Betty

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BETTY RUTLEDGE

17 BATTERY PLACE

BRONSVILLE, U. S. A.

Esto era cada jueves de la semana, cuando el avión dejaba caer la correspondencia sobre el reducto del
destacamento. Para Harry Livermore, Betty Rutledge, aun con estar tan lejos, seguía siendo la
compañera de sus horas grises. ¡Y cómo no! Sólo el exceso de producción, al que pronto debía seguir un
paro febril conjuntamente con un invierno rigurosísimo, empujaron su resolución por los caminos de la
aventura. Y a fe que la tal aventura resultaba peligrosa.

Todavía recordaba a Betty en la estación, siguiendo el tren lleno de bultos kaky, con sus ojos bonitos. Al
despedirse, ella le había besado el mentón, dejándoselo embadurnado con su billet barato. Harry habría
querido llevar ese amoroso estigma por toda la vida, si no hubiera sido que ahí no más, Billy Harding se
lo había quitado de una manotada en contestación a una protesta suya cuando Billy, camorrista y cínico,
dijo un comentario pesado sobre la muchacha.

Cuando Harry la perdió de vista, —vestida toda de blanco, ella bien pronto llegó a ser en la lejanía como
un pañuelo— sintió algo extraño en su corazón, y comprendiendo que era un llanto seco, sin lágrimas,
sacó la cabeza por la ventanilla para que el humo de la máquina estimulara sus funciones lagrimales.

¿Cuánto tiempo hacía de eso? Setenta años, evidentemente. A ver... Como que Betty llevaba la cuenta:

“Queridísimo Harry:

Estoy contenta con una gran noticia: parece que toda la flota del Atlántico vendrá frente a San
Francisco para efectuar las maniobras anuales de la marina. Pero no es esto todo: por aquí se asegura
que la defensa del puerto estará a cargo del ejército y que al efecto, los soldados del 5.º regimiento
que hayan prestado servicio de dos años en esa “isla”, serán llamados, pues aquí se les considera muy
útiles dado el entrenamiento que tienen contra esos salvajes. Pero no es eso todo: el Secretario de
Marina hace saber que los alistados que en Nicaragua se distinguen en acciones de guerra contra esos
antropófagos, gozarán de transferimiento permanente a cualquiera de nuestras bases, aunque, como
tú, tengan solamente siete meses. Así, yo sé que harás lo posible por volver. Y aunque seguramente
ya tú lo sabes, ya quiero contártelo:

Sharkey le ganó a Schemeling. Gary Cooper se rompió una pierna filmando “Hombres de Acero”, y
yo te amo estrechamente. —BETTY”.
¿Volver? Rio él amargamente con risa de sulfato. Cualquiera pensaría en ello en semejante situación. El
caso era que de las siete patrullas de reconocimiento, enviadas para aflojar el cerco, sólo dos habían
regresado milagrosamente escapadas, y eso, con una noticia por demás desconsoladora: los ríos salidos
de madre dentro de una dilatada circunvalación hacían impracticable cualquier intento de éxodo hacia
el sur. Y esta situación duraba casi un mes. Verdad era que los aviones llenaban parte de su cometido
suministrando dos veces por semana algunos víveres y correspondencia; pero esto solamente conseguía
arreciar aún más las nostalgias por el lejano hogar. La otra parte de la empresa hacíase más que difícil
para los aviadores. Venía a ser como imposible librar la fortaleza de un enemigo que a la hora oportuna
podía concentrarse con velocidad increíble; pero que a tiempo de sufrir el ametrallamiento aéreo, sabía
pulverizarse entre la yerba, contra los bosques, más allá de los ribazos. Dos aviones corsarios habían
quedado fuera de combate: el primero, al intentar un aterrizaje de acuerdo con los sitiados y protegidos
por una batería de lanza bombas. Al otro lo habían bajado del aire como una gaviota. Desde el torreón
donde montaba guardia, el marino podía distinguir lo que antes fuera un instrumento de rapidez y
gracia, convertido en un laberinto de hierros retorcidos.

¿Volver? Otra vez el marino se tornó melancólico. Recordó la casita blanca de Illinois y al viejo Livermore
atareado en su huerto de manzanos. A Betty frente al micrófono de una casa anunciadora... y hasta a
Billy Harding.

La escalera del seguro piso crugió. Fue levantada la trampa y entró Leverton, armado hasta los dientes.

—Vengo a sacarte, Harry —anunció cansadamente.

—¿Reportes? —inquirió él, ansioso.

El otro barbotó una injuria y lo miró con ferocidad.

—¡Imbécil! En balde tomaste parte en la alarma, anoche.

—Sí, ¿y qué? Pues que hasta ahora observamos el resultado. La cuerda del mástil ha sido rota a tiros.
Estamos sin radio. ¡Incomunicados! Y que Welles siga creyendo que estos greassers tiran mal. Él mismo,
para sostener su dicho ante el Comandante, subió esta mañana; pero tuvo que bajar con un codo
deshecho. Y, si tú quieres probar, habla con el Comprobante.

... “en acciones de guerra contra esos antropófagos gozarán de transferimiento permanente a
cualquiera de nuestras bases; aunque como tú, tengan solamente siete meses. Así, yo sé que harás lo
posible por volver”.

Ahora, el fragmento invitador de la carta de Betty colaboraba con el ansia suprema de su vida: ¡volver!...

