Defensores de Ulthuan - Graham McNeill
Defensores de Ulthuan - Graham McNeill
Defensores de Ulthuan - Graham McNeill
redención.
Nobles y orgullosos, los altos elfos
resisten en su isla de Ulthuan,
defendiendo su patria contra los
ataques del Caos y las
depredaciones de sus malvados
parientes, los elfos oscuros. En la
primera parte de esta saga épica de
guerra, traición y redención, dos
hermanos luchan contra un
trasfondo de guerra mientras los
elfos oscuros lanzan una invasión
masiva a Ulthuan. ¿Podrán los altos
elfos expulsar a los invasores antes
de que se liberen inimaginables
fuerzas mágicas?
Graham McNeill
Defensores de
Ulthuan
Warhammer
ePub r1.0
epublector 16.06.14
Título original: Defenders of Ulthuan
Graham McNeill, 2007
Traducción: Rafael Marín Trechera, 2009
Ilustraciones: Geoff Taylor
***
Ellyr-charoi, la gran mansión de la
familia Éadaoin, resplandecía como si
estuviera en llamas mientras el sol de
las primeras horas de la tarde se
reflejaba cegador en las joyas
incrustadas en sus muros y las vidrieras
que cerraban los altos ventanales de sus
muchas torres rematadas de azul.
Construida alrededor de un patio
central, la arquitectura de la mansión
había sido pensada para que fuera tan
parte del paisaje como los elementos
naturales que la rodeaban. Sus
constructores habían empleado la
topografía natural en su diseño para
que pareciera que la mansión se había
elevado por sí sola de sus aledaños en
vez de haber sido levantada por la
habilidad de los artesanos.
Situada entre un amplio macizo de
árboles, la mansión estaba flanqueada
por dos lados por un par de blancas
cascadas que tenían su origen en las
pendientes orientales de las Montañas
Annulii. Las aguas de ambas se unían
más allá de la mansión, y corrían
veloces y frías hacia un ancho río que
chispeaba en el horizonte. Un sendero
cubierto conducía desde las puertas de
la mansión hasta un puente de maderas
arqueadas que se curvaba sobre las
rápidas aguas y seguía el curso del río a
través del eterno verano de Ellyrion
hasta la poderosa ciudad de Tor Elyr.
Las hojas de otoño reposaban
tupidas y quietas contra la lisa piedra de
la mansión y las enredaderas se
curvaban como serpientes por los
agrietados muros, salvajes y sin atender.
Una suave brisa entraba por las puertas
abiertas como un suspiro de pesar y
silbaba entre las hojas rotas de cristal de
las torres más altas. Antaño había
guerreros montando guardia junto al
portal que conducía al interior y
vigilando el reino de lord Éadaoin
desde las atalayas, pero ahora cuanto
quedaba era el recuerdo de aquellos
fieles centinelas.
Dentro de las paredes de la
mansión, las hojas doradas bailaban con
los espectrales suspiros del viento que se
colaba tosiendo por las habitaciones
vacías y resonantes. No había agua que
borboteara en la fuente, ni risa ni calor
que ocuparan sus salones desiertos. El
único sonido que rompía el silencio era
el de pasos vacilantes que avanzaban a
lo largo de un claustro de losas de
mármol en dirección a unas elegantes
escaleras curvadas que conducían desde
el patio a los aposentos del señor de la
casa.
***
Rhianna dejó de leer su libro y alzó la
cabeza cuando Valeina surgió de las
sombras y entró en el patio de verano,
aunque ese nombre parecía ahora
contradecirse con el aire otoñal que
flotaba sobre el espacio abierto. La
joven criada elfa llevaba una bandeja de
plata donde había una copa de cristal
llena de vino y un plato con fruta
fresca, pan, queso y trozos de carne fría.
Vestida con la librea de la casa, Valeina
había servido a los señores de los
Éadaoin desde hacía ya casi una
década, y Rhianna sonrió dando la
bienvenida a la muchacha cuando dejó
atrás la silenciosa fuente situada en el
centro del patio.
En el año y medio que llevaba
viviendo en la mansión Éadaoin,
Rhianna le había tomado cariño a
Valeina y valoraba las ocasiones en que
podían conversar. Por dentro, sabía que
nunca habría considerado mantener
una amistad semejante en las
posesiones de su padre…, pero habían
pasado muchas cosas desde que dejó
Saphery.
—Mi señora —dijo Valeina
colocando la bandeja junto a ella—. La
comida de lord Éadaoin. Dijiste que
deseabas llevársela en persona.
—En efecto —respondió Rhianna—.
Gracias.
La muchacha inclinó la cabeza en
un gesto de respeto, pues los límites
entre los elfos de noble cuna y los
ciudadanos comunes todavía eran
patentes a pesar de su creciente
amistad, y Rhianna no necesitó ninguna
visión mágica para comprender que a
Valeina le parecía mal que le trajera a
ella este refrigerio en vez de llevarlo
directamente al señor de la casa. La
etiqueta exigía que ningún elfo de
noble cuna de Ulthuan se encargara de
tareas tan mundanas como servir la
comida, pero Rhianna le había pedido
amablemente que le trajera esta comida
primero a ella.
—¿Requieres algo más, mi señora?
—preguntó Valeina.
Rhianna negó con la cabeza.
—No, está bien —respondió—. ¿No
quieres sentarte un momento?
Valeina dudó y la sonrisa de
Rhianna vaciló, sabiendo que
simplemente estaba usando a la
muchacha como excusa para retrasar el
tener que llevar la comida a su
destinatario.
—Sé que esto no es… ortodoxo,
Valeina —dijo Rhianna—, pero se trata
de algo que tengo que hacer.
—Pero no está bien, mi señora —
contestó la criada elfa—. Que una dama
de vuestra posición haga el trabajo del
servicio, quiero decir.
Rhianna volvió a sonreír y extendió
la mano para tomar la de Valeina.
—Sólo voy a subirle la comida a mi
esposo, eso es todo.
La criada elfa dirigió una mirada
hacia las escaleras que se enroscaban
alrededor de la Torre Hipocrena. En su
día, una porción de las ruidosas
cascadas más allá de la mansión se
canalizaba por huecos abiertos en los
lados de la torre para alimentar la
fuente del centro del patio de verano,
pero ahora hojas secas y resquebrajadas
ocupaban los cuencos de mármol y
plata en vez de las chispeantes aguas
cristalinas.
—¿Cómo está lord Éadaoin? —
preguntó Valeina, claramente nerviosa
ante una pregunta tan intrusiva.
Rhianna suspiró y se mordió el labio
inferior antes de contestar.
—Está igual que siempre, mi
querida Valeina. La muerte de Cae…
de su hermano es una astilla de hielo
en su corazón y hiela su sangre hacia
todos los que le rodean.
—Todos echamos de menos a
Caelir, mi señora —dijo Valeina,
apretando la mano de Rhianna y
mencionando la pena que se había
posado sobre la casa Éadaoin como una
mortaja—. Él traía vida a esta casa.
—Sí que lo hacía —reconoció
Rhianna, esforzándose por contener
una súbita oleada de tristeza que
amenazaba con abrumarla. Un sollozo
ahogado escapó de su garganta, pero,
furiosa, se guardó la pena para sí y
reafirmó el control sobre sus emociones.
—¡Lo siento! No era mi intención…
—No pasa nada, querida —
respondió Rhianna—. De verdad.
Sabía que no había convencido a la
criada y se preguntó si se había
convencido a sí misma.
Habían pasado dos años desde la
muerte de Caelir en Naggaroth, y
aunque la tristeza era todavía un dolor
ardiente en su corazón, cadenas de
deber que eran más fuertes que la
muerte la ataban a su destino.
Recordó el día en que había visto a
los barcos águila regresar a Lothern
después de la incursión en la tierra de
los elfos oscuros, los odiados druchii, la
brillante plata de la Puerta de Zafiro
brillando como fuego al sol poniente
tras ellos. En cuanto vio los ojos
espantados de Eldain cuando entró en
el patio, supo que Caelir había muerto:
las visiones de Morai-heg, que habían
llenado sus sueños con oscuras
premoniciones, de pronto cobraron
horrible vida.
Los druchii habían matado a Caelir,
explicó Eldain, y la abrumadora pena
que sentía por la pérdida de su
hermano era tan ardiente y dolorosa
como la de ella. Juntos habían llorado y
se habían consolado, permitiendo que
su pérdida compartida los uniera más
de lo que podrían curarse solos.
Trató de olvidar el recuerdo de
aquel aciago día y miró el anillo de
compromiso que llevaba en el dedo, un
aro de plata con una brillante gema de
color cobalto engarzada entre un par de
manos entrelazadas. Poco después,
Eldain le había contado la promesa que
le hizo a su hermano menor tras partir a
la Tierra del Hielo: la promesa de que
cuidaría de Rhianna si le sucedía algo a
Caelir.
Se casaron al año siguiente y la
nobleza élfica de Ulthuan reconoció
que era un buen enlace.
Y bien podía serlo, pensó Rhianna,
pues Eldain y ella casi se habían
prometido antes de que ella se
enamorara de Caelir después de que la
salvara de la muerte a manos de unos
saqueadores druchii un año antes.
Pero los sueños de amor ya se
habían perdido hacía tiempo, y ahora
era la esposa de Eldain, señor de la
familia Éadaoin y amo de esta mansión.
Rhianna retiró la mano de la de
Valeina y recogió la bandeja de plata.
Se levantó lentamente y dijo:
—Debería llevarle esto a Eldain.
Valeina se levantó con ella.
—Tiene una alma buena, mi señora.
Dele un poco más de tiempo.
Rhianna asintió envarada. Se dio
media vuelta y se dirigió hacia las
escaleras para ver a su esposo, que
rumiaba a solas su pena en la torre más
alta de Ellyr-charoi.
***
Eldain se agarraba con fuerza al marco
de la ventana ojival que asomaba a las
ondulantes praderas de Ellyrion y
escuchaba las voces que llegaban desde
el patio de verano. Cada palabra era
una daga en su corazón, así que cerró
los ojos mientras el dolor lo apuñalaba.
Dejó escapar un profundo suspiro y
trató de calmar los acelerados latidos
recitando el juramento de los maestros
de la espada de Hoeth.
Aunque nunca había visitado la
Torre Blanca donde se entrenaban los
legendarios guerreros místicos, su
mantra lo tranquilizaba en momentos
de tensión, pues las rítmicas cadencias
de las palabras sonaban como música
en sus oídos.
Eldain abrió los ojos y, tras inspirar
aire para calmarse, alzó los ojos hacia
las montañas que se extendían al oeste.
Las Montañas Annulii se alzaban sobre
las praderas de Ellyrion, imponentes y
blancas contra el azul claro del cielo, las
cumbres perdidas en las brumas de la
magia pura que fluía entre los reinos
interior y exterior de Ulthuan. La
tranquilizadora permanencia de las
montañas era un bálsamo para su alma,
y sus ojos recorrieron sus afilados picos
y sus pendientes cubiertas de árboles,
detectando senderos y bosquecillos
sagrados entre las altas columnas de
roca.
En su juventud, Caelir y él habían
recorrido las tierras de Ellyrion a lomos
de corceles que habían criado desde
potrillos y que se habían convertido en
sus principales compañeros desde que
galopaban juntos, pero ahora Caelir
estaba muerto y Eldain apenas salía de
Ellyr-charoi.
«Tiene un alma buena», había oído
decir a Valeina, y no supo si reír o llorar
ante aquellas palabras. Se apartó de la
ventana y recorrió la circunferencia de
la Torre Hipocrena; su larga capa de
tejido celeste onduló tras él cuando un
viento frío dispersó hojas y papeles de
un escritorio de madera de nogal
exquisitamente tallada.
Las paredes interiores de la torre
estaban llenas de estanterías y
flanqueadas por altas ventanas en cada
uno de los ocho puntos de la brújula, lo
que permitía al señor de Ellyr-charoi
escrutar sus dominios y contemplar las
poderosas manadas de sementales de
Ellyrion cuando galopaban por las
llanuras.
Eldain se desplomó tras el escritorio
y recogió los papeles que había
dispersado el viento. Entre los informes
de los guerreros sombríos de las costas
occidentales y las misivas de la
guarnición de la Puerta del Águila, en
las alturas de las montañas, había
numerosas invitaciones para cenar en
los hogares de los nobles de Tor Elyr,
entradas para el último espectáculo
maravilloso de Saphery y noticias de sus
agentes en el puerto de Lothern
referidas a sus inversiones comerciales.
No podía concentrarse en ninguna
de aquellas cosas más que un instante, y
se volvió a mirar el retrato que colgaba
en la pared frente a la mesa. A pesar de
las diferencias que existían entre el
tema del retrato y Eldain, bien podía
haber estado contemplando un espejo,
y sólo un estudio más atento revelaría
las diferencias entre ambos.
Los dos llevaban largo el pelo rubio
platino, sujeto por un aro dorado, y los
dos tenían la hermosa y fuerte
estructura ósea común a la nobleza de
Ellyrion: un semblante bronceado y
azotado por los vientos que hablaba de
una vida pasada al aire libre a lomos de
los más poderosos garañones de
Ulthuan. Los ojos eran de un azul
brillante moteado de gris océano, pero
donde el rostro del retrato mostraba un
aspecto picaro y dicharachero, los rasgos
de Eldain eran tensos y serios. El artista
había capturado la burla juvenil que
siempre asomaba a los ojos de su
hermano menor además del espíritu
aventurero que siempre parecía rodear
a Caelir como un aura mística. Eldain
sabía bien que no poseía ninguna de
esas cualidades.
Miró a los ojos de Caelir y sintió
agitarse en su interior la culpa familiar,
que le dio la bienvenida como una vieja
amiga. Sabía que era perverso tener el
retrato de su hermano muerto (y el
antiguo prometido de su esposa)
colgado allí donde se veía obligado a
verlo cada día, pero desde su «triunfal»
regreso de la tierra de los druchii, se
había obligado a enfrentarse a la
realidad de lo que había sucedido en
Naggaroth.
Cada día lo reconcomía, pero no
podía negarse el tormento culpable,
igual que no podía detener los latidos
de su corazón.
Eldain alzó la cabeza cuando oyó los
pasos de Rhianna en la escalera que
conducía a sus aposentos. Aunque no
hubiera oído la conversación en el
patio, habría reconocido sus pasos.
Forzó una sonrisa en los labios cuando
ella apareció, sosteniendo una bandeja
de plata cargada de manjares de dulce
olor.
Se regodeó en su belleza, pues
siempre encontraba algún aspecto de
ella que saborear de nuevo. El pelo
hasta la cintura caía en torno a sus
hombros como un torrente de miel, y
sus delicados rasgos ovalados estaban
más perfectamente esculpidos de lo que
ningún artista podría esperar capturar
en el más fino mármol de Tiranoc. Su
largo vestido azul estaba bordado con
lazos y espirales de plata, y sus suaves
ojos chispeaban con retazos de oro
mágico.
Era hermosa, y su hermosura
resultaba un castigo más.
—Deberías dejar que Valeina se
encargue de esto —dijo él mientras su
esposa depositaba la bandeja frente a él.
—Me gusta venir aquí —contestó
Rhianna con una sonrisa, y Eldain pudo
oír la mentira en sus palabras.
—¿De verdad?
—De verdad —afirmó ella,
acercándose a la ventana para
contemplar la distancia—. Me gusta el
panorama. Prácticamente se ve hasta los
bosques de Avelorn.
Eldain dejó de mirar un momento a
Rhianna y observó la bandeja de
comida que había traído. Sin ganas,
cogió un trocito de pan. No tenía
apetito y lo dejó de nuevo en la bandeja
cuando Rhianna se volvió hacia él.
—¿Por qué no salimos a cabalgar
hoy, Eldain? —propuso ella—. Todavía
queda bastante luz y hace mucho
tiempo que no montas a Lotharin.
La mención de su fiel corcel hizo
que Eldain sonriera, y aunque el caballo
negro noche recorría las llanuras con las
manadas salvajes que trotaban libres
por todo el reino de Ellyrion, solamente
con pensarlo podía convocarlo de
regreso a Ellyr-charoi al galope, tal era
el vínculo que compartían.
Negó con la cabeza y señaló con la
mano los papeles dispersos sobre su
escritorio.
—No puedo. Tengo trabajo que
hacer.
El rostro de Rhianna se ruborizó y
pudo ver su furia manifestarse en el
suave brillo que se acumuló tras sus
ojos dorados. Hija de Saphery, el poder
de la magia corría por sus venas y
Eldain pudo sentir su aroma actínico en
el aire.
—Por favor, Eldain —insistió
Rhianna—. Esto no es sano. Te pasas
los días encerrado en esta torre sin otra
cosa más que libros y papeles y… con
Caelir por compañía. Es morboso.
—¿Morboso? ¿Ahora es morboso
recordar a los muertos?
—No, no es morboso llorar a los
muertos, pero vivir a su sombra es un
error.
—No vivo a la sombra de nadie —
protestó Eldain agachando la cabeza.
—No me mientas, Eldain —advirtió
Rhianna—. ¡Soy tu esposa!
—¡Y yo soy tu marido! —replicó él,
levantándose de la mesa y derribando
la bandeja de plata. Los platos cayeron
con estrépito y la copa de cristal se hizo
mil pedazos—. Yo soy el amo de esta
casa y tengo negocios que atender. No
dispongo de tiempo para frivolidades.
—¿Frivolidades…? ¿Eso es lo que
soy ahora para ti?
Eldain pudo ver las lágrimas
acumularse en sus ojos y suavizó el
tono.
—No, por supuesto que no, no es
eso lo que quería decir. Es que…
—¿Qué? —exigió Rhianna—. ¿No
recuerdas cómo me perdiste antes?,
¿cuando los druchii casi acabaron
conmigo? Fue Caelir quien me salvó,
porque tú te pasabas todo el tiempo
encerrado en esta torre «atendiendo
negocios».
—Alguien tenía que… —intentó
protestar Eldain—. Mi padre se estaba
muriendo, envenenado por los druchii.
¿Y quien había aquí para cuidar de él y
mantener a salvo a Ellyr-charoi?
¿Caelir? No lo creo.
Rhianna dio un paso hacia él y
Eldain sintió que su resolución se
desmoronaba ante sus palabras.
—Caelir está muerto, Eldain. Pero
nosotros no, y todavía tenemos toda
una vida por delante —recogió un fajo
de papeles de la mesa y continuó—.
Sigue habiendo un mundo más allá de
Ellyr-charoi, Eldain, un mundo que
vive y respira y del que deberíamos
formar parte. Pero no visitamos a los
otros nobles, ni cenamos en las
mansiones de los grandes ni bailamos
en las mascaradas de Tor Elyr…
—¿Bailar? —preguntó Eldain—.
¿Qué hay que festejar bailando,
Rhianna? Somos un pueblo moribundo
y ningún baile ni mascarada puede
ocultar eso. ¿Quieres que me pegue en
la cara una sonrisa falsa y baile en el
funeral de nuestra raza? La sola idea
me asquea.
La vehemencia de sus palabras lo
sorprendió incluso a él, pero Rhianna
negó con la cabeza, se acercó y cogió sus
manos.
—¿Te acuerdas que le prometiste a
tu hermano que cuidarías de mí?
—Me acuerdo —afirmó Eldain, y
vio ante sí al hermoso Caelir cuando le
confesó el miedo que tenía por su
supervivencia en Naggaroth cuando su
barco dejaba atrás el faro
resplandeciente en la desembocadura
de los estrechos de Lothern.
—Entonces cuida de mí, Eldain —
dijo ella—. Otros pueden ayudar a
cuidar de Ellyr-charoi. Asómate a esa
ventana, Eldain, el mundo sigue ahí
fuera y es hermoso. Sí, la raza oscura
del otro lado de las aguas se ceba sobre
nosotros y, sí, hay demonios espantosos
que pretenden destruir todo lo que es
bueno y maravilloso, pero si vivimos
nuestras vidas con un constante terror
por esos seres, entonces bien podríamos
cortarnos ahora mismo la garganta con
un cuchillo.
—Pero hay cosas que debo hacer,
cosas que…
—Pueden esperar —insistió
Rhianna, colocando sus manos sobre su
cintura y atrayéndolo hacia sí. El olor
de las orquídeas de verano flotaba en su
pelo y Eldain lo saboreó, sintiendo que
su caricia lo animaba mientras
disfrutaba del olor.
Sonrió y se relajó en su abrazo,
sintiendo que las manos de ella se
deslizaban por su espalda.
Abrió los ojos y se envaró al mirar a
los ojos de su hermano.
Tú me mataste…
2
***
—Mi señora —dijo el guerrero del alto
yelmo que portaba una larga lanza de
hoja doble—. Se hace tarde y
deberíamos regresar a la mansión.
Kyrielle Verdetez sonrió al oír la
nota de exasperación en la voz del
guerrero y puso su mejor expresión de
inocencia. Su pelo rojizo estaba
recogido en largas trenzas, sujeto a la
cabeza por un cordón de plata que
enmarcaba un hermoso rostro de
titilantes ojos de jade y una boca
carnosa que podía encantar incluso al
corazón más encallecido.
Un simple guerrero no tenía
ninguna posibilidad.
—Todavía no, tonto —dijo con un
mágico tono seductor en la voz—. Es en
el crepúsculo cuando florecen algunas
de las plantas más maravillosas. No
querrás que regrese sin algo maravilloso
para ofrecérselo a mi padre, ¿verdad?
El guerrero miró indefenso a su
camarada, prendido como una
mariposa de su mirada cautivadora,
sabiendo que no podía negarle nada, ni
aunque lo hubiera deseado.
—No, mi señora —reconoció,
derrotado.
Era injusto que ella usara la magia
con los guardias que su padre le había
proporcionado, pero no había mentido
cuando habló de la belleza de las flores
nocturnas: la torrelain de hojas de
perla, los capullos cantarines de la
mágica anurion (así llamada por su
padre y creador), y la maravillosamente
aromática rosa lunar.
Se abrió paso por la cima del
sendero del acantilado que bajaba hasta
la playa, con un guardia delante y otro
detrás mientras se dirigían a la orilla.
Kyrielle iba descalza, pues sus agudos
ojos captaban fácilmente las rocas
afiladas y los matorrales espinosos antes
de que pudieran hacerle daño.
Su largo vestido estaba hecho de
seda verde adornada con largas pautas
entrelazadas de anthemion y se ceñía
de modo seductor a su esbelta silueta.
En una mano llevaba una delicada
redecilla y en la otra un cuchillito de
hoja de plata, pues las flores nocturnas
sólo podían podarse con un cuchillo de
plata.
El olor de la noche llenaba sus
sentidos y podía oler los perfumes de la
flora local además de las intensas
fragancias que surgían de las
profundidades del océano y flotaban en
el aire. Cuando las Islas Cambiantes de
la costa este de Ulthuan se renovaban,
la oscuridad del profundo mar era
perturbada y todo tipo de extraña vida
vegetal era arrastrada a la orilla, y
aromas desconocidos teñían el aire
nocturno. Ése era el motivo principal de
que su padre hubiera levantado una de
sus mansiones de terrazas ajardinadas
en esta península de roca casi desierta
en la costa de Yvresse.
La pálida media luna que salía
bañaba la playa de un brillo espectral y
convertía los blancos acantilados en
murallas de luz que resplandecían
suavemente mientras las olas chocaban
unas con otras y cubrían la arena de
suaves suspiros.
Le encantaba esta hora de la noche,
y a menudo buscaba la paz y la
tranquilidad que le producía el sonido
de las olas. Estar fuera de casa en una
noche como ésta, con las flores
nocturnas extendiendo sus pétalos y la
luz de la luna acariciando su piel, era el
cielo para Kyrielle, un momento en que
podía olvidar los problemas del mundo
a su alrededor y simplemente disfrutar
de su belleza.
—¿No es mágico? —preguntó
mientras bailaba hacia la playa,
haciendo piruetas bajo la luna como
una de las bailarinas desnudas de la
Reina Eterna. Ninguno de los guardias
le contestó, conscientes de cuándo sus
preguntas eran retóricas. Ella se echó a
reír y bajó corriendo hacia la orilla,
siguiendo la línea de los acantilados con
largas y graciosas zancadas. Incluso a
esta distancia de la orilla, la arena
estaba húmeda bajo sus pies, y supo
que las Islas Cambiantes debían de
haber experimentado una violenta
transformación para sacudir tan fuerte
los océanos.
Se detuvo junto a una rosa lunar
particularmente vivida, cuyos pétalos se
abrieron lentamente para revelar su
romántico y oscuro interior. El intenso
aroma de la planta le causó un
escalofrío de placer y extendió la mano
para agarrar una de las borlillas
productoras de polen antes de meterla
en su red.
El suave tintineo del metal anunció
la llegada de sus guardaespaldas. Las
armaduras refrenaban su paso y ella se
rio al imaginar su consternación porque
había bajado corriendo hasta la playa,
dejándolos atrás. Continuó su camino,
cortando flores de una docena de
plantas antes de detenerse al captar el
amargo aroma de otra cosa, algo que no
encajaba.
—¿Notáis ese olor? —preguntó,
volviéndose hacia sus guardias.
—¿Qué olor, mi señora? —preguntó
a su vez el guardia al que había
hechizado camino de la orilla.
—Sangre —respondió ella.
—¿Sangre? ¿Estás segura de que es
eso lo que hueles, mi señora? ¿No será
algún tipo de flor?
Ella negó con la cabeza.
—No, tonto. Tienes razón, hay
algunas plantas que huelen a sangre,
pero ninguna de ellas es nativa de
Ulthuan. Los druchii fermentan una
bebida llamada vino de sangre y se dice
que la parra de donde sale esa uva
huele a sangre coagulada, pero no es
esto.
A la mención de los druchii, ambos
guardias se colocaron junto a ella con
movimientos lentos y marciales. Kyrielle
olfateó el aire una vez más.
—Sí, es decididamente sangre —
dijo.
Sin esperar a que los guardias la
siguieran, se dirigió a la orilla, donde las
olas cubrían la arena con líneas de
espuma. Corrió veloz por la arena, casi
sin dejar huellas donde pisaba, mientras
seguía el olor de la sangre por la playa.
Kyrielle se detuvo al ver la figura al
borde del agua, tendida de espaldas con
los brazos abiertos. Parecía un cadáver.
—¡Allí! —dijo, señalando el cuerpo
—. ¡Os dije que olía sangre!
—Espera aquí, mi señora. Por favor
—dijo el guardia más cercano antes de
que pudiera ponerse en marcha una vez
más.
Reacia, accedió a la petición del
guerrero. Después de todo, había la
posibilidad de que esta persona pudiera
ser peligrosa todavía. No obstante,
siguió a los dos guardias mientras
avanzaban cautelosamente hacia el
cuerpo. Al acercarse, vio que se trataba
de un elfo joven y hermoso vestido con
una túnica desgarrada de la guardia del
mar de Lothern. Incluso desde detrás
de los guardias pudo ver que su pecho
subía y bajaba levemente.
—Está vivo —exclamó, avanzando
hacia él.
—No, mi señora —uno de los
guardias le impidió el paso mientras el
otro se arrodillaba junto a la figura y
comprobaba si llevaba armas. Vio cómo
despojaba a la figura de un ajado
cinturón de cuero del que colgaba un
cuchillo enfundado en una vaina de
metal negra y dorada y se lo pasaba a su
camarada.
—Está vivo y no parece herido.
—Bueno, ya os lo había dicho —
replicó Kyrielle, empujando a un lado al
guardia que sostenía el cinturón para
arrodillarse junto al elfo inconsciente.
Tenía las manos desgarradas y había un
feo arañazo en su frente, pero respiraba
y eso era algo. Sus labios se movían
como si murmurara para sí, y ella bajó
la cabeza para oír mejor lo que decía.
—¡Ten cuidado, mi señora! —la
previno el guardia.
Ella ignoró su advertencia y acercó
la oreja a la boca del joven elfo, que
continuaba susurrando débilmente.
—… debo… decir… necesito
decir… Teclis. Tiene que saber…
¡Teclis!
—¡Por favor, mi señora! —exclamó
el guardia—. No sabemos quién es.
—No seas tonto —respondió
Kyrielle, apartándose de los febriles
murmullos de la figura inconsciente—.
Está claro que es uno de los nuestros,
¿no? ¡Mira!
—No sabemos nada de él. ¿Quién
sabe de dónde viene?
Kyrielle suspiró.
—¡Pero bueno! Mira su túnica. Sea
quien sea, está claro que viene de
Lothern. Obviamente su barco se
hundió y pudo nadar hasta la orilla.
—Nunca he oído que ningún barco
de Lothern se haya hundido en las Islas
Cambiantes —dijo uno de los guardias
—. Desde luego, no uno de los barcos
de lord Aislin.
—¿Lord Aislin? —preguntó Kyrielle
—. ¿Cómo sabes que es uno de los
marineros de lord Aislin?
El guardia señaló al emblema
parcialmente oscurecido de la garra de
águila en la túnica de la figura.
—Es el símbolo de la familia de lord
Aislin —dijo.
—Bueno, pues entonces eso lo zanja
todo —repuso Kyrielle—. Nuestro
deber es ayudarlo. Vamos, levantadlo y
llevadlo de vuelta a la mansión. Mi
padre podrá ayudarlo.
Al no ver otra opción, los guardias
se arrodillaron junto a la figura tendida,
pasaron los brazos por sus hombros y lo
levantaron entre ambos.
Kyrielle los siguió mientras
abandonaban la playa, sonriendo feliz
por este misterio que había aparecido
ante su puerta.
***
El capitán Finlain y tres miembros de su
tripulación que habían agotado todas
sus flechas se abrieron paso luchando a
través de la lluvia de virotes de hierro,
de vuelta a la proa del Orgullo de
Finubar. Cada guerrero llevaba una
hacha de mano larga, lenguas ardientes
de fuego mágico veteaban el cielo
oscuro, pero ninguna se acercaba al
barco de Finlain: los proyectiles iban
dirigidos contra el casco del Fuego de
Asuryan, castigándolo terriblemente.
Un desesperado intercambio de
flechas y virotes de ballesta se cruzó
entre su barco y los enemigos invisibles
ocultos en las irregulares troneras
rocosas del arca negra. Los guerreros de
Finlain se veían obligados a reservar sus
flechas hasta que sus aguzados ojos
divisaban un blanco claro. Los druchii
no mostraban esa misma contención y
rociaban la cubierta del Orgullo con
andanadas de virotes, de modo que la
cubierta y las toldillas parecían la
espalda de un puercoespín.
La oscuridad iluminada
esporádicamente y el humo del
ardiente Gloria de Eataine, que todavía
permanecía a flote, refrenaban a los lira
dores druchii, y Finlain usó su
cobertura para dirigirse hacia el sonido
de los gritos y el entrechocar de las
espadas, donde Meruval luchaba contra
los corsarios que trataban de abordar su
navío.
De los brazos y el pecho de Meruval
manaba la sangre por inmunerables
cortes, y Finlain se preguntó cómo
podía estar luchando todavía, tal era la
cantidad de sangre que manchaba su
túnica. Meruval combatía con velocidad
y gracia, sus pálidas hojas mataban con
cada golpe. Finlain quiso gritarle, pero
sabía que romper su concentración sería
fatal. En cambio, se volvió hacia los
guerreros que le acompañaban.
—Esa rampa de abordaje está
clavada a la cubierta y la borda —dijo
—. Hay que soltarla. Adelante, y no
importa lo que suceda, no os detengáis
hasta que hayáis terminado.
¿Comprendido?
Sus sombrías expresiones fueron
toda la respuesta que necesitaba, y
Finlain simplemente asintió.
—Que Asuryan sea con vosotros.
Los cuatro abandonaron su
protección y corrieron hacia Meruval.
Finlain se quedó rezagado, pues la
herida del muslo le ardía
dolorosamente. Uno de los hacheros
fue alcanzado de inmediato por un
virote y cayó a cubierta con la cabeza
atravesada, pero los demás llegaron al
costado del barco y empezaron a
blandir sus hachas con fuertes golpes.
La hermosa madera se astilló bajo sus
hojas y Finlain dio un respingo ante el
daño que le estaban causando a su
hermoso navío, aunque sabía que era
necesario para salvarlo.
Finlain blandió su propia espada
ante un corsario que se disponía a
descargar un golpe de muerte contra
Meruval, pero la hoja resbaló por las
escamas de la capa del guerrero sin
herirlo. El druchii se volvió para mirarlo
y golpeó con un par de dagas curvas de
temible aspecto que goteaban veneno
negro. Finlain esquivó la primera hoja y
bloqueó la segunda, descargó un
puñetazo contra la mandíbula del
corsario y lo arrojó de la rampa.
—¡Atrás! —gritó Finlain, y Meruval
se apartó de la lucha mientras el capitán
del Orgullo de Finubar ocupaba su
puesto al frente de la rampa. Más
virotes silbaron a su alrededor, pero no
les prestó atención y alzó la espada para
recibir a una nueva oleada de corsarios.
Antes de que atacaran, se volvió hacia
Meruval.
—¡Cuando la rampa se haya
soltado, sácanos de aquí! —le gritó.
Meruval asintió, demasiado
exhausto y sin aliento para hablar, y se
marchó tambaleándose cubierta abajo.
Finlain volvió su atención a los corsarios
que ya se acercaban y soltó un grito de
desafío cuando se lanzaron hacia él con
sus crueles ojos y sus mortíferas
espadas.
Combatió en trance. Su espada se
movía como por propia voluntad
mientras abría gargantas y vientres con
cada grácil mandoble. Notaba las
espadas cortar su propia carne, pero no
sintió ningún dolor y continuó matando
a sus oscuros parientes con implacable
precisión.
Podía oír tenuemente sus gritos de
dolor y odio mezclados con los sólidos
golpes de las hojas de las hachas, pero
todo lo demás parecía haber
enmudecido, como si la batalla se
librara bajo el agua. Una espada druchii
pareció flotar por encima de su cabeza
cuando la apartó y luego giró la hoja en
un golpe decapitador. Con el rabillo del
ojo vio a un guerrero embozado que
atacaba con una larga espada de hoja
oscura, los ojos verdes brillando con
siglos de maldad, y supo que no podría
bloquear el golpe.
Justo cuando comprendía que éste
era el golpe que iba a matarlo, la rampa
de abordaje se estremeció y sus
hacheros finalmente liberaron la
cubierta. Los druchii de la rampa se
tambalearon y el espadachín de los ojos
verdes resbaló cuando el suelo se movió
bajo sus pies. Finlain clavó su espada
ensangrentada entre las costillas del
corsario y lo echó de una patada de la
rampa.
—¡Capitán! —gritó uno de los
hacheros—. ¡Estamos libres!
Finlain dio un paso atrás.
—¡Meruval! —gritó—. ¡Ahora!
Las palabras aún no habían acabado
de salir de su boca cuando el Orgullo de
Finubar se apartó del arca negra con
una sacudida. Sin nada que la
sostuviera, la rampa de abordaje envió a
una docena de corsarios druchii al mar
revuelto y cayó por el lado del
acantilado con metálico resonar.
Finlain bajó la espada y apoyó la
mano en los lastimados costados de su
nave mientras una oleada de dolor y
desvanecimiento amenazaba con
apoderarse de él. Más guerreros
corrieron a ayudar al navío a conseguir
cuanta distancia fuera posible entre
ellos y el arca negra. Finlain dejó
escapar un profundo suspiro y se volvió
hacia los cansados hacheros.
—Bien hecho —los felicitó. El gran
acantilado oscuro empezaba a alejarse,
la superior velocidad y maniobrabilidad
del barco águila lo dejaba atrás con
rapidez—. Habéis salvado el navío.
Los dos guerreros inclinaron la
cabeza ante el cumplido del capitán y
Meruval ordenó a gritos que izaran las
velas.
Mientras la niebla se cerraba a su
alrededor, Finlain supo que no estaban
en modo alguno fuera de peligro. Se
abrió paso por la cubierta, ofreciendo
palabras de alabanza y felicitaciones a
sus guerreros hasta que llegó junto a
Meruval, que estaba desplomado en la
popa, junto al timón.
—¿Y los demás? —preguntó
Meruval.
—Perdidos. Vi hundirse al Gloria de
Eataine y no oí más que masacre en el
Fuego de Asuryan. Me temo que sólo
hemos escapado nosotros, amigo mío.
—Todavía no estamos a salvo,
capitán —dijo Meruval.
—Es cierto —reconoció Finlain—.
No sé a qué velocidad puede navegar
una arca negra, pero no pienso esperar
a averiguarlo. Llévanos a Lothern por la
ruta más rápida y luego hazte mirar esas
heridas. Tenemos que avisar a lord
Aislin que una arca negra navega por
las aguas de Ulthuan.
—En nombre de Isha, ¿cómo ha
conseguido llegar una arca negra tan al
sur? —se preguntó Meruval.
—No lo sé —contestó Finlain—.
Pero sólo hay un motivo para que esté
aquí.
—¿Y cuál es?
Finlain agarró con fuerza su espada.
—Invasión.
***
Ellyrion poseía algunos de los más
hermosos paisajes de todo Ulthuan,
decidió Yvraine Hoja de Halcón
mientras remontaba un promontorio y
contemplaba la amplia expansión de
llanuras doradas y bosques
desbordantes que se extendían entre la
ciudad de Tor Elyr y la gran barrera de
las Montañas Annulii. Los cantos de los
pájaros la entretenían, el dulce olor del
verano flotaba en el aire, como siempre,
y el sol de mediodía calentaba su piel
clara.
Manadas de caballos salpicaban las
llanuras, y aquí y allá podía distinguir a
jinetes de Ellyrion entre ellos, como si
fueran también caballos. Quizá lo eran,
pensó Yvraine, sabiendo que el lazo que
existía entre los nobles ellyrianos y sus
monturas era más parecido al que
compartían viejos amigos que al del
jinete y su corcel. Con razón se decía
que era mejor dañar al hermano de un
ellyriano que a su caballo…
Empezó a bajar por la empinada
pendiente con pasos seguros y medidos,
sin dejar ninguna huella de su paso,
aunque tenía aún la cabeza embolada
tras el viaje desde Saphery a Ellyrion, a
pesar de los esfuerzos del capitán del
barco por hacer su viaje por el mar
interior lo más cómodo posible. Le
hacía bien sentir el sol en el rostro, el
viento en el pelo y disfrutar de suelo
sólido bajo sus pies. A Yvraine no le
gustaba viajar por ningún otro medio
que sus propios pies, y aunque los
navíos de los elfos se deslizaban
suavemente sobre los mares, le había
resultado casi imposible meditar
durante el viaje, todos sus intentos
frustrados por las conversaciones de la
tripulación o el movimiento del barco.
Yvraine sacudió su larga túnica de
color crema y se ajustó la armadura de
ithilmar que llevaba debajo, los
brillantes eslabones y las suaves placas
forjadas ex profeso para su esbelta
figura. A la espalda llevaba una ancha
espada, metida en una larga vaina de
suave terciopelo rojo y sujeta a la
armadura por un broche dorado que
tenía en el pecho.
Se detuvo y se protegió los ojos del
sol mientras contemplaba el verde
paisaje y veía el lejano reflejo de la luz
en las pálidas murallas de piedra de una
mansión al pie de un túmulo de rocas.
Mitherion Ciervo de Plata le había
dicho que la mansión del marido de su
hija se encontraba entre dos cascadas y
los centinelas de las puertas de Tor Elyr
le habían dado direcciones detalladas
para encontrar la mansión Éadaoin.
Segura de que la mansión que tenía
delante era la que buscaba, Yvraine
retiró la espada de su espalda, una gran
hoja de artesanía exquisita y gracia
increíble para ser usada con las dos
manos, y se sentó graciosamente con las
piernas cruzadas. Llegaría a su destino
por la mañana y antes deseaba
recuperarse del letargo del viaje.
Y el mejor modo de conseguirlo era
realizar el ritual purificador de los
maestros de la espada.
Yvraine colocó la enorme hoja sobre
su regazo y cerró los ojos, dejando que
los sonidos naturales de Ellyrion la
ayudaran a tranquilizarse y entrar en
trance de meditación.
Su respiración se redujo y sus
sentidos se desplegaron en su cuerpo
mientras susurraba lentamente el
mantra de los maestros de la espada de
Hoeth tal como le había enseñado el
maestro Dioneth de la Torre Blanca.
Yvraine sintió la suavidad de la hierba
bajo su cuerpo, el calor y la fecundidad
de la tierra más abajo y las fuertes
corrientes de magia que penetraban la
misma roca e impedían que la isla de
Ulthuan desapareciera bajo las olas.
El aire a su alrededor chispeaba y la
magia llevada por el viento se ajustó a
sus sutiles vibraciones y un suave brillo
aumentó tras sus párpados. Con un
rápido movimiento desenvainó la
espada y sostuvo la hoja plateada
delante de ella. Su longitud era enorme
y su peso, sin duda, extraordinario,
pero Yvraine la manejaba como si fuera
tan liviana como una ramita de sauce.
Su cabello claro, casi blanco, se
reflejaba en la lisa superficie de la hoja,
la perfección del arma sólo rivalizaba
con la acerada concentración de sus
rasgos afilados y angulosos. Yvraine
dejó escapar de sus labios un suspiro de
expectación y asintió para sí.
