Decisiones - Mónica Benítez

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Contents

Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Epílogo
DECISIONES
MÓNICA BENÍTEZ
Copyright © 2024 Mónica Benítez
Todos los derechos reservados
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medio sin la autorización expresa de su autora. Esto incluye,
pero no se limita a reimpresiones, extractos, fotocopias,
grabación, o cualquier otro medio de reproducción, incluidos
medios electrónicos.
Todos los personajes, situaciones entre ellos y sucesos
aparecidos en el libro son totalmente ficticios. Cualquier
parecido con personas, vivas o muertas o sucesos es pura
coincidencia.

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Capítulo 1

—¿Cómo estás, bonita?


Irene Costa mira la pantalla de su portátil y sonríe a Paula con
los ojos encharcados. Desde que ha vuelto al pueblo, tiene las
emociones a flor de piel y la invade una sensación de soledad
tan grande, que siente que a su alrededor solo hay vacío.
—Bien —miente y vuelve a sonreír.
Paula, sentada junto a su marido Aitor, cabecea mientras él
chasquea la lengua contrariado.
—No tienes pinta de estar bien, Irene —dice él—. ¿Cómo ha
sido la vuelta?
—Dura —responde lapidante.
A Irene no se le ocurre ninguna otra palabra que lo defina
mejor.
—Pensaba que después de tanto tiempo sería diferente,
pero me resulta muy incómodo estar aquí. No lo soporto.
—Es normal —dice Paula—, te fuiste de allí hace
demasiados años dejando atrás recuerdos muy dolorosos. Y
volver a esa casa, no sé, Irene…
—Ya, no ha sido buena idea.
Irene mira a su alrededor sintiéndose una extraña en la casa
donde vivió hasta los veinticinco años. Ha vuelto catorce años
después y tiene la sensación de que ahí no hay nada para ella,
de que todos sus recuerdos buenos están enterrados debajo de
unos tan malos que le resulta imposible hacerlos aflorar.
—No he deshecho la maleta, ni siquiera me he sentado en el
sofá —confiesa tragando saliva mientras mira a sus amigos—.
No debí volver.
—Sí que debías, Irene, pero no a tu casa, joder —opina
Aitor contrariado—. Hace mucho tiempo que debiste deshacerte
de ella. Véndela o la alquilas, y tú te buscas otro sitio para vivir.
—Sí, tal vez lo haga —dice pensativa.
—Claro que sí, mujer —la anima Paula—. Necesitas empezar
de cero, y en esa casa no puedes, es imposible.
Irene asiente sabiendo que su amiga tiene razón, cada vez
que pasa por delante de la habitación que fue de sus padres, su
cuerpo se estremece con un incómodo escalofrío.
—Y en el trabajo, ¿qué tal en la consulta médica? —cambia
de tema Paula.
—Bueno —Irene esta vez esboza una sonrisa sincera—, esto
es un pueblo pequeño, ni por asomo se parece a lo que
hacíamos en las misiones humanitarias. En los dos días que
llevo solo he visitado a tres pacientes en la consulta y uno en
domicilio. La verdad es que es un poco raro, pero me gusta,
creo que necesito esa tranquilidad.
—Por supuesto que sí —corrobora Aitor—, catorce años
viajando de campamento en campamento hacen que uno se
sienta realizado, pero esa vida agota.
—Que os lo digan a vosotros —dice Irene y los tres se ríen.
Irene llevaba cuatro años como doctora en misiones
humanitarias cuando conoció a Paula en un campamento en el
que ambas estuvieron ocho meses. Su amistad sincera surgió de
inmediato y formaban tan buen equipo, que a partir de ahí
solicitaron siempre los mismos destinos para trabajar juntas.
Dos años después conocieron a Aitor, dirigía la campaña de
vacunación en uno de los poblados en los que ellas pasarían
unos meses y acabó uniéndose al equipo. El amor entre él y
Paula se fue fraguando poco a poco, con el paso de los meses,
hasta que un año después, se casaron en una ceremonia
dirigida por un chamán entre flores y rituales ancestrales que
dejaron fascinados a los tres amigos.
El matrimonio no se interpuso en su trabajo y siguieron los
tres juntos hasta que Paula se quedó embarazada hace dos
años. Entonces decidieron que para ellos ya se habían acabado
las misiones y era hora de volver. Irene se quedó sola y se
encontró como cuando empezó, al principio lo llevó bien, pero
en los últimos meses comenzó a sentir que ella también
necesitaba frenar, asentarse en un sitio y crear su propio hogar.
Después de pensarlo mucho, tomó la decisión y empezó a
mover hilos, hasta que el médico de Tablas —el pueblo donde
se crio— se jubiló y le ofrecieron ser la nueva médica de familia
en el pueblo.
Irene no se ve trabajando en un hospital obedeciendo
órdenes y siguiendo las reglas de otros. Está acostumbrada a
improvisar y a tomar decisiones importantes en tiempos
demasiado reducidos, por eso aceptó el puesto, porque en un
pueblo de apenas cuatro mil habitantes, las cosas se gestionan
de un modo más informal.
—Y a ti —contesta Paula—. Escucha, Irene, sé que para ti
no es fácil volver ahí, que todo puede ser muy abrumador
después de lo que te pasó con tus padres y lo que sentías por
aquella chica.
A Irene se le gira el estómago.
—Bárbara no vive aquí, ella no es un problema —dice
tratando de que no le tiemble la voz cuando pronuncia su
nombre.
—Bueno, pero tú te enamoraste de ella ahí, y habrá muchas
cosas que te la recuerden. Con nosotros no has de hacerte la
dura, ¿vale? Sabemos la historia, lo que llegó a afectarte todo y
lo que te sigue afectando.
A Irene le entran ganas de llorar, pero traga saliva y aguanta
como puede.
—Se casó y se fue a vivir a la ciudad, salvo que venga a
visitar a sus padres, dudo mucho que me la encuentre.
—Pero puede pasar, Irene.
—Sí, puede pasar —reconoce suspirando.
Irene ya ha contemplado esa opción, pero no le preocupa
demasiado. Los padres de Bárbara viven en la otra punta del
pueblo y es casi imposible que tenga la mala suerte de
encontrarse con ella.
—Estaré bien —asegura esbozando una sonrisa—. Solo
necesito un poco de tiempo para adaptarme y deshacerme de
esta casa cuanto antes.
—Exacto —aplaude su positivismo Paula.
—Y no te quedes en casa encerrada cuando salgas del
trabajo, busca actividades o adopta un perro y sales a pasearlo,
pero relaciónate, a ver si te casamos pronto —dice Aitor.
—¿Casarme yo?
Irene se señala y se ríe, nunca ha entrado dentro de sus
planes, quizá porque en ellos solo existe una persona con la que
estaría dispuesta a cualquier cosa, pero esa persona está
felizmente casada con Moisés, un chico de la misma cuadrilla
con la que salían Bárbara y ella, así que Irene, a sus treinta y
nueve años, nunca hace planes románticos.
Capítulo 2

Irene Costa se ha despertado más animada esta mañana,


después de la conversación con sus amigos ayer por la tarde, se
siente algo mejor y ha recordado que no está completamente
sola, los tiene a ellos, a su única familia.
Su primera hora de trabajo está reservada para hacer visitas
programadas a domicilio, pero hoy no tiene ninguna, así que ha
pensado en pasar por la churrería que vio la otra tarde cuando
llegó al pueblo. Esa es nueva, porque cuando ella vivía aquí, en
ese local había una tienda de bicicletas. Decide que comenzará
el día desayunando churros con chocolate, algo que hace
mucho tiempo que no come, y cuando termine su jornada,
pasará por la inmobiliaria del pueblo y pondrá en venta su casa.
Paula y Aitor se lo advirtieron antes de su llegada, que
instalarse en la casa que heredó de sus padres no era buena
idea, pero ella necesitaba creer que había superado esa parte
de su vida y que podía hacer frente a esos fantasmas de los que
un día salió huyendo. La realidad le ha demostrado que siguen
ahí y que probablemente no se marchen nunca. Como le dijo
una terapeuta una vez, no se trata de borrar su pasado, sino de
aprender a convivir con él, e Irene todavía no lo ha logrado.
Llega a la churrería en diez minutos, ese día de primeros de
junio ha amanecido completamente despejado y amenaza con
ser abrasador en pocas horas. Irene se ahueca la blusa y
empuja la puerta. El ambiente está viciado de un agradable olor
a churros y chocolate fundido. Hay mesas a un lado y a otro de
la puerta, casi todas llenas. Nota como las miradas curiosas de
sus vecinos se clavan en ella y siente mucha incomodidad al
principio, pero se limita a saludar con un buenos días y a pasar
de largo para ir directa al mostrador. Irene llega con la mirada
clavada en la pizarra que ofrece las distintas opciones de
desayuno, empieza a dudar sobre si quiere churros o quiere
porras, lo único que tiene claro es que quiere chocolate, y está
en pleno debate cuando una de las camareras aparece frente a
ella.
—¿Irene?
A Irene la recorre una corriente que la paraliza cuando
escucha su voz. Todavía no le ha visto la cara, pero sabe que es
ella, no podría olvidarla nunca. El corazón comienza a latirle a
un ritmo frenético y lentamente, con un cosquilleo encogiéndole
el estómago que hacía mucho tiempo que no experimentaba,
baja la mirada para encontrarse con los ojos intrigados de
Bárbara Sierra, que la mira con una expresión que va entre la
sorpresa y la alegría.
—¿Qué haces aquí? —pregunta Irene con la voz quebrada y
el ceño fruncido.
—Trabajo aquí —contesta Bárbara sin saber cómo encarar la
situación.
A Irene el corazón comienza a martillearle las sienes como si
estuviera recibiendo una información que no es capaz de
comprender. Se siente mareada y colapsada, y sabe que no
puede seguir allí ni un segundo más o acabará desmayada
como le pasa en ocasiones.
Mira a Bárbara a los ojos una última vez, como si necesitase
corroborar que no es una alucinación suya, que no es un
fantasma y que, realmente, la que era su mejor amiga y al
mismo tiempo la chica de la que se enamoró hasta que le dolía
respirar, trabaja en esa churrería, lo que quiere decir que ya no
vive en la ciudad.
Irene se da la vuelta y camina hacia la salida arrastrando los
pies como si los tuviera hundidos en el barro. Le tiemblan los
labios y nota los ojos humedecidos. Necesita correr y gritar, y al
mismo tiempo sabe que no puede porque su cuerpo no
responde. Sale al exterior, se aparta del escaparate y pega la
espalda a la pared sintiendo que se ahoga. Mira al cielo
buscando alguna nube para distraer su mente imaginando
formas, pero está totalmente despejado, así que clava la mirada
en la acera, comienza a contar los adoquines y a caminar con
pasos cortos y lentos hacia la consulta. Ya no quiere churros.

—Te dije que había vuelto —la voz de su madre hace girarse
a Bárbara, que todavía está aturdida por lo que acaba de
suceder.
Mira a su progenitora y espera con paciencia a que termine
de cobrar a unas clientas que se marchan tras el desayuno. Es
cierto que su madre le dijo ayer que Irene estaba en el pueblo,
que una vecina le había dicho que era la nueva doctora de
cabecera, pero Bárbara, aunque en el fondo deseaba que fuese
cierto, no suele creerse los cotilleos entre vecinas.
—Sigue enfadada conmigo —dice frustrada cuando su
madre se acerca a ella.
—Siempre dices que no pasó nada, Bárbara, pero algo tuvo
que pasar para que el disgusto le dure tantos años.
Bárbara suelta un resoplido de rabia e impotencia. Irene se
marchó de un día para otro, sin dar explicaciones y sin dejar
opción de contactar con ella. Bárbara todavía recuerda aquella
vez que la llamó como solía hacer cada semana después de
haberse marchado a vivir a la ciudad y, en lugar de contestarle
Irene, le habló una voz robótica que decía que ese número ya
no existía. Se quedó desconcertada mirando su teléfono, no
podía ser, ella no se había equivocado porque tenía el número
de Irene grabado y solo tenía que pulsar el botón de llamada.
Lo hizo de nuevo y el resultado fue el mismo, y así hasta doce
veces. En su desesperación, llamó a otros amigos en común,
que probaron a llamarla y les pasó lo mismo. No fue hasta que
Laura, una de sus amigas, se acercó a casa de Irene y
descubrió a través de la vecina que se había marchado del
pueblo hacía un par de días. La mujer no pudo darle más
detalles porque Irene no le dijo a dónde iba, solo que estaría
fuera una larga temporada y que le hiciera el favor de ventilar
su casa de vez en cuando. Así pasaron los meses y también los
años, catorce para ser exactos, en los que Bárbara no ha sabido
nada de ella, hasta ahora. Irene ha vuelto y no es capaz de
aguantarle la mirada.
Durante todo este tiempo Bárbara trató de imaginar mil
motivos que pudieran causar la marcha de Irene, el único que
para ella lo justificaba todo, fue la muerte reciente de sus
padres, sobre todo la de su madre, a la que Irene encontró
desangrada en la bañera un mes después de que su padre
muriera en un accidente laboral. Bárbara se ha aferrado a esa
idea durante todo este tiempo, pero la actitud de Irene hace
unos segundos, acaba de dejarla descolocada por completo.
¿Por qué demonios está enfadada con ella cuando debería ser al
contrario? Es Bárbara la que podría lanzar mil reproches a su
amiga por desaparecer de ese modo sin decirle nada
precisamente a ella, cuando se lo contaban todo y tenían una
confianza absoluta, ¿o no?
—No pasó nada, joder —dice irritada, aferrándose con
fuerza al mostrador—. Yo no le he hecho nada, mamá, te lo he
dicho mil veces.
Un matrimonio mayor llega para desayunar y Esperanza, la
madre de Bárbara, deja a su hija a solas con su frustración y se
dirige a atenderlos.

Irene necesita sentarse, algo le está quemando el pecho y


la sensación de ahogo aumenta por momentos. Llega al parque,
vacío a esas horas porque los niños están de camino al colegio,
así que se sienta en uno de los bancos y saca su teléfono para
llamar a Paula.
—¿Qué pasa, Irene? —pregunta Paula, extrañada de que la
llame a esas horas.
—Está aquí —a Irene le sale la voz rasposa y floja.
—¿Quién? ¿De qué hablas?
—De Bárbara —la sentencia sale acompañada de un sollozo
de impotencia que no puede controlar.
Paula se asusta, conoce muy bien a su amiga, todos sus
secretos y sus miedos, y como consecuencia de ello, sabe que
desde que Irene encontró a su madre desangrada en la bañera
y se desplomó por la impresión, como secuela a ese fuerte
trauma que nunca ha superado, sufre desmayos repentinos
cuando se enfrenta a situaciones muy tensas que le impactan o
no sabe gestionar.
—Joder, Irene, cálmate. ¿Hay alguien contigo?
—No, pero tranquila, estoy sentada y lo tengo controlado.
—¿Segura?
Irene asiente de manera inconsciente, como si su amiga
pudiera verla.
—Irene.
—Qué sí, solo necesito digerirlo.
—Está bien, ¿cómo sabes que está ahí? ¿La has visto?
—En la churrería, trabaja ahí —Irene habla muy rápido, casi
atropellando las palabras.
—Vaya —Paula no sabe qué decir, eso sí que no se lo
esperaba—. ¿Cómo te has sentido al verla? —pregunta
finalmente.
—Igual que cuando tenía veinte años, Paula. ¿Qué hago? —
pregunta agobiada.
—Nada, Irene, seguir con tu vida. Quizá así sea mejor, antes
temías poder encontrarla si iba de visita, ahora ya sabes que
anda por ahí, asúmelo y no pases cerca de esa churrería.
—Qué fácil —se irrita Irene.
—¿Y qué te digo, cariño? Si en catorce años no la has
olvidado, no vas a hacerlo ahora, pero tampoco puedes detener
tu vida por eso ni volver a huir del pueblo. Enfréntate a ello de
una vez, asume que está ahí y tú también, te prometo que te
acostumbrarás.
Irene suspira y cierra los ojos apoyando los codos sobre las
rodillas. Con la voz de su amiga al otro lado de la línea, se
siente algo mejor, al menos esta vez no está sola, los tiene a
ellos, conocen su secreto, saben lo que siente por Bárbara y no
ha de tragárselo para ella como hizo en su día por miedo a que
alguien se fuera de la lengua y su amiga se enterase de lo que
sentía por ella.
—Vale —dice Irene tras una pausa—. Está aquí.
—Sí, está ahí —confirma Paula con serenidad.
—Gracias por escucharme, ahora me voy a la consulta o
acabaré llegando tarde.
—Tú llama siempre que lo necesites, sabes que si en casa
no estoy yo, está Aitor.
—Sí —Irene sonríe agradecida.
—Venga, anímate. A ver si podemos dejarle un día al niño a
mis padres y nos escapamos a verte.
—Eso sería genial, hace mucho que no nos vemos.
—Te prometo que iremos pronto.
Irene cuelga aferrada a esa promesa y se levanta para
ponerse en marcha. De repente siente que todo ha cambiado y
que su vuelta ya no va a ser tan tranquila como ella había
planeado.
Capítulo 3

Han pasado dos días desde su encontronazo con Bárbara, pero


Irene no se quita ese instante de la cabeza, el momento preciso
en el que escuchó su voz —la de ella— esa que siempre deseó
escuchar entre susurros en la cama. Sentada tras la mesa de la
consulta médica se estremece cuando piensa en ello, no sabe
cómo hacerlo, no sabe de qué modo logrará adaptarse a la
posibilidad de encontrársela en cualquier parte. En su día huyó
porque fue la única manera con la que consideró que lograría
olvidarse de ella, al menos de lo que sentía, pero no ha
funcionado, sus sentimientos hacia Bárbara no han cambiado y
han condicionado su vida siempre, impidiéndole amar y ser
amada.
Ahora se enfrenta a algo completamente diferente, sabiendo
que no puede cambiar lo que siente, debe aprender a convivir
con ello y a su vez con ella, y no está segura de que pueda
hacerlo.
Pensando en eso, le entra una notificación por el calendario
diario avisándola de que su siguiente cita ha llegado. Irene mira
el nombre, Miguel Zamora, y se levanta para abrir la puerta y
darle paso. Las piernas comienzan a temblarle cuando dice el
nombre y ve desencajada como de una de las hileras de sillas
de plástico que ocupan la sala de espera, se levanta Bárbara
con un niño de la mano. Irene no se ha fijado en la edad de
Miguel Zamora, pero teniendo en cuenta que, además de ellos,
en la sala solo hay una anciana a la que ha visto todos y cada
uno de los días que lleva pasando consulta, deduce que Miguel
es el niño al que acompaña Bárbara y, por lo tanto, su hijo.
Se hace a un lado para dejarles paso con una agobiante
sensación de mareo. Respira profundamente antes de cerrar la
puerta y se concentra en Miguel. Debe dejar sus sentimientos a
un lado y también la incomodidad que le produce la presencia
de Bárbara.
—Hola, Irene —saluda la camarera de la churrería.
Irene le clava la mirada y la saluda con un gesto de cabeza,
después vuelve a mirar a Miguel, dándose cuenta de inmediato
de que el niño tiene un comportamiento muy esquivo. Está
pegado a su madre, con la mirada fija en la mesa y el
pensamiento abstraído.
—Hola, Miguel —saluda Irene.
Miguel alza esa mirada huidiza y la observa un instante,
pero no le contesta y vuelve a bajarla.
—Es muy introvertido —explica Bárbara—, le cuesta mucho
relacionarse con los demás y expresar sus emociones.
—¿Asperger? —pregunta Irene.
—No, le hicieron las pruebas, es una cuestión de carácter.
Su timidez es extrema.
—Bueno, tiene siete años —dice la doctora tras echar un
vistazo rápido al historial—, se le irá pasando.
—Eso me dijeron cuando tenía cuatro, pero yo no veo
cambios.
—¿Has probado a llevarlo a un pedagogo?
—No he venido por él, Irene, Lito está bien.
—¿Entonces? —Irene se irrita.
—Quiero hablar contigo, y por como saliste huyendo el otro
día, deduzco que si voy a tu casa no me abrirás la puerta, así
que el único sitio donde se me ha ocurrido que podía
acorralarte, es aquí.
—Qué fuerte —dice Irene boquiabierta—. ¿Malgastas
recursos públicos para resolver tus problemas personales?
—¿Qué recursos? Ahí fuera solo tienes a doña Paquita, que
para tu información, viene aquí todas las mañanas porque se
está más fresco y así de paso se entera de lo que le pasa a todo
el mundo. Esa vieja es una cotilla.
Lito alza una mirada sorprendida hacia su madre.
—No me hagas caso, cariño, es que mamá está enfadada.
—¿Conmigo? —Lito habla tan bajo y cohibido, que a Irene le
cuesta escucharlo.
—No, mi amor, contigo no.
Bárbara mira a Irene y contiene un exabrupto.
—Entonces es peor, utilizas a Miguel como excusa, lo haces
perder un día de colegio…
Miguel suelta una especie de lamento y se acurruca contra
su madre.
—No le llames Miguel, no le gusta. Mamá no estuvo muy
acertada eligiendo tu nombre —Bárbara habla para ella e Irene
tiene la sensación de que se arrepiente de demasiadas cosas—.
Llámalo Lito.
—Cambiarle el nombre a él no cambia lo que has hecho tú.
—Hoy su clase está de excursión, y Lito se pone muy
nervioso si se aleja del pueblo —zanja Bárbara—, por eso ha
venido conmigo.
Irene no sabe qué decir, a pesar de haber trabajado con
muchos en las misiones humanitarias, fuera de ese ámbito no
está acostumbrada a tratar con niños, pero mira a Lito y siente
una ternura extraña, hay algo en su mirada que la hace
empatizar con él de un modo incomprensible.
—Está bien, pues dime qué quieres de una vez —dice Irene
con frialdad, tratando de no mostrar su turbación ante la
presencia de la mujer que hace que le tiemble todo el cuerpo.
—¿Qué quiero? Joder, Irene, me parece increíble que me
preguntes eso. Quiero muchas cosas, empezando por saber por
qué demonios te fuiste de ese modo y cortaste todo contacto
conmigo. Quiero saber dónde has estado todo este tiempo y
qué ha sido de tu vida, pero por encima de todo eso, necesito
saber qué es lo que te pasa conmigo, ¿qué te hice para que me
apartases de tu vida de esa manera?
Las preguntas han salido de la boca de Bárbara como si de
una ametralladora se tratase, ha hablado tan rápido que,
cuando termina, siente que le falta el aire. Irene está
bloqueada, si no estaba preparada para encontrarse con
Bárbara, lo está mucho menos para tener esa conversación con
ella. Se fija entonces en Lito, al que considera un salvavidas
cuando lo ve con la mirada clavada en el fonendo que cuelga de
su cuello.
—¿Quieres escuchar cómo late el corazón de tu madre, Lito?
—le pregunta la doctora.
El niño asiente sin abrir la boca.
—Perfecto, muy adulto por tu parte, como todo lo que haces
—ladra Bárbara.
Irene la ignora y extiende el fonendo hacia Lito, que lo coge
con cautela, como si fuera de cristal y temiera romperlo.
—¿Sabes cómo se usa? —pregunta Irene.
El niño asiente, se lo coloca en los oídos y pone la parte
plana sobre el pecho de su madre. Lito sonríe y abre los ojos
sorprendido, su madre lo mira embelesada y después mira a
Irene cuando su hijo le devuelve el aparato.
—¿Qué se dice, Lito? —pregunta Bárbara.
Lito mira a la doctora con ojos huidizos y la cabeza gacha.
—Gracias —dice tan bajito que Irene tiene que leerle los
labios.
—De nada, Lito.
—¿Y bien? —pregunta Bárbara dirigiéndose de nuevo a
Irene—. ¿De verdad no me piensas contar nada? ¿Cuál es tu
plan? ¿Ignorarme cada vez que te cruces conmigo?
A Bárbara se la llevan los demonios y si se controla y no le
grita es porque su hijo está delante, pero no hay nada que
soporte menos que sentirse impotente, y con Irene le pasa justo
eso.
—No voy a tener esta conversación aquí —dice Irene tras
meditarlo durante unos segundos.
Es consciente de que su actuación no fue la mejor, ni la de
antes, ni la de ahora. En su momento consideró que era mejor
que Bárbara no supiera lo que sentía, pero ahora han pasado
muchos años y, teniendo en cuenta que las dos han madurado,
lo mejor es decírselo y después pedirle que la ignore y cada una
siga con su vida.
—Me parece bien, dime dónde.
Irene encoge los hombros y traga saliva porque ningún sitio
le parece apropiado, solo de pensar en confesárselo, le duele el
pecho.
—Delante del parque hay una cafetería que hace esquina,
tiene mesas fuera y se está muy tranquilo. ¿Te parece bien ahí?
—propone Bárbara.
—Sí —acepta la doctora.
—Perfecto, pues quedamos esta tarde a las cinco. Vamos,
Lito, di adiós a la doctora Costa.
Lito alza la mano a modo de despedida. Irene le devuelve el
saludo y recuesta la cabeza en la silla cuando salen por la
puerta.
Capítulo 4