Ingresaría a Hornsville en el tren de las 10 a. m., y se apostaría frente a la estación anunciadora, para
esperarla cuando ella saliera a tomar una sopa de espárragos al restaurant.

—¡Oh, Betty, Betty! ¡Aquí estoy!

Y ella se precipitaría entre sus brazos, allí, frente a los transeúntes asombrados y le diría:
—Sí, Harry. Ya sabía que vendrías.

Y otra vez lo habría de besar en el mentón, como el día de la despedida.

—Oí decir —comentó Harry Livermore ante el sargento de guardia de ese día— que dos de las
ametralladoras estuvieron anoche paradas por falta de agua.

—Y así han de seguir. Ya sabes que estamos incomunicados. Por lo tanto, hoy que necesitamos de agua
los pilotos bajarán sardinas; mañana papel de inodoro; pasado... Vas a ver, muchacho; pasado mañana,
cruces y flores.

—No ha de ocurrir eso —afirmó él con seguridad. Y agregó con voz decidida: Reporte al Comandante
que esta noche bajaré al río; es decir, que tendremos agua para “ellas”.

Declinaba el sol. Declinaba también, sobre el mástil, la bandera de los Estados Unidos con los honores
de ordenanza, y a Harry no le conmovió aquella concurrencia de caídas, que pudieron hacerle presentir
la de su propio cuerpo junto a las aguas romanceras del río.

Esperó media hora a que oscureciera. Le dieron recipientes de goma que cabían perfectamente en los
bolsillos. La vuelta ya sería otra cosa: cinco galones. El Comandante le tendió la mano:

—Adiós, Harry. Le ordenó: no se arriesgue mucho y vuelva pronto.

Pero, antes, él quiso ver a Billy Harding. Le sucedía lo que a dos viajeros de un mismo tren: un incidente
cualquiera de la charla provoca la discrepancia momentáneamente; pero al término del viaje ambos han
simpatizado y se despiden.

Para Harry, la estación terminal de la vida llegaba, y abrazó a Billy.

A medida que se enterraba en la semioscuridad sentía el imperio instintivo de encogerse, de reducir su


humanidad al mínimum de la exposición geométrica. Él, que venía con la nostalgia de las colosales
iluminaciones yankis, buscaba el regazo suave de las sombras.

Crujieron algunas zarzas. Estuvo agazapado dos minutos. Él veía ansiosamente la fosforescencia lívida de
su reloj pulsera. Dentro de una hora, la luna bañaría todo el agro. Se le estrujaban los riñones
terriblemente. El rumor del follaje, estremecido por la brisa nocturna, le reveló la proximidad del
bosque. Detrás cantaba el río. Bajo la arboleda, la visión era más difícil.

Hizo un avance rápido pero silencioso. No obstante, las arenas crujían. Reinició el arrastre; pero una voz
le dejó clavado en su sitio. Una voz que barrenaba en las sombras.

—¿Quién vive?

La hoja de su cuchillo cazador salió suavemente. Su automática permanecería enfundada para cuando
llegara el instante de jugarse el todo por el todo. A un yanky, y a un marino especialmente, le choca
recurrir al arma blanca. Harry encontraba mucha diferencia entre suprimir a un hombre de una
cuchillada y aniquilarlo de un balazo. El cuchillo, en efecto, hace de alambre conductor entre la vida que
triunfa y la otra que se extingue. El contraste debía ser repugnante.

Las manecillas del reloj, como mazos descomunales, empezaron un furioso golpear sobre la placa de
resonancias del silencio. Hacía eco el corazón, con ronco redoble de tambor.

—¡Callad, malditos! —rabió él.

—“No se arriesgue Ud. mucho” —habíale dicho el Comandante. Sin embargo, el dulce requerimiento de
Betty le sonaba irresistible: “... yo sé que harás lo posible por volver”.

Y votó con Betty.

Continuó deslizándose con infinitas precauciones. De pronto, del otro lado de la sombra, emergió una
forma. Sintió que se le venía encima...

Él brincó. Sus manos de luchador agarraron instintivamente una garganta que al pronto cedió bajo el
choque. Harry era fuerte como un marrano; pero el adversario se le escurría con aglutinamientos
invertebrados. Rodaron sobre la hierba, hundiéndose en la corriente, contra las piedras. Los gritos
sordos del otro confundíanse con el rumor del agua.

Harry logró ponerlo debajo, levantó el cuchillo y lo dejó caer; pero la hoja se partió al dar contra los
guijarros. Entonces, apretó sus tenazas sobre el cuello del otro, que perdía fuerzas visiblemente. Harry lo
ahogaba, sumergiéndolo. El cuerpo se aflojó al fin, y fue rodando a merced de la corriente.

El marino llenó precipitadamente las bolsas y emprendió la retirada. Había perdido el bajadero y no era
fácil orientarse; pero sin perder tiempo, siguió a su derecha el curso contrario del río. Tocó tierra seca.
Agarrado de unas raíces, se izó hasta una meseta. La fortaleza emergió en el horizonte, confusamente,
metida en neblina, como un viejo castillo. Afirmó las piernas y arrancó hacia allá. Inmediatamente cayó
maniatado por unas lianas. Al reponerse, le gritaron casi a su lado:

—¿Quién vive?