Sus piernas se desenredaron como
serpientes al ataque y en un parpadeo
estuvo de pie, la espada alzada sobre
ella y destellando al sol. La hoja giró en
sus manos e invirtió su agarre, y realizó
una intrincada serie de maniobras que
eran casi demasiado rápidas para que el
ojo pudiera seguirlas.
Sus pies estaban en constante
movimiento mientras saltaba, esquivaba
y golpeaba a oponentes imaginarios, y la
poderosa hoja hendía el aire con la
telaraña impenetrable de ithilmar
danzando graciosamente alrededor de
su cuerpo. Uno a uno, realizó los treinta
ejercicios básicos de los maestros de la
espada antes de pasar a técnicas más
avanzadas.
Una vez más, alzó la enorme espada
al cielo y la sostuvo ante su rostro, la
cruz dorada al nivel de sus mejillas, la
respiración regular y vigorosa. Sin
esfuerzo visible, Yvraine hizo girar la
espada en una deslumbrante serie de
maniobras que habrían hecho que el
mejor de los espadachines varones
llorara por su propia falta de habilidad y
que únicamente poseían los más
dotados guerreros de Ulthuan. Sólo a
través de un entrenamiento superlativo
con los señores del conocimiento de la
Torre Blanca podía trascender un
guerrero la mera habilidad y convertirse
en un auténtico maestro de las artes
marciales y realizar hazañas con la
espada más allá de la imaginación.
Mente y cuerpo en total armonía, la
poderosa espada se convirtió en parte
de Yvraine, sus perfectas cualidades
físicas y espirituales manifestándose en
unos movimientos con la espada que
eran simplemente sublimes. Con una
selección de la mayoría de las técnicas
avanzadas, pasó a una serie más
personal de maniobras, donde su propia
alma fluía en la hoja de la espada y la
informaba de cada uno de sus
movimientos.
Cada maestro de la espada tenía su
propio estilo particular con el arma, y
cada guerrero desnudaba un elemento
de su corazón cuando luchaba, un
aspecto de su personalidad que era tan
único y distinto como para resultar
inconfundible a otro practicante del
arte. La espada de Yvraine se alzó más y
más rápido, la punta cortó el aire en
una serie de veloces barridos que
habrían sido imposibles de no ser por
las décadas de entrenamiento y por el
dominio de su propio cuerpo.
Por fin, la espada cesó su
movimiento, tan repentinamente que
un observador podría haber llegado a
creer que nunca se había movido. Con
un destello de acero plateado la
devolvió a su vaina e Yvraine se sentó
ton las piernas cruzadas una vez más, y
su respiración fue volviendo a la
normalidad mientras emergía de la
meditación.
Abrió los ojos, tranquila y
refrescada después de sus ejercicios, y
sonrió al sentir que las telarañas que
habían nublado su alma durante el
viaje desde Saphery se apartaban de ella
como segadas por su espada. Yvraine se
puso en pie, volvió a colgarse el arma a
la espalda y ajustó el cinturón sobre la
armadura una vez más.
Extendió la capa sobre la espada y
echó a andar en dirección a la lejana
mansión.
3
***
Eldain bajó corriendo las escaleras de la
Torre Hipocrena, abrochándose una
túnica de terciopelo sobre la camisa de
seda mientras lo hacía. Valeina lo había
despertado justo después del amanecer
con la noticia de que había llegado una
visita a las puertas de Ellyr-charoi y
solicitaba hablar con el señor de la casa.
Normalmente, Eldain no recibía
ninguna visita, y habría enviado a ésta
de vuelta sin atenderla, pero no se
trataba de un huésped corriente.
Cuando le solicitó la descripción del
visitante, Valeina describió un guerrero
ataviado con una brillante armadura de
ithilmar, un alto casco emplumado, y
una poderosa espada.
Eldain supo inmediatamente qué
tipo de persona había llegado a su
puerta.
Un maestro de la espada, uno de los
guerreros místicos que viajaban por
todo lo largo y ancho de Ulthuan,
recopilando noticias e información para
los maestros de la Torre de Hoeth.
Nadie se negaba a recibir a un
individuo semejante, y por eso le había
ordenado a Valeina que preparara un
desayuno de pan fresco y frutas
mientras se vestía.
¿Qué podía buscar en Ellyr-charoi
uno de los maestros de la espada?
Mientras reflexionaba sobre esta
pregunta en su mente, un frío temor se
apoderó de Eldain y sus últimos pasos
hacia el patio de verano fueron pesados
y temerosos. Rhianna ya lo estaba
esperando, y por su expresión vio que
estaba igualmente sorprendida por la
llegada del visitante, aunque su
sorpresa era más fruto de la emoción
que de la preocupación.
—¿Has visto a nuestro huésped? —
preguntó Eldain sin más preámbulos.
Rhianna negó con la cabeza.
—No, ella está esperando en el
salón de los palafreneros.
—¿Ella?
—Sí, Valeina me ha dicho que se
llama Yvraine Hoja de Halcón.
—¿Te ha dicho también por qué
viene a Ellyr-charoi una maestra de la
espada?
—No, pero debe de traer noticias
importantes pata haber venido desde
Saphery.
Eldain asintió.
—Eso es lo que me preocupa —dijo.
Juntos cruzaron el patio y siguieron
la línea de las murallas hasta una alta
puerta de fresno tallado decorado con
tiras de oro y plata en forma de
caballos. Eldain inspiró profundamente
y abrió la puerta, recorrió el vestíbulo
de piedra blanca y salió al salón de los
palafreneros, una cámara amplia y
tenuemente iluminada adornada con
trofeos y maravillosas escenas de caza
de anteriores señores de la familia
Éadaoin. Una larga mesa en forma de
óvalo alargado ocupaba el centro del
salón, donde en tiempos pasados los
palafreneros de la noble casa cantaban,
festejaban y bailaban después de una
buena cacería.
Ahora el salón estaba vacío, no se
cantaban canciones y habían pasado
décadas desde la última vez que el
señor de los Éadaoin salió de caza. La
entrada de Eldain y Rhianna dispersó
las hojas caídas cuando atravesaron el
vestíbulo. La ocupante de la cámara
dejó de contemplar el cuadro que
mostraba a un noble elfo a lomos de un
corcel blanco puro que mataba a una
horrible bestia imitada de las Annulii.
—¿Eres tú, mi señor? —preguntó la
maestra de la espada con voz suave y
melódica.
Eldain contempló el cuadro y sintió
que el corazón le daba un vuelco.
—No, es mi hermano.
—Se parece mucho a ti.
—Se parecía —dijo Eldain—. Está
muerto.
La maestra de la espada inclinó
profundamente la cabeza y Eldain vio la
tremenda espada que llevaba a la
espalda, una arma que sin duda era casi
tan alta como ella.
—Mis disculpas, lord Éadaoin,
lamento tu pérdida. Y perdona mis
modales; aún no me he presentado. Soy
Yvraine Hoja de Halcón, maestra de la
espada de Hoeth.
Yvraine Hoja de Halcón era alta
para ser una elfa, esbelta y de aspecto
aparentemente poco adecuado para un
maestro de la espada. Sus rasgos eran
más afilados que los de la mayoría de
los elfos de Ulthuan, y Eldain se relajó
al no ver ninguna malicia en su joven
rostro.
—Yo soy Eldain Cabellos Ligeros —
dijo él—. Lord de la familia Éadaoin y
señor de todas las tierras desde aquí
hasta las montañas. Y ésta es mi esposa,
Rhianna.
De nuevo la maestra de la espada se
inclinó.
—Es un honor conoceros, y que las
bendiciones de Isha sean sobre
vosotros.
—Y sobre ti —respondió Rhianna
—. Bienvenida a nuestra casa.
¿Desayunarás con nosotros?
—Gracias —aceptó Yvraine—. Ha
sido un viaje largo y, lo confieso,
agotador. Me alegraré de tomar un
poco de comida y agua, sí.
Yvraine se sentó a la mesa y Eldain
captó una sombra de leve decepción en
su rostro. Bien pudo imaginar su causa.
Desde la muerte de su padre, el hogar
ancestral de su familia se había
convertido en un lugar de duelo en vez
de alegría. Silencios melancólicos y
espectros de glorias pasadas llenaban los
salones, donde antes risas y canciones
resonaban entre los muros. La muerte
había picoteado en los pechos de los
Éadaoin y acallado el salvaje latido de
sus corazones arrebatadores.
Rhianna y él se sentaron frente a
Yvraine. Valeina entró con una amplia
bandeja con pan y fruta y una jarra de
cristal de fría agua de la montaña.
Depositó la bandeja en el centro de la
mesa y Eldain asintió en gesto de
agradecimiento.
—Eso será todo, Valeina —dijo,
extendiendo la mano para servir agua a
Yvraine y a Rhianna antes de llenar su
propia copa. Valeina se retiró y cerró
tras ella la puerta del salón de los
palafreneros, dejando allí a los tres
sentados en silencio.
Yvraine bebió su agua sin mostrar
todavía ningún signo de cuál era el
propósito que la había traído allí, y
Eldain apenas pudo contener su
curiosidad. En ocasiones, los maestros
de la espada viajaban sin otro particular
más que recopilar conocimientos,
llegando hasta los rincones más lejanos
de Ulthuan para interrogar a los nobles
y guerreros locales sobre
acontecimientos recientes que luego
comunicaban a la Torre Blanca, pero
Eldain ya sabía que esta ocasión no era
una de ésas.
Cada movimiento de Yvraine Hoja
de Halcón le decía a Eldain que había
venido aquí con un propósito.
—¿Has viajado directamente desde
Saphery, maestra Hoja de Halcón?
—Así es —contestó Yvraine,
sirviéndose una pieza de aoilym
madura.
—¿Y a qué debemos el placer de tu
compañía?
Eldain sintió el calor de la mirada
de Rhianna y comprendió que estaba
siendo descortés de puro brusco, pero si
esta mujer traía su condenación,
prefería enfrentarse a ella lo más pronto
posible y no evitarla.
Yvraine no mostró ningún signo
externo de advertir su conducta
ansiosa, y dio un mordisco a la fruta y
saboreó su carne deliciosamente fresca.
—Traigo un mensaje de su padre
para la hija de Mitherion Ciervo de
Plata.
—¿Un mensaje para mí? —dijo
Rhianna.
El corazón de Eldain se calmó y una
brillante sonrisa de alivio se extendió
por su rostro. Era típico de un
archimago recurrir a la pompa de enviar
a uno de los maestros de la espada para
entregar un mensaje, cuando había una
docena de formas distintas de
comunicarse por medios mágicos.
Extendió la mano para coger una
pieza de fruta, y dijo:
—Entonces te insto a entregarlo,
dama Hoja de Halcón. ¿Cómo se
encuentra mi suegro?
—Bien —respondió Yvraine—.
Prospera y sus investigaciones sobre los
fenómenos celestiales continúan
teniendo el favor de los señores del
conocimiento. De hecho, sus
adivinaciones están demostrando ser de
gran interés estos días.
Rhianna se inclinó sobre la mesa.
—Por favor, no me consideres
descortés, pero me gustaría oír lo que
tiene que decir mi padre.
Yvraine devolvió al plato el corazón
del aoilym.
—Por supuesto. Simplemente te
pide que me acompañes de vuelta a la
Torre de Hoeth.
—¿Qué? ¿A Saphery? ¿Por qué?
—No lo sé —contestó Yvraine, y
Eldain notó que había una parte del
mensaje que aún no había transmitido
—. Pero me enviaron con cierta
urgencia. Me he tomado la libertad de
asegurarnos pasaje en un barco con
destino a Tor Elyr y se le ha ordenado a
su capitán que espere a nuestra llegada
antes de zarpar. Si partimos pronto,
podremos estar en Tor Elyr antes del
anochecer.
—¿Está enfermo? ¿Es por eso que
me manda llamar?
Yvraine negó con la cabeza y una
leve sonrisa asomó a sus labios.
—No, está bastante bien, te lo
aseguro, mi señora. Pero insistió mucho
en que ambos me acompañarais de
regreso a Saphery.
Al principio Eldain pensó que había
oído mal, pero luego vio la expresión de
silenciosa diversión en el rostro de la
maestra de la espada.
—¿Ambos? ¿Quiere que ambos
viajemos contigo?
—Así es.
—¿Sin ningún motivo?
—No me dieron motivos,
simplemente una orden.
—¿Y se supone que tenemos que
hacer las maletas e ir porque él lo dice?
—preguntó Eldain.
Yvraine asintió y Eldain notó que su
irritación aumentaba ante su falta de
colaboración. Aunque sentía gran
respeto por el padre de Rhianna, era,
como muchos otros que practicaban la
magia, algo imprevisible y caprichoso.
Una tendencia que, sabía, existía en su
hija.
Pero recorrer todo Ulthuan sin
tener ni idea de por qué, ni de qué los
esperaba al final del viaje parecía una
petición irracional, incluso para los
baremos de un mago.
Rhianna parecía igualmente
confundida por la solicitud de su padre,
pero la perspectiva de visitarlo pronto
pudo más que cualquier preocupación
por los motivos de su demanda.
—¿No dio ninguna indicación de
por qué quiere que vayamos a la Torre
Blanca? —preguntó Rhianna.
—No dio ninguna.
—Entonces ¿te importaría
especular? —intervino Eldain—. Debes
tener alguna idea de por qué envía a
una de las guardianas de la Torre
Blanca a recoger a su hija.
Yvraine negó con la cabeza.
—En la vida, la gente más sabia y
sensata evita las especulaciones.
«Maravilloso —pensó Eldain—,
guerrera y filósofa…»
***
Se llamaba Kyrielle Verdetez y le había
salvado la vida.
Cuando el dolor y la incomodidad
del canto de sirena de la planta
carnívora aromática se desvaneció de su
mente, ella lo ayudó a ponerse en pie y
lo reprendió mientras le sacudía la ropa
limpia que había dejado para él.
—¡Mira cómo te has puesto! —dijo
—. ¡Y yo que me tomé la molestia de
buscar a uno de los guardias que
tuviera tu mismo tamaño!
—¿Qué…? —preguntó él,
señalando débilmente los restos
humeantes de la planta—. ¿Qué era
eso?
—¿Eso? Oh, sólo una de las
creaciones más destacadas de mi padre
—dijo ella, despectiva, agitando una
delicada mano—. En realidad, un
pequeño experimento que, entre tú y
yo, no salió demasiado bien, pero le
encanta trastear con cosas de más allá
de este mundo para ver cómo
combinan con nuestras especies nativas.
—¿Está muerta?
—Eso creo —respondió ella, y luego
se echó a reír—. A menos que mi magia
se esté quedando muy oxidada.
—¿Eres maga?
—Tengo un poco de poder —
respondió ella—, pero ¿quién no lo
tiene en Saphery?
—¿Saphery? ¿Eres de allí? —
preguntó él, aunque ya lo había
supuesto.
—En efecto.
Ella sonrió.
—Eres invitado de Anurion el
Verde, archimago de Saphery, y éste es
su palacio en Yvresse —dijo—. Yo, por
otro lado, soy su hija, Kyrielle.
Él pudo sentir la pausa expectante
después de haber pronunciado su
nombre, pero no tenía nada que
decirle.
—Lo siento, mi señora, pero no
tengo ningún nombre que darte. No
puedo recordar nada de antes de que
naufragara en el mar.
—¿Nada? ¿Nada en absoluto?
Bueno, es una lástima —apuntó ella, en
una magistral muestra de cómo
trivializar las cosas—. Bueno, no puedo
hablar por ti si no tienes nombre. ¿Te
importaría mucho si pensara un
nombre para ti? ¡Sólo hasta que
recuerdes el tuyo, por supuesto!
Hablaba tan rápido que él tenía
problemas para seguirla, sobre todo con
la bruma que parecía llenar sus
pensamientos.
—No, supongo que no —dijo.
El rostro de Kyrielle se contrajo de
una manera que sugería que estaba
concentrándose.
—Entonces te llamaré Daroir. ¿Te
parece bien? —dijo por fin.
Él sonrió.
—La runa del recuerdo y la
memoria.
—Parece adecuado, ¿verdad?
—Daroir —repitió él, repasando
mentalmente el nombre. No tenía
ninguna conexión con aquel nombre y
por instinto supo que no se llamaba así
de verdad, pero sería suficiente hasta
que pudiera recordar cuál era el
verdadero—. Supongo que es
adecuado, sí. Tal vez sirva de ayuda.
—Entonces, ¿no recuerdas nada en
absoluto? —quiso saber Kyrielle—.
¿Nada de nada?
—No —negó él con la cabeza—.
Recuerdo que estuve a punto de morir
en el mar y que me arrastré hasta la
playa. Y… eso es todo.
—Qué historia tan triste —dijo ella,
y una lágrima le corrió por la mejilla.
Su súbito cambio de humor lo
sorprendió.
—Con una lágrima en los ojos y una
sonrisa en los labios… —dijo.
Aunque se oyó decir aquellas
palabras, a sus oídos resultaron
desconocidas, aunque fluían de modo
natural de su boca.
—¿Conoces las obras de Mecelion?
—sonrió ella entonces.
—¿De quién?
—Mecelion —repitió Kyrielle—. El
poeta guerrero de Chrace. Acabas de
citar El más bello amanecer de Ulthuan.
—¿Ah, sí? —se extrañó Daroir—.
Nunca he oído hablar de Mecelion, ni
mucho menos he leído ninguno de sus
poemas.
—¿Estás seguro? Por lo que
sabemos, podrías ser el más grande
estudiante de poesía de todo Ulthuan.
—Cierto, pero ¿qué podría estar
haciendo en el mar un estudiante de
poesía?
Kyrielle lo miró de arriba a abajo.
—No, no tienes mucha pinta de
estudiante. Demasiados músculos. ¿Y
cuántos estudiantes tienen heridas
como las que tú tienes en el hombro y
la cadera? Has sido guerrero en tus
tiempos.
Daroir se ruborizó, advirtiendo que
ella tenía que haberlo visto desnudo
para conocer las viejas heridas de su
cuerpo. Kyrielle se echó a reír al ver
cómo se ruborizaban sus mejillas.
—¿Pensabas que te habías
desnudado tú sólito? —preguntó.
Él no respondió. Ella lo cogió de la
mano y lo condujo hasta un hermoso
arco de hojas de palmera que se
separaron cuando se acercaron para
revelar una escalera que se alzaban
hacia la mansión emplazada en lo alto
del acantilado.
La escalera tallada en la roca era tan
hermosa que Daroir no estuvo seguro
de que se hubiera formado de manera
natural. Extrañamente para este lugar
de maravillosa flora, los peldaños
estaban completamente libres de hierba
o tierra, como si las plantas supieran
que tenían que mantener despejado el
ascenso.
La siguió de buena gana mientras
ella lo guiaba escaleras arriba.
—¿Adónde vamos?
—A ver a mi padre —respondió
Kyrielle—. Es un mago poderoso y tal
vez pueda devolverte la memoria.
Le soltó la mano y empezó a subir.
Daroir sintió un cálido brillo envolverlo
cuando ella le sonrió, como si alguna
extraña magia tranquilizadora estuviera
funcionando en su interior.
La siguió escaleras arriba.
***
Muy, muy lejos, en una tierra carente
de risas amables o de luz del sol que
calentara la piel, un agudo chillido que
hablaba de sangre derramada resonó en
una torre de descarada oscuridad.
Alrededor de esta torre, la más alta y
ominosa, había cien más, frías y
apestando a malicia, y alrededor de
éstas había un millar más. Humo negro
se arremolinaba en torno a ellas, que se
alzaban sobre una ciudad emplazada al
pie de montañas de hierro y que vivía
en las pesadillas del mundo.
Era Naggarond, la Torre del Frío…,
el olvidado dominio del Rey Brujo,
temible gobernante de los oscuros
parientes de los elfos de Yvraine.
Los druchii.
Castillos y torretas negras rodeaban
la poderosa torre que se alzaba en el
centro de la ciudad, envuelta en la
lluvia cenicienta de aquellos que habían
sido quemados en las piras de sacrificio
que aún ardían, rojas y negras, en
templos cubiertos de sangre.
Murallas de treinta metros de altura
rodeaban la ciudad, y de las murallas se
alzaba un bosque maligno de torres
oscuras y retorcidas donde ondeaban
los estandartes ensangrentados del
infernal amo de la ciudad. Un ejército
de cabezas cortadas y un tapiz de pieles
colgaba de las picudas almenas, y los
asquerosos restos goteaban por la negra
pared de la muralla.
Aves carroñeras revoloteaban sobre
la ciudad en una nube omnipresente,
sus gritos resonaban hambrientos e
impacientes mientras cruzaban el cielo
ominoso y carente de alegría. El
golpeteo de los martillos y el roce del
hierro se alzaba en la ciudad,
mezclándose con los gritos de angustia
y los gemidos de los condenados en un
terrible cántico mortal que no cesaba
nunca.
Los habitáculos de los elfos oscuros,
ruinas ominosas y destrozadas, áticos
expuestos al viento y torres embrujadas,
llenaban la ciudad, cada uno de ellos
más triste que el anterior.
El grito surgido de la torre más alta
del centro de la ciudad perduró, como
si el aire mismo lo estuviera
saboreando, y los que lo oyeron dieron
gracias a sus dioses por no ser ellos
quienes sufrían hoy. Los gritos llevaban
días repitiéndose, y aunque no eran
nuevos en Naggarond, hablaban de un
nivel de sufrimiento que superaba la
imaginación.
Pero el origen de los gritos no era
uno de los elfos de piel de marfil de la
ciudad, sino de un hombre, aunque
había cortado todos los lazos con su
especie hacía muchos años por el éxtasis
de la batalla y la adoración de los
Dioses Oscuros del norte.
En una habitación cerrada,
iluminada tan sólo por las ascuas de un
brasero humeante, Issyk Kul producía
sus oscuros tormentos en un lienzo de
carne que le había entregado la
Hechicera Bruja. De dónde procedía el
joven era irrelevante, y lo que sabía no
tenía importancia, pues Kul no había
iniciado sus torturas con ningún otro
propósito más que infligir agonía.
Convertir en una ruina maravillosa
aquel cuerpo perfecto, y sin embargo
mantenerlo con vida y consciente del
horror que se le causaba era a la vez su
arte y un acto de adoración.
Kul era ancho y musculoso, y su
cuerpo duro como el hierro debido a los
rigurosos climas norteños del Viejo
Mundo y una vida de guerra y excesos.
Cordones de cuero sujetaban un
tramado de placas moldeadas para
ajustarse a su cuerpo bronceado, su
armadura brillaba y ondulaba como si
fuera carne rosa despellejada, y su piel
relucía con ungüentos perfumados.
Una cabellera dorada y luminosa
remataba el rostro de un libertino, de
rasgos bien dibujados y atractivos hasta
el punto de la belleza. Pero donde
terminaba la belleza comenzaba la
crueldad, y sus grandes ojos no
conocían la piedad ni la compasión,
sólo la infame indulgencia y la obsesión
del fetichista.
Cuando terminara con su juguete,
lo liberaría, sin ojos, sin labios y
enloquecido. Lo soltaría en la ciudad
para que babeara y suplicara una
muerte que tardaría en venir.
Deambularía por las calles convertido
en una rareza, y los gritos de repulsión
y admiración lo perseguirían hasta los
más oscuros rincones de la ciudad,
donde se convertiría en un festín para
las criaturas de la noche.
Kul se apartó de su obra, descartó
las agujas y seleccionó una hoja tan fina
y esbelta que no servía para ninguna
otra cosa más que para infligir las
torturas más espantosas en los órganos
más sensibles del cuerpo.
Más gritos llenaron la cámara, y los
de Kul se unieron a los de su juguete.
Sus gruñidos alcanzaron el clímax en un
aullido atávico de placer mientras
completaba su violación de lo que una
vez fue un pálido mensajero de ojos
brillantes.
Saciados sus deseos por el
momento, Issyk Kul se inclinó para
besar los gimoteantes pedazos de carne.
—Tu dolor ha complacido al gran
dios Shornaal, y por eso te doy las
gracias —dijo.
Se dio media vuelta para abandonar
la cámara, deteniéndose sólo lo
suficiente para recuperar una espada
gloriosamente elaborada de curvas
sinuosas y crueles pinchos. La
empuñadura de hueso picoteó la carne
de sus manos y una cuchilla ubicada en
el mango le marcó la palma cuando giró
la hoja para meterla en la vaina que
llevaba a la espalda.
Más allá de los confines de la
habitación que utilizaba como templo
de adoración, un pasadizo de piedra se
perdía a derecha e izquierda, siguiendo
la forma de la torre, y Kul echó a andar
con largas y gráciles zancadas hacia los
cánticos y gemidos.
La música de la torre estaba
imbuida en su estructura, milenios de
sufrimiento y sangre improntados en
sus mismos huesos. Kul podía sentir la
angustia que se había descargado en
este lugar como si hubiera sucedido
ante sus mismos ojos. Espectros de
asesinatos pasados desfilaron ante él, y
los tormentos que construyeron este
lugar eran como vino de la más dulce
viña de sangre.
Por fin la curva del pasadizo
terminó en un amplio portal de hueso y
bronce que conducía al corazón de la
torre. Seis guerreros con capa, largas
cotas de malla negra y altos cascos de
bronce guardaban el portal; sus grandes
alabardas de negra hoja reflejaban la
luz de las antorchas que ardían en
pebeteros hechos con cráneos. El rostro
de cada guerrero mostraba la marca de
Khaine, el dios de mano ensangrentada
del asesinato, el odio y la destrucción, y
Kul sonrió al ver la licenciosa
deformación de la carne.
Aunque era bien conocido en
Naggaroth, las armas de los guardias
entrechocaron para bloquearle el paso a
las escaleras de ébano que conducían al
santuario interior de la torre.
Kul asintió, satisfecho, sabiendo que
si lo hubieran dejado pasar hasta su
señor sin oponerse, él mismo los habría
matado. Más de un campeón de los
Dioses Oscuros había caído presa de la
traición de un camarada de confianza, y
Kul no había vivido tres siglos
asumiendo que la fe de los amigos era
eterna.
—Enorgullecéis a vuestro amo —los
halagó Kul—, pero me esperan.
—Puede que te esperen, pero no
irás a ver a lord Malekith sin escolta —
dijo una voz tras él, y Kul sonrió.
—Kouran —replicó, dándose la
vuelta para ver al comandante de la
guardia negra de Naggarond, la guardia
de élite de la ciudad del Rey Brujo.
Kouran era casi un palmo más bajo que
Issyk Kul, pero de todas formas su
aspecto era formidable con la oscura
armadura forjada con el metal
irrompible de una estrella caída y la
espada forjada por antigua magia ya
olvidada.
Los ojos violeta del elfo se
encontraron con los de Kul, y al
campeón le complació ver la total
ausencia de miedo en su mirada.
—¿No te fías de mí? —preguntó
Kul.
—¿Debería?
—No —admitió aquél—. He
matado a amigos y aliados antes,
siempre que se me antojó.
—Entonces subiremos juntos, ¿no?
—dijo Kouran, dejando claro a Kul que
no se trataba de una sugerencia.
Asintió y le hizo un gesto al capitán
de la Guardia Negra. Kouran posó la
mano en la empuñadura de su espada y
Kul pudo sentir el mal de la hoja
esparcirse en el aire como dulce
incienso.
Las brillantes hojas de la Guardia
Negra se separaron e Issyk Kul y
Kouran atravesaron el portal de hueso.
Una brumosa cortina de humo de dulce
olor brotó del suelo para rodearlos y
llevarlos hacia adelante. La cámara más
allá del portal estaba fría, y una telaraña
de escarcha formó una pátina blanca en
su armadura. El ungüento se le heló en
la carne y su respiración flotó en el aire
ante él mientras Kouran lo guiaba a
través de las brumas púrpura hacia la
escalera de caracol de metal mohoso de
la que goteaba un pegajoso residuo de
sangre antigua.
Kouran subió las escaleras y Kul lo
siguió, adaptando su musculosa masa a
tan estrecho hueco. Había soñado con
acercarse a la presencia del Rey Brujo
mil veces desde que trajo su ejército a
Naggarond, y sintió una deliciosa
oleada de aprensión y emoción tronar
en sus venas mientras seguía a Kouran.
Aunque había matado y torturado
durante cientos de años, Kul era bien
consciente de que la oscuridad que
había traído al mundo no era más que
una fracción de la sombra proyectada
por el Rey Brujo.
Desde hacía más de quinientos
años, el Rey Brujo reinaba sobre
Naggaroth, y todas las épocas
posteriores del mundo habían conocido
su letal poder. En Ulthuan, su nombre
no se pronunciaba excepto como
maldición, mientras que en las tierras
de los hombres su poder era una
leyenda terrible que aún acosaba al
mundo y planeaba causar su ruina. Para
las tribus del norte, el Rey Brujo era
sólo otro gobernante de un reino
lejano, en ocasiones un tirano que
temer o un aliado con quien luchar.
Una lluvia roja de sangre cayó
desde las alturas, convirtiendo el pelo
dorado de Kul en lacios hilos de
escarlata, y lamió las gotas coaguladas
mientras le corrían por la cara.
La chirriante escalera de hierro
parecía no acabar nunca, cada vez más
arriba en el frío aturdidor y el humo
púrpura que lo rodeaba. El aceite de su
piel se resquebrajó y sus músculos
empezaron a tiritar a medida que se
acercaba al salón del trono de Malekith.
Llegaron por fin a la cima de la
torre, el pináculo del mal en
Naggarond, y todos los sentidos de Kul
cobraron vida con la viva cualidad de
odio y frialdad que teñía cada aliento
con su poder.
La oscuridad del salón del trono del
Rey Brujo era una fuerza en sí misma,
una presencia que se sentía de modo
tan palpable como la de Kouran a su
lado. Cubría las paredes como una
enfermedad que se arrastrase, reptaba
por el suelo y subía por las paredes
desafiando la blanca luz sin alma que se
esforzaba por colarse a través de las
ventanas de plomo de la torre.
Kul empezó a temblar, su
musculoso cuerpo desacostumbrado a
un frio tan intenso e innatural, pues no
tenía una gota de grasa que lo aislara.
No podía ver nada más allá de la ligera
silueta de Kouran y la absorbente
oscuridad que parecía cebarse sobre él
para volverlo ciego, como si le hubieran
colocado una caperuza sobre los
hombros.
No, no era así del todo…
Los sentidos de Kul ya no eran los
de un mortal, aumentados y refinados
por Shornaal para saborear mejor las
agonías de sus víctimas y los éxtasis de
sus triunfos. Al concentrarse, pudo
sentir en la cabeza un jadeante aliento
de hierro, como si un gran motor latiera
en las profundidades de la torre y los
ecos de sus esfuerzos se transmitieran
por toda su dimensión. Pudo sentir una
presencia dentro de su mente, un ser
que arañaba y frotaba y se revolvía a
través de sus recuerdos y deseos para
llegar a su mismísimo corazón.
Sabía que estaba siendo examinado
y agradeció la intrusión, confiado en
que lo encontrarían adecuado para la
tarea para la que lo habían convocado.
El pegajoso contacto-pensamiento se
retiró de su mente y se relajó al sentir
retroceder el asombroso poder del Rey
Brujo, aparentemente satisfecho.
La oscuridad de la cámara pareció
disminuir e Issyk Kul vio un gran trono
de obsidiana donde estaba sentada una
poderosa estatua de hierro negro, una
mano apoyada en un reposabrazos
rematado por un cráneo mientras que
la otra agarraba una espada colosal cuya
hoja era de plata pulida y chispeaba de
escarcha. Kul sabía que la magia de su
propia espada era poderosa, pero las
energías vinculadas a esta arma terrible
eran superiores, y sintió que los
encantamientos forjados en su
armadura se debilitaban sólo con su
presencia.
Un gran escudo, más alto que el
propio Kul, reposaba a un lado del gran
trono, y sobre él ardía la temible runa
de Shornaal, aunque los druchii no
usaban los nombres norteños de los
dioses y llamaban Slaanesh a su dios.
Una corona de hierro reposaba en el
casco cornudo de la estatua, y al ver al
monstruoso dios del asesinato, Kouran
se hincó de rodillas y empezó a farfullar
en la lengua de los elfos.
Kul tuvo que combatir la urgencia
de arrodillarse junto a Kouran y adorar
esta efigie de Khaine, pues Shornaal era
un dios celoso y sin duda lo abatiría. Ni
siquiera en el más sagrado de los
sagrados lugares dedicados a Shornaal
había sentido Kul semejante asombro y
una presencia física tan poderosa de su
propio dios como sentía ahora. Los
druchii eran afortunados por tener a un
dios tan poderoso físicamente.
Mientras contemplaba arrobado el
magnífico y terrible ídolo, sintió la
aproximación de otra presencia tras él.
—¿No rindes homenaje a mi hijo?
¿No es digno de tu obediencia? —dijo
una voz cargada de lujuria.
Unas manos pálidas y esbeltas
rodearon su cuello, las uñas largas y
afiladas acariciaron su garganta y Kul se
sintió responder a su caricia, un temblor
de excitación y repulsión corrió por su
espalda. Sabía quién era por su
contacto, igual que lo habría sabido si le
hubiera susurrado al oído.
Las manos de ella se deslizaron por
las placas de la armadura que le cubría
el pecho, extendiéndose hasta la carne
desnuda de su abdomen para acariciar
la curva de sus músculos.
—¿Tu hijo? —preguntó Kul,
girando la cabeza a un lado para ver un
atisbo de su embrujadora belleza. Piel
pálida, ojos de líquida oscuridad y
reborde negro y labios carnosos que se
habían abierto paso por su cuerpo en
más de una ocasión.
—Sí —respondió Morathi,
rodeándolo graciosamente para
plantarse ante él—. Mi hijo.
Era exquisita, tan hermosa como el
día que se casó con Aenarion hacía
miles de años, e iba ataviada con una
larga túnica púrpura con una abertura
que corría desde el cuello hasta su
pelvis. Un talismán ámbar Colgaba
entre la curva marfileña de sus pechos,
y Kul tuvo que obligarse a mirar hacia
arriba para no verse reducido a un
tembloroso despojo de deseo ardiente,
como le había sucedido a incontables
pretendientes y amantes antes que él.
Madre y, según algunos, impía
amante del Rey Brujo, el sensual
esplendor de Morathi no se parecía a
nada que Kul hubiera experimentado
jamás, y su epíteto de Hechicera Bruja
le parecía un error espantoso, aunque
conocía la infernal realidad que había
tras su maravilloso aspecto.
—Dama Morathi —saludó Kul,
inclinándose de modo extravagante
ante ella—. Es un placer volver a verte.
—Sí que lo es —respondió ella,
apartándose de Kul y jugueteando con
su amuleto.
Él dio un paso adelante y Kouran se
puso en pie, la mano en el pomo de la
espada. Kouran no sólo era el capitán
de la guardia de la ciudad, fino también
el guardaespaldas de sus gobernantes.
—Recibí tu llamada, dama Morathi
—dijo Kul—. ¿Hay noticias de la isla de
las brumas?
—Las hay —respondió ella—, pero
háblame primero de mi mensajero.
¿Fue de tu gusto?
Kul se echó a reír.
—Fue muy placentero, mi señora.
No regresará a ti.
—No contaba con ello.
Kul esperó a que Morathi
continuara, hechizado por su
monstruosa belleza e imaginando ya la
profanación que causaría en su carne si
tenía la oportunidad. Mientras
contemplaba a la Hechicera Bruja, sus
rasgos ondularon como una nube de
calor y una imagen fugaz del paso de
siglos se grabó en los ojos de Kul, los
estragos de la edad y la ruina de los
años marcados en una carne incapaz de
mantener la belleza.
Esa era la dicotomía de Morathi, su
seductora belleza y su repugnante
realidad, una mantenida a expensas de
la otra por medio del sacrificio de
incontables vidas inocentes. Kul no
pudo más que admirar la
determinación y las profundidades que
Morathi había sondeado para conservar
su encanto.
—Es hora de que hagamos la guerra
a los asur —dijo Morathi, rompiendo su
embeleso.
—¿Se ha derramado ya sangre? —
preguntó él, incapaz de apartar la
adoración de su voz.
—Así ha sido —respondió Morathi
—. La Serenata Negra encontró a un
puñado de barcos suyos hace unos días.
Se tomaron muchas vidas y se permitió
que un navío escapara para llevar la
noticia a Lothern.
—El miedo los devorará como una
plaga —vaticinó Kul—. Estarán
maduros para la matanza.
—Y el fuego se avivará en sus
corazones —apuntó Kouran,
escupiendo prácticamente cada palabra
—. Los asur son orgullosos.
—Como debe ser —afirmó Morathi
—. Mucho depende de que el fuego de
los hijos de Asuryan sea dirigido
correctamente. El empuje de nuestra
espada debe quebrar el escudo de
nuestro enemigo para permitir que la
hoja asesina aseste su golpe mortal.
—Entonces debemos zarpar —dijo
Kul, abriendo y cerrando los puños y
pasándose la lengua por los labios—.
Ansío practicar mis artes en la carne de
los asur.
—Como te prometí, Issyk Kul —
continuó Morathi—, zarparemos muy
pronto con nuestros guerreros, pero
todavía hay ofrendas que hacer a
Khaine y deportes que practicar antes
de humedecer nuestras espadas.
Kul señaló la gran estatua de hierro
a la espalda de Morathi.
—Entonces haz tus ofrendas a tu
dios y acabemos de una vez, hechicera
—replicó—. Mi hoja ansia la bendición
de la punta del cuchillo, la danza de las
espadas y el dolor que causa placer.
Morathi frunció el ceño. Luego,
cuando lo que Kul quería decir quedó
claro, echó atrás la cabeza y soltó una
carcajada, un sonido que helaba el alma
y que se extendió hasta más allá de la
cámara para matar a cien aves
carroñeras que sobrevolaban la torre. Se
volvió hacia la figura de hierro y habló
con la áspera y hermosa lengua de los
druchii.
Kul dio un paso atrás, echando
mano a la espalda para desenvainar la
espada mientras veía los carbones
esmeralda brillar tras las finas rendijas
del casco de la estatua y sentía cómo
una horrible animación se acumulaba
dentro de la terrible armadura, aunque
no se había movido ni un centímetro.
Entonces se dio cuenta de que no se
trataba de ninguna estatua, sino del
mismísimo Rey Brujo…
Con una velocidad y una gracia que
tendrían que haber sido imposibles para
un ser tan monstruoso encadenado a
esta enorme armadura de hierro y odio,
el Rey Brujo se levantó de su trono de
obsidiana y se alzó sobre el campeón
del Caos. Su aliento siseaba por detrás
de su casco y la luz de su maldad dejó
en ridículo los irrisorios libertinajes de
Kul con el peso del sufrimiento que
había infligido.
La gran espada del Rey Brujo se
alzó y Kul tuvo la seguridad de que ésta
sería su muerte, tal era su terror en ese
momento.
—Madre… —dijo una voz tan
engarzada en el mal que Kul sintió
lágrimas de sangre acumulándose en la
comisura de sus ojos.
—¿Hijo mío? —respondió Morathi,
y para sorpresa de Kul su tono era de
asombro.
—Zarparemos hacia Ulthuan —
declaró el Rey Brujo—. Ahora.
4
***
—Hmmm… aparte de la de la cabeza
no hay nada que sugiera una herida lo
bastante grave para causar la pérdida de
la memoria —dijo Anurion el Verde,
retirando un grupo de artilugios de
plata de la cabeza de Daroir. El
archimago comprobó las lecturas del
aparato medidor y asintió para sí antes
de fruncir el ceño y colocar los
calibradores sobre su propio cráneo y
comparar los resultados.
Se hallaban en el estudio de
Anurion, aunque llamarlo estudio le
confería un grado de formalidad que no
poseía. Estaba compuesto por un
híbrido de paredes de mármol y
materia viva: altos árboles curvados por
arriba para formar un gracioso arco con
hojas que llegaban al suelo como
cuerdas emplumadas. Plantas y partes
de ellas cubrían cada superficie,
colgando de cestas que flotaban en el
aire o estaban suspendidas de
gallardetes de luz mágica que
borboteaba en cuencos de plata.
Capullos en flor subían por las patas de
sillas y mesas, cada una de las cuales
había crecido hasta adquirir su forma
actual en vez de haber sido producto
del trabajo de un artesano.
Un denso aroma terroso flotaba en
el aire junto a un millón de olores de
las mareantes especies de flores que
cubrían casi toda la superficie de la
cámara. Los olores de tantos seres vivos
tendrían que haber sido abrumadores,
pero a Daroir le resultaron
fascinantemente agradables, como si
Anurion hubiera conseguido de algún
modo hallar la combinación exacta para
asegurar que el aire siguiera siendo
agradablemente fragante.
Cuando Kyrielle y su padre
hubieron controlado a las sañudas
abejas, el archimago se había vuelto
hacia Daroir.
—Así que eres el que no tiene
memoria, ¿no? —le preguntó.
—Lo soy, mi señor —respondió
Daroir, pues nunca era buena idea
mostrar descortesía a un poderoso
archimago.
Anurion agitó una mano
quitándose importancia.
—Oh, deja todas esas tonterías de
«mi señor», muchacho. Los halagos no
me ayudarán a devolverte la memoria.
