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TELCEL fe >.

UNEFON 3:53 n S

IMA Exploraria biblioteca Conozca más Y

121. Los primeros niños que vieron el promontorio [EJ oscuro y sigiloso
que se acercaba por el mar, se hicieron la ilusión de que era un
barco enemigo. Después vieron que no llevaba banderas ni
arboladura, y pensaron que fuera una ballena. Pero cuando quedó
varado en la playa le quitaron los matorrales de sargazos, [EJ los
filamentos de medusas y los restos de cardúmenes y naufragios que
llevaba encima, y sólo entonces descubrieron que era un ahogado.

Habían jugado con él toda la tarde, enterrándolo y desenterrándolo


en la arena, cuando alguien los vio por casualidad y dio la voz de
alarma en el pueblo. Los hombres que lo cargaron hasta la casa más
próxima notaron que pesaba más que todos los muertos conocidos,
casi tanto como un caballo, y se dijeron que tal vez había estado
demasiado tiempo a la deriva y el agua se le había metido dentro de
los huesos. Cuando lo tendieron en el suelo vieron que había sido
mucho más grande que todos los hombres, pues apenas si cabía en
la casa, pero pensaron que tal vez la facultad de seguir creciendo
después de la muerte estaba en la naturaleza de ciertos ahogados. Tenía el olor del
mar, y sólo la forma permitía suponer que
era el cadáver de un ser humano, porque su piel estaba revestida de una coraza de
rémora[E] y de lodo

San Blas Islands - Panama photo made by rouichi /

switzerland de Azzedine Rouichi utilizada bajo licencia


CCO,

No tuvieron que limpiarle la cara para saber que era un muerto ajeno. El pueblo
tenía apenas unas veinte casas de tablas, con
patios de piedras sin flores, desperdigadas en el extremo de un cabo desértico. La
tierra era tan escasa, que las madres
andaban siempre con el temor de que el viento se llevara a los niños, y a los
muertos que les iban causando los años tenían que
tirarlos en los acantilados. Pero el mar era manso y pródigo, y todos los hombres
cabían en siete botes. Así que cuando se
encontraron el ahogado les bastó con mirarse los unos a los otros para darse cuenta
de que estaban completos.

Aquella noche no salieron a trabajar en el mar. Mientras los hombres averiguaban


sino faltaba alguien en los pueblos vecinos,
las mujeres se quedaron cuidando al ahogado. Le quitaron el lodo con tapones de
esparto, EJ le desenredaron del cabello los
abrojos submarinos y le rasparon la rémora con fierros de desescamar pescados. A
medida que lo hacían, notaron que su
vegetación era de océanos remotos y de aguas profundas, y que sus ropas estaban en
piltrafas, E] como si hubiera navegado
por entre laberintos de corales. Notaron también que sobrellevaba la muerte con
altivez, [EJ pues no tenía el semblante
solitario de los otros ahogados del mar, ni tampoco la catadura[EJ sórdida y
menesterosa[E] de los ahogados fluviales. Pero
solamente cuando acabaron de limpiarlo tuvieron conciencia de la clase de hombre
que era, y entonces se quedaron sin
aliento. No sólo era el más alto, el más fuerte, el más viril y el mejor armado que
habían visto jamás, sino que todavía cuando lo
estaban viendo no les cabía en la imaginación.