¡Cristo! Estaba descubierto. Cogió el revólver. Una detonación llenó la noche cuando él siguió corriendo.
Algo húmedo le bajaba por la espalda. ¿Estaría herido?

Su carga desminuía y pensó que uno de los recipientes había sido agujereado. Detrás de él lo
perseguidores eran ya muchos, y una docena de rifles ladraba venenosamente. Sentíase mareado. Debía
ser el hígado, que venía molestándolo desde hacía algunos días. El cirujano le había prohibido los
ejercicios violentos. El hígado, el hígado...

Dichosamente, ya llegaba. Pero sus piernas temblaron, inútiles. Las luces de la fortaleza parpadearon en
maliciosos guiños y todas las cosas a su alrededor atacaron un chárleston endiablado. Ya sólo tuvo una
conciencia claudicante de su yo resbalándose torpemente a través del tiempo. Manos expertas que
investigaban el pecho adolorido, envuelto en sábanas blanquísimas. Olor incisivo de antisépticos, y
mujeres que levitaban silenciosas, silenciosas. ¿Qué más? Encima suyo, soles circulares y una amplia luz
cegadora.

Después, los nombres de muchos lugares que apenas podía comprender: Corinto, Balboa, etc. Otra vez
sábanas blancas, hasta que, al fin, después de miles y miles de horas todas parecidas, un nombre, un
nombre adorado que era para él la clave de todo aquello: Illinois.

Una muchacha verdaderamente bonita salía en aquellos instantes de la gran casa anunciadora, en
Hornsville. A su lado, una compañera con cara de mecanografista.

—Ya no puedo con tanta carne, prefiero mi sopa de espárragos —exclamó la muchacha verdaderamente
bonita.

—¡Oh, Betty, Betty! Aquí estoy.

Se abrazaron frente a los transeúntes asombrados. La humanidad de Betty, montoncito de pasión y


encanto, se estremecía entre los brazos brutales del soldado. Cuando al fin pudo hablar, dijo ella:

—Gracias, Harry. Ya sabía que vendrías.

Y le besó, como antes, en el mentón.

Almorzaron espléndidamente y Harry pagó por los tres, aunque él sólo había probado, a los postres, dos
besos rosados de Betty.

—Pediré permiso al jefe —dijo ella al salir. A las tres volveré contigo, querido.

Él quedó a la puerta, en espera de un coche de alquiler. Cuando lo obtuvo, dio al chofer la dirección de
su casa. El chofer, observándolo, preguntó:

—Muy bien. ¿Ud. quiere ir a Arlington? ¿No es así?

—Está borracho —reflexionó Harry.

Arlington era un cementerio, el panteón de los héroes, en Washington. Iba a inquirir el porqué de tan
extraña equivocación; pero ya el hombre pálido se alejaba, guiando su carro negro.

Siguió a pie hasta su casa. En el camino se encontró con George Atkins, camarada de escuela. Juntos
habían jugado foot-ball en los equipos del barrio.

—George —le gritó alborozado Harry— ¿Cómo estás, viejito?

George continuó su camino, aparentemente sin oír.

—¿Qué pasará? —se preguntó el marino. Entonces lo golpeó, sí, estaba seguro de ello, lo golpeó con el
codo cerca de los riñones.
George se volteó, —minúscula alegría de Harry— para saludar a una anciana que arrastraba en su
carrito un niño rubio.

—Ah, —se dijo Harry, profundamente compadecido— ¡está muerto!

Y se llenó de un terror súbito.

Pasó las últimas casas de la ciudad y avistó la granja de su padre, blanca, envuelta en algodones de
niebla.

Allí estaba el viejo Livermore, atareado en la poda de unos manzanos. Y Harry hubiera querido abrazar al
buen viejo; pero... ¡ese sol!

Lo despertó el sol del trópico, que le arañaba agudamente la cara. La fortaleza quedaba todavía
bastante lejos.

Tosió y sus labios destilaron sangre. Incorporóse con un gemido. Volvió a caer.

Unas nubes blancas deshacíanse en el azul, como en un sueño. Vio a Betty con los ojos del alma,
subiendo las escaleras de la casa de anuncios de Hornsville, envuelta en la aurora de su vestido rosado.

Bandadas de golondrinas pasaron chillando, hasta esfumarse en el horizonte norte.

Y él se quedó mirándolas, muy triste, sin resignarse, con ojos moribundos.

Torturados

Denuncia la luz los contornos del bote, en el que se levantan a compás los remos silenciosos, envueltos
hasta la mitad en fundas de bramante.
Phillips habla en voz baja. Su compañero arrástrase a fin de observar:
—¡Son ellos!
Se apelmaza contra la arena. El otro hace lo mismo.

Continúa acercándose el bote, pero tan lentamente, que desespera a los dos hombres. Al fin atraco. El
ruido que hace la quilla al hincarse en la arena arranca al silencio una nota de alarma. Voces Un ligero
chapoteo.
—¡Arriba las manos!
El triángulo de luz de un reflector irrumpe sobre los marineros y entre el rumor de la lucha elévase la voz
de Hays:

—¡Al cuartel, pronto!