Podré hacerlo o no podré. Ven,
sígueme a mi estudio.
Sin decir otra palabra, Anurion se
internó en las profundidades de su
palacio orgánico, guiándolos a través de
grandes catedrales de poderosos árboles
y grutas de belleza sin igual. Con cada
una de las nuevas y magníficas vistas,
Daroir tenía que recordarse que éste era
uno de los palacios «menores» del
archimago. Aunque asuntos más
acuciantes ocupaban sus pensamientos
mientras seguía a Kyrielle y a su padre,
esperaba un día poder visitar el gran
palacio de Anurion en Saphery.
A Daroir le pareció que la ruta que
seguían los llevaba a través de un
puñado de arboledas y claros de
mármol y hojas por los que ya habían
pasado antes, y se preguntó si Anurion
conocía el camino de su propio
palacio… o si semejante conocimiento
era siquiera posible.
Por fin, su viaje terminó en el
estudio de Anurion, y tanto Kyrielle
como él contemplaron asombrados la
enorme diversidad de vida que florecía
allí. Plantas y árboles que Daroir nunca
había visto antes y que probablemente
no existían antes de que las
manipulaciones de Anurion el Verde
los crearan.
—Sentaos, sentaos… —había dicho
Anurion, indicándoles una larga mesa
cubierta de textos de aspecto antiguo y
un puñado de botellas transparentes
que contenían licores de colores
diversos. Daroir estuvo a punto de
preguntar dónde debería sentarse
cuando una retorcida colección de
ramas brotó del suelo de tierra y se
entrelazó hasta tomar la forma de un
elegante sillón.
Y así había comenzado una
agotadora serie de pruebas que Daroir
no podía comprender. Anurion había
tomado muestras de su saliva y su
sangre antes de medir su cuerpo, su
altura, su peso y por fin las dimensiones
de su cráneo.
—Bien —dijo Anurion—. Tengo la
información física que necesitaba,
muchacho, pero tendrás que contarme
todo lo que recuerdas antes de que mi
hija te pescara en el océano. No omitas
nada: el menor detalle podría ser vital.
¡Vital!
—No hay mucho que contar —
empezó Daroir—. Recuerdo haber
estado flotando en el mar, agarrado a
los restos del naufragio… y eso es todo.
—¿Esos restos eran parte de tu
navío?
—No lo recuerdo.
Anurion se volvió hacia su hija.
—¿Trajeron los guardias esos restos
a palacio además de a este pobre
desgraciado? —preguntó.
—No, no se nos ocurrió —negó
Kyrielle con la cabeza.
—Hmmm, lástima. Podrían tener la
clave —afirmó Anurion—. Pero no
importa, uno hace lo que puede con las
herramientas que tiene disponibles,
¿no? Bien, así que no sabemos nada de
tu barco, y dices que no recuerdas nada
excepto haber estado en el mar, ¿es
correcto?
—Así es. Todo lo que recuerdo es el
mar —confirmó Daroir.
Anurion recogió un extraño
artilugio con muchos agujeros que unió
a un puñado de cables y luego lo colocó
sobre la cabeza de Daroir, ajustándolo
sobre su frente.
—¿Para qué es esto? —preguntó
éste.
—Silencio, muchacho —ordenó
Anurion—. Mi hija dice que
murmurabas algo cuando te encontró.
¿Qué decías?
—No lo sé. Ojalá lo supiera, pero no
lo sé —dijo Daroir.
—Lástima —repuso Anurion,
ajustando los alambres sobre su cabeza,
tensándolos y dejando un hilo de cobre
colgando sobre su hombro—. Kyrielle,
espero que tú sí recuerdes qué estaba
farfullando.
—Sí, padre —dijo ella—. Era algo
sobre Teclis, y que había que decirle
algo. Algo que tenía que saber.
—¿Y eso no te suena familiar,
muchacho? —preguntó Anurion,
volviendo su atención hacia Daroir.
—No, nada en absoluto.
—Fascinante —apuntó Anurion—.
Frustrante pero fascinante. ¿Qué
información podría tener un marinero
de baja estofa que fuera interesante
para el gran Señor del Conocimiento de
la Torre Blanca?
—No tengo ni idea —respondió
Daroir—. Sigues haciéndome preguntas
para las que no tengo respuesta.
—Contén tu ira, muchacho —le
exigió Anurion—. Estoy dedicando
tiempo de mis valiosas investigaciones
para tratar contigo, así que ahórrame tu
malestar y simplemente contesta lo que
te pregunto. Bien… Kyrielle me dice
que posees una daga que no puede ser
desenvainada, ¿no? Déjame verla.
Daroir se levantó del sillón de
ramas y se desabrochó el cinturón.
Luego tendió la daga envainada al
archimago.
—Pesada —manifestó Anurion,
cerrando los ojos y pasando sus largos
dedos por la vaina—. Y claramente
encantada. Esta arma ha derramado
sangre, mucha sangre.
Anurion asió el mango, pero al igual
que Daroir, no pudo sacar la daga de su
vaina.
—¿Cómo puede extraerse? —
preguntó Kyrielle.
—Tal vez no se pueda —respondió
Anurion—. Al menos por nosotros.
—Un pobre encantamiento,
entonces —declaró Daroir.
—Quiero decir que tal vez no pueda
ser desenvainada por ningún otro
hombre aparte de quien la forjó o sin la
palabra de poder adecuada. Sólo la
magia más poderosa puede deshacer
ese encantamiento.
—¿Más poderosa que la tuya? —
preguntó Daroir.
—Eso está por ver. Pero la cuestión
que más me intriga es cómo llegaste a
poseer esta arma. No te confundas,
joven… ¿Qué nombre te puso mi hija?
Ah, sí, Daroir, qué adecuado. Llevas
una daga encantada y no tienes
memoria, aunque parece que posees
algún conocimiento que tu mente
inconsciente considera necesario
presentar a lord Teclis. Sí, muy
intrigante…
Daroir sintió que su paciencia
empezaba a agotarse ante las
excéntricas declaraciones del
archimago, y un extraño calor empezó a
acumularse en su cráneo, reduciendo
todavía más su capacidad de aguante.
—¿Puedes ayudarme o no?
—Tal vez —replicó Anurion, sin
levantar la cabeza de su escritorio.
—Eso no es respuesta —protestó
Daroir—. Sólo dime: ¿puedes
devolverme la memoria?
—¿Qué clase de respuesta quieres
que te dé, muchacho? —repuso
Anurion, volviéndose hacia él y
agarrándolo por los hombros—. No
tienes ni idea de la complejidad de la
materia viva que compone tu carne.
Incluso la más sencilla de las plantas
está compuesta por millones y millones
de elementos que la crean y le permiten
funcionar como tal. Pues bien, a pesar
de la evidencia de tus necias palabras,
tu mente es infinitamente más
compleja, así que agradecería que
perdonaras que sea concienzudo, pues
no quiero reducir más tu inteligencia
actuando a lo loco —Anurion lo soltó y
una expresión de sorpresa se extendió
por su rostro, y una vez más ajustó los
alambres de cobre alrededor de la
cabeza de Daroir.
—¿Qué? ¿Qué pasa? —inquirió éste.
—Magia… —respondió Anurion.
Kyrielle se levantó y se reunió con
su padre, y una expresión de interés
académico floreció en sus rasgos.
Daroir frunció el ceño ante su
escrutinio, sintiéndose como una
mariposa clavada en la página del
cuaderno de notas de un coleccionista.
Echó un vistazo a la mesa que tenía al
lado y vio el tallo y las flores de una
planta desconocida abierta como un
cadáver en la mesa de un forense, y
experimentó una súbita sensación de
intranquilidad por lo que fuera que
había picado el súbito interés del mago.
—¿Qué ocurre? —preguntó—. ¿Qué
quieres decir con «magia»?
Anurion se volvió y alzó un cuenco
dorado lleno de un fluido plateado que
ondulaba y reflejaba la luz como el
mercurio. Se plantó de nuevo delante
de Daroir y alzó la maraña de hilos de
cobre que colgaban de su hombro, los
desenrolló y colocó los extremos dentro
del cuenco dorado.
Al principio fue tan leve que no
estuvo seguro de estar viendo nada, un
nimbo de luz formado en las
profundidades del líquido que se
intensificó lentamente hasta que
pareció que Anurion sostenía en sus
manos un sol en miniatura.
—Quiero decir que lo que sea que
está causando tu amnesia no se debe a
un golpe en la cabeza o a haber estado a
punto de ahogarte.
—Entonces ¿qué es? ¿Qué le ha
pasado a mi memoria?
—Has sido hechizado, muchacho —
afirmó Anurion mientras retiraba los
hilos de cobre del cuenco—. Esto te lo
han hecho deliberadamente. Alguien
no quería que recordaras algo antes de
que zarparas.
La idea de que alguien hubiera
manipulado sus recuerdos enojó a
Daroir, y el horror de semejante
violación mental le hizo sentirse casi
físicamente enfermo.
—¿Puedes deshacer la magia? —
preguntó Kyrielle.
Anurion se cruzó de brazos y Daroir
vio la reticencia en sus ojos.
—Por favor —le rogó—. Tienes que
intentarlo. Por favor, no puedo seguir
sin saber quién soy ni de dónde
procedo. ¡Ayúdame!
—Será peligroso —dijo Anurion—.
Esa magia no se emplea a la ligera y no
puedo ofrecerte ninguna garantía de
que los recuerdos que guardas
sobrevivan.
—No me importa —afirmó él—.
Después de todo, ¿qué soy sino la suma
de mis recuerdos? Sin ellos no soy
nada…
Se quitó los hilos de cobre de la
cabeza y, arrojándolos sobre la mesa, se
plantó ante Anurion el Verde.
—Hazlo —insistió—. No importa lo
que debas hacer. Por favor.
—Como desees. Empezaremos por
la mañana —asintió Anurion.
5
***
El rumor de la más suave de las brisas
agitaba las hojas sobre la cabeza de
Daroir, y sus balsámicas fragancias lo
ayudaban a aliviar sus temores ante lo
que iba a suceder. Estaba sentado con
las piernas cruzadas sobre la cálida
hierba, desnudo a excepción de un
sencillo taparrabos y con las palmas de
las manos apoyadas contra el suelo. La
sensación de la tierra bajo él y la paz en
esta parte del palacio de Anurion fluía a
través de él, como si la tierra de
Ulthuan pretendiera prepararlo.
Estaba sentado en el centro de un
claro (o una habitación, a veces era
difícil distinguir la diferencia en el
palacio de Anurion) que era lo más
parecido al ideal de armonía que Daroir
habría podido imaginar. Estatuas de
dioses élficos rodeaban el claro:
Asuryan, Isha, Vaul, Loec, Kurnous y
Morai-heg. Cada una de ellas estaba
forjada en oro y plata, y se mezclaban
con el paisaje con tanta habilidad que
parecían mirones ocultos en vez de
adornos.
Kyrielle estaba sentada junto a él
con rostro preocupado. Sostenía una
copa de plata repujada con piedras
preciosas y una jarra llena de un líquido
aromático esperaba humeante a su
lado.
—¿Estás seguro de que quieres
seguir adelante con esto? —preguntó.
—Estoy seguro —contestó Daroir—.
Lo que le dije a tu padre era la verdad.
Sin mis recuerdos no soy nada. ¿Qué
clase de vida es ésa?
—Pero si algo sale mal… Mi padre
dijo que podrías perder incluso los
pocos recuerdos que tienes ahora.
¿Merece la pena correr el riesgo por una
vida pasada de la que no recuerdas
nada?
—Creo que sí.
—Pero ¿y si sólo te espera dolor? ¿Y
si fuiste tú mismo quien usó la magia
para enterrar esos recuerdos? ¿Lo has
pensado?
Daroir extendió la mano para
tocarle la mejilla y el anillo de
compromiso resplandeció en su dedo.
—Puede que sea el caso, pero si es
así, entonces tengo que dejar de correr
y enfrentarme al pasado. Pero si no lo
es, entonces tengo que recuperar mi
pasado para deshacer el mal que me
han hecho —sonrió y añadió—: Estaré
bien, te lo prometo.
—Y si recuperas tus secretos, ¿qué
será de mí? ¿Me olvidarás?
—No, Kyrielle, no te olvidaré —le
aseguró—. Me salvaste la vida y nadie
podría olvidar semejante deuda.
Ella asintió y Daroir alzó la cabeza al
ver entrar a Anurion el Verde en el
claro donde estaban sentados. El
archimago iba vestido con una
resplandeciente túnica verde atada a la
cintura con un cinturón dorado y
llevaba alrededor del cuello un colgante
verde mar que brillaba con una luz
interior mágica. Sus suaves rasgos se
habían endurecido y llevaba el pelo
recogido hacia atrás. Sujetaba un largo
retoño de fina madera muerta, sin hojas
ni flores en sus ramas.
El archimago se le acercó
lentamente, los ojos danzando de
magia, y Daroir supo que el mago había
estado preparándose para esto desde la
noche anterior. Un chispeante nimbo
de poder jugueteaba sobre la cabeza de
Anurion, y por primera vez Daroir
sintió la caricia de la inquietud aletear
en su estómago.
¿Estaba dispuesto a arriesgarse a
perder la memoria por completo? Si
Anurion tenía razón y los poderes que
convertían sus recuerdos en una bruma
impenetrable eran demasiado fuertes,
¿qué quedaría después de él, un tonto
babeante? ¿Un adulto sin más
capacidad para razonar que un recién
nacido? La idea lo aterrorizaba, pero la
alternativa no era mejor y su resolución
se reforzó una vez más.
—¿Estás preparado? —le preguntó
Anurion, con la voz resonante de
poder.
Daroir asintió.
—Di las palabras —dijo Anurion.
—Estoy preparado.
—No podrá haber vuelta atrás una
vez comencemos —le advirtió el mago
—. Será doloroso para ti y puede que
veas cosas que desearías no haber visto,
pero si queremos tener éxito, tienes que
poder soportarlas. ¿Me comprendes?
—Te comprendo —afirmó Daroir,
esperando tener fuerzas para resistirlo.
Anurion asintió y se agachó. Colocó
el retoño entre él y la tierra abierta para
recibirlo. Finas raíces brotaron de la
base del retoño, retorciéndose y
abriéndose paso por la oscura tierra.
—Dame las manos —ordenó
Anurion—. Y cierra los ojos.
Daroir obedeció, colocó las manos
en las del mago y cerró con fuerza los
ojos. Anurion dirigió sus manos hacia el
retoño y entrelazó sus dedos en él.
—Como la rama antes muerta, así
son tus recuerdos —dijo el mago—.
Pero igual que el poder de la creación
fluye por ella una vez más, una medida
de la nueva vida floreciente pasará a ti y
yo usaré esa energía de crecimiento
para traer de nuevo tus recuerdos a la
luz.
Daroir asintió sin abrir los ojos.
—Comprendo. Estoy preparado —
dijo.
Permanecieron en silencio durante
unos momentos que Daroir midió por
los latidos de su corazón, y justo
cuando se preguntaba cuándo iba a
comenzar Anurion, notó una preciosa y
fugaz sensación de cosas moviéndose a
velocidad casi demasiado lenta para ser
advertida.
El suelo bajo su cuerpo se volvió
cálido, como si una poderosa corriente
de energía se moviera a través de él,
atraída a este lugar por la magia de
Anurion. Una maravillosa sensación de
paz brotó del suelo para envolverlo y las
armonías de la naturaleza englobaron
todo su cuerpo, extendiendo
tranquilizadoras oleadas de satisfacción.
¿Era esto el poder de la creación en
funcionamiento?
Pudo sentir el latir del mundo, un
pulso glacialmente lento que
comenzaba en el centro de todo y se
extendía para tocar a todo ser vivo, lo
supiera o no. Tentáculos de poder
blanco surgieron de las profundidades
de un lugar incalculablemente viejo, y
los levísimos hilos de su belleza rozaron
las raíces recién formadas del retoño.
Daroir lloró al ver las raíces
hambrientas florecer al contacto de esta
generosa magia sanadora: la madera
muerta se volvió verde y brillante, la
savia seca corrió como miel por las
venas del retoño muerto.
Líneas de poder se entrecruzaron en
el claro. No era por casualidad que
Anurion hubiera situado su palacio
aquí. Daroir sintió ahora la esencia de
Ulthuan, las titánicas energías que la
sostenían y la mantenían a salvo de
cualquier daño. Estar cerca de tal poder
era embriagador, y mientras fluía hacia
sus manos, un súbito terror se apoderó
de él al pensar en tocar una magia tan
colosal, tan elemental.
Quiso retirarse, pero recordó la
advertencia de Anurion de que el
ritual, una vez comenzado, no podía ser
detenido, e hizo acopio de todo su valor
para aguantar.
La energía fluyó por sus brazos y
pudo sentir desvanecerse la sensación
de letargo y los dolores que lo habían
asolado desde que despertó, arrastrada
por los bálsamos curativos del mundo.
La energía fluyó en su interior,
llenando su pecho de fuerzas tan
poderosas que jadeó asombrado
mientras se esforzaba por tomar aliento.
—¡Aguanta, muchacho! —exclamó
Anurion, y su voz sonaba como si
llegara desde el otro lado de un vacío
imposible de espacio y tiempo. Se
esforzó por concentrar su atención
mientras la luz blanca llenaba su cuerpo
e inundaba su pecho, fluía hacia su
cuello y continuaba hacia su cabeza.
—Ahora empezamos —le advirtió
Anurion.
Daroir jadeó cuando el olor del
océano impregnó sus fosas nasales y sus
sentidos le dijeron que los pulmones se
le estaban llenando de agua. Luchó por
conservar la calma al ver la temblorosa
extensión de agua oscura envuelta en
niebla a su alrededor.
—¡No! —gritó lleno de pánico, pero
unas fuertes manos lo sujetaron con
firmeza.
—¡Estás a salvo! —dijo una potente
voz—. ¿Dónde estás?
—¡Estoy en el mar, me estoy
ahogando!
—No, no lo estás —dijo la voz, y el
nombre de Anurion saltó al primer
plano de su mente mientras combatía el
impulso de mover los brazos y las
piernas. El olor de los árboles y plantas
alrededor de él se hizo patente y
aunque sentía el agua a su alrededor,
supo que no era real.
Luchó por controlar la respiración,
dejando que la visión de su memoria lo
llevara hacia adelante.
—Puedo ver el océano —dijo
Anurion—. Es un recuerdo que ya
tienes. Debemos continuar. ¡Piensa,
muchacho! ¡Recuerda!
Daroir dejó que las corrientes de su
memoria lo llevaran hacia adelante, y
las profundidades más insondables de
su mente buscaron recuerdo y
significado. Las imágenes destellaron en
los bajíos de su memoria, rostros fríos
de crueles ojos envueltos en sombra,
manos ásperas sujetándolo mientras
gemía al ser arrojado deliberadamente
al mar.
En cuanto trató de concentrarse en
la imagen, desapareció de su vista y
dejó escapar un grito de frustración.
—Deja que la nueva vida eche
raíces, muchacho —dijo Anurion, el
esfuerzo por controlar la magia se
notaba en el temblor de su voz—. No la
fuerces, deja que venga naturalmente.
Por mucho que intentara hacer caso
a las palabras del mago, a Daroir le
resultaba cada vez más difícil no
esforzarse por encontrar significado en
la ciénaga de imágenes que danzaban
fuera de su alcance y su significado.
Una yegua gris pasó al galope mientras
el mar retrocedía, y Daroir dejó escapar
un grito angustiado de reconocimiento.
Conocía a este caballo, tenía… tenía…
Aedaris…
Sabía que debería conocer este
nombre, pero su significado se le
escapaba, y mientras el caballo se perdía
galopando vio que corría libre y alegre
por unos campos cubiertos de
sembrados al pie de una gran cordillera
de montañas blancas. Conocía esta
tierra y su corazón se hinchió de amor
por… ¿su hogar?
Se tensó al ver alzarse una sombra
oscura que cubría el paisaje, una
sombra que se extendía desde el oeste y
pasaba lentamente sobre los prados y
los bosques, convirtiéndolos en cenizas
a su paso. Maldad antigua y siglos de
amargura envenenaron los ríos y
volvieron yerma la tierra y él no podía
hacer nada por impedirlo.
—Esto no es un recuerdo —dijo
Anurion, y Daroir supo que tenía
razón.
—No —apuntó—. Es una
advertencia.
—Sí que lo es, muchacho, pero ¿de
qué?
Daroir se esforzó por responder,
pero sintió que su visión interna volaba
una vez más antes de que pudiera
contestar. El tono de ese recuerdo
cambió a otro de dolor y se retorció en
la tenaza de Anurion, un fuego
creciendo en su hombro y su cadera.
Aunque aún podía sentir el suave suelo
bajo él, un agudo dolor lo apuñaló y se
miró para ver el contorno espectral de
oscuros virotes que sobresalían de su
cuerpo.
La sangre manaba de sus heridas y
oyó una suave voz susurrarle al oído…:
«Adiós, Caelir…».
Como si le hubieran echado encima
una jarra de agua helada, Daroir alzó la
cabeza y sus manos se libraron de las de
Anurion con el grito de un hombre que
se ahoga y busca aire
desesperadamente.
—¡No! —exclamó al ver un rostro
muy parecido al suyo flotar ante él
antes de desvanecerse en las brumas de
sus recuerdos.
Las imágenes de su patria devastada
y los virotes de las ballestas se borraron
de su mente mientras el poder que
había fluido a través de él desde el
retoño se retiraba. Se desplomó como
un pez sin huesos, su espalda golpeó la
suave hierba y sus ojos se nublaron de
lágrimas de angustia y una sensación de
traición y furia.
El dolor de las heridas fantasma era
aún fuerte y se palpó el lugar donde lo
habían perforado los virotes. La piel
estaba curada, aunque tenía el cuerpo
bañado en sudor y notó la carne
caliente al contacto.
Se llevó una mano a la frente y al
alzar la cabeza vio el rostro de Kyrielle
sobre él, los ojos chispeando
elocuentemente de preocupación. Su
piel estaba fría, y Daroir sintió que
recuperaba sus fuerzas a medida que el
dolor revivido de sus heridas se
difuminaba en la memoria.
—¿Te encuentras bien? —preguntó
ella—. ¿Te acuerdas de mí?
Él asintió despacio y se enderezó
mientras un nuevo vigor llenaba sus
miembros, como el arrebato de haber
terminado de cabalgar un bello
semental de Ellyrion por las estepas.
Sonrió para sí al advertir que recordaba
haber galopado a lomos de un yegua
gris con el viento en el rostro.
—¿Bien? —insistió Anurion, y él
miró al mago, sin sorprenderse al ver
un árbol crecido en el centro del claro
donde antes no había más que un
retoño muerto—. ¿Ha regresado tu
memoria?
El rostro del padre de Kyrielle era
ceniciento, sus ojos huecos y sin brillo.
El colgante que antes resplandecía
ahora yacía roto en pedazos entre las
raíces del árbol, y el chisporroteo de la
energía mágica flotaba en el aire como
el eco de un relámpago.
Daroir inspiró profundamente antes
de responder.
—No estoy seguro. Tengo imágenes
y partes de cosas que podrían ser
recuerdos, pero todo es inconexo y…
hay cosas que sé que son recuerdos
míos, pero no puedo relacionarlas.
—Es como me temía —declaró
Anurion—. La memoria es más que
recordar simplemente hechos, es esas
cosas que se conectan por medio del
contexto y la experiencia. Sin ella,
seguirán siendo como historias que
cuenta otro. Vividas, desde luego, pero
sin la conexión para hacerlas reales
nunca serán nada más. Mi poder ha
abierto la llave de las puertas de tus
recuerdos, pero no es suficiente para
abrirlas de par en par y permitir que se
conecten a ti para regresar.
Se levantó, satisfecho de la agilidad
y la juvenil energía que sentía una vez
más en sus miembros.
—Vi mi patria —dijo.
—Y yo también —asintió Anurion
—. Ellyrion, si no me equivoco.
—Sí. Y la vi destruida. Una sombra
maligna que se arrastraba desde el oeste
la engulló y causó su ruina.
—¿Podría tratarse del aviso que
tenías que darle a Teclis? —preguntó
Kyrielle.
—Creo que es posible, sí.
Anurion se puso también en pie,
usando el árbol que había crecido entre
ellos para apoyarse.
—Entonces debes ir a ver a Teclis.
Es el mago más grande de Ulthuan, y lo
que yo he empezado él lo terminará.
Debes viajar a la Torre Blanca de Hoeth
y contarle lo que has visto. Una
amenaza maligna se prepara contra
Ulthuan y debemos abrir el resto de tus
recuerdos para descubrir la naturaleza
de esa amenaza. Sólo Teclis o la Reina
Eterna tienen el poder para lograrlo.
Kyrielle extendió la mano para
ayudar a su padre, que se tambaleaba
inestable.
—Daroir —dijo—. ¡Ayúdame, está
débil!
Él extendió la mano para sostener a
Anurion y, de pronto, sonrió.
—Ése no es mi nombre —afirmó—.
Ahora lo recuerdo…
—Entonces ¿cuál es tu nombre,
muchacho?
—Mi nombre es Caelir.
SEGUNDA
PARTE
6
***
Un frío viento soplaba desde el oeste y
Cerion Aladorada sentía el peso de sus
años mientras caminaba por la Puerta
del Águila esa mañana fría y sombría.
El viento traía el olor del aire marino,
un aroma oscuro y fuerte que le hizo
estremecerse al pensar en la tierra fría y
maligna que se extendía al otro lado.
Como para dispersar tan morbosos
pensamientos, se volvió y dirigió la
mirada hacia el este, la tierra de
Ellyrion. A estas alturas, en las
montañas, la ondulante estepa de
Ellyrion era una leve bruma marrón
dorado y su corazón se animó al ver
una tierra tan hermosa sabiendo que el
valor y la devoción de sus guerreros la
mantenía a salvo.
Al pasar la Torre del Águila, escrutó
las montañas que se alzaban sobre su
fortaleza, los picos dorados de las
Annulii chispeaban con magia
semejante a una capa de ithilmar. Aquí
la magia era tan fuerte que incluso un
simple guerrero podía verla, y la neblina
de energía susurrante que flotaba sobre
las montañas prometía más actividad
para sus soldados.
—Hoy está fuerte —dijo para sí,
sintiendo la magia latir en sus venas.
Cuando la magia soplaba con tanta
fuerza, las criaturas de las montañas
eran atraídas al arrebato de la poderosa
energía que giraba en torno a la isla de
Ulthuan. Esa magia pura era capaz casi
de cualquier cosa, y muchas de las
criaturas atraídas por esa magia eran
innaturales monstruos del Caos.
Alto y ataviado con una sencilla
túnica de color de prado otoñal sobre
una fina aunque increíblemente fuerte
cota de malla de ithilmar, Cerion era un
elfo imponente. Llevaba en el hueco del
brazo su casco de plata y posaba la otra
mano en la empuñadura de su espada,
una hoja templada en el yunque de su
bisabuelo.
Sus rasgos eran ceñudos y una vez
fueron atractivos, aunque el paso de los
años no lo había dejado sin marcas.
Una espada druchii le había arrebatado
el ojo izquierdo hacía casi un siglo, y
cuando la hoja de otro se quebró, los
fragmentos despedidos dejaron una
cicatriz que le corría por la sien y el
puente de la nariz.
Mientras continuaba su inspección
matutina de las murallas, los soldados
de la Puerta del Águila le sonrieron
cálidamente, aunque él no había hecho
ningún esfuerzo especial por ser
apreciado en las tres décadas que
llevaba al mando. El respeto que sus
soldados le mostraban había sido
ganado a pulso. Era un guerrero de
valor demostrado y habilidad
estratégica, y había sido su disposición a
soportar las mismas penalidades que
soportaban los que servían a sus
órdenes lo que se había ganado su
respeto.
Se detuvo junto a un guerrero de
pelo azabache que estaba sentado con
las piernas cruzadas junto a la muralla
con un arco sin cuerda apoyado en el
parapeto. A su lado había un puñado
de flechas y trabajaba laboriosamente
trenzando una cuerda para su arco.
—Buenos días, Alathenar —lo
saludó Cerion—. ¿Le ocurre algo a tu
arco?
El guerrero alzó la cabeza con una
sonrisa y contestó:
—No, mi señor, no le ocurre nada.
—Entonces ¿qué estás haciendo?
—Probando algo —explicó
Alathenar—. Mi Arenia se ha dejado
crecer el pelo durante los últimos años
para que con él trenzara una cuerda
para mi arco, y ahora es por fin lo
suficientemente largo. Creo que podría
ayudarme a conseguir diez o veinte
metros más de alcance.
Cerion se arrodilló junto al arquero
y lo vio trabajar, mientras sus dedos
manejaban con destreza los finos
mechones de pelo para que alcanzaran
la longitud necesaria para su arco.
—¿Veinte metros más? —preguntó
—. Ya eres capaz de meterle a un
druchii una flecha en el ojo a
trescientos metros. ¿De verdad crees
que podrás conseguir más de esa arma?
Alathenar asintió.
—Ella viajó a Avelorn e hizo que le
bendijera el pelo una de las doncellas
de la Reina Eterna, así que espero que
parte de su habilidad y su magia hayan
pasado a él.
Cerion sonrió, recordando su
juventud pasada en los Bosques de
Avelorn, donde se unió a la loca
cabalgata de la corte de la Reina Eterna
Alarielle y tomó parte en aquel
indulgente estilo de vida bajo las
mágicas ramas de su reino en el bosque.
Consorte del Rey Fénix, la Reina
Eterna era una de las gobernadoras
gemelas de Ulthuan, y su corte
deambulaba como una gran feria por
los Bosques de Avelorn, sus pabellones
de seda resonando con música, poesía y
risas. Cerion recordaba bien a las
doncellas de la Reina Eterna, elfas tan
dotadas con el arco y la lanza como
hermosas de rostro y esbeltas de
cuerpo…
—Bien —dijo—. Si la bendición de
algún guerrero puede transmitirse a
una arma, sería la suya. Asegúrate de
hacérmelo saber cuando termines de
montar tu arco y veremos cómo
funciona la magia de las doncellas.
—Por supuesto, mi señor.
Tendremos una competición de arco
cuando esté fuera de servicio. Tal vez
podamos apostar unas cuantas
monedas…
Cerion se señaló el ojo perdido.
—No creo que necesites un arco
bendecido para ser mejor que yo en
una competición con el arco.
—Lo sé —replicó Alathenar—. Por
eso iba a dejar que apostaras por mí.
—Eres demasiado amable —
contestó Cerion, poniéndose en pie.
Alathenar era el mejor arquero de la
guarnición de la Puerta del Águila, y
aunque Cerion dudaba de que el
añadido del cabello de una cama a la
cuerda del arco creara ninguna
diferencia tangible, sabía bien que las
supersticiones de los soldados eran ley
en sí mismas.
Técnicamente, Alathenar estaba de
servicio en este momento, y al
desmontar su arco estaba pasando por
alto su deber por no tener el arma a
punto, pero Cerion era lo bastante sabio
para saber cuándo aplicar la ley militar
con mano de hierro y cuándo dejar que
se doblara como un junco al viento.
Además, aquella competición ayudaría
a la moral de la guarnición y reforzaría
los lazos entre sus guerreros.
Ojalá los demás pudieran apreciar
estas cosas, pensó agriamente mientras
veía a su segundo al mando, Glorien
Coronafiel, acercarse hacia él desde la
Torre del Águila. Alathenar advirtió su
expresión y se volvió para ver cómo
Glorien caminaba hacia ellos.
El joven oficial llevaba un elaborado
ithiltaen, el alto y cónico casco de los
yelmos plateados y un magnífico
uniforme de placas de ithilmar, la
armadura brillante y pulida. El estatus
noble de Glorien le daba derecho a
llevar el ithiltaen, aunque la mayoría de
los nobles consideraban inadecuado
llevar semejante casco sin habérselo
ganado primero sirviendo en una
compañía de caballeros del Yelmo
Plateado.
Cerion saludó brevemente a
Alathenar con un gesto con la cabeza y
fue al encuentro de Glorien, esperando
apartarlo de allí antes de que llegara
junto al arquero y decidiera castigarlo.
—Glorien, buenos días.
—Buenos días, mi señor —contestó
Glorien con tono cortante y formal—.
He transcrito los últimos informes de
nuestros exploradores.
Tendió una funda de cuero con un
pergamino y Cerion la cogió con
reticencia, consciente ya de lo que
contenía, pues había hablado con los
exploradores cuando regresaron la
noche anterior.
—Sabes que no tienes por qué hacer
esto, Glorien —dijo.
—Pero lo hago. Es lo que se espera
de mí.
Cerion suspiró.
—Muy bien. Lo leeré más tarde.
Vio que Glorien miraba por encima
de su hombro y supo qué era
exactamente lo que estaba observando.
Cuando Glorien abrió la boca para
hablar, Cerion extendió la mano para
hacerle dar la vuelta y caminar con él a
lo largo de la muralla.
—¿Qué hace Alathenar, el arquero,
sin cuerda en el arco? —preguntó
Glorien.
—No importa, Glorien —dijo
Cerion, llevándolo hacia la escalera
tallada en el lado de la montaña que
conducía a la Aguja Áquila, una
estrecha torre insertada en la cara sur
del acantilado que servía como
santuario y estudio personal.
—¡Pero no tiene su arma! Hay que
castigarlo.
Pese a la lealtad que Cerion sentía
hacia su raza, ahora maldijo su amor
por las intrigas y el politiqueo.
Cerion sabía que Glorien Coronafiel
sólo había conseguido su destino en la
Puerta del Águila a través de sus
conexiones familiares en vez de por sus
habilidades como guerrero, pues la
familia Coronafiel podía remontar su
origen a los emparentados con los Reyes
Fénix de antaño. Su poder en la corte
de Lothern estaba en ascenso, lo que les
permitía asegurar prestigiosos puestos
de autoridad para los hijos de la familia.
Glorien simplemente estaba
dejando pasar el tiempo hasta que
Cerion decidiera retirarse y asegurarse
así el puesto de castellano de la Puerta
del Águila, pero sabía en el fondo de su
corazón que no estaba preparado para
un puesto tan importante.
—¿Castigarías al mejor arquero de
esta fortaleza?
—Por supuesto —contestó Glorien
—. Nadie está por encima de las reglas.
Que Alathenar pueda lanzar una flecha
con cierta habilidad no es motivo para
que crea que está exento de seguir las
reglas.
—Althenar es mucho más que un
arquero habilidoso —puntualizó Cerion
—. Los guerreros de esta fortaleza lo
aman y respetan. Sus éxitos son los
éxitos de todos y cuando su nombre se
pronuncia en los barracones de otras
puertas de guardia, también los refleja a
ellos. Se miran en él, pues es un líder
natural.
—¿Y?
Cerion suspiró.
—Castiga a Alathenar y disgustarás
a todos los guerreros de esta fortaleza.
Si algún día quieres tener el mando de
la Puerta del Águila, debes aprender a
comprender el carácter de aquellos a
quienes lideres en la batalla.
—¿El mando de esta fortaleza? ¡La
Puerta del Águila es tuya! —exclamó
Glorien, y Cerion casi se echó a reír por
su torpe intento de negarlo.
—Ahórrame las caricias a mi ego,
Glorien —replicó Cerion—. Sé que tu
familia trató de sustituirme para que
tuvieras el mando. Afortunadamente,
prevalecieron cabezas más sensatas.
Al menos Glorien tuvo la decencia
de parecer avergonzado y Cerion sintió
que parte de su ira se difuminaba. Tal
vez Glorien podría aprender todavía a
ser soldado y líder, aunque sospechaba
que tenía todas las probabilidades en
contra.
—Tener el mando es algo más que
hacer que los soldados sigan las normas
y reglas —le indicó Cerion—. No
puedes aplicar tus reglas y fórmulas
matemáticas a la defensa de una
fortaleza. La batalla se gana o se pierde
en la mente de tus guerreros. Los
soldados lucharán y morirán por un
líder en el que crean, pero no lo harán
por alguien en quien no confíen.
—Pero hay que mantener la
disciplina.
—Sí, por supuesto. Pero no cuando
aplicarla haga más mal que bien.
Castiga ahora a Alathenar y te arriesgas
a perder el corazón de tus soldados.
—No me preocupa ganar el afecto
de la soldadesca —replicó Glorien.
—Ni lo necesitas. Pero sin su
respeto, estás perdido.
Cerion miró por encima de su
hombro, sabiendo que los guerreros de
la Puerta del Águila no tenían que oír
discutir a sus oficiales superiores. Por
suerte, los guerreros elfos del patio
practicaban con sus espadas y lanzas y
estaban demasiado concentrados en su
empeño para advertir la discusión.
—Pensaré en lo que has dicho —
dijo Glorien, pero Cerion ya sabía que
el joven elfo había descartado sus
palabras, considerándolas el farfullar de
un guerrero viejo que ya ha dejado
atrás sus mejores tiempos.
—Asegúrate de hacerlo —recalcó
Cerion—, porque si esta fortaleza queda
bajo tu mando, se te confiará el destino
de Ulthuan. Si un ejército enemigo
quiebra las murallas, Ellyrion sufrirá
terriblemente antes de que los ejércitos
del Rey Fénix puedan reunirse para
combatirlo. Piensa en ello antes de
decidir debilitar la defensa de esta
guarnición castigando a su mejor
arquero.
Cerion agitó la cajita con el
pergamino que Glorien le había dado.
—Ahora, si me disculpas, creo que
me retiraré a mis aposentos para leer
estos informes —dijo.
No tenía ningún deseo de leer el
pedante escrito de Glorien, pero eso le
daba una excusa para separarse de su
subordinado.
—Por supuesto, mi señor —
respondió Glorien antes de saludar y
dar media vuelta sobre sus talones.
Cerion lo vio marcharse y su
corazón se entristeció al imaginar la
Puerta del Águila bajo su mando.
***
En su época de esplendor, Tor Yvresse
fue considerada la joya de Ulthuan,
pero el tiempo y la invasión se habían
cobrado su precio en la que antaño
fuera una gran ciudad. Construida
sobre nueve colinas, la gran ciudad
llena de torres dominaba el paisaje con
sus poderosos muros altos y blancos y
tallados con runas protectoras.
Resplandeciente oro y brillante plata
destellaban al sol de la tarde, y las
titánicas torres de sus palacios se
alzaban sobre los muros, unidas unas
con otras por grandes puentes a
docenas de metros sobre el suelo.
Desde que la ciudad apareció a la
vista, Caelir se quedó mirando,
boquiabierto, el magnífico espectáculo.
Tenía recuerdos vagos e inconexos de
Tor Elyr, pero nada que pudiera
compararse con la absoluta
magnificencia de la ciudad de
Eltharion.
Tor Yvresse brillaba como un faro
contra la oscura roca del paisaje y el
verde tapiz de bosques que envolvía las
montañas de detrás.
—Es magnífica —exclamó Caelir
una vez más, y Kyrielle sonrió ante su
asombro.
—Tendrías que haberla visto hace
un siglo —dijo—. Sus anfiteatros eran la
envidia del mundo. Incluso las
Máscaras de Lothern venían a actuar a
Tor Yvresse, y ya sabes lo peculiares
que eran.
Caelir no lo sabía, pero como estaba
empezando a pensar que parecía un
necio inculto, simplemente asintió
como respuesta.
Anurion volaba sobre ellos en su
pegaso, y sólo Kyrielle cabalgaba junto a
él, pues los guardias se mantenían a
una distancia respetuosa de ambos.
Caelir apenas podía contener la
emoción al ver una de las grandes
ciudades de Ulthuan, aunque aún
podía sentir el dolor en su corazón por
las ruinas de Athel Tamarha. Tor
Yvresse había sufrido terriblemente a
manos del rey goblin, y aunque había
sobrevivido gracias al heroísmo y
sacrificio de Eltharion, sabía que no
había escapado ilesa.
—¿Crees que podremos ver mucho
de Tor Yvresse? —preguntó.
—Supongo que eso depende de mi
padre —respondió Kyrielle—. Sé que
está ansioso por llevarte a la Torre
Blanca para que veas a Teclis.
—Lo sé, pero ¿no podremos dedicar
un día a explorar?
—Eso espero. Hay muchas cosas
que me gustaría mostrarte. La Fuente
de las Brumas, el Teatro de Dethelion,
el Río de Estrellas…
—Tal vez podamos ir después a la
Torre Blanca.
—Me gustaría —dijo ella—. Me
gustaría mucho.
Caelir sonrió para sí y devolvió su
atención a la ciudad, cuyas magníficas
murallas se alzaban sobre ellos mientras
seguían el camino que conducía hacia
su alta puerta de oro titilante. Negros
estandartes ondeaban en sus torres, y
las lanzas de los guerreros de sus muros
centelleaban como un millar de
estrellas.
Alzó la cabeza al oír un batir de
poderosas alas y el pegaso de Anurion
aterrizó graciosamente tras ellos. La
bestia mágica plegó sus alas
limpiamente sobre sus flancos y el
archimago se acercó cabalgando hacia
ellos sin pausa.
Caelir pudo ver por su cara que
estaba preocupado y esperó ceñudo sus
palabras.
—¿Padre? —preguntó Kyrielle,
reconociendo también la gravedad de la
expresión de su padre.