Irene divisa la cafetería desde el otro lado del parque. Bárbara


ya está allí, sentada en una de las mesas bajo una sombrilla. El
corazón se le acelera y, durante más de un minuto, se queda
quieta mientras se plantea dar la vuelta y volver por dónde ha
venido.
—Joder —maldice en voz baja con la angustia subiéndole
por el pecho.
No quiere enfrentarse a esta conversación, la ha temido
siempre, pero también sabe que ahora que Bárbara está allí, no
se va a dar por vencida y cuanto antes acabe con esto, mejor se
sentirá. Deja que sus pies se muevan solos y bordea el parque
hasta que llega a la cafetería. Bárbara hace rato que la ha visto
y le hace una seña para que se siente sin levantarse a saludarla,
consciente de que, por algún motivo, eso solo va a incomodar a
Irene.
—Gracias por venir —dice cuando la doctora se sienta frente
a ella.
Irene asiente con un gesto y mira hacia el parque.
—¿No has traído a Lito?
—No, se ha quedado con mi padre jugando al tres en raya.
He preferido venir sola y no tener que estar pendiente de él
para poder estarlo de ti.
La doctora se tensa, consciente de que Bárbara no va a
darle tregua.
—Ya veo.
Una camarera llega e Irene se pide un zumo de melocotón
bien fresco. Mientras esperan, se mantienen en un silencio
espeso, pero cuando la camarera vuelve y deja sobre la mesa el
pedido, Bárbara ya no le concede más tiempo.
—¿Y bien? —pregunta exigente, mirándola a los ojos
mientras espera una respuesta.
A Irene el corazón se le vuelve a desbocar y comienzan a
sudarle las manos. No debería costarle tanto, es una mujer
madura que se ha enfrentado a muchas cosas y situaciones
infinitamente peores que esta, pero no puede evitar sentirse
vulnerable y asustada.
—¿Qué? —dice sin esconder su turbación, buscando que
Bárbara sea más específica y así solo responder lo que
pregunte.
—Joder, Irene —chasquea la lengua Bárbara—. ¿De verdad
tengo que insistir?
Para su desesperación, la doctora se limita a encogerse de
hombros, puesta a parecer imbécil, no le viene de serlo un poco
más.
—Está bien, ¿por qué te fuiste? ¿Por qué desapareciste
como un puto fantasma?
Irene le clava la mirada y coge aire antes de soltar la
bomba.
—Principalmente, porque estaba enamorada de ti y no sabía
qué hacer para olvidarte.
Ya lo ha dicho, y no es que se sienta liberada precisamente,
porque lleva tanto tiempo soportando esa carga, que está
acostumbrada, pero sí que siente que experimenta una extraña
sensación de valentía que le resulta agradable, por fin se ha
atrevido a decírselo a la cara.
Bárbara la está mirando y no pestañea. Estaba a punto de
morder la galleta que le han traído acompañando su café, pero
esta ha quedado suspendida en el aire, a medio camino entre el
platito y su boca. Su mente repite en bucle lo que acaba de
decir Irene y es incapaz de comprenderlo.
—¿Es una broma? —pregunta Bárbara con el aire contenido
en los pulmones.
—No —niega rotunda Irene, que no deja de mirarla
mientras hace botar ambas piernas de manera compulsiva.
La churrera tose y se frota la frente con una turbación que
hacía mucho tiempo que no sentía, en todos estos años ha
llegado a imaginarse muchas cosas, pero esta no, no se lo
esperaba y no sabe qué decir. El silencio se instaura entre
ambas durante un largo rato e Irene va bebiendo de su zumo a
pequeños sorbos, pensando en que cuando lo acabe, se
marchará. Bárbara la mira sin dejar de intentar encontrar alguna
situación que delatase lo que su amiga sentía y no la encuentra,
¿quizá estaba tan centrada en sí misma que no veía más allá?
—¿Desde cuándo, Irene? —pregunta de repente.
Su tono de voz parece de otra persona, suena floja, débil y
sin ese temperamento que la caracteriza.
Irene vuelve a encoger los hombros.
—No me jodas, Irene —se irrita Bárbara—. ¿Desde cuándo?
—repite recuperando la compostura.
—No sé, desde los veinte o así.
—¿Desde los veinte? —Bárbara la mira ojiplática y apoya los
codos sobre la mesa—. ¿Y por qué no me lo dijiste?
—Porque no hubiera conseguido nada y solo habría sido
peor para mí.
—¿Peor para ti? ¿Era mejor salir huyendo y dejarlo todo
atrás? —le reprocha Bárbara, que sigue sin saber encajar la
información que ha recibido.
—Fue lento, Bárbara —comienza a explicar Irene con tono
cansino, como si hablase con un niño—. Tú ya salías con Moisés
y al principio no me daba cuenta, no entendía lo que me
pasaba, solo sabía que necesitaba estar contigo y que él me
molestaba. Eso se fue acrecentando hasta que un día me
abrazaste, lo hacías muchas veces —dice alzando la vista al
cielo y Bárbara asiente—, pero aquel día sentí un cosquilleo en
la boca del estómago que me dejó paralizada, y a partir de ahí
todo fue a peor y entendí por fin que me había enamorado de
ti.
—Madre mía —dice Bárbara impresionada.
—Para entonces ya te habías prometido con Moisés, solo
hablabas de la despedida de soltera, de la boda y de que te
marcharías a la ciudad con él. A mí se me encogía el corazón
cada vez que te escuchaba, y me costaba respirar cuando me
pedías que te acompañara a elegir el vestido, buscar el
restaurante para el banquete o escoger muebles para el piso al
que te irías a vivir con él.
Bárbara está temblando, sin entender cómo pudo estar tan
ciega.
—Y entonces pasó lo de mis padres, él murió en aquel
accidente en la fábrica y un mes después mi madre decidió que
era mejor irse con él que quedarse conmigo.
A Irene la vista se le ha perdido en algún punto del parque
mientras habla, tiene la mandíbula tensa y el ceño fruncido,
pero contiene la bola de tristeza que le sube por la garganta y
sigue hablando porque ahora que ha comenzado no quiere
parar, necesita decírselo todo para que comprenda por qué
decidió irse. Sin embargo, la que no puede con la emoción es
Bárbara, que recuerda perfectamente aquellos dos meses de
espanto para su amiga en los que perdió a sus dos progenitores
y se quedó completamente sola. Bárbara estuvo a su lado, pero
ahora se da cuenta de que no lo suficiente, de que Irene
necesitaba mucho más de ella, algo que no podía darle y que la
tuvo que terminar de hundir.
—Irene, yo…
—Tranquila, aquello no fue culpa de nadie, solo de mi madre
—escupe sin controlarse.
Bárbara se da cuenta de que sigue sin perdonarle que la
abandonase de aquel modo tan cobarde, de que la espina sigue
ahí, y no le extraña.
—En fin —sigue explicando la doctora mientras Bárbara se
seca las lágrimas con los dedos—. Después tuve que ir a tu
boda —sonríe con amargura—, a contemplar como te casabas
con él, como decías aquel sí quiero para después marcharte del
pueblo. Aquí ya no me quedaba nada, Bárbara, en mi casa me
ahogaba y tú te habías ido para siempre, al menos yo lo sentía
así, y todo en este puto pueblo me recordaba a ti y a mis
padres. La gente me miraba como a la pobre chiquilla desvalida
que se había quedado sola. Un día estaba en la facultad y vi un
panfleto de Médicos sin Fronteras y de repente supe que era
eso lo que necesitaba, alejarme para olvidarme de ti y de todo,
así que en cuanto me gradué, me marché.
Bárbara guarda silencio unos instantes, mientras asimila
toda la información.
—Sigo sin comprender por qué era peor para ti que yo lo
supiera, Irene, te habría apoyado, quiero decir…
—¿Lo ves? —la interrumpe Irene con una sonrisa triste,
pero sincera—, precisamente por eso, Bárbara, yo contigo no
tenía ninguna posibilidad y las dos lo sabemos, y te habrías
sentido tan mal por mí, que habrías estado más pendiente que
nunca, y eso era justo lo que yo no necesitaba. Yo necesitaba
dejar de sentir eso tan fuerte que sentía por ti, eso que me
ahogaba y me hacía sentir tan desdichada. Decírtelo no era una
opción, Bárbara, y seguir manteniendo el contacto tampoco, no
para mi cordura, necesitaba romper con todo y comenzar de
cero.
—Está bien, lo entiendo —dice Bárbara, todavía abrumada
por la información.
La doctora asiente y suspira aliviada, no sabía que
necesitaba tanto la comprensión de Bárbara.
—¿Has sido feliz, Irene? —pregunta de repente.
A Irene le impacta tanto la cuestión, que se queda
paralizada mientras la angustia le estrangula la garganta.
—Supongo que a mi manera sí que lo he sido —contesta
tras unos segundos.
Bárbara también tiene ganas de llorar, las dos tienen los
sentimientos a flor de piel, demasiados años separadas y
demasiadas revelaciones después de un reencuentro con el que
ninguna de las dos contaba.
—No sé si esa respuesta me deja tranquila, Irene —dice
Bárbara con voz tierna, casi susurrante.
Irene sonríe con los labios apretados.
—Estoy bien, Bárbara, quédate con eso.
No puede explicarle que su felicidad ha sido a medias, que
siempre le ha faltado ser feliz en el amor porque sigue
enamorada de ella y eso le ha impedido estar con nadie más
allá de unas pocas citas.
—¿Y tú? ¿Tú has sido feliz? —le devuelve la pregunta.
Bárbara suelta una risilla irónica y comienza a desmenuzar
una servilleta de papel sobre la mesa.
—Bueno, en gran parte no me puedo quejar, he tenido mis
cosas buenas y mis cosas malas, como todo el mundo, supongo.
—¿Sigues con Moisés?
—¿Moisés? Qué va —Bárbara cabecea y pone los ojos en
blanco—. Joder, Irene, la de vueltas que da la vida. Me casé con
él enamorada como una perra, bueno, eso tú ya lo sabes —dice
haciendo un mohín de disculpa—, estuvimos bien el primer año
y medio, después él cambió de trabajo, echaba demasiadas
horas y de repente me di cuenta de que nos habíamos
convertido en dos completos desconocidos. Todo fue muy
extraño, al final nos divorciamos al cabo de tres años.
—Vaya —dice Irene con las cejas arqueadas.
—Sí, para que veas cómo cambian las cosas. Alquilé un
apartamento y me quedé en la ciudad, pero con mi sueldo iba
muy justa, así que al cabo de unos meses, decidí alquilar una
habitación. Entonces yo ya tenía veintiocho. Se la alquilé a una
chica, era reportera de una revista y poco a poco, no sé, nos
enamoramos.
Esa revelación impacta a Irene, a quien saber que Bárbara
ha estado con una mujer, la deja muy descolocada y al mismo
tiempo dolida. ¿Se equivocó al no decirle nada? Ella siempre dio
por hecho que a su amiga solo le gustaban los hombres, tal vez
si le hubiera dicho lo que sentía… Descarta de inmediato la idea,
dan igual los gustos de Bárbara, por aquel entonces estaba loca
por Moisés y no tenía ojos para nadie, ni hombres ni mujeres.
—Con ella estuve cuatro años —sigue narrando Bárbara con
cierto sentimiento de culpa, consciente de cómo debe sentirse
Irene al saber esto—, le ofrecieron un puesto en la revista que
ella siempre había ansiado, pero debía trasladarse a
cuatrocientos kilómetros de allí y ambas decidimos de mutuo
acuerdo que lo mejor era dejarlo. Poco después conocí a Miguel,
el padre de Lito, y me quedé embarazada cuando solo
estábamos tonteando. Yo tuve muy claro que lo quería tener, y
pensé que él se echaría atrás, pero me dijo que también quería
y seguimos adelante. Cuando Lito tenía cuatro años me enteré
de que estaba liado desde hacía meses con una compañera de
su trabajo.
Bárbara hace una mueca de sorpresa e Irene admira la
deportividad con la que se lo toma todo.
—Me enfrenté a él y además de reconocerlo, me confesó
que también la había dejado embarazada y que quería irse a
vivir con ella. Yo lo único que le supliqué fue que no dejase de
venir a ver a Lito, era muy de su padre, siempre papá por aquí y
papá por allá, todo lo demás me daba igual, pero empezó a
espaciar sus visitas hasta que fueron completamente nulas, eso
sí, la manutención me la pasa como un reloj cada mes el muy
cabrón, se piensa que con dinero lo arregla todo. Lito se iba
cerrando poco a poco y yo era incapaz de hacer nada para
evitarlo, la psicóloga decía que el niño no era capaz de
comprender ese rechazo por parte del padre por mucho que yo
le explicaba que tenía mucho trabajo y por eso no venía. Me
inventé de todo para excusarlo, pero no conseguí nada. Lito iba
a peor, y no solo eso, ha desarrollado una especie de pánico al
abandono, sobre todo en torno a mí porque teme que yo haga
lo mismo que su padre.
Bárbara hace rato que llora, Irene la escucha compungida.
—Por eso no quiere ir a las excursiones ni a los cumpleaños
de sus compañeros, teme volver a casa y que yo no esté
cuando lo haga.
—Lo siento.
—Con mi padre hace muchas migas, con él se siente
protegido cuando yo no estoy, así que decidí trasladarme aquí.
Compré el local a buen precio y monté la churrería, la llevo a
medias con mi madre.
El silencio vuelve a ellas, en poco más de una hora, Bárbara
la ha puesto al día de su vida e Irene le ha explicado el motivo
de su marcha. La doctora quiere irse, no soporta estar allí, de
nuevo delante de ella con esa sensación palpitante dentro de su
cuerpo, las ganas de acercarse y cogerle la mano, de rozarle los
labios. Todo la estremece y siente que ha retrocedido en el
tiempo, que todo lo que hizo no ha servido para nada, ni se ha
olvidado de Bárbara ni se siente cómoda en su casa. Está
perdida, y prefiere estar sola.
—Bueno, creo que es mejor que me marche —dice Irene
poniéndose en pie.
—Claro, ¿quieres que quedemos otro día? —pregunta
Bárbara precavida.
—Es mejor que no, Bárbara —responde escueta—, lo siento,
pero es mejor dejar las cosas como están, las dos somos
personas distintas ahora. Ha pasado mucho tiempo —dice y se
marcha.
Bárbara se queda allí sentada, pasmada, sin entender por
qué motivo no pueden recuperar su amistad. En cualquier otra
ocasión, habría protestado y exigido una explicación, pero está
tan abrumada por el montón de sentimientos que han brotado
en esa mesa en tan poco tiempo, que se queda callada y no la
detiene. Tampoco piensa ir rogándole amistad si ella no la
quiere.
Capítulo 5

Bárbara lleva varios días con la cabeza en otra parte. Desde que
habló con Irene la semana anterior y conoce el verdadero
motivo de su marcha, no se lo puede quitar de la cabeza. No
piensa en otra cosa desde entonces, en lo mal que lo tuvo que
pasar su amiga, pero sobre todo se reprocha haber estado tan
cegada con Moisés como para no haber sido capaz de verlo.
Ahora lo piensa y cada vez entiende más cosas, las muchas
negativas de su amiga cuando le proponía ir a tomar algo con
ella y con su novio, algunas de sus miradas y muchas de sus
sonrisas, hubo muchas señales que si hubiera estado atenta,
habría sabido interpretar y tal vez podido ayudar a Irene de
algún modo que no la obligase a tomar la decisión que tomó.
—Bárbara, ¿quieres espabilar? —le reprocha su madre,
cansada de verla dar vueltas como una peonza sin hacer nada
útil.
Bárbara reacciona y va corriendo hacia la máquina de hacer
chocolate cuando se da cuenta de que prácticamente no les
queda. Allí, después de hacer la mezcla, se queda pasmada
mirando como el batidor gira en espiral mientras ella sigue
pensando en Irene. Saber que le gustan las mujeres es algo que
la hace sentir inestable sin que se explique el motivo. Sabe que
es absurdo, pero después de conocer ese detalle, no deja de
preguntarse cómo habría sido su vida si lo hubiera sabido,
¿habría reaccionado de algún modo? ¿Se habría visto afectada
su relación con Moisés? Está convencida de que no, Irene tiene
razón, estaba ciega por él, aun así…
—Madre mía —sisea agobiada y sigue pensativa.
Lo que más la turba es que ahora no es capaz de verla del
mismo modo, antes solo veía a Irene como a una amiga, ahora
la ve como una mujer, y eso la trastoca porque tiene otro tipo
de pensamientos. Se imagina cosas, cosas entre ellas, y se pone
muy nerviosa.
—¿Me piensas contar lo que te pasa? —ladra su madre
cuando ya han cerrado y están terminando de barrer el local.
Bárbara se gira, entre sorprendida y desubicada.
—¿De qué hablas?
—¿De qué hablo? Hablo de que llevas una semana como si
no estuvieras, eres como un bulto que más que ayudar, estorba.
—Vaya, gracias, mamá —dice impactada por su sinceridad.
Esperanza deja la escoba y retira dos sillas de una de las
mesas.
—Siéntate —le ordena a su hija haciendo ella lo mismo.
Bárbara la mira dubitativa, pero al final obedece porque
conoce esa mirada y prefiere no provocar a su madre.
—Cuéntame lo que sea que te ronda la cabeza y lo
solucionamos para que vuelvas a ser tú. Y no me vengas con
chuminadas de esas tuyas, algo te preocupa, y verte tan
abstraída, altera también a Lito, ya lo sabes.
Bárbara siente una punzada en la boca del estómago, puede
permitirse cualquier cosa, pero no preocupar a su hijo.
—Vale —dice reconociéndose a sí misma que realmente no
es capaz de centrarse—. ¿Recuerdas que la otra tarde quedé
con Irene?
Su madre asiente, ceñuda y concentrada, con las manos
entrelazadas sobre la mesa.
—Pues me confesó algo, y no puedo dejar de pensar en
ello.
Bárbara le explica a su madre todo lo hablado con Irene, el
verdadero motivo de su marcha, así como lo mal que se siente
por haber estado tan cegada con sus cosas que no se dio
cuenta de lo mucho que sufría su amiga.
—No sé cómo no me di cuenta —dice clavando la mirada en
la cristalera.
—Bueno, hija, tampoco tenías porqué hacerlo, no eres
adivina y ella no te contó nada.
—Ya, pero mamá, tú sabes lo que pasó con su familia.
Imagina lo sola que debió sentirse en aquel momento. Su padre
muere, su madre se suicida y la chica de la que está enamorada
no solo no le hace caso, sino que no deja de pedirle que la
acompañe en sus planes de boda con otro hombre. Tuvo que
ser espantoso.
—Sí, supongo que sí, no me extraña que se fuera, yo
también lo hubiera hecho —reconoce Esperanza.
—De todos modos, hay algo que me martiriza por encima
de todo —reconoce Bárbara.
—¿Y qué es?
—Su comportamiento. Joder, mamá, yo también entiendo
que se marchase de aquel modo, que cortase todo contacto y
comenzase de cero en otra parte, pero ¿ahora? ¿Por qué no
quiere verme?
Esperanza cavila unos segundos, su mente más
experimentada piensa varias posibilidades, pero se decanta por
la que le parece más probable en ese momento.
—Imagina que te pasa a ti, Bárbara, que vives esa
experiencia tan traumática con tus padres y además tienes el
corazón hecho añicos. Se marcha, los años pasan y ella
consigue superarlo todo, pero entonces le ofrecen un trabajo y
vuelve.
—No te entiendo.
—Pues que por mucho que lo haya superado, ahora mismo
se le ha tenido que remover todo, Bárbara. Es inevitable que los
recuerdos vuelvan, lo de sus padres y lo tuyo… Lo que necesita
es tiempo para adaptarse, dale espacio y no la agobies, ya verás
como en unas semanas se le pasa y todo vuelve a su cauce.
—Sí, tal vez tengas razón —responde Bárbara dando por
concluida la conversación.
Esperanza se queda satisfecha, piensa que todo está
resuelto y que esa preocupación de su hija ha terminado con su
charla, lo que no sabe, es que Bárbara ahora está más inquieta
que antes. Ese comentario de su madre sobre que a Irene se le
han tenido que remover muchas cosas, la ha dejado con la
mosca detrás de la oreja y sobre todo con la repentina certeza
de que no le ha hecho a Irene la que quizá es la pregunta más
importante de todas. Se fue porque estaba enamorada de ella,
pero en ningún momento le ha dicho que haya dejado de
estarlo, ¿y si su insistencia a no mantener más contacto es
porque todavía siente algo?
Pensar en esa posibilidad le provoca un hormigueo por el
pecho que la deja atónita. Bárbara se queda clavada en el sitio,
paralizada ante la idea de que Irene pueda sentir algo por ella,
¿cómo no se le ha ocurrido preguntar algo tan básico después
de una confesión tan importante? No le extraña que Irene no
quiera verla si no hace más que mostrar desinterés por sus
sentimientos.
La duda le empieza a carcomer las entrañas, y Bárbara
decide en ese mismo instante que no piensa quedarse con ella,
tiene que preguntárselo aunque eso signifique que Irene la
mande a paseo de manera definitiva.
Capítulo 6

Es domingo, Irene tiene fiesta y, en cuanto se ha levantado, ha


comprendido que el día se le iba a hacer muy largo. Se ha dado
una ducha, se ha vestido con ropa cómoda y ha salido a
comprarse el desayuno dispuesta a dar un largo paseo por las
afueras del pueblo. Mientras lo hacía ha comenzado a
agobiarse, el encuentro con Bárbara la martiriza, tenerla tan
cerca, esa forma de mirarla de su amiga…, su cuerpo se
estremece cada vez que piensa en ella. El hormigueo la bloquea
y la doctora se maldice sin descanso por no haber sido capaz de
controlar sus sentimientos. Probablemente, es la única persona
en el planeta capaz de seguir enamorada de la misma mujer
después de tantos años y de no saber siquiera lo que es el roce
de sus labios.
Asqueada y sintiendo que los minutos no pasan, cambia de
rumbo y sin pensarlo mucho, llega hasta la parada de taxis,
donde sorprende a uno de los conductores cuando le dice que la
lleve a más de doscientos kilómetros de allí, a casa de Paula y
Aitor. Por el camino los llama para asegurarse de que están en
casa y pueden recibirla, los dos se quedan sorprendidos por la
visita inesperada y, aunque habían previsto salir a comer, no le
dicen nada, cambian los planes y se quedan en casa haciendo
algo de comida para cuando llegue.
Irene llega dos horas más tarde y, cuando llama al timbre, la
mano le tiembla. Hace meses que no se ven, y ahora más que
nunca necesita su apoyo. Los dos salen juntos a recibirla, con el
pequeño Iker caminando de manera patosa tras ellos. Los tres
se abrazan e Irene tiembla entre los brazos de sus amigos,
sobre todo en los de Paula, con la que más paz siente cuando
habla.
La doctora se entretiene haciendo arrumacos al pequeño
Iker mientras todos pasan al patio trasero de la casa, donde
Aitor está terminando de asar la carne de la barbacoa. La
primera hora y media se la pasan comiendo y poniéndose al día,
no es hasta que el niño se queda dormido y se pueden permitir
centrarse en ellos mismos, cuando sus amigos comienzan a
disparar.
—Me podrías haber avisado y te habría ido a buscar, Irene
—le recrimina Aitor.
—Sí, claro, a más de dos horas de aquí.
—El viaje te habrá salido por un ojo de la cara —dice Paula.
—Bueno, me hace descuento por llevarme de vuelta
también.
—Deberías comprarte un coche —opina Aitor.
—Debería hacer muchas cosas, aunque ya no sé lo que me
conviene.
—¿Qué es lo que pasa, Irene? Es por Bárbara, imagino. ¿La
has vuelto a ver?
Irene les explica su encuentro con ella, y al igual que
Bárbara hizo con su madre; no se deja ni un solo detalle.
—Así que ahora ya lo sabe —dice Aitor.
La doctora encoge los hombros.
—Eso es lo de menos, lo peor es lo que yo siento, es…
A Irene le cuesta expresarlo porque ni ella misma lo
comprende.
—Es peor, es infinitamente peor de lo que recuerdo. La tenía
allí delante y era un burbujeo constante, apenas me llegaba la
sangre a la cabeza, ni siquiera sé cómo fui capaz de hablar con
ella sin que me temblase la voz o parecer tonta perdida. Quizá
sí que se lo parecí.
Paula no puede contener una risotada, no es que quiera
reírse de su amiga, pero le sale tan natural, que su marido se
contagia e Irene los mira con cara de fastidio.
—No te enfades —dice cariñosa Paula, que le coge la mano
por encima de la mesa—. Sé que es una putada.
—No, Paula, no lo sabes —la corta Irene más seca de lo que
le hubiera gustado—. Vivo allí, me la voy a encontrar a diario y
me sigue gustando más que a un niño una pelota. Los años le
han sentado bien, ¿sabéis? Está más guapa, y saber que estuvo
con una mujer, joder —cabecea cabreada—, eso me tiene
trastornada. No dejo de preguntarme si cometí un error al
marcharme, si hubiera estado aquí, tal vez cuando se separó de
Moi, no sé, en lugar de aquella chica…
—No hagas eso —la interrumpe ahora Paula—. Lo hecho,
hecho está, Irene. Hiciste lo que creías que necesitabas, lo que
era mejor para ti, y no solo saliste huyendo por ella, también te
empujaron los recuerdos que te absorbían en tu casa.
—Ya —suspira Irene—, en cualquier caso, no sé qué hacer,
si sigo encontrándomela solo voy a ir a peor, quizá debería
marcharme a otro sitio.
—No puedes estar huyendo siempre, Irene —interviene
Aitor esta vez—. Ya lo intentaste una vez y no sirvió de nada, ya
lo has visto. Tal vez lo que necesitas es enfrentarte a ello,
acostumbrarte. Lo pasarás mal al principio, pero cuando
asimiles que entre ella y tú no va a pasar nada y que por
muchos vuelcos que te dé el corazón, la situación seguirá siendo
la misma, te adaptarás y es posible que esa sea la manera en la
que logres desenamorarte de ella.
—Qué profundo —dice Paula sorprendida mientras mira a su
marido—, pero estoy de acuerdo. Huir no es una opción, Irene.
Vas a cumplir cuarenta, tú misma has dicho que estás cansada
de esa vida nómada. En el pueblo tienes un buen trabajo, en
algo que además te gusta mucho. Así que céntrate en buscar
una casa para vivir y después haz lo que te dijimos, apúntate a
todas las actividades que se te ocurran, en tu pueblo o en los de
al lado. Necesitas conocer gente, moverte en otros círculos que
te saquen de esa rueda que no hace más que devolverte a tu
pasado. Tus padres están muertos y eso no va a cambiar, pero
tú estás viva y no puedes seguir desperdiciando tu vida solo
porque estás enamorada de Bárbara. Tal vez no seas capaz de
enamorarte de nadie más, pero puedes sentir, ten todas las
amantes que puedas y disfruta de la vida con ellas, en ningún
sitio pone que hay que casarse y tener hijos para ser feliz, no te
guíes por esa mierda que no dejan de vendernos.
Ahora es Aitor el que la mira con las cejas arqueadas. Irene
suelta una risotada sincera mientras mira las dos cervezas que
ya se ha bebido su amiga y le han soltado la lengua.
—No te enfades, que yo te quiero mucho y no te cambio por
nada —dice Paula dando un beso a Aitor.
Las dos amigas vuelven a reírse de su cara de
circunstancias.
—Sí, supongo que tenéis razón.
Irene sabe que pensar en Bárbara solo puede hacerle más
daño, no puede hacerse ilusiones solo porque en el pasado
hubiera estado con una mujer, eso no cambia nada. Después
volvió a estar con un hombre, además, Irene nunca ha sentido
que su amiga la viese más allá de eso, ni siquiera cuando le
contó lo que había llegado a sentir por ella. La expresión de
Bárbara fue de puro asombro, de nada más.
—Por supuesto —insiste Paula—. Tenías más amigos
además de Bárbara, podrías llamarlos y enterarte de qué ha
sido de cada uno de ellos, seguro que alguno habrá que esté
soltero, ya sabes que eso está a la orden del día.
—Bárbara está soltera —espeta Irene, que le ha salido sin
pensarlo.
—Ya, pero Bárbara no cuenta, táchala de la lista —dice Aitor.
Ella suspira, si fuera tan fácil, lo habría hecho hace catorce
años.
—Siento haber venido a molestaros —dice de repente.
—No digas tonterías —se enfada Paula y su marido asiente
apoyándola—. Aquí puedes venir siempre que te apetezca,
Irene, esta es tu casa. De hecho, nosotros ya tenemos pensado
ir un día de estos a visitarte, estamos esperando a que mis
padres vuelvan de viaje para dejarles a Iker y escaparnos a
pasar un día contigo.
—¿En serio?
Irene se emociona, los echa tanto de menos, que la sola
idea de volver a ver a su único apoyo pronto, le encharca los
ojos.
—Por supuesto —dice Aitor—, desde que nosotros volvimos
apenas nos hemos visto, pero ahora tú también estás aquí, y
algo más de dos horas en coche tampoco es tanto. Iremos
siempre que podamos dejar al niño, y tú puedes venir aquí
cuando quieras, ya lo sabes. Eso sí, quítate de la cabeza la idea
de volver a huir, Irene, tienes que enfrentarte a tus miedos, solo
así vas a conseguir avanzar, creo que sigues arrastrando
demasiado.
—Estoy de acuerdo —interviene Paula—, lo de las misiones
humanitarias te ha servido como parche, pero no para enfrentar
y superar lo que sientes. Esos desmayos —Paula saca el tema
con cautela, sabe que a Irene no le gusta hablar de ello, pero a
sus amigos es algo que les preocupa mucho.
—Está controlado, apenas tengo —dice Irene.
—De verdad que en ocasiones parece mentira que seas
doctora —bufa Paula.
—¿Recuerdas lo que hablamos la noche que celebramos
nuestro último día antes de despedirnos en el campamento? —
pregunta Aitor.
Irene suspira, sí que se acuerda, aunque no le apetece
admitirlo, así que solo asiente con gesto cansino.
—Dijiste que si algún día volvías a España y te asentabas en
un sitio fijo, irías a terapia de forma constante —le recuerda
Paula.
—Sí, lo sé.
—Pero no lo has hecho.
—No.
Los dos le clavan una mirada dura y exigente. Irene hace
una mueca y carraspea.
—Vale, os prometo que lo haré, pero vosotros tenéis que
venir a verme.
—Muy pronto, cariño —Paula se levanta y la abraza.
Irene se deja envolver y cierra los ojos. Dos horas más tarde
está de regreso al pueblo, asumiendo que se volverá a
encontrar a Bárbara en muchas ocasiones y cuando menos se lo
espere, y debe afrontarlo por mucho que le tiemble el corazón
al hacerlo.
Capítulo 7

