Don Quijote y La Aventura de Los Galeotes 7°

Descargar como pdf o txt
Descargar como pdf o txt
Está en la página 1de 4

Don Quijote y la aventura de los galeotes

La aventura de Don Quijote y los galeotes

Avanzaban Don Quijote y Sancho por un camino, justo después de conseguir el caballero
andante su particular yelmo dorado, cuando el escudero divisó a lo lejos un grupo de una
docena de hombres encadenados por manos y pies. Iban flanqueados por dos hombres a
caballo, ambos armados con escopetas, y dos hombres a pie provistos de espada.
– A fe mía que es una cadena de galeotes, Señor, que van a galeras bajo mandato real- dijo
Sancho Panza.
– ¿Gente forzada? ¿Es posible que el rey fuerce a nadie? - preguntó extrañado Don Quijote.
– Bueno, es una condena por sus delitos. Deben trabajar para el rey.
– Pero no van por voluntad propia.
– No, eso no…
– Pues aquí entra mi labor, Sancho, que no es otra que socorrer a los miserables.
– Pero debería advertir vuestra merced que la justicia que obedece al rey no hace agravio a
esta gente, sino que los castiga por sus delitos.
Llegaron los galeotes hasta donde estaban ellos y se acercó Don Quijote a uno de los guardias
que iba a caballo:
– Si me lo permite, me gustaría saber por qué delitos se conduce a estos hombres a galeras.
– Señor, son galeotes y es orden del rey. No hace falta saber más.
– Insisto, que debería saber qué delito cometió cada uno de ellos.
– Lo apuntamos, sí señor, pero no tenemos tiempo ahora de ponernos a buscar. Será mejor
que le pregunte a cada uno qué hicieron.

Los delitos de los galeotes


Don Quijote se acercó entonces al primero de ellos, y ante la pregunta sobre su delito,
respondió:
– Pues a mí me condenaron por enamorado.
– ¿Por enamorado dices? Entonces debería estar yo en galeras hace tiempo…
– Ya, bueno… no es esa clase de amor. Más bien mi enamoramiento fue con una cesta de
ropa limpia que no soltaba, a pesar de tener varios guardias detrás persiguiéndome. Al final,
por resistirme, me condenaron a tres años de galeras.
– ¿Y ese tan melancólico que tienes detrás, qué hizo?
– Ah, ese está aquí por cantor y músico.
– ¿También por cantar se sufre una pena? Pero si bien es sabido que aquel que canta, sus
males espantan…
– Bueno, pues en este caso cantar en el ansia conlleva una pena de galeras…
En esto que lo estaba oyendo uno de los guardias, y aclaró aquella situación:
– Permítame que le explique que para estos malhechores ‘cantar en el ansia’ significa
confesar el delito en la tortura. Y este hombre confesó que era cuatrero, un ladrón de alto
rango, y fue condenado a doscientos azotes y seis años de galeras. Está así de melancólico
porque al confesar, el resto de ladrones que aquí van con él, le maltratan por haber confesado
sus fechorías.
Y siguió Don Quijote preguntado a los presos. Uno de ellos, anciano ya, de larga barba
blanca, había sido condenado por hechicero y alcahuete. Otro más joven, por burlarse de unas
damas. Dos de ellas, primas hermanas. Y al final de la larga fila se fijó Don Quijote en un
hombre de unos treinta años, que llevaba más cadenas y argollas él solo que todos los demás.
– ¿Y este hombre, por qué lleva tantas prisiones? - preguntó Don Quijote.
– Porque él solo ha cometido más delitos que el resto de sus compañeros juntos, y porque ni
con todas estas pesadas cadenas estamos seguros de que no se nos escape… Diez años de
galera lleva, que es como la pena de muerte. Pues no es otro que el famoso Ginés de
Pasamonte, conocido como Ginesillo de Parapilla.
La decisión de Don Quijote respecto a los galeotes
– Señor comisario- dijo entonces el delincuente- No es momento de motes y sobrenombres.
Yo soy Ginés de Pasamonte, que es mi alcurnia, nada de Ginesillo y mucho menos de
Parapilla.
– ¿Acaso no es como te llaman?
– Sí, me llaman, pero se las verán conmigo. Y usted, señor- dijo refiriéndose a Don Quijote-
Si ha de hacer algo, hágalo ya, y si no, déjenos, que ya está bien de preguntar tanto por
nuestras vidas, que la mía está escrita por estos pulgares.
– Eso que dice es verdad– dijo el comisario- Que él mismo dejó escrita su vida en prisión.
Un libro dejó allí con toda su historia… ¡ y lo vende por doscientos reales!
– Más bien debería costar 200 ducados- protestó el preso.
– ¿Tan bueno es?- preguntó Don Quijote.
– Tan bueno, que ya puede temblar el Lazarillo de Tormes…
– ¿Y cómo se llama?
– La vida de Ginés de Pasamonte.
– ¿Y está acabado?
– ¿Cómo lo va a estar si no está acabada mi vida? Ya tendré tiempo cuando vuelva de nuevo
de galeras.
– ¿Ya estuviste antes?
– Vaya que sí, cuatro años…
Don Quijote entonces dijo a todos los allí presentes:
– Escuchadas vuestras historias me doy cuenta de que no vais a galeras con mucha ilusión,
más bien ninguna. Y he de hacer uso de esta virtud que me fue concedida como caballero
andante, y obedecer el juramento que hice. Por eso, pido a los guardias que os dejen libres,
ya que los hombres no deberían ser los que juzguen, sino Dios, y Él lo hará a su debido
tiempo. Si no dejan libres por propia iniciativa a estos hombres, deben saber los guardias que
los escoltan que me veré obligado a utilizar la lanza.