La patrulla toma un sendero estrechísimo que despierta en una línea blanca y sucia cuando cae sobre él,
el chorro luminoso de los focos.
Senderito inverosímil, encaramándose, a medida que se avanza, sobre el dorso de una elevación
montañosa. Marchando de uno en fondo, deteniéndose constantemente para no despeñarse, el grupo,
más que una patrulla armada en guerra, pareciera una troupeé de alambristas en exhibición fantástica
ante la noche.
Tupe la maleza por ambos lados y cubre el cielo sobre la cabeza de la expedición. A las bifurcaciones
sobrevienen descensos demasiado rápidos: aun una dilatada planura, todavía el paso de la quebrada y,
hasta entonces, la pendiente fácilmente perceptible.
Aparecen, de choque, media docena de luces pequeñas, semirrojas, tristitas y desveladas.

—Quilalí, —apunta Hays.

Los soldados respiran satisfechos, uniformemente, como no lo harían mejor en su clase de gimnasia
respiratoria.
Ante el índice del farol que raya la obscuridad, las tinieblas vuelven grupas atropelladamente. Hays
ordena:
—¡Vengan los prisioneros!
Una sombra adelante, seguida de otro que llena el trayecto con un chirriar de hierros. Al penetrar en la
cámara de las torturas, la luz le da encima. Esa sombra es un hombre. Delgado, de estatura mediana. Los
ojos pequeños sumamente brillantes, parecen tizones prontos a darle fuego a los matorrales de las
cejas; pero su piel, pálida por la ausencia de glóbulos tiene una diáfana transparencia palúdica.
Se ha quitado el empalmado y lo voltea entre las manos, como si con el contacto de esa prenda tan
familiar quisiera convencerse de que no está siendo víctima de una pesadilla. Mira a su alrededor caras
desconocidas, que, por una paradoja, le son a la vez perfectamente conocidas: son caras enemigas.

Contesta a las preguntas de Hays cuyo español es tan ortodoxo como su slang neoyorkino. Es la misma,
la misma declaración que constituye un motivo central en la vida y sentimientos de cada habitante de
esa región:
Enmontañó el mismo día yue su rancho fuera quemado por los airoplanos. Con el hijo mayor, ese mismo
que han traído con él, logró escabullirse ende que voló su champe. Hubiera querido también arrastrarse
a Pedrito; pero el pobre ya estaba boquiando, con los menudos deshechos. Su mujer, por lo que le
decían los isPiones, debía estar en la reconcentración.
Ha terminado. Su voz lleva a horcajadas, en premeditada solidaridad, la historia de todos sus
compañeros dispersados más o menos así.
Hays adelanta, acercándose:

—¿Sabe esto? Yo saber que usté las hace.


Es un tarro enorme de cerca de tres libras, que no llegó a explotar. El otro, lanzado con mucha
seguridad, fue el que decidió el contacto a favor de los rebeldes en la emboscada de la noche anterior.

¡Pobre el segundo teniente Livingston, tan joven, tan gentleman!

Hays dedica un recuerdo conmovido, a su gallardo compañero de la marina, caldo el primero en el


momento trágico de aquella encrucijada obscura. Recuerda la confusión después de la sorpresa, los
rostros lívidos de los marinos que, sin poder localizar a los asaltantes, se asesinaban entre sí.
El prisionero calla. Aquel objeto le ha traído a la mente el empleo que, acompañado de su hijo, daba al
tiempo en los talleres improvisados de "El Cinchado". Días enteros guareciéndose bajo las champas,
ocupados en llenar de pólvora, púas y otros desperdicios metálicos, los potes de conservas que los
gringos, admirables gostrónomos, consumían en sus expediciones. La mecha está quemada hasta la
mitad. Una pulgada más y habría tocado el fulminante. ¡Qué lástima!

Dice al fin:

—No sé qué es eso. Yo no sé nada.


—¡Empiecen!, —ruge Haya.
Pero hace una nueva tentativa de cohecho:

—Dice, hombre; dice...

El hombre niega, impasible. Los puños del yanky cruzan, y el hombre se abate como un corcho.

—Empiecen!, —repite.
El prisionero incorpórase bajo sus patadas, sonánbulo. Dos cuerdas metálicas salen del generador, pasan
por la llave del trasmisor de radio y terminan en los pulgares de sus manos fuertemente incristadas.
Dos hombres han ensamblado las manivelas en el eje que mueve aquel artefacto. La corriente se
multiplica a medida que el engranaje gira impulsado por las manivelas. Phillips aparece por la puerta
trasera y vuelca una cuba de agua bajo los pies desnudos de la víctima, que se vuelve, sorprendido de
algo que no comprende. Hays ríe:
—¡Oh, Phillips! ¡Delicioso! ¡Fantástico!
El paciente inicia un movimiento de abajo para arriba, retorciéndose como un hombre que se despereza.
Un gemido de Imposibles interpretaciones fonéticas, amorfo, inarticulado, sale de su pecho y queda,
doblado por el eco, revoloteando en el cuarto.
En voz alta, Phillips va marcando el recorrido de la aguja que indica un ascenso en el voltímetro:
—Hundred... two hundred-sixty... the houndredten...

Los operadores continúan volteando las manivelas.

—Three hundred eigtq, —canta Phillips.