Bárbara ya no se aguanta, ha pasado la mañana del lunes


dando vueltas al asunto y ha decidido que de hoy no pasa, por
eso, en cuanto recoge a Lito del colegio y lo lleva a casa de sus
padres, le da la merienda y le dice que se quede con el abuelo,
que ella vuelve enseguida.
—¿A dónde vas? —pregunta su madre.
Esperanza es como un perro rastreador, intuye que algo
sigue rondando la cabeza de su hija, aunque esta se esfuerza
mucho por disimularlo.
—A dar una vuelta —dice Bárbara un poco sorprendida.
Con cuarenta años no esperaba tener que dar explicaciones,
pero teniendo en cuenta que no es habitual en ella salir los días
entre semana, entiende la intriga de su madre.
—¿Una vuelta? ¿Has quedado con alguien?
—Solo quiero que me dé un poco el aire, mamá, tampoco
creo que haya que poner el grito en el cielo por eso —dice
molesta.
—Espe, déjala tranquila, mujer —la apoya su padre desde el
salón—, que ya es mayorcita.
Su madre aprieta los labios y se guarda lo que piensa
porque Lito está delante. Bárbara sale de su casa sintiendo sus
ojos clavados en la espalda hasta que cruza por fin la cancela.
Expulsa el aire de los pulmones, en el fondo no está segura
de que sea buena idea, lo que va a hacer es justo lo contrario
de lo que le aconsejó su madre, no va a dar espacio a Irene y
quizá es cierto que eso es justo lo que su amiga necesita para
adaptarse. Se detiene en seco y se gira para volver sobre sus
pasos, pero no ha dado más que unos pocos cuando vuelve a
girarse y reemprende el camino hacia casa de la doctora. No
puede con la intriga, y sabe que hasta que no se lo pregunte,
no podrá volver a concentrarse en otra cosa que no sea eso, y
necesita recuperar su serenidad, por ella y por Lito.
Cuando por fin llega, está más nerviosa que antes,
encuentra la puerta de la cancela abierta, cosa que le extraña
porque Irene es muy metódica con todo, al menos lo era, y ella
jamás la dejaría así. Se dice que a lo mejor es una señal y se
toma la libertad de entrar, está a punto de llamar a la puerta
cuando esta se abre y Bárbara casi se da de bruces con Silvia
Aimé, la dueña de la única inmobiliaria del pueblo y una de las
integrantes de su antigua cuadrilla.
—Silvia —dice sorprendida, pero se sorprende más cuando
su amiga utiliza un juego de llaves para cerrar la puerta.
—Hola, Bárbara —dice guardando las llaves en el bolso.
—¿Qué haces aquí? —pregunta Bárbara cada vez más
extrañada.
—Supongo que te podría preguntar lo mismo.
—¿Yo? —a Bárbara le molesta el comentario—. Vengo a ver
a Irene.
Silvia aprieta los labios y asiente, después le señala el
escalón del porche y Bárbara, desconcertada, camina junto a
ella hasta que las dos se sientan.
—Irene no vive aquí —suelta Silvia dejando a Bárbara de
una pieza.
—¿Cómo que no? Pero si trabaja en el ambulatorio, y yo
estuve con ella la otra tarde…
A Bárbara va a explotarle la cabeza, no entiende nada.
—Supongo que no te ha dicho nada. Es cierto que se instaló
aquí cuando llegó, pero hace varios días que vino a verme y me
pidió que le pusiera la casa en venta, al parecer no está
cómoda, y qué quieres que te diga, la entiendo perfectamente
después de lo que hizo su madre.
Bárbara tiene la boca abierta, pero no dice nada. Se
pregunta si cuando ella estuvo con Irene ya había puesto la
casa en venta, y le disgusta mucho que no se lo contara.
—¿Y dónde vive? —pregunta Bárbara gesticulando con las
manos con exigencia.
—No sé si debo decírtelo, Bárbara, yo…
—No me jodas, Silvia, que nos conocemos de toda la vida,
sabes que Irene y yo somos amigas.
Silvia hace una mueca, todavía se acuerda de las llamadas
desesperadas de Bárbara pidiéndole que se pasara por casa de
Irene para ver si le había pasado algo, fue a ella a quien la
vecina le dijo que Irene se había marchado para no volver.
—No quiso decirte a dónde iba —dice Silvia casi susurrando.
A Bárbara esa verdad incontestable le sienta como una
patada en la boca del estómago, a pesar de que ahora sepa el
verdadero motivo.
—Ni a ti tampoco —contesta borde—, no se lo dijo a nadie,
necesitaba empezar de cero y lo hizo, pero ahora ha vuelto.
Joder, Silvia, solo me preocupo por ella.
—Tienes razón, yo también. Se aloja en el hostal de don
Paco.
—Venga, hombre, no me jodas —dice Bárbara cada vez más
enfadada—. ¿En serio?
Silvia afirma con un movimiento de cabeza.
—Me pidió que le buscara algo de alquiler, pero lo poco que
tengo no le gusta y de compra no quiere nada, así que en eso
ando, a ver si le encuentro lo que sea para sacarla de ahí. Me
he puesto en contacto con inmobiliarias de los pueblos
cercanos, a ver si por allí hay más suerte.
Bárbara no puede creerse lo que escucha.
—Está bien —dice y se atusa el pelo resignada—. Gracias
por decírmelo.
Las dos se ponen en pie y salen juntas de la casa, Silvia
echa la llave de la cancela y se vuelve hacia Bárbara.
—Quizá deberíamos reunirnos todos algún día, al menos, los
que seguimos en el pueblo. A Irene a lo mejor le hace ilusión, y
estaría bien rememorar los viejos tiempos —propone Silvia.
Bárbara sopesa lo que ha dicho unos segundos antes de
contestar.
—Sí, podría estar bien, aunque vamos a darle unos días
más, dejemos que encuentre un sitio donde vivir, que se instale
y se acomode para que vuelva a sentirse como en casa.
—Tienes razón, seguiré haciendo llamadas, seguro que algo
encontramos que le guste.
—Gracias, Silvia.
Se despiden con dos besos y se dedican una sonrisa
nostálgica, comprendiendo lo poco que se han esforzado todos
para seguir manteniendo la amistad que tenían. Cada uno ha
hecho su vida y parece no tener tiempo para nada más.
Bárbara espera a que Silvia se marche calle abajo, después
gira en dirección contraria, directa hacia el hostal de don Paco.
Capítulo 8

Bárbara entra en el hostal de don Paco como un obús. No sabe


por qué está tan irritada, pero lo está y tiene muchas ganas de
gritarle a Irene.
—Bárbara, ¿qué haces por aquí? —se sorprende Jorge, el
hijo de don Paco.
Bárbara se alegra de que sea él y no su padre el que está
en la recepción esa tarde, eso le facilita las cosas, porque con
Jorge tiene cierta confianza.
—He quedado con Irene, pero llego un poco temprano —
disimula con calma mirando su reloj.
—¿Quieres subir? —pregunta Jorge—, aquí no hay ningún
sitio cómodo para esperarla.
Bárbara sonríe porque le ha resultado mucho más fácil de lo
que esperaba.
—Si no te importa, así le meto prisa, que cuando quiere es
muy tranquila.
—Claro, segunda planta, habitación cinco.
—Gracias.
La dueña de la churrería se da la vuelta y sube las escaleras
casi sin enterarse. Cuando llega a la segunda planta, localiza la
puerta con el número cinco y la aporrea sin piedad hasta que de
repente, se abre y se encuentra con la mirada desconcertada de
Irene al otro lado.
—Bárbara —dice Irene.
No le sale nada más, su corazón se ha desbocado y tiene un
hormigueo intenso por el cuerpo que apenas la deja reaccionar
cuando su amiga pasa al interior y cierra la puerta.
—No me lo puedo creer —dice Bárbara mirando cada rincón
de ese cuarto pequeño y envejecido, que es de todo menos
acogedor.
—¿El qué? —pregunta Irene, abrumada por su presencia y
por estar a solas con ella en un cuarto tan pequeño.
Nota el corazón palpitar demasiado rápido y una dificultad
para respirar que le resulta asfixiante.
—¿Cómo has podido venir aquí, Irene? Me lo podrías haber
dicho, pueden pasar semanas hasta que encuentres algo que te
guste, ¿de verdad quieres vivir en este cuarto de mierda?
Irene se sienta en la cama, mareada. Se frota los ojos y
bebe un poco de agua de la botella que tiene en la mesita,
después clava la mirada en Bárbara.
—Te aseguro que estoy más cómoda aquí que en mi casa.
Bárbara se queda con la boca abierta, sin saber qué decir en
ese instante.
—¿Por qué has venido? ¿Quién te ha dicho que estoy aquí?
Irene ha recuperado un poco la compostura y quiere zanjar
el tema cuanto antes, necesita que Bárbara se marche porque
siente que a su lado el cuerpo comienza a quemarle y que no
puede pensar con claridad.
—He ido a verte a tu casa, y me he encontrado con Silvia,
ella me ha dicho que estabas aquí.
—Pues Silvia es una bocazas —escupe Irene.
—¿En serio quieres estar aquí, Irene? —la ignora Bárbara.
—¿A qué has ido a mi casa?
La pregunta repentina de Irene provoca que el corazón de
Bárbara se agite dentro de su pecho. Por un instante, vuelve a
sentir ese hormigueo por el cuerpo que la deja sin habla, ahora
que la tiene delante, tan cerca, no está segura de sí debe hacer
esa pregunta que lleva días torturando su cabeza.
—Bárbara…
Irene está perdiendo la paciencia, su mirada no tiene
muchos sitios en los que posarse y no puede evitar mirar más
de la cuenta el cuerpo de su amiga. Le sigue fascinando la
voluptuosidad de sus pechos y no porque sienta envidia por la
diferencia de tamaño respecto a los suyos, sino por las ganas
que siempre ha tenido de metérselos en la boca. Sus
pensamientos la trastornan por completo, no puede estar ahí,
tan cerca de ella y a la vez tan lejos, provocando esas
palpitaciones en su cuerpo que la tienen en un estado que
empieza a ser agonizante. El mareo vuelve e Irene comienza a
asustarse, sabe que es un síntoma previo a esos ataques
repentinos de ansiedad que acaban con ella desmayada en
cualquier parte. Vuelve a beber agua a pequeños sorbos.
—Quería preguntarte algo —dice Bárbara dando un paso
para sentarse a su lado.
Irene lo intuye y se levanta antes de que pase, no puede
tenerla pegada a ella porque eso puede ser una catástrofe. Así
que se aparta y pega la espalda a la pared, tratando de respirar
sin que se le note que se ahoga.
—Pues pregunta y después vete, por favor.
A Bárbara le duele la frialdad utilizada por Irene, pero se
recuerda a sí misma las palabras de su madre y decide no
tenérselo en cuenta.
—Está bien, esto es un poco embarazoso y sé que no
debería —dice notando un calor inexplicable haciendo que le
ardan las mejillas—, pero necesito saberlo.
A Irene comienzan a sudarle las manos, no puede adivinar
lo que quiere preguntarle Bárbara, pero sí que tiene la
seguridad de que no va a gustarle. Abre la boca para zanjar la
conversación y pedirle que se marche, pero está lenta de
reflejos y para cuando sus labios se mueven, Bárbara ya está
hablando.
—Dijiste que estabas enamorada de mí, Irene —sisea como
si fuese un delito decirlo en voz alta.
Irene le clava una mirada dura, severa y muy inquieta.
—¿Y? —pregunta cada vez más ansiosa.
Bárbara se pone en pie. Ella también está muy nerviosa, no
sabe por qué se siente así y sentada en la cama con Irene de
pie, se siente en una posición de vulnerabilidad muy incómoda.
Se acerca a ella. Irene quiere que se detenga, pero su corazón
ya late demasiado rápido y está concentrada en relajarse, así
que no puede decírselo.
—¿Y ahora? —pregunta Bárbara mirándola a los ojos.
A Irene le cuesta verla con claridad, nota como su figura se
le desdibuja, está muy mareada.
—Irene, necesito saberlo —insiste Bárbara—. ¿Sigues
sintiendo algo por mí? ¿Queda algo de lo que te hizo salir
huyendo?
La doctora se pone una mano en el centro del pecho
mientras soporta la angustia que le tensa cada músculo del
cuerpo. Mira a Bárbara un momento, detenida a medio metro,
quizá menos o quizá más, no es capaz de definirlo.
—Irene, por favor —la súplica de Bárbara le taladra los
tímpanos y se le cuela en el cerebro. Bárbara necesita saberlo y,
en el fondo, ella desea decírselo.
—Siento lo mismo o más que al principio —confiesa y se
desmaya.
Bárbara no es capaz de reaccionar a tiempo, la revelación la
deja tan impactada que no ve venir ese momento en el que
Irene palidece hasta quedarse casi transparente y se desploma
hacia delante como un fardo. Su cuerpo inerte cae en parte
sobre Bárbara, que no tiene tiempo de sujetarla y observa
horrorizada como se escurre por sus piernas hasta quedar
tendida en el suelo.
Lo primero que le sale es un grito desgarrador producido
por el susto. Después abre la puerta de la habitación y grita
todavía más fuerte para que Jorge pida una ambulancia.
Bárbara se deja caer al lado de Irene con tal miedo en el
cuerpo, que le tiemblan hasta las pestañas. Al momento
aparece Jorge, que se queda más pálido que Irene cuando la ve
en el suelo.
—¿Qué ha pasado? —pregunta atónito.
—Y yo qué sé, ¿has pedido la ambulancia?
—Aquí las ambulancias tardan mucho en llegar, he llamado
al consultorio.
A Bárbara se le desencaja la cara.
—Pero si la doctora del pueblo es ella —dice cada vez más
nerviosa.
—Pues a mí me han dicho que enseguida venía —contesta
con cara de póker.
Bárbara parpadea confusa y decide que tendrá que confiar
en lo que le haya dicho la persona que le ha contestado la
llamada, por lo que se centra en asegurarse constantemente de
que Irene sigue respirando.
Capítulo 9

Irene abre los ojos y lo primero que hace es tratar de


incorporarse, pero la mano de una mujer se lo impide. Sabe que
la conoce de la adolescencia, pero le resulta imposible recordar
su nombre.
—Tranquila, no te levantes —dice la mujer.
Irene, todavía muy nerviosa, mira a un lado y a otro. Está
en su habitación del hostal, tumbada en la cama con la mujer
sentada al lado. Dentro no hay nadie más, aunque lo último que
recuerda es haber recibido la visita de Bárbara. Se queda muy
quieta, tratando de tranquilizarse mientras piensa y rememora
casi toda la escena.
—¿Te acuerdas de mí? —corta sus pensamientos la mujer.
—Sí, pero no consigo ponerte nombre ni sé por qué estás
en mi habitación —contesta Irene—. ¿Dónde está Bárbara?
Trata de incorporarse, pero de nuevo la mujer se lo impide.
—Vayamos por partes —su voz es tan serena y apacible,
que Irene deja salir el aire de sus pulmones y los vuelve a llenar
lentamente notando que se está calmando poco a poco.
—¿Qué me has puesto?
—Diazepam.
Irene asiente y la mira.
—Soy Marta.
—Sanchís —completa Irene y Marta sonríe.
—Sí. Tú y Bárbara ibais un curso por detrás del mío.
—Sí, me acuerdo.
—Bien —Marta asiente complacida mientras le toma el pulso
por tercera vez, corroborando que las pulsaciones de Irene se
van normalizando—. Yo también soy médica, en Tejón, el pueblo
de al lado, pero vivo aquí. Cuando Jorge ha llamado al
consultorio diciendo que la paciente eras tú, me han pasado el
aviso a mí y aquí me tienes.
—Vaya, lo siento —se lamenta Irene.
—No pasa nada, para eso estamos. ¿Me cuentas qué ha
pasado?
—No lo tengo muy claro, Bárbara estaba aquí, y supongo
que me he desmayado.
—Sí, en eso estamos de acuerdo. Lo que quiero saber es el
motivo.
—A veces me pasa, Marta, cuando me pongo muy nerviosa,
no hay motivo aparente —explica Irene suspirando.
—Bueno, estar nerviosa es un buen motivo. Cuando he
llegado te había bajado la tensión, y al despertar te ha subido y
se te han disparado las pulsaciones una barbaridad. Entiendo
que has sufrido un ataque de ansiedad brutal para llegar a ese
extremo, así que me gustaría saber qué te ha puesto así.
—Nada, Marta, en serio. Me sucede a veces, desde que
pasó lo de mi madre tengo desvanecimientos cuando me altero
mucho.
A Irene no le apetece hablar del tema, pero como médica,
comprende que su compañera necesita respuestas.
—Llevo unos días muy nerviosa, me está costando
adaptarme a la vuelta, mi casa me agobia mucho y me he
trasladado aquí. No sé qué más decir —miente Irene,
comenzando a estresarse.
—Tendrás un tratamiento, algo que tomarte para prevenir
estos ataques cuando empiezan.
—Sí, Diazepam —Irene hace una mueca y Marta arquea las
cejas.
—¿Y por qué no te lo has tomado?
—Ha sido muy rápido y…
—Está bien, lo entiendo, lo de tus padres fue muy duro —
Marta le hace un gesto afectuoso en el brazo y decide no insistir
en ese tema—. Bárbara está fuera, bastante preocupada,
¿quieres que entre?
—No.
La respuesta de Irene es tan tajante que hasta ella se
sorprende y Marta es incapaz de contener una sonrisa que deja
a la doctora desconcertada. Entonces la mira, y lo que le dice la
deja pasmada.
—¿Sigues enamorada de ella?
Irene es incapaz de parpadear o abrir la boca para decir
nada, intenta buscar en su cabeza y no encuentra ningún
momento en el que ella tuviese una conversación con Marta en
el pasado, y mucho menos para contarle lo que nunca le
confesó a nadie.
—¿Has hablado con Bárbara? —pregunta notando un
terrible enfado crecer dentro de ella.
—¿Con Bárbara? No —Marta mira extrañada hacia la puerta
—, lo he sabido siempre, Irene, te lo notaba.
—¿Qué?
—Mi marido —explica Marta sonriéndole—. ¿Tú te acuerdas
de Jose Pedraza?
Irene pone cara de circunstancias, incapaz de saber quién
es por el nombre.
—No importa —se ríe Marta—, era de mi cuadrilla y por
aquel entonces yo estaba colada por él, el problema es que él
estaba colado por ti.
—¿Por mí? —Irene se queda petrificada.
—Sí —Marta se ríe ante su cara de sorpresa—. El caso es
que yo estaba celosa al principio y eso me hacía fijarme mucho
en ti, hasta que me di cuenta de cómo mirabas a Bárbara.
A Irene se le contrae el estómago y baja la mirada antes de
que se le escape un largo suspiro.
—Y yo pensando que nadie lo había notado.
—Bueno, de no existir ese pequeño detalle con Jose, no me
habría fijado. El caso es que al final te fuiste y ahora estamos
casados.
Las dos se ríen e Irene mira hacia la puerta.
—Si no la dejas entrar, al menos dile que estás bien, estaba
histérica cuando he llegado —le aconseja Marta.
—Su presencia me provoca taquicardias —bromea Irene,
admitiendo así ante la doctora sus sentimientos por Bárbara.
A Marta le da la risa y le toma el pulso poniéndole los dedos
en el cuello.
—Bueno, ahora estás bastante relajada, creo que podrás
soportarlo.
Irene pone los ojos en blanco y se vuelven a reír.
—Ahora en serio, si no quieres que entre le diré que estás
bien y que se marche. Tú deberías descansar el resto de la
tarde. Te voy a dejar mi número personal apuntado por aquí.
Marta coge un panfleto de publicidad del hostal y se lo
escribe en un hueco en blanco.
—Si te encuentras mal o necesitas cualquier cosa, me
llamas, y no te preocupes por la hora, en serio, vivo aquí al
lado.
—Gracias, Marta, y siento que te hayan molestado.
Marta mira el reloj y se encoge de hombros.
—En realidad me has hecho un favor, Jose no sale de la
fábrica hasta las diez, y las tardes que no tengo turno se me
suelen hacer largas. En este pueblo no hay mucho que hacer
salvo que tengas más de sesenta años y te apuntes a las
actividades del ayuntamiento.
—Vaya —Irene tuerce el gesto—, y yo que quería buscar
alguna actividad para socializar un poco.
Marta se levanta y coge su bolso.
—Tienes mi número, llámame cuando te encuentres bien y
nos tomamos algo si quieres, aquí no hay gran cosa, pero en
Tejón está el centro excursionista y podemos salir algún día.
—¿No tienes amigas? —Irene se da cuenta de inmediato de
lo grosera que ha sido su pregunta, pero Marta se ríe divertida y
eso la tranquiliza.
—Sí, claro que tengo, pero ninguna que quiera hacer nada
que vaya más allá de sentar el culo en una silla y tomarse un
café mientras habla de lo aburrida que es su vida en lugar de
hacer algo diferente.
—Está bien —a Irene cada vez le cae mejor la doctora—, te
llamaré.
—Bien, ahora descansa —dice Marta de camino hacia la
puerta.
—Espera, Marta, dile a Bárbara que pase.
—¿Segura?
—Sí, creo que es lo mínimo.
—¿Pero estáis? —Marta hace un gesto con el dedo
señalando hacia la puerta y hacia Irene.
—¿Liadas? —a Irene los ojos se le abren como platos y se
ríe—. No, Bárbara siempre me verá como una amiga.
—Pero sabe qué tú…
—Creo que me he desmayado cuando se lo he dicho —
confiesa por fin Irene.
—Ya sabía yo que tenía que haber algún motivo más
justificado —suspira Marta—. En fin, intenta estar tranquila,
¿vale?
—Sí, y gracias de nuevo.
Marta asiente, abre la puerta y sale de la habitación
dejándola abierta. Bárbara entra inmediatamente después y la
cierra, caminando hasta la cama de Irene para sentarse a su
lado.
Se miran, Irene deshaciéndose de ganas de que le dé un
abrazo, Bárbara desconcertada, sin saber por qué se siente tan
perdida y por qué el susto todavía no se le ha ido del cuerpo a
pesar de que Marta le ha dicho que está bien.
—Casi me da un infarto por tu culpa —espeta de repente—.
¿Es que además de vivir en este sitio de mierda tampoco
comes?
Irene aguanta el tipo, no sabe si comprende el enfado de
Bárbara. Por una parte, tal vez lo haga, pero por la otra, ni
siquiera considera que tenga derecho a estarlo. Se calla, no
quiere discutir con ella y su silencio altera más a Bárbara.
—¿Por qué no hablas conmigo, Irene? Éramos amigas, joder,
y ahora estamos aquí las dos.
—Ya lo sabes, Bárbara —se enfada Irene—, no sé si quieres
regodearte o solo joderme, pero tenerte cerca no es bueno para
mí, así que, por favor, márchate.
Bárbara tiene la sensación de que tiene un cuchillo clavado
en la nuca y no puede quitárselo, una punzada incómoda de la
que no se puede deshacer, algo que le quema y que le escuece,
una herida que se abre y sangra, y desconoce el motivo.
—Vale, tienes razón, no debería haber venido, todo esto ha
sido culpa mía.
—Yo no he dicho eso —rebate la doctora.
—No, lo digo yo. Cuídate, Irene.
La dueña de la churrería se levanta y se marcha. Irene se
queda con tal vacío dentro del cuerpo que tiene la sensación de
que va a desvanecerse de nuevo.
Capítulo 10