—Los caminos de la magia están
repletos de corrientes y portentos por
todo Ulthuan —anunció Anurion—.
Los druchii han atacado la flota de lord
Aislin lejos de la costa de Tiranoc. Se
dice que una arca negra hundió dos
barcos, aunque un tercero logró
escapar.
—Los druchii… —empezó Caelir.
—Debemos apresurarnos y llevarte
ante Teclis, muchacho —lo apremió
Anurion—. Si esto está conectado con
la visión que tuviste de la oscuridad que
englobaba a Ellyrion, entonces el ataque
de los elfos oscuros bien puede ser el
principio de una invasión.
Caelir asintió, y toda idea de
explorar la ciudad de Tor Yvresse con
Kyrielle se desvaneció de su mente en
cuanto Anurion mencionó a Teclis.
—Creo que tienes razón.
Hundió los talones en el flanco de
su corcel.
—Corramos a Tor Yvresse.
7
***
El interior de la Aguja Áquila era
agradablemente fresco, pues una brisa
del oeste se colaba a través de la
estrecha ventana que asomaba a las
pendientes del paso que conducía a las
llanuras de Ellyrion. El viento traía el
olor del trigo maduro y Cerion pensó
con tristeza en todas las veces que había
recorrido aquellas llanuras con los
guardianes de Ellyrion muchos años
atrás, mientras intentaba librarse de sus
sombríos pensamientos.
Los informes de Glorien estaban
extendidos sobre su mesa, y Cerion se
había sentido lleno de desesperación al
leer la valoración de su subordinado
sobre la información que él ya había
oído, de primera mano, de los
taciturnos guerreros sombríos cuando
regresaron de patrullar por las
montañas.
Su líder, Alanrias, había hablado del
feo aspecto de presagio de las
montañas, una advertencia que Cerion
se tomó en serio, pues los sombríos de
Nagarythe tenían una profunda
relación con la oscuridad que acechaba
en los corazones de los asur. Cuando
hablaban de esas cosas era con un
grado de autoridad que no podía ser
ignorado.
Ninguna mención de esto se hacía
en el informe de Glorien, sólo el hecho
de que las patrullas de exploradores no
habían encontrado ningún ser vivo en
las montañas…, expresado con un
condescendiente aire de superioridad al
descartar su advertencia de una
amenaza inminente.
Cerion apoyó los codos sobre la
mesa y se frotó las sienes con las palmas
de las manos, esperando poder sortear
de algún modo las influencias familiares
de Glorien para que nombraran
segundo al mando a un guerrero más
adecuado. La idea de retirarse y dejar la
Puerta del Águila en manos de Glorien
hacía que un escalofrío le recorriera la
espalda.
Cerion apartó los informes, se
levantó de la mesa y se dirigió al otro
lado de la habitación, donde había un
mueble de bebidas de fina madera de
ellemyn. Abrió las puertas
exquisitamente labradas y sacó un
escanciador de cristal con plateado vino
sapheriano, hecho con uvas cultivadas a
partir de una cepa creada por Anurion
el Verde.
Aunque todavía era temprano,
Cerion decidió que necesitaba beber de
todas formas, y se sirvió una buena
medida del potente vino en una copa
de cobre pulido. La brisa que soplaba
del este era agradable y alzó la copa
para saludarla, disfrutando del fuerte
olor de la bebida.
Al llevarse la copa a la boca, la brisa
murió de repente y una sombra pasó
por la superficie reflectante del vino.
Cerion se dio media vuelta y lanzó la
copa contra la estrecha ventana, donde
una estilizada sombra se agazapaba
sobre el alféizar.
La había lanzado a ciegas y la copa
se estrelló contra la piedra de la pared,
pero fue suficiente distracción. La negra
figura entró rodando en la habitación
con una oscura hoja destellando en su
mano. La espada de Cerion saltó de su
vaina y descargó un golpe contra la
forma en movimiento.
Más rápido de lo que nadie habría
creído posible, el oscuro guerrero movió
los pies, arqueó la espalda para evitar la
estocada, y aterrizó ágilmente ante él.
Una hoja buscó el cuello de Cerion y
éste tuvo que retroceder, evitando la
estocada por los pelos. Alzó la espada
para detener otro golpe, pero antes de
que pudiera hacer algo más que bajar la
hoja, su atacante ya tenía una arma en
la otra mano.
—¡Un intruso! —gritó con toda la
potencia de su voz, esperando que
alguien estuviera cerca al pie de las
escaleras para poder oír sus gritos—.
¡Un intruso! ¡Guardias!
—Los guardias no te salvarán, viejo
—dijo el asesino vestido de negro, y a
Cerion no le sorprendió oír los oscuros
tonos sibilantes de los druchii en la
boca de su asaltante.
—Tal vez no —replicó,
retrocediendo hasta la puerta—, pero
ellos se encargarán de que mueras
conmigo.
El asesino no respondió, pero saltó
hacia adelante una vez más, las hojas
gemelas girando en sus manos como si
fuera un acróbata de la espada. Cerion
bloqueó el primer golpe, pero no pudo
con el segundo y el asesino le hundió la
hoja en la axila. El oscuro
encantamiento forjado en su filo separó
los eslabones de ithilmar tan fácilmente
como una flecha hiende el aire.
Cerion soltó un grito de agonía
cuando la hoja le atravesó los pulmones
y el corazón, y la sangre bombeó
entusiasta de la herida abierta cuando
el asesino liberó su espada. Se tambaleó
hacia atrás, y la puerta de la Aguja
Áquila se abrió de golpe cuando cayó
contra ella.
El asesino dio un salto hacia
adelante y lo sostuvo, apuñalándolo
una y otra vez. Las hojas se clavaban en
él con fuego agonizante, la sangre
llenaba sus sentidos, y miró a los crueles
ojos de su asesino, horrorizado por el
odio y el placer que el druchii sentía al
causar tanto dolor. Quiso dejarse ir, la
fuerza escapaba de sus miembros con la
misma rapidez que la sangre brotaba de
su cuerpo acribillado. Sus ojos se
enturbiaron, pero sintió que unas
manos le impedían caer.
Sintió el aire fresco en su piel y una
sensación de brillo. Sus pies eran
inestables y la sangre convirtió la
escalera en resbaladiza mientras lo
arrastraban a la luz.
Con sus últimas fuerzas, Cerion
abrió los ojos para ver la muralla de la
Puerta del Águila ante él, y a sus
soldados mirándolo boquiabiertos y
horrorizados al observar lo que sucedía.
Un arquero apuntó y los guerreros
corrieron hacia la escalera de la torre.
—Sabe esto, viejo —dijo el asesino,
inclinándose para susurrarle al oído—,
pronto todo esto estará en ruinas y tu
tierra arderá.
Cerion trató de escupir un último
juramento desafiante, pero sus palabras
no fueron más que roncos susurros.
Sintió que la presa del asesino
cambiaba.
Algo chocó contra el empedrado de
la torre y vio los fragmentos rotos de
una flecha apartarse de él.
Entonces el mundo giró a su
alrededor cuando lo arrojaron desde lo
alto de la escalera.
***
Al principio, Alathenar no supo qué
pensar cuando oyó el grito que
resonaba en las montañas y alzó la
cabeza confundido, el arco terminado
ya en su mano. Se puso rápidamente en
pie y vio que los demás soldados se
alarmaban igualmente por el súbito
grito de dolor. Sin pensarlo, colocó una
flecha en el arco y se asomó a la muralla
buscando un blanco.
Entonces el grito se repitió y
Alathenar se volvió hacia la Aguja
Áquila, pues sus agudos oídos
detectaron el origen. La puerta de la
torre se abrió de golpe y bajó el arco al
ver a lord Aladorada en la penumbra
de la torre.
Entonces vio la sangre que manaba
de su cuerpo y la sombra que tenía
detrás.
—¡Asesinos! —aulló, y apuntó con
su arco.
La flecha salió veloz, pero su blanco
ya estaba en movimiento, y Alathenar
gritó cuando el comandante de la
Puerta del Águila era arrojado por la
escalera tallada en la roca. El cuerpo
ensangrentado cayó dando vueltas y
más vueltas, y el arquero oyó el terrible
sonido de los huesos al romperse.
El atacante de lord Aladorada
desapareció en el interior de la Aguja
Áquila y Alathenar recogió su carcaj
antes de echar a correr tras él. La furia y
la pena le dieron velocidad y dejó atrás
a los otros soldados armados que
corrían hacia la torre. Ellos se
detuvieron al pie de la escalera,
arrodillándose horrorizados ante el
cuerpo roto de su amado comandante,
pero Alathenar ya sabía que no había
nada que hacer por él. Los dejó atrás y
subió corriendo hacia la Aguja Áquila.
Llegó a lo alto de la escalera, donde
el último rellano estaba resbaladizo de
sangre, y atravesó la puerta. Alzó el
arco, la flecha tensa contra su mejilla.
La cámara estaba vacía, aunque
notó en la nariz el hedor de la sangre y
la violencia. Rápidamente, Alathenar
escrutó la habitación y comprobó que
no había nadie. Se echó el arco a la
espalda y desenvainó la espada al ver
una copa rota en un charco de vino
amargo bajo la única ventana de la
cámara. Con cuidado, se acercó a la
abertura, la espada extendida ante él.
A su espalda pudo oír gritos y supo
que el asesino se había marchado hacía
tiempo del lugar del asesinato.
Rápidamente atravesó la ventana y
contuvo la respiración cuando se
encontró en un estrecho alféizar de
piedra, a docenas de metros sobre las
rocas afiladas que podrían matarlo con
la misma seguridad que la hoja del
asesino.
Miró hacia arriba mientras oía a los
soldados entrar en la cámara tras él, y
divisó una huella en las tejas de la torre.
Así que el asesino había atravesado las
montañas y se había colado en el
interior de la fortaleza.
—¡Ha vuelto a las montañas! —gritó
Alathenar antes de envainar la espada y
tomar aire. Encogió las piernas, saltó
hacia adelante y se agarró al borde del
tejado. Se encaramó con un rápido
movimiento y logró sujetarse al borde
irregular del tejado cónico.
Apoyó la espalda contra la punta de
la torre y alzó el arco sobre su cabeza.
Tras engancharse el carcaj al cinturón,
Alathenar echó un vistazo a la muralla
y vio que los guerreros gritaban y
señalaban a los acantilados del paso.
Siguió sus brazos extendidos a tiempo
de ver la silueta del asesino que saltaba
de roca en roca y escapaba.
Las flechas volaban por los aires,
pero el asesino poseía algún oscuro
sentido que le permitía ponerse a
cubierto o esquivarlas sin esfuerzo.
Alathenar seleccionó la flecha más
recta y hermosa de su carcaj y besó la
punta antes de colocarla en el arco y
apuntar con cuidado.
Su blanco estaba en el límite
extremo de su capacidad de alcance,
pero tenía la cuerda nueva y en silencio
ofreció una oración a la Reina Eterna
para que sus doncellas, en efecto,
poseyeran algo de magia. El asesino
corría en zigzag entre las rocas, y
Alathenar maldijo al advertir
rápidamente que era imposible predecir
sus movimientos para apuntarle bien.
De repente sonrió al ver una
estrecha hendidura en la roca que la
figura a la fuga tenía delante, y vio que
su irregular carrera lo conducía hacia
allí. Tomó aire y lo contuvo mientras
calibraba el alcance hasta la hendidura
y el tiempo que el asesino tardaría en
llegar.
—Que Kurnous guíe mi puntería —
dijo.
Alathenar dejó escapar el aliento y
soltó la flecha. Vio cómo el astil de
pluma azul saltaba al sol de la mañana y
llegaba al cénit de su vuelo antes de
caer en un arco casi placentero.
—¡Sí! —exclamó cuando la flecha
atravesó el hombro del asesino. La
oscura forma trastabilló y cayó, pero
mientras Alathenar seguía mirando, se
incorporó y echó a correr una vez más.
Alathenar sacó otra flecha, sabiendo
que no podía esperar alcanzar al asesino
antes de que se perdiera de vista. Y, en
efecto, la figura desapareció de su vista
antes de que pudiera disparar.
Bajó el arco y lloró lágrimas de ira
cuando miró hacia abajo y vio que los
soldados de la Puerta del Águila
cubrían el rostro de Cerion Aladorada
con una sábana blanca que pronto se
volvió roja.
Alathenar el Arquero dejó escapar
un grito terrible de pérdida y furia.
Y se le oyó por encima de las
montañas.
***
Desde lo alto de la Torre del Guardián
era posible ver toda la ciudad de Tor
Yvresse, y Caelir pronto pudo apreciar
las dimensiones de la destrucción
causada por la invasión del rey goblin.
A pesar del trabajo de los habitantes de
la ciudad, el lugar aún mostraba las
cicatrices de la guerra, con mansiones
devastadas, porciones de muralla
ennegrecidas por el fuego y parques
abandonados donde la naturaleza
campaba ahora a sus anchas.
Vio a los habitantes de la ciudad
dedicados a sus quehaceres, y dedujo
que Tor Yvresse había sido construida
originalmente para albergar al doble de
gente que tenía ahora. Kyrielle y él se
encontraban en el balcón más alto que
asomaba a la ciudad, más alto aún que
las torres de los palacios construidos en
las nueve colinas. El viento azotaba el
mar más allá de la bahía, levantando
altas olas azules coronadas de espuma y
agitando los estandartes en sus mástiles,
pero ni un breve aliento suyo llegaba
hasta la torre.
Después de conocer a Eltharion, el
Guardián de Tor Yvresse los invitó a
desmontar y dejar a sus guardias antes
de seguirlos a la torre. El interior era
tan sombrío como imponente era el
exterior, paredes vacías y muebles
sencillos que hablaban de un ocupante
que no se preocupaba en absoluto por
la belleza o la ornamentación y cuyos
gustos ascéticos harían parecer vulgares
los de un maestro de la espada.
Eltharion no había dicho nada
después de presentarse e invitarlos a
seguirlo escalera arriba hasta sus
aposentos. Caelir gruñó para sí ante la
idea de tener que subir tantas escaleras,
pues había visto desde fuera lo alta que
era la torre, pero apenas había puesto el
pie en el primer peldaño y le pareció
que llegaba al rellano más alto.
Asomado ahora desde el centro de
la torre, vio el suelo a docenas de
metros por debajo.
Tras llegar a la cima, Eltharion y
Anurion se retiraron a hablar en
privado mientras Kyrielle y él se
quedaban solos en la sala de recepción.
Habían hecho algún intento por
convertir el interior de la torre en algo
menos frío, pero de manera rutinaria, y
sólo habían conseguido que todo lo
demás resultara aún más deprimente.
Les sirvieron comida y bebida, y así
saciaron la sed y el hambre antes de
salir al balcón para admirar la vista y
esperar la decisión del Guardián.
—Esto no es lo que esperaba —dijo
Caelir.
—¿Tor Yvresse?
—Sí. Recuerdo las historias que se
contaban de la ciudad y el retorno de
Eltharion, pero esperaba encontrar una
ciudad de grandes héroes. No esperaba
que fuera tan… letal.
—Como dijo mi padre, muchos
elfos murieron en la guerra, pero
nuestros hijos son pocos y es un triste
hecho que cada vez nazcamos menos
cada año.
—¿Y por qué será eso?
Kyrielle se encogió de hombros.
—No lo sé. Algunos dicen que
nuestro tiempo en este mundo es ahora
una llama chisporroteante y que pronto
se apagará. Todas las cosas tienen su
tiempo al sol. Tal vez el mundo ya se ha
hartado de nosotros.
—¿Qué? ¡No creerás eso!
—¿Cómo si no explicas nuestro
declive?
—Tal vez el poder de los elfos se
esté desvaneciendo, pero nuestro
tiempo volverá. Lo sé.
—¿Tan seguro estás? ¿Cuántos
imperios del hombre se han alzado y
caído mientras el mundo sigue girando?
—Los hombres son polillas, sus
vidas aletean y arden sólo un momento
—dijo Caelir—. Viven sus vidas como
en una carrera, sin construir nunca
nada permanente. ¿Cómo puedes
comparar a los asur con esos bárbaros?
—No somos tan distintos, mi
querido Caelir. Tal vez seguimos el
mismo camino, pero nosotros tardamos
más en recorrerlo.
Caelir se volvió hacia Kyrielle y
colocó la mano sobre su hombro.
—No me parece propio de ti que
hables de este modo. ¿Qué te ocurre?
—No me pasa nada, tonto —dijo
Kyrielle—. Creo que es por estar en Tor
Yvresse. Aquí hay fantasmas de la
memoria que sacuden en mí los más
oscuros pensamientos. Me pondré bien.
—Yo también los he sentido,
Kyrielle, pero no podemos permitir que
el pasado amargue nuestras vidas aquí y
ahora. El rey goblin fue derrotado y Tor
Yvresse se salvó, ¿no es eso motivo para
celebrarlo?
—Pues claro que lo es, pero con
cada invasión, con cada batalla, nos
vemos menguados. Cada año los
druchii se vuelven más osados, y
mientras la Isla de los Muertos extraiga
la energía mágica del mundo para
Ulthuan, las criaturas del Caos serán
siempre atraídas a nuestra bella isla.
Nos aferramos a la vida con uñas y
dientes, Caelir.
—Tal vez, pero ¿es eso motivo para
soltarnos y dejarnos caer? —respondió
Caelir—. Tal vez seamos una raza en
declive, no lo sé, pero si es así, seguiré
luchando hasta el final por conservar lo
que tenemos. No sé qué sucederá en el
futuro, pero no aceptaré sin luchar que
la desesperación me venza. Mientras
tenga aliento lucharé para proteger mi
hogar y mi pueblo.
Kyrielle le sonrió y él se sintió un
poco más animado hasta que vio el
anillo de compromiso en la mano que
apoyaba sobre su hombro. Una fugaz
imagen de una hermosa doncella elfa
destelló tras sus ojos, la mirada triste, el
cabello como un fluido río de oro.
—¿Qué ocurre? —preguntó Kyrielle
al ver la sombra en sus facciones.
—Nada —dijo Caelir, retirando la
mano de su hombro y dándose la
vuelta.
Se ahorró tener que esquivar nuevas
preguntas cuando oyó pasos acercarse.
Anurion el Verde se detuvo ante ellos
sin revelar nada en su semblante del
resultado de sus discusiones con
Eltharion.
—¿Y bien? —preguntó Kyrielle—.
¿Nos concede permiso para recorrer las
montañas?
—Todavía no. Primero desea hablar
con Caelir.
—¿Conmigo? —se extrañó Caelir,
súbitamente nervioso por tener que
reunirse con una figura tan sombría y
heroica como Eltharion el Implacable.
—Porque creo que te considera un
misterio y Eltharion no es alguien a
quien gusten mucho los misterios —dijo
Anurion—. Le he contado todo lo que
sé de ti y desea hablar contigo en
persona. Cuando te pregunte, se sincero
en todo. ¿Me comprendes, muchacho?
—Te comprendo, sí —asintió Caelir
—. No soy ningún necio, pero sigo sin
ver por qué quiere hablar conmigo.
—Escúchame, Caelir, y escúchame
bien. Eltharion es el Guardián de Tor
Yvresse y nadie atraviesa estas
montañas para llegar al Reino Interior
sin su permiso. Si desea hablar contigo,
no lo rechaces.
Caelir asintió y se dirigió al arco en
forma de hoja que conducía a los
aposentos privados de Eltharion. Las
puertas estaban cerradas y llamó
suavemente, pues no quería entrar sin
permiso.
—Pasa —dijo una fría voz, y un
gélido temor se apoderó de él mientras
obedecía.
***
Pazhek soltó una retahila de las
maldiciones más terribles que conocía
mientras tropezaba con otra piedra y
caía de rodillas. Donde antes las
montañas se alzaron para recibirlo y
avivar su paso, ahora todas las rocas
parecían sueltas ante él y cada matorral
se enredaba en sus pies.
Le dolía el hombro horriblemente,
la punta de la flecha seguía todavía
alojada bajo su omóplato. Aún no podía
creer que había sido alcanzado, pues
había empleado todas las técnicas de
evasión que aprendían los adeptos de
Khaine y se hallaba más allá del alcance
de cualquier tirador…
O eso creía.
Se curó la herida lo mejor que pudo
y tomó una infusión de rararraíz para
aliviar el dolor antes de reemprender su
huida por la montaña. Los sombríos
estarían ya siguiendo sus huellas, y no
se hacía ilusiones de poder escapar ya
que estaba dejando un rastro de sangre
tras él. Pero los haría bailar por las
montañas, y cuando vinieran a por él,
mataría y heriría a tantos como pudiera
antes de que lo abatieran.
Había aplicado a sus espadas una
cobertura de veneno, una mezcla de
matahombres y loto negro, un mejunje
que volvería a sus víctimas locas de
dolor y sería el delirio de sus peores
pesadillas.
«Que vengan —pensó—, les daré
motivos para recordar el nombre de
Pazhek».
Sonrió al pensar en la muerte de
Cerion Aladorada. Aunque no fue una
muerte elegante, había sido muy
aparatosa y sangrienta, y la guarnición
de la Puerta del Águila no la olvidaría
fácilmente.
Una sombra corrió por el suelo y él
se volvió con las espadas alzadas.
No vio nada, ni rastro de
persecución, pero sabía que esas cosas
eran insignificantes, pues sus enemigos
no caerían directamente sobre él, sino
que utilizarían ardides y astucias. Se dio
media vuelta y continuó, respirando
con dificultad; todo el sigilo relegado en
favor de la velocidad.
Si de algún modo pudiera llegar a la
costa y encontrar un lugar donde
esconderse, entonces podría esperar a
que su gente viniera a por él.
Otra sombra cruzó el terreno y
Pazhek se detuvo, sin aliento,
desesperado, mientras se apoyaba
contra el acantilado. Tampoco esta vez
vio nada, y cuando un grito chirriante
resonó en el cielo, advirtió súbitamente
su error.
Pazhek alzó la cabeza a tiempo de
ver una gran sombra dorada
abalanzarse desde el cielo.
Sus alas se extendieron con un
rugido de deceleración y los espolones
ganchudos se cernieron sobre él.
Pazhek soltó un grito y trató de
alzar sus espadas, pero la poderosa
águila fue más rápida, los espolones
extendidos se cerraron sobre sus brazos
y lo levantaron del suelo. Pazhek gritó
cuando se elevó por los aires, y soltó las
espadas cuando el águila aplastó los
huesos de sus muñecas.
—Asesino —dijo la gigantesca ave
de presa mientras sus alas lo llevaban
cada vez más alto—. Yo soy Elasir,
Señor de las Águilas, y has derramado
la sangre de un amigo de mi especie.
Pazhek no pudo contestar, pues la
agonía de los afilados espolones del
águila que le aplastaban los huesos y le
desgarraban la carne era demasiado
grande para soportarla. Se retorció en
su presa, el suelo girando a docenas de
metros bajo él mientras luchaba en
vano contra la fuerza de su captor.
—Y por eso has de pagarlo —dijo el
águila soltando su presa.
***
Caelir abrió la puerta y entró en una
cámara abovedada de fría luz y
distantes ecos. Mientras que el resto de
la torre era sombrío y no mostraba nada
de la personalidad de quien vivía aquí,
esta sala daba oscura información sobre
la mente de Eltharion.
Anaqueles de armas y mapas
enmarcados de Ulthuan, Nagaroth y
todo el mundo conocido flanqueaban
las paredes. Junto a ellos había
sombríos trofeos sobre placas de
madera colgados alrededor de la
circunferencia de la sala: las cabezas de
sañudos monstruos, orcos y hombres.
La dorada luz de Ulthuan entraba
por una gran abertura del techo, bajo la
cual colgaba un elaborado conjunto de
cintas de cuero y correas parecidas a
una silla de montar. La iluminación no
calentaba la cámara ni llegaba a sus
extremos más lejanos, como si su
ocupante no deseara sentir la luz y el
calor en su piel.
Eltharion caminaba bajo la abertura
del techo, y la luz del sol sólo servía
para resaltar el pálido tono de su piel y
las sombras bajo sus pómulos. Su
expresión era sombría, como Caelir
esperaba, y se volvió a mirarlo con
apenas un atisbo de interés en sus
helados ojos de zafiro.
—Así que tú eres el que apareció en
las orillas de mi tierra —dijo Eltharion.
—Lo soy —respondió Caelir,
inclinando respetuosamente la cabeza
—. Es un honor conocerte, mi señor.
Eldain ignoró el cumplido.
—Anurion me ha dicho que tus
recuerdos han sido mágicamente
enterrados en tu interior —dijo—. ¿Por
qué haría nadie eso?
—No tengo ni idea, mi señor. Ojalá
lo supiera.
—No te creo —le espetó Eltharion,
y Caelir se sorprendió por su franqueza.
—Es la verdad, mi señor. ¿Por qué
iba a mentir al respecto?
—No lo sé, y eso es suficiente para
hacerme reflexionar —insistió
Eltharion, caminando hacia él con sus
ojos de halcón fijos en él. Caelir tuvo
que combatir el deseo de retroceder
ante el Guardián de Tor Yvresse, tal era
el peso de su intimidación—. No me
gusta lo desconocido, Caelir —continuó
Eltharion—. Lo desconocido es
peligroso y se envuelve en el misterio
para hacer avanzar mejor su causa.
Siento un oscuro propósito en ti, pero
no puedo sondear qué peligro puede
presentar un joven inexperto como tú.
—¿Inexperto? Soy un guerrero y he
matado a nuestros enemigos antes de
ahora.
—¿Cómo lo sabes? No tienes
memoria.
—Yo… sólo sé que no soy enemigo
de Ulthuan —dijo Caelir.
—Ojalá pudiera estar seguro de eso,
pero no confío en ti.
—Entonces ¿confías en un
archimago de Saphery?
Eltharion se echó a reír, pero no
había ningún humor en su risa; era
simplemente un ladrido de diversión
producido por el descubrimiento de la
ignorancia de otro.
—Bien se podría uno fiar del mar o
de la fidelidad de una mujer.
—Pero Anurion el Verde me
refrenda.
—Así es, aunque tampoco él se fía
completamente de ti.
—¿Por qué crees que soy una
amenaza?
—No importa por qué lo creo,
simplemente es así. Alguien se tomó
muchas molestias para arrebatarte la
memoria y no puedo creer que lo
hicieran en beneficio de Ulthuan.
—Tal vez me robaron mis recuerdos
porque sabía algo beneficioso para
Ulthuan —apuntó Caelir.
—¿Por qué no te mataron entonces?
—No lo sé —respondió Caelir,
cansado de no tener respuestas con las
que explicarse—. ¡Todo lo que sé es que
soy un verdadero hijo de Ellyrion y
preferiría morir antes que dañar un solo
pelo de la cabeza de alguien de mi
especie!
Eltharion dio un paso adelante y
colocó las manos a cada lado de la
cabeza de Caelir, mirándolo
directamente a los ojos de una manera
que lo aterrorizó por su intensidad.
—Creo que piensas que estás
diciendo la verdad —dijo Eldiarion—.
Sólo el tiempo dirá si es suficiente.
—Estoy diciendo la verdad.
Eltharion retiró las manos y se
volvió cuando un poderoso chirrido
llegó desde más allá de la torre y un
poderoso batir de alas creó una
corriente de aire en la cámara. Los
pergaminos aletearon como hojas de
otoño esparcidas al viento.
Una sombra bloqueó de pronto la
luz de la abertura del techo. Caelir alzó
la cabeza, asombrado, y vio una
poderosa criatura alada atravesarla y
aterrizar grácilmente en los confines de
la torre. Su cabeza y cuartos delanteros
eran como los de una poderosa águila,
con su cabeza picuda y unas patas
terminadas en zarpas aterradoramente
musculosas. Tras las alas, el cuerpo de
la criatura era velludo y enormemente
poderoso, siendo los cuartos traseros
como los de un poderoso león. Su
pelaje era del color del cobre, con vetas
oscuras y manchas como se dice que
ocurre con los grandes gatos que
acechan en las junglas de Lustria y las
tierras del sur.
Caelir contempló asombrado cómo
el poderoso grifo recorría la torre, la
cabeza ladeada, mirándolo con ira.
—Ala de Tormenta —dijo Eltharion
a modo de presentación.
Caelir inclinó la cabeza ante la
poderosa bestia. La inteligencia que
brillaba en sus ojos saltaba a la vista.
—Es un honor.
Eltharion se volvió a recoger la silla
de montar del armazón de madera y
Caelir advirtió ahora que era
exactamente eso: una silla de montar.
El Guardián de Tor Yvresse colocó la
silla sobre la espalda del grifo.
—¿Os dirigís a la Torre Blanca? —le
preguntó.
—Así es —dijo Caelir, todavía
sorprendido por la magnífica criatura
que tenía delante.
—Entonces os permitiré que viajéis
a Saphery, pues os quiero fuera de mi
ciudad. Pero no viajaréis solos.
—¿No?
—Os pondré de camino con una
compañía de mis mejores montaraces
—dijo Eltharion—. Ellos os conducirán
por los caminos secretos de las
montañas y os escoltarán hasta la Torre
Blanca.
Caelir sonrió.
—Tienes todo mi agradecimiento,
mi señor.
Mientras Eltharion terminaba de
aprestar la compleja silla a Ala de
Tormenta, dijo:
—No lo hago como un favor hacia
ti, sino para asegurarme de que te
diriges allí donde dices que vas.
—Sigo dándote las gracias.
—Tu agradecimiento me resulta
irrelevante —le espetó Eltharion—.
Preséntate en la puerta oeste al
atardecer y no regreses, Caelir de
Ellyrion. No eres bienvenido en Tor
Yvresse.
8
***
Más allá del portal había oscuridad,
pero no una oscuridad carente de
maravillas, sino llena de magia y de
milagros. En cuanto el montaraz hizo
pasar a Caelir, sus sentidos fueron
asaltados por un peso grande y terrible,
cosas monstruosamente poderosas que
acechaban al borde de la percepción.
No podía ver nada, pero el poder
que habitaba en este lugar suministró el
combustible y su imaginación las
herramientas para crear todo tipo de
terrores y paisajes de pesadilla ante él.
La oscuridad se retiraba ante un
potencial tan nuevo: enormes
extensiones de montañas oscuras
dominadas por brillantes torres de
carne roja, espadas y lanzas sobre
grandes cabalgaduras, poderosos
ejércitos destruyéndose unos a otros en
un campo de flores azules y mil visiones
más, cada una más vivida y extraña que
la anterior.
No veía ni rastro de sus
compañeros, y los pasos de su caballo
eran mecánicos y automáticos, como si
caminara por un reino de pesadilla de
infinito potencial. El animal tenía las
orejas echadas hacia atrás, asustado,
pero no podía decir si veía las mismas
cosas que él o si creaba su propia
realidad distorsionada.
Su camino lo llevó a lo largo de la
ribera de un gran río, lleno no de agua,
sino de cadáveres. Un millón de
cadáveres, hinchados y apestosos,
pasaron flotando ante él, sus rostros a la
vez familiares y desconocidos. Caelir
retrocedió cuando el hedor de los
muertos lo asaltó, pues la visión de
tantos cuerpos era nauseabunda e
insoportable.
El río desapareció cuando el poder
de la magia a su alrededor sondeaba las
profundidades de su mente en busca de
otras cosas que hacer reales. Un frío
viento había penetrado su carne y le
helaba los huesos y ana cabalgata de
torturas desfiló ante él, aunque no eran
desmembramientos sangrientos, sino
placeres sensuales diseñados para
quebrar el espíritu desde dentro,
degradaciones y humillaciones
amontonadas unas sobre otras hasta
que el alma ya no podía soportar más.
Caelir cerró los ojos y suplicó que
las visiones convocadas en su mente por
el poder de la magia que recorría las
montañas desaparecieran, pero esa
magia era burda y elemental, carente de
conciencia y piedad, y las visiones no
remitieron ni se retiraron.
No pudo decir cuánto tiempo
permaneció bajo las montañas, un
momento o una eternidad. En este
lugar de magia no existía el tiempo, no
había dimensiones ni sentido de lugar
en el mundo. Aparecieron rostros, elfos
de ambos sexos; lugares, altas ciudades
de torres blancas y una odiosa ciudad
oscura de grandes torres de hierro que
resonaban con los terribles sonidos de
gritos y el martilleo de la industria.
Ardían fuegos en esa ciudad, y algo
en esta última visión poseía una chispa
de verdad que las otras no tenían, y
Caelir concentró su atención en las
llamas rampantes y los chirridos de un
gran monstruo invisible. Vislumbró
motas blancas entre la oscuridad, y su
corazón dio un brinco al ver a los
guardianes montados en brillantes
corceles de Ellyrion esparciendo
destrucción por la ciudad oscura,
derribando lo que los señores del mal
habían construido.
¿Era un recuerdo o una fantasía
rescatada de los sueños de la infancia?
Luchó por aferrarse a esta última
imagen, la atención fija en dos jinetes,
uno a lomos de un brillante corcel
negro, el otro en uno gris. Eran
dolorosamente familiares, pero antes de
poder hacer algo más que advertir su
presencia, sintió que el poder de las
visiones se difuminaba y tuvo la
poderosa sensación de haber emergido
de las revueltas aguas del río más
poderoso imaginable.
Caelir tomó grandes bocanadas de
aire mientras jirones de magia pura
escapaban de su mente y la oscuridad
de la montaña volvía a hacer acto de
presencia. La realidad se posó a su
alrededor con los sonidos del camino y
de los arneses, los jadeos de sus
compañeros y el golpeteo de los cascos
de los caballos sobre la roca.
—Ahora, enséñame… —dijo,
volviéndose en la silla para mirar hacia
atrás, aunque el instinto le decía que
ese término no tenía significado en este
conducto de magia bajo las montañas.
—¿Mostrarte qué? —preguntó
Anurion, que cabalgaba tras él y parecía
entusiasmado por haber experimentado
energías tan primarias y vivido para
contarlo.
Caelir negó con la cabeza, pues el
significado de la visión se borraba ya de
su mente como si le hubieran echado
encima una manta sofocante.
—No lo sé. Me pareció ver algo
familiar, pero ha desaparecido. No lo
recuerdo.
Se volvió y vio que el montaraz
todavía guiaba su caballo, ajeno o ileso
ante las pesadillas que acababan de
sufrir y que ya no le afectaban.
El grupo siguió un estrecho pasadizo
en la montaña. Un cálido brillo amarillo
llegaba de algún lugar en las alturas y
aclaró las últimas telarañas que
revolvían los pensamientos de Caelir
después del viaje a través de la
oscuridad.
La roca del estrecho pasadizo
brillaba con lo que al principio
consideró que era humedad, pero al
tocarlo resultó ser un residuo de magia
parecido al rocío. Titilantes perlas de
luz se le quedaron pegadas en los
dedos, y sonrió al advertir que debían
estar cerca de Saphery. Los horrores
liberados en su mente sólo unos
momentos antes quedaron ahora
olvidados.
Caelir salió a la brillante luz del sol,
y tuvo que protegerse los ojos cuando el
montaraz lo condujo hasta un gran
saliente de roca. El olor del aire era
dulce y grupos de árboles verdes crecían
alrededor, radiantes bajo el cielo de
verano.
Kyrielle esperaba a caballo al borde
de la llanura, las mejillas arreboladas
por el placer de ver de nuevo su patria.
Los guardias montados de su padre
estaban por allí cerca y sus rostros
sonreían de expectación, tal era la
alegría de regresar a casa.
Un sendero flanqueado por
peñascos bajaba de las montañas,
conduciendo a una tierra fértil de
campos dorados y serpenteantes ríos
azules. Caelir miró por encima de su
hombro y vio la mole de las Montañas
Annulii alzarse sobre él, sus picos
titilantes bañados en una bruma de
magia.
—¿Ya hemos cruzado las montañas?
—preguntó, sorprendido por haber
cubierto aquella distancia en un abrir y
cerrar de ojos. Su viaje había
comenzado en la oscuridad, pero aquí
había amanecido ya, aunque parecía
que sólo habían pasado unos momentos
desde que dejaron el hueco de la piedra
de vigilancia.
—Así es —respondió el montaraz
que les había hablado por primera vez
en Tor Yvresse.
—¿Cómo? —inquirió Caelir—. Un
viaje como éste nos habría llevado
varios días.
—Lord Eltharion deseaba que
llegarais antes a Saphery —le informó él
montaraz, alzando el brazo y señalando
a la izquierda de Caelir—. Y la Torre
Blanca espera.
Caelir siguió la indicación del
montaraz y sus ojos se abrieron de par
en par cuando vio la Torre de Hoeth
extendiéndose media milla hacia el
cielo, una afilada aguja blanca de piedra
que se erguía, rodeada de luz. Aunque
el sol aún no había alcanzado su cénit,
el brillo de la torre superaba su
esplendor.
—Espero por tu bien que de verdad
busques conocimiento —dijo el
montaraz, posando una mano sobre el
brazo de Caelir y mirando hacia la
torre. Aunque el yelmo le ocultaba gran
parte del rostro, Caelir vio que su
expresión de preocupación era sincera.
—¿Qué quieres decir?
—La Torre Blanca es implacable con
aquellos que a sabiendas se acercan con
engaño en el corazón o que buscan el
poder para sí mismos.
—Agradezco la advertencia, pero le
dije la verdad a lord Eltharion.
El montaraz asintió y le soltó el
brazo.
—Te deseo buena suerte, Caelir de
Ellyrion.
—¡Vamos! —llamó Kyrielle—.
¡Venga! Ya no tardaremos mucho en
llegar a la torre.
—Sí, vamos, muchacho —dijo
Anurion, y las alas de su pegaso se
desplegaron con ansiedad por elevarse
en el aire—. No nos retrasemos ahora
que casi hemos llegado.
Caelir sonrió, divertido ante la
electrizante energía que empujaba a los
nativos de Saphery ahora que habían
regresado a su tierra. ¿Produciría en su
corazón un arrebato similar de
entusiasmo contagioso regresar a
Ellyrion?
Eso esperaba.
Caelir vio a Kyrielle galopar camino
abajo y a Anurion elevarse en el aire
mientras los guardias seguían a la hija
del archimago.
Se volvió para dar las gracias al
montaraz por traerlos hasta aquí tan
rápidamente, pero sus palabras
murieron cuando vio que se habían
desvanecido y el hueco en la roca por
donde habían llegado había
desaparecido.
Un frío viento soplaba desde los
altos picos, y Caelir se arrebujó en su
capa al sentir el hálito de la antigua
magia, más poderosa que nada que
existiera en el mundo, cubrirlo como el
aliento de un terrible monstruo
dormido que hubiera quedado
prisionero por los oropeles olvidados de
una era lejana.
Caelir dejó atrás la montaña, ahora
siniestra, muy consciente de que estaba
solo en esta tierra extraña, y cabalgó
sendero abajo tras Kyrielle y su escolta
de soldados.
La Torre de Hoeth se alzaba ante él,
inhóspita y fría, y Caelir se preguntó
qué destino le esperaba dentro de sus
muros.
No se volvió a mirar las montañas
mientras cabalgaba, ansioso por
considerarse a salvo por la presencia de
aquellos que llamaban hogar a esta
tierra.
Sí, Ulthuan era una isla encantada,
llena de maravillas y milagros, pero de
vez en cuando enseñaba a aquellos que
la habitaban que la magia era la fuerza
más peligrosa del mundo.
Era una lección que Caelir juró no
olvidar.
***
Cairn Auriel era el nombre de la bahía,
y Eldain no pudo recordar una visión
más hermosa cuando la afilada proa del
Señor de los Dragones hendió las claras
aguas de la tarde al dirigirse hacia ella.
Junto con Rhianna, se encontraba en la
proa del velero. Dejaron atrás la luz
encendida de un faro de plata que
iluminaba la bahía natural entre los
grandes acantilados de la costa
occidental de Saphery.
Estructuras hermosas y simples
rodeaban una bahía natural de arena
clara: torres blancas, cúpulas doradas y
columnatas artísticamente colocadas de
manera ordenada y elegante alrededor
del perímetro de los acantilados. Risa y
música flotaban en la oscuridad y
Eldain sintió que su corazón cantaba en
respuesta a los sonidos de la vida y la
alegría. Rodeó a Rhianna con los brazos
y la atrajo hacia sí.
—Había olvidado cuánto echaba de
menos Saphery —dijo—. Ha pasado
demasiado tiempo desde la última vez
que vine aquí.
—Siempre hemos sido bienvenidos
a las posesiones de mi padre —contestó
Rhianna.
—Lo sé, pero después de la
expedición a Naggaroth…
Rhianna le devolvió el abrazo y él
sintió como si el gran peso de culpa de
sus hombros pudiera ser retirado algún
día por la magia sanadora de Ulthuan y
el amor de esta maravillosa compañera
que tenía a su lado.
—Me alegraré de poner los pies en
tierra firme —dijo Rhianna—. Aunque
siento la magia por todo Ulthuan, la
siento con más fuerza en Saphery.
Eldain sonrió ante su entusiasmo y
volvió la cabeza para llamar al capitán
Bellaeir.
—Gracias, capitán. Nos has traído a
salvo.
Sentado al timón del barco, bajo
una linterna encendida, Bellaeir saludó
con la cabeza y continuó pilotando el
navío.