El torturado no resiste más. Disparado por fuerza irresistible, choca contra una pared en envión
violentísimo, rebota y cae ruidosamente. Los extremos metálicos se han zafado de los pulgares.
Adviértese sobre éstos, el rastro sangriento de la tortura.
Hays está sobre él, conectándolo nuevamente a la cuerda. Las manivelas, que han sido paradas mientras
dura esta operación, giran otra vez. La víctima salta desde el suelo lo mismo que pelota de goma.
Intenta apoyarse en la pared; pero resbala y cae. Sus manos críspense, una sobre otra, en gesto de
sufrimiento infinito. El extremo de ambos alambres, no protegidos por la capa aislante, forma circuito
con este movimiento imprevisto. Pronto una llama lengüetea. achicharrándole la piel de las manos en
pirotecnias macabras, como si fuera un ilusionista estupendo.
El olor atosigante del pellejo quemado llena la pieza.
El entusiasmo satánico ha coloreado el rostro de Phillips. Hays sólo sonríe.
Sobre el piso, estropajo de carne, sudor y sufrimiento, el hombre gime con un gemir cortado, como sólo
pudiera hacerlo un niño a quien le faltara el calo de la madre.
Phillips espía, temeroso de perder un solo detalle del espectáculo, el rostro odiado.

—Pobrecito, pobrecito... Llevarlo a la enfermería. Un minuto después lo fusilaban.


—¡El otro!

Por un refinamiento de crueldad han hecho que el otro, el hijo del hombre a quien acaban de
suministrar un calmante definitivo, presenciara la tortura desde una pieza contigua. Impotente para
socorrer al padre, sacudido bajo la acción de aquel chuncho infernal, el otro ha cerrado los ojos. Las
detonaciones oídas ha poco le tranquilizan. Su padre ha dejado de sufrir. Él sabe. ¿Quién no sabe lo que
significa conducir a un prisionero al hospital?
Al entrar, dijérase guiado por un rara voluntad de sufrir, de tal manera se planta ante el instrumento y
aun ofrece ambas manos a los operadores. El bozo, apenas perceptible, deja suponer el arranque de la
adolescencia. La vida semi-salvaje que llevaba ha dado a sus músculos con el constante ejercicio de
fugas y persecuciones, una hinchazón prematura. Bajo el pantalón, que debe tener meses y meses de
uso, márcanse perfectamente altos-relieves de la virilidad.

—¿Y usté, muchacho, usté ¿tampoco sabe esto?

El jefe tiene la bomba entre sus manos: la pone bajo unos ojos asustados; la choca fuertemente contra
unos labios hasta hacerlos sangrar. De momento, Phillips falla y alienta una esperanza:

—¿Sabe? Diga...
Ninguna contestación. La víctima permanece lejana, tal vez sumergida en la evocación de su libertad
perdida.

Phillips esboza una señal Las manivelas comienzan sus fatídicas vueltas. Bajo los alambres corre el
voltaje que desemboca en los pulgares, mordiendo el resto del cuerpo. Sudor copioso. El cuerpo se
encabrita, gira, recógese sobre si, adoptando las poses más excéntricas. Es algo infinitamente parecido a
los visajes de un cortorsionista. Las manos muévense rápidamente en movimiento de martilleo, con
velocidad que no decrece. Hays compara esas contorsiones con las del pugilista que golpea un punching-
ball...Y grita alegre:
—Mira Phillips, mira!
Y Phillips mira, pero otra cosa, con el rostro alargado de espanto. Los pulgares del preso se han unido. La
llamita siniestra despliega su cabellera quemante sobre unas manos que van a posarse en la mecha del
tarro-infernal. Toda la sangre se agolpa en el corazón miedoso de Phillips. Quiere huir...
Es inútil. La explosión se produce.
Sobre la viga del techo un fragmento humano se balancea graciosamente. Es una pierna.
¿Habrá pertenecido a Phillips? ¿A Hays?
¡Quien sabe! Pero es evidentemente, una pierna
Catín era el omnipresente, el sábelo todo y el comodín en esta lejana finquilla de la Comarca de los
Gutiérrez, donde vivían quienes fueron amables y serviciales vecinos durante cierta temporada, en que
un paludismo padre me hizo buscar la montaña, huyendo de Managua, de la tigra y de las inyecciones
de la quinina. Yo nunca vi – con el perdón de las abuelitas de mi barrio – un chavalo más listo ni más
solito y animoso que Catín.

Bastaba pasar un rato, durante el día, en la humilde casita de la finca: - “Catín, ¿ya aguaste los bueyes?”.
¿A qué horas pasó Santiago el otro sábado, Catín? O bien, en un nivel más elevado:- “¿A cómo sale el
medio de frijoles, Catín, con la fanega de veinte y cuatro reales?”.

Cuando en presencia de extraños el muchacho contestaba sin mucho titubeos a preguntas de tal
calibres, era seguro que el viejo Tomás se volviera a la vista a decir, con genio orgullo: -“En su vida ha
estado en la escuela”.