Bárbara sabe que no está haciendo lo correcto, que no está


respetando la petición de Irene de mantenerse alejada de ella,
pero cada vez que la recuerda viviendo en esa habitación,
experimenta una corriente de algo parecido a la rabia que no
puede entender. No soporta la idea de que viva allí, y menos
desde que ayer por la tarde volvió a encontrarse con Silvia y
esta le dijo que de momento la cosa seguía igual, que como
Irene no se decida por una de las casas en venta, lo va a tener
muy difícil.
Le ha pedido a su madre que vaya a recoger a Lito al
colegio. Ha estado comprobando los horarios del consultorio y
sabe que hoy Irene tiene consulta desde las ocho hasta las
cuatro, así que se ha tomado la libertad de comprar unos
bocadillos y ahora está allí, en la acera de enfrente bajo la
sombra de un árbol, esperando a que salga.
Son casi las cuatro y media cuando la doctora abandona el
centro médico, y también cuando ve como Bárbara cruza la calle
corriendo en su dirección.
—Joder —bufa Irene con el corazón a mil por hora.
—Lo sé, sé que no me quieres ver —dice Bárbara en son de
paz—, pero no estoy aquí por mí, Irene. Entiendo que mi
presencia solo te hace daño y te trae recuerdos que te
entristecen, bueno, y ahora, pues no sé cómo te sientes…
Irene no puede evitar enrojecer hasta la raíz del pelo, una
cosa es haberle confesado que sigue enamorada de ella y otra
que hablen sobre el tema. Además, Bárbara se ha puesto
nerviosa al mencionarlo, como si se sintiera incómoda, e Irene
no sabe cómo debe interpretarlo.
—Cómo me sienta o me deje de sentir, no importa, ¿qué
quieres, Bárbara? —pregunta hastiada, cansada de verla en
todas partes.
—Una tregua de media hora en el parque —Bárbara alza la
bolsa con los bocadillos—, como en los viejos tiempos, y por
favor, no me digas que no porque estoy a punto de desmayarme
de hambre.
—¿No has comido? —se sorprende Irene comprobando la
hora.
—No, quería comer contigo. Media hora, por favor —insiste
Bárbara.
—Está bien —acepta Irene, a la que le ruge el estómago
desde hace rato.
Las dos caminan en absoluto silencio hasta el parque. Irene
necesita preguntarle lo que quiere y acabar cuanto antes con la
incertidumbre, pero no quiere ser impertinente. Bárbara, en
cambio, tiene la cabeza a punto de explotarle, camina un paso
por detrás de la doctora y, por mucho que lo intenta, no para de
mirarla. Observa cada detalle de su cuerpo mientras se
pregunta el motivo por el que en su día no se fijó en ella. Irene,
salvo en las arrugas de expresión, no ha cambiado en nada,
sigue teniendo la misma constitución envidiablemente atlética
que le permitía comer todo tipo de cerdadas sin que la grasa se
quedase en su cuerpo, de hecho, está demasiado delgada para
su gusto, pero nada que no arreglen unos cuantos potajes de su
madre. Está convencida de que Irene no come en condiciones,
al menos, no desde que ha vuelto al pueblo.
Llegan al banco de siempre, en el que se habían sentado mil
veces por las tardes para contárselo todo. La costumbre parece
que radica en ellas porque Irene se sienta a la izquierda,
Bárbara a la derecha, y por un momento, sienten que el tiempo
no ha pasado y las dos sonríen.
—Toma, de atún, espero que siga siendo tu favorito —dice
Bárbara entregándole el bocadillo.
—Se me hace la boca agua —responde Irene salivando.
—¿Qué tal te encuentras? —se interesa Bárbara mientras
comen.
—Estoy bien, solo fue un desmayo.
Irene lo suelta de un modo tan casual, que Bárbara casi se
atraganta.
—¿Solo? Joder, Irene, te desplomaste como un fardo, ¿eres
consciente del miedo que pasé? Encima con Jorge, que el pobre
parece idiota.
A Irene le entra la risa tonta, lleva días tratando con Jorge y
ya se ha dado cuenta de que es un poco corto de miras y que
solo se le puede pedir lo justo. Se imagina a Bárbara, asustada
y con él como único recurso, y todavía se ríe con más ganas.
—Lo siento, en serio —dice sin dejar de sonreír—, lamento
que tuvieras que ver aquello y que fuese Jorge y no don Paco
quien estaba en la recepción.
—Vaya, gracias por tu consuelo. ¿Qué te pasó? ¿Es cierto
que fue por un ataque de ansiedad? No tendrás otra cosa más
grave, ¿verdad? —se asusta Bárbara.
—Si tuviera algo te lo diría, tranquila.
—¿Me lo dirías igual que me dijiste que estás viviendo en el
hostal? —Bárbara ha sido incapaz de morderse la lengua.
Irene la mira de soslayo y da un mordisco al bocadillo,
ninguna dice nada más hasta que terminan y Bárbara se pone
en pie.
—De acuerdo, se me está acabando la tregua —dice
mirando la hora—, así que iré directa al grano.
La doctora se limpia la boca con la servilleta, tira el
envoltorio del bocadillo en la papelera que tienen al lado y bebe
un poco de agua. Cada vez que Bárbara abre la boca, a ella le
tiembla todo el cuerpo.
—Todavía me cuesta aceptar que estés aquí y no quieras
verme, Irene —dice Bárbara, no tenía pensado mencionar nada
al respecto, pero no puede evitarlo.
A Irene se le tensan todos los músculos del cuerpo, tiene la
sensación de que, cuanto más tiempo pasa con Bárbara, más le
gusta, y le parece imposible estar más enamorada de lo que ya
está en ese momento. ¿Hasta dónde puede llegar esa agonía
que siente?
—Pero después de lo que me dijiste en el hostal —Bárbara
vuelve a sentir ese inquietante hormigueo por el cuerpo al
recordar la confesión de Irene—, comprendo que para ti es muy
complicado estar conmigo y no…
Bárbara se detiene en seco, de repente nota ardor en las
orejas y se siente completamente imbécil por haberse metido
ella sola en ese berenjenal. Le resulta inevitable fijarse en los
labios de Irene, que la mira absorta, y por un momento tiene la
tentación de acercarse y besarla para probar lo que se siente.
Se le bloquea la mente y aparta la mirada consciente de que no
puede jugar así con la doctora y sin entender por qué motivo
ese tipo de pensamientos son cada vez más frecuentes en ella.
—Joder, parezco tonta, no me hagas caso —dice
avergonzada, con el corazón latiendo tan fuerte que ni siquiera
escucha el ruido de los coches que pasan por la calle.
—Te agradecería que fueses directa al grano, Bárbara —
apunta Irene, que empieza a sentir ansiedad y no quiere volver
a desmayarse.
—Sí, claro, perdona —Bárbara traga saliva y se recompone
—. Lo que he venido a decirte es que el local que compré no
solo es la parte baja donde tengo el negocio, el apartamento
que hay justo encima también iba incluido en la compra, fue
una condición del vendedor, que quería quitárselo todo de
encima. Al mismo tiempo que hice la obra para arreglar el local,
reformé también el apartamento para irme allí con Lito, estaría
al lado de mis padres y de paso mantendría mi independencia.
—Pero vives con tus padres, ¿no? —pregunta Irene, que se
está perdiendo.
—Sí, me instalé allí mientras se hacía la reforma. Ahí es
donde quiero ir a parar. Ya has visto cómo es Lito de
introvertido y lo mucho que le cuestan las relaciones, pero con
mi padre es completamente distinto, se abre y se ríe, no sé
cómo explicártelo. Es como si ese bloqueo que tiene
desapareciese cuando está con su abuelo, creo que, de algún
modo, compensa la carencia de su padre.
—Siento que esté así, en serio —dice Irene—, parece un
niño encantador.
—Y lo es. En fin, de una manera muy lenta y desesperante
para mí, él mejora estando con mi padre cerca, le da seguridad,
así que no me voy a marchar de su casa hasta que esté bien del
todo, y créeme, el proceso va a ser lento.
—Entiendo —Irene tiene cara de póker, así que Bárbara
decide no dar más rodeos.
—Silvia me dijo que no quieres comprar nada, que buscas
algo de alquiler.
La doctora asiente.
—Alquila mi apartamento, vete allí y sal de ese cuartucho de
mierda. Es muy pequeño, pero para ti sola tienes de sobra y es
una lástima que esté vacío.
Irene abre la boca para negarse, pero la cierra cuando
comprende que la propuesta de Bárbara es probablemente su
única opción.
—Sé que no me quieres ver y no tendrás que hacerlo. Tiene
entrada independiente, tú entras y sales por tu puerta y lo peor
que puede pasar es que nos crucemos en algún momento, pero
eso te puede pasar en cualquier parte y lo sabes, este es un
pueblo pequeño.
—No sé, Bárbara…
—No me jodas, Irene. ¿En serio quieres seguir durmiendo
ahí? Dime una cosa, ¿estás cómoda? Porque no me lo creo. Eso
es para pasar una o dos noches, pero más, joder; qué
agobiante —le entran escalofríos solo de pensarlo—. Ven a verlo
al menos, estamos cerca y será un momento, si no te gusta, se
acabó la conversación y te juro que no te molesto más.
Irene la observa y se estremece cuando no logra aguantarle
la mirada y sus ojos acaban posados en su busto. Bárbara lleva
una camiseta de tirantes que evidencia la prominencia de sus
curvas, y la está poniendo enferma.
—Está bien, vamos a verlo —acepta sintiendo que es la
única escapatoria que tiene para no mirarla.
Bárbara sonríe y le hace un gesto con la cabeza para que la
siga y, en cuestión de cinco minutos, están cruzando la puerta
que hay al lado de la churrería. Suben las escaleras que llevan a
la primera planta y Bárbara abre la única puerta del rellano.
—No hay ascensor, pero tampoco lo hay en el hostal —
dispara Bárbara sin pensar.
Irene, que está detrás con la mirada clavada en su trasero,
no esconde la sonrisa que le provoca la puya. No entiende por
qué Bárbara está tan enfadada ni el motivo por el que le afecta
tanto lo que hace o deja de hacer, pero le gusta.
—Bueno, tú misma —Bárbara ha subido las persianas y le
hace un gesto con la mano para que entre y observe el
apartamento a su antojo.
Como ya le ha dicho, es muy pequeño, dos habitaciones
muy justas y un salón que solo tiene cabida para un sofá
pequeño y la mesa. La cocina forma parte de la estancia y el
baño está entre las dos habitaciones. A Irene le encanta que
sea tan soleado, es justo lo que busca, algo pequeño y
acogedor, lo necesario para ella. Y la decoración escogida por
Bárbara le encanta.
—Es precioso —dice asintiendo.
—¿A qué sí? —Bárbara confirma orgullosa—, y una lástima
que esté vacío. Será un favor mutuo, Irene, tú necesitas algo así
y a mí me vendrá bien un ingreso extra para pagar el préstamo.
—De acuerdo.
—¿Sí? —se emociona Bárbara—. Pues ve al hostal a buscar
tus cosas, ya arreglaremos el contrato a lo largo de la semana,
pero no duermas allí ni una jodida noche más.
Capítulo 11

La mañana de Irene está siendo muy tranquila, tanto, que hasta


se está aburriendo. Tan solo ha atendido un resfriado en las tres
horas que lleva pasando consulta, por lo que lo más interesante
que le ha pasado, ha sido recibir la llamada inesperada de la
doctora Marta Sanchís para preguntarle cómo estaba. Irene se
ha sentido muy descolocada en un principio, poco
acostumbrada a que más allá de Paula y Aitor, alguien se
preocupe por ella. Por algún motivo que todavía no se explica,
ha decidido ser sincera y le ha explicado que se sigue sintiendo
ansiosa, sobre todo en presencia de Bárbara. Eso la altera
mucho, le desboca el corazón y le provoca un miedo aterrador a
desplomarse, tanto, que en ocasiones cree tener los síntomas
cuando a lo mejor no es así.
—Somatizas —ha concluido Marta—, como te pasó una vez
con ella, piensas que te va a volver a pasar.
—El otro día quedamos en el parque y había momentos que
me sentía mareada —ha confesado Irene.
—Deberías buscar ayuda profesional, Irene, asistir a terapia
para que te den alguna pauta que te ayude a canalizar esa
ansiedad.
—Lo sé —ha dicho recordando que se lo prometió también a
Paula y Aitor—, pero no me apetece contarle mis mierdas a un
desconocido, aunque sé que debería.
—Te entiendo, en ocasiones las cosas te cogen en
momentos de tu vida en los que no reaccionas igual a todo.
Unas veces te sientes más fuerte para enfrentarte a los
problemas, y otras más débil. Lo sé porque me ha pasado. ¿Qué
te parece si quedamos esta tarde? Yo ya sé tu historia, no
puedo darte pautas, pero puedo escucharte, y tal vez si hablas
sobre ello es más fácil para ti sobrellevarlo.
Irene se ha quedado pensativa, pero finalmente ha
aceptado. Marta le cae bien, y como ha dicho, sabe su
problema, le vendrá bien tenerla como apoyo porque desde que
se trasladó al apartamento de Bárbara, se la encuentra mucho
más de lo que creía. Por no hablar de que para ir hacia el
consultorio, debe pasar por delante de la cristalera de la
churrería, y por mucho que lo intenta, siempre acaba mirando
hacia el interior, y no para hasta que la encuentra y el estallido
de mariposas le sacude todo el cuerpo.
Ahora, aburrida como una ostra, ha estirado las piernas
caminando por el pasillo y ha aprovechado para entrar al baño.
No tiene pacientes ni los espera, hasta que oye pasos
acelerados y el farfulleo angustiado de la voz de Bárbara, que
podría reconocer aunque le hablase desde debajo del agua.
Irene se asusta y sale al pasillo a enterarse de lo que pasa. Allí
se encuentra con Bárbara, que arrastra a Lito a pasos rápidos
con la mano del niño envuelta en una toalla. Ambos van
manchados de sangre, y Bárbara parece estar a punto de
desfallecer en cualquier momento.
La enfermera, que también hace de recepcionista, los
acompaña hacia la consulta de la doctora, que abre la puerta y
se prepara para recibir a Lito, el único que no parece asustado.
—¿Qué ha pasado?
Irene en cualquier otra situación, lo primero que haría sería
hacerse con el control, coger a Lito y sentarlo en la camilla para
quitarle la toalla y ver el origen de la sangre, pero recuerda de
inmediato que Lito es muy reservado y receloso de su espacio
personal, y que, si lo traspasa sin ganarse la confianza del niño
antes, puede generar un conflicto mayor del que ya tienen.
—Se le ha caído un vaso y se ha cortado cogiendo los
cristales —explica Bárbara de corrido, muy asustada—, mira que
le tengo dicho que no toque los cristales, que cortan…
—Bueno, tranquilízate —le dice Irene—, porque necesito
que él también esté tranquilo.
Bárbara parpadea varias veces, comprendiendo de
inmediato que la doctora tiene razón. A pesar de la angustia y
los nervios que tiene, intenta serenarse para centrarse en su
hijo.
—¿Qué hacemos? —le pregunta a Irene, Lito está pegado a
la pierna de su madre, inmóvil, con la mirada fija en la mesa, o
tal vez en la ventana, imposible saberlo.
—Necesito ver la herida, eso lo primero. Siéntalo en la
camilla.
Durante los siguientes dos minutos, Irene asiste con
asombro a ese momento en el que Bárbara, hablando con una
dulzura enternecedora, le va explicando a su hijo todo lo que
debe hacer mientras que al mismo tiempo lo va convenciendo
de que debe dejar que la doctora le cure la herida. Ella
permanece quieta, ni muy cerca ni muy lejos, mostrándole al
niño que no se va a marchar de allí, pero que tampoco hará
nada que lo asuste. Lito alterna miradas rápidas entre ella y su
madre, como si tratase de confirmar que no corre peligro.
—Tu madre se quedará aquí contigo, Lito —dice Irene una
vez que el niño está sentado en la camilla, con la mano envuelta
en la toalla sobre las piernas—. ¿Quieres que le ponga una silla
aquí a mi lado?
Irene tiene un taburete en el que se ha sentado frente a él,
el niño asiente, así que se levanta y consigue otro para Bárbara
que, aturdida y sobrecogida por la dulzura con la que Irene le
habla a su hijo, se sienta y se queda muy quieta.
—¿Me dejas que te quite la toalla? Aunque me parece que
prefieres quitártela tú —Irene le guiña un ojo—, yo creo que la
única que está un poco asustada aquí es tu madre.
La doctora rueda los ojos hacia Bárbara en un gesto
divertido. Lito casi esboza una sonrisa que deja alucinada a su
madre y, muy lentamente, se quita la toalla de la mano y la deja
suspendida en el aire. A pesar de lo rápido que su abuela
Esperanza, que era la que estaba en la cocina en ese momento,
ha cogido la toalla para detener la hemorragia, la mano de Lito
está completamente ensangrentada.
—¿Me enseñas dónde te has cortado? —pregunta Irene,
armada de paciencia.
Lito gira la mano y le muestra la yema del dedo pulgar
atravesada por un corte que a la doctora le parece bastante
profundo.
—Dios mío —dice Bárbara tambaleándose en su taburete,
Irene reacciona cogiéndola del brazo.
—¿Qué te pasa?
Cuando Bárbara la mira lo comprende, está más blanca que
la sábana que cubre la camilla.
—Madre mía, ¿te impresiona la sangre?
Bárbara no puede ni contestarle y a Lito se le escapa una
risilla traviesa que sorprende a Irene.
—Lito, cúbrete un momento la herida con la toalla —le pide
la doctora.
Irene coge el taburete de Bárbara y lo gira hasta que queda
de espaldas a su hijo, sabe que no puede pedirle que salga de
la consulta, pero tampoco se puede permitir que se desmaye.
—¿Quieres agua? —Irene le pasa una mano por la espalda,
Bárbara siente tal estremecimiento que parte del mareo
desaparece y sus ojos se abren como los de un búho.
—No, estoy mejor —dice mirando al suelo.
—¿Segura? Tengo que coserlo, Bárbara, necesito estar
centrada en él y si te desplomas no puedo.
—Segura, de verdad.
—Bien, pues quédate aquí y no te gires hasta que yo te lo
diga, ¿queda claro?
Bárbara asiente y la mira de reojo, fijándose en la línea de
su cuello hasta llegar a la clavícula. No sabe por qué lo ha
hecho, pero una corriente le ha recorrido el vientre y se ha
puesto muy nerviosa. Irene, ajena a todo eso, se ha centrado
tanto en Lito que está logrando que la presencia de Bárbara no
le afecte tanto como otras veces.
—Bueno, vamos a ver ese corte otra vez, Lito.
Bárbara, con el corazón desbocado de un modo
inconcebible, se limita a escuchar como la doctora le explica a
su hijo con mucho tacto, que tiene que coserle la herida y que
para eso antes tiene que pincharle un poco de anestesia. Su
madre siente escalofríos solo de pensarlo, pero Lito no se queja,
incluso contesta algunas preguntas que Irene le va haciendo
para distraerlo, lo que tiene cada vez más asombrada a Bárbara,
que se está dando cuenta de la conexión que su hijo, de una
manera muy lenta, parece estar estableciendo con Irene.
—¿Cuál es tu comida favorita? —escucha preguntar a la
doctora de repente.
—La empanada de atún de mamá —contesta Lito.
—Seguro que está muy buena. ¿Te gusta la comida de tu
madre?
—Sí, y la de la abuela.
—Pues tienes mucha suerte, Lito, a mí la empanada me sale
de pena.
Lito suelta una risilla, Bárbara se recoge las lágrimas.
—Ya puedes girarte, Bárbara —dice Irene unos minutos
después.
Cuando lo hace, ya no hay rastro de sangre por ningún sitio
y Lito, sonriente y orgulloso, le muestra su dedo vendado como
si fuese una herida de guerra.
—Le he puesto dos puntos, le quedará una cicatriz muy
chula —dice mirando al niño con los ojos entornados.
Lito está tranquilo, incluso balancea los pies que le cuelgan
en la camilla. Bárbara alucina.
—Intenta que no se le moje el vendaje y tráemelo dentro de
una semana, si todo está bien, le quitaré los puntos. Cualquier
otra cosa, te pasas por aquí o me llamas.
—Vale, gracias —dice Bárbara casi como un robot.
—¿Estás bien? ¿Sigues mareada? —se interesa Irene, a
quien le extraña ese comportamiento tan pausado de Bárbara.
—Sí, tranquila, es que me he asustado.
—Pues relájate, porque ya ves que él de susto tiene bien
poco.
Bárbara sonríe e Irene nota la explosión de mariposas que
le corta el aire, por suerte para ella, madre e hijo se marchan
rápido y la cosa no pasa de ahí.
Capítulo 12

Irene baja las escaleras que dan acceso a su apartamento y sale


a la calle quedando cegada unos instantes por el sol, que brilla
con fuerza en un cielo completamente despejado. Están a punto
de ser las cinco de la tarde, hora en la que ha quedado con
Marta en una cafetería cercana.
Como todas las veces, se dice a sí misma que esta vez no va
a mirar hacia el interior de la churrería, que aguantará y pasará
de largo sin hacerlo, pero, como siempre, la tentación y las
ganas de ver a Bárbara un solo instante la dominan y sus ojos
acaban clavados en el interior, con la sorpresa paralizante de
que Bárbara no solo la ha visto, sino que le acaba de hacer un
gesto con la mano pidiéndole que espere.
Irene tiene el corazón en la boca y esta vez no solo siente
ese burbujeo en el centro del pecho, también nota una
incontrolable excitación palpitarle en su zona más sensible, algo
que únicamente suele pasarle cuando piensa en Bárbara en la
intimidad, no así, no en plena calle.
—Mierda —maldice en voz muy baja justo cuando Bárbara
abre la puerta y sale.
En honor a ese calor insoportable que hace, la dueña de la
churrería lleva otra camiseta de tirantes de color granate que de
nuevo expone la voluptuosidad de su pecho, torturando a Irene
y haciendo que prefiera estar en el infierno.
—Hola —saluda Bárbara.
Irene ni siquiera le devuelve el saludo, tiene tantas ganas de
besarla en ese momento, que si separa los labios será para
atrapar los de la mujer que tiene delante.
—Solo quería agradecerte lo que has hecho esta mañana,
esa manera de ganarte a Lito ha sido… —Bárbara siente un
latigazo recorrerle la entrepierna cuando se percata del modo
en el que Irene la está mirando.
La sensación la deja clavada en el sitio, tratando de
entender qué cojones le pasa últimamente.
—Solo hacía mi trabajo —dice Irene tras un silencio
incómodo que se estaba extendiendo demasiado.
—Tu trabajo era curarlo, pero has hecho algo más que eso,
te has ganado su confianza, y te aseguro que eso es muy difícil.
Irene no sabe qué decir, solo quiere salir corriendo antes de
que la presencia de Bárbara la trastorne por completo y le
genere otro ataque de ansiedad que acabe con ella tirada en la
acera.
—¿Cómo está? ¿Se queja por el dolor? —se interesa la
doctora.
—Apenas —responde su madre.
—Tiene una tolerancia muy alta. Me he dado cuenta al
pincharle la anestesia, apenas se ha inmutado un poco, por eso
no te he recetado nada, pero si ves que más tarde le duele,
dímelo.
—Sí, oye —Bárbara no sabe si es correcto lo que le va a
decir, pero le está quemando la lengua desde que la ha visto
salir.
—Dime.
—¿Te apetece tomar una cerveza después? A las seis cierro
y a partir de las seis y media estaré libre.
Irene nota un cosquilleo tonto invadirle todo el cuerpo, este
es diferente a los demás, no sabe por qué, pero lo siente así,
menos angustioso.
—Sé que me dijiste que no querías verme, pero Irene…
—No puedo, he quedado con Marta —la corta la doctora de
forma abrupta.
Bárbara estaba a punto de confesarle que siente una pulsión
extraña empujarla hacia ella, que no sabe qué le pasa, pero que
comienza a ser una necesidad tenerla cerca. Pero al escuchar su
respuesta tajante, se queda en silencio, sintiendo una congoja
extraña y al mismo tiempo experimentando algo que sí que
sabe definir con claridad; celos. Está celosa de que Irene haya
quedado con Marta, y la transformación de su cara no hace más
que confirmarlo.
—Claro, no hay problema. Ya nos veremos.
Bárbara se da la vuelta y entra en su local dejando a Irene
tremendamente descolocada, sin tener muy claro lo que acaba
de pasar.
Se va de allí pensando en ello, y llega a la cafetería donde
se ha citado con Marta sin haber llegado a ninguna conclusión.
La actitud de Bárbara la tiene tan desconcertada que no sabe
qué pensar.
—Hola —sonríe cuando se encuentra con Marta en la
puerta.
La doctora le da dos besos y las dos buscan una mesa con
sombra en la terraza. Primero hablan de cosas banales,
después, Irene también se interesa por su vida y le pregunta
cómo le va con Jose, al que por mucho que se esfuerza, casi no
encuentra en sus recuerdos. Ella le cuenta que están bien, en
plena monotonía, pero que no puede quejarse. Se terminan los
cafés y esta vez piden refrescos, Irene piensa en Bárbara y la
cerveza que le ha propuesto tomar, y le explica a Marta con
detalles lo sucedido en la puerta de la churrería.
—Ha sido todo muy raro, su actitud, parecía tan nerviosa. Y
después, de repente, se ha marchado como si estuviera
enfadada. Creo que fui muy clara en su momento cuando le dije
que no quería verla, no sé qué parte es la que no entiende —
ahora la que está molesta es Irene, aunque ya no sabe si es
porque Bárbara la ignora o porque, en realidad, se moría de
ganas de decirle que sí a esa cerveza.
—Vamos a ver, porque a mí hay algo aquí que se me
escapa, Irene —dice Marta comprobando si el refresco que le
acaban de traer está lo suficientemente frío para su gusto.
—¿El qué? —pregunta Irene con intriga.
—Tú le has confesado a Bárbara que sigues enamorada de
ella.
A Irene se le gira el estómago ante semejante verdad y
asiente para confirmarlo.
—Y le has dicho que no quieres verla.
—Correcto.
—Porque tú sientes muchas cosas y su presencia te provoca
esa ansiedad tan angustiosa, entiendo que por las ganas que
tienes de estar con ella —continúa Marta.
—Sí, resumido es así —confirma Irene notando un zumbido
en el centro del pecho.
—¿Y ella qué ha dicho al respecto?
—¿Cómo dices?
—Bárbara. Algo tuvo que decir. A mí si me dices que sigues
enamorada de mí, te aseguro que no me quedaré callada,
tendré preguntas, no sé, algo.
Irene cavila y se queda pasmada.
—Bueno, a ver. Es que no todo es así.
—¿Y cómo es?
—Primero le confesé que había estado enamorada de ella
hace mil años, y que fue gran parte del motivo por el que me fui
de aquí. Ella se casó, ya sabes, pensarlo era agónico.
—Sí, me lo puedo imaginar.
—Fue ahí, cuando le confesé eso fue cuando le dije que no
quería verla más.
Marta arquea las cejas.
—¿Y el día del hostal? ¿Qué hacía allí entonces?
—Vino a preguntarme si seguía enamorada de ella. Le dije
que sí y me desmayé, el resto ya lo sabes.
A Marta le explota una sonrisa que le sale por la nariz y deja
a Irene bloqueada.
—¿Qué pasa?
—Es decir, que no habéis hablado sobre el tema después de
que tú le dijeras que sigues enamorada de ella, ¿es eso?
—Sí, claro, ¿qué quieres que hablemos?
—Hombre, Irene, pues no sé, Bárbara tendrá algo que decir
al respecto, esto le afecta de una forma muy directa. ¿Tú le has
preguntado cómo se siente? ¿O incluso lo que siente?
—No, joder, claro que no. ¿Qué va a sentir?
—No lo sé, Irene, pero desde luego, me parece que es
importante que os sentéis y las dos habléis del tema. Tú le
dijiste que no querías verla y, sin embargo, ella, que es tu amiga
y se supone que te quiere, no lo respeta. Algún motivo habrá.
Con esto no te quiero dar falsas esperanzas, es muy posible que
lo que tenga ahora sean un montón de dudas muy normales,
preguntas que yo también me haría.
—¿Cómo cuáles?
—No lo sé, hablo de un modo retórico, querría saber más
cosas de ti. Han pasado mil años, Irene, sois personas
diferentes, todas lo somos. Yo tendría mucha intriga por saber
cómo te ha ido, lo que has hecho, a quién has querido, lo que
te gusta o lo que te mueve. Vamos, me pongo en su situación y
pienso que es lo que me pasaría. Vosotras estuvisteis muy
unidas en su momento, no creo que Bárbara se haya tomado
esto como la declaración de cualquier pesado en una noche de
copas, tú eras importante para ella y por lo que vi el otro día, lo
sigues siendo. Insisto, mi opinión es que deberías quedar con
ella y preguntarle cómo se siente después de lo que le has
contado.
—Al final el desmayo me lo vas a provocar tú —dice
suspirando.
—Venga, no me jodas —Marta se asusta y le coge la
muñeca para tomarle el pulso—. No seas dramática, solo estás
nerviosa —se ríe y vuelve a acomodarse.
—Sí —reconoce Irene, que solo de pensar en hablar sobre
ese tema con Bárbara, se le ponen los pelos de punta.
—Solo es mi opinión, Irene, sé que es fácil decirlo, pero
visto desde fuera, no sé, creo que lo necesitas. Has dado por
hecho que no tienes ninguna oportunidad con ella cuando ni
siquiera se lo has preguntado.
—Porque ella…
—¿Ella qué? Está soltera que yo sepa.
—Ya, pero no sé, estaba tan enamorada de Moisés que no
consigo sacarme ese recuerdo de la cabeza ni me la puedo
imaginar en una situación que no sea esa.
—¿Moisés? Joder, Irene, pero si se divorciaron hace un
montón de años.
—Ya lo sé, pero yo tengo grabada a fuego esa forma que
tenía de mirarlo y todavía me cuesta aceptar que después de él,
haya estado con otras personas.
—Bueno, tú haz lo que consideres, lo que te haga sentir
cómoda. Si crees que lo mejor es mantenerla lejos, vuelve a
hablar con ella y déjaselo claro.
—Es que ahora tengo muchas dudas, antes, cuando me ha
invitado a la cerveza, me he quedado con las ganas de decirle
que sí.
—Todavía estás a tiempo —Marta mira su reloj—, la tarde es
muy larga.
—No, por hoy ya he tenido suficiente dosis de Bárbara,
además, creo que está molesta y no tengo ganas de discutir.
—Sois como dos crías ahora mismo —sonríe la doctora,
Irene no puede rebatirlo.
Capítulo 13