A medida que se fueron acercando,
Eldain se maravilló por la construcción
de los edificios de la bahía, sus
estrechos embarcaderos de mármol se
proyectaban y flotaban por encima de la
lisa superficie del agua. Ahora que sabía
dónde buscarla, vio el ondular de la
magia alrededor del asentamiento,
aferrada a las altas torres de vigilancia,
titilando sobre las plácidas aguas y
llevándoles el sonido de sus habitantes.
La tripulación del velero se dispuso
a preparar la maniobra de llevar el
barco a la bahía, pero sus esfuerzos
fueron innecesarios, pues las corrientes
mágicas lo atraían con certeza y lo
hicieron detenerse suavemente junto a
uno de los embarcaderos.
Riendo, la tripulación desembarcó y
amarraron el barco a norays de plata,
aunque Eldain sospechó que el barco
permanecería exactamente donde
estaba sin aquellas maromas. Se volvió
para recuperar sus pertenencias y vio a
Yvraine levantarse de su posición en el
centro de la cubierta y saludar al
capitán antes de pasar limpiamente al
muelle sin que su espada la molestara
en lo más mínimo.
Eldain se maravilló de la fluidez de
sus movimientos, sabiendo que, salvo a
caballo, nunca podía igualar su gracia
preternatural. Desde que pasaron junto
a la Isla de los Muertos, la maestra de la
espada se mantuvo apartada, sus
silencios rotos solamente por alguna
afirmación ocasional de que se
encontraba bien.
Ahora que volvía a pisar de nuevo
Saphery, Eldain pudo ver que en su
espíritu vibraba un ánimo que no había
visto en ella desde que la conoció.
—Alguien se alegra de volver —le
señaló a Rhianna cuando se reunió con
él.
Ella alzó la mirada con una sonrisa
indulgente y dijo:
—Comprendo cómo se siente.
Imagina cómo te sentirás tú cuando
regreses a Ellyrion.
—Cierto. Aunque Saphery no es
Ellyrion, será bueno volver a montar a
Lotharin. Las lisas aguas del Mar
Interior no pueden compararse con
cabalgar un buen corcel de Ellyrion.
Mientras recogía sus últimas
pertenencias, la tripulación instaló una
rampa desde la borda del Señor de los
Dragones hasta el muelle, y Eldain bajó
a la bodega donde sus caballos habían
pasado la mayor del viaje por mar.
Lotharin salió el primero de la
bodega, su negra piel brillando a la luz
del faro, seguido del caballo de
Rhianna, Orsien, una hermosa jaca
plateada de Saphery de flancos picazos
y una inteligencia arrogante en sus
claros ojos verdes. Tras estos dos
magníficos animales salió Irenya, una
yegua parda que había pertenecido a
una de las servidoras de Ellyr-charoi,
pero que se quedó sin jinete cuando
ésta pereció en la misma expedición
donde murió Caelir. Yvraine había
montado a Irenya desde la mansión de
Eldain, y aunque la maestra de la
espada no había disfrutado cabalgando
hasta Tor Elyr, al caballo le gustó la
oportunidad de llevar una vez más a un
jinete.
Eldain dejó que su caballo lo
mordisqueara y le pasó las manos por el
cuello, le susurró al oído y le habló de
un modo desconocido más allá de las
llanuras de Ellyrion. El caballo relinchó
nervioso y Eldain se rio ante su placer
por llevarlo el resto del viaje.
Sacó a Lotharin y a Irenya del Señor
de los Dragones, alegre por tierra firme
bajo él, aunque estuviera mantenido
por la magia. Rhianna guio a Orsien, y
cuando terminaron de desembarcar
monturas y pertenencias, Eldain vio a
Bellaeir acercarse desde la popa del
barco.
—Lord Eldain, ¿deseas que espere
vuestro regreso? —preguntó el capitán.
—Sí —respondió Eldain—, aunque
no puedo decir cuánto nos quedaremos
en Saphery.
Bellaeir se encogió de hombros.
—Podemos descansar en Cairn
Auriel durante un tiempo, mi señor. No
se nos requiere en la concentración de
Lothern, pues un barco del tamaño del
Señor de los Dragones sería de poca
utilidad en la batalla.
—Os enviaré noticias cuando
nuestra situación esté más clara, capitán
—dijo Eldain—. Mientras tanto, la paga
está en la casa de contabilidad, podéis
alojaros y tomar lo que se os deba hasta
que regresemos.
—Eso será muy satisfactorio, mi
señor —dijo Bellaeir con una sonrisa—.
Si buscáis alojamiento para la noche, no
hay nada mejor que la Luz de
Korhadris. La comida es abundante y
los vinos son de las mejores cosechas
conocidas del mundo élfico.
Eldain le dio las gracias al capitán y
se volvió, siguiendo a su caballo
mientras se dirigía a la ciudad costera
de Cairn Auriel. Alcanzó a Rhianna y
Yvraine, que lo esperaban al final del
embarcadero.
Con el brillo del faro tras él, vio una
distante lanza de luz blanca en el
horizonte.
—Creía que la Torre de Hoeth era
difícil de encontrar —comentó Eldain.
—No sabes lo equivocado que estás
—replicó Yvraine.
***
La recomendación del capitán Bellaeir
de que se hospedaran en la Luz de
Korhadris resultó ser una buena idea,
pues la bienvenida fue calurosa y el
menú extenso. Situada entre blancos
acantilados, Cairn Auriel fe extendía
hacia el interior con calles que
irradiaban desde la bahía en forma de
herradura, desplegándose en abanico
por las pendientes de la costa hacia la
propia tierra de Saphery.
El propietario del establecimiento
era un jovial elfo de edad avanzada que
les dio la bienvenida e inmediatamente
se puso a su servicio con total entrega.
El interior de la hostería era elegante,
aunque un poco ostentosa para los
gustos de Eldain, y al parecer era típica
de las costumbres sapherianas.
Había presentes pocos huéspedes
más y no hicieron ningún esfuerzo por
entablar conversación con los viajeros
bien vestidos que vieron en las otras
mesas. Globos de suave luz mágica
flotaban en el aire, proyectando una luz
cálida y hogareña por las zonas
públicas, y Eldain sintió que la piel le
cosquilleaba con la presencia de tanta
magia.
—¿No es un poco frívolo emplear la
magia para cosas tan mundanas como la
iluminación? —preguntó.
Rhianna se echó a reír.
—Ahora estás en Saphery, Eldain.
La magia está siempre presente a tu
alrededor.
—Supongo —adquirió él—. Había
olvidado lo diferente que es tu tierra de
la mía.
—Bueno, ahora estamos aquí y es
bueno estar de vuelta. ¿No estás de
acuerdo, Yvraine?
La maestra de la espada estaba
sentada un poco apartada de ellos, lo
bastante cerca para estar en su
compañía, pero lo suficientemente
separada como para parecer distante.
Eldain advirtió que Yvraine tenía el
mismo aspecto revitalizado que podía
ver en los ojos de Rhianna, y no se
sorprendió al oír un tono de
expectación en su voz cuando habló.
—Sí, es bueno estar en casa.
Aunque estaré más feliz cuando
lleguemos a la Torre Blanca.
—¿A qué distancia está de aquí? —
preguntó Eldain.
—Eso depende —respondió
Yvraine.
—¿Depende? ¿De qué?
—De si la torre nos considera
dignos de acercarnos a ella.
—Creí que nos había invitado el
padre de Rhianna.
—Así es —asintió ésta—, pero los
conjuros mágicos que protegen la torre
no relajarán la guardia por algo tan
prosaico como una invitación. Sólo el
verdadero buscador de conocimiento
puede acercarse con seguridad a la
torre.
—Esos conjuros… —dijo Eldain—,
¿qué son?
—Hechizos creados en la época de
Bel-Korhadris, el constructor de la
torre. Un laberinto de ilusiones y
trampas mágicas que atrapan a los que
vienen buscando poder o cuyos
corazones están envenenados por el
mal.
Eldain se agitó incómodo en su silla.
—¿Y qué le pasa a esa gente? —
preguntó.
Yvraine se encogió de hombros.
—Algunos descubren que no
importa en qué dirección caminen, sus
pasos siempre los llevarán lejos de la
torre.
—¿Y a los demás?
—Hay otros a los que nunca se les
vuelve a ver.
—¿Mueren?
—No creo que ni siquiera los
señores del conocimiento lo sepan con
certeza, pero parece probable.
Eldain sintió una opresión en el
pecho al pensar en Caelir, y se preguntó
si la Torre Blanca encontraría un punto
negro en su corazón y si lo juzgaría
duramente cuando llegara el momento.
Sin duda, encontrar el amor, no
importaba cómo fuera obtenido, no
podría ser considerada como algo
maligno. Miró a Rhianna y sonrió,
disfrutando del juego de sombras que
las luces mágicas dibujaban sobre sus
hermosos rasgos.
Al sentir su escrutinio, ella se volvió
a mirarlo y le devolvió la sonrisa. Él le
cogió la mano mientras el hostero
regresaba con platos de pescado de piel
plateada, verduras humeantes y una
jarra de vino fuerte y aromático.
Le dieron las gracias con una
sonrisa y comieron en silencio,
disfrutando de la atmósfera hogareña y
la sensación común a todos los viajeros
que disfrutan de la compañía mutua en
lugares desconocidos y excitantes.
Al terminar la comida, Yvraine se
excusó y se retiró a meditar y completar
su régimen diario de ejercicios
marciales. Cuando se marchó, Eldain y
Rhianna subieron las escaleras hasta el
piso superior del establecimiento,
donde estaban situados sus aposentos.
Una brisa perfumada entraba en la
habitación, haciendo ondular las
cortinas finas como telarañas y trayendo
consigo el aroma salado del mar.
Juntos, salieron a un elegante balcón
construido con madera de sauce que
asomaba a la bahía.
Mientras se dirigían a la barandilla,
el brazo de Rhianna se deslizó de
manera natural en el de Eldain, y
juntos bebieron el vino mientras
contemplaban la paz del océano.
Como un gran espejo negro, las
aguas reflejaban las estrellas del cielo y
una imagen perfecta del firmamento se
extendía ante ellos como un tejido de
terciopelo salpicado con polvo de
diamantes.
Unos cuantos barcos surcaban las
aguas, las luces de guía que
resplandecían en sus mástiles y
mascarones de proa eran los únicos
signos de su paso por el mar. Las luces
de Cairn Auriel se unían en una red
dorada como si por las calles corriera un
río de fuego derretido, y a Eldain la
escena le pareció insoportablemente
hermosa.
La sensación de felicidad que
experimentaba mientras contemplaba el
océano fue un bálsamo reparador para
su alma, y las preocupaciones que había
sentido relajarse desde su partida de
Ellyr-charoi ahora parecían pertenecer a
otra persona.
—¿Y si no regresáramos nunca? —
preguntó de pronto.
—¿Qué? ¿No regresar nunca
adonde? —dijo Rhianna.
—A Ellyr-charoi. Tú misma lo
dijiste: hemos estado encerrados allí
demasiado tiempo. Un gran pesar flota
allí, demasiado grande para que lo
soportemos mucho más tiempo, creo. Si
nos quedamos allí, nosotros mismos nos
convertiremos en fantasmas.
Rhianna lo miró y él pudo ver que
la idea la atraía.
—¿De verdad lo dices en serio? ¿Te
marcharías?
—Por ti, lo haría. Desde que
iniciamos el viaje a Saphery, he sentido
que las preocupaciones de los últimos
años quedaban atrás, y me he dado
cuenta de que mi pena te estaba
arrastrando conmigo. Si queremos
empezar a vivir nuestras vidas, creo que
debe ser lejos de Ellyr-charoi.
—¿Adónde iríamos?
—A donde tú quieras —prometió
Eldain—. Eataine, Saphery, Avelorn…
Cualquier sitio donde pudiéramos
empezar de nuevo, tú, yo, y… quién
sabe, quizá incluso una familia.
—¿Una familia? —exclamó
Rhianna, y las lágrimas se acumularon
en la comisura de sus ojos—.
¿Nosotros?
—Sí. Si Isha lo desea.
Rhianna enterró la cabeza en el
hombro de Eldain y él pudo oírla llorar
en voz queda, pero al contrario que las
lágrimas que había vertido en Ellyr-
charoi, éstas eran lágrimas de alegría.
—No sabes cuánto tiempo hace que
deseo oírte decir esas palabras, Eldain
—dijo Rhianna—. No me atrevía a
esperar que nuestras vidas pudieran
rehacerse a la sombra de Caelir.
Él sonrió y la atrajo hacia sí, sin
sentir dolor por la mención de su
hermano muerto, ningún respingo ni
ninguna oleada de negra culpa,
simplemente el reconocimiento de que
su hermano ya no estaba y que Rhianna
era ahora suya.
—Lo sé, y por eso lo siento de veras.
Creo que un resabio de la Tierra del
Frío se quedó en mi corazón desde que
regresé de la incursión contra los
druchii. Me envenenó, pero ahora ya
ha desaparecido, mi amor. Ahora soy
tuyo, en cuerpo y alma.
En un mudo acuerdo, apuraron el
vino y se retiraron del balcón al
dormitorio. A la pálida luminiscencia
de la luz mágica, se desnudaron y se
deslizaron bajo las sábanas de seda con
la excitación de nuevos amantes a
punto de descubrir placeres nuevos.
La luz de las estrellas entraba por el
balcón, rielando en su piel y bañando
su amor de pura luz de plata.
Exploraron la carne del otro como si
fuera un país sin descubrir,
aprendiendo más uno del otro en una
noche que en los años transcurridos
desde que se conocían.
La magia de su unión se vertió al
aire de Saphery y éste, a su vez,
devolvió sus pasiones, mientras los
vientos mágicos soplaban y danzaban
alrededor de la habitación y las suaves
luces que flotaban sobre la cama ardían
como fuego incandescente.
Rieron y gimieron juntos y Rhianna
se agarró con fuerza a Eldain, y
finalmente yacieron el uno en brazos
del otro, amantes, amigos y, por fin,
devotos esposa y esposo.
Mientras el mundo giraba y la luz
de las estrellas daba paso al amanecer,
Eldain despertó con una sonrisa en el
rostro, el cuerpo cantando con la
promesa de grandes cosas por venir.
9
***
Eldain se quedó sin aire en los
pulmones al ver el castillo en el cielo,
sus murallas blancas y sus elevadas
torres construidas sobre una isla de
piedra rosada que flotaba contra el
viento como una nube rebelde. La luz
del sol chispeaba en los yelmos y las
puntas de las lanzas, y Eldain vio cómo
un guerrero se asomaba al parapeto y lo
saludaba. La pura sencillez del gesto
chocaba con la increíble extrañeza del
momento.
—Hay un castillo… —dijo,
señalando al cielo.
Rhianna le devolvió el saludo al
guerrero de las murallas.
—Sí —explicó—. Ésa es la mansión
de Hothar el Feothay. Es un buen
amigo de mi padre, aunque puede ser
un poco… excéntrico.
—¿Excéntrico? Vive en un palacio
flotante —exclamó Eldain, consciente
de que parecía un rústico leñador de
Chrace, pero sin importarle.
—Sí, pero no es la morada más
extraña de Saphery —señaló Yvraine.
—¿No lo es?
—No —dijo Yvraine, y Eldain pudo
sentir la diversión de sus compañeras—.
Los señores del conocimiento dicen que
cuando Ulvenian Minaith regresó de
Athel Loren alzó una mansión mágica
de las estaciones para que le recordara
el reino del bosque.
—¿Una mansión de las estaciones?
¿Qué significa eso?
—Nunca la he visto, pero se dice
que se consume a menudo y se reforma
con la esencia de una de las estaciones.
—¿De veras? —dijo Eldain, no muy
seguro de que no se estuvieran
burlando de él.
—Sí, pero no creo que los señores
del conocimiento lo aprobaran.
—¿Por qué no?
—Creo que pensaron que era un
despilfarro de poder crear algo de
aspecto tan rústico. Una vez oí decir a
un señor del conocimiento que
Ulvenian había mezclado su poder con
el de los tejedores de hechizos de Athel
Loren para crear su palacio.
—¿Y cómo es? —preguntó Eldain,
manteniendo la mirada fija en el
Castillo que flotaba sobre él.
—A veces aparece en la costa como
un enorme palacio que flota sobre nieve
y columnas de hielo —respondió
Rhianna—. Otras veces puede estar
formado por hojas de otoño y una vez
oí que se manifestó como mazorcas de
maíz y rayos de luz tan sólidos como el
mármol.
Aunque parecía ridículo, Eldain
creyó las palabras de su esposa tras
haber visto este castillo de piedra y
cristal flotando en el aire y
envolviéndolo en su fría sombra.
La base del gran castillo era
fácilmente el doble que Ellyr-charoi,
Aunque Eldain supuso que sin las
restricciones de la topografía natural
podía ser tan grande como pudiera
mantener el poder mágico de su
propietario.
Vio cómo la mansión aérea alteraba
su curso y empezaba a alejarse de la
Torre de Hoeth, flotando sin urgencia
ni rumbo aparente. Guiado como
estaba por los caprichos de un mago
cuyo epíteto era «el Duende», dudaba
de que hubiera ningún propósito en su
rumbo.
Por increíble que fuera el castillo
flotante, era simplemente otra más de
las muchas maravillas que Saphery tenía
que ofrecer. Reacio, Eldain apartó los
ojos del dominio de Hothar el Duende
y se concentró en cabalgar hacia la
Torre de Hoeth.
Ahora que estaban más cerca y el
velo de las ilusiones se había retirado,
Eldain pudo ver la torre encaramada
sobre una gran roca negra que se alzaba
en un bosque que la envolvía. Los
árboles estaban llenos de pájaros
blancos, y Eldain sintió una creciente
expectación al pensar que iba a
experimentar una medida de las
maravillas que la Torre de Hoeth tenía
que ofrecer.
—¿Cuánto falta para que lleguemos
a la torre? —preguntó Rhianna.
—No mucho —respondió Yvraine.
—Anhelas regresar.
Yvraine asintió.
—Me duele estar fuera. Viví y me
entrené aquí durante años. Es mi hogar.
Eldain notó el silencioso pesar en su
voz y dijo:
—¿Podrás quedarte mucho tiempo?
—Si es la voluntad del Señor del
Conocimiento, pero no creo que sea
probable.
—Entonces ¿adónde irás a
continuación?
—Donde me ordenen los señores
del conocimiento —dijo Yvraine, y no
habló más.
Entonces guardaron silencio, y
Eldain, Rhianna e Yvraine entraron en
el bosque de la torre, cada uno de ellos
saboreando la perspectiva de llegar por
distintas razones, pero todos ignorantes
de que un destino único les esperaba.
Un destino que uniría sus vidas a la
perdición o la salvación de Ulthuan.
10
***
Yvraine los guiaba a través del bosque,
entablando animada conversación con
los maestros de la espada que
encontraban, y Eldain apenas podía
creer el cambio que se había producido
en ella. Había desaparecido la cejijunta
asceta que revelaba poco de su persona
en sus modales o palabras, y en su lugar
había una agradable y cálida doncella
élfica que hablaba con ingenio y
vitalidad.
—Volver a casa le sienta bien —
dijo, compartiendo una mirada con
Rhianna.
Rhianna sonrió, y entonces la
sonrisa desapareció y dejó escapar un
grito, el rostro convertido en una mueca
de dolor.
El grito cortó el aire con su urgencia
y todo el mundo volvió la cabeza hacia
ella. Los pájaros echaron a volar en una
frenética nube de plumas blancas y el
bosque, que segundos antes había sido
acogedor y abundante, quedó de
pronto envuelto en miedo.
Eldain desmontó de Lotharin
cuando Rhianna se desplomó de la silla,
las manos flácidas y sin vida, y por sus
mejillas corrían lágrimas desangre que
manaban de sus ojos. Él la detuvo antes
de que chocara contra el suelo y la
abrazó llorando de terror.
—¡Rhianna! —exclamó—. ¿Qué
pasa? ¿Qué ocurre?
Ella no le contestó, su atención fija
en alguna terrible visión más allá de él.
Eldain se volvió a mirar por encima
de su hombro y sus ojos fueron atraídos
por la cima de la Torre de Hoeth,
donde se agitaban oscuras nubes y
relámpagos de magia se retorcían y
rayos rojos rebullían como látigos de
sangre.
—¡Que Isha se apiade de nosotros!
Rhianna, ¿qué es eso?
Rhianna se estremeció entre sus
brazos y se agarró a él con fuerza, llena
de miedo y dolor.
—Maldad… —jadeó—. ¡Magia
oscura!
Eldain miró a la torre, que temblaba
mientras los maestros de la espada
corrían hacia ella desenvainando sus
brillantes armas. Yvraine permaneció a
su laclo, mirando horrorizada la
cantidad de objetos que caían de la
parte superior de la torre.
Eran poco más que puntos
ardientes, y frunció el ceño al tratar de
encontrar sentido a lo que veía.
—Oh, no… —sollozó Yvraine.
Horrorizado, Eldain vio que los
objetos que caían eran figuras que
gritaban.
Acólitos de la torre o magos, no
podía decirlo, porque un fuego
innatural los consumía mientras se
zambullían hacia la muerte. Rastros de
humo los seguían, junto con bolas
chispeantes de luz mágica que
explotaban como el fuego líquido que
algunos barcos humanos solían usar en
la batalla.
Las llamas cobraron existencia
cuando una de las bolas mágicas chocó
en el suelo ante él, y chorros de luz
sucia saltaron al aire e hicieron que
Lotharin retrocediera y se alzara de
manos.
Eldain ayudó a Rhianna a ponerse
en pie. Las llamas de magia devoraron
los árboles y una risa monstruosa, rica
en alegre desprecio, sonaba en su
interior.
—¡Yvraine! —gritó Eldain cuando
una veloz criatura multicolor, parte
sabueso, parte dragón, salió de la luz,
como si atravesara un portal desde
algún reino de fuego y de pesadilla.
La maestra de la espada giró sobre
sus talones, la hoja ya en las manos,
mientras la bestia saltaba hacia Eldain
con las alas de fuego mágico
desplegadas. Su cara era un horror de
colmillos de llama y hueso; su cráneo, el
de un ser muerto. Espolones del
tamaño de los antebrazos de Eldain
envueltos en luces de arco iris buscaron
a Yvraine, pero ella saltó sobre la bestia
con una voltereta y golpeó con la
espada mientras le pasaba por encima.
La bestia rugió de dolor,
desparramando goterones de fuego por
la deslumbrante herida de su espalda.
Incluso antes de aterrizar, Yvraine
se retorció en el aire y descargó la hoja
contra sus alas.
Más maestros de la espada corrieron
a ayudarla, pero a pesar de su juventud
Yvraine no mostró ningún temor ante
tan temible enemigo. Una vez más se
enfrentó a la criatura de fuego, rodó
bajo el letal manotazo de sus garras y se
impulsó en una rama baja para girar
sobre la criatura cuando ésta se alzaba
para adquirir toda su altura.
Sus botas chocaron contra la bestia y
la espada trazó un arco de plata
mientras la decapitaba de un tajo. La
bestia aún estaba cayendo cuando
Yvraine se lanzó hacia atrás,
retorciéndose en el aire para aterrizar
ante ella una vez más, la espada alzada
como si nunca se hubiera movido.
Eldain vio cómo más y más
deslumbrantes bolas de fuego seguían
cayendo de la ruina de la cima de la
torre y docenas de viles monstruos
nacían de la magia protoplásmica.
Horrores de dimensiones desconocidas,
monstruos retorcidos e inenarrables
abominaciones camparon a sus anchas,
matando todo lo que hallaban en su
camino mientras rebullían de ira en la
agonía de su existencia.
Eldain ansió desenvainar su espada
y correr a la lucha junto a Yvraine y los
maestros de la espada, pero no podía
abandonar a Rhianna, cuyo cuerpo aún
estaba débil por la presencia de tanta
magia oscura.
Arrastró a Rhianna para apartarla
del camino entre los árboles mientras
una fina lluvia de titilantes gotas caía
del cielo. Eldain se estremeció,
sintiendo como si alguien hubiera
caminado sobre su tumba por la
crudeza de la magia en el aire.
—La magia… —dijo Rhianna—.
Oh, no…
—¿Qué le ocurre?
—La torre… se alza en una
confluencia de poder…, un foco para la
magia de alrededor, ¡pero algo ha roto
los hechizos que la mantienen bajo
control!
Mientras pensaba en estas palabras,
Eldain pudo saborear el aire graso y
ceniciento.
No magia… sino hechicería…, las
artes oscuras.
Gritos y chillidos resonaban por el
bosque, lamentos de dolor y furia que
helaban la sangre en las venas. Las
grandes espadas élficas se cebaban en la
carne innatural formada de la esencia
de la magia, y aunque los maestros de
la espada se contaban entre los mejores
guerreros de Ulthuan, también ellos
eran mortales.
La sangre élfica estaba siendo
derramada.
Los vientos ululantes que envolvían
la cima de la torre fueron bajando,
latigazos de relámpagos que chocaban
contra el suelo y cuerpos que caían, y
trozos vitrificados de roca que saltaban
por los aires con su fuerza. Espectros
chirriantes de magia giraban y
revoloteaban como céfiros vengativos,
envolviendo a todos los que hallaban en
su camino y haciéndolos pedazos con
sus garras de brillante hielo.
Eldain rodeó a Rhianna con sus
brazos mientras la base de la torre se
estremecía bajo el asalto. Las tallas
doradas de su estructura ardían de
poder incandescente, luchando por
contener los borbotones de magia
incontrolada.
—Tenemos que ayudar —dijo
Eldain—. Tenemos que hacer algo.
Rhianna asintió y se secó la sangre
de la cara.
—Si queremos llegar a la torre
necesitamos a Yvraine —dijo—.
¿Recuerdas lo que te dije en el Señor de
los Dragones?
—Sí —respondió Eldain, viendo
cómo Yvraine luchaba espalda contra
espalda con otro maestro; sus golpes
fluían como un ballet, girando dentro y
fuera de la zona de muerte del otro
mientras tejían un titilante surco de
acero. Luchar con semejante perfección
era increíble, y Eldain descartó de
inmediato cualquier duda que pudiera
haber tenido antes sobre su habilidad.
Era un buen espadachín, pero no
más que eso.
Y esto…
Esto era una habilidad que
bordeaba lo sublime, superior a la de
cualquiera de los otros maestros de la
espada que luchaban a su alrededor.
Eldain pudo ver que la gracia natural
que Yvraine poseía con la espada
elevaba su destreza por encima de la de
sus hermanos, hacia otro nivel
completamente distinto.
Eldain vio a Yvraine descargar el
golpe de muerte a otra criatura de
fuego con una segadora serie de
mandobles que ni siquiera él pudo
seguir. Los ojos de la maestra de la
espada los buscaron y él le hizo una
señal para que corriera hacia ellos.
—¿Estáis bien? —preguntó Yvraine
—. ¿Alguno de los dos está herido?
—No —dijo Rhianna—. Estamos
bien.
Yvraine asintió aliviada y Eldain
pudo ver el conflicto que ardía en su
interior: correr a la batalla con sus
compañeros o proteger a aquellos cuyo
cuidado le habían encomendado.
Eldain la cogió del brazo y dijo:
—Te necesitamos a nuestro lado.
No puedo cuidar de Rhianna y
combatir a la vez a esas criaturas. Tu
misión era llevarnos a salvo con el
padre de Rhianna, y aún no ha
terminado.
Durante un momento, pensó que
Yvraine iba a dejarlos de todas formas,
pero al final asintió.
—Tienes razón, naturalmente.
Vamos, no podemos quedarnos aquí, es
demasiado expuesto.
Se abrieron paso entre los árboles.
Destellos de luz mágica y chisporroteos
de fuego estallaban alrededor mientras
los maestros de la espada y los magos
de la torre luchaban contra las
rampantes creaciones de magia
incontrolada.
Eldain vio a un grupo de magos
lanzando rayos de luz blanquiazul a un
ululante horror de tentáculos y fauces,
a un maestro de la espada decapitando
a una criatura parecida a una hidra
formada por un deslumbrante espectro
de luz y a los árboles del bosque
rebullendo de vida antinatural y a la
magia de la tierra sufriendo espasmos
de dolor.
Un mago gritó cuando fue
despedazado por un dentado remolino
de magia. Un maestro de la espada fue
vuelto del revés y sus órganos quedaron
colgando de su esqueleto durante un
agónico segundo antes de que se
desplomara. Había caos por todas
partes. El rampante vórtice de magia
engendraba nuevas criaturas con cada
cascada de poder de la tormenta que
sacudía la cima de la torre.
—En nombre de Asuryan, ¿qué está
ocurriendo allí arriba? —gritó Eldain
por encima del ruido.
***
En la cámara superior de la torre, Caelir
gritó mientras la reserva de magia
oscura oculta a la vista y el
conocimiento que llevaba en su interior
se vertía al mundo. La parte superior de
la cámara había desaparecido, arrasada
por un ululante géiser de luz oscura, y
un torbellino de nubes innaturales
rebullía sobre él. Los magos que antes
rodeaban el círculo habían
desaparecido, quemados y lanzados a la
muerte, y sólo dos maestros de la
espada habían sobrevivido para
proteger a su señor del asalto.
El cuerpo de Teclis yacía convertido
en un montón arrugado junto a un
pedazo de piedra negra, lo único que
había impedido que se precipitara a su
muerte. Su túnica era una ruina
humeante, y aleteantes llamas negras
chisporroteaban en su pecho y en sus
brazos; su carne estaba despellejada. El
Señor del Conocimiento apenas se
aferraba a la conciencia, el ululante
torbellino de la magia desatada
destrozaba su cuerpo con paralizante
agonía.
Columnas de fuego sinuoso,
chillando maníacamente, buscaban
devorarlo, pero los maestros de la
espada luchaban descargando sus
grandes espadas para mantenerlas a
raya. Pese a su habilidad, el Señor del
Conocimiento ya podía estar muerto.
Anurion yacía en el suelo, el rostro
convertido en una máscara de sangre y
terror mientras miraba horrorizado a
Caelir.
Caelir sintió que el poder oscuro
que fluía por él lo consumiría pronto y
lo agradeció, sabiendo que por fin su
dolor terminaría. Sus miembros estaban
rígidos, pero mientras la última oleada
de dolor lo barría, podía sentir que su
poder empezaba a menguar. Miró a
Kyrielle al oírla gritar de pánico.
Sollozó al ver la magia oscura
consumir sus hermosos rasgos,
tentáculos invisibles rasgaron su carne y
le secaron la vida. Su pálida piel de
alabastro se resquebrajó como un
pergamino antiguo, las finas arrugas en
torno a sus ojos y su boca se volvieron
más profundas hasta convertirse en
grietas abiertas que sangraban. La boca
de Kyrielle se abrió de manera
imposible, los huesos crujieron en su
mandíbula y el color se borró de su
brillante pelo caoba y se volvió fino y
viejo, como el de un cadáver.
—¡No… por favor, no…! —gritó él,
tratando desesperadamente de soltarle
la mano.
Pero ni su deseo de salvarla ni
ningún poder que él poseyera podía
obligarlo a soltar la mano. Lloró
mientras la magia consumía a Kyrielle,
incapaz de impedir que las energías
malignas usaran su cuerpo hasta
gastarlo. La piel se le desgajó de la cara,
los músculos de debajo se atrofiaron
hasta volverse polvo y cayeron de sus
huesos.
Ella gritó su nombre, pero sus
huesos ya no pudieron sostener su
torturada estructura y la muchacha
hermosa y maravillosa que había sido
Kyrielle Verdetez murió. Por fin él soltó
la mano y ella cayó al suelo, un cadáver
roto de carne disecada alojada en un
vestido verde.
Caelir sintió que el control
regresaba a sus miembros y cayó al
suelo, llorando calientes lágrimas de
dolor y pena. El dolor ardía en su
interior, pero al menos era un dolor
físico y, por tanto, finito. Su cuerpo
sanaría y el fuego de sus huesos
desaparecería, pero el dolor de su
alma… viviría con él eternamente.
Con los ojos arrasados por las
lágrimas vio los huesos retorcidos que
eran todo lo que quedaba de Kyrielle y
gritó su nombre, recordando a la
hermosa y maravillosa criatura que lo
había rescatado del océano y lo había
salvado de la planta carnívora de su
padre. Estaba muerta y él la había
matado, como si la hubiera
estrangulado con sus propias manos.
Se quedó donde estaba, sintiendo la
agonía de su muerte, el temor y la
confusión que debían de haber sido sus
últimos pensamientos. Caelir miró hacia
donde yacía Anurion, inmóvil por la
pena o la magia hostil.
—Lo siento… —dijo—. Yo no
sabía…
Caelir se volvió y se dirigió al borde
de la torre mientras una terrible
sensación de pérdida y pesar se
apoderaba de él. Las nubes oscuras
alrededor de la cúspide de la torre
retrocedían, pues los hechizos
defensivos empezaban a recuperar el
control de la magia.
A cientos de metros bajo él, Caelir
pudo ver la anarquía que rodeaba a la
torre. Puntos de fuego iluminaban el
bosque en docenas de lugares y el
humo se alzaba hacia el cielo, mientras
árboles que se habían alzado durante
miles de años se convertían en cenizas
por acción de los fuegos mágicos. Vio
grupos de maestros de la espada
combatiendo contra una legión de
brillantes monstruos y prácticamente
pudo saborear la sangre que se había
vertido en defensa de la torre.
Las lágrimas abrieron un sendero de
culpabilidad al correr por su rostro.
Tanta muerte, y todo por su culpa…
Él había traído este mal aquí y que
hubieran sido otros quienes lo habían
colocado en su interior no importaba.
Estaba tan consumido por la necesidad
de respuestas que estuvo ciego al mal
que acechaba en su interior. Eldiarion
había tenido razón al no fiarse de él, y
el obsesivo anhelo de conocimiento de
Teclis le había impedido ver la
naturaleza de la trampa.
Oyó una voz decir su nombre y se
volvió para ver a Teclis, sostenido por
dos maestros de la espada y
horriblemente quemado, que avanzaba
con dificultad hacia él.
Caelir se dio media vuelta y miró el
lejano suelo.
—¡No! —gritó Teclis, adivinando su
intención.
—Lo siento —dijo Caelir, y saltó de
la torre.
***
Eldain desenvainó su espada cuando
llegaron por fin a la torre; sus muros
blancos ardían con un fuego interno y
las tallas doradas eran cegadoras.
Rhianna, Yvraine y él se habían abierto
paso hasta la torre a trompicones, pues
la maestra de la espada se había
enfrentado a las criaturas mágicas con
veloces tajos de su arma.
Rhianna había recuperado la
compostura, y cada paso que los
acercaba a la torre la volvía a llenar del
vigor de la magia pura que fluía de ella.
Los feroces combates continuaban, con
los maestros de la espada juntos y
luchando en disciplinadas falanges en
vez de en los enfrentamientos aislados a
los que se habían visto forzados en los
ataques iniciales.
Sin embargo, con la misma
metódica precisión, más y más horribles
criaturas emergían de los charcos de
energía mística vertidos por las criaturas
que morían. Por cada bestia abatida,
otras nuevas se levantaban para
combatir, y lentamente, paso a paso, los
maestros de la espada empezaron a
retroceder hacia la torre.
Eldain se dispuso a colocarse junto a
Yvraine, preparado para luchar con ella
espalda contra espalda, como había
visto hacer a otros guerreros, pero la
maestra de la espada lo rechazó.
—No, no puedes luchar tan cerca
de mí.
—¿Por qué no?
—No eres maestro de la espada y no
estás familiarizado con nuestra forma
de combatir. Sin ese conocimiento, mi
hoja te cortaría en dos o la tuya me
heriría. Lucha junto a mí, pero no como
mi hermano de la espada.
Recordando cómo las armas de
Yvraine y de sus compañeros maestros
se entrelazaban, Eldain asintió,
comprendiendo ahora el letal error que
sería combatir tan cerca de ella.
Se apartó de Yvraine mientras más
maestros de la espada se retiraban hacia
la torre. Un enjambre de titilantes
monstruos, formados a partir de todas
las pesadillas imaginables, los rodearon,
y aunque los guerreros elfos no
mostraron ningún miedo, estaba claro
que no podían combatir a un número
tan elevado.
Cien espadas se alzaron al unísono
mientras las bestias de magia se
abalanzaban hacia ellos, y la batalla
arreció a un par de metros de la Torre
Blanca. Los maestros de la espada eran
hábiles más allá de la comprensión
mortal, y sus armas se movían más
rápidas que el pensamiento, trazando
deslumbrantes molinetes con cada
golpe precisamente calculado. Aunque
lo tenían todo en contra, no dieron ni
un paso atrás, pero cada segundo de la
batalla veía a otro guerrero elfo caer
destrozado.
Eldain luchó con toda la habilidad
de que fue capaz, clavando la espada en
la carne inmaterial, como gelatina, de
los monstruos. Esquivó un tentáculo de
luz, descargó un tajo en el miembro con
un golpe hacia arriba de su espada y la
volvió a descargar a tiempo de bloquear
una garra afilada que le buscaba la
cabeza.
Junto a él, Rhianna luchaba con
talentos propios. Aunque podía
empuñar una espada con bastante
habilidad, era en las artes mágicas
donde se encontraba su verdadero
potencial. Conjuró ardientes muros de
fuego azul dentro de las titilantes filas
de los monstruos que los consumieron
en ululantes oleadas. Y cuando esas
llamas se alzaron, cada criatura quedó
completamente destruida, sin que
ningún residuo de su final creara otras
en su estela. Lenguas de fuego brotaban
de sus manos tendidas, pero Eldain
comprendió que no podría mantener
tan tremendo consumo de poder
durante mucho tiempo.
Mientras desesperaba ya de ganar
esta batalla, una cascada de fuego
mágico llovió sobre los monstruos.
Explosiones de luz blanca estallaron con
brillo cegador cuando los magos de la
torre finalmente descargaron su poder
en defensa de su hogar.
Eldain gritó de júbilo al ver que el
sentido de la batalla había cambiado.
La habilidad y los sacrificios de los
maestros de la espada habían dado
tiempo a los magos para que volvieran a
controlar las energías rampantes en la
torre, y ahora todo el poder de la magia
de Saphery participaba en la lucha.
Eldain bajó la espada y se volvió
hacia Rhianna. Ella se desplomó contra
la torre, completamente exhausta por la
magia que había liberado.
—Se acabó —dijo él—. La batalla se
ha acabado.
Ella sonrió agradecida, su piel pálida
y como de cera.
—Gracias a Isha… No tengo más
que dar.
—No te preocupes, fue suficiente.
Rhianna se estremeció y Eldain notó
como si la sensación pasara de ella a su
propia carne. La miró a los ojos y un
momento compartido de
reconocimiento saltó entre ambos, pero
no supo decir de qué clase de
reconocimiento se trataba.
El ruido de la batalla remitió, como
si una niebla invisible hubiera
descendido para amortajar los sentidos.
Eldain miró de nuevo a Rhianna y supo
que ella estaba experimentando lo
mismo.
—¿Qué…? —empezó a decir, pero
se detuvo al ver la expresión de sorpresa
total en los ojos de su esposa.
Siguió la dirección de su mirada y
su corazón quedó atenazado por un
puño.
Entre el ejército moribundo de
criaturas mágicas había un elfo de
aspecto anonadado cuyos rasgos eran
reflejo de los suyos propios.
—No puede ser… —dijo Caelir.
***
En vez del aire, su pie pisó terreno
sólido.
Caelir sintió el mismo cambio en la
realidad que había experimentado
cuando puso por primera vez los pies en
la Torre de Hoeth; esa misma sensación
de que la magia cambiaba las cosas
porque podía. Una vez más había
recorrido toda la altura de la torre, pero
esta vez no lo había deseado. Esta vez
había deseado la vaharada del aire
pasando ante su cuerpo en la caída,
mientras todo terminaba pacíficamente.
Pero cuando la magia de Ulthuan
corrió a rellenar el hueco abierto en su
alma por el vertido de magia oscura
oculta en su interior, todos los
pensamientos de muerte volaron de su
mente y un sollozo estremecedor
sacudió su pecho. Se dio cuenta de lo
cerca que había estado de una muerte
innoble y la idea lo horrorizó más allá
de lo imaginable.
No…, si iba a pagar por esta
monstruosa debacle, tenía que estar
vivo. Tendría que sobrevivir y
finalmente descubrir qué le habían
hecho y por qué.
Caelir se levantó, y una nueva
resolución lo llenó mientras
contemplaba cuanto le rodeaba. Se
encontraba en la base de la Torre de
Hoeth, en la linde de los restos
quemados del bosque que Kyrielle y él
habían atravesado con Anurion…
«¡Kyrielle!»
Cerró los ojos cuando la imagen de
su terror destelló en su mente, sus
rasgos antes perfectos derretidos hasta
el hueso a medida que la magia oscura
la iba consumiendo. La pena era
todavía profunda, y le hizo falta recurrir
a toda la fuerza de su voluntad para
reducirla a un nivel que le permitiera
funcionar. La lloraría adecuadamente
más tarde, pero ahora tenía que actuar.
Una hueste de maestros de la
espada luchaba contra las criaturas que
había convocado la magia, abatiéndolas
con letal gracia y habilidad.
