pero las Abuelas seguían caminando y me decían: ‘No te va a pasar
nada, seguí, no tengas miedo, estamos juntas’. Apretarse y darse las ma-
nos, como hermanas, son cosas que las Abuelas tenemos hasta hoy”18.
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Frente a la indiferencia y el aislamiento, las Abuelas cambiaron de


estrategia. Armaron una carpeta que incluía casos con las fotos de cada
uno de los chicos desaparecidos o la de sus padres y una pequeña histo-
ria de cada niño o embarazada secuestrados, y la enviaron a distintas per-
sonas dentro y fuera del país. Armaron además carpetas individuales y
también las mandaron, o sea que cada destinatario recibió cerca de un
centenar de carpetas19. “Si había un nieto ya nacido, poníamos una foto-
grafía. Si la mujer estaba embarazada poníamos cuántos meses de gesta-
ción tenía. Estas carpetas empezaron a funcionar muy bien porque al
poquito tiempo empezamos a salir al extranjero y se las repartíamos a
todo el mundo”20, cuenta Rosa Tarlovsky de Roisinblit, hoy vicepresiden-
ta de Abuelas. Rosa se sumó al grupo luego de la desaparición de su hija
Patricia, el 6 de octubre de 1978, embarazada de ocho meses. En abril de
ese año las Abuelas habían mandado una carta a la Organización de los
Estados Americanos (OEA), el principal foro multilateral del continente,
pero nunca obtuvieron respuesta. Comenzaron a sospechar que muchas
de sus cartas no salían del país. Por eso mandaron una vez más la carta a
la OEA, pero esta vez desde el exterior. En diciembre las Abuelas recibie-
ron una respuesta de la Comisión Interamericana de Derechos Huma-
nos (CIDH) de la OEA, en la cual informaban que se hacían cargo del
problema de los niños desaparecidos. Alguien las escuchaba21.

Una de las funciones de la CIDH es recibir, analizar e investigar peticio-


nes individuales que alegan violaciones de los derechos humanos como
así también realizar visitas a los países miembros para inspeccionar. Con
este objetivo una delegación de ese organismo visitó la Argentina en sep-
tiembre de 1979. “Por creer que el derecho a la seguridad es un derecho
humano que el Estado debe proteger, los argentinos recibimos hoy la
visita de la CIDH. Esto es lo malo. Que están aquí porque somos dere-
chos y humanos”, se podía leer en una nota firmada por Guicciardini,
seudónimo de Mariano Grondona, en El Cronista Comercial22. Se arma-
ron largas colas de familiares que iban a entregar sus denuncias. Las
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DICTADURA, REPRESIÓN Y APROPIACIÓN 33

Abuelas aportaron sus archivos a la nómina de 5.566 casos de desapari-


ción que presentaron los organismos. Y en octubre se lanzaron al mundo
a difundir su búsqueda. Los datos recogidos en los viajes demostraron la
existencia de un plan sistemático de apropiación de bebés que incluía
maternidades clandestinas, personal médico y listas de espera de perso-
nas dispuestas a “adoptar” hijos de desaparecidos.
Uno de los primeros destinos fue Brasil. Allí se contactaron con el
Comité de Defensa de los Derechos Humanos en el Cono Sur (CLA-
MOR), dependiente del Arzobispado de San Pablo, y recogieron testi-
monios de sobrevivientes que confirmaban los nacimientos en cautive-
rio. “Algunos tenían la memoria bloqueada, pero otros se acordaban de
todo –detalla Estela Carlotto–. Fuimos acumulando información, y nie-
titos que eran apenas una sombra empezaron a tener sexo y fecha de
nacimiento”. Copiaron los datos en papel de seda y los ingresaron a la
Argentina envueltos en una caja como si fueran bombones. “¿Quién iba
a sospechar de las viejitas que traían chocolates?”23. Gracias a los archi-
vos de CLAMOR la Abuela Angélica Chimeni de Bauer, de la localidad
bonaerense de Ayacucho, supo que su nuera –Susana Beatriz Pegora-
ro– secuestrada junto a su padre el 18 de junio de 1977 en la estación
Constitución de Capital Federal, había tenido una niña. Angélica había
estado tres años paralizada por el miedo. “Pero en el 79 empecé a bus-
car, me encontré con una Madre de La Plata y ella me dio la dirección de
Madres de Buenos Aires, y de ahí me fui a Abuelas”24, recuerda. Angé-
lica había perdido a su hijo, desaparecido el 18 de junio de 1977. En
agosto de 1979, también con la ayuda de CLAMOR, las Abuelas locali-
zaron en Chile a los hermanos Anatole Boris y Victoria Eva Julien Gri-
sonas, secuestrados el 26 de septiembre de 1976 junto con sus padres,
Victoria Lucía Grisonas y Mario Roger Julien –aún hoy desaparecidos–
en el partido de San Martín, provincia de Buenos Aires. Anatole y Victo-
ria hacía tres años que habían sido adoptados por un matrimonio que
desconocía sus orígenes. Esta pareja los había pedido en guarda después
de que los niños fueran encontrados abandonados en una plaza en Val-
paraíso en diciembre de 1977. Los hermanos continuaron viviendo con
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sus padres adoptivos pero en estrecha relación con su familia biológica.