Los días pasan e Irene tiene la cabeza como un bombo. Desde


que quedó con Marta, no deja de darle vueltas a lo que le dijo.
Ha estado tentada varias veces de no pasar de largo y entrar en
la churrería cuando sale de su casa, de pedirle a Bárbara que se
tome unos minutos para merendar con ella y, de algún modo
que todavía no ha logrado elaborar en su cabeza, sacar el tema
y preguntarle si tiene alguna posibilidad con ella. Solo de
pensarlo le entra una corriente por el vientre que la deja fuera
de juego unos instantes, después se recompone, suspira y
descarta la idea porque le aterroriza enfrentarse a la respuesta
de Bárbara. Una cosa es dar por sentado algo y otra escucharlo
de su boca.
Pensando en todo eso vuelve a mirar por la ventana y por
fin los ve aparcando. Este domingo ha sido el elegido por Aitor y
Paula para hacerle una visita, como le prometieron, han podido
escaparse y ahora están ahí, bajando del coche.
Irene coge las llaves y el teléfono y sale corriendo escaleras
abajo para recibirlos. Es la primera vez que ignora la cristalera
de la churrería y cruza la calle para abrazarse a Paula y después
a Aitor.
—Qué bien que hayáis venido —dice realmente contenta.
Sus dos amigos la observan y sonríen al percibir en ella un
poco menos de esa tristeza de la que suele acompañarla
últimamente.
—¿Esa es la churrería? —pregunta Aitor acompañando sus
palabras con un movimiento de cabeza.
Irene se gira y ve a Esperanza recogiendo el toldo, están a
punto de cerrar y eso la pone nerviosa, porque si no se
marchan a comer pronto, podría tropezarse con Bárbara cuando
salga.
—Sí, esa mujer es la madre de Bárbara.
—La verdad es que tengo mucha curiosidad por verla —
reconoce Paula.
—Pues yo espero que no nos la encontremos. Venga, os
enseño el apartamento y nos vamos a comer, que todavía
llegaremos tarde.
Irene los empuja hacia delante con prisas, cruzan la calle y
abre la puerta del portal todo lo rápido que puede mientras sus
dos amigos se ríen a sus espaldas.
—¿Sabes quiénes son? —pregunta Bárbara a su madre en
cuanto entra dentro de la churrería.
—¿Quiénes son? —repite su madre sin entender a qué se
refiere.
—La pareja que estaba con Irene.
Esperanza arquea las cejas y apoya el palo de la escoba en
una de las mesas.
—¿Y qué más da? ¿Es que no puede tener amigos?
—Claro que puede, solo era curiosidad, no los había visto
nunca —responde incómoda.
—Vamos a ver, hija, yo sé que es duro saber que está aquí y
que no quiera recuperar la amistad con lo unidas que estuvisteis
en su día, pero tiene sus motivos y tú los tienes que respetar.
—Que ya lo sé, mamá. Si lo sé, no te pregunto —dice sin
saber por qué está tan molesta.
Bárbara continúa colocando las sillas encima de las mesas
mientras sigue dando vueltas a su encuentro de la otra tarde
con Irene. Todavía no comprende por qué le molestó —y le
sigue molestando— que quedase con Marta. Quizá fuese ese
tono tan cortante que Irene utilizó para responderle o que
simplemente le cuesta admitir que se puso celosa. Chasquea la
lengua contrariada y agobiada porque cuantos más días pasan,
más crecen en ella esas ganas de buscar de nuevo a la doctora
y volver a invitarla, pero está ofendida y la realidad, es que
Bárbara lo que desea es que sea Irene la que se acerque, la que
se dé cuenta de una vez por todas de que mantenerla alejada
de ella es una absurdez, se cruzan a diario, ¿por qué no pueden
también hablar?
Unos murmullos y las risas amortiguadas provenientes del
exterior la hacen girarse para encontrar de nuevo a Irene y a
sus amigos saliendo del apartamento. Se queda con la mirada
fija, observando cómo camina enganchada al brazo de ella
mientras habla con él entre risas. Bárbara siente un latigazo en
el vientre cuando clava la mirada en el trasero de Irene,
confirmando así que le encantan sus formas. ¿Ha engordado un
poco? Los sigue observando hasta que desaparecen de su
campo de visión mientras se pregunta qué le da más envidia, si
la cercanía con la que la doctora se abraza a la mujer, o esa
confianza con la que mira al hombre.
Mientras ella piensa en Irene, su madre la observa desde
detrás del mostrador. Empieza a hacerse una idea de lo que le
pasa a su hija y le preocupa mucho que esta vez sea Bárbara la
que sufra por esa incapacidad de comunicación que parece
haber entre ella y la doctora.

Irene ha llevado a Paula y Aitor a comer a uno de los


restaurantes del pueblo. Le hubiera gustado invitarlos en su
casa, cocinar algo para ellos y hablar tranquilos en la intimidad
de sus cuatro paredes como han hecho tantas veces en las
tiendas de campaña de algunos campamentos. Echa mucho de
menos esos ratos de confidencias, pero comer en su casa ha
quedado descartado por lo reducido del espacio.
—Yo estoy de acuerdo con esa tal Marta —concluye Aitor
cuando Irene les explica la conversación con la doctora.
—Pues yo no estoy muy segura —añade su mujer—, te
afecta demasiado todo lo relacionado con Bárbara, y si te da
una negativa, te va a hundir.
—Joder, qué negativa eres —protesta Aitor mirando a Paula
mientras Irene, con las cejas arqueadas, los escucha atenta
porque siempre ha valorado la opinión de ambos—. También
podría decir que sí, eso no lo sabes, o que necesita conocerla,
yo qué sé.
—¿Y no crees que se lo habría dicho ya? —se enfada Paula
—. Lo siento, Irene, yo solo quiero ser realista. Bárbara sabe lo
que sientes y no se ha pronunciado, no sé, a mí que dejes pasar
el tiempo y te aclimates a tu vida aquí, no me parece mala idea.
Pienso que haces bien en evitarla.
Irene mira a Aitor buscando una réplica, pero esta vez, su
amigo permanece en silencio.
—Es que desde la otra tarde tengo una sensación extraña —
reconoce la doctora—, esa forma de mirarme de Bárbara, la
transformación de su cara cuando le dije que había quedado
con Marta. Yo qué sé, a lo mejor solo me empeño en ver lo que
me gustaría, pero percibí un interés diferente.
—¿Diferente? ¿Te refieres a celos? —pregunta Paula.
—No lo sé, y eso me tiene con la cabeza ardiendo.
—Bueno, haber comenzado por ahí, en ese caso sí que
quizá sería interesante tener una conversación con ella y aclarar
las cosas.
Aitor alza las manos clamando al cielo y suelta un resoplido.
—Justo lo que yo he dicho.
—Tú lo has dicho sin un motivo aparente, por probar, y eso
no va así.
Irene los mira divertida, cuando no coinciden en algo, no
paran de lanzarse dardos.
—En fin, ya veré lo que hago. ¿Queréis dar un paseo para
bajar la comida antes de marcharos? —propone la doctora.
Han alargado la sobremesa todo lo que han podido, pero los
camareros ya están preparando el restaurante para cerrar y
deben irse.
—Me vendrá bien, estoy a punto de explotar —se acaricia la
barriga Aitor.
—Pues a mí me apetece un granizado de limón —dice Paula.
—Hay un puesto de helados en el parque, si quieres
podemos ir —contesta Irene.
Los tres caminan a paso lento mientras la doctora les
explica algunos detalles de las calles por las que pasan, más
relacionados con sus recuerdos que porque tengan algún tipo
de interés turístico. Llegan al parque e Irene no puede evitar
que se le vayan los ojos rastreando la zona para buscar a Lito
entre los niños. Siente esa repentina ansiedad ante la idea de
que Bárbara pueda estar allí, pero la descarta de inmediato
cuando recuerda ese carácter cerrado del niño y comprende que
en un sitio así, no debe sentirse nada cómodo.
Paula se pide su granizado y Aitor un helado de bolas. Irene
espera detrás de ellos porque no le apetece nada. Una vez
pagan, se dan la vuelta y dejan paso a un par de niños y,
cuando se apartan, a Irene se le hiela la sangre cuando se
encuentra de frente con Bárbara y Lito.
—Hola —saluda la dueña de la churrería, que tampoco se
esperaba encontrarla ahí.
—Hola, Bárbara —dice Irene a punto de escupir el corazón
por la boca, después baja la mirada y se centra en el niño—.
¿Qué tal estás, Lito?
Lito, pegado a la pierna de su madre, alza la mano y le
muestra el vendaje impoluto que cubre su dedo.
—¿A qué no te duele? —entorna los ojos Irene provocando
en él una mueca de sonrisa.
Lito sigue con la mano extendida, por lo que Irene entiende
que espera que le dé su aprobación.
—¿Me dejas mirar? —pregunta extendiendo la mano hacia
él, sabiendo que debe pedirle permiso antes de tocarlo.
Lito asiente ante la mirada enternecida de su madre e Irene
le coge la mano con delicadeza y observa el vendaje por un lado
y por el otro.
—Lo estás cuidando muy bien, Lito.
—Se pone un guante de látex para cualquier cosa que hace,
es muy ordenado y metódico, y también muy obediente —
explica su madre frustrada, ante la mirada desconcertada que el
niño le dedica a Irene.
—Bueno, a lo mejor no es necesario proteger tanto el
vendaje, con que te pongas el guante solo para ducharte es
suficiente, Lito —le explica la doctora.
—Así está blanco —responde él.
Irene mira a Bárbara, que aprieta los labios como toda
respuesta.
—Tú no te preocupes por eso, si se ensucia mucho, te lo
cambio por uno nuevo.
Lito asiente no muy convencido y de repente se genera un
silencio incómodo que ninguna de las dos sabe cómo romper.
—Yo soy Paula, y él es mi marido, Aitor, somos amigos de
Irene —dice Paula al ver que la doctora no los presenta.
—Encantada, yo soy Bárbara, una vieja amiga de Irene —se
presenta tendiéndoles la mano.
La tensión entre ambas es casi insoportable. Irene la mira
sin saber qué decirle, nerviosa, mientras que Bárbara desea
hacer mil preguntas, conocer a los amigos de Irene y así tal vez
conocerla un poco más a ella durante estos años.
—Bueno, nosotros nos marchamos ya —dice al fin Irene—,
que seguro que Lito está deseando que le compres un helado.
Se despiden y cuando están a punto de marcharse, Lito dice
algo que deja a Irene clavada en el sitio.
—¿Vendrás a mi cumpleaños?
Irene mira a Bárbara mientras busca una excusa en su
cabeza, pero no tiene tiempo de decir nada, porque la madre de
Lito la coge por un brazo y la arrastra un par de metros
separándola del grupo, aunque a la vista de su hijo.
—Di que sí, por favor —le suplica en voz muy baja,
mirándola con una intensidad que hace que a Irene le tiemble
todo el cuerpo.
—Bárbara, no creo que sea buena idea.
Los ojos de la churrera comienzan a brillar hasta que se
encharcan, conmoviendo a la doctora.
—Lito no tiene amigos, Irene, le cuesta socializar y confiar
en la gente, si te ha invitado es porque te considera parte de su
círculo. Por favor, ve solo media hora y después márchate con
cualquier excusa, pero no le digas que no.
La mano de Bárbara sigue alrededor del brazo de Irene,
cerrada como un cepo, aunque sin apretar, solo está ahí,
quemándole la piel y electrocutando su cuerpo.
—Está bien, ¿cuándo es?
—El miércoles por la tarde, en la churrería, solo tienes que
bajar y estar un rato.
Irene asiente.
—Gracias, de verdad, te juro que después de esto no vuelvo
a molestarte.
—No me molestas, Bárbara —dice y se gira para dirigirse a
Lito, sin ser consciente de lo mucho que ha significado esa
afirmación para la churrera.
Capítulo 14

La poca calma que Irene había logrado recuperar, se ha


desvanecido con la invitación de Lito a su cumpleaños. Lleva
toda la mañana del lunes en la consulta sin parar de darle
vueltas. Sabe que se sentirá incómoda porque la presencia
constante de Bárbara le alterará cada molécula, por no hablar
de que sus padres también estarán allí. En el pasado había
entrado en su casa mil veces con Bárbara por las tardes, desde
que ha vuelto, solo ha hablado un par de veces con Esperanza y
saludado desde lejos a su marido, siempre con prisas.
Agradece que la mañana sea bastante movida y, aunque
tiene ratos para pensar, son realmente pocos porque la lista de
pacientes es larga. Cuando abandona la consulta va directa
hacia su casa, se da una ducha, se calienta los macarrones que
preparó la noche anterior y se tumba en el sofá para descansar
un rato.
Sabe que no va a poder dormir ni un poco, con la sorpresa
que le produjo la inesperada invitación del niño acompañada del
ruego de su madre, Irene olvidó preguntarle qué podía
comprarle a Lito y eso la tiene desesperada.
Si fuese un niño como otro cualquiera, iría a la tienda, diría
su edad y compraría cualquier cosa que le recomendasen, pero
Lito no es como los demás niños y a Irene le importa mucho
acertar con el regalo, y la única manera es preguntárselo a su
madre.
Después de dar varias vueltas y mantener una breve
conversación con Paula por mensaje, se arma de valor y se
levanta. La churrería ya está abierta en el turno de tarde y sabe
por la hora que es, que Bárbara ya debe haber vuelto de
recoger a Lito, que como siempre, estará merendando sentado
en la parte interior de la barra. Baja las escaleras, sale a la calle
y por primera vez desde que abandonó la churrería aquella
mañana cuando descubrió la presencia de Bárbara, vuelve a
entrar en ella. El aroma la embriaga por completo haciendo que
le entren ganas de pedirse una taza de chocolate con unos
cuantos churros, pero la embriaga mucho más ver a Bárbara de
espaldas, retirando la taza de su hijo mientras este se ríe con
muchas ganas de lo que sea que su madre le ha dicho. Irene no
lo había visto reír así todavía, y le parece fascinante.
—Irene, qué sorpresa, hija. No te quedes ahí plantada,
entra —dice Esperanza cuando la descubre.
A ella se le acelera el corazón cuando Bárbara se gira y la
mira. Lito le clava la mirada y alza una de sus manos para
saludarla. Irene se siente desbordada por un instante, así que
va por partes y lo primero que hace es devolverle el saludo y
una sonrisa al niño. Después se acerca a la barra y saluda a su
abuela mientras Bárbara, que se ha puesto muy nerviosa y
desconoce el motivo, la mira de reojo al mismo tiempo que
termina de llenar varias tazas de chocolate.
—Quería hablar con Bárbara un segundo, pero me parece
que he venido en mal momento, estáis muy liadas —le dice a
Esperanza.
—¿Liadas? Esto lo puedo controlar yo sola sin problema,
parece más de lo que es.
—Pero…
—Pero nada. Bárbara, Irene quiere hablar contigo, ¿por qué
no pasáis al almacén? Allí estaréis más tranquilas, yo vigilo a
Lito —resuelve Esperanza tan convencida, que ninguna de las
dos puede decir nada.
Bárbara se limpia las manos y le hace un gesto a Irene para
que pase detrás del mostrador y la siga por la puerta que lleva a
la cocina y después al almacén. La doctora camina tras ella
como si acabaran de reprenderla y la llevasen a la zona de
castigo, oliendo la estela del perfume afrutado de la churrera.
—Tampoco es para tanto, solo quería hacerte una pregunta
—dice Irene cuando entran en el almacén y Bárbara se gira
hacia ella—, tu madre lo ha dramatizado tanto que parece que
vengo a comprar droga.
Bárbara la mira y de repente estalla en una carcajada que
también contagia a Irene, lo que ayuda a que ambas se relajen
un poco.
—Mi madre es muy dramática, deberías recordarlo.
—Ya, después de tantos años, parece que me he olvidado
de muchas cosas —reconoce Irene.
—De mí no —suelta Bárbara sin pensar—, joder, no me
hagas caso, no sé por qué mierda he dicho eso —se disculpa
abochornada.
A Irene le están ardiendo hasta las orejas del sofocón que le
ha entrado.
—Porque es verdad —declara sorprendiéndose de sus
propias palabras—, me sigues gustando mucho, ya te lo dije.
Ahora es Bárbara la que comienza a experimentar un
creciente hormigueo que asciende por su cuerpo y le provoca
temblor en las extremidades.
—En realidad, lo que dijiste fue que sentías lo mismo o más
que antes —le recuerda Bárbara, que memorizó cada palabra
que salió de su boca.
Por primera vez, Irene no tiene esa sensación de ahogo, ni
teme que su cuerpo pueda fallarle y acabe desvaneciéndose
como la otra vez. Se siente más fuerte, tal vez porque cada vez
nota a Bárbara más vulnerable y eso hace que ella vea un poco
de luz, no lo sabe exactamente, pero ya no tiene tanto miedo.
—¿Eso dije? —pregunta y se acerca un poco a Bárbara.
La churrera siente que comienza a haber muy poco aire en
el almacén, el tono sensual de Irene le acaba de provocar un
corrientazo entre las piernas que ha tensado todo su cuerpo y
provocado que no pueda pensar con claridad.
—Justo eso —afirma mirándola a los ojos sin pestañear—, y
después te desmayaste.
—Ya. Y si no me hubiera desmayado, ¿qué hubieses
respondido después de semejante afirmación?
Bárbara no se esperaba una pregunta tan directa y se
muerde los labios, nerviosa.
—Te recuerdo que fuiste tú la que viniste a mi habitación a
buscarme porque si no me falla la memoria, necesitabas saberlo
—dice la doctora.
—Sí, eso es verdad —confirma Bárbara temblando.
¿Está excitada?
—Ahora ya lo sabes y yo quiero saber qué piensas. Porque
algo tendrás que decir, ¿no? —pregunta Irene con un tono entre
retador y seductor que deja a Bárbara paralizada.
—Sí, claro que tengo algo que decir —balbucea Bárbara y
ahora es ella la que da un paso hacia Irene.
La doctora no se puede creer lo que está pasando, o lo que
intuye que podría estar a punto de pasar. No tiene la sensación
de estar alucinando, el modo de mirarla de Bárbara y su
expresión corporal, dejan muy claro que al menos en ese
momento, se la quiere comer entera.
—¿Y bien? —Irene no se achanta, ya se ha lanzado y no
piensa detenerse.
—Tengo muchas dudas, Irene —confiesa en un susurro y da
otro paso más, el último, porque sus cuerpos ya no pueden
estar más juntos—, me siento muy rara últimamente y no paro
de pensar en ti —confiesa susurrando.
—¿Y eso es bueno o malo?
Irene está a punto de desfallecer, jamás ha estado tan cerca
de los labios de Bárbara. Si saca la lengua, podría rozarlos con
la punta y la tentación es tan inmensa, que se tiene que morder
los suyos para contener el músculo dentro de su boca.
—No lo sé, pero me estoy volviendo loca. No quiero hacerte
daño, Irene —añade dejando que una de sus manos resbale por
la mejilla de la doctora hasta que cubre su oreja y se hunde
entre su pelo—, pero si ahora no te beso, la que se va a
desmayar soy yo.
El cuerpo entero de la doctora se sacude en un ligero
espasmo cuando Bárbara acerca los labios y la besa muy
despacio. Irene se queda tiesa, sin atreverse a mover un solo
dedo porque sabe que si pone una mano sobre ese cuerpo que
tanto desea, no podrá detenerse. El beso se intensifica y
Bárbara la invita a abrir la boca y dejar salir esa lengua
enjaulada y ansiosa, que choca con la suya provocándole un
ardor a ambas que se transforma en un suave gemido que
escapa de sus bocas cuando se separan.
Irene exhala todo el aire vaciando sus pulmones de manera
entrecortada y mira al suelo intentando que sus pulsaciones se
normalicen y la ferviente excitación que la recorre desaparezca.
Bárbara no puede pensar, el beso ha sido tan agradable que
solo quiere repetirlo, pero no está segura de si es por puro
deseo o porque realmente Irene comienza a gustarle mucho,
nota que la cabeza puede explotarle en cualquier momento.
—Es mejor que me vaya —dice Irene tratando de recuperar
la compostura.
Bárbara alza la mirada y vuelve a clavarla en ella. Se fija en
los labios de la doctora, todavía húmedos, enrojecidos e
hinchados, tan apetecibles que a la que le entra ansiedad es a
ella.
—No sé qué me estás haciendo, Irene —dice sacudiendo la
cabeza mientras se da cuenta de que respira muy rápido.
Excitada.
—Yo no te he hecho nada —se defiende la doctora a pesar
de que no entiende muy bien a qué se refiere, aunque lo intuye.
Bárbara la mira y sonríe, incrédula por lo que acaba de
pasar.
—Perdona, es que estoy muy nerviosa —dice la churrera.
—Lo sé, me voy ya, antes de que entre tu madre y se
pregunte por qué tienes esa cara de tonta.
—Yo no tengo cara de tonta —Bárbara se toca las mejillas y
las dos se ríen, más tranquilas.
—Es mejor que me vaya, Bárbara, de verdad —insiste Irene
poniéndose seria.
No tiene claro qué ha pasado, ni lo que siente Bárbara, pero
sí que sabe que la churrera está ahora mismo muy perdida,
sobrepasada por lo que acaba de suceder. Entiende que
necesita tiempo para procesarlo, comprender lo que le pasa y
poner en orden sus pensamientos. Irene no quiere repetir lo
que ha pasado si para Bárbara solo es una tentación, objeto de
deseo o de curiosidad después de conocer sus sentimientos.
—Espera, has venido para preguntarme algo —la detiene
Bárbara.
—Joder, sí —dice Irene suspirando—. Lito, ¿qué le compro?
Y no me digas que cualquier cosa.
Bárbara sonríe y su cara se transforma en una expresión tan
dulce, que Irene tiene que contenerse mucho para no volver a
besarla.
—Vale, si quieres acertar, cómprale una maqueta, le encanta
montarlas —dice apretando los labios en una mueca de
asentimiento.
—De acuerdo, ¿algo en especial?
—No, cualquier cosa le sirve siempre que pueda ver que la
estructura crece.
—Vale —Irene sonríe dispuesta a marcharse.
—Irene… —cuando la doctora la mira, Bárbara duda, no
quiere dejar las cosas así, pero tampoco sabe cómo gestionarlas
ahora mismo.
—Nos vemos el miércoles, Bárbara.
La doctora le sonríe y se marcha. Bárbara la observa hasta
que sale del almacén, después se agarra con las manos a una
de las estanterías y deja salir todo el aire de los pulmones en
una profunda exhalación. ¿Cómo puede ser que la doctora
acabe de marcharse y ella ya la esté echando de menos? ¿Es
eso posible?
Capítulo 15

—Vale, para ya —dice Esperanza cuando a Bárbara se le caen


las dos tazas que llevaba en la mano.
Ya han cerrado la churrería para la clientela y ahora lo están
preparando todo para celebrar el cumpleaños de Lito.
—¿Qué te pasa? —pregunta su madre barriendo los trozos
de porcelana mientras Bárbara mira el suelo como si la cosa no
fuera con ella.
Está muy nerviosa, solo que esta vez no es únicamente
porque es el cumpleaños de su hijo y quiere que todo salga
bien, también es porque viene Irene, y desde que se besaron en
el almacén, no se la quita de la cabeza ni un solo segundo. Es
como si se le hubiese clavado tan adentro que ya no hay forma
humana de arrancarla de sus entrañas, y Bárbara no logra
comprender cómo ha podido pasar algo así.
—Besé a Irene —suelta de sopetón.
Esperanza se queda quieta, con la escoba en la mano y la
mirada sobre su hija, tanteando su expresión.
—¿Y eso es bueno o malo? —la tantea su madre.
—¿Qué?
—No lo sé, Bárbara, te lo estoy preguntando, ¿cómo te hace
sentir eso?
—No quiero hacerle daño a Irene, eso es lo que más me
preocupa.
—Eso está muy bien, pero no es lo que te he preguntado.
—Es que no lo sé, mamá, no dejo de pensar en ella, ni en el
beso, pero me parece demasiado abrumador.
Esperanza deja la escoba y se sienta, esperando que su hija
haga lo mismo.
—¿Abrumador?
—¿Puede ser que me guste así, de repente? —Bárbara se
aprieta el puente de la nariz—. Antes de que volviera jamás
había pensado en ella de ese modo, pero desde que me lo
contó, es como si algo se hubiese activado en mi cerebro, algo
que me empuja hacia ella sin que pueda detenerlo.
—Pues curiosidad no es, porque tú ya has estado con
mujeres antes —opina su madre.
Bárbara la mira a los ojos.
—Ya lo sé, pero me da tanto miedo hacerle daño y que
vuelva a salir huyendo.
—Así que es eso —dice Esperanza con una sonrisa de
satisfacción.
—¿El qué? —Bárbara no entiende nada.
—Miedo, Bárbara. Te aterra perderla otra vez, y eso solo
significa que te importa mucho más de lo que piensas. Puede
que el sentimiento te parezca repentino, pero a Irene la has
querido siempre, es solo que ahora empiezas a quererla de otro
modo, nada más, y eso te asusta porque si se marcha, te dolerá
mucho más que antes.
—Genial —dice Bárbara y deja caer las palmas de las manos
sobre las rodillas cuando lo comprende—, me estoy
enamorando de ella.
—Eso parece, y deja que te diga algo —dice su madre
levantándose después de mirar la hora—. Cuando Irene se
marchó de aquí, apenas era una niña con demasiados
problemas encima y un montón de sentimientos que no sabía
gestionar.
—Sí, eso lo sé.
—Bien, porque ahora es una mujer, Bárbara, y por mucha
ansiedad que le entre, tiene experiencia y trabajando donde ha
estado estos años, estoy convencida de que se habrá
enfrentado a problemas mucho más duros que un corazón roto.
Estáis asustadas, las dos, pero deberías dejaros de tonterías,
estáis aquí y os gustáis, no entiendo que le deis tantas vueltas a
algo tan sencillo.
Esperanza se pone a inflar un globo mientras su hija la mira
sintiéndose peor que si tuviera doce años. Su madre tiene
razón, debería pensar menos y actuar más.
—¿Sabes que a Lito le cae bien? —dice de repente.
Su madre se gira con el ceño fruncido.
—Eso no debería condicionar tus decisiones, Bárbara, a Lito
algún día se le pasará, superará lo de su padre y cambiará. No
debes ceder en todo y hacer solo lo que a él le gusta.
—Lo sé —sonríe Bárbara sin poder aguantarse—, pero es un
punto más para Irene.
Esperanza suelta un resoplido y le da un globo para que lo
infle, cuando se pone así de tonta, prefiere no escucharla.