[8] No encontraron en el pueblo una cama bastante grande para tenderlo ni una mesa
bastante sólida para velarlo. No le vinieron
los pantalones de fiesta de los hombres más altos, ni las camisas dominicales de
los más corpulentos, ni los zapatos del mejor
plantado. Fascinadas por su desproporción y su hermosura, las mujeres decidieron
entonces hacerle unos pantalones con un
pedazo de vela cangreja, y una camisa de bramante de novia, para que pudiera
continuar su muerte con dignidad. Mientras
cosían sentadas en círculo, contemplando el cadáver entre puntada y puntada, les
parecía que el viento no había sido nunca tan
tenazni el Caribe había estado nunca tan ansioso como aquella noche, y suponían que
esos cambios tenían algo que ver con el
muerto. Pensaban que si aquel hombre magnífico hubiera vivido en el pueblo, su casa
habría tenido las puertas más anchas, el
techo más alto y el piso más firme, y el bastidor de su cama habría sido de
cuadernas maestras con pernos de hierro, y su mujer
habría sido la más feliz. Pensaban que habría tenido tanta autoridad que hubiera
sacado los peces del mar con sólo llamarlos
por sus nombres, y habría puesto tanto empeño en el trabajo que hubiera hecho
brotar manantiales de entre las piedras más
áridas y hubiera podido sembrar flores en los acantilados. Lo compararon en secreto
con sus propios hombres, pensando que
no serían capaces de hacer en toda una vida lo que aquél era capaz de hacer en una
noche, y terminaron por repudiarlos en el
fondo de sus corazones como los seres más escuálidos y mezquinos de la tierra.
Andaban extraviadas por esos dédalos de
fantasía, cuando la más vieja de las mujeres, que por ser la más vieja había
contemplado al ahogado con menos pasión que
compasión, suspiró

—Tiene cara de llamarse Esteban.

Era verdad. A la mayoría le bastó con mirarlo otra vez para comprender que no podía
tener otro nombre. Las más porfiadas,
que eran las más jóvenes, se mantuvieron con la ilusión de que al ponerle la ropa,
tendido entre flores y con unos zapatos de
charol, pudiera llamarse Lautaro. Pero fue una ilusión vana. El lienzo resultó
escaso, los pantalones mal cortados y peor cosidos
le quedaron estrechos, y las fuerzas ocultas de su corazón hacían saltar los
botones de la camisa. Después de la media noche se
adelgazaron los silbidos del viento y el mar cayó en el sopor [E] del miércoles. El
silencio acabó con las últimas dudas: era
Esteban. Las mujeres que lo habían vestido, las que lo habían peinado, las que le
habían cortado las uñas y raspado la barba no
pudieron reprimir un estremecimiento de compasión cuando tuvieron que resignarse a
dejarlo tirado por los suelos. Fue
entonces cuando comprendieron cuánto debió haber sido de infeliz con aquel cuerpo
descomunal, si hasta después de muerto
le estorbaba. Lo vieron condenado en vida a pasar de medio lado por las puertas, a
descalabrarse [EJ con los travesaños, a
permanecer de pie en las visitas sin saber qué hacer con sus tiernas y rosadas
manos de buey de mar, mientras la dueña de casa
buscaba la silla más resistente y le suplicaba muerta de miedo siéntese aquí
Esteban, hágame el favor, y él recostado contra las
paredes, sonriendo, no se preocupe señora, así estoy bien, con los talones en carne
viva y las espaldas escaldadas de tanto
repetir lo mismo en todas las visitas, no se preocupe señora, así estoy bien, sólo
para no pasar vergilenza de desbaratar la silla,
y acaso sin haber sabido nunca que quienes le decían no te vayas Esteban, espérate
siquiera hasta que hierva el café, eran los
mismos que después susurraban ya se fue el bobo grande, qué bueno, ya se fue el
tonto hermoso. Esto pensaban las mujeres
frente al cadáver un poco antes del amanecer. Más tarde, cuando le taparon la cara
con un pañuelo para que no le molestara la
luz, lo vieron tan muerto para siempre, tan indefenso, tan parecido a sus hombres,
que se les abrieron las primeras grietas de
lágrimas en el corazón. Fue una de las más jóvenes la que empezó a sollozar. Las
otras, asentándose entre sí, pasaron de los
suspiros a los lamentos, y mientras más sollozaban más deseos sentían de llorar,
porque el ahogado se les iba volviendo cada
vez más Esteban, hasta que lo lloraron tanto que fue el hombre más desvalido[EgJ de
la tierra, el más manso y el más servicial, el
pobre Esteban. Así que cuando los hombres volvieron con la noticia de que el
ahogado no era tampoco de los pueblos vecinos,
ellas sintieron un vacío de júbilo entre las lágrimas.(+3)

— ¡Bendito sea Dios —suspiraron—: es nuestro!

A AAA

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