La restitución de Anatole y Victoria llenó de esperanzas a las Abuelas.
Pero también de preocupación: sus nietos podían estar en cualquier
parte, ya que las apropiaciones estaban enmarcadas, además, en el Plan
Cóndor, la operación de inteligencia y coordinación entre los servicios de
seguridad de las dictaduras militares del Cono Sur –Argentina, Chile,
Brasil, Paraguay, Uruguay y Bolivia– y la CIA, cuyo objetivo central era
eliminar a quienes se oponían a esas dictaduras.
Con los viajes las Abuelas ganaron prestigio y voz propia. Amnistía
Internacional les organizó una conferencia de prensa en la sede de la
Asamblea Nacional de Francia con lo más importante del periodismo
mundial. Más tarde esta organización presentaría al régimen militar una
solicitud firmada por 14.000 personas en protesta por la desaparición de
niños. La escritora Simone de Beauvoir, el cineasta griego Constantin
Costa Gavras y el dramaturgo Eugène Ionesco fueron algunos de los fir-
mantes. En Canadá, la Organización Católica para el Desarrollo y la Paz
(CCODP) les preparó una recepción con 200 líderes sociales mientras
inmensos afiches con la carita de una nieta secuestrada cubrían el país.
En la ex Alemania Federal se distribuyó masivamente un libro sobre los
niños secuestrados. Los principales políticos, intelectuales y religiosos de
toda Europa besaron sus mejillas y prometieron solidaridad. Muchos
aportaron dinero para la búsqueda de los chicos desaparecidos: el Conse-
jo Mundial de Iglesias; la CCODP; la Entraide Protestante Suisse (EPER);
la ONG germano-suiza Terre des Hommes, entre otras instituciones,
municipios, comunidades religiosas y personas anónimas que también
aportaron lo suyo. Algunos colaboraron con la edición de afiches. Otros
llevaron el tema ante sus embajadas y consulados en la Argentina. Otros
llamaron a sus compatriotas a “apadrinar” niños desaparecidos. Con toda
esta ayuda las Abuelas se sintieron más acompañadas. Para la navidad de
1979, cada Abuela recibió miles de tarjetas con fotos de niños y cartas de
escuelas y universidades de todo el mundo. Esto las fortaleció, a pesar de
que dentro del país las seguían marginando25.
A esta altura las Abuelas comenzaron a transitar un camino diferente
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al de las Madres. “Nos fuimos separando porque no teníamos por qué