Irene tiene la ventana de su casa abierta y está apoyada en


la pequeña baranda que a su vez hace de retén para que no se
caiga la única maceta que ha puesto en la repisa. Mira hacia
abajo constantemente, sabe que el cumpleaños ya ha
comenzado, pero está dejando pasar un poco el tiempo porque
no quiere pasar allí demasiado rato. Si antes la presencia de
Bárbara la ponía nerviosa, después de ese beso la va a poner
enferma. Irene se muere de ganas de repetirlo, y sabe que, en
cuanto la vea, sentirá ese deseo compulsivo de acercarse y le
resultará muy difícil apartar la mirada de ella.
Cuando la fiesta ya lleva media hora comenzada, se decide
a bajar y por fin cruza la puerta. Se sorprende al ver a cinco
niños en una de las primeras mesas, merendando mientras
juegan y hablan sin parar. Lito no está entre ellos, él está en la
mesa situada más al fondo, sentado solo con una niña. En la
barra está su abuelo, que la saluda con la mano, en otra mesa
hay algunos padres y madres y detrás de la barra están Bárbara
y su madre.
Irene, con el corazón desbocado después de que la churrera
le dedique una sonrisa que la derrite por completo, dedica un
saludo general, se acerca a felicitar a Lito y por último se dirige
hasta la barra.
—¿Dónde dejo esto? —pregunta mostrando la bolsa con el
regalo de Lito dentro.
—Ven, lo dejaremos en la cocina —dice Bárbara invitándola
de nuevo a que la siga.
Irene no entiende por qué no coge ella misma la bolsa y se
la lleva, pero lo hace en cuanto cierran la puerta de la cocina y
se quedan a solas.
—Tengo muchas ganas de besarte otra vez —suelta Bárbara
girándose hacia ella.
La doctora nota un temblor extraño en su labio inferior,
quizá por el deseo casi enfermizo que tiene de tomar contacto
con los de Bárbara.
—Tienes ganas —dice mientras se humedece los labios,
notando un ardor insoportable entre las piernas.
—Muchas, algo desquiciante —confiesa Bárbara
acercándose a ella.
—Pues deja de hablar tanto y hazlo, joder —se desespera
Irene.
Su exigencia desata un latigazo de excitación en Bárbara
que la sorprende, aunque no por eso se detiene y, después de
colocar una mano en la nuca de Irene, la atrae hacia ella con
tanto ímpetu, que los labios de ambas se estrellan en un beso
mucho más ardiente y necesitado que el que se dieron el otro
día. Las manos de la doctora aterrizan en la cintura de Bárbara,
se aferra a ella y retuerce la tela de su camiseta entre los dedos
mientras la churrera, excitada y descontrolada, deja que una de
sus manos resbale por el costado de la doctora hasta llegar a su
trasero y agarrarlo como lleva tantos días deseando hacerlo.
Irene bota por la impresión y exhala un suave gemido en la
boca de Bárbara que la deja al borde del colapso.
—No sé por qué no hemos hecho esto antes —dice la
churrera parpadeando varias veces en un intento de centrarse.
—No sabía que tú…
Irene no termina la frase, realmente no sabe nada, no tiene
ni idea de lo que Bárbara siente, ni de si todo va a quedarse en
cuatro besos a escondidas o acabará pasando algo más entre
ellas, tampoco se atreve a preguntarlo.
—No creo que este sea el mejor momento para hablar de
esto, ahí fuera se estarán preguntando dónde nos hemos
metido. Mi madre sabe que tonteamos.
—¿Qué? —pregunta Irene pasmada.
—Quizá se me ha escapado lo del beso del otro día —
confiesa divertida.
—Joder, Bárbara —alucina Irene—, a ver cómo la miro yo
ahora.
—Pues igual que antes. Anda, déjate de tonterías —Bárbara
le da una palmada en el culo y un beso en el cuello que la dejan
sin habla—, y salgamos de una vez.
Bárbara abre la puerta sin que Irene tenga tiempo de
reaccionar, así que no le queda más remedio que seguirla,
aunque lo hace sofocada y, cuando Esperanza las mira, siente
que las mejillas le arden de vergüenza.
—Ahora pensará que nos hemos enrollado ahí dentro —
sisea junto a Bárbara.
—Bueno —se ríe su amiga—, piensa mal y acertarás, ¿no?
—Madre mía —Irene no se puede creer la desfachatez con
la que actúa Bárbara, pero le gusta, y la pone muy cachonda.
—Anda, siéntate un poco antes de que te desmayes —
bromea Bárbara cediéndole un taburete en la barra—. ¿Qué te
apetece?
—En realidad no he merendado, llevo queriendo probar
estos churros desde que llegué al pueblo —confiesa Irene.
—¿Y por qué mierda no lo has hecho? —se enfada Bárbara.
—Ya lo sabes. Ahora haz tu trabajo y sírveme —ordena
sorprendiendo a la churrera, que se muerde el labio para no
saltar por encima de la barra.
—Muy bien, marchando unos churros con chocolate. Eso sí,
tienen un precio.
—Ah, ¿sí? Pensaba que estaba invitada al cumpleaños y
como consecuencia de ello a comer de todo.
—Y así es, pero la hora de los churros ha acabado hace rato,
como puedes ver —dice y señala las bandejas con sándwiches,
los platos de patatas fritas o los ganchitos con sabor a queso—.
Estos los voy a hacer en exclusiva para ti —dice vertiendo la
masa en la sartén—, y como digo, eso tiene un precio.
—Mamá, quiero más zumo —dice Lito de repente.
Esperanza deja la botella sobre la barra mientras termina de
preparar unos platos con chucherías.
—Emilio, llévaselo tú —el padre de Bárbara hace una mueca
de fastidio.
—Ya se lo llevo yo —se ofrece Irene, que se acerca con la
botella y rellena el vaso de Lito y el de la niña.
—¿Quién es? —le pregunta a Bárbara cuando vuelve a la
barra.
—Se llama María, iban juntos al mismo curso el año pasado
hasta que ella repitió, aunque siguen siendo amigos, de hecho,
es su única amiga.
—¿Y aquellos? —Irene señala a los niños de la mesa de la
entrada.
—Hemos invitado a toda su clase porque es lo que se estila
por aquí, tampoco son muchos críos, estos son los únicos a los
que sus padres han traído, pero ya ves, no se hacen ni caso.
—Tiene que ser frustrante —reconoce Irene.
—Lo es, pero no voy a echarlos, con un poco de suerte,
algún día alguno de ellos sí que será amigo de mi hijo. En fin,
aquí tienes, espero que te relamas.
Bárbara deja un plato con un enorme churro enroscado y
una taza de chocolate caliente. Irene lo mira salivando y
después clava la mirada en Bárbara.
—Y esta delicia, según tú, ¿cuánto me va a costar?
—La pregunta no es cuánto, sino qué.
—Muy bien —Irene le sigue el juego—. ¿Qué me va a
costar?
—Una cena, o comida, lo que tú prefieras, pero en tu casa.
A Irene el estómago se le gira solo de pensar en estar a
solas en su apartamento.
—De acuerdo, ¿cuándo estás disponible?
Bárbara se inclina sobre la barra, invadiendo su espacio lo
justo para ponerla nerviosa.
—Esta noche no porque quiero pasar todo el día con Lito,
pero mañana… —Bárbara encoge los hombros.
—Muy bien, mañana —confirma Irene—, pero no pienso
cocinar.
—Contaba con ello, una pizza me sirve, pero no perdono el
postre —dice y sale de detrás de la barra para atender a los
niños.
Irene tiene que apoyar un pie en el suelo para estabilizarse.
Capítulo 16

Cuando Irene mira la pantalla para ver quién es su siguiente


paciente, el corazón se le acelera al ver el nombre de Miguel
Zamora, o Lito, como lo conoce ella. Con los nervios que ayer le
provocó Bárbara en el cumpleaños, olvidó completamente que
hoy tienen cita para revisar la herida y quitarle los puntos si
todo está como debe.
Se ahueca la bata sintiendo un calor repentino sacudirle
todo el cuerpo y se levanta para abrir la puerta y darles paso.
Los localiza sentados en una de las hileras de sillas, Lito no
repara en ella porque anda entretenido con el móvil de su
madre, pero Bárbara le clava una mirada penetrante y le sonríe
antes de avisar a su hijo, provocando en la doctora un ligero
temblor en las extremidades.
—¿Qué tal estás, Lito? —pregunta Irene en cuanto entran.
Él alza la mano como toda respuesta, mostrándole orgulloso
ese vendaje impoluto que ha mantenido durante todos estos
días.
—Nunca he visto nada igual —dice divertida, mirando de
reojo a Bárbara, que suspira y aprieta los labios en una mueca
de resignación.
—Ni creo que lo veas.
—Bueno, tampoco es tan grave, mejor eso que ser un
desastre. Coge ese taburete de ahí, puedes sentarte de
espaldas si te mareas —suelta Irene con la intención de
molestarla, y lo consigue.
—Me marea la sangre —aclara masticando cada sílaba—,
además, tú no eres la más indicada para hablar.
—En eso tienes razón.
Mientras hablan, Irene va retirando el vendaje hasta
destapar la herida por completo.
—Pues esto está perfecto, ¿qué te parece si te quito los
puntos? Después podrás vacilar de cicatriz con todo el mundo,
seguro que tu abuelo no tiene ninguna como esta.
Lito sonríe de ese modo tan suyo, más para él que para los
demás, pero sonríe, al fin y al cabo.
—Listo —dice la doctora cuando retira el último punto—, ¿a
que no te ha dolido nada?
Lito niega con un movimiento contundente de cabeza.
—Mamá hubiera llorado —dice de repente.
—Anda —se indigna Bárbara haciendo un gesto con la
mano.
—Sí, estoy segura —sonríe Irene.
—Cariño, quédate aquí sentado mientras la doctora rellena
los papeles —le pide Bárbara a su hijo.
Irene la mira con una sonrisa traviesa y se dirige hacia su
mesa seguida por Bárbara, que se sienta frente a ella como si
de verdad la doctora tuviera que entregarle algún papel.
—Recuerda que tenemos una cita esta noche —susurra la
churrera inclinándose hacia delante.
—Lo recuerdo, y una conversación pendiente, una en la que
me aclares un poco qué es esto, así que ve pensando una
respuesta —dice Irene muy seria.
—Joder, me encanta cuando te pones mandona —confiesa
Bárbara suspirando—, pero vale, intentaré poner en orden lo
que hay aquí —se señala la cabeza—, porque te juro que es un
caos, y la culpa la tienes tú.
—¿Yo? —se sorprende Irene.
—Por supuesto —asegura convencida Bárbara—. Yo estaba
muy tranquila hasta que te vi en la churrería aquella mañana.
En fin, me voy, que Lito tiene que volver al colegio.
Bárbara se levanta e Irene la imita, se quedan frente a
frente, separadas por la mesa de la doctora.
—¿Sabes lo que me gustaría hacer ahora? —dice Bárbara
tras suspirar profundamente, tratando de controlar esa ansia
que le entra cuando está cerca de la doctora.
—¿Qué? —pregunta Irene, nerviosa porque en el fondo ya
lo intuye.
—Despedirme con un beso —dice en voz muy baja.
A Irene la corriente la sacude de arriba abajo.
—Bueno, tal vez podríamos solucionar ese pequeño
problema.
—¿De verdad? —pregunta Bárbara en tono socarrón—. ¿Y
me vas a decir cómo?
—Tal vez yo podría ir al baño ahora mismo, y tú hacer un
poco de tiempo consultando algo en el móvil antes de decidir
que también necesitas entrar. Será rápido, Lito se quedará solo
unos segundos.
Irene no se puede creer que esté proponiendo algo así en
su trabajo, pero ya lo ha dicho, y por la sonrisa que se ha
expandido en el rostro de Bárbara, parece que la idea le ha
gustado.
—Pues venga, que tengo prisa —dice divertida señalando la
puerta.
La doctora pone los ojos en blanco y, con el corazón a punto
de explotarle dentro del pecho, se despide de Lito y va directa
hacia los baños.
Bárbara hace justo lo que han dicho, coge a Lito de la mano
y sale de la consulta, pero antes de salir del edificio, se detiene
para consultar algo en el móvil, ni siquiera lo desbloquea, se
limita a mirar la pantalla en negro mientras nota un hormigueo
expandirse por su vientre ante la idea de volver a besar a Irene.
—Vamos un momento al baño, cariño, que mamá necesita
hacer un pis antes de salir.
Lito se limita a seguirla, y se queda en la puerta a esperarla
con tranquilidad porque sabe que su madre no puede salir por
ningún otro sitio sin que él la vea.
Bárbara entra en el baño con prisa y muy nerviosa, no le
gusta dejar a su hijo solo y, al mismo tiempo, no se ve capaz de
marcharse de allí sin besar a Irene. La encuentra al fondo del
servicio, pegada a la pared, aunque rápidamente se impulsa
hacia delante y va en busca de Bárbara en cuanto la puerta se
cierra. Bárbara la agarra de las solapas de la bata, Irene de la
cintura, y las dos se atraen como si necesitasen el contacto del
otro cuerpo para funcionar. El beso es un estallido entre dos
bocas que se abren de inmediato para que las lenguas choquen
y se saboreen hasta saciarse, provocando una corriente que
baja por sus pechos hasta morir entre sus piernas.
—Tengo que salir —jadea Bárbara, tan alterada que se
pregunta si alguna vez se ha llegado a sentir así solo con un
beso.
—Vale —acepta Irene y carraspea para aclararse la voz.
—Nos vemos esta noche —dice Bárbara y esta vez le da un
beso suave y corto en los labios.
Irene asiente y sonríe un poco mareada, demasiadas
emociones para gestionar.
Capítulo 17

—Hola —saluda Bárbara con una sonrisa nerviosa en cuanto


Irene abre la puerta—. Traigo la cena.
La churrera alza una bolsa y el olor a hamburguesa con
queso invade la estancia. Irene sonríe y sacude la cabeza al
mismo tiempo que se aparta para dejarla pasar.
—¿No te apetece? —pregunta Bárbara torciendo el gesto.
—¿Esa bomba de calorías? Por supuesto —bromea la
doctora.
—Claro, porque una pizza es mucho mejor —ironiza la
churrera.
Bárbara deja la bolsa sobre la mesa y se gira, las dos
quedan frente a frente y el ambiente comienza a cargarse de
una electricidad que puede provocar un chispazo en cualquier
momento.
—Frías no valen nada —dice Bárbara señalando la bolsa con
la cabeza.
Irene asiente y termina de preparar la mesa. Se sientan y
reparten la comida, y durante los siguientes minutos, la doctora
responde a varias preguntas sobre su vida a lo largo de estos
años.
—¿Nunca echaste de menos el pueblo? Quiero decir, tu vida
aquí a pesar de lo que había pasado.
—No, la verdad es que solo cuando me marché conseguí
volver a respirar, y la vida en las misiones humanitarias es tan
absorbente, que me dejaba poco tiempo para pensar, sobre
todo al principio, que estaba muy perdida.
—¿Y la pareja con la que te vi el otro día? ¿Paula y Aitor?
Joder, Irene, pensarás que soy una pesada y una entrometida,
pero es que no sé nada de ti. Ni una sola noticia en más de una
década, y tengo una curiosidad que me muero por conocer esa
otra parte de tu vida.
Irene sonríe como toda respuesta, no solo no la considera
pesada ni chismosa, es que le gusta que muestre interés por
querer conocerla.
—En las pocas veces que nos hemos visto, tú sabes muchas
cosas sobre mí —continúa Bárbara pensando que debe justificar
su interrogatorio—, al menos, las más importantes, pero yo no
sé nada de ti.
—A ellos los conocí en los campamentos, primero a ella y un
tiempo después, a él. Congeniamos muy bien desde el principio,
y eso cuando estás tan lejos de casa, o como en mi caso que,
además, no tienes a nadie, se agradece mucho.
—Tú no tenías a nadie porque no querías.
El tono de Bárbara suena a reproche y no se molesta en
ocultarlo, en el fondo, sigue muy dolida por ese abandono
repentino de Irene, aunque entienda sus motivos.
—Yo no te quería tener de ese modo, es más, no podía. ¿Tú
entiendes eso? —rebate la doctora notando esa ansiedad que le
provocan los recuerdos de la época.
Bárbara guarda silencio mientras piensa, sabe que en el
fondo tiene razón, pero le sigue costando superar esa falta de
confianza.
—Sí, lo entiendo —dice finalmente—, perdona. Dices que
congeniaste bien con ellos —trata de seguir la conversación
para no perder el buen ambiente que reinaba hasta hace un
momento.
Irene tarda un poco en responder, lo hace cuando logra
centrarse.
—Así es, tanto, que para mí son como mi familia. Puedo
hablar de cualquier cosa con los dos, conocen mi historia desde
el principio, lo de mis padres y lo tuyo, y siempre me han
apoyado en todo. Son como mi pilar, sin ellos, ya me habría
derrumbado.
Bárbara deja lo que le queda de hamburguesa, ya no puede
comer más.
—Ahora también me tienes a mí, Irene —dice temerosa de
su reacción.
Irene hace rato que ha dejado de comer y solo mordisquea
patatas para calmar los nervios.
—Yo no estoy tan segura —dice la doctora.
—¿Qué quieres decir?
—¿Qué es esto, Bárbara? ¿Qué es lo que pasa entre
nosotras? Necesito que me lo aclares de una vez porque no sé
si soy un capricho, un pasatiempo, una novedad fresca que ha
llegado al pueblo para darte un poco de alegría o algo que
haces porque de verdad sientes, no sé, lo que sea…
—Joder, ¿en serio? —se ofende Bárbara, y se echa hacia
delante para apoyar los brazos en la mesa—. ¿De verdad crees
que soy así? Sé que hace demasiado tiempo que no nos vemos,
pero sigo siendo la misma Bárbara de antes, con unas cuantas
experiencias más a mis espaldas, eso sí —puntualiza frunciendo
el ceño—, pero yo jamás jugaría contigo. ¿Quieres saber qué es
esto?
Bárbara señala a Irene y después a sí misma, nerviosa. La
doctora se limita a asentir con vehemencia.
—Sinceramente, no tengo ni idea, Irene, porque te juro que
me ha cogido por sorpresa. Yo jamás había sentido nada por ti
en el plano romántico y, sin embargo, ahora, no puedo dejar de
pensar en ti ni un solo segundo.
—¿Y eso qué significa?
—Y yo qué coño sé, Irene, tampoco creo que necesitemos
definir nada, ¿no? —pregunta Bárbara cada vez más nerviosa.
—En eso te equivocas, yo sí que necesito definir, porque
para mí esto no es un tonteo ni algo que se me puede pasar en
unos días, Bárbara, yo estoy enamorada de ti desde hace
demasiado tiempo, y si no es para algo real, prefiero que acabe
antes de que empiece.
—Vale —dice Bárbara frotándose las sienes con fuerza—,
vamos a calmarnos. Yo no voy a decirte que estoy enamorada,
Irene, porque te mentiría, pero sí sé, y de eso estoy segura, que
me gustas mucho. Me estás volviendo loca cada día que pasa.
Me levanto buscando excusas para ir a verte y me acuesto
preguntándome qué estarás haciendo o si estarás pensando en
mí. Eso no lo piensa alguien que no se toma esto en serio, ¿no?
—Supongo que no —admite Irene algo más conforme.
—Además, está ese deseo casi enfermizo, esas ganas que te
tengo y que no entiendo, Irene. Ahora cada vez que te veo me
entran ganas de saltarte encima como una pantera, joder.
Bárbara se echa hacia atrás con gesto frustrado e Irene
comienza a reírse, aunque lo hace con un gesto pícaro que pone
de manifiesto todo lo que acaba de decir la churrera.
—¿Lo ves? Me miras así y todo me hace palmas.
A Irene la recorre una punzada de excitación que le impide
seguir siendo racional, lo que la lleva a actuar de un modo
completamente inesperado incluso para ella. La doctora se
levanta de manera brusca, rodea la mesa para llegar al lado de
Bárbara y se inclina sobre ella para comérsela con un beso
húmedo y sediento que la churrera recibe con ansias.
Sin romper el beso, Bárbara se levanta y paso a paso va
llevando a la doctora hasta el sofá, donde se dejan caer
despacio y acompañan ese beso con caricias intensas que se
escurren por debajo de su ropa.
—Vale, tengo que corregir mis palabras —dice Bárbara
jadeante, tumbada bajo Irene mientras le baja el pantalón lo
suficiente como para poder tocarla por encima de la ropa
interior.
Irene cree sentirse al borde del desmayo cuando nota la
mano ardiente de Bárbara entre sus piernas, por un momento,
pone los ojos en blanco y a duras penas puede articular la
siguiente frase. Demasiado tiempo esperando eso, y es mucho
mejor de lo que había imaginado.
—¿Qué tienes que corregir? —pregunta de corrido.
—No es que me gustes mucho, es que me vuelves
completamente loca.
Bárbara se incorpora un poco, aparta la ropa interior de
Irene hacia un lado y lentamente la penetra mientras la mira a
los ojos.
—Eres lo más exquisito que he tocado nunca, y necesito
chuparte para confirmarlo.
El temblor que sacude el cuerpo de la doctora al escucharla
es digno de quedar registrado, al igual que los gemidos
descontrolados y suaves que escapan de su boca cuando
Bárbara se asegura de hacerla arder en el infierno.
Capítulo 18

Bárbara mira el reloj y suspira tranquila al comprobar que


todavía dispone de cuarenta minutos antes de tener que
marcharse a su casa para levantar a Lito. Ayer lo dejó al cargo
de su madre para acostarlo, después de explicarle al niño con
paciencia que ella había quedado con la doctora para ir a cenar.
Para asegurarse de que su hijo no se asustaba pensando
que no volvería, le contó que conocía a Irene desde hacía
muchos años, que habían sido muy amigas y que ahora que
había vuelto, necesitaban ponerse al día. Necesitó la ayuda de
Esperanza, pero sobre todo la de su padre, Emilio, para que el
niño se quedara tranquilo y no pensase que su madre no iba a
volver.
—¿Cuánto rato llevas ahí?
Irene ha abierto los ojos y descubierto a Bárbara sentada a
su lado, acariciándole el pelo con suavidad hasta que la ha
despertado.
—Poco.
Irene bosteza.
—¿Poco? Estás vestida.
—En nada tengo que irme, no quiero que Lito se despierte y
no me vea, pero, hasta entonces, he preferido quedarme aquí,
mirándote.
La doctora nota un hormigueo en las mejillas seguido de un
repentino calor que la sofoca. Todavía está desnuda y tan solo
con sentir la mirada de Bárbara clavada en ella, se está
excitando.
—Vale, será mejor que me vista —dice riendo, apartando las
sábanas y saliendo por el otro lado.
Bárbara se levanta y la persigue hasta que atrapa su cuerpo
rodeándolo con los brazos.
—¿Te vas a encerrar en el baño sin darme un beso? —le
susurra al oído antes de darle un suave mordisco en el cuello.
Irene nota un corrientazo sacudirle todo el cuerpo.
—No hagas eso —dice girándose entre sus brazos para
atrapar sus labios con un beso cariñoso.
—¿Hacer qué? —pregunta Bárbara apretándola más contra
su cuerpo.
—Esto, calentarme para después marcharte y dejarme al
borde del infarto.
Bárbara cierra los ojos, los aprieta con fuerza y lanza un
fuerte suspiro que calienta el hombro de la doctora.
—Si tuviera un poco más de tiempo te aseguro que me
quedaría encantada, pero si me entretengo… No me lo puedo
permitir, no todavía —dice resignada y afloja el agarre sobre el
cuerpo de la doctora.
—Lo sé —Irene suspira tratando de bajar las pulsaciones—,
ve tranquila.
—Oye, Irene…
Bárbara da un paso atrás, quiere decir algo, pero sus ojos
no dejan de bailar por el cuerpo desnudo de la doctora.
—Si vas a decir algo profundo deja que me ponga una
camiseta al menos.
Mientras los labios de la churrera se curvan hacia arriba en
una mueca satisfecha y divertida, Irene abre un cajón, saca una
camiseta amplia de las que utiliza para dormir y se la pone,
cubriendo las partes más comprometedoras de su cuerpo para
dejar de provocar a la mujer por la que suspira.
—Te prefiero desnuda, pero sí, mejor que te tapes —admite
Bárbara.
—Ya, a ver, ¿qué ibas a decir? —la doctora se esfuerza por
contener la risa.
Le parece increíble sentirse tan cómoda con Bárbara en una
situación como esa. Desde que se dio cuenta de que la
posibilidad de que se acabasen acostando era cada vez más
real, a Irene le daba pánico el momento de después. Había
imaginado varias posibilidades y para protegerse, se había
puesto siempre en el peor de los casos, que Bárbara se
arrepintiese y no fuese capaz de mirarla, o quedarse dormida y
que al despertar no estuviera a su lado, que al terminar le
pusiera alguna excusa tan absurda que llegase a ofenderla y se
marchase, pero en ningún caso se imaginó lo que está pasando.
La churrera no solo se ha quedado a pasar la noche con ella,
sino que entre ambas existe una complicidad sorprendente.
Irene se siente muy cómoda junto a ella, incluso hace unos
segundos cuando estaba desnuda, y nota eso mismo en
Bárbara. No solo no parece no querer irse por voluntad propia,
es que desde que ha abierto los ojos hace un rato, nota que la
mira de otra forma. Hacer el amor las ha conectado de un modo
más profundo, e Irene lo nota y, aunque no sabe lo que Bárbara
quiere decirle, por primera vez en su presencia, ya no tiene
miedo ni esa sensación de ansiedad que la lleva persiguiendo
desde que se la encontró en la churrería.
—Que me reitero en lo que te dije anoche —Bárbara se
acerca y le coloca las manos en la cintura, mimosa—, me gustas
muchísimo, y lo que pasó ahí —dice haciendo un gesto hacia la
cama—, todavía me tiene muy tierna y agilipollada, Irene. No sé
qué es lo que ha cambiado en mi cabeza ni en qué momento,
no sé qué es lo que ha provocado este giro para que nunca se
me haya ocurrido pensar en ti como nada más que una amiga y
ahora solo vea a una mujer exquisita que me vuelve loca, pero
quiero estar contigo, me aceleras el corazón —añade
colocándole una mano sobre su pecho—, y esto te aseguro que
hacía mucho tiempo que no pasaba.
Irene extiende la palma de la mano sobre el pecho de
Bárbara y guarda silencio unos segundos, notando sus latidos
desbocados mientras el calor de su cuerpo le transmite una paz
inimaginable para ella hace apenas unos días.
—Yo sí sé lo que ha cambiado en tu cabeza —dice la doctora
sin moverse ni un centímetro, ni siquiera mira a Bárbara, pero la
churrera sí que enfoca sus ojos sobre ella con mucha curiosidad.
—¿Y qué es, según tú? —pregunta alzándole el mentón.
—Que yo te confesase lo que sentía. Tú me habías
considerado siempre amiga porque ni siquiera sabías que me
gustaban las mujeres, y mucho menos tú, y conocer ese dato
fue como abrirte una puerta que hasta entonces había estado
cerrada.
Bárbara abre mucho los ojos, para finalmente, asentir con
suavidad.
—Bueno, es solo una teoría —añade Irene.
—Y me gusta —dice Bárbara—, tiene bastante sentido,
porque fue saber lo que sentías por mí y esa noche ya no pude
dormir, tenía un burbujeo en la boca del estómago muy extraño
—admite la churrera soltando una risa nasal y algo incrédula—.
En fin, ahora sí que tengo que irme, ¿te veo esta tarde?
Irene abre la boca y su gesto de duda tensa a Bárbara.
—Bueno, si tienes planes no pasa nada.
—No, no es eso, es que ayer me llamó Silvia, le ha entrado
una casa en alquiler que cree que puede gustarme y he
quedado esta tarde con ella para verla.
—Ah, vale, pues entonces…
—No seas tonta —Irene la corta—, podrías venir conmigo a
verla, una segunda opinión no me vendrá mal.
—¿Segura que quieres que vaya?
—Claro, incluso puedes traer a Lito y si quieres después
vamos a cenar a algún sitio que le guste.
A Bárbara se le ilumina tanto la cara que, por un momento,
Irene piensa que va a echarse a llorar.
—Está bien, preciosa —dice cogiéndole la cara con las
manos antes de estamparle un beso—, envíame un mensaje
después con la hora y nos vemos aquí abajo.
—Vale —Irene se ríe viéndola correr con prisa hacia la
puerta.
Bárbara baja las escaleras corriendo, todavía tiene diez
minutos antes de que suene el despertador que tiene en la
habitación donde duermen ella y su hijo, tiene tiempo de sobra,
pero se está estresando.
—Buenos días, Bárbara —saluda el cartero cuando abre la
puerta de la calle.
—Hola, Jaime —responde deteniéndose en seco para no
arroyarlo.
—No cierres, anda, que así no le tengo que tirar la carta por
debajo de la puerta.
Bárbara se gira y mira el rellano donde vive Irene, dándose
cuenta de que no tiene buzón.
—Ostras —dice sorprendida.
—Sí, a ver si me la encuentro un día y le digo que ponga un
buzón, es más seguro.
—Dame, yo se la doy.
La churrera le arranca la carta de las manos tan deprisa que
el cartero solo tiene tiempo de abrir la boca para protestar.
—Tranquilo, está en casa y yo vengo de ahí, somos amigas.
Subo a dársela en mano y le digo lo del buzón.
—Es importante que lo ponga, sí —añade Jaime, pero
Bárbara ya no lo escucha porque corre escaleras arriba.
Llama al timbre sintiéndose tonta por no haber caído en
poner algo tan básico cuando hizo la reforma y, mientras espera
a que Irene le abra, observa la carta y ve que es de Médicos sin
Fronteras. La puerta se abre e Irene la mira sorprendida.
—Toma —le entrega la carta al mismo tiempo que vuelve a
darle un beso rápido en los labios—, me he encontrado al
cartero abajo —dice mientras comienza a bajar las escaleras
ante la sonrisa de Irene—. No hay buzón, ¿te habías dado
cuenta? Haré que pongan uno.
La última frase de Bárbara rebota en las paredes de la
escalera antes de que Irene la escuche salir por el portal. Su
sonrisa se ensancha todavía más, después se mete en su
apartamento, cierra la puerta y abre la carta. Inmediatamente
después de leerla; llama a Paula.
Capítulo 19

—¿Ha pasado algo? —pregunta Paula, preocupada al contestar


—, es muy temprano, Irene.
Irene mira el reloj y suspira, apenas son las ocho de la
mañana, pero se ha puesto tan nerviosa que ni siquiera ha
pensado en ello antes de llamar.
—Lo siento, no he mirado la hora. Te llamo más tarde si
estás liada.
—No, tranquila. Aitor acaba de llevar al niño a la guardería,
aquí también se madruga, ¿sabes? Venga, cuéntame, ¿qué
sucede? ¿Es Bárbara?
La doctora arquea las cejas, impactada porque todavía no
les ha contado nada sobre ese extraño romance que tienen.
—No, bueno, también, las cosas han cambiado mucho entre
nosotras, pero no te llamo por eso.
Irene habla demasiado rápido, está nerviosa y Paula la
conoce demasiado bien.
—Está bien, vayamos por partes, déjame que me siento a
tomarme el café.
Se quedan en silencio mientras Paula lo coloca todo en la
mesa. Irene por su parte, aprovecha para respirar
profundamente y tratar de calmar el temblor que tiene en las
manos.
—Ya está —anuncia Paula—, soy toda tuya, empieza por
dónde quieras.
—Deduzco que no has recibido la carta todavía.
—¿La carta? ¿Qué carta?
—La que tengo en la mano desde hace un rato y me está
poniendo histérica.
—¿Qué carta, Irene? —ahora la que se está poniendo
nerviosa es Paula.
—De la organización, nos ofrecen un puesto para dirigir un
hospital de campaña en África.
Silencio.
—¿Paula?
—¿Dirigirlo? ¿Tú y yo? —pregunta impactada.
A Irene se le escapa una risilla nerviosa.
—Sí, tú y yo.
—Joder, Irene, es lo que siempre habíamos querido.
Nosotras dos al frente, organizándolo todo, siendo las que
deciden. No sería para tirar cohetes, pero tendríamos más
material, más medios…
—Ya.
El tono de ninguna suena emocionado.
—Pero para mí llega tarde. Si no tuviéramos al niño ni me lo
pensaría, pero ahora mi vida es otra y tengo una nueva
prioridad —explica Paula.
—Lo sé.
—¿Tú qué vas a hacer? —Paula suspira.
—No tengo ni idea, hace una semana hubiera contestado
que sí con los ojos cerrados, pero ahora…, joder, ahora no sé
qué coño hacer.
—¿Por qué? ¿Qué ha pasado?
—Bárbara.
—Ummm —el tono de Paula no es de celebración—, no sé si
me gusta, Bárbara lleva pasando por tu vida demasiado tiempo,
Irene.
—Lo sé, pero ahora está pasando del modo que yo siempre
he querido.
—¿Qué quieres decir?
Paula está tan intrigada que se ha quedado inmóvil.
—Se acaba de marchar de mi casa, esta noche la ha pasado
aquí.
A Irene le entra un temblor cosquilleante por el cuerpo
cuando revive en su cabeza lo sucedido durante la noche y las
comisuras de los labios se le curvan hacia arriba.
—¿Lo dices en serio? —pregunta Paula sorprendida.
—Muy en serio.
—¿Estáis liadas? Quiero decir, ¿es algo serio o solo un rollo?
Porque Irene, ya sé que estás loca por ella, pero lo último que
necesitas es que juegue contigo.
—Lo sé. No sé exactamente lo que es, Paula, pero no tengo
la sensación de que Bárbara esté jugando, de hacerlo, nuestra
conexión solo sería palpable bajo las sábanas, pero esta
mañana hemos pasado unos minutos aquí que me han parecido
casi tan increíbles como todo lo que hicimos anoche.
—¿Y ella qué dice?
—Todavía está digiriendo lo que pasa, pero no deja de
asegurarme que le gusto mucho, y yo la creo, Paula, esa
manera de mirarme, el tonteo y sobre todo esa conexión que se
hace más intensa cada día, no puede ser solo de amigas.
—Joder, pues al final la espera sí que ha merecido la pena.
Me alegro mucho, en serio, ya verás cuando se lo cuente a Aitor.
—Gracias.
—Entonces, ¿tú tampoco vas a aceptar el puesto?
El suspiro ansioso de la doctora es tan profundo, que Paula
tiene que retirarse el teléfono de la oreja porque el ruido que
emite el altavoz es una interferencia ensordecedora.
—¿Quieres un consejo? —pregunta Paula.
—Claro.
—Valora, Irene. Tienes sobre la mesa algo por lo que hemos
peleado mucho, sobre todo tú. Deberías hablar con Bárbara y
estar segura de lo que quiere, si rechazas el puesto, sabes que
no te lo volverán a ofrecer, y no me gustaría que te quedases
por ella y después se echase atrás, eso te hundiría.
—Lo sé. De todos modos, tenemos una semana para
responder y no me quiero precipitar, yo también necesito
reflexionar.
—Está bien, para cualquier cosa llámame, ¿de acuerdo?
—Claro.
Las dos amigas cuelgan, e Irene se mete en la ducha con la
cabeza a punto de explotarle.
Capítulo 20

Irene lee el mensaje que le acaba de enviar Bárbara, le dice que


ya están abajo y ella corre a la ventana como si necesitara
verificarlo. Se pega al cristal y los ve ahí, a ella y a Lito cogidos
de la mano mientras esperan en la acera. La doctora sonríe
dejando salir el aire por la nariz y justo cuando va a girarse,
Bárbara levanta la cabeza, mira hacia arriba y la descubre. El
corazón se le detiene y nota un hormigueo recorrerle todo el
vientre cuando le dedica una sonrisa y le hace un aspaviento
con la mano para que se dé prisa.
—¿Nos espiabas? —pregunta Bárbara burlona, en cuanto la
doctora llega junto a ellos.
Irene se muerde el labio y saluda a Lito sin invadir su
espacio, el niño le sonríe y ellas se miran con cara de tontas. La
doctora se queda quieta sin saber cómo actuar, Bárbara la mira
con el pulso acelerado y se da cuenta de que se muere de
ganas de darle un beso en los labios, pero no puede, no solo
porque Lito está presente y antes de algo así tiene que hablar
con él y explicarle que Irene y ella son algo más que amigas, es
que entre ellas no han aclarado donde están los límites de lo
que tienen.
—Esto lo vamos a tener que hablar —dice Bárbara frustrada,
decidiendo finalmente acercarse a Irene para darle dos besos en
las mejillas que prolonga un segundo más de lo necesario,
suficiente para dejar claro que no son besos de amiga.
—Estoy de acuerdo —secunda Irene suspirando de gusto al
sentir el roce de su piel en la cara—. ¿Vamos? —pregunta
mirando a Lito.
El niño asiente sintiéndose importante y emprenden la
marcha.
—¿Dónde has quedado con Silvia? —pregunta Bárbara.
—En su inmobiliaria, dice que la casa está muy cerca.
No tardan en llegar más de cinco minutos, en un paseo
ameno donde Bárbara ha llevado la voz cantante explicándole
tanto a la doctora como a su hijo, algunas anécdotas divertidas
transcurridas durante el día en la churrería. Irene y Lito se ríen
a carcajada limpia tanto de la torpeza de Bárbara como de las
cosas que les cuenta.
—Estoy montando la maqueta —suelta Lito mirando a Irene
en cuanto llegan a la puerta de la inmobiliaria.
Su madre se calla de repente y la doctora dirige toda su
atención hacia el niño.
—¿En serio? ¿Y te gusta?
—Mucho, ya casi he terminado la base, un día puedes venir
y te la enseño. Si quieres —añade tímido.
—Sí, Lito, claro que quiero verla, me encantaría.
Bárbara está paralizada, sin terminar de creerse que su hijo
comience a abrirse así.
—Un día me pongo de acuerdo con tu madre y me paso a
veros, ¿de acuerdo? —dice Irene mirando de reojo a la
churrera, que sigue con su cara de pasmo—, así me puedes
enseñar cómo lo haces, porque a mí me parece súper difícil.
—Es muy fácil —Lito suelta una risotada de incredulidad y
Bárbara vuelve a la realidad.
—Para ti y esa destreza tuya, cariño —le dice a su hijo—,
nosotras somos más torpes.
Lito vuelve a reírse, pero guarda silencio cuando Silvia sale a
saludarlos. A la casa llegan en apenas cinco minutos y desde
fuera, la primera impresión es muy buena.
—Como ves, es preciosa —dice Silvia—, y me parece que
para ti es perfecta, ni muy grande ni muy pequeña. En cuanto
entré pensé en ti, eres la primera a la que se la enseño, pero
después tengo varias visitas programadas, así que te
agradecería que me des una respuesta mañana como muy
tarde.
—Sí, claro, tranquila.
En cuanto acceden al interior, Silvia les enseña cada
estancia y le explica a Irene que la casa está completamente
reformada. Los dueños dejan los muebles y los
electrodomésticos, así que si la acepta, podría trasladarse al día
siguiente.
—Si os parece, os dejo unos minutos a solas por si queréis
comentar algo, yo aprovecho para hacer algunas llamadas
fuera, cuando estéis, salís.
—Está bien, gracias —dice Irene.
—¿Se ha pensado que somos pareja? —le susurra Bárbara
para asegurarse de que Lito no la escucha.
—Pues no lo sé, ¿tú crees? —se ríe Irene.
—Bueno, nos ha dejado a solas para que lo hablemos, como
si yo también tuviera que opinar —dice rodando los ojos
divertida.
—Yo quiero que opines —Irene le da un codazo suave, Lito
se sienta en el sofá frente a un tablero de ajedrez donde
comienza una partida en solitario.
—¿Opinar? A mí esta casa me encanta, está todo nuevo, es
soleada, todo en planta baja, un poco de jardín, no sé, si fuera
para mí, desde luego no me lo pensaba. ¿No te gusta?
—Sí, claro que me gusta.
—¿Pero?
—Nada, solo estoy pensando, tampoco tengo que decidirlo
ahora, ¿no?
—No, claro que no.
Bárbara se queda un poco desconcertada porque no termina
de comprender a Irene. Su apartamento es algo muy pequeño y
también temporal, y esa casa no solo es perfecta, si no que, va
a ser difícil que encuentre otra oportunidad tan buena. Aun así,
prefiere no insistir por temor a que piense que quiere que se
vaya de su apartamento o cualquier historia peor.
—¿Sabes lo que estoy pensando yo? —pregunta juguetona,
metiendo a Irene en una habitación para salir del campo visual
de Lito.
—No, pero creo que me lo vas a decir —Irene la besa en los
labios.
—Por supuesto, me apetece mucho repetir lo de anoche,
¿qué te parece si me escapo después de cenar y acostar a Lito?
—¿Igual que una adolescente salida? —Irene siente la
misma dosis de diversión que de excitación ante la idea.
—Sí, solo que en lugar de lanzarte piedras a la ventana para
que me abras, llamaré al timbre, que una no tiene edad para
andar haciendo el mono.
Irene suelta una risilla nerviosa y asiente, las manos de
Bárbara acaban de posarse en su trasero y se está alterando
mucho.
—Vale, pero guárdate las manos en los bolsillos, ya las
utilizarás esta noche.
—Esta noche utilizaré las manos y la boca —confirma con
una sonrisa malvada.
A la doctora la recorre un corrientazo justo cuando escuchan
la voz de Silvia desde la puerta. Las dos salen de la habitación,
sofocadas.
—Bueno, ¿qué te parece? —pregunta risueña la dueña de la
inmobiliaria.
—Está muy bien, ¿te puedo decir algo mañana por la
mañana?
—Claro, pero no te demores mucho. Deberíamos salir ya si
no os importa, espero otra visita en diez minutos.
—Vamos, Lito —dice Bárbara, después mira a Irene, todavía
sin comprender por qué se lo tiene que pensar tanto.
Capítulo 21

La historia se repite, cuando Irene abre los ojos, Bárbara está


ahí, vestida y sentada a su lado en la cama, mirándola con una
sonrisa resplandeciente. La doctora se frota los ojos y hace una
mueca de dolor al incorporarse sobre el colchón.
—Me parece que no tengo el cuerpo acostumbrado a tanta
actividad —dice estirando los músculos con las mejillas
encendidas de vergüenza.
—Ya, yo tampoco, tengo agujetas en las ingles y en el
brazo.
Las dos se echan a reír y se abrazan al mismo tiempo que
Irene mira el reloj.
—Es muy pronto —dice con una mueca de fastidio.
—No podía dormir más, y no quiero marcharme con el
tiempo tan justo como ayer, que un poco más, y Lito me pilla
entrando por la puerta.
Irene la mira con cara de susto.
—¿Estaba despierto?
—Se estaba sentando en la cama cuando entré en la
habitación, tuve que inventarme una excusa para justificar que
yo ya estuviese levantada.
—Lo siento.
—No pasa nada, tarde o temprano se enterará, y entonces
me encantaría poder despertarme un día aquí y no tener que
salir corriendo. Aquí o en otro sitio, pero contigo.
La sonrisa que se estaba dibujando en el rostro de Irene se
congela cuando piensa en la oferta de trabajo que todavía no ha
contestado.
—¿Qué te pasa? ¿No te lo has pensado todavía? —pregunta
Bárbara sorprendida.
—Bueno, no he tenido mucho tiempo tampoco.
—Pues tendrás que decidirte, porque Silvia te llamará esta
mañana y si no le das una respuesta, llamará al siguiente de la
lista.
—Lo sé.
Las dos se miran envueltas en un silencio que desconcierta
a Bárbara, que sigue sin comprender por qué le resulta tan
difícil decidirse, pero de nuevo, no se pronuncia al respecto.
—Bueno, cuando te llame sabrás qué hacer, no te agobies.
Irene sonríe y suspira, después agarra la cara de Bárbara y
la besa con tanta hambre, que terminan haciendo el amor de
nuevo.
—Al final, me harás llegar tarde otra vez —dice la churrera
mientras se viste por segunda vez esa mañana.
—No seas exagerada, todavía tienes media hora. Tómate un
café, anda, te vendrá bien. Hay una cafetera hecha sobre la
encimera.
—¿No te importa? Es lo que me falta para empezar la
mañana con fuerza, un buen polvo y un café, no creo que se
pueda pedir más —dice ante la risa espontánea de Irene.
—¿Cómo me va a importar? —pregunta poniendo los ojos
en blanco.
—¿Te pongo uno a ti también?
—Sí, por favor.
Bárbara entra en el baño para asearse y después lo hace
Irene, todavía desnuda.
—Más vale que no salgas al salón así o te juro que te siento
en la mesa y te como para desayunar.
La churrera sale del baño dejando a Irene con las piernas
temblorosas y el corazón desbocado.
Bárbara sirve los dos cafés, con poca leche para ella y con
mucha para la doctora. Cuando los tiene, mete ambos en el
microondas para calentarlos hasta que ardan y, mientras espera,
se fija en lo que tiene a su alrededor. Como si tuviera una luz
parpadeante para llamar su atención, sus ojos se clavan en
unos papeles sobre la mesa, en concreto, la carta que ella
misma le entregó a Irene el día anterior. El sobre está a un lado,
rasgado y vacío, y el contenido al otro. Mira el microondas y
después hacia la puerta del baño, no quiere invadir la intimidad
de la doctora, pero siente tanta curiosidad, que se acerca y mira
desde arriba para leer en diagonal. Algo llama su atención entre
las primeras líneas del texto y, de repente, ya no le importa esa
invasión. Bárbara ni siquiera escucha la campana del
microondas cuando suena, de un manotazo, ha cogido la carta y
la lee con atención mientras nota como se le forma una especie
de pellizco de ansiedad en el centro del pecho.
—¿Has preparado el café? —pregunta Irene de manera
distraída.
Bárbara se gira hacia ella con la carta en la mano y los ojos
inyectados en rabia.
—¿Es por esto? —pregunta sacudiendo el papel en el aire
mientras Irene nota que se le paraliza todo el cuerpo—. Por esto
no le respondiste ayer a Silvia, ¿verdad? Si ya me extrañaba a
mí —dice con los ojos encharcados.
—Bárbara, no es lo que piensas —rebate Irene, aunque
apenas le sale la voz porque se acaba de poner muy nerviosa.
—¿No es lo que pienso? —sus cejas se arquean y suelta una
risita irónica antes de dejar caer la carta sobre la mesa—. Me
extrañaba mucho, ¿sabes? La casa es perfecta y a muy buen
precio, se supone que es lo que buscas y tú coges y sueltas ese
rollo de que te lo tienes que pensar, cuando sabes que un chollo
como ese no lo vas a volver a encontrar en este pueblo en
mucho tiempo. Pero claro, es que ya no te interesa porque te
vas, ¿verdad?
El tono de reproche de Bárbara no le gusta nada a Irene, y
que haya leído su correspondencia, tampoco.
—Lo que haga o deje de hacer no es asunto tuyo. Lo que
pone en esa carta es privado, y tú no tienes derecho a leerla —
espeta la doctora envalentonada por fuera y aterrorizada por
dentro.
—Tienes razón, no tengo derecho a leerla y lo siento, pero
tú tampoco tienes derecho a jugar conmigo. He ido de frente,
Irene, me he abierto a ti en canal, sabes lo mucho que me
gustas y que empiezo a sentir cosas muy fuertes por ti y, aun
así, te callas y haces ver que no pasa nada.
Bárbara se acerca a ella, está tan afectada que Irene no se
atreve a abrir la boca para contestarle.
—Supongo que así es cómo actúas tú —sigue mientras coge
su bolso—, no sé de qué me sorprendo.
La churrera ni siquiera mira a la doctora cuando habla. Se
limita a moverse nerviosa de un lado para otro al mismo tiempo
que sigue buscando las llaves de su casa, que no encuentra por
ningún sitio.
—Ya desapareciste una vez —sigue soltando Bárbara sin
poder contener la lengua, poseída por la rabia, pero sobre todo
por ese repentino dolor intenso que siente que la desgarra y
que no se esperaba. No ha sido hasta ahora, después de leer la
carta, cuando ha sido consciente de lo profundo que ha calado
la doctora en ella.
—Bárbara…
Irene quiere seguir hablando, pero los labios le tiemblan y
su mente ha colapsado al ver a la churrera en ese estado.
—Cállate —dice ella levantando los cojines del sofá—.
Supongo que esta vez harás lo mismo, me levantaré una
mañana y de repente no estarás. Y será alguna vecina la que
me diga que te has largado y que no tienes intención de volver.
Y yo pensando en contárselo a Lito.
Bárbara niega con la cabeza y se queda inmóvil delante del
sofá, secándose las lágrimas con los dedos mientras coge aire
para intentar calmarse y que su hijo no la vea en ese estado
cuando lo despierte.
—¿Dónde están mis putas llaves? —pregunta de repente,
desesperada por salir del apartamento.
—Ahí —Irene señala la mesa, sobre la que reposan muy
visibles.
Bárbara gira la cabeza y camina con rapidez hasta cogerlas
con fiereza.
—No te vas a convertir en alguien más a quien mi hijo tenga
que echar de menos. Que te vaya muy bien, Irene, deja las
llaves en el buzón de la churrería cuando decidas largarte.
La churrera abre la puerta y se marcha cerrando de un
portazo sin que Irene pueda decir nada. Ni siquiera ha
procesado toda la verborrea de Bárbara, lo único que sabe
ahora mismo, es que solo siente vacío, un vacío desgarrador
que la está asfixiando.
Capítulo 22

Solo cuando ya ha entrado en su casa, es cuando Bárbara se da


cuenta de que no puede despertar a su hijo en ese estado. Su
cara es un océano de lágrimas y el estallido de llanto histérico
que ha sufrido en cuanto ha puesto un pie en la calle, apenas la
deja articular palabra.
Pasa por delante de la cocina como un vendaval ante la
mirada perpleja de su madre, que la sigue hasta el cuarto de
baño con el tiempo justo de aguantar la puerta y colarse dentro
antes de que Bárbara se encierre.
—Sal fuera, mamá, yo voy enseguida —logra decir al mismo
tiempo que abre el grifo de agua fría.
Bárbara se llena las manos y se empapa la cara varias veces
para tratar de eliminar cualquier rastro de dolor, pero cuando se
incorpora y se mira en el espejo, no solo ve la mirada apenada
de Esperanza tras ella, sino que, comprende que la rojez de los
ojos la va a acompañar durante horas.
—¿Qué ha pasado? —pregunta su madre con prudencia,
acercándose a Bárbara hasta que la coge de un brazo y la hace
girar hacia ella.
—Nada.
—¿Cómo que nada, hija? Si estás muerta de pena.
Que su madre constate lo que ella siente, solo la hunde
más. Lo último que se esperaba era que un rechazo por parte
de Irene o lo que ha pasado, que para ella es peor, le afectase
de este modo.
—Tengo que despertar a Lito —dice mirando el reloj, dando
por concluida la conversación.
—Ni hablar, ¿cómo vas a despertarlo así? Lo haré yo —
decide Esperanza—, tú date una ducha mientras tanto y te
despejas un poco. Tu padre lo llevará al colegio y después
hablaremos tú y yo.
—Pero ¿qué dices, mamá? Lito se pondrá nervioso.
—Ya está bien, Bárbara —el modo abrupto que utiliza su
madre para cortarla la deja paralizada—. Lito tiene que empezar
a espabilar, y tú a dejar de protegerlo tanto, que así no le haces
ningún bien. Tiene que acostumbrarse a que no puede ir todo el
día protegido por la falda de su madre y entender de una vez
que tú no te vas a ir. ¿O qué vas a hacer, hija? ¿No tener vida
hasta que él sea mayor de edad? Mira estos días con Irene,
tienes que salir corriendo a hurtadillas para estar aquí cuando él
abre los ojos, bueno, ahora no sé si te pasa algo con ella, pero
no es el caso, si no es ella, será otra persona. Algún día
encontrarás a alguien y necesitarás un poco de espacio para ti,
y él tiene que entenderlo y aceptarlo, que para eso estamos
también nosotros. Así que venga, a la ducha que esta mañana
nos encargamos tu padre y yo del niño.
Esperanza sale del baño dejando a su hija con la boca
abierta. Bárbara se queda quieta durante un par de minutos,
escuchando con atención todo lo que sucede en la casa. Para su
sorpresa, Lito apenas protesta cuando su abuela lo despierta. Lo
primero que hace es preguntar por su madre, pero se da por
satisfecho cuando su abuela le dice que está en el baño. Los
escucha entrar en el otro servicio y se sorprende de que Lito
obedezca sin objeción alguna a cada orden de su madre cuando
con ella protesta casi siempre. Bárbara comprende en ese
momento que Esperanza tiene razón, no solo está
sobreprotegiendo a su hijo, es que encima él la torea como
quiere cuando le interesa.
Esboza media sonrisa entre tanta amargura y sale del cuarto
de baño para coger ropa limpia. Por el camino se encuentra con
su hijo, al que saluda de forma muy rápida con un beso fuerte
en la cabeza para evitar que le vea la cara.
—Hoy te lleva al cole el abuelo, que mamá tiene mucha
prisa —resuelve tan decidida que Lito solo puede mirar a su
abuela con la boca abierta.
—Ya has escuchado a tu madre, ahora a desayunar.
Esperanza se lo lleva a la cocina y Bárbara disfruta de una
ducha matutina sin prisas por primera vez en mucho tiempo.
Cuando sale, más despejada, aunque con los ojos todavía muy
rojos, su madre la espera en la cocina con el desayuno listo.
—Deberíamos desayunar en la churrería, vamos a llegar
tarde —dice Bárbara, mirando de nuevo el reloj.
—Pues mira, si un día abrimos diez minutos tarde no creo
que se muera nadie, ahora siéntate y cuéntame de una vez lo
que ha pasado.
El gesto autoritario de Esperanza señalando la silla, hace
que Bárbara obedezca como cuando era una niña. Se sienta,
bebe un sorbo de café con leche y mira a su madre.
—Irene se marcha —suelta compungida.
Esperanza la mira con los ojos muy abiertos. Desde que ha
visto entrar a Bárbara ha supuesto que las dos mujeres han
discutido por algún motivo que ha afectado a su hija más de lo
que se hubiera imaginado, pero esto no se lo esperaba.
—¿Cómo que se marcha? ¿A dónde va?
—Le han ofrecido un puesto para dirigir un hospital de
campaña en África.
—¿África? Pero…
Esperanza no sale de su asombro y no sabe qué decir.
—¿Y sabes lo peor? Que me he enterado porque he visto la
carta sobre la mesa, no creo que tuviera intención de decírmelo.
—¿No te lo ha dicho ella?
—No, ni siquiera ha tenido el valor para hacerlo.
Bárbara le narra el episodio de la casa que fueron a ver con
Silvia.
—A mí me extrañó muchísimo que se tuviera que pensar la
respuesta, no va a encontrar nada igual, y menos a ese precio,
pero claro —dice resignada—. ¿Cómo iba a decir que sí, si
pretendía marcharse?
—¿Cuándo se va?
—No lo sé, mamá, y me da igual —dice en pleno ataque de
orgullo.
—Sí, está claro que te da igual —su madre pone los ojos en
blanco cuando le señala la cara descompuesta por el llanto de
hace unos minutos.
—En cualquier caso, ya no importa, va a huir de nuevo —
zanja Bárbara en un suspiro.
—Habla con ella —dice Esperanza.
Bárbara la mira, intrigada.
—¿Qué hable con ella? ¿De qué quieres que hable? Me
parece que ya está todo dicho.
—Pues a mí me parece que lo has dicho todo tú, has leído
esa carta y decidido que se va, pero esas palabras no han salido
de su boca, ¿me equivoco?
Bárbara frunce el ceño.
—Si es que siempre haces lo mismo, sacas tus propias
conclusiones y las das por buenas sin escuchar lo que los demás
tienen que decir. Está claro que Irene te gusta mucho, de lo
contrario, no habrías entrado aquí tan disgustada que parecía
que se había muerto alguien. Ve a verla y ten una conversación
de adulta con ella. Y si tanto la quieres, díselo para que no se
marche. Lleva media vida enamorada de ti, Bárbara, a lo mejor,
lo único que necesita, es que le demuestres que vas en serio,
que si se queda tendrá lo que siempre ha querido.
—Yo no puedo pedirle que se quede si ella quiere irse.
—No es pedírselo, es solo ofrecerle una alternativa, que
sepa lo que tendrá si se queda, lo que hay si se marcha ya lo
sabe.
Bárbara se queda callada, pensativa. Esperanza sabe que
ahora no va a hacer nada, que está demasiado afectada, pero
también conoce a su hija y está segura de que se pasará el día
reflexionando sobre lo que le ha dicho y al final tomará la
decisión correcta.
—Anda, vamos, que ahora sí que vamos a llegar tarde.
Capítulo 23

A Irene la mañana en la consulta se le hace eterna y se pasa los


ratos libres mirando el móvil encima de su mesa. Piensa en
escribirle a Bárbara a cada momento, pero siempre se
arrepiente, diciéndose a sí misma que conversaciones tan
importantes como esa, se pueden malinterpretar de forma
escrita y que lo mejor es que se vean y tengan una charla cara
a cara. Cada vez que piensa en eso último le entran escalofríos,
conoce a Bárbara y su carácter explosivo no ha cambiado ni un
ápice, así que lo mejor es darle tiempo para que se calme a
pesar de que ni siquiera sabe lo que le quiere decir. Irene tiene
la cabeza a punto de estallarle, necesita pensar con claridad,
centrarse en las decisiones que debe tomar y hacerlo con
calma, pero la situación con Bárbara no la deja pensar en otra
cosa y cuando su teléfono comienza a sonar y ve el nombre de
Silvia —la dueña de la inmobiliaria— en la pantalla, siente que
una situación que debería ser muy fácil, se le está yendo de las
manos.
—Hola, Silvia —saluda seca con tono cansino.
—¿Qué tal, Irene? ¿Te cojo en mal momento?
—No, ahora mismo no tengo ningún paciente —Irene se
levanta y sale de la consulta porque necesita que le dé el aire.
—Genial, eso es que en este pueblo la gente enferma muy
poco —hace la broma Silvia, pero Irene no está para tonterías.
—Más bien que hay muy poca gente. Dime, ¿para qué has
llamado?
La doctora se da cuenta de inmediato de lo estúpida que es
su pregunta y se lleva la mano a la frente.
—Perdona —dice antes de que Silvia, que se ha quedado
pasmada, logre articular una respuesta—, es obvio que llamas
por lo de la casa.
—Sí, no quiero presionarte, pero tengo gente interesada…
—Lo sé, no te preocupes, la culpa es mía, debí haberte
respondido ayer, pero necesitaba pensar un poco.
—Tranquila, lo entiendo. Entonces, ¿tienes ya una
respuesta?
Irene se queda en silencio, y solo la llegada de un paciente
al centro, la saca de ese trance.
—La tengo, Silvia, no la quiero. Siento haberte hecho perder
el tiempo.
Silvia se queda algo descolocada, pero reacciona enseguida.
—No pasa nada, no puedes quedarte nada hasta que no
estés del todo convencida.
—Ese es el problema, que ya no estoy segura de querer
alquilar una casa —suelta Irene pensativa.
La dueña de la inmobiliaria iba caminando por la calle y se
acaba de detener en seco.
—¿Entonces? ¿Prefieres comprar?
—No, tampoco. Hay algo que me ronda la cabeza y necesito
pensarlo con calma, por ahora no me tengas en cuenta, Silvia, y
a ser posible, no enseñes la casa de mis padres hasta que tome
una decisión, no quiero que pierdas más tiempo por mi culpa.
—Está bien, no te agobies, esperaré a que me des
indicaciones con lo que debo hacer, ¿te parece?
—Sí, eso es genial, muchas gracias, Silvia.
Cuando Irene cuelga la llamada se sorprende de haber
actuado de un modo tan impulsivo, pero necesita hacerlo así, y
también hablar con alguien cuya opinión sea imparcial en todo
lo que le atañe estos últimos días, así que en lugar de llamar a
su amiga Paula como haría en cualquier otra situación, le envía
un mensaje a Marta Sanchís, la doctora del pueblo vecino, y le
pregunta si pueden verse esa tarde o tiene mucho lío.
Por suerte para ella, Marta le contesta que pueden verse
sobre las seis y acuerdan que lo harán en el apartamento de
Irene, la doctora necesita tranquilidad, está tan agobiada que
no le apetece sentarse en ninguna terraza rodeada de gente.
Marta llega puntual como un reloj suizo. Se dan dos besos a
modo de saludo e Irene la invita a sentarse en el sofá después
de ofrecerle algo de beber.
—Por casualidad, ¿te has cruzado con Bárbara? —pregunta
Irene.
Desde que ha llegado a su casa no ha dejado de pensar que
quizá no había escogido el mejor sitio para quedar. Bastante
complicada es su situación con la churrera como para que ahora
se piense que tiene algo con la doctora.
—Estaban recogiendo cuando he pasado, no sabría decirte
si me ha visto, ¿por qué? —pregunta Marta intrigada.
—Por nada, tranquila —Irene hace una mueca con los labios
y arquea las cejas.
—¿Estás bien? —prosigue Marta.
—Estoy a punto de volverme loca —confiesa la doctora
dejando salir todo el aire por la nariz.
—¿Por qué?
—Tengo algo con Bárbara —explica Irene con una sonrisa
tonta.
Marta arquea las cejas y extiende las manos a ambos lados
de su cuerpo con expresión alegre.
—Pero eso es genial, ¿no?
—Sí, supongo que sí —Irene vuelve a sonreír, cuanto más
habla de ello, más cara de imbécil se le pone y más le arden las
mejillas.
—¿Es algo serio?
—Bueno, ha comenzado como algo imprevisto, al menos, yo
no me lo esperaba. Digamos que, aunque nos conocemos desde
hace muchos años, ahora nos estamos conociendo otra vez.
—En otro plano —completa Marta.
—Sí, exacto, en el sentimental. Es muy pronto para saber si
puede ser algo serio o no, pero yo estoy loca por Bárbara y ella
dice que le gusto cada vez más, así que no sé, supongo que
posibilidades sí que hay.
—¿Y cuál es el problema?
—Me han ofrecido un puesto para dirigir un hospital de
campaña en África, a mí y a una compañera.
—Ummm —Marta hace una mueca—, ¿y eso es bueno o
malo?
—Hace unos meses hubiera sido muy bueno, es algo que
siempre he querido, pero ahora siento que llega tarde.
—Pues me parece que no te entiendo —dice Marta
cambiando de postura.
—Bárbara se ha enterado de la oferta esta mañana, ha dado
por hecho que la he aceptado y se ha enfadado muchísimo. Me
ha acusado de querer abandonarla otra vez —dice notando
como la angustia le invade el pecho de nuevo.
—¿Pero tú te quieres ir? —intenta comprender Marta.
—Yo solo quería un poco de tiempo para pensar con calma,
en muchas cosas, no solo en esa oferta, pero lo cierto es que
cuando he visto la reacción de Bárbara, he comprendido en ese
momento que no quiero irme, que, aunque lo nuestro al final no
llegue a nada, quiero intentarlo.
—Ella no debería ser la única razón por la que te quedes,
Irene —opina Marta y la doctora sonríe y asiente complacida.
—Ya lo sé, y no lo es. Los primeros días aquí fueron muy
duros, pensé que no lo aguantaría, la consulta casi siempre
vacía, la presencia de Bárbara, la casa de mis padres… Era todo
un cúmulo de cosas que he tenido que gestionar en poco
tiempo, pero lo cierto es que, desde que estoy aquí, siento paz
y estoy tranquila. Cada vez tengo más claro que mi época de
viajar de un lado para otro ha terminado y que tomé la decisión
correcta al volver. Esté con Bárbara o no, necesito quedarme y
dejar de dedicar tanto tiempo a los demás para dedicarme un
poco más a mí misma.
—Eso está mejor —aplaude Marta.
—Sí, supongo que sí.
Irene se queda callada, en su mente no lo había visto tan
claro hasta que lo ha expresado en voz alta con Marta.
—Pues yo creo que ya no te tiene que explotar más la
cabeza, lo único que has de hacer es bajar a buscar a Bárbara,
explicarle que no te marchas y arreglar las cosas con ella.
—Bueno, eso no es tan fácil, está muy enfadada, y yo
también lo estoy un poco.
Irene le explica que ha leído su correspondencia.
—Vale, no la vamos a aplaudir —dice Marta con una
sonrisilla—, pero en su defensa diré que, según tú, la carta
estaba sobre la mesa, visible y abierta. Tú le gustas, y ahora
mismo debe sentir una curiosidad mortal por ti, Irene.
Sinceramente, creo que yo en su lugar, también habría mirado.
Pregúntate qué habrías hecho tú.
La doctora no necesita mucho tiempo para encontrar la
respuesta en su cabeza.
—Ya —dice suspirando.
—Te voy a dar un consejo muy bueno y gratuito —dice
Marta con regocijo.
Irene se ríe y le clava una mirada expectante.
—A ver, deléitame con tu sabiduría.
—No compliques algo que es muy fácil.
—¿Ese es el consejo? —Irene finge estar decepcionada,
pero le encanta.
—Pues claro, uno de los mejores que te han dado, sin duda.
Las dos se ríen e Irene no tiene más remedio que asentir
dándole la razón.
—Habéis discutido, muy bien, pero tiene arreglo, así que en
lugar de estar aquí conmigo, donde tendrías que estar es en su
casa hablando con ella.
—Eres buena persona, Marta —dice Irene de repente—,
eres un motivo más por el que haber vuelto me parece una
buena decisión.
Marta se inclina hacia delante y se abrazan.
—A mí también me ha gustado conocerte —dice antes de
romper el abrazo—, en fin, debería irme ya o se me echará el
tiempo encima.
Las dos se levantan y caminan hasta la puerta.
—Hazme caso, Irene, no dejes que se acueste esta noche
pensando que te ha perdido, ahórrale ese sufrimiento, la vida ya
nos lanza otras piedras que no se pueden esquivar, evita que
esta os siga golpeando.
Cuando Marta sale de su casa, Irene espera unos minutos
para darle tiempo de alejarse antes de coger las llaves y salir
para ir a casa de los padres de Bárbara.
Capítulo 24

Irene acerca el dedo al timbre muy nerviosa. Se ha lanzado a la


calle y ni siquiera ha pensado en lo que va a decirle a Bárbara,
no sabe cómo comenzar la conversación y tampoco tiene claro
que pueda convencerla de que en ningún momento tuvo la
intención de marcharse. Con la mano temblorosa, aprieta el
timbre dos veces antes de que le entre el miedo y salga
corriendo.
Escucha a Esperanza vociferar el nombre de su marido para
que abra la puerta y la doctora traga saliva porque está segura
de que Bárbara ya les ha contado a sus padres lo que pasa y no
tiene ni idea de con qué cara la va a mirar Emilio.
Oye los pasos al otro lado y su corazón se acelera mucho
más de lo que ya estaba. Irene se mira los pies cuando escucha
el ruido de las llaves y el engranaje de la puerta al abrirse.
Acalorada y muy nerviosa, alza la mirada para pedirle a Emilio
que avise a su hija, pero no le hace falta porque la que ha
abierto la puerta, ha sido Bárbara, que la mira entre enfadada y
sorprendida.
—¿Qué quieres? —pregunta seca.
Irene apenas parpadea. Nota un temblor en el pecho y una
necesidad desesperante de besarla. Bárbara está descalza,
vestida con un pantalón fino de chándal gris y una camiseta de
tirantes blanca que para no variar, evidencia su busto para
desespero de la doctora.
—¿Has venido solo para mirarme las tetas? —suelta Bárbara
muy tensa.
Está muy enfadada, y al mismo tiempo se está derritiendo
ante la presencia de Irene.
—No —responde la doctora.
—¿Entonces?
Irene mira por detrás de Bárbara y, solo cuando se asegura
de que no hay nadie más, la coge de una mano y, en un
movimiento rápido, la hace salir fuera, cierra la puerta a sus
espaldas y, acorralando su cuerpo, le da un beso sediento al que
Bárbara se rinde y se entrega sintiendo una excitación
desmedida.
—¿Has venido para esto? —pregunta Bárbara jadeante
cuando la doctora separa la boca lo justo para que pase el aire.
Siguen tan cercanas, que sus labios se rozan cuando hablan—.
¿Para echar el último antes de irte?
—No —jadea también, desbordada por las ganas que le
tiene—, he venido para hablar.
—Pues no lo estás haciendo muy bien.
Bárbara tiene las manos en su cintura y la cierne con
firmeza contra su sexo, la desea tanto en ese momento que,
siente que si se separa un milímetro, su corazón dejará de latir
y morirá en el acto.
—Ya —Irene solo puede mirarle los labios, desea comérsela
entera—, es que has salido así, tan… —ahora le mira el escote,
sin duda su debilidad.
—Claro, yo tengo la culpa.
Bárbara sonríe, ahora mismo ni siquiera se acuerda de lo
enfadada que está, no piensa precisamente con la cabeza.
—Bueno, un poco sí —Irene le coge la cara con las manos y
vuelve a besarla con tantas ganas que se pierden en el beso y
no lo rompen hasta que notan que la puerta se abre a sus
espaldas.
Por ella se asoma Esperanza, que intrigada al ver que
Bárbara no entraba, ha salido a ver qué pasa. Las dos amantes
se separan de forma abrupta y la doctora se pasa la mano por
la boca para secarse la zona, humedecida por la saliva de
Bárbara.
—Hola, Irene —saluda Esperanza sorprendida, después mira
un momento a su hija, que baja la cabeza abochornada
mientras intenta que su respiración se normalice.
—Hola —contesta la doctora.
—¿Qué hacéis aquí fuera? Y tú con esas pintas —dice
mirando a su hija—, anda, pasad y habláis en tu habitación, yo
me encargo de que Lito no entre.
—No —responde tajante Bárbara.
El corazón se le ha desbocado de nuevo. Ella tiene muy
claro lo que va a pasar si Irene y ella se encierran solas en una
habitación, y bajo ningún concepto puede ser en esa, en casa
de sus padres con su hijo orbitando por ahí.
—¿No? —esperanza se sorprende e Irene se aterroriza
pensando que Bárbara le va a pedir que se marche.
—Me visto en un segundo y salimos a dar una vuelta.
Bárbara pasa por el lado de su madre y corre hacia su
habitación ante la mirada atónita de las dos mujeres.
—¿Quieres esperarla dentro? —pregunta Esperanza,
descolocada por un lado y divertida por el otro.
—No, no —se apresura a decir Irene—, si no te importa, la
espero aquí, necesito que me dé el aire —dice sin pensar.
—Sí —Esperanza sonríe asintiendo y a Irene comienzan a
arderle las mejillas de vergüenza—. Bueno, pues yo me meto
para dentro, que estoy terminando de hacer la cena, espero que
arregléis las cosas, Irene, y si no lo hacéis, que tengas mucha
suerte en lo que hagas, te lo digo de corazón.
—Gracias, Esperanza —Irene la mira, turbada.

Cinco minutos después, Bárbara sale por la puerta. Se ha


puesto unos vaqueros, unas deportivas y una camiseta ajustada
porque le gusta mucho el efecto que provoca en la doctora.
—Bueno, has venido a hablar, hablemos —dice Bárbara,
tratando de mostrar indiferencia cuando en realidad se muere
de ganas de volver a besarla.
—¿Te has cambiado de ropa para que hablemos en la
puerta de tu casa? —pregunta Irene con cierta chulería.
—¿Se te ocurre un sitio mejor? —la provoca Bárbara, que
debería estar enfadada y no lo logra, solo puede pensar en
comérsela entera.
—Vamos a ser claras de una vez, Bárbara —Irene se ha
acercado tanto a ella que el aire se ha vuelto denso entre las
dos—. Tú y yo, tal y como estamos, no vamos a ser capaces de
mantener una conversación coherente hasta que hayamos
follado, así que, ¿por qué no nos dejamos de tonterías y
subimos a mi apartamento?
Bárbara nota un corrientazo atravesarle el vientre y su sexo
sufre varios espasmos mientras asiente y empieza a caminar,
preguntándose en qué momento han llegado a ese punto de
ebullición.

En cuanto entran en el apartamento de la doctora, ambas


caen sobre el sofá como si fueran dos amantes que llevan
tiempo siendo privadas del placer de sentirse. Las dos buscan el
acceso a la zona más íntima de la otra en medio de un beso
sediento y húmedo que apenas las deja respirar. Irene nota un
ardor que no soporta cuando la mano de Bárbara se pasea
entre sus piernas por encima de la ropa interior, mientras que la
churrera, jadea desesperada, excitada hasta la locura cuando
Irene la penetra y empieza un vaivén lento que enseguida se
vuelve rápido a petición de la propia Bárbara.
—Me estás volviendo loca —jadea sobre su boca mientras
se mueve sobre Irene buscando la profundidad que necesita.
—Eso es justo lo que yo siento, que me puedo volver loca si
me separo de ti —confiesa la doctora en un susurro antes de
mordisquearle los senos.
Minutos después, las dos se dan por satisfechas. Bárbara
está sentada en el sofá con Irene a horcajadas sobre ella,
abrazada con fuerza a su cintura mientras recupera el aliento
con la cabeza reposando sobre su hombro.
—¿Podemos hablar ahora? —pregunta Bárbara en un
susurro, sin dejar de acariciarle la espalda con suavidad.
Irene asiente y se incorpora, poniéndole las manos sobre el
pecho antes de comenzar con la conversación.
Capítulo 25

—Está bien, creo que lo primero que tienes que saber, es que
no tenía intención de marcharme —suelta Irene para sorpresa
de su amante.
—¿Cómo dices? —Bárbara arquea las cejas, incrédula.
Irene se encoge de hombros y hace una mueca de
circunstancias que deja fuera de combate a Bárbara.
—No me tomes el pelo, la carta estaba ahí, y si añadimos
las dudas que tenías con la casa, solo había que sumar dos y
dos —Bárbara comienza a acelerarse, pero Irene ejerce una leve
presión con las manos sobre su pecho para que no se mueva.
—Esa conclusión la has sacado tú porque has querido, no
me preguntaste, leíste la carta, que por cierto, fue un poco
descarado por tu parte —aprovecha para decirle, Bárbara no
responde—, y decidiste que yo me iba.
—¿Y no era así? Porque yo creo que sí, solo que ahora algo
te ha hecho cambiar de opinión.
—Joder, eres igual de terca que hace catorce años.
Irene sacude la cabeza enfadada y decide levantarse, pero
Bárbara, aceptando que, en realidad, la doctora tiene razón, la
sujeta de la cintura y le impide que se mueva.
—Vale, está bien, no te ibas a marchar —Bárbara entorna
los ojos, en el fondo le sigue costando creerse eso y a Irene le
entra la risa.
—De verdad que eres increíble, Bárbara. Te lo voy a explicar
solo una vez, y si no me crees, no hace falta que me lo digas, te
levantas y te vas por donde has venido.
—Me parece bien.
—Perfecto.
Irene tiene ganas de cogerla por el cuello y apretar fuerte,
pero se contiene.
—Es verdad que cuando recibí la carta llegué a tener dudas
y pensé mucho sobre el tema, pero después de darle vueltas y
sopesar si me compensaba, decidí que no, no ahora. Dirigir un
hospital de campaña es lo que hubiera querido hace dos o tres
años, si me lo hubieran ofrecido entonces, habría aceptado sin
dudarlo.
—¿Entonces?
—Estoy en otra fase de mi vida, Bárbara. Volver al pueblo
fue una decisión que me costó mucho tiempo tomar, pero no
me arrepiento, lo necesitaba y, aunque los primeros días han
sido espantosos, cada vez estoy más segura de que he hecho lo
correcto. Me gusta estar aquí. No voy a negar que las horas en
el consultorio a veces se me hacen largas, en cualquier caso, es
solo un tema de adaptación, de que aquí las cosas son distintas
y solo tengo que acostumbrarme.
—¿Entonces yo no pinto nada en esa decisión?
—No —niega la doctora y le sonríe—. Tú solo eres un
añadido, algo que ha pasado, que no esperaba y que me
encanta. Pero no puedo basar mi decisión en lo que tú y yo
tenemos porque no sé lo que va a pasar, y menos si eres tan
capulla y das por hechas las cosas sin hablarlas conmigo antes.
Irene le da una palmada en el pecho a modo de
reprimenda, Bárbara reacciona cogiéndole la cara y besándola.
—Tienes toda la razón, soy una capulla y te pido disculpas.
Te prometo que a partir de ahora hablaremos primero.
—Y no leerás mi correspondencia sin permiso —añade Irene
con las cejas arqueadas.
—Prometido —Bárbara se besa los dedos y después vuelve
a besarla a ella—, pero tengo otra pregunta.
—Dime.
—La casa, ¿por qué tantas dudas? Entiendo que, entonces,
le habrás dicho que la quieres.
—No.
—No, ¿qué? —Bárbara se sorprende.
—Que no la quiero.
La churrera se recoloca y se pone más recta, mirando a
Irene con asombro.
—Ya le he dicho que se la alquile a otra persona.
—No lo entiendo, Irene. Y no me malinterpretes, yo no
tengo ninguna prisa porque te marches de aquí, puedes estar el
tiempo que necesites, pero pensaba que era algo así lo que
buscabas.
—Sí, y yo también pensaba eso hasta que la vi. Salvo las de
nueva construcción, todas las casas de este pueblo tienen la
misma distribución.
—Sí, eso es cierto.
—Aunque sea una casa distinta, no dejará de recordarme a
la de mis padres. Lo que debo hacer es aceptar de una vez lo
que sucedió y pasar página. No voy a vender mi casa, Bárbara,
haré una reforma para hacerla a mi gusto y me iré allí a vivir.
Bárbara sonríe al mismo tiempo que asiente.
—Me parece una idea estupenda. Por fin empiezas a ver las
cosas con perspectiva. Has vivido demasiado tiempo anclada en
el pasado, Irene, ya va siendo hora de que solo mires el futuro.
—Sí, estoy de acuerdo, y la pregunta es: ¿puedo incluirte a
ti en ese futuro? Porque me tiembla el corazón cuando te veo y
el cuerpo cuando me tocas, y si esto no puede ser algo más…
—Espero que no vayas a decir ninguna gilipollez de las tuyas
—la corta Bárbara poniéndole un dedo sobre los labios—, me
vuelves loca, cada día un poco más, así que sí, más vale que me
incluyas en ese futuro tuyo, a mí y a Lito, porque la idea de que
te ibas lejos de mí de nuevo, casi hace que me vuelva loca.
—Bien… —la expresión de Irene suena como un susurro
antes de perderse entre los labios de Bárbara, que la agarra por
las nalgas y con algo de esfuerzo y mucha destreza, la levanta y
se la lleva hasta su habitación dispuesta a sellar su trato entre
las sábanas.
Epílogo

Cuatro meses después


Irene siente que se ahoga. Tiene a Bárbara encima de su
cuerpo, con una mano le da tanto placer que su cuerpo se ha
tensado y de su boca solo quieren salir gemidos, pero apenas
salen resoplidos y sonidos extraños porque la churrera le está
tapando la boca con la otra mano para que Lito, que duerme en
la habitación contigua, no la escuche.
—Contrólate, cariño —sonríe Bárbara, mirándola con
regocijo mientras continúa con su tarea.
A Irene se le van a salir los ojos de las cuencas, quiere
decirle que, si no quiere que grite, no puede follarla de esa
manera a esas horas de la mañana, pero, en su lugar, se limita
a cerrar los ojos con fuerza y aguantar los últimos coletazos del
orgasmo hasta que su cuerpo queda completamente rendido y
relajado.
—Quita —dice apartando la mano de Bárbara de su boca.
A las dos les entra la risa.
—Perdona, pero me tenía que asegurar, yo creo que
podemos dar por buena la reforma —dice Bárbara.
A Irene le entregaron las llaves hace apenas dos semanas.
Ha reformado por completo la casa de sus padres, tirando varios
tabiques que le han permitido ampliar la cocina sacrificando una
habitación. Ahora tiene justo lo que le gusta, una cocina grande
con una pequeña isla, un salón acogedor, dos habitaciones y un
pequeño despacho donde antes estaba el segundo baño de la
vivienda.
Bárbara y Marta la ayudaron a limpiar cuando los obreros
terminaron y esa noche salieron a celebrarlo con una
interminable ronda de cervezas que les provocó una resaca
monumental al día siguiente.
Esa misma semana, Irene le pidió a Bárbara que la
acompañase a elegir los muebles, puesto que decidió no
conservar nada de su vida anterior y lo único que tenía era una
casa completamente vacía. Para entonces, su relación se había
ido afianzando casi sin que se dieran cuenta. Bárbara pasaba
muchas noches con ella y poco a poco había ido mentalizando a
Lito hasta que el niño entendió que entre su madre y la doctora
había mucho más que una relación de amistad.
Empezaron porque Irene los acompañase algunas mañanas
al colegio y, al final, se ganó con tanta facilidad la confianza de
Lito, que ahora es ella la que lo recoge por las tardes para que
Bárbara no tenga que salir de la churrería.
—Este parece cómodo —dijo Bárbara cuando estaban
eligiendo el colchón.
Se había sentado en el de muestra y se dejó caer de
espaldas mientras miraba a Irene con gesto divertido. Irene se
sentó a su lado e imitó su posición, ladeando la cabeza para
mirarla mientras el dependiente, algo incómodo, les decía que
iba a atender a otros clientes mientras se decidían.
—Así que este te gusta —dijo Irene.
—Ajá.
—Muy bien. ¿Medida estándar o cogemos el de dos por dos?
—preguntó la doctora.
—¿Cogemos? —Bárbara entornó los ojos intentando fingir
que estaba sorprendida, pero los labios se le estiraban en una
sonrisa ancha que no podía disimular.
—Bueno, tarde o temprano tendrás que irte de casa de tus
padres, ¿no? Que ya tienes una edad…
Bárbara soltó una risotada.
—¿Me estás proponiendo algo, Irene?
—Qué va, solo pienso en voz alta.
—Muy bien, ¿y qué más piensas?
Bárbara se incorporó y tiró de la doctora para que lo hiciera
con ella hasta que ambas se pusieron de pie frente al colchón.
—Pienso que el día que decidas hacerlo, a lo mejor prefieres
venirte con Lito a mi casa. Hay una habitación vacía que
podemos decorar como a él le guste.
—Así que eso es lo que piensas —Irene estaba tan nerviosa
como roja de vergüenza.
Bárbara la abrazó por la cintura y le dio un beso en la
mejilla.
—Pues me gusta mucho tu manera de pensar.
No tuvieron que hablar mucho más sobre el tema, en las
dos semanas que tardaron en terminar de comprar todo lo que
hacía falta, Bárbara mentalizó a Lito y se mudaron los tres
juntos. Esta ha sido la primera noche que han dormido en ella.
—¿Cómo sabes que no se ha despertado? —pregunta Irene,
todavía jadeante, mirando hacia la puerta con el corazón
desbocado.
—Porque ya me estaría llamando, así que relájate, porque
me tienes ardiendo y como no me sacies me vas a tener de muy
mal humor todo el día —suelta Bárbara.
Irene se ríe y, antes de que Bárbara pueda protestar, ya la
está besando mientras se tumba sobre ella.

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