La Princesa Rana
La Princesa Rana
La Princesa Rana
(1855-1863)
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Prof. Euler Garay
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La princesa rana
Había una vez un rey que tenía tres hijos. Cuando los príncipes se hicieron
mayores, su padre los reunió y les dijo:
- Mis queridos hijos, quisiera que cada uno de ustedes se casara. Deseo tener
nietos que endulcen mi vejez.
– Si es así, padre, danos tu bendición –le respondieron los príncipes–. ¿Con
quién debemos casarnos?
– Cada uno tomará una flecha –les explicó el rey–. Saldrán al campo y
dispararán. Allí donde caiga la flecha, encontrarán su suerte.
Los hijos hicieron una profunda reverencia ante el rey, tomaron cada uno una
flecha, salieron al campo, tensaron sus arcos y dispararon.
La flecha del hermano menor, el príncipe Iván, ascendió muy alto y se perdió
de vista. El joven fue a buscarla, y luego de andar y andar sin descanso, llegó a un
pantano. Allí, sobre una hoja de nenúfar, había una rana y a su lado estaba la flecha.
Al día siguiente se celebraron las tres bodas: la del príncipe Nikolai con la
hija del noble, la del príncipe Alexei con la hija del mercader y la del príncipe Iván
con la ranita.
– Quisiera conocer las habilidades de sus mujeres. Para mañana, cada una
debe hacerme una camisa.
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– ¿Por qué estás tan cabizbajo, príncipe Iván? –le preguntó–. ¿Qué pena
oprime tu corazón?
– Mi padre ha ordenado que le hagas una camisa para mañana.
– No te preocupes, príncipe Iván. Acuéstate y duerme tranquilo, que mañana
será otro día.
Cuando el príncipe Iván se durmió, la ranita saltó hasta una de las torres del
palacio, se despojó de su piel y se convirtió en Basilisa la Sabia. Era tan bella que ni
en los cuentos había otra igual.
Lleno de alegría, el príncipe Iván fue a ver a su padre. El rey recibió los regalos de
los tres hermanos.
El príncipe Nikolai desenvolvió la camisa que traía. Cuando el rey la vio, dijo:
Llegó entonces el turno del príncipe Iván. La camisa que mostró al rey era
una prenda de seda con bellos bordados en oro y plata.
– Debemos tener cuidado con la mujer de Iván. No es una rana sino una bruja.
Unos días más tarde, el rey volvió a llamar a sus hijos y les pidió:
– Quiero que para mañana sus mujeres me horneen un pan. Me gustaría saber
cuál de ellas cocina mejor.
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Por eso, preparó la masa y la echó por un agujero que había en lo alto del
horno.
La criada corrió a contar lo que había visto y las mujeres de los príncipes
hicieron exactamente lo que había hecho la ranita.
Cuando el príncipe Iván se despertó, el pan ya estaba sobre la mesa. Era una
hogaza bordeada con arabescos y coronada por una ciudad con sus murallas.
El rey puso cara de disgusto al ver los panes que traían los hermanos
mayores. Sus mujeres habían vertido la masa en el lugar incorrecto del horno y el
pan había quedado requemado y duro. El rey ordenó que se lo dieran a los cerdos.
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Así lo hizo el príncipe. Al verlo llegar solo, sus hermanos, cuyas mujeres
lucían hermosos trajes y tocados elegantes, se burlaron de él.
El rey, sus hijos, las mujeres y los invitados se ubicaron en las engalanadas
mesas y dio comienzo el banquete. De pronto, el sonido de un trueno estremeció a
todos. El príncipe Iván los tranquilizó:
Ante la puerta del palacio real se detuvo un magnífico carruaje tirado por seis
caballos blancos. De su interior descendió Basilisa la Sabia, vestida con un traje
color de cielo cuajado de estrellas de plata. Sobre su pelo lucía la luna clara. Estaba
tan bonita que no parecía real. El príncipe Iván le ofreció su brazo y juntos se
dirigieron a ocupar su sitio en la mesa.
Mientras tanto, el príncipe Iván abandonó el baile sin que nadie lo viera,
corrió a su habitación, encontró allí la piel de la rana y la arrojó al fuego.
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Basilisa la Sabia regresó del baile y vio que la piel había desaparecido. Se
dejó caer sobre un taburete y habló al príncipe con infinita tristeza.
– ¡Ay, príncipe Iván! ¿Qué has hecho? Si hubieras esperado tan sólo tres días
más, me hubiera quedado contigo para siempre. Ahora tendremos que
separarnos. Búscame en el fin del mundo, en el rincón más apartado de la
tierra, en los dominios de Koschei el Inmortal...
Nadie sabe cuánto anduvo, pero sus botas perdieron las suelas, su ropa se
hizo jirones y su gorro se despedazó por las lluvias. Un día, mientras avanzaba por
un estrecho sendero se encontró con un anciano.
– ¡Buenos días, galán! –lo saludó el hombre. ¿A dónde quieres llegar por este
camino?
– ¡Ay, príncipe Iván! –se lamentó el anciano–. ¿Por qué se te ocurriría quemar
la piel de la ranita? No se la habías puesto tú y no eras tú quien debía
quitársela.
Basilisa la Sabia nació muy inteligente y con el paso del tiempo superó a su
padre en sabiduría. Temeroso por el poder que pudiera alcanzar, él la condenó a
vivir tres años transformada en rana. En fin, lo hecho, hecho está. Toma este ovillo
y síguelo sin temor. Cada paso que avances te acercará a tu mujer.
El príncipe Iván dio las gracias al anciano y echó a andar tras el ovillo.
Mientras atravesaba un bosque vio salir un oso de la espesura. El príncipe aprestó
su arco con intención de dispararle, pero el oso le habló con voz humana.
– No me mates, príncipe Iván –le rogó–. Algún día te prestaré un buen servicio.
– No me mates, príncipe Iván –le rogó–. Algún día te prestaré un buen servicio.
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el príncipe aprestó el arco, dispuesto a dispararle, pero la liebre le habló con voz
humana.
– No me mates, príncipe Iván –le rogó–. Algún día te prestaré un buen servicio.
– Compadécete de mí, príncipe Iván –le rogó el pez con gran dificultad–.
Devuélveme al mar azul.
– ¿Qué te trae por aquí, galán? –preguntó la bruja–. ¿Vas en busca de tu destino
o huyes de él sin tino?
– Antes de ponerte a preguntar, vieja bruja –replicó sin temor el príncipe–,
deberías prepararme un baño y darme de comer y beber.
La bruja Yagá Pata de Palo preparó el baño para el príncipe, le sirvió una
comida y tendió la cama para que se acostase a descansar. Antes de dormirse, el
príncipe Iván le contó que iba en busca de su mujer, Basilisa la Sabia.
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El príncipe Iván vio todo desde la orilla y estalló en llanto. ¿Cómo iba a
encontrar el huevo en el fondo del mar? Un rato después vio que nadaba hacia él un
arenque con el huevo en la boca. El príncipe partió el huevo, sacó la aguja e intentó
romperle la punta. Mientras tanto, Koschei el Inmortal se re torcía y gemía. El
príncipe empleó toda su fuerza y logró por fin romper la aguja. Koschei exhaló su
último suspiro.
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