cargar a otras Madres con la búsqueda de nuestros nietos”26, cuenta
Sonia Torres. Y entre todas se fueron dividiendo las tareas. “Estela [Car-
lotto] propuso que formáramos equipos y estuvimos de acuerdo –recuer-
da la Abuela Elena Opezzo, más conocida como “Muñeca”, una de las
primeras en incorporarse a la Asociación–. Entré en investigación. Me
comprometí a salir a buscar. Me dieron una cámara de fotos y yo salía en
mi ‘Fitito’. En el lugar indicado, levantaba el capó del auto, como si tuvie-
ra algún desperfecto, y sacaba fotos a los chicos. También hablaba con las
maestras, con las directoras, algunas me recibían bien, otras no. A veces
me corrían de la escuela o me preguntaban qué hacía con el auto en la
puerta, y yo les decía que esperaba a mi nieta”27. El hijo del marido de
Muñeca junto con su esposa embarazada de cinco meses habían sido
secuestrados en noviembre de 1977.
Otras Abuelas recopilaban las denuncias. Clara Jurado, una de las 12
fundadoras, a quien la dictadura le había llevado a su hijo y a su nuera
embarazada de dos meses, era la encargada de armar los carteles para las
marchas. También se encargaba de llevar las fotos de los chicos a los
medios. Tenía el mejor archivo fotográfico de Abuelas. “Yo siempre me
encargué de recortar los diarios”, dice la Abuela Raquel, quien, sin que-
rer, fue el germen de lo que más adelante sería el área de prensa y difu-
sión de la institución.
Más tarde se hizo necesario crear una comisión directiva. La primera
presidenta fue Licha De la Cuadra, pero por problemas de salud de su
esposo tuvo que viajar a España para cuidarlo, y entonces fue reemplaza-
da por Chicha Mariani. Estela Carlotto quedó como vicepresidenta y Rosa
Roisinblit como tesorera. “Cuando viajamos a Canadá presentamos un
proyecto ante la CCODP y nos concedieron la suma de diez mil dólares
–rememora Rosa–. Un par de meses más tarde nos llamaron del banco.
El dinero había llegado. Estábamos muy asustadas. Estela, Chicha y yo
fuimos a retirar la plata. Nos pusimos un poquito cada una entre la ropa
y nos preguntamos: ‘¿Ahora qué hacemos, dónde metemos esta plata?’
Era una suma grande. Entonces les dije que yo tenía una caja de seguri-
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dad y que si ellas querían la podía guardar ahí, y estuvieron de acuerdo.


Me entregaron la plata, la puse en un sobre y lo metí en la cajita. Cada vez
que se necesitaba dinero, yo anotaba en el sobre. Y cuando se formó la
comisión directiva, como yo manejaba la plata quedé como tesorera. Era
muy mala para los números, pero como había una maquinita, eso me
salvaba. Durante ocho años fui la tesorera”.
Pero el trabajo no sólo era de oficina, porque las Abuelas nunca deja-
ron de ir a la Plaza de Mayo. “En los bolsillos llevábamos bolitas para
tirarles a los caballos que se nos venían encima”, revela Muñeca. Y allí
llevaban sus pancartas con las fotos de sus hijos y sus nietos. Muchos
familiares, de a poco, comenzaron a sumarse a esta ronda que ya se había
convertido en un verdadero ritual.

Comenzado 1980 el régimen militar inició un “diálogo político” con diri-


gentes partidarios con el fin de lograr el aval civil a lo actuado por las Fuer-
zas Armadas. Algunos dirigentes no tardaron en mostrar su cobardía,
como Ricardo Balbín, líder del partido radical, quien luego de reunirse
con la cúpula militar declaró: “Creo que no hay desaparecidos, creo que
están todos muertos. Aunque no he visto los certificados de defunción de
ninguno. No tiene remedio. Fue así”. El llamado al “diálogo político” y las
declaraciones de Balbín coincidieron con la publicación internacional del
informe de la CIDH que denunciaba las violaciones a los derechos huma-
nos en la Argentina. La repercusión del tema en el exterior se hizo cada
vez más grande. El Premio Nobel de la Paz entregado a Adolfo Pérez
Esquivel, líder del Servicio de Paz y Justicia (SERPAJ), en octubre de 1980,
selló la derrota de la dictadura ante la opinión pública mundial28. Funda-
do en 1974 por el propio Pérez Esquivel, el SERPAJ adhería a una filoso-
fía de no-violencia activa y procuraba concientizar a los sectores sociales
marginados de América latina. Desde el comienzo de la represión había
tenido una fuerte participación en la defensa de los derechos humanos, lo
que le costó a Pérez Esquivel dos años preso29. A partir de este momento,
las Abuelas y el resto de los organismos comenzaron a levantar la consig-
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Año 2001. Las nietas Tatiana Ruarte Britos y Laura Malena Jotar Britos, restituidas en
marzo de 1980.

na que resumía su demanda de verdad: “Aparición con vida”30.