¿Y a qué escuela hubiera podido asistir Catín, si en muchas leguas a la redonda no había ninguna?, ¿y a
qué horas, el pobrecito, cuando el sol se le hacía corto para subir agua, rajar leña, cortar plátanos y para
otras mil tareas más? Pero su gente lo quería mucho y como ni el viejo ni las dos mujeres de la casa
parecían de haraganería, no chocaba que el chiquillo se mantuviera también lleno de quehaceres
propios de la vida campestre. Pr otra parte, todos los afanes terminaban o la apuesta de sol y que el
tiempo de la tarde se hacía tan pronto como Tomás volvía de sus trabajos de campo, reunida toda la
familia en derredor de una mesa frugal pero bien abastecida,- que hacía de molendero-, y el tibio, el
queso seco, las tortillas de maíz y la carne asada se compartían en dichosa paz. Yo le daba a Catín, así, al
ojo, unos diez años, once a lo más. En casa no se sabía a ciencia cierta, porque él no era de la familia. El
viejo Tomás contaba que Catín se les había aparecido una mañanita, en pleno temporal del año
cuarenta, solito y casi desnudo, remojado y hambriento, cuando se le murió su mamá en el miserable
rancho donde habían quedado después que el hombre los dejó para ir a huir, “por virtud de haberse
hecho en un entierro” en una jugadera de dados de la fiesta de San Rafael. El chigüincito partía con el
alma llorando, contaba el viejo, pero cuando le dieron de comer se contentó y les dijo cómo se llamaba,
y que su mamá estaba tiesa y que no se quería levantar.

-“Amigó-” seguía Tomás – “como nosotros no tuvimos familia, yo dije: a éste me lo manda Tata uchú,
me fui, y le agarré a su mamá, me lo traje… Y aquí lo tiene, amigó, ya queriendo llegar a solterito… Un
día lo voy a llevar a Managua, porque lo quiero bautizar y apuntar como hijo propio”.
El chavalo escuchaba con cara de gozo la narración de su temprana biografía y para prolongar tales
cuentos, le hacía muchas preguntas conducentes a su padre adoptivo, desde donde estaba, sentadito en
el suelo y reclinado sobre las rodillas de la vieja, que le acariciaba maternamente la cabeza y le sobaba
las manos, como se hace con los animalitos caseros.

-“Tata”, hablaba Catín, “cuéntele a él (él era yo) cuando me mordió el perro”. Era otra historia que hacía
gozar y reír a Catín y a mí también.

Desde luego, yo me prendé de aquel chiquillo que valía su peso en oro, le pedí a Tomás que me dejara
traerlo a Managua para mandarlo a la escuela, pero la primera respuesta del viejo no me permitió volver
a presentar mi oferta:-“¡Ay, mi amigo, muchas gracias, pero si mi Catín se va de esta casa, aquí se acaba
todo!”. Más les gustó a mis amigos la propuesta de cuando Tomás y el chico viniera a Managua para lo
del bautizo, me buscasen y yo sería el padrino de pila.

-“Pero ya sabe, el apuntador y al cura, ni una palabra. Usté me les dice que el muchacho es hijo mío
propio. Cuidado se les sale que es recogido”.

Catín, después de este convenio, quedó llamándome padrino y su cariño se acrecentó visiblemente; la
fruta más hermosa que conseguía me la guardaba; una mañanita me trajo una codorniz todavía
caliente:-“Padrinó, esta la acabo de blanquiar para usté”, ufano dice su puntería con la tiradora.

Cuando ya las tercianas me habían dejado en paz y se acercaba la hora de mi regreso a casa, pasaron
una tardecita por mi posada Tomás y Catín con su pesada carreta de dos yuntas de bueyes. Ya los
esperaba, pues el día anterior me habían anunciado que irían a San Rafael a jalar unos fletes de cal, para
una hacienda de loa Cuchilla. Me vine hasta la salida para recibir y devolver cordiales saludos. Catín iba a
la guía, Tomás al chuzo. Todavía, al perderse de vista en el gancho de camino, oí la última despedida de
Catín: - “Hasta mañana padrinó…” Y aquel “mañana”, en que el sol saló como todos los días, todavía me
devuelve a recordarlo. Siempre que en mi memoria vuelven a resonar las dolorosas llamadas del viejo
Tomás, frente a mi posada, se me humedecen los ojos y busco donde estar un rato a solas, sin que nadie
me hable ni me vea.

Cuando salí del camino, el pobre hombre vino a mí con los brazos abiertos en súplica:-“Vea, señor, qué
desgracia… ¡Catín!”.
En vez de esperarlo, yo corrí hacia la carreta. Allí, acostado boca-arriba, sobre unos costales de
bramante y acompañado de una mujer que de pura lástima se había venido con él, yacía el pobrecito
niño.

Respiraba; tenía los ojos abiertos y aún estaba consciente. Todo el redor de la boca lo tenía sucio, con
sangre desecada, oscura. Sobre su abdomen vi con horror la negra huella de una rueda de carreta. Al
mirarme, su pálida carita se animó y me tendió los brazos, lo alcé yo en los míos y con todo el esmero
que pude, lo saqué de la carreta y como carga preciosa, llevándole junto a mi pecho, emprendí la
marcha con él hacia su casa. No habló más, pero sus dulces ojitos me miraban pleno de efecto y
gratitud. Tras de nosotros avanzaba la carreta infanticida, lentamente sin guía, y a mi lado el viejo
Tomás, marchando como un autómata, repetía: “¡Ay, señor, qué desgracia! ¡Ay, señor!”.

Al vernos llegar y enterarse de las cosas, las mujeres rompieron en un amargo llanto.Con sumo cuidado
yo bajé a Catincito hasta colocarlo suavemente en su humilde camita, hablándole con toda la ternura de
que fui capaz. Ya estaba el casi muerto.

Que triste, cuando Tomás me preguntó:-“y ahora, señor, ¿qué hacemos? ¡Cuánto desconsuelo! Querer
hacer algo siquiera para salvar una vida preciosa y darse cuenta de que no puede hacerse nada… ¡Nada!
–“Pídanle a Dios”, les dije. “Pídanle a la virgen de los Desamparados”.

En ese instante recordé el convenio del bautismo y corrí al agua del calabazo que pendía de una estaca
de la carreta, y vertiéndola sobre la cabeza del moribundo, con gran esfuerzo de garganta, le dije: “Yo te
bautizo, Catín…Catín Tomás, en el nombre del Padre, y de Hijo y del Espíritu Santo”.

Cuando el niño empezó con los estertores de la agonía, yo no pude más, salí de la casa como un fugitivo;
fui y pedí mi caballo y partí, azorado, como quien debería seguir caminando por días…hacia algún lejano
lugar, un lugar donde todos los niños vallan a la escuela y ninguno de ellos ande guiando bueyes en la
carreta. (Adolfo Calero Orozco)

Las gallinas de la difunta

Por Adolfo Calero Orozco


Como tirado a la buena de Dios, a media cuestecita, quedaba el rancho de los Garmendia. Si se subía un
poco por detrás, podía contemplarse un extenso valle, todo verde y apenas arbolado, que se dilataba
hasta el pie de la cordillera; si se bajaba unos pasos por delante, lueguito estaba uno sobre el riachuelo,
que venía de muy lejos serpenteando entre la verdura chontaleña que por las tardes es casi azul. Sobre
el nivel de la planicie se alcanzaba a ver la cresta de una robusta arboleda densa y verdeoscura, que
seguía la line ondulada del curso del río, aunque sin lograr destacarse toda entera sobre el horizonte,
como que fincaba sus raíces en la negra tierra de la hondonada.

Ahí mismo, junto al chagüite que se nutría en la humedad del bajo, había estado por años y años el viejo
rancho, miserable y aislado. En la comarca seguía llamándolo de los Garmendia, por más que solo un
Garmendia quedaba, que era Secundino. El más viejo, primitivo había acabado matoneado una noche
que volvía de la fiestas de San Blas y José Juan, el otro Garmendia, se fue una vez para la guerra,
reclutado, y nunca volvió. Había habido también dos mujeres, pero de ellas “sepa el Diablo”, como decía
Secundino, ambas buscaron hombres apenas alcanzada la pubertad y se fueron de la comarca, donde
unos creían que estaban sirviendo en Granada y otros que se había hecho malas en Managua.

A Secundino le tocó, pues, enterrar a la vieja el día que le llego su sábado a la pobre.

Fue un viernes, al filo de medio día, que la señora se estiro de veras después de una enfermedad de 15
días. Don Marcial el curandero que la estuvo viendo, dijo “que había sido el hígado”; toda la gente que
llegó a la novedad de la agonía y del final repetía “que había sido del hígado”.

Apenas volvía a entrar al rancho Secundino, que había salido a dejar en el sol el cuero de res, que
sirviera de último lecho a su progenitora, cuando se le acercó don Marcial y ambos estuvieron hablando
en voz baja por unos momentos estaban arreglando las cuentas de la asistencia, eso podía colegirse,
porque Secundino se llevaba las manos a los bolsillos y luego se encogía de hombros, con la cabeza
ladeada. Los presentes callaban siguiendo atentamente con la vista los gestos que acompañaban al
diálogo. Secundino le estaba diciendo al curandero que no tenía ni un centavo para pagarle, pero
finalmente llegaron a un arreglo: Don Marcial se cobraría quedándose con las gallinas de la difunta,
volvería al anochecer para cogerlas de los palos, mientras los animales durmieran. Y así se despidieron,
satisfecho él y Secundino conforme.

Las dos o tres comadres que se habían encargado de los detalles domésticos en el rancho, con motivo
de la muerte, contaron a los presentes, que eran todavía pocos, y tras un viaje al chagüite, y una
recogida de huevos (que esos no entraban en el trato con Don Marcial) le dieron un “ bocado” a todos,
que estaban “pasados” pues ya eran casi las tres. Después del “puntalito” algunos se marcharon a invitar
gente para la vela y buscar entre los conocidos, macanas, palas y una guitarra. En cuanto al aguardiente,
Secundino mismo tendría que arreglárselas de algún modo para proveerlo, pues era de rigor que a él le
tocara.

A medida que la tarde caía iban llegando donde los Garmendia otros vecinos y amigos, unos a caballos,
los más a pie. Volvieron los de la macana y empezaron a cavar las 7 cuartas de ley en un planito
inmediato; volvió el de la guitarra y muy discretamente la dejo colgando de un gancho del lado de
afuera del envarillado, sin templarla siquiera con toda la aprobación de los circunstantes que estaban
acordes en que “era muy temprano para darle comienzo ya”.

Cuando Secundino vio que la concurrencia se nutria y que ya podían ser mas de las cuatro, le pidió a una
vecina “que le viera un ratito el cuerpo” y en la compañía de los buenos amigos salió a caballo. Sus
alforjas de mecates iban vacías.

No fue larga la ausencia del doliente ya cuando volvió, los tapones de olotes de las botellas litreras
asomaban de las alforjas, a ambos lados de la albarda moviéndose al compás del paso de la bestia
-“como que ya viene el blanquito”-“Como que ya viene”.