La fuga de los galeotes


– ¿Será majadero?- dijo uno de los guardias- ¿No dice que dejemos ir a los que deben pagar
sus pecados ante el rey en galeras? ¡Ni que tuviéramos nosotros la potestad de hacer eso!
Siga adelante su camino, vuestra merced, y enderécese bien ese ‘orinal’ que lleva en la
cabeza.
Se enfadó hasta tal punto Don Quijote, que arremetió con su lanza al guardia. El resto se
quedó al principio atónito, hasta que todos reaccionaron y comenzó la batalla. Guardias,
espada en mano, alguno con escopeta, y Don Quijote con su lanza.
Por su parte, los galeotes aprovecharon la revuelta para soltar sus cadenas. El primero, con
ayuda de Sancho, Ginés de Pasamonte. Entre todos y a pedradas se deshicieron de sus
guardianes y corrieron escapando de ellos.
Ya bien lejos, Sancho alertó a su amo:
– Señor, deberíamos escondernos en la sierra. Estos delincuentes no tardarán en contar lo
sucedido y podemos ser perseguidos…
Don Quijote estuvo de acuerdo, pero antes, se dirigió a los presos:
– No deben olvidar el valor de la gratitud, y en pago por haberles librado de las cadenas, les
pido que se dirijan a la ciudad del Toboso y busquen a la gran Dulcinea del Toboso para
contarles cómo libró su Caballero de la triste figura esta aventura.
– Aquello que nos pide es como pedirle peras al olmo- dijo entonces Ginés de Pasamonte-
Porque vuestra merced entenderá que no podemos ir a ningún sitio juntos, ni a ningún lugar
conocido separados, porque nos andarán buscando por ser fugitivos. Lo que podemos hacer
es rezar por su Dulcinea del Toboso alguna avemaría.
– ¡Seréis cretinos! ¡Pues irás tú solo, Ginesillo de Parapilla!
El preso, que ya se había dado cuenta de que Don Quijote no estaba muy cuerdo, se reunió
con el resto de presos un momento y comenzaron a tirarle piedras a Don Quijote. Sancho
pudo protegerse tras su asno. Pero una nube de enormes piedras cayó sobre Don Quijote y
Rocinante. Ambos terminaron cayendo al suelo.
Uno de los ladrones se acercó al caballero andante y le golpeó con la bacía de la cabeza. Y
otro de los galeotes le quitó el gabán a Sancho, dejándolo en camisa. Malherido y humillado,
Don Quijote, solo se quejaba de haber sido apaleado por aquellos a los que tanto bien hizo.
– Siempre, Sancho, he oído decir, que el hacer bien a villanos es echar agua en la mar. Si te
hubiera escuchado antes… pero ya está hecho. Paciencia, y escarmentar.
© ‘La aventura de Don Quijote y los galeotes’ – Adaptación escrita por Estefanía Esteban.

También podría gustarte