“Adolfo [Pérez Esquivel] nos abrió muchas puertas y nos presentó
mucha gente en el exterior. En nuestro primer viaje fuimos apenas con
unos pesos –cuenta Estela Carlotto–, pero con la ayuda de la gente que
íbamos contactando logramos visitar doce países para contar lo que la
dictadura estaba haciendo en la Argentina”. Estados Unidos, Canadá,
Noruega, Francia, Alemania Federal, Italia, Honduras, Dinamarca, Sue-
cia, Bélgica, Inglaterra, España, fueron las escalas de su gira. En cada uno
de los países las Abuelas distribuían centenares de carpetas con el relato
de la desaparición de sus hijos y la búsqueda de sus nietos. No todas las
carpetas eran iguales. Trataban de armar cada carpeta pensando en su
destinatario, con el objetivo de impactarlo y comprometerlo en la búsque-
da. “Incluíamos certificados de estudio y de comunión. Yo, por ejemplo,
en la primera página había puesto una foto de Laura de bebé y abajo un
texto que decía: ‘Busco al hijo de Laura que se debe parecer a ella’”31.
Pero la alegría más grande del año ocurrió dentro del país, el 19 de
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marzo. Ese día las Abuelas lograron la restitución de las hermanas Tatia-
na Ruarte Britos y Laura Malena Jotar Britos, quienes habían desapareci-
do el 31 de octubre de 1977 luego del secuestro de su madre, Mirta Gra-
ciela Britos, en Villa Ballester, provincia de Buenos Aires. “Era cerca del
mediodía por la luz del sol. Estábamos jugando en la plaza y de pronto
bajan de un micro fuerzas de seguridad. Ella se puso nerviosa y nos
empezó a saludar y a besar de repente; yo no entendía por qué me estaba
abrazando y besando como si fuera la última vez. Del micro bajaron uni-
formados, eran muchos. Se acerca ella hacia ellos, la encapuchan y se la
llevan”, contó alguna vez Tatiana. Ese mismo día fue detenido el papá de
Laura, Alberto Javier Jotar, en el domicilio familiar32. Mirta se había sepa-
rado del padre de Tatiana, Oscar Ruarte, con quien militaba en Córdoba.
Luego de la separación ella se fue a vivir a Buenos Aires con Tatiana
–nacida el 11 de julio del 73–, donde formó pareja con Alberto y de esta
nueva unión nació Laura el 13 de agosto de 1977. Un año antes había des-
aparecido el papá de Tatiana en la provincia de Córdoba. Laura y Tatiana
quedaron abandonadas en la plaza, hasta el atardecer. Luego fueron lle-
vadas por la policía e internadas en diferentes asilos como NN. Tatiana
ingresó al Instituto Remedios de Escalada de Villa Elisa y Laura a la Casa
Cuna de La Plata. Más tarde fueron adoptadas de buena fe por Carlos e
Inés Sfiligoy, quienes se habían inscripto en el Jugado de Menores N° 2 de
San Martín. Primero les fue entregada la beba, a la que llamaron Mara;
enseguida, al saber que Mara tenía una hermana mayor, pidieron la adop-
ción de Tatiana para no separarlas. El 20 de marzo de 1978 el Juzgado les
otorgó la guarda definitiva de las hermanitas.
Mientras tanto, después de haber sido contactada por las Abuelas de
Plaza de Mayo, María Laura Yribar de Jotar, la mamá de Alberto, inició la
búsqueda de las niñas junto a Amalia Pérez de Ruarte, abuela paterna de
Tatiana, y a Carmen Britos, la abuela materna de ambas, estas dos últi-
mas de Córdoba.
En 1980 el matrimonio Sfiligoy recibió una citación del Juzgado: las
abuelas de las nenas las estaban buscando y se habían presentado a recla-
marlas. Los padres adoptivos de Tatiana y Laura Malena accedieron sin
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inconvenientes a que sus hijas supieran su verdadera historia. Las niñas,


entonces, conocieron a sus abuelas en el Juzgado de San Martín. “Pero si
los ojos son... Ella es mi nieta”33, dijo Amalia Pérez al ver a Tatiana. Laura
y Tatiana permanecieron con sus padres adoptivos pero entre todas las
familias establecieron un fuerte vínculo34. “Al principio quería que Tati
viniera a vivir conmigo. Pero entendimos que Inés y Carlos habían for-
mado una familia y que ellas estaban bien”35, confesó Amalia, que al
poco tiempo se sintió integrada y era recibida con los brazos abiertos por
los Sfiligoy cada vez que iba de visita. “Ni siquiera avisaba, iba de golpe.
Cuando llegaba me tomaba el [colectivo] noventa en Retiro, con valijas y
paquetes, les tocaba el timbre y me quedaba como quince días”36. No
todos los casos fueron como el de Laura y Tatiana, pero lo que sí se repi-
tió en todos fue el efecto reparador de la restitución.

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