Deslumbrantes lanzas de fuego caían
desde la torre y las llamas blancas
saltaban del suelo formando muros
para contenerlas.
La batalla por la torre casi había
sido ganada, y aunque el titilante
ejército de monstruos estaba
condenado, siguieron luchando sin que
les importara su destino final. Caelir
tenía pocas dudas de cuál sería su
destino si los maestros de la espada lo
hacían prisionero: sus hermanos habían
muerto y el Señor del Conocimiento
había sido herido y había estado a
punto de morir también, así que se dio
media vuelta y corrió hacia el bosque.
Oyó un grito tras él y vio a una
figura separarse de las filas de los
maestros de la espada y dirigirse
corriendo hacia él. Llevaba una larga
túnica ondulante y su cabello de color
miel ondeaba tras ella como el
estandarte de un guardián de Ellyrion.
Era hermosa, pero parecía aterrorizada,
y Caelir no pudo soportar el dolor que
vio en ella.
Llegó al bosque, corriendo en zigzag
entre árboles ennegrecidos por el fuego
que lloraban savia, saltando sobre los
cuerpos caídos. Caelir oyó más gritos
tras él, pero no les prestó atención en su
desesperación por escapar. Se detuvo en
un claro que no había alcanzado el
fuego y vio un trío de magníficos
corceles junto al cadáver de un maestro
de la espada. El suelo brillaba de sangre
y del residuo de la magia como si
estuviera cubierto por el rocío de la
mañana, y Caelir al instante vio que dos
de los caballos eran
inconfundiblemente de sangre
ellyriana.
Casi se echó a reír, aliviado, al
contemplar tan agradable visión, y se
dirigió hacia ellos. Los caballos
relincharon de placer y los animales de
Ellyrion se le acercaron y lo
mordisquearon afectuosamente. La
familiaridad de los corceles fue para él
como una piedra de toque, y lloró al ver
ese recordatorio de una patria que no
podía recordar.
Uno de los caballos era negro
azabache, normalmente considerado de
mala suerte por los jinetes de Ellyrion,
pero era una bestia hermosa y fuerte.
Su compañero era más pequeño y
menos musculoso, pero no menos
majestuoso. El tercer caballo era una
montura sapheriana de color gris y
también le dio la bienvenida, una
conducta que normalmente no se
esperaba de animales tan orgullosos.
Caelir sintió una extraña
familiaridad con estos caballos, como si
los conociera de una vida anterior, pero
no hubo ninguna conexión, ningún
recuerdo de sus nombres o
personalidades.
—¿Quieres llevarme lejos de este
lugar, amigo? —dijo Caelir, pasando las
manos por los flancos del caballo negro.
El caballo agachó la cabeza.
—Gracias —dijo Caelir.
Se subió a lomos del animal y cogió
las riendas mientras oía pasos a la
carrera que se acercaban. A través de
los árboles pudo ver a la doncella que
había visto antes y otra puñalada de
familiaridad lo asaltó. Ante ella corría
un guerrero con una espada en la
mano, sus rasgos parcialmente ocultos
por el juego de sombras entre el humo
y los árboles.
Como con la doncella élfica, había
familiaridad en sus rasgos, pero…
Entonces la luz cambió y Caelir dejó
escapar un grito al ver que los rasgos del
guerrero eran los suyos propios…
—¡Espera! —gritó su doble, pero
Caelir no estaba dispuesto a obedecer
ninguna orden.
Hizo girar al caballo con la presión
de las rodillas y cabalgó hacia el
horizonte.
Como Anurion antes que él, Teclis
había sido incapaz de retirar la
maldición de su memoria olvidada,
pero Caelir recordaba que Anurion
había hablado de otro poderoso ser que
podría ayudarlo a descubrir la verdad
de su vida.
La Reina Eterna.
TERCERA
PARTE
11
***
La luz de la luna cubría los picos de las
Annulii, bañando de plata los macizos
rocosos y las playas del norte de Tiranoc
mientras la noche cubría el mundo con
su manto. La bruma titilante que
Coriael Velozcorazón había visto en el
crepúsculo se difuminó, y mientras el
mar reflejaba la luz de la luna, una
enorme flota de barcos surgió de la
bruma.
Estilizados barcos cuervo de negro
casco y espolones ganchudos y velas
negras transportaban cientos de
guerreros elfos oscuros, y grandes
drakkars de madera con altas proas de
dragón traían a los guerreros de Issyk
Kul. Cientos de navíos navegaban hacia
la bahía conocida como Carin Anroc,
que se internaba tierra adentro entre
Tiranoc y las Tierras de las Sombras.
Neutralizada la atalaya de Tor
Anroc, el sigilo y la astucia fueron
sacrificados por la velocidad. Aunque el
faro de advertencia había sido
silenciado, los defensores de Ulthuan
no tardarían mucho en darse cuenta de
que los invadían.
Los primeros navíos de los elfos
oscuros vararon en la orilla y los
guerreros saltaron por la borda.
Corrieron por la costa, las espadas
desnudas y los crueles ojos ansiosos de
sangre. Nave tras nave fueron llegando
a la orilla y docenas de guerreros se
reunieron ante los latigazos y las
órdenes a gritos de sus líderes.
Guerreros embozados sacaron
oscuros corceles de las sentinas de sus
barcos y cabalgaron al encuentro de
cualquier explorador enemigo mientras
falanges de guerreros vestidos con
largas cotas de malla llamadas dalakoi y
petos dorados avanzaban por la orilla.
Estos guerreros llevaban la temible
draich, una poderosa arma de verdugo,
y una nube de temor se alzaba ante
ellos mientras marchaban hacia la
playa.
Las pesadas naves tendieron rampas
de gruesa madera y una hueste de
oscuros caballeros montados en verdes
bestias reptilescas bajaron la playa.
Mucho más grandes que las monturas
de sus hermanos emboza dos, estas
escamosas criaturas verdes eran
musculosas y sañudas y sus poderosas
mandíbulas estaban llenas de colmillos
puntiagudos. Los caballeros llevaban
lanzas serradas que destellaban a la luz
de la luna, y las gruesas y rugientes
cabezas de sus monturas se agitaban de
un lado a otro mientras olisqueaban el
aire en busca de sangre.
Máquinas desmontadas hechas de
piezas artísticamente trabajadas de
ébano y oro fueron descargadas de las
sentinas de otros barcos, junto con
barriles de temibles proyectiles: largos
virotes más parecidos a pesadas lanzas
de hierro y cientos de dardos más
pequeños y livianos.
Una forma negra giraba en el aire
muy por encima del ejército reunido,
una bestia de oscuridad que llevaba a la
señora de la hueste a través de la
noche. Su forma externa recordaba a la
de un poderoso caballo alado, y su
esbelta silueta era como la esencia de la
noche unida a una forma física. Sus ojos
ardientes y depredadores brillaban rojos
en la oscuridad y un irregular trozo de
hueso sobresalía de su cráneo.
Morathi montaba al pegaso
nocturno con la lanza en alto, para que
todos la vieran. Contra la negrura de su
montura, su piel era como el mármol,
lisa, pálida y hermosa. Un corselete de
brillante cuero negro y un peto
protegían y exponían su carne por igual,
y la asistía una titilante hueste oscura
de espíritus malévolos que se
congregaban a su alrededor en un tapiz
de bruma.
Los guerreros, al verla, entonaron
súplicas de lujuria y adoración, pero
Morathi los ignoró, revoloteando sobre
las energías mágicas que volaban desde
las Montañas Annulii y sonriendo
mientras contemplaba la aniquilación
de sus enemigos.
Issyk Kul, su aliado por el
momento, ancló sus naves un poco más
allá de las de la Hechicera Bruja, y
marchó a través de las aguas hasta la
playa con su espada de muchos filos
desenvainada. Tras él, una figura
desnuda montaba un alto corcel de piel
roja y flancos poderosos que brillaban
de sangre y musculatura expuesta. En
su lomo habían cosido una silla de plata
y sus ojos de zafiro ardían de éxtasis
mientras el agua salada bañaba de
fuego su carne desollada.
Morathi vio cómo Kul montaba en
la silla metálica del corcel despellejado y
alzaba la espada. Echó atrás la cabeza y
lanzó un penetrante aullido mientras
agitaba el arma como un loco.
A su señal, docenas de hombres
saltaron al agua desde los drakkars.
Eran hombres correosos del lejano
norte, la dura piel esculpida por los
rigores de la batalla y la masacre.
Guerreros de armaduras oscuras, capas
de piel y yelmos con cuernos
marcharon hacia la orilla, sus espadas
curvas y sus poderosas hachas ansiosas
de muerte y degradación en nombre de
su dios.
Bestias de cabezas deformes y
cornudas marchaban entre estos
guerreros, sus anatomías eran
enormemente musculosas y
difuminadas por la fusión de hombre y
bestia. Monstruos rugientes de cuernos
retorcidos que sobresalían de sus
cráneos empujaban a otras bestias más
pequeñas de piel roja ante ellos con
gruñidos y golpes de porra con pinchos.
Los grandes barcos tendieron las
rampas y los guerreros bajaron por
decenas por las bordas, cada grupo
arrastrando tras de sí una abominación
encadenada.
Los rugidos y aullidos resonaban en
la noche mientras masas deformes de
carne bajaban a la orilla, sus muchas
bocas chasqueando ante todo lo que se
les acercara. Las bestias avanzaban
apoyándose en miembros hinchados y
retorcidos con llagas abiertas y colgajos
de nervios en las articulaciones. Sus
cuerpos hinchados estaban recubiertos
de pesados cartílagos y miembros con
garras, demasiados para cualquier
criatura natural, y ninguna poseía una
cabeza definida o un medio principal
para discernir el mundo que tenían
delante.
Fueran lo que hubiesen sido estas
criaturas una vez, ahora eran monstruos
engendrados por el poder mutador del
Caos, poco más que aterradores
motores vivos de destrucción y masacre.
Otros barcos empezaron a descargar
nuevos monstruos deformes, criaturas
horriblemente distorsionadas y
retorcidas que desafiaban la
comprensión y se resistían a la
descripción. Carcasas monstruosas de
carne deformada, sus cuerpos eran
horrores de garras acechantes, cabezas
fundidas, miembros elásticos y
tentáculos amenazadores.
Era imposible saber si sus horribles
alaridos eran de ira o de dolor, pero
fuera cual fuese el motivo de sus
chillidos, el viento que soplaba del mar
los llevaba tierra adentro.
Issyk Kul cabalgó en su repugnante
corcel por toda la playa, aullando como
un lobo rabioso mientras su ejército
desembarcaba. Su caballo se alzó, como
una gran estatua heroica hecha de
mármol rosa que hubiera cobrado vida,
y la sangre que corría por los brazos de
Kul al empuñar su espada llena de
espinos fue como aceite a la luz de la
luna.
El brillo plateado del cielo era a la
vez una ayuda y una molestia, pues
aunque facilitaba el desembarco
nocturno, también hacía que resultara
más fácil detectar los muchos barcos y
los centenares de guerreros.
El tiempo era esencial, y con cruel
eficacia las fuerzas de Morathi e Issyk
Kul dejaron atrás las playas y
remontaron las pendientes de la tierra
de los elfos.
La invasión de Ulthuan había
comenzado.
Sobre las cimas de las Annulii, los
vientos estaban cargados de energía
mágica, haciendo que las tres águilas
pudieran mantener el vuelo con el
mínimo esfuerzo. El aire cálido de los
reinos interiores se alzaba desde los
flancos orientales de las montañas y se
enfrentaba a la fría barrera de viento
que llegaba desde el mar. Mezcladas
con las oleadas de magia pura y
poderosa, las corrientes termales
resultantes hacían que volar por los
cielos Riera una experiencia jubilosa,
aunque a las poderosas aves de presa
pareciera importarles poco la sensación.
Las águilas volaban juntas, aunque
el ave que ocupaba el centro de la
formación era claramente la más
poderosa de las tres; sus plumas, una
sorprendente mezcla de oro y marrón a
excepción de su regia cabeza, que
estaba cubierta de plumas del más puro
blanco. Era Elasir, Señor de las Águilas,
el más grande de su raza.
Su especie había surcado las
corrientes mágicas del mundo antes del
surgimiento de la raza de los hombres,
y el mismísimo Rey Fénix conocía el
orgulloso semblante del águila. Incluso
los señores del conocimiento prestaban
atención cuando las águilas hablaban.
Elasir viró, bajando una fracción su
ala izquierda y descendiendo mientras
seguía la curva de las montañas. Junto
con sus hermanos Aeris e Irian, águilas
tan orgullosas como él, Elasir volaba
hacia el sur batiendo sus poderosas alas,
ansioso por regresar a los nidos
cercanos a la Puerta del Águila lo más
pronto posible.
Después de matar al asesino
druchii, Elasir había volado a Avelorn,
al norte, para pedir consejo a las aves y
bestias del reino del bosque, pues su
conocimiento de las cosas ocultas era
grande. Elasir le contó al consejo la
muerte de Cerion Aladorada y las
palomas prometieron llevar la noticia a
todo Ulthuan. Luego, los cuervos
hablaron de sombríos presagios, y los
faisanes escarlata de la Reina Eterna
pronunciaron profecías de gran
condena sobre Ulthuan antes de instar
a Elasir para que regresara a casa a toda
velocidad.
La tristeza por la muerte de Cerion
Aladorada todavía pesaba sobre Elasir,
y dar muerte a su asesino había hecho
poco por aliviarla. La venganza no era
digna del Señor de las Águilas, pero la
justicia natural había sido cumplida con
la muerte del druchii y por ese motivo
le había resultado placentera. El
comandante de la Puerta del Águila
había sido amigo de su especie y
siempre había mostrado el respeto que
su antiguo linaje merecía.
Sí, echaría de menos a Cerion
Aladorada, pues había sitio un guerrero
honorable y humilde.
Un súbito cambio en las corrientes
de la magia trajo un olor acre, y Elasir
ladeó la cabeza al sentir el rancio hedor
del odio que transportaba el viento.
Hermanos, ¿sentís lo que yo siento?,
preguntó Elasir, y sus palabras se
formaron en sus mentes.
Lo sentimos, dijeron ambos al
unísono.
Druchii, añadió Aeris.
Corrompidos, afirmó Irian.
Elasir podía saborear lo hediondo
del aire, sabiendo ahora que las aves de
Avelorn habían dicho la verdad.
Vamos, hermanos, debemos
conocer la naturaleza de esta amenaza y
llevar el aviso a los asur.
Y matar a los corrompidos, dijo
Irian.
Si, matarlos. ¡Desgarrar sus carne y
sacarles los ojos!, exclamó Aeris.
Elasir sentía el mismo agudo odio
que sus hermanos hacia esos terribles
enemigos, pero podía sentir que la
amenaza era demasiado grande para
que la derrotaran ellos solos. Plegó las
alas y descendió mientras cambiaba su
rumbo hacia el oeste.
La Puerta del Águila tendría que
esperar.
***
Eloien Caparroja refrenó a su yegua
gris, que sacudió la cabeza, inquieta, las
orejas aplastadas contra el cráneo.
Conocía lo suficientemente bien a su
montura para saber que sus sentidos
eran superiores a los de él y que cuando
creía que algo iba mal solía tener razón.
Había algo en la noche, y Eloien
alzó el puño para detener a su patrulla
de diez jinetes de Ellyrion, cuya
habilidad exquisita era la envidia de
todos menos de los caballeros del
Yelmo Plateado.
Afilados colmillos de piedra se
alzaban alrededor y agudos riscos de
roca erosionada por el viento los
rodeaban. La luna estaba casi
directamente sobre ellos y proyectaba
pocas sombras, lo que haría más fácil
detectar cualquier movimiento, aunque
el ondulante terreno dificultaba ver a
poco más de treinta metros. Con una
suave presión de las rodillas hizo
avanzar a su montura, cuyos cascos no
hicieron ningún ruido al recorrer el
terreno de piedra.
Aún no conocía la fuente de la
intranquilidad de su corcel, pero sacó d
arco de su vaina de cuero y colocó una
flecha. Sus soldados siguieron su
ejemplo y Eloien escrutó el paisaje,
dejando que sus propios sentidos se
extendieran hacia la noche tratando de
localizar la fuente del problema.
Más adelante, el terreno se
convertía en una suave pendiente antes
de caer bruscamente en un gran
precipicio que asomaba al mar. Eloien
desmontó en silencio y se arrastró boca
abajo, pues no quería que su silueta se
recortara contra el cielo, y se asomó
entre los matorrales al borde del
acantilado.
—¡Por el fuego de Asuryan! —
susurró, su natural cautela vencida por
la sorpresa.
En las playas de abajo se congregaba
una flota invasora, y la costa estaba
repleta de barcos de poco calado para
poder varar en la arena. Guerreros de
oscuras armaduras formaban en
disciplinados regimientos, y Eloien se
quedó sin respiración al ver los
estandartes druchii levantados junto a
los de los necios humanos que
adoraban a los Dioses Oscuros.
Regresó arrastrándose en silencio al
lugar donde lo esperaban sus soldados,
los rostros tensos mientras trataban de
leer su expresión. Sin decir una palabra,
volvió a montar y ajustó la capa sobre la
grupa de su yegua.
—¿Bien? ¿Qué has visto? —le
preguntó Fallion Lanzafirme, su corneta
y mejor amigo.
—Druchii —respondió Eloien—. Y
hombres corrompidos.
—¿Druchii? —exclamó Fallion—.
¡Entonces vamos a luchar contra ellos,
Eloien!
Eloien negó con la cabeza.
—No, no se trata de meros
exploradores, sino de un ejército
invasor.
La horrible naturaleza de la
amenaza se extendió por la tropa de
jinetes, y Eloien dejó que pasara un
momento antes volver a hablar.
—Cabalgaremos hacia el Nido del
Águila para advertir a su castellano.
Fallion abrió la boca para
responder, pero antes de que pudiera
hablar, un virote de hierro atravesó el
aire y se clavó en la parte posterior de
su yelmo. El corneta se desplomó de la
silla y Eloien advirtió con horror que la
inquietud de su yegua se debía a algo
mucho más cercano que la presencia de
guerreros enemigos en la playa.
Hizo girar a su montura mientras
una andanada de virotes surgía de la
oscuridad y sombras invisibles se
despegaban de las rocas que había
alrededor. Gritos de elfos y relinchos de
caballos se mezclaron mientras los
virotes de hierro los iban abatiendo. Un
virote se clavó en el cuello de su yegua
y lo arrancó de la silla mientras el
animal caía.
Saltó apartándose de la bestia
moribunda y aterrizó de pie, con el arco
listo para disparar. Una sombra druchii
salió de la oscuridad y saltó hacia él,
buscando su ingle con una espada
curva.
Eloien disparó y el atacante cayó
con una flecha de pluma de ganso
enterrada en la garganta. Se apoyó en
una rodilla y lanzó otra flecha contra
una nueva figura que saltaba de las
rocas. El proyectil lo alcanzó en el
estómago y el guerrero se dobló en el
aire antes de desplomarse en el suelo en
una maraña de miembros.
Eloien se volvió, buscando nuevos
blancos, y abatió a otros tres atacantes
antes de que un virote rebotara en el
peñasco que tenía al lado y le cortara la
cuerda del arco.
El estrépito de las armas resonaba
en la oscuridad, y Eloien vio que los
pocos guerreros que le quedaban
pronto serían vencidos. Más de una
docena de druchii (aunque era difícil
estar seguro, tan perfectamente se
fundían con la oscuridad de la noche)
seguían luchando y al menos cinco de
sus soldados habían muerto.
Un asesino embozado vino hacia él
con su espada desnuda y Eloien se
dispuso a recibirlo blandiendo el arco
ahora inútil. Detuvo el golpe, y cuando
su atacante retrocedió, Eloien giró y
desenvainó la espada con un rápido
movimiento. El plateado ithilmar
destelló y un arco de sangre brotó de la
garganta abierta del druchii.
Volaron más virotes y Eloien se
sintió arder de furia al oír los relinchos
de los caballos. Los druchii estaban
abatiendo a sus monturas para impedir
que nadie escapara con la noticia de su
desembarco.
Otros tres asesinos druchii corrieron
hacia él y Eloien se agachó, la espada
extendida y el brazo izquierdo a la
espalda. Esquivó el golpe del primer
atacante, giró y descargó el duro filo de
su palma contra la garganta del druchii.
Su enemigo se desplomó
agarrándose la laringe destrozada
mientras Eloien bloqueaba el tajo de su
segundo atacante. Una espada silbó
sobre su cabeza cuando se echó al suelo
y barrió con las piernas en un amplio
arco.
Los dos druchii cayeron, perdido el
equilibrio. Eloien saltó hacia adelante y
atravesó con su espada el pecho del
primero, pero antes de poder volverse
para eliminar al segundo, un dolor
abrasador estalló en él cuando una fría
hoja se le clavó en la espalda.
Eloien se tambaleó y cayó sobre una
rodilla. Brillantes estrellas de dolor
estallaron ante sus ojos. Se volvió
mientras la sangre le manaba por la
espalda y consiguió bloquear el
siguiente golpe del druchii, pero supo
que no podría bloquear ninguno más.
Alzó la espada, sintiendo como si el
arma estuviera reforzada por barras de
hierro. El sonido de la lucha se apagó y
supo que sus guerreros habían muerto.
Sombras cruciformes correteaban
sobre el terreno iluminado por la luna y
alzó la cabeza para mirar el rostro de
sus asesinos. Tal vez una docena de
druchii de crueles ojos permanecían en
pie, las espadas ensangrentadas y los
rostros de piel de marfil retorcidos de
odio.
Eloien pugnó por agarrarse a la
espada mientras el druchii
encapuchado que lo había apuñalado
avanzaba lentamente hacia él, el rostro
deformado de maldad.
Un grito chirriante hendió la
oscuridad y a Eloien le sonó a salvación.
Los druchii alzaron las cabezas,
llenos de pánico…
Pero antes de que pudieran
moverse, las águilas ya estaban entre
ellos.
Tres murieron sin saber qué los
había matado, partidos en dos por las
poderosas garras o aplastados por el
chasquido de los poderosos picos.
Eloien se rio, a pesar del dolor, mientras
las grandes águilas se movían entre los
druchii, matando con la rápida
economía de los cazadores
experimentados.
Los druchii echaron a correr, pero
las águilas eran demasiado rápidas, y les
arrancaron los miembros o aplastaron
sus cráneos agitando sus enormes alas.
En el centro de la matanza, Eloien vio a
una águila magnífica, con el cuerpo
cubierto de plumas doradas y la cabeza
del más puro blanco.
Eloien había visto cargar a los
yelmos plateados, el tronante poderío
de una hueste de carros de Tiranoc y la
deslumbrante hueste del ejército del
Rey Fénix desplegada en toda su gloria,
pero nunca había visto un espectáculo
más sorprendente ni poderoso que esta
águila matando a los druchii.
Mientras pensaba esto, vio que el
guerrero que había estado a punto de
matarlo apuntaba al águila con su
ballesta de ébano.
—¡No! —gritó Eloien.
Con sus últimas fuerzas, lanzó la
espada contra el druchii y la punta se
enterró entre sus omóplatos. El druchii
gritó y cayó de rodillas, tratando de
arrancar la hoja que sobresalía de su
espalda. Se desplomó y Eloien cayó de
costado, aliviado por haber impedido
que el guerrero encapuchado hiriera al
águila.
Tenuemente le pareció oír el sonido
de cascos sobre las rocas, y a través de
una brumosa visión vio a una hueste de
oscuros jinetes que galopaba hacia la
batalla.
Se esforzó por ponerse en pie, pero
no le quedaban fuerzas y sólo pudo ver
cómo los jinetes druchii se acercaban.
Entonces Eloien soltó un jadeo
cuando sintió las fuertes garras coger su
cuerpo y alzarlo.
El suelo quedó lejos y un frío viento
le azotó el rostro mientras los gritos de
furia de los druchii se perdían más
abajo, en la distancia. Eloien alzó la
cabeza y vio al águila de cabeza blanca
que lo transportaba por los cielos de
Ulthuan.
Descansa, guerrero —dijo una noble
voz en su cabeza—. Te tengo.
Eloien cerró los ojos mientras las
águilas lo llevaban a lugar seguro.
12
***
Los aposentos de Mitherion Ciervo de
Plata dentro de la Torre de Hoeth
habían escapado a la destrucción
desatada en la cima. Llena de largos
bancos cubiertos de astrolabios, ruedas
de lentes y todo tipo de instrumentos
para la observación celestial, la cámara
parecía más un taller que un lugar de
estudio místico. Gruesos tomos de
magia yacían abiertos, aparentemente al
azar, por todo el laboratorio, y un
centenar o más de pergaminos estaban
desperdigados por la sala junto con
docenas de tinteros.
Cartas de movimientos y fenómenos
astronómicos colgaban de las paredes
como estandartes de guerra, cada una
de ellas mostrando una masa de
espirales y bucles de pautas orbitales.
Aunque no se hallaban en la cima
de la torre, un gran techo de cristal
ondulaba sobre ellos como la superficie
de un lago. Era impresionante, pero
Eldain advirtió que no podía tratarse de
una ventana, pues mostraba un cielo
nocturno cuajado de estrellas.
Mitherion se dirigió hacia una larga
mesa donde había un objeto de plata
que parecía un globo hecho con cientos
de finos lazos de cable de plata unidos
con docenas de lentes con el borde de
latón. El objeto flotaba sobre un disco
cóncavo de oro y giraba suavemente
sobre su eje mientras las lentes se
deslizaban sobre los cables de plata,
aparentemente al azar.
Eldain y Rhianna lo siguieron al
interior de la cámara, y Eldain no pudo
dejar de sentir la distancia entre ambos
ahora que ella sabía que Caelir estaba
vivo. La caricia que le había hecho fuera
de las murallas de la torre no se había
repetido, y aunque él anhelaba
abrazarla, sospechaba que el gesto no
sería devuelto.
—Padre —dijo Rhianna—. ¿Qué ha
pasado aquí?
—Ojalá lo supiera —contestó
Mitherion.
—¿Tiene algo que ver con el hecho
de que nos mandaras llamar? —
preguntó Eldain, apartando una pila de
libros para hallar un sitio donde
sentarse.
Mitherion asintió mientras
comprobaba el globo de plata.
—Tal vez —dijo—. No estoy seguro,
pero el hecho de vuestra llegada justo
cuando nos golpea el desastre parece
bastante auspicioso.
—¿Auspicioso? ¡Casi nos matan!
—Cierto —dijo Mitherion, agitando
un dedo ante Eldain—. Pero estáis vivos
todavía. Y el pobre desgraciado que
llegó con Anurion el Verde dijo que se
llamaba Caelir. Toda una coincidencia,
¿no os parece? Pero no puede haber
sido el Caelir que yo conocí una vez.
Eldain se puso en pie y empezó a
caminar por el desorden de la
habitación de Mitherion.
—Lo vimos. Ante la torre. Era él.
—Caelir Éadaoin. Tu hermano —
dijo Mitherion, mirando a su hija—.
¿Estáis seguros?
—Era él, padre —asintió Rhianna—.
Lo vi con mis propios ojos.
—Pero ¿cómo puede estar vivo?
Tenía entendido que murió en
Naggaroth.
—Igual que todos nosotros —dijo
Rhianna, y Eldain dio un respingo ante
la naciente acusación no expresada en
voz alta.
Mitherion devolvió su atención al
globo de plata y ajustó varias de las
lentes antes de concentrarse en un libro
abierto que tenía al lado.
—De lo más curioso…
—¿De qué se trata? —preguntó
Eldain.
—El aspecto de Caelir, si realmente
es tu hermano, puede que tenga algo
que ver con nuestros problemas
actuales.
—¿En qué sentido? —inquirió
Rhianna, colocándose junto a su padre.
—En todas las lecturas de las
estrellas vi símbolos que hablaban de
una figura sin nombre ni rostro, un
fantasma si queréis. No sabía a quién se
refería, pero Caelir parece encajar en
esta descripción, llegando como lo hizo
sin ningún recuerdo excepto el de su
nombre.
—¿No tiene memoria? —preguntó
Eldain.
—Eso dijo Anurion. Al parecer,
intentó restaurarla, pero no tuvo éxito.
De ahí que lo trajera a presencia del
Señor del Conocimiento Teclis. Un
error, en retrospectiva…
—¿Y qué ocurrió? —quiso saber
Rhianna—. ¿Vio Caelir a Teclis?
—Lo hizo —asintió Mitherion—.
Otro error según mi opinión, pero al
Señor del Conocimiento le encanta
buscar respuestas donde la ignorancia
podría ser preferible. No sé qué sucedió
entre Teclis y Caelir, pero fuera lo que
fuese, desató una terrible magia oscura
y trastornó el equilibrio de poder que
fluye por la torre. Y, bueno, ya visteis el
resultado…
Permanecieron un momento en
silencio mientras pensaban en los
muertos tendidos bajo sus capas
ensangrentadas en la base de la torre.
—¿Tiene esto algo que ver con que
nos llamaras? —insistió Eldain.
—Puede que tenga todo que ver —
respondió Mitherion, levantándose y
sacando más libros de las sobrecargadas
estanterías.
—¿Y cómo es eso? —preguntó
Eldain, su frustración convirtiéndose en
ira.
Mitherion abrió los libros,
revelando página tras página de notas
garabateadas, diagramas cosmológicos y
cálculos incomprensibles.
—Son las adivinaciones que copié
de los cielos nocturnos en el lejano
norte del Viejo Mundo.
—¡Los desiertos del norte! —dijo
Rhianna—. Padre, sabes que eso es
peligroso.
—Lo sé, pero había visto mucha
oscuridad en vuestros futuros. Y yo
tenía que saber más.
—¿Y qué viste? —preguntó Eldain.
—Vi que un peligro terrible
descendía sobre Ellyr-charoi. Muerte,
destrucción y el fuego de la guerra.
—Entonces ¿por qué nos mandaste
llamar? —exclamó Eldain—. ¿Por qué
no nos advertiste? Si nuestro hogar está
en peligro, deberíamos estar allí para
defenderlo.
—Contra este peligro no hay
ninguna defensa —dijo Mitherion—. Y
si os hubiera dicho que Ellyr-charoi
corría peligro, ¿qué habríais hecho?
—Nos habríamos quedado —
concluyó Rhianna.
—Exactamente.
Eldain quiso discutir, pero supo que
tenía razón.
Suspiró.
—¿Qué es este peligro?
—No lo sé, pero las corrientes de la
magia hablan de oscuros tiempos que
han de venir, Eldain —continuó
Mitherion—. Sea cual sea el destino que
nos espera, Rhianna y tú estáis atados a
él. Los druchii atacan nuestros barcos y
los cuervos de Avelorn traen noticias de
presagios vistos por toda la tierra. Algo
maligno viene de camino, de eso no me
cabe la menor duda.
—Te equivocas, Mitherion Ciervo
de Plata —dijo una voz cascada tras
ellos.
Eldain y Rhianna se volvieron y se
quedaron boquiabiertos al ver a un elfo
terriblemente malherido a quien traían
cuatro maestros de la espada en una
camilla.
La carne del rostro de Teclis estaba
quemada y despellejada, y vendajes
humedecidos en emplastos envolvían su
piel y cubrían su delgado pecho y su
cuello. La túnica se le había quemado y
ahora sólo llevaba una sencilla bata
blanca.
—El mal del que hablas —afirmó
Teclis—, ya está aquí.
***
El cónclave se reunió en las ruinas de la
cámara superior de la Torre de Hoeth.
El fuerte viento traía el aroma de la
magia liberada, pero los encantamientos
de la torre impedían que su fuerza
perturbara a quienes se habían
congregado para oír las palabras del
Señor del Conocimiento.
Sólo quedaban restos ennegrecidos
de las paredes superiores de la torre y
las nubes desplazadas por el viento en
el cielo claro producían en Eldain la
sensación mareante de estar volando,
ya que no podía ver el suelo.
Sentado en su camilla acolchada,
Teclis los había convocado y era
atendido por sus maestros de la espada.
La voz del Señor del Conocimiento era
débil y Eldain percibía el esfuerzo que
le suponía dirigirse a ellos.
Las historias hablaban de lo
enfermizo que era Teclis de joven, y
Eldain se maravillaba de que pudiera
permanecer erguido después de las
graves heridas que había sufrido. La
magia oscura había asolado su cuerpo,
fundiendo la carne de sus huesos, y
ahora parecía un esqueleto envuelto en
carne floja y vestido como para aparecer
en alguna feria de rarezas.
A pesar del terrible aspecto del
Señor del Conocimiento, hallarse en tan
ilustre compañía era un honor y un
terror para Eldain, y mantenía la cabeza
gacha, sumiso y no poco asustado ante
la presencia de tantos poderosos
individuos. ¿Qué destino podría
imponerle Teclis? ¿Sabía lo que había
hecho en Naggaroth?
¿Podría ser esto alguna especie de
pantomima ritual para humillarlo y
castigarlo?
Rhianna se hallaba a su derecha,
con una sutil distancia entre ambos, y
Mitherion Ciervo de Plata tenía un
brazo paternal echado por encima de su
hombro. Yvraine se encontraba a su
izquierda, la ropa aún manchada con la
sangre de sus camaradas.
Un mago encorvado vestido con
una destrozada túnica verde se hallaba
junto a Teclis, y Eldain se preguntó qué
horrores habría soportado, pues su
rostro era una máscara de angustia.
Otros magos, cuyos nombres Eldain
desconocía, se reunían en torno a
Teclis, aunque mantenían una discreta
distancia con su compañero de la túnica
verde, como si no desearan asociarse a
su pesar.
Al mirar al grupo, Eldain no podía
ver a nadie que pareciera tranquilo,
pues una corriente de magia oscura
todavía flotaba en el aire, un sabor
grasoso y ceniciento en el fondo de la
garganta que sabía a metal.
Teclis golpeó con su báculo en el
suelo y todos los ojos se volvieron hacia
él.
—Hemos sufrido un daño doloroso
en este día —dijo Teclis, y Eldain
consideró que se había quedado muy
corto.
Murmullos de asentimiento se
esparcieron por la sala mientras Teclis
continuaba.
—Uno que creíamos perdido
regresa, pero en vez de una alegre
reunión, trae muerte y traición. Hablo
del llamado Caelir y su aparente regreso
de entre los muertos.
Un jadeo de sorpresa siguió a esta
declaración, pues nadie había
considerado que una temible hechicería
de resurrección pudiera haber formado
parte en el horror de hoy.
Teclis calmó esos temores.
—Pero tranquilos, amigos míos, no
hablo de necromancia. Pero tal vez lord
Éadaoin quiera explicarnos la historia
de Caelir.
Eldain sintió que todas las cabezas
se volvían hacia él y alzó la mirada para
ver que Teclis lo observaba con sus ojos
hundidos y una expresión de piedad.
Notó la boca seca y supo que esperaban
que hablara, pero en su mente no se
formó ninguna palabra salvo las de su
confesión.
—Lord Éadaoin —dijo Teclis,
viendo su vacilación—. Cuando quieras.
Eldain asintió y se aclaró la
garganta. Inspiró profundamente antes
de empezar.
—Sí, mi señor, por supuesto.
Miró la sala, recordando la escena
en que Caelir y él subían a bordo del
navío que habría de llevarlos a su
destino en Naggaroth.
—Zarpamos de Lothern con viento
a favor —comenzó Eldain, y pasó a
contar cómo Caelir y él, junto con una
compañía de los mejores soldados de
Ellyrion, cruzaron el gran océano hasta
Naggaroth para vengar la muerte de su
padre.
Habló con elocuencia del frío que
descendió cuando se aproximaban a la
costa maldita de la tierra de los druchii
y la ominosa sensación que se apoderó
de la compañía.
La voz de Eldain se hizo más fuerte
al hablar del maligno río sulfuroso que
habían remontado para acercarse lo
máximo posible a la ciudad druchii de
Clar Karond, y de cómo luego
continuaron a caballo. Habló con
orgullo de cómo las capacidades de los
jinetes habían sido puestas a prueba al
máximo mientras evitaban las patrullas
y combatían la pesadumbre que la tierra
natal de los druchii proyectaba sobre
sus almas.
Llegaron por fin a las afueras de
Clar Karond y vieron el objetivo de la
incursión, los astilleros donde los
esclavos trabajaban en la construcción
de los barcos de la flota druchii. No
existía mejor fuerza de choque que los
jinetes de Ellyrion, y la voz de Eldain se
animó al hablar de cómo sus soldados y
él causaron el caos en los astilleros,
quemando naves con las flechas
encantadas que las había proporcionado
Mitherion Ciervo de Plata.
Eldain describió con viveza cómo
Caelir y él habían volcado un poderoso
bajel construido en el lomo de un gran
dragón marino, y pudo sentir que las
emociones de los que le rodeaban se
henchían ante este relato de valor y
heroísmo. Tan inmerso estaba en la
narración que Eldain casi podría
haberse convencido a sí mismo de que
así habían sucedido los hechos, pero su
voz vaciló cuando describió cómo la
fuerza de choque, tras haber causado
tanto daño como fue posible sin ser
derrotada, se marchó al galope.
Vaciló al llegar al nudo de su
historia, y se pasó la lengua por los
labios mientras reflexionaba sobre sus
próximas palabras.
—Cuando Caelir y yo atravesamos a
caballo las puertas del astillero nos
recibió una andanada de virotes. Caelir
fue alcanzado y su caballo murió.
Cayó…
La voz de Eldain se quebró mientras
recordaba lo que había sucedido a
continuación y vio que su público creía
que era angustia al pensar en la
«muerte» de su hermano.
—Corrió hacia mí, pero… otra
flecha lo alcanzó y él… cayó. Yo… no
pude salvarlo. Lo intenté, pero los
druchii estaban por todas partes y yo…
—Habrías muerto intentándolo —
dijo Teclis.
—Sí —asintió Eldain. Lágrimas de
culpa le corrían por las mejillas. El
hecho de que las confundieran con
lágrimas de pesar las hacía más difíciles
de soportar, pero reprimió el asco que
sentía hacia sí mismo y continuó.
—No hubo nada que pudiera hacer,
que Isha me ayude, y escapé al
galope… Lo dejé allí. Creí que había
muerto, pero…
—Habría sido mejor para todos
nosotros si hubiera muerto ese día —
dijo el mago de la ajada túnica verde. El
Señor del Conocimiento colocó una
mano marchita sobre el brazo del mago,
la pena que marcaba su rostro
macilento igualaba la de su compañero.
—Anurion el Verde dice una triste
verdad —afirmó Teclis—, pues ahora
está claro que Caelir no murió ese día,
sino que los druchii lo capturaron con
vida. Un destino que ninguno de los
que estamos aquí reunidos puede
imaginar.
—Maldigo el día en que Caelir llegó
a mi casa —lloró Anurion, y Eldain
sintió que la pena del mago marcaba
líneas de fuego en su alma—. Mi
querida hija todavía estaría viva…
Eldain se estremeció al sentir el eco
de un alma difunta, oyó sus gritos y
sintió la agonía de sus últimos
momentos. Vio por las reacciones de los
que lo rodeaban que también ellos
sentían su óbito.
La tristeza de su muerte era como
un veneno en el aire, aunque ninguno
se apartó de ella.
Nadie habló durante muchos
minutos, hasta que Rhianna preguntó:
—¿Cómo pudo llegar Caelir hasta la
Torre de Hoeth? ¿Escapó de las
mazmorras de Naggaroth? ¿Es posible
una cosa así?
Teclis negó con la cabeza.
—No, nadie ha escapado de ese
cautiverio.
—Entonces ¿cómo? —insistió
Rhianna.
—Anurion dice que su hija
encontró a Caelir naufragado en las
playas de Yvresse, sin memoria, y
murmurando mi nombre.
—¿Cómo pudo suceder algo así? —
susurró Eldain.
—No lo sé —respondió Teclis—,
pero parece claro que los druchii
debieron de haber lanzado a Caelir al
océano de las Islas Cambiantes,
sabiendo que las aguas llevarían a casa a
un auténtico hijo de Ulthuan. La hija
del maestro Anurion, Kyrielle, lo
descubrió y lo cuidó en el hogar de su
padre. Caelir recuperó la salud, y
cuando la magia de Anurion no pudo
abrir su memoria, lo trajo hasta mí.
—¿Ves? Auspicioso —susurró
Mitherion inclinándose hacia Eldain—.
Dos hermanos, divididos por la
pérdida, reunidos casi en el momento
exacto…
Eldain no respondió, pues Teclis
continuó hablando.
—Cuando Caelir se plantó ante mí
miré en su mente, pero no vi ningún
mal en él. He pensado por qué ha sido
así, y creo que la bondad de su alma me
cegó a la oscuridad colocada en su
interior.
—¿Quién pudo haber colocado esa
oscuridad? —inquirió Anurion.
—Sólo hay uno entre los druchii
con el poder de robar a alguien su
memoria y ocultar de manera tan astuta
una trampa tan mortífera —afirmó
Teclis.
—La Hechicera Bruja… —aventuró
Anurion, agarrando un delicado
colgante de plata de su pecho.
—Sí, Morathi —asintió Teclis.