Era mucho pedir que se esperara hasta la noche para empezar con las botellas. Por una parte los
excavadores estaban sudando a mares y expuestos a resfriarse, por otra la gente podía pensar que la
dilación obedeciera a tacañería del doliente, y así lo mejor era descabezar el primer litro.

El campesino gusta de darle cierta formalidad a la toma de su primera copa del día: alza el cristal hasta
la altura de sus ojos, contempla el cordoncillo de burbujas que se forma contra el vidrio, carraspea,
escupe, se pasa por los labios –como si se los limpiara- la manga de la camisa que lleva puesta, o el
brazo mismo desnudo, y luego dice: “salú” a los que esperan su turno… Uno de estos le cambia por
jocote la copa vacía. Con los tragos siguientes la ceremonia es harto más breve.

A medida que el nivel del aguardiente bajaba en las botellas el de la animación subía en los
circunstantes; aún entre los muy contados que todavía no habían empezado; aún entre las mujeres.
Junto a una de las entradas del rancho, las comadres que habían arreglado el “puntalito” estaban
discutiendo cómo se las arreglarían para dar a la gente algo de comer “a la hora llegada”. En la casa no
había otra cosa más que gallinas y los plátanos, y con las gallinas no había que contar, porque era la
paga de don Marcial; en cuanto Secundino, ya lo había dicho “que como tener reales no tenía ni medio”.
Había vecinas que seguramente contribuirían con café negro, con frijoles, con huevos… Ah, pero que
fácil sería todo si se pudiera disponer de las gallinas.

El problema parecía sin solución inmediata cuando llegó al rancho la señora Paya, tan “curiosa” y tan
autorizada como don Marcial en eso de asistir enfermos y de verlos sanar o verlos morir, según lo
quisiera Dios. De una vez pasó ella al lado del cadáver, que descansaba sobre un tapesco; le quitó de la
cara el trapo que se la cubría y se puso a contemplarlo con mucha atención, en silencio. Una de la
mujeres que se había ido a situar cerca de ella, impaciente ya de no oír a doña Paya su cesuda opinión o
decir una palabra por lo menos, se atrevió a insinuar: “fue el hígado…” la curandera la oyó sin darse por
avisada, y todavía guardó silencio unos instantes más, en seguida alzó a ver a la que dijo “fue el hígado”,
y cabeceando su parecer negativo, declaró con un aplomo que no dejaba campo para la duda: -“fue el
bazo”.

Los que alcanzaron a oírla se miraron unos a otros con sorpresa y sin mas pasaron las voz al resto de
veladores:

“Doña Paya dice que fue el bazo”. “Fue el bazo”. Pronto le llegó la nueva a Secundino.

-“Ya viste? No fue el hígado. Doña Paya dice que fue el bazo”.

-“Que sabe don Marcial!”

-“Las gallinas era lo que él quería”.

-“Mejor hubieras llamado a doña Paya, no que fuiste trayendo a don Marcial…”
Muy bien, pero si había sido el hígado o el bazo la botella seguía circulando y la copita única
acompañándola en la órbita que describía como el lucero haragán sigue a la Luna. Ya el de la guitarra
había empezado a ponerla con un rasgue timorato primero, mas subido después y un apretar y aflojar
de clavijas. La Zoila Rosa segura de que algo le tocaría cantar a ella dada la fama de voz, estaba calladita,
pensando cual debía de ser su primera tonada de la noche; Marco Antonio, el mejor zapateador en dos
leguas a la redonda había observado el piso del patio que le pareció más duro y más parejo por detrás
de la casa que por el frente y las comadres de la comida seguían preocupadas con aquello de que no
habría gallinas disponibles para dar de cenar a los veladores.

Ah, pero los tragos aguzan el ingenio y con el ardorcito del último quemón todavía jugándolo en el cielo
de la boca el viejo Simón en voz bien alta se dirigió a un grupo que le quedaba cerca:

-Yo digo que si fue el bazo, Secundino no tiene porqué deberle nada a don Marcial que le dio a la difunta
cochinadas contra el hígado.

Aquella sabía observación cayó como una luz en las tinieblas para las comadres de la comida, una de las
cuales inmediatamente argulló:

-Pues claro! Y si no fue el hígado más bien debía de tener vergüenza y no andar cobrando gallinas. Las
gallinas son de la difunta y nosotras podemos retorcerlas para su vela.

Nunca su gestión alguna fue más unánimemente aprobada y acogida. Todo mundo estuvo de acuerdo,
primero: en que “había sido el bazo” y no el hígado; segundo: en que don Marcial no tenía derecho a
ningún cobro por haber estado dándole a la difunta cochinadas contra el hígado, y tercero... bueno, las
pobres gallinas no tuvieron tiempo para saber si fue antes o después de cogerlas que ya le estaban
retorciendo el pescuezo, porque todas fueron ejecutadas en cuestión de segundos y mas bien faltaron
animales para tanta mano exterminadora.

***

Una sonrisa de triunfo iluminaba los rostros de las comadres mientras se aplicaban con singular
diligencia a la preparación de las gallinas de la difunta entre chismes y bromas.
-Niñá, aunque sea unos tomatitos le debíamos de guardar a don Marcial.

-O unas plumas…

-El viejo bruto! Decir que había sido el hígado…

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