Náufragio

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Náufragio

Por Angel Diez de Medina


El grito angustioso de la desesperación, como el lamento postrero de un gran agonizante, se confunde
con el fragor infernal de las olas pelando con los vientos.

¡Sálvese quien pueda!, exclama el capitán de la inmensa nave, cuya proa se inclina hacia el mar, en un
momento de supremo esfuerzo.

Las tablas se rompen, el timón no obedece y la chimenea de la máquina lanza negras bocanadas de
humo, como si el estertor de la agonía le produjera una anhelosa respiración.

La tempestad lo avasalla y lo devora todo. El monstruo del océano abre sus fauces, ansioso de devorar a
aquella multitud de seres humanos que, desde cubierta del buque, lanza alaridos de angustia y de
horror. El naufragio es inminente.

El capitán da la última orden. Los botes se aprestan, al mismo tiempo que, con estrépito ensordecedor, el
casco del navío se abre como una inmensa nuez partida a golpes de titán.

Y la multitud, la desesperada multitud de pasajeros, se precipita sobre esas frágiles tablas, postrer
recurso en la lucha por la vida.

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Hasta aquel instante él y ella, aquellos dos amantes que cantando en las noches y asidos de la mano
durante el día, paseaban sobre la inmensidad del mar su amor indómito, permanecieron unidos
apurando en besos ardientes y locos el placer de sus ternuras, como desafiando los peligros… Parecíales
que la muerte quería arrebatarles su felicidad y ellos se empeñaban en disputársela.

Ambos se defendían.

Más, de pronto, el pavor se apodera de sus espíritus. Dirigen, en torno la mirada absoluta y se ven solos
sobre las rotas maderas del buque ya anegado. Sienten en sus venas un frío de muerte y un impulso
automático los precipita a la escala, cuyos peldaños están casi totalmente sumergidos en el agua.

El último bote salvador va a alejarse atestado de marineros. El, más vigoroso que ella, salta sobre aquella
débil embarcación y asiéndose de uno de sus remos, se encaja entre los demás tripulantes,
imponiéndose por el valor de su desesperación.

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Pero el peligro aumenta. El peso de aquel hombre, en medio del inmenso gentío que se ha apoderado
del botecillo, hace hundirse a todos y parece que el oleaje va a saborear al grupo de náufragos, hasta
sepultarlos para siempre en la tumba sin fondo que se llama el mar.
Ella, de pie sobre el último peldaño de la escala que aún las olas han respetado, lanza un grito de
horrible angustia y parece que en su voz, más que la nota de la desesperación por el temor a la muerte,
vibrará el acento de amor en el lúgubre y sombrío tono del adiós eterno.

Por fin, sin ruido, como un pez que zambulle, se pierde entre las aguas el buque náufrago.

La pobre niña se confunde con la espuma y se ve luego flotar su blanca vestidura, sobre una ola inmensa
que pasa rugiendo.

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El ansia de vivir da alas a la voluntad y fuerzas a la impotencia.

De súbito una mano se apodera de uno de los bordes del bote que se aleja con rumbo a la costa.

Sobre las aguas se ve ondular una cabellera. Es ella que se aferra a la vida.

El peligro arrecia; es inminente. El bote como embriagado con aquel ruido espantoso, como abrumado
por el peso, se tambalea y se inclina. Las olas invaden el fondo de la embarcación, rómpese una tabla y el
vaivén del frágil barco produce algo como vértigo.

La mano que ha logrado asirse de ese último recurso, sigue nerviosamente sujeta.

Y esa mano es la muerte para todos, porque llegará a volcar el bote.

El instinto de conservación es salvaje, es cruel y egoísta. Tiene la furia de la fiera y el miedo del criminal.
Es la locura de la vida.

Hay que evitar el peligro… vivir es lo primero… ¡Ser!

Y él amante apasionado que en sus brazos de su hermosa compañera, cantaba sobre la cubierta del
buque, al compás monótono de las olas, su amor indómito hasta la muerte, coge un puñal que lleva en la
cintura y de un golpe brutalmente inhumano corta el obstáculo que iba a hacer zozobrar el bote
náufrago.

Las olas ligeramente enrojecidas, se apaciguan.

La luna asoma por entre un pabellón de nubes.

Y mientras la multitud de tripulantes gana la ribera, después de una batalla titánica con la muerte, se ve
flotar sobre la ya tranquila superficie del océano, una cosa blanca como vestido de mujer.

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