Al mencionar a aquella que una vez
fue consorte de Aenarion, un visible
escalofrío recorrió la asamblea, pues su
maestría en las artes negras era el terror
de aquellos que se alzaban contra los
druchii. Ningún otro ser había abierto
las puertas de los infiernos del Caos y
emergido tan poderoso como ella. Viles
e innaturales ritos de sangre la
mantenían tan juvenil como el día que
partió de las costas de Ulthuan, hacía
más de cinco mil años, e incluso el
héroe de mayor voluntad había sido
reducido a la categoría de necio sin
cerebro por su embrujador poderío.
—Creo que Caelir fue capturado
por la Hechicera Bruja —declaró Teclis
—, y torturas inhumanas rompieron su
mente.
—No —intervino Anurion—. Lo
examiné a conciencia antes de intentar
abrir sus recuerdos. No vi ninguna
prueba de tortura.
—Hay otras formas de tortura
aparte de las que se infligen en el
cuerpo, Anurion. La Hechicera Bruja
tiene formas de llegar a las
profundidades más lejanas de la mente
para extraer sus peores temores, sus
deseos más oscuros y sus ansias más
secretas. Hay formas de romper una
mente que no dejan marca.
Eldain combatió las lágrimas
mientras trataba de imaginar los
tormentos que Caelir debía de haber
soportado a manos de los druchii.
Mejor haberle cortado la garganta
mientras dormía que permitir que
sufriera ese dolor.
—Morathi no tiene rival en su
dominio de los placeres oscuros —dijo
Teclis—. No hay ninguno entre
nosotros que pudiera resistir sus
artimañas, ni siquiera yo. No
deberíamos odiar a Caelir, amigos míos,
debemos tenerle lástima y debemos
ayudarlo, pues está claro que no hizo
esto a sabiendas ni voluntariamente.
Estará asustado y desesperado por
encontrar respuestas, pero su destino
final está más allá de mis poderes y no
puedo verlo.
»Debemos encontrarlo y deshacer lo
que le han hecho, pues temo que aún
tenga que intervenir en acontecimientos
por venir. Siento la presencia de los
druchii en algún lugar de nuestras
orillas y una arca negra acecha nuestra
costa al sur. La destrucción causada
aquí no es sino el primer paso de un
plan mayor, amigos míos, un plan que
pretende destruirnos a todos.
—¿Cómo encontraremos a Caelir?
—preguntó Eldain—. Es mi hermano, y
si alguien debe buscarlo, soy yo.
—En efecto, deberías hacerlo, lord
Éadaoin —reconoció Teclis—. Como
dice el maestro Ciervo de Plata, es más
que mera coincidencia que llegaras aquí
el mismo día que tu hermano. El
destino os ha traído a ambos, y está
claro que hay un lazo entre Caelir y tú
que va más allá de la hermandad. Pero
no lo buscarás solo.
Teclis se volvió hacia Rhianna y
entornó los ojos al hablar.
—Entre la confusión de la mente de
Caelir, vi una cosa más brillante que
todas las demás. Vi tu rostro, lady
Rhianna. Más claro que ninguna otra
cosa en su cabeza, aunque no es
plenamente consciente de ello.
Rhianna mantuvo la cabeza alta
mientras decía:
—Caelir y yo estuvimos prometidos.
Teclis asintió, como si hubiera
esperado esa respuesta.
—Sí, y por eso debes acompañar a
Eldain. Juntos debéis encontrar a Caelir
y salvarlo.
—Caelir monta un caballo de
Ellyrion —señaló Eldain—. No dejará
ningún rastro de su paso. Podría estar
ya en cualquier parte.
—¿Cómo lo encontraremos? —
preguntó Rhianna—. ¿Puede localizarlo
tu magia, mi señor?
—No —respondió Teclis—. La clave
para encontrar a Caelir está en ti,
Rhianna, hija de Mitherion. No puedo
sondear los misterios prohibidos de una
hija de Ulthuan, pero las sacerdotisas
de la Diosa Madre sí.
»Debéis viajar al altar de la Madre
Tierra del Valle Gaen. Ella os dirá lo
que necesitáis saber.
13
***
Cuando despertó, vio las estrellas sobre
él, pero no eran las mismas bajo las que
se había quedado dormido. La bruma
que se congregaba cuando se detuvo
para pasar la noche era más densa que
antes, pero sólo ahora se dio cuenta de
que no se trataba de una bruma
corriente.
Había elfos moviéndose en su
interior, guerreros espectrales con
armaduras de tiempos pasados bañados
en una luz plateada que marchaban
alrededor del montículo en sombría
procesión. Se puso en pie, sorprendido
por lo descansado que se sentía, y alzó
la cabeza para contemplar el montículo.
Y se quedó boquiabierto,
horrorizado, al ver su figura aún
dormida enroscada en el suelo…
Caelir se llevó las manos a la cara
cuando vio que de su propia piel
emanaba la misma luz espectral que
dibujaba a los fantasmas. Lleno de
pánico, extendió las manos hacia su
cuerpo, pero las yemas de sus dedos
simplemente se desvanecieron como si
no fuera más que una aparición.
«¿Estoy muerto?», se preguntó, pero
al ver el rítmico subir y bajar de su
forma dormida, comprendió
lentamente que todavía estaba vivo.
Caelir contempló durante un rato a
los guerreros, cuyas filas se ampliaban a
medida que una interminable marea de
centinelas emergía de las entradas de
los túmulos. Se preguntó qué propósito
tenía esta vigilia a la luz de la luna y
miró la cima del montículo, y allí vio
una sombra donde no debería haber
ninguna, una rendija de oscuridad
contra la luna.
Una figura se alzaba allí, recortada
contra la noche como si un recuerdo
maligno hubiera sido capturado en el
tiempo y ahora se doliera de su
cautiverio en manos de estos guerreros
fantasmales.
Aunque no era más sólido que el
humo y la memoria, la forma sugería
una armadura, como si fuera un
recuerdo de la batalla librada aquí hacía
tanto tiempo. Se agitaba furiosa, y
Caelir dio un paso hacia la forma, pues
algo en su acorazada oscuridad le hacía
parecer familiar y repulsivo.
Se alzaba sobre el campo de batalla,
verdes orbes de malicia mirando tras las
temibles curvas de su poderoso yelmo
con cuernos, y Caelir sintió que las
piernas le flaqueaban al darse cuenta de
que estaba mirando la huella negra
dejada en el tiempo por el Rey Brujo de
Naggaroth.
Su pulso se aceleró, aunque no sabía
cómo algo así podía ser posible en una
forma espectral. Esta figura del mal
había acechado en las pesadillas más
oscuras de los asur durante miles de
años, aunque pocos la habían visto y
vivido para contarlo.
Con súbita y horrible certeza, Caelir
supo que podía contarse entre ese
número. Aunque no tenía ningún
recuerdo del hecho, supo que había
mirado aquellos ojos y había sentido su
alma retorcerse bajo su horrible mirada.
—¿Qué me hiciste? —gritó, cayendo
de rodillas—. ¡Dímelo!
La sombra en lo alto del montículo
no le respondió, ni reconoció siquiera
su presencia, pues era simplemente un
eco, un fantasma de aquel día maldito
en que el destino de Ulthuan se decidió
con sangre y magia en la llanura
Finuval.
Caelir cayó sobre la brillante hierba
de la colina y lloró lagrimas de plata.
Y los guardianes espectrales
continuaron su ronda.
***
La Aguja Áquila estaba ahora limpia y
prístina; el vivo modelo del alojamiento
de un comandante noble, aunque
Glorien había tomado la sensata
precaución de hacer que los magos de
la Puerta del Águila colocaran un
hechizo de protección en la ventana
abierta. Una precaución que el difunto
Cerion Aladorada habría hecho bien en
tomar, pensó amargamente.
La sangre de su antiguo
comandante había sido lavada y las
pertenencias personales de Cerion
enviadas a su familia en Eataine, junto
con una carta detallada donde Glorien
había esbozado los desafortunados
acontecimientos que condujeron a su
muerte y varias sugerencias que había
hecho anteriormente sobre cómo podría
haberse evitado la tragedia.
Que hubiera hecho o no tales
sugerencias era insustancial, pero
ampliarían su reputación como guerrero
con visión y sentido; y si el tiempo que
había pasado en la corte de Lothern le
había enseñado algo a Glorien
Coronafiel, era que la reputación y la
percepción lo eran todo.
La Puerta del Águila era suya ahora,
y con el viejo Cerion eliminado, aunque
de forma más sangrienta de lo que
habría preferido, él era libre de dirigir
esta fortaleza como había que hacerlo.
Una nueva fila de estanterías repleta de
tratados sobre el arte de la guerra
escritos por los grandes héroes de
Ulthuan ocupaba ahora la pared del
fondo. Los grandes textos de Mentheus
de Caledor, El corazón de Khaine y
Honor y deber aparecían junto con Al
servicio del Fénix y El camino de
Kurnous de Caradruel de Yvresse.
Otros, obras menores, reunidos durante
sus años de perfeccionamiento, habían
sido leídos y devorados, cada uno con
sus instrucciones específicas sobre cómo
debía ser adecuadamente dirigido el
poder militar de los asur.
Tenía abierto ante él El corazón de
Khaine, y las palabras del general
Mentheus lo llenaban de la gloria de
tiempos antiguos en las largas guerras
contra los druchii. Ahora que esta
fortaleza era suya, organizaría y dirigiría
las cosas como le decían los libros que
había que hacerlo, no de la manera
aturrullada e improvisada que Cerion
aplicaba con su cháchara de corazones y
mentes.
No, una guarnición de altos
guerreros elfos respetaba la disciplina, y
él se aseguraría de que la recibieran en
abundancia. Glorien cerró el libro de
golpe y lo devolvió a la estantería antes
de volverse al bastidor de las armas que
tenía al lado.
Ya llevaba puesta la cota de malla
bajo la túnica: el ataque del asesino lo
había vuelto cauteloso. Cogió su
brillante yelmo plateado. El glorioso
casco cónico era una obra maestra de la
artesanía élfica y costaba más que la
paga sumada de todos los soldados
destinados en la Puerta del Águila. Su
superficie de ithilmar estaba decorada
con filigranas grabadas y los bordes
estaban reforzados con ribetes dorados.
Nada tan burdo como un visor
oscurecía sus rasgos, pues ¿cómo verían
entonces su cara quienes lo rodeaban?
Una llama de oro grabada se alzaba
sobre la frente del yelmo, y Glorien
anhelaba añadir alas a los lados, unas
alas emplumadas que proclamaran su
valor a todos los que lo miraran. Sólo el
alto yelmo de una tropa de yelmos
plateados podía adornar su casco con
esas cosas, una tonta regla que
únicamente servía a aquellos que
elegían una ruta más obvia y prosaica
hacia la gloria que enfilar un caballo
contra el enemigo.
Se colocó el casco y comprobó su
aspecto en el espejo de cuerpo entero
que había hecho colocar frente a la
mesa.
El guerrero reflejado en el cristal
plateado era un comandante perfecto
de los pies a la cabeza, la mismísima
imagen del propio Aenarion. El largo
cabello asomaba por debajo del yelmo y
sus rasgos patricios quedaban
enmarcados de manera exquisita por la
curva de las placas de las mejillas del
yelmo. Una túnica de corte elegante, a
la moda de los sastres más cotizados de
Lothern, encajaba a la perfección en su
esbelta figura, y llevaba botas de piel de
wyvern, hechas con la piel de una bestia
abatida por los cazadores de su padre.
Satisfecho con su aspecto, se volvió
cuando oyó llamar a la puerta de la
cámara.
—¿Sí? —preguntó.
—Lord Coronafiel —dijo la voz de
Menethis, su ayudante—. Es la hora de
la inspección del amanecer.
—Pues claro que lo es —respondió
él, alisándose la túnica y abriendo la
puerta.
Menethis se hizo a un lado mientras
Glorien salía de la Aguja Áquila para
inspirar profundamente el límpido aire
de la montaña y pasar revista a sus
tropas.
Las primeras luces del amanecer
asomaban por el horizonte oriental y la
pura blancura de la Puerta del Águila
chispeaba con los guerreros armados
que sostenían lanzas y arcos en el
ángulo preciso y adecuado. Los
lanzadores de virotes de los parapetos
de las altas torres eran atendidos por
grupos que ahora estaban en posición
de firmes, y estandartes azules
ondeaban al helado viento del oeste.
Aunque Glorien sabía bien que este
destino en la Puerta del Águila lo haría
avanzar en su carrera, anhelaba su
siguiente puesto, cuando la guarnición
pasara a otro comandante y él no
tuviera que sufrir el frío que llegaba del
océano.
—Una bonita vista, ¿eh, Menethis?
—comentó Glorien mientras bajaba la
escalera y sacaba un par de guantes de
piel de cabra de su cinturón.
—Sí, mi señor —asintió Menethis,
alcanzándolo rápidamente—. Pero
¿puedo hacer una observación referida
a tu inspección?
Glorien frunció el ceño y se detuvo.
Aunque le fastidiaba escuchar las
quejas de sus subordinados, los escritos
de Caradryel decían que un buen líder
debe aceptar el consejo de los que lo
rodean.
—Adelante.
—Me pregunto si no mejoraría la
moral de los guerreros realizar esas
inspecciones formales con menos
regularidad. Tal vez una inspección
semanal serviría mejor a nuestras
necesidades, ¿no?
—¿Semanal? ¿Y que la disciplina de
la guarnición se relaje mientras tanto?
Inaceptable. ¿Por qué sugieres una cosa
así?
—Esto está cansando a los
guerreros, mi señor —Menethis evitó
sus ojos al responderle.
—¿Cansando? —replicó Glorien—.
¡Se supone que los guerreros tienen que
cansarse! ¡Su vida no tiene que ser fácil!
—Sí, pero sólo tenemos un número
limitado de guerreros, y defender la
muralla como consideras necesario no
da tiempo a descansar entre las
rotaciones de la guardia. Los guerreros
apenas tienen tiempo de dormir, y
mucho menos de mantener sus armas y
armadura al alto nivel que exiges.
—¿Crees que mis niveles son
demasiado altos, Menethis?
—No, mi señor, pero quizá un poco
de margen…
—¿Margen? ¿Como el que permitía
Cerion Aladorada? —exclamó Glorien
—. Creo que no. Mira a dónde lo llevó
eso, a tener una espada enemiga entre
las costillas. No. Es gracias a la
relajación de la disciplina que soldados
como Alathenar piensan que pueden
salirse con la suya y no tener el arco con
su correspondiente cuerda mientras
está de servicio. Fui magnánimo al
confinarlo simplemente al barracón. Se
merecía que lo hubiera enviado a casa
en desgracia.
—Alathenar hirió al asesino que
asesinó a lord Aladorada —señaló
Menethis—. Nadie más lo consiguió.
—Sí, el arquero puede tener buena
puntería, pero eso no le da derecho a
saltarse las reglas. Y de todas formas,
fue esa águila la que alcanzó al asesino
—replicó Glorien, haciendo un gesto
despectivo con la mano al recordar el
asqueroso espectáculo del cadáver del
druchii.
Una magnífica águila de cabeza
blanca había venido volando hasta la
fortaleza y depositó los sangrientos
restos del asesino de Cerion Aladorada
en las almenas, aunque no dijo qué
esperaba que hicieran con ellos.
Antes de que Glorien pudiera
hablarle a la criatura, desplegó las alas y
salió volando hacia el norte, dejándolos
con su presa muerta.
Gracias a sus libros, Glorien
comprendía que la guerra era un asunto
sangriento, pero ver una carnicería
como aquélla había sido muy
inquietante para un elfo de sus
refinadas sensibilidades.
Negó con la cabeza y echó a andar
una vez más.
—No, Menethis, continuaremos con
las inspecciones al amanecer y los
ejercicios diarios. No toleraré ninguna
relajación entre mis hombres y,
cansados o no, exigiré los más altos
niveles de disposición y competencia a
cada guerrero. ¿Comprendido?
—Sí, mi señor —dijo Menethis.
Glorien asintió, satisfecho de que
sus órdenes estuvieran claras, y empezó
a recorrer la muralla. Sus soldados se
pusieron firmes, cada uno de ellos un
alto, orgulloso y noble espécimen de
guerrero élfico. Llegó a la Torre del
Águila en el centro de la muralla y
subió los escalones tallados en la parte
posterior de la cabeza esculpida.
Se detuvo en un parapeto en el
cuello de la gran figura donde había un
trío de lanzadores de virotes de garra de
águila. Estas poderosas armas eran la
élite de todas las que tenía bajo su
mando, armas que parecían un enorme
arco puesto de lado y montadas sobre
un elegante trípode móvil. Como
sucedía con muchas creaciones bélicas
de los asur, los lanzadores de virotes
mezclaban arte y guerra, de modo que
cada arma recordaba a una majestuosa
águila en vuelo, con la punta del arco
labrada en oro para recordar la noble
cabeza de las aves de presa.
Cada arma podía disparar un solo
virote capaz de abatir a los monstruos
más aterradores o una andanada de
virotes más pequeños que cortaban el
paso a los guerreros enemigos a una
velocidad muy superior a la que podía
conseguir un grupo de arqueros.
Individualmente, estas armas eran
temibles, pero juntas eran
completamente letales. Nueve
máquinas más estaban repartidas por
toda la muralla, y Glorien asintió con
satisfacción al ver que cada arma
brillaba recién engrasada y que los
dorados mecanismos de las poleas
estaban inmaculados.
Las escuadras que atendían las
armas parecían cansadas pero
orgullosas, y las recompensó con una
sonrisa de apreciación. Sus armaduras
brillaban y sus blancas túnicas lucían
prístinas y refulgentes. Cada uno de los
soldados portaba una larga lanza, una
arma que Glorien había decidido estaba
más a la par con su idea de cómo
debían ir armados.
Se volvió para regresar a la muralla
cuando uno de los hombres lanzó un
grito de alarma.
—¡Objetivo a la vista!
Todos los equipos se pusieron en
acción, soltaron sus lanzas y agarraron
«peines» de madera que contenían
suficientes virotes para varios
lanzamientos. Uno de los hombres
colocó el peine en el rail situado en la
parte superior del arma mientras el otro
apuntaba.
Glorien dio un paso atrás y observó,
complacido por la velocidad de los
equipos, pero irritado porque habían
arrojado sin más sus armas al suelo.
Momentos después, las tres armas
estaban listas para disparar, y Glorien
esperó el claro y ondulante tañido de
los virotes al ser disparados.
—¿Por qué no disparan? —preguntó
cuando las armas permanecieron
mudas.
—No hay necesidad —dijo
Menethis, señalando el horizonte
occidental—. ¡Mira!
Glorien entornó los ojos ante la
tenue luz de la mañana y vio tres
figuras que volaban hacia la Puerta del
Águila. Al principio no las reconoció
por lo que eran, pero cuando advirtió la
inconfundible cabeza blanca de la
primera ave, vio que se trataba de
águilas.
—Una de ellas trae algo —observó
Menethis.
—Otra ofrenda ensangrentada, tal
vez —suspiró Glorien—. No recuerdo
que presentaran a Cerion Aladorada
todo lo que esas aves cazaban. Vamos
pues, supongo que deberíamos ver qué
nos han traído esta vez.
Menethis lo siguió mientras
regresaba a los baluartes y los equipos
de los lanzadores de virotes
descargaban sus armas una vez más.
Para cuando llegó a la muralla, las
águilas estaban mucho más cerca y
Glorien pudo ver que el águila de
cabeza blanca traía otro objeto. No
podía ver todavía qué era exactamente,
pero parecía envuelto en una capa roja.
Los guerreros de la muralla
vitorearon cuando las águilas se
acercaron, pues la visión de una águila
sobre el campo de batalla era un
presagio de victoria, y Glorien les
permitió este breve momento de
relajación.
Se dirigió al centro de los baluartes
y vio cómo el trío de águilas iba
descendiendo hasta que aterrizaron
ante él con un tronar de alas
extendidas. El águila que llevaba la
carga de la capa roja la colocó
amablemente a los pies de Glorien, y
vio que no era un trofeo ensangrentado
víctima de las garras o los picos, sino un
guerrero élfico con el uniforme de los
jinetes de Ellyrion.
Las águilas se retiraron mientras
Menethis se arrodillaba junto al
guerrero y abría la capa manchada de
sangre. Glorien hizo una mueca de
disgusto al ver la palidez de los rasgos
del elfo herido.
—¿Está vivo?
—Sí —afirmó Menethis—, aunque
malherido. Debemos llevarlo a nuestros
médicos si queremos que viva.
El guerrero ensangrentado abrió los
ojos al oír las voces élficas y se esforzó
por hablar.
—¿Cómo te llamas, guerrero? —
preguntó Glorien.
—Druchii… —susurró el guerrero a
través de unos dientes manchados de
sangre; su voz era apenas un suspiro.
—¿Qué ha dicho?
—Ha dicho «druchii», mi señor —
informó Menethis.
—¿Qué quiere decir? ¡Rápido,
pregúntale!
—¡Necesita un médico! —protestó
Menethis.
—¡Pregúntale, maldito seas!
Menethis se volvió hacia el elfo
herido, pero éste habló de nuevo sin
necesidad de que le preguntara.
—Soy… soy Eloien Caparroja de
Ellyrion. Mis guerreros… todos
muertos. Los druchii… desembarcaron
en Cairn Anroc. Un ejército. Druchii y
hombres corrompidos. Vienen hacia
aquí…
—¿A qué distancia están? —quiso
saber Glorien—. ¿Cuándo llegarán
hasta nosotros?
Eloien cerró los ojos, pero mientras
perdía la conciencia, logró decir:
—Mañana…
Glorien sintió un frío en los huesos
que no tenía nada que ver con los
vientos que soplaban sobre las murallas
de la fortaleza mientras el ave que había
traído al herido Eloien Caparroja
echaba atrás la cabeza y dejaba escapar
un graznido desafiante.
«Los druchii vienen —pensó—.
Estarán aquí mañana. Que Isha nos
proteja…»
14
***
Caelir cabalgó durante toda la mañana,
exigiendo el máximo a su caballo
mientras se encaminaba hacia el norte.
Aunque la batalla de la llanura Finuval
se había extendido por todo el norte de
Saphery, él había atravesado por el
centro y el tono de pesadumbre remitía
con cada milla que iba dejando atrás.
Se había despertado en el montículo
donde el mismísimo Rey Brujo se había
alzado aquel día aciago en que Teclis lo
abatió y lo desterró de Ulthuan una vez
más. Caelir no sabía si había llegado a
correr peligro por parte de la sombra
oscura en el pasado, pero si así era, los
espíritus de los asur caídos lo habían
reconocido como uno de los suyos y lo
habían mantenido a salvo.
La imagen del Rey Brujo aún ardía
en su mente, pero era un fantasma que
se difuminaba como un sueño mientras
continuaba su viaje. Cuando más se
alejaba del campo de batalla, más sentía
que la tierra élfica cobraba vida, como si
la magia de Saphery estuviera
reclamando la tierra manchada por el
paso de sus enemigos.
Cruzó riachuelos que corrían
cristalinos por el paisaje y sació su sed
en sus aguas, aunque el hambre seguía
royendo su vientre. El descanso de la
noche había refrescado a su caballo, y
cada vez que se detenía, comía
ansiosamente la verde hierba. El corcel
no tendría problemas para llegar a
Avelorn, pero él iba a necesitar nutrirse
antes.
Caelir pensaba que llegaría al reino
de la Reina Eterna dentro de unos
cuantos días más de viaje, y podía
distinguir los brillantes límites de los
bosques del norte.
Había visto más signos de viajeros;
los rastros de carromatos y jinetes a
través del páramo eran ahora una visión
familiar, por lo que había decidido
seguirlos con la esperanza de obtener
algo de comida. No tenía dinero para
comprarla, pero seguía conservando la
extraña daga que no podía ser
desenvainada. De poco serviría a nadie,
pero tal vez a alguno de los viajeros le
parecería lo suficientemente curiosa
para cambiarla por un poco de
alimento.
Unas pocas horas después del
mediodía, Caelir y su montura llegaron
a un vado y cruzaron el río. Echó atrás
la cabeza, disfrutando del frío del agua
que salpicaba las rocas que señalaban el
punto de paso y llenaba el aire de
refrescante rocío y brillantes arco iris.
Al otro lado del río, vio huellas
profundas en la tierra mojada de la
ribera y bajó de la silla para
examinarlas. Aunque hubiera olvidado
otros recuerdos, no había perdido su
habilidad como rastreador y sabía que
esta pista no tenía más que unas
cuantas horas.
Volvió a montar y continuó
cabalgando, presionando a su caballo
más de lo que se atrevería
normalmente. La oscuridad caería
pronto y no tenía ningún deseo de
pasar otra noche solo en la llanura
Finuval, ni aunque estuviera lejos del
campo de batalla.
El sol se hundió por el oeste y el
cielo pasó de un rutilante azul a un
púrpura oscuro. Casi había perdido la
esperanza de alcanzar a los viajeros
cuando vio ante él una serie de luces
parpadeando, oro y plata brillando en el
crepúsculo.
Redujo el ritmo al ver que las luces
no se movían y oyó voces que cantaban
seguidas de aplausos entusiastas. La
música se hizo más fuerte y oyó risas
estentóreas en muchas gargantas.
Al acercarse, Caelir vio tres
carruajes de intensos colores que
formaban una línea curva, cada uno
decorado con resplandecientes pinturas
que brillaban a la luz de lámparas de
aceite que colgaban de altos palos
dispuestos en círculo alrededor de una
alfombra pintoresca. Un puñado de
elfos estaban tendidos lánguidamente
alrededor de la alfombra, cuya
superficie estaba decorada con
agradables símbolos y dibujos en
espiral.
Una delicada doncella élfica de
rasgos atractivos bailaba en el centro de
la alfombra, girando y saltando alegre
mientras la música fluía a su alrededor.
Bailaba con los ojos cerrados, moviendo
grácil los brazos, y su cuerpo parecía
flotar en el aire, como si la sostuvieran
las notas.
Caelir vio a los músicos al lado de la
amplia alfombra, y durante un fugaz
segundo tuvo la clara impresión de que
la música los tocaba a ellos, con su
deseo de ser oída y disfrutada usando
su aliento y sus dedos como medio para
manifestar su riqueza.
El público contemplaba su actuación
con ojos embelesados y Caelir descubrió
que no podía apartar la mirada de la
sensual danza de la doncella. Su piel
brillaba a la luz de las antorchas y el
finísimo tejido de su vestido se pegaba a
su forma esbelta y atlética.
La música cambió de tempo,
haciéndose más y más rápida y llevando
a la bailarina a increíbles niveles de
éxtasis. El público gritaba y animaba a
medida que su forma se convertía en
un sinuoso borrón de piel radiante y
luz.
Entonces todo acabó de repente, la
música murió y la bailarina dio un
último salto al aire. Giró al descender y
aterrizó grácilmente en el centro de la
alfombra, la cabeza hacia atrás y los
brazos extendidos.
El público prorrumpió en aplausos y
Caelir se sorprendió haciendo lo
mismo, encantado de mostrar su
aprecio por tan increíble actuación.
El sonido de los aplausos remitió
cuando todos fueron conscientes de su
presencia, y Caelir se ruborizó cuanto se
volvieron hacia él con expresiones de
curiosidad en el rostro.
Caelir desmontó de su caballo
cuando un alto elfo de rasgos sonrientes
y largo pelo plateado se separó del
grupo y se acercó a él. Extendió la mano
hacia Caelir.
—Bienvenido, querido muchacho,
yo soy Narentir —dijo el elfo con voz
musical—. ¿Quieres unirte a nosotros?
—Me llamo Caelir —respondió él—.
Y, sí, me uniré a vosotros.
—Excelente —respondió Narentir,
guiándolo hacia la luz de las hogueras
—. ¿Entiendo pues que te ha gustado la
actuación de Lilani?
Caelir asintió y la bailarina le dirigió
una sonrisa coqueta antes de retirarse
de la alfombra mientras otros bailarines
ocupaban su lugar.
—Mucho —asintió Caelir mientras
Narentir le tendía una copa plateada de
vino sazonado y aromático—. Nunca he
visto a nadie moverse como ella.
—Es difícil hacerlo: nuestra Lilani es
una rara joya.
Rostros sonrientes lo rodearon
mientras Narentir lo conducía hacia el
público congregado alrededor de la
alfombra. Estaban verdaderamente
contentos de verlo, y Caelir sintió que la
tensión de su pecho se aliviaba ante la
sinceridad de la bienvenida.
Tomó un sorbo de vino y jadeó de
placer cuando el líquido le corrió como
humo por la garganta. El vino era dulce,
casi insoportablemente dulce, y su sabor
era el de un bosque salvaje donde
criaturas de leyenda aún corretearan
libres. Caelir sonrió al conjurar visiones
de jardines fabulosos, claros moteados
por el sol y el olor de la madreselva y el
jazmín.
—¿Nunca has probado vinoensueño
antes? —preguntó Narentir, sentándose
junto a él en la alfombra mientras los
músicos empezaban a tocar una vez
más.
—Sí —respondió Caelir, mareado
por el sabor—, pero éste es bueno. Muy
bueno.
—Ten cuidado —advirtió Narentir
—. No deberías beber demasiado.
—Tengo un estómago fuerte.
—No es tu estómago por lo que
tienes que preocuparte —sonrió
Narentir mientras tomaba otro trago.
—¿No?
Narentir se echó a reír.
—Haz lo que quieras, querido
Caelir. Tal vez ayude a tu actuación.
—¿Mi actuación? ¿Qué actuación?
—Todo el mundo tiene su turno en
la alfombra.
—Pero yo no soy cantante y no sé
bailar —protestó Caelir.
Narentir sonrió.
—Eso no importa. Estoy seguro de
que se te ocurrirá algo.
Caelir abrió la boca para resistirse,
pero los elfos que estaban ya en la
alfombra empezaron su actuación y
todos los demás sonidos cesaron
cuando entonaron antiguas canciones
de amor y embeleso. Caelir quiso
decirle a Narentir que no sabría
entretenerlos, pero escuchar a los
cantantes extrajo un recuerdo de los
talentos desconocidos que Kyrielle
había descubierto dentro de él.
Otro sorbo de vino lo relajó y Caelir
sonrió feliz mientras contemplaba la
actuación. Las voces de los cantantes
eran exquisitas, su música y sus
canciones revoloteaban en torno a la
reunión iluminada por las antorchas
como un invitado inesperado, pero
totalmente bienvenido.
Las lágrimas chispearon los ojos de
Caelir mientras sentía que su alma huía
en el tiempo con sus melodías
dolorosamente hermosas.
***
El regreso a Cairn Auriel careció de la
magia que los había acompañado
camino de la Torre Blanca. A Eldain le
resultaba extraño no montar a Lotharin,
aunque Irenya era un buen animal y lo
llevaba orgullosamente en su grupa.
Cabalgaron en silencio durante gran
parte del viaje, Rhianna perdida en sus
pensamientos y Eldain reacio a romper
el silencio por miedo a lo que pudiera
decirse. Yvraine los acompañaba de
nuevo, pues Mitherion Ciervo de Plata
insistió en ello, aunque ahora montaba
un poderoso corcel sapheriano.
Después de ver su habilidad marcial
en la batalla, Eldain no tuvo ningún
deseo de contradecir al mago, y
agradeció su presencia. Si la guerra
venía, en efecto, hacia Ulthuan, había
cosas peores que tener a tu lado que
una maestra de la espada de Hoeth.
La tierra misma parecía reconocer la
tristeza que se había apoderado de ellos
y contenía sus excesos encantados más
potentes. La magia seguía permeando
cada aliento y espíritus susurrantes
correteaban entre las altas hierbas con
salvaje abandono, pero Eldain no les
prestaba ninguna atención, demasiado
preocupado por la supervivencia de
Caelir y la absurda idea de perseguir a
su propio hermano.
La cuestión de lo que sucedería
cuando alcanzaran a Caelir había
surgido cuando se acercaron al sendero
entre las montañas que conducía a
Cairn Auriel.
—Me pregunto si nos recordará —
dijo Rhianna, rompiendo el silencio de
su viaje.
—No lo sé —contestó Eldain—. No
lo parecía, allá en la torre.
—Pero tal vez verte sacudió sus
recuerdos, le hizo recuperar algo.
—Tal vez, pero ¿qué diferencia
habrá si nos recuerda?
—La habrá para mí —dijo Rhianna
—. No puedo soportar la idea de que se
haya olvidado de nosotros.
—¿De nosotros?
—De ti. De mí. De su vida. ¿Puedes
imaginar cómo debe sentirse, Eldain?
No recordar tu infancia, ni a tus padres,
ni a tus amigos…
—¿Ni a tus amantes? —interrumpió
Eldain, y odió el tono cáustico que
percibió en su voz.
Rhianna suspiró.
—¿Es eso lo que te da miedo? ¿Que
si Caelir recupera la memoria y vuelve
con nosotros yo te deje por él?
—¿No lo harías? Estuvisteis
prometidos.
Rhianna se acercó a Eldain y le
cogió la mano.
—Caelir está vivo y por eso le doy
las gracias a Isha, pero mi compromiso
es contigo, Eldain. Eres mi esposo y te
quiero.
Eldain sintió que se le cerraba la
garganta y apretó la mano de Rhianna,
deseando poder creer lo que ella estaba
diciendo.
—Lo siento. Es que… no quiero
perderte. Ya te perdí por él una vez
antes y… no creo que pudiera hacerlo
de nuevo.
—No lo harás, Eldain —prometió
Rhianna—. No puedo negar que ver
otra vez a Caelir me trajo un montón de
recuerdos, pero las cosas han cambiado
mucho desde que estuvimos juntos. Tú
y yo estamos casados. Y hay sangre en
sus manos.
«Hay sangre en sus manos…»
Eldain combatió la náusea de
culpabilidad que se acumulaba en su
estómago. Yvraine intervino entonces.
—También está la cuestión de lo
que le sucedió en Naggaroth. Los
druchii lo retuvieron en las mazmorras
del Rey Brujo durante más de un año.
El Caelir que ambos conocisteis puede
que ya no exista.
—¿Qué quieres decir?
—He oído decir que el esclavo leal
aprende a amar la correa —dijo la
maestra de la espada—. Puede que tu
hermano se haya convertido en un
enemigo de Ulthuan.
—¿Qué estás diciendo? —preguntó
Eldain, percibiendo una fría cólera en la
voz de Yvraine.
—Estoy diciendo que cuando
encontremos a Caelir, tal vez tengamos
que matarlo.
—¿Matarlo?
Yvraine asintió.
—¿Quién sabe qué más le han
ordenado hacer? ¿Y si la trampa para
eliminar al Señor del Conocimiento era
sólo la primera de sus misiones de
asesinato?
—No puedo matar a mi propio
hermano —dijo Eldain, forzando las
palabras a salir de su boca cuando vio la
expresión de horror de Rhianna ante lo
que Yvraine acababa de decir.
—Puede que haya que hacerlo —
insistió ella, que llegaba ya a la cima del
sendero—. Pero si tú no puedes, lo haré
yo.
La maestra de la espada se adelantó
hacia el camino que conducía a Cairn
Auriel, y Eldain y Rhianna
compartieron una mirada de inquietud
mientras la seguían. La idea de que su
caza pudiera terminar con sangre no se
le había ocurrido a ella, estaba claro,
pero en la mente de Eldain era el único
resultado posible.
Mientras veía cómo Rhianna se
internaba en el sendero, una fría
resolución se hizo fuerte en su corazón,
y supo que no vacilaría en matar a
Caelir si el destino decretaba que
volvieran a enfrentarse de nuevo cara a
cara.
Había llegado hasta muy lejos y
había ganado tanto que no podía
soportar la idea de perderlo todo otra
vez. La culpa estaría siempre con él,
pero ninguna carga era demasiado
pesada por conservar a Rhianna a su
lado, ningún hecho impensable, ningún
precio demasiado alto.
Una flotilla de barcos se mecía en
las chispeantes aguas azules de los
muelles flotantes de Cairn Auriel, y las
viviendas de rojos tejados se alzaban del
mar en capas escalonadas. A Eldain la
escena le pareció insoportablemente
triste, pues imaginó a las naves druchii
que llegaban a la bahía y a los fanáticos
guerreros del Rey Brujo asesinando a
mujeres y niños mientras las calles se
teñían de rojo con su sangre.
Se estremeció, librándose de tan
sombrías imágenes, y cabalgó hacia el
sendero. Las flores que adornaban los
viñedos eran flores blancas de
primavera y las fragancias eran las del
amanecer.
Eldain pasó bajo las flores y se
dirigió con cuidado hacia el
asentamiento.
***
El capitán Bellaeir se sintió encantado
de volver a verlos, pues no le gustaba
tener a una tripulación ociosa cuando
había mares que cruzar y vientos
mágicos que capturar en las velas. Sus
marineros habían entablado relación
con las otras tripulaciones ancladas en
la bahía y las noticias y los rumores que
llegaban de todo Ulthuan se habían
transmitido rápidamente entre ellos.
Nuevos barcos druchii habían sido
avistados cerca de las costas del sur de
Ulthuan, pero al parecer no habían
hecho ningún intento de desembarcar.
Los cielos sobre las Annulii estaban
repletos de pájaros que cruzaban de un
lado de la isla a otro, y se decía que las
corrientes mágicas que surcaban las
montañas se volvían más poderosas.
Más y más criaturas bajaban de las
montañas, atraídas por las peligrosas
corrientes de la magia, y los cazadores
de Chrace libraban una batalla casi
constante contra los monstruos
innaturales que se cebaban en los
habitantes de los reinos del norte.
El Yunque de Vaul rugía y
humeaba como si el dios herrero
estuviera insatisfecho, y una tripulación
decía haber sido alcanzada por una
tormenta en los mares de Avelorn, un
signo seguro de que se aproximaban
tiempos oscuros. La mayoría de las otras
tripulaciones había descartado
semejante historia, pero al ver el estado
en que había quedado el barco y las
negras cicatrices de los impactos de los
rayos, se retiraron a sus propios bajeles
para reflexionar sobre ese maligno
presagio.
Más preocupante, sin embargo, era
la noticia de que los druchii habían
desembarcado en la costa occidental de
Ulthuan. Nadie parecía saber
exactamente dónde, pero cuando
Eldain recordó la advertencia de
Mitherion Ciervo de Plata de que un
terrible peligro descendía sobre Ellyr-
charoi, temió que los druchii estuvieran
ya marchando contra una de las
fortalezas que protegían el acceso a
Ellyrion.
Por todo Ulthuan, levas ciudadanas
se armaban para la guerra y portentos
de mal agüero se transmitían desde
Yvresse a Tiranoc. Cuando llegaron a
Cairn Auriel, Eldain sintió en el aire el
fuerte temor de sus habitantes, como
un contagio.
El capitán Bellaeir se había tomado
la libertad de comprar suministros para
el viaje, aunque no le gustó la noticia de
cuál era su destino.
—¿El Valle Gaen? —dijo, con el
ceño fruncido—. No es lugar para gente
como nosotros.
—No —coincidió Eldain—, pero no
tenemos más remedio. El Señor del
Conocimiento en persona nos envía.
Bellaeir asintió ausente y contempló
el mar.
—He surcado las aguas del Mar
Interior durante muchos años, mi
señor. Cuando Finubar el Navegante se
convirtió en Rey Fénix, vi la nave que lo
llevaba al Altar de Asuryan y lo seguí lo
suficiente para ver la gran llama. En mi
juventud, navegué hasta donde nadie
se había atrevido a acercarse a la Isla de
los Muertos, y vi el día de mi propia
muerte.
»Pero en todos mis años como
navegante, nunca se me había ocurrido
acercarme al Valle Gaen. Las mujeres
guerrero de la Diosa Madre protegen
con celo sus costas y ningún varón se
atreve a poner el pie en esa isla. Y los
que lo intentan nunca son vistos de
nuevo.
—Entonces tú y yo nos
aseguraremos de quedarnos a bordo del
Señor de los Dragones mientras Rhianna
e Yvraine desembarcan —dijo Eldain.
Bellaeir suspiró y dejó a Eldain en el
muelle, dirigiendo a Rhianna a su
tripulación para subir a bordo a los
caballos. Eran bestias inteligentes y a
ninguna les agradaba la perspectiva de
quedarse encerradas en la estrecha
sentina del barco durante varios días.
Eldain no podía reprochárselo, y se
encogió de hombros a modo de
disculpa mientras el caballo de Rhianna
lo miraba a los ojos. Vio a Yvraine
cruzada de brazos observar a los
marineros conducir a los caballos al
barco. El viento que soplaba del mar
agitaba sus cabellos de platino y estaba
claro que no anhelaba otro viaje
marino.
Eldain cruzó el muelle para
acercarse hasta ella.
—Parece que te gusta tan poco
viajar por mar como a nuestras
monturas, dama Hoja de Halcón —le
dijo.
—¿Puedes reprochármelo? —
respondió ella.
—Sé porque no le gusta a los
caballos —afirmó Eldain—. En Ellyrion
están acostumbrados a la libertad de las
estepas, pero ¿por qué lo odias tú tanto?
Yvraine se encogió de hombros.
—No me gusta poner mi destino en
manos de nadie. Prefiero ser dueña de
mi propio sino.
—¿Puede alguno de nosotros hacer
eso? —preguntó Eldain—. ¿Puede no
estar nuestro futuro en la voluntad de
los dioses?
—No lo sé. Tal vez sea así, pero yo
tomo mis propias decisiones y vivo
según mi propio código.
—¿Incluye eso matar a mi
hermano?
Yvraine se protegió los ojos del sol
que ya se ponía.
—Si es lo que hace falta para
mantener a Ulthuan a salvo, no se te
ocurra impedírmelo.
—Si Caelir amenaza a Ulthuan, yo
mismo empuñaré la espada —le
aseguró Eldain, sorprendido por la falta
de sentimiento que ese juramento
causaba en él.
—Entonces nos comprendemos
mutuamente —replicó Yvraine,
devolviendo su atención a los caballos.
—Eso parece.
Se produjo un silencio incómodo
hasta que, por fin, Yvraine dijo:
—Isha mediante, pronto tus
caballos conocerán de nuevo la libertad
de la estepa.
—Parece que no estás muy segura
de que vaya a ser así.
—Es posible —reconoció Yvraine—.
Ya oíste lo que dijo lord Teclis. Los
druchii han desembarcado y se acerca
la guerra. Puede que ninguno de
nosotros vuelva a ver su patria.
—¿Te preocupa no volver a ver
Saphery?
—No —respondió Yvraine,
negando con la cabeza—. Es el hecho
de dejar Saphery cuando se acerca la
guerra lo que me preocupa. Debería
estar con mis hermanos defendiendo la
Torre Blanca como juré hacer.
Eldain sonrió torvamente.
—Si lord Teclis tiene razón, todos
tendremos que luchar pronto. No creo
que importe mucho dónde lo hagamos.
—A mí me importa.
—Entonces, por nuestro bien,
espero que tu espada luche donde más
falta haga —manifestó Eldain.
15
***
El cálido brillo de las antorchas lo
rodeaba y el aplauso del público lo
llenaba de confianza mientras Caelir se
dirigía al centro de la alfombra. Rostros
sonrientes le desearon lo mejor y él
esperó con todas sus fuerzas no
decepcionar a este grupo con su
actuación.
Narentir le había dado una arpa de
plata y tañó experimentalmente unas
cuantas cuerdas, esperando que las
habilidades que había descubierto con
Kyrielle no lo hubieran abandonado.
Pensar en la hija de Anurion le hizo
detenerse, pero en vez de dolor, el
recuerdo sólo despertó sensaciones
agradables y deseó con todas sus
fuerzas que ella estuviera aquí para
verlo tocar.
—Vamos —lo apremió Narentir—.
¡No nos tengas esperando toda la
noche!
Una risa bonachona se apoderó de
él y Caelir sonrió al ver a Lilani al fondo
del público, observándolo con claro
interés.
Cerró los ojos, y aunque conocía
muchas canciones, de repente se dio
cuenta de que no sabía tocar ninguna
de ellas, y una sacudida de temor lo
atenazó mientras su mente se quedaba
en blanco.
¿Lo había abandonado ese talento
no recordado?
La idea de decepcionar a su público
lo aterraba, y aunque sabía que era el
vino quien hablaba, le parecía que sería
el mayor fracaso de su vida si se
quedaba aquí de pie, inútil, sin el don
de la música.
Pasó las manos por el instrumento
una vez más y entonces, sin ningún
esfuerzo ni pensamiento consciente, sus
dedos empezaron a bailar sobre las
cuerdas. Una música animosa saltó del
arpa para llenar la noche y Caelir vació
su mente de miedo, dando a su musa
desconocida rienda suelta sobre sus
manos.
Una risa complacida brotó en el
público y todos aplaudieron al compás
de las melodías tañidas por su
instrumento. Caelir se rio mientras la
música brotaba de él, jadeado por el
aprecio de sus oyentes, y supo que
había sido aceptado como uno de ellos.
Antes de darse cuenta de lo que
hacía, empezó a cantar. Las palabras
fluyeron en él de modo tan natural
como si las supiera desde que nació:
***
Caelir abrió los ojos y parpadeó
rápidamente a la luz del sol naciente.
Durante un momento se preguntó
dónde estaba, y luego vio la forma
dormida de Lilani, el brazo cruzado
sobre su pecho. El rocío de la mañana
brillaba en su piel y sonrió cuando
recuperó el brumoso recuerdo de los
placenteros ejercicios de la noche
anterior.
—Ah, estás despierto por fin,
querido muchacho —dijo una voz, y
Caelir alzó la cabeza y vio a Narentir
que le tendía un plato de fruta y pan.
Caelir se zafó del abrazo de Lilani y
recogió sus ropas, sintiéndose
ligeramente ridículo mientras se las
ponía delante de un desconocido.
Recordó haberlo abrazado la noche
anterior y sentir que eran íntimos como
hermanos, pero sin los efectos del
vinoensueño, se dio cuenta de que no
sabía casi nada de esta gente, aparte de
sus nombres.
Su estómago gruñó, recordándole
que hacía días que no comía, y aceptó el
plato ofrecido, que engulló a grandes
bocados.
—Gracias —dijo.
—No hay de qué —respondió
Narentir—. ¿Te divertiste anoche?
—Sí, me divertí —asintió Caelir
entre bocados de fruta—. Nunca había
actuado antes delante de público.
—Oh, lo sé, pero me refería a Lilani.
Caelir se ruborizó y miró a la
bailarina dormida, sin saber cómo
responder.
Narentir se echó a reír ante su
incomodidad, aunque no había malicia
en su reacción.
—No te preocupes, muchacho. Aquí
no constreñimos nuestros deseos con
anticuados códigos morales, pues todos
somos viajeros del camino de los
sentidos.
—¿El qué? No comprendo.
—¿De verdad? —sonrió Narentir,
deslizando un brazo sobre sus hombros
y guiándolo hacia las carretas. Caelir vio
ahora que estaban pintadas con una
amalgama de colores y diferentes
dibujos—. Me pareció, por tus dos
actuaciones de anoche, que estabas bien
versado en la vida de lo voluptuoso.
—Espera un momento… —dijo
Caelir, mientras la importancia de las
palabras de Narentir calaba en él—.
¿Has dicho mis dos actuaciones?
—Sí —respondió Narentir,
señalando a Lilani—. ¿O crees que tu
canción fue lo único para lo que tuviste
público?
Caelir se ruborizó al pensar que
había sido observado, pero no había
ningún juicio ni lascivia en el
comentario de Narentir y sintió que su
vergüenza remitía. En cambio, sonrió y
dijo:
—Entonces sí, me divertí. Como
dijiste, es una rara joya.
—Es más que eso —asintió Narentir
—. Ése es el tipo de actitud que hará
que se fijen en ti en Avelorn. Ahora
ven, sacia tu apetito y nos pondremos
en camino.
—Espera, ¿os dirigís a Avelorn?
—Pues claro. ¿Adónde crees que
íbamos?
—Yo… no lo había pensado mucho,
para ser sincero —respondió Caelir—.
Todo ha pasado tan rápido que no he
tenido oportunidad de pensarlo.
—Cierto, pero ¿no es ésa la forma
más deliciosa de vivir la vida?
Narentir subió al escabel tapizado
del primer carromato.
—¿Qué os lleva a Avelorn? —
preguntó Caelir.
—¿Qué lleva a todo el mundo a
Avelorn, Caelir? Música, baile, magia y
amor.
Caelir sonrió, divertido por la
actitud despreocupada de Narentir,
pero al ver que los participantes de la
fiesta de anoche se despertaban de su
sueño y se preparaban para viajar, no
pudo reprochar su entusiasmo por
saludar el día. El grupo estaba
compuesto por un par de docenas de
elfos, y en todas partes donde Caelir
miraba veía sonrisas y genuino afecto
por parte de quienes lo rodeaban.
Risas y más música llenaron el aire,
y a Caelir le pareció que cuanto lo
rodeaba era más vital, más vivo que
antes, como si la tierra agradeciera la
alegría de los viajeros y la devolviera
multiplicada por diez.
Sonrió cuando los elfos que había
conocido la noche anterior le dieron la
bienvenida con besos y la familiaridad
de viejos amigos. Un brazo rodeó su
cintura y se volvió para ver a Lilani
junto a él.
—Buenos días —dijo.
Ella sonrió y Caelir sintió un
arrebato de bienestar. Tal vez ella había
curado su corazón, como había dicho
que podía hacer.
—¿Viajas con nosotros? —preguntó
Lilani, girando a su alrededor y
plantándole un beso en los labios.
Caelir miró el amor y la amistad que
veía en estos elfos y se sintió más en
casa que nunca que pudiera recordar.
—Creo que lo haré, sí. Al menos
hasta que lleguemos a Avelorn.
—Bien —dijo ella, bailando a su
alrededor con gracia burlona—. Porque
creo que me gustaría que actuaras de
nuevo para mí, pronto.
***
La isla del Valle Gaen apareció a la vista
como un hermoso trazo de verde, oro y
zafiro. Deslumbrantes acantilados
azules, repletos de tupidos bosques, se
alzaban del mar y el olor de las flores
silvestres y las plantas brotaban de su
interior. Los animales de caza
correteaban libres en los bosques y
Eldain pudo ver ciervos y caballos
corriendo salvajes por la orilla
occidental de la isla.
El Señor de los Dragones había
zarpado de Cairn Auriel con la primera
marea y Eldain había pasado gran parte
del viaje sentado solo al timón con el
capitán Bellaeir. Descubrió que era un
buen conversador, siempre que sus
discusiones trataran de barcos y
navegación. Cuanto más se acercaban al
Valle Gaen, más nerviosas se habían
puesto Rhianna e Yvraine, pues su
expectación por poner el pie en el suelo
sagrado de la Diosa Madre pasaba
como una corriente mágica entre ellas.
Ninguna parecía inclinada a hablar
de la isla, como si hacerlo con un varón
estropeara de algún modo la belleza de
todo aquello.
Rhianna y Caelir aún dormían
juntos bajo la estrellas, pero con cada
milla que se acercaban al Valle Gaen, él
sintió que la distancia entre ambos se
ampliaba, y rezó para que se tratara
simplemente de la proximidad de la isla
y no que una distancia aún más grande
se abriera entre ellos.
La mañana del tercer día de
navegación, el capitán Bellaeir se alzó al
pie del timón y señaló un macizo de
roca rodeado de altos árboles de hoja
perenne. Cuando el barco sorteó la
península, Eldain vio que formaba el
borde de una bahía natural y se quedó
boquiabierto ante el maravilloso paisaje
que había más allá.
—¡Lady Rhianna, allí está la bahía
de Cython! —exclamó Bellaeir.
Rhianna e Yvraine se reunieron con
Eldain en la borda y se cogieron de la
mano al contemplar la belleza de la isla.
Playas doradas y verdes bosques se
extendían ante ellos, con cascadas
cristalinas que caían de peñascos
redondeados para formar riachuelos
que corrían hacia el mar. Bandadas de
pájaros blancos revoloteaban por el
cielo y el sonido de campanillas de plata
sonaba en algún lugar oculto a la vista.
Las aguas del océano era
inimaginablemente claras, las arenas del
fondo ondulaban bajo el barco como el
lecho del más fresco arroyo de Ellyrion.
A Eldain la escena le pareció
insoportablemente hermosa, pero al
mirar a su esposa, vio que Rhianna e
Yvraine lloraban abiertamente.
—¿Qué ocurre? —preguntó.
Rhianna negó con la cabeza.
—No lo entenderías.
Compartió una mirada con Bellaeir,
pero el capitán simplemente se encogió
de hombros y giró el timón para
dirigirse a la orilla.
En cuanto la proa del navío viró
hacia la isla, una flecha de astil plateado
surgió del bosque al extremo de la
península y se clavó en el mástil. Eldain
se agachó mientras la flecha vibraba con
el impacto y Bellaeir maldijo y alejó el
Señor de los Dragones de la isla.
—¿Nos disparan flechas? —exclamó
Eldain, atisbando una arquera desnuda
en la linde de los árboles—. ¿Por qué
hacen eso?
—Somos nosotros —dijo Bellaeir—.
Es porque hay varones a bordo. Tendría
que haberme dado cuenta.
—Entonces ¿cómo
desembarcaremos?
—Vosotros no —repuso Yvraine—.
Lady Rhianna y yo tendremos que
nadar hasta la orilla.
Eldain se acercó a la maestra de la
espada.
—Son casi quinientos metros.
—La isla nos guiará.
—Estaremos bien, Eldain —lo
tranquilizó Rhianna, sonriendo
mientras miraba hacia la isla—. Aquí no
nos sucederá nada malo.
El capitán Bellaeir echó el ancla y
las dos doncellas elfas se quedaron en
ropa interior, preparándose para el
chapuzón. Reacia, Yvraine entregó su
espada a Eldain y quedó claro cuánto le
dolía aventurarse a lo desconocido sin
su arma.
—Ten cuidado —dijo él mientras
Rhianna inspiraba profundamente en la
balaustrada.
—Lo tendré, Eldain —prometió ella
—. Éste es un lugar de cura y
renovación. Nada malo puede suceder
aquí.
—Espero que tengas razón.
Ella se inclinó hacia adelante y le
dio un suave beso, y luego se volvió y se
zambulló en el agua con la gracia
natural de un espíritu marino. Yvraine
la siguió un momento más tarde y
juntas nadaron a través de las claras
aguas del Mar Crepuscular hacia la
playa.
Eldain vio más arqueras
moviéndose en el bosque, observando
la llegada de nueva gente a su isla.
Confió en que Rhianna tuviera
razón.
Con suerte, nada malo podía
suceder aquí.
***
Rhianna nadaba con poderosas
brazadas en el agua maravillosamente
fresca y cristalina. Las olas eran
pequeñas y la isla se acercó
rápidamente, como si el mar mismo las
ayudara a llegar. Yvraine nadaba ante
ella, su físico de guerrero, más
poderoso, le permitía avanzar con más
facilidad.
Siguió nadando, sintiendo que las
preocupaciones del mundo se
suavizaban con cada brazada. Yvraine
llegó a la suave orilla y Rhianna sintió
una irracional puñalada de celos porque
pondría pie en la isla primero.
En cuanto el pensamiento apareció,
quedó borrado de su mente, pues se dio
cuenta de lo ridículo que era. Yvraine
era también una suplicante aquí por
simple virtud de su sexo y una
compañera devota de la Diosa Madre.
La competencia entre ambas era
irrelevante. Esas fútiles peleas eran cosa
de la raza de los varones.
Por fin Rhianna hizo pie y empezó a
chapotear hacia la orilla. Sintió la
bienvenida de la isla en sus propios
huesos, como si hubiera estado
esperándola durante incontables años, y
maldijo haber esperado tanto para
viajar hasta ella.
Yvraine la aguardaba, la ropa
interior empapada y pegada al cuerpo, y
se abrazaron mientras la alegría de la
isla las llenaba de amor.
El suelo bajo los pies de Rhianna
parecía cargado de la magia de la
creación y subieron por la playa cogidas
de la mano, el calor de la arena blanca y
dorada entre los pies era delicioso y
cálido. Suaves vientos traían aromas
agradables y un aliento vital que parecía
surgir de los árboles y atraerlas.
—¿Por dónde vamos? —preguntó
Yvraine.
—Sigue adelante —dijo Rhianna—.
La isla nos mostrará el camino.
Yvraine asintió y siguió a Rhianna
hacia la linde del bosque.
Al acercarse a los árboles, Rhianna
vio un estrecho sendero que
serpenteaba desde la playa, sus límites
marcados por brillantes piedras blancas,
y de inmediato supo que las conduciría
allí donde necesitaban ir.
El calor del sol penetraba el dosel de
hojas y lanzas de luz se abrían paso
entre las sombras del bosque mientras
ellas seguían el sendero. Aunque era
largo y empinado, a Rhianna el camino
le resultó fácil, como si el terreno
mismo se alzara para recibir cada
pisada. Hizo falta un esfuerzo de
voluntad para no abandonar toda
restricción y correr hasta el final del
sendero. Pudo ver la misma excitación
en el rostro de Yvraine mientras
pasaban entre los viejos árboles de la
isla.
El aire del bosque era un tónico
para su estado de ánimo, las
preocupaciones del mundo parecían
muy lejanas e insignificantes ante el
antiguo poder que yacía aquí bajo la
tierra. Los magos de Hoeth podían
tener un poder capaz de destruir
ejércitos enteros, pero ninguno entre
ellos podía crear vida como este sagrado
lugar. ¿Quién entre los guerreros del
mundo podía igualar el asombroso
poder de la Diosa Madre?
—Rhianna… —susurró Yvraine.
Ella se detuvo, aunque sus pies
anhelaban seguir adelante.
—¿Qué ocurre? —preguntó,
volviéndose para ver a Yvraine
arrodillada, examinando el borde del
sendero.
—Mira esto —dijo la maestra de la
espada.
Rhianna apartó los ojos del deseado
horizonte y se arrodilló junto a Yvraine
mientras la maestra de la espada
excavaba el rico y negro limo alrededor
de las lisas piedras blancas que
marcaban el camino. La tierra oscura
cayó a un lado cuando alzó una del
suelo, y Rhianna retrocedió al ver que
Yvraine sostenía un cráneo liso y
descarnado.
—Isha nos proteja —exclamó,
advirtiendo ahora que todos los puntos
blancos eran también horribles despojos
—. ¿Cráneos? Pero ¿por qué?
Yvraine dejó el cráneo en el suelo.
—Imagino que pertenecen a los
varones que no pudieron contener la
curiosidad.
Rhianna sintió un escalofrío
recorrerle la espalda, y el bosque, que
antes estaba lleno de luz y promesas,
parecía ahora un lugar más oscuro y
más peligroso. Por primera vez
comprendió que la energía que aquí se
sentía era elemental y cruda, el
asombroso poder de la creación sin la
disciplina del intelecto.
Tal vez Eldain tenía razón al
aconsejarles cautela.
—Deberíamos continuar —dijo
Yvraine.
—Sí —reconoció Rhianna,
apartándose de los cráneos enterrados
antes de continuar su camino por el
centro del sendero.
Su ruta se curvaba hacia arriba,
trazando espirales a través de los
árboles en sombra y dorados claros
hasta que, por fin, llegaron al borde del
bosque y a una ondulante cortina de
luz.
Rhianna cerró los ojos y atravesó la
luz, sintiendo el calor acariciarle la piel
con suave y acogedor afecto.
Abrió los ojos y lloró al ver la
belleza que se alzaba ante ella.
16
***
Alathenar disparó y puso otra flecha
más en el arco mientras la horda
enemiga volvía al ataque. La flecha se
clavó entre las placas del cuello de un
guerrero acorazado con pesadas
escamas de hierro y el enemigo se
desplomó. Alathenar disparó flecha tras
flecha, los dedos y el antebrazo
doloridos por la cantidad de flechas que
enviaba contra las filas enemigas.
Apenas habían pasado cuatro horas
desde el amanecer, pero los defensores
de la Puerta del Águila ya habían
sufrido tres ataques diferentes.
—¿Es que no se detienen nunca? —
susurró mientras lanzaba su última
flecha y recogía un carcaj nuevo del
suelo.
—Parece que no —dijo Eloien
Caparroja, que con su arco más corto
lanzaba descargas más breves pero no
menos letales que las de Alathenar. La
magia de los expertos de la Puerta del
Águila había salvado la vida del jinete,
pero Alathenar sabía que no debería
estar combatiendo, pues su herida no
estaba aún curada del todo.
A pesar de esto, Eloien había
ocupado inmediatamente su lugar en la
muralla y descartado cualquier idea de
cabalgar hasta Ellyrion. Este enemigo
había matado a sus guerreros y él había
jurado venganza por su crimen.
A Alathenar le gustó este espíritu y
no apartó de su lado al jinete, y luchó
espalda contra espalda con él en varias
ocasiones. Ambos reconocieron de
inmediato el espíritu guerrero en el otro
y Alathenar sintió que se formaban
lazos de amistad, como solía suceder
entre los guerreros en la batalla.
—Prepara esa espada tuya,
Caparroja —aconsejó Alathenar—. No
vamos a detenerlos antes de que
lleguen a la muralla.
—No te preocupes por eso, arquero.
Sólo asegúrate de dejar suficientes para
mí.
Alathenar quiso creer que las
palabras de Eloien eran una broma
producto de una bravata, pero vio la
sombría determinación de su
mandíbula y supo que en el jinete no
quedaba humor alguno.
El agradable tañido de los
lanzadores de virotes se oía por encima
de los gritos de los humanos
corrompidos que atacaban de nuevo las
murallas de la Torre del Águila. Un
puñado de degradados seguidores de
los Dioses Oscuros cayeron como trigo
ante la guadaña cuando una letal lluvia
de dardos encontró su blanco.
El suelo del valle estaba cubierto de
muertos y heridos, cuerpos atrapados
mientras los aullantes campeones del
Caos espoleaban a sus seguidores con
látigos y amenazas. Una oleada de
guerreros acorazados se abalanzó contra
las murallas armados con garfios y
largas escalas. Sus estentóreos cánticos
de guerra resonaban por todo el valle, y
Alathenar se dio cuenta de que nunca
había oído voces tan llenas de odio.
Rayos blanquiazules de luz ardiente
brotaban de las murallas, inmolando a
una docena de guerreros tribales en
una ardiente explosión de llamas
aladas, y andanada tras andanada de
flechas letales y precisas atravesaron
armaduras y carne mientras los
defensores intentaban alejar al enemigo
de la fortaleza.
—¡Escalas! —gritó Alathenar
cuando una escala rematada de hierro
chocó contra el muro ante él
provocando una lluvia de chispas en la
piedra. Se apartó de las almenas
mientras un estandarte dorado se
alzaba y una disciplinada fila de
guerreros armados de espadas
avanzaba, las brillantes puntas de sus
armas apuntando a las estrechas
aberturas.
Un aullante guerrero con una hacha
monstruosa apareció y Alathenar le
clavó una flecha en la abertura del visor
de su yelmo. El hombre gritó y cayó de
la escala, pero en seguida apareció otro
guerrero y la flecha de Alathenar
resonó inútil contra su escudo alzado.
Por toda la muralla, guerreros con
capas de piel y yelmos oscuros luchaban
por ganar sitio en las almenas y el
derramamiento de sangre era horrendo.
El acero forjado por los artesanos se
encontraba con el hierro de las estepas
en un estrépito de fuerza bruta y
habilidad marcial.
Eloien se acercó al parapeto y
atravesó con su sable a un guerrero de
pecho desnudo que llevaba un yelmo
rematado por un cráneo. Otro guerrero
apareció y Eloien le descargó un tajo en
el hombro, desgajándole el brazo del
cuerpo. El tribeño desapareció de la
vista y Eloien retrocedió cuando una
monstruosa criatura con cabeza de oso
se aupó a la pálida piedra de la muralla.
Alathenar disparó una flecha que
rebotó en el cráneo de la horrible
criatura cuando ésta se alzaba sobre las
almenas, y Eloien se adelantó para
clavar su espada en las fauces de la
bestia.
El monstruo aulló y mordió,
capturando la hoja del guerrero. Otra
flecha la alcanzó en el pecho,
penetrando apenas un palmo antes de
romperse contra la piedra de la muralla.
Eloien rodó ante un enorme
manotazo y con musculoso ímpetu la
bestia llegó a las almenas. La sangre
manaba de sus fauces, y Alathenar vio
que sus colmillos eran tan monstruosos
y desproporcionados que posiblemente
le impedían cerrar la boca.
Los chillidos de las criaturas aladas
resonaban en el cielo, pero Alathenar
sólo podía esperar que las águilas que
habían advertido a la fortaleza lograran
derrotarlas. Apartó la batalla aérea de
su mente mientras la poderosa bestia
empuñaba un gran martillo que llevaba
a la espalda y lo blandía en un amplio
arco.
Los elfos fueron aplastados por el
golpe, rotos y ya muertos mientras
volaban desde el muro para aterrizar en
el patio. Alathenar se tumbó en el suelo
para evitar la enorme cabeza del
martillo y Eloien se apretujó contra la
pared.
El jinete recogió una espada caída y
descargó un tajo en los muslos del
monstruo.
Los gruesos ligamentos eran como
cuerda mojada y la hoja se deslizó por
las corvas sin cortarlas, pero su ataque
había dado una oportunidad a los
defensores de la muralla. Dos guerreros
armados con lanzas cargaron desde
cada lado y clavaron sus largas armas en
los flancos de la bestia.
El monstruo rugió de dolor y
Alathenar rodó de espaldas, agarró su
arco y ofreció una plegaria a Kurnous
mientras lanzaba un par de flechas a la
cabeza de la bestia. Ambas alcanzaron
su objetivo y un chorro de sangre brotó
de la garganta destrozada.
Los lanceros usaron sus armas para
empujar a la monstruosa bestia desde lo
alto de la muralla, y Alathenar se puso
en pie mientras los sonidos de la batalla
llenaban sus sentidos.
Desesperados enfrentamientos
entre elfos y hombres y criaturas que
desafiaban cualquier descripción se
producían a lo largo de toda la muralla.
Guerreros con espadas defendían las
almenas, mientras que los arqueros
llenaban el cielo de flechas y abatían a
las repugnantes criaturas aladas que
acosaban a los equipos de los
lanzadores de virotes.
Los lanceros avanzaban
esporádicamente para hacer retroceder
al enemigo y las llamas de la magia
brotaban de un lado a otro; el blanco
cegador de la magia élfica y el oscuro
fuego púrpura de la brujería druchii.
Los místicos hechizos de protección
grabados en la piedra de la muralla
disipaban lo peor de la magia enemiga,
pero las runas ahumaban y siseaban a
medida que las artes oscuras de la
Hechicera Bruja consumían
gradualmente su fuerza.
Periódicamente la muralla se
estremecía cuando las horripilantes
bestias que los humanos corrompidos
habían traído a la batalla golpeaban la
puerta. Esos monstruosos engendros de
los dioses oscuros eran virtualmente
inmunes al dolor y sólo una multitud
de flechas podía abatirlos.
Las escalas fueron rechazadas por el
esfuerzo de los guerreros y el fuego
mágico, y los garfios eran cortados a
golpe de espada, pues el acero élfico
fácilmente partía las cuerdas humanas
burdamente tejidas. Los lanceros
avanzaban en fila, haciendo retroceder
al enemigo de la muralla y los farallones
se volvían resbaladizos por la sangre y
las vísceras de los muertos.
—Ya los tenemos —dijo Eloien,
jadeando por el esfuerzo de la batalla—.
Ahora luchan para sobrevivir, no para
ganar.
—¡Tal vez, pero eso no ha
terminado todavía! —asintió Alathenar.
Señaló hacia una zona del muro
donde un jefe de guerra tribal con una
armadura oscura había formado una
cuña de ataque y obligaba a retroceder
a los defensores con grandes mandobles
de su poderosa espada. Docenas de
guerreros esperaban tras él, y sólo sería
cuestión de tiempo hasta que el
enemigo los barriera.
Alathenar se subió a una de las
almenas en forma de sierra para ver
mejor y preparó otra flecha. Vio que los
arqueros apuntaban desde abajo y supo
que no tenía mucho tiempo.
Esperó a que el guerrero alzara su
arma por encima de la cabeza y susurró:
—Guía mi puntería, Arenia, mi
amor.
Y lanzó un par de flechas, una tras
otra. Ambas atravesaron la malla en la
axila del guerrero y rompieron sus
costillas y perforaron su corazón.
Alathenar saltó de la almena
mientras una nube de virotes chocaba
contra la muralla y el jefe de guerra
tribal caía de rodillas, con un surtidor
de sangre manando por debajo de su
armadura.
Los guerreros elfos que había
mantenido a raya avanzaron, y las
puntas de sus lanzas golpearon y
alejaron de las murallas al resto de los
enemigos. La última de las escalas fue
rechazada y los arqueros se dirigieron a
las murallas para matar a tantos
enemigos como fuera posible mientras
regresaban a su campamento.
Vítores entrecortados siguieron a los
corrompidos en su huida, y los
guerreros elfos se desplomaron contra
la piedra de sus baluartes cuando se
dieron cuenta de que habían ganado
otro respiro.
—Ha sido una acción de puntería
increíble —dijo Eloien, limpiando su
espada en la túnica de un tribeño
muerto.
—Tejí el cabello del amor de mi
vida en la cuerda —respondió
Alathenar.
—¿Ayuda eso? —preguntó Eloien,
sentándose en el suelo con un gemido
de dolor.
—Me gusta pensar que sí.
Se sentó en el parapeto mientras
grupos de soldados de reserva subían
desde el patio para ocupar el lugar de
los que habían estado combatiendo. Los
cadáveres de los elfos caídos fueron
retirados a la muralla trasera de la
fortaleza, mientras que los de los
enemigos fueron arrojados sin más
ceremonia desde lo alto. Con cubos de
agua limpiaron el grueso de la sangre y
llevaron en angarillas a los guerreros
heridos a la enfermería para entregarlos
a las artes de los cirujanos.
—¿Bajamos de esta muralla a beber
un poco de agua? —dijo Eloien.
—Buena idea —reconoció
Alathenar—. Demasiado pronto nos
tocará el turno de luchar otra vez.
—¿Y cuándo le tocará el turno a
vuestro glorioso líder? —preguntó
Eloien, señalando con la cabeza la
impresionante silueta de la alta torre
situada al fondo de la muralla.
Alathenar no respondió, pero en
privado se había preguntado lo mismo.
¿Cuándo dejaría Glorien Coronafiel
sus preciosos libros para bajar de la
Aguja Áquila y combatir con sus
guerreros?
***
Su guía las llevó a través del maravilloso
Valle Gaen y la belleza natural del
paisaje encantó a Rhianna a cada paso
que daba. Todo Ulthuan era una
maravilla del genio de la naturaleza,
pero aquí podía reinar sin las ataduras
del trabajo de los elfos. Bosques
silvestres de manzanos y cascadas
llenaban el aire de dulces olores a
buena tierra y agua fresca, y las
criaturas mágicas —unicornios, pegasos
y grifos— que vagaban libres por el
bosque no sentían ningún temor hacia
ellas.
Cuanto más se internaban en el
valle de altas paredes, más veían a sus
feéricas habitantes, bailarinas y arqueras
que practicaban sus artes en claros tan
deslumbrantes que Rhianna sintió que
su corazón podía estallar ante tal
esplendor.
Había blancos templos de mármol
en las tupidas arboledas donde
sacerdotisas de la Diosa Madre vertían
vino y miel en los sagrados lugares
mientras alababan la fertilidad de la
tierra. Doncellas de Ulthuan,
arrodilladas, recibían instrucciones de
las habitantes de la isla, y dondequiera
que Rhianna mirase, podía ver sonrisas
de bienvenida aceptando su presencia.
En alguna parte le entregaron una
corona de flores, y en el aire flotaba el
sonido de la encantada música de la
tierra como para atraerlas hacia
adelante, aunque la isla no tenía
necesidad de ello, pues su acercamiento
era voluntario.
Su guía había dicho poco desde que
las encontró, aunque, en realidad, ni
Yvraine ni ella deseaban hablar, tan
absortas estaban en las maravillas de la
isla. El cuerpo de la doncella elfa estaba
duro y tonificado por toda una vida de
cumplimiento del deber, y Rhianna
tuvo que obligarse a no mirar
demasiado el contoneo de su musculosa
espalda.
Su camino las llevó a pasar bajo una
arcada formada por las ramas
entrelazadas de los árboles. A través de
aquel dosel que se agitaba suavemente,
Rhianna pudo ver el alto pico en el
centro de la isla, por cuyo flanco caían
arroyos de agua de las montañas como
si fueran regueros de lágrimas.
Un ancho torrente atropellaba
enérgicamente una cascada de guijarros
desgastados por miles de años, y
Rhianna sintió que su pulso se
aceleraba cuando salieron del bosque y
vieron una oscura caverna ante ellas.
El sendero se curvaba ascendiendo
por las laderas del pico a través de una
procesión de estatuas votivas y
montones de ofrendas apiladas para la
Diosa Madre. Una bruma chispeante se
aferraba al terreno rocoso ante la
caverna y deslumbrantes arco iris
brotaban de las brillantes piedras.
Su guía se detuvo cuando aún
estaban a más de cien metros de la
entrada.
—No puedo continuar —dijo—.
Debéis seguir solas.
Rhianna miró hacia la entrada de la
caverna, cuya bostezante oscuridad
causaba temor ahora que sabía que se
enfrentaban a ella sin la protección de
una de las mujeres que habitaban entre
sus maravillas.
—¿La oráculo está dentro? —
preguntó Rhianna.
—Así es —confirmó la doncella—.
Ahora, id. Es peligroso hacerle perder el
tiempo.
Con esa advertencia, la doncella elfa
se dio media vuelta y desapareció en el
bosque con el mismo sigilo con el que
había llegado, dejándolas solas e
inseguras ante el templo-caverna de la
Diosa Madre.
La montaña se alzaba sobre ellas,
poderosa y aterradora ahora que se
hallaban en su base y veían su dura y
afilada presencia. De lejos parecía regia
y mágica, pero aquí, la piedra era oscura
y amenazadora.
—Deberíamos continuar —dijo
Yvraine cuando vio que Rhianna no se
movía.
—Sí…
—¿Algo va mal?
—No lo sé… Me siento un poco
asustada, pero no estoy segura de por
qué.
Yvraine miró hacia la entrada de la
caverna.
—Entiendo lo que quieres decir.
Creía que todo en la isla sería como
hemos visto antes, pero…
—Pero no lo es, ¿verdad? —terminó
Rhianna.
—No —reconoció Yvraine—. Esto
es diferente. Peligroso. Pero tendríamos
que haberlo esperado.
—¿Y eso?
—Hasta ahora sólo hemos visto la
belleza de la isla, pero para todo lo bello
hay un equilibrio oscuro: día y noche,
bien y mal. Para todo lo maravilloso de
la naturaleza hay una crueldad
semejante. La naturaleza es un mundo
sangriento de muerte y renacimiento.
Aquí también.
—Ahora sí que no quiero entrar.
—Es peligroso hacerle perder el
tiempo —dijo Yvraine, repitiendo la
advertencia de la doncella elfa—. Creo
que no tenemos más remedio.
—No, supongo que no —admitió
Rhianna, echando a andar con nueva
resolución hacia la entrada de la
caverna.
Subieron el sendero, y al acercarse a
la oscuridad de la cueva Rhianna olió el
aroma de madera humeante, como si
en el interior de la montaña ardiera una
hoguera. Captó el aroma de amapolas
blancas, alcanfor y mandrágora, y su
visión se hizo borrosa durante un
momento cuando inspiró el humo
aromático que le llegó a los pulmones.
Rhianna vio luces fluctuantes ante ellas,
y al entrar en la caverna observó en el
suelo cuencos de aceite, llamas azules
que bailaban sobre el líquido cubierto
de dibujos arco iris.
Las paredes de la caverna estaban
adornadas con multitud de pinturas
sobre la luna, rosas en flor y serpientes
retorcidas. Se internó en la caverna,
dejando a cada lado los cuencos de
aceite. Sus ojos se ajustaron a la
penumbra, pero incluso así reinaba una
oscuridad que sus ojos élficos no podían
penetrar. Las lámparas de aceite no
creaban humo en absoluto, pero sentía
en el aire algo pegajoso, como si unas
invisibles telarañas entorpecieran cada
uno de sus pasos.
Un momento de pánico se apoderó
de ella y miró por encima de su hombro
para asegurarse de que Yvraine todavía
seguía a su lado.
Estaba sola…
No se veía a Yvraine por ninguna
parte e incluso la luz de la boca de la
caverna había desaparecido, como si
una gran puerta se hubiera cerrado para
aislar el mundo exterior. Rhianna
combatió su creciente inquietud y se
obligó a continuar, siguiendo la ruta de
las danzantes llamas azules que la
conducían a las profundidades del
decorado templo.
Cuanto más se internaba Rhianna,
más consciente era de un suave temblor
en la tierra, como un latido
infinitamente lento, poderoso y, sin
embargo, imposiblemente lejano. Podía
sentirlo en la tierra y en el aire, como si
el pulso del mundo latiera a su
alrededor, y la rítmica cadencia
tranquilizó su ánimo.
El pasadizo se ensanchó y Rhianna
emergió a una caverna llena de humo
en el centro de la cual había una gran
piedra con dibujos tallados. Un humo
acre brotaba de lo alto de la piedra y
tras ella había una figura encapuchada
vestida con una larga túnica blanca y
que empuñaba un báculo hecho con la
rama de un sauce.
—Bienvenida, Rhianna, hija de
Saphery —dijo la figura con voz
poderosamente femenina. Rhianna
trató de responder, pero la densidad del
aire lleno de humo se enroscó en su
garganta y no logró formar las palabras
de una respuesta.
La mujer le indicó que avanzara y
señaló la piedra.
—Cuando nació el mundo, el
emperador de los cielos envió un fénix
y un cuervo para que lo sobrevolaran y
se reunieran en su centro. En la piedra
ónfalo es donde se encontraron, y a
través de ella los oráculos de la Diosa
Madre pueden hablar al reino del cielo;
que comprendan la respuesta es otro
asunto.
—¿Dónde está mi amiga? —
preguntó Rhianna con voz apagada y
débil—. ¿Dónde está Yvraine?
—Está a salvo —respondió el
oráculo—. No ha llegado su tiempo
para aprender del futuro. Es el tuyo.
—¿El futuro…?
—Sí, pues ¿no es por eso por lo que
has venido aquí, niña? ¿Para saber de
cosas ocultas y cosas aún desconocidas?
Rhianna sintió que su terror
aumentaba mientras sus pies la llevaban
hasta la piedra humeante en el centro
de la cueva. No había venido para esto;
no quería conocer el futuro.
Todo lo que quería era encontrar a
Caelir…
—Son la misma cosa, niña —dijo el
oráculo, alzando la voz con autoridad, y
pronunció palabras de antiguo poder:
***
Tyrion estaba arrodillado ante el lecho
de su gemelo y le cogía la mano
mientras contemplaba cómo su delgado
pecho subía y bajaba, cada aliento una
victoria de su corazón asolado por la
magia. Cuando sus yelmos plateados y
él llegaron al bosque que rodeaba la
Torre de Hoeth, la devastación de la
que fue testigo lo dejó anonadado,
incapaz de comprender qué poder
podía deshacer algo tan poderoso como
la torre del rey sabio.
Había cabalgado sin pausa, pero
cuando vio el estado de su hermano,
Tyrion deseó haber espoleado a
Malhandir a velocidades aún mayores.
Incluso antes de ser herido, Teclis había
sido débil, confiaba en el poder de la
magia y necesitaba que ese poder lo
sostuviera, pero ahora era una sombra
incluso de aquello.
—¿De verdad tengo un aspecto tan
terrible? —preguntó Teclis.
—No —mintió Tyrion—. Sólo estoy
cansado por el viaje. Tienes buen
aspecto.
—Ah, Tyrion, mi querido hermano
—sonrió Teclis—. Tienes demasiado
buen corazón para saber mentir. Sé qué
aspecto debo tener y que te duele no
poder hacer nada.
Mitherion Ciervo de Plata le había
explicado lo que le había sucedido a
Teclis, y Tyrion se había quedado desde
entonces junto a la cama de su
hermano, sosteniéndole la mano y
rezando a Isha para que le diera fuerzas
para sobrevivir.
—Perseguiré a ese Caelir y lo
mataré —prometió Tyrion.
—¡No! —exclamó Teclis,
incorporándose sobre los codos con una
mueca de dolor—. ¡Prométeme que no
harás eso, hermano mío!
—¡Pero si ha estado a punto de
matarte! Y quién sabe qué más le
habrán hecho los druchii.
—Es tan víctima como yo —afirmó
Teclis—. No debemos odiar a Caelir por
lo que le han hecho. Tienes que
prometerme que no le causarás ningún
daño si vuestros caminos se cruzan.
—No puedo hacer eso —replicó
Tyrion, poniéndose en pie—. Es un
enemigo de Ulthuan y sólo se merece la
muerte.
—No —insistió Teclis, agarrándole
el brazo—. Por favor, Tyrion,
escúchame. Eres un gran guerrero y tu
nombre es sinónimo de gran poder. En
los días de sangre que vendrán, tu
presencia será necesaria para insuflar
valor a cuantos te rodeen. Si te entregas
a esta búsqueda de venganza, otros
buscarán tu liderazgo y vacilarán
cuando no se lo proporciones. ¡Tienes
un deber hacia Ulthuan, y ese deber no
incluye la venganza!
Tyrion contempló la ansiedad del
rostro de su hermano gemelo e inspiró
lentamente para calmarse. Se sentó
junto a Teclis y dijo:
—Le prometí a la Reina Eterna que
escucharía tu consejo.
—Y no puedes desobedecerla jamás
—sonrió Teclis.
—Así es —asintió Tyrion—. Es la
maldición de los varones quedar
atrapados en la esclavitud de la belleza.
—Hay cosas por las que merece la
pena estar esclavizado.
—Lo sé —admitió Tyrion, olvidada
su anterior ira—. Muy bien, si no me
dejas perseguir a Caelir, ¿qué quieres
que haga, navegar hasta Ellyrion y
liderar a los defensores de la Puerta del
Águila? Los rumores del oeste dicen
que la mismísima Hechicera Bruja
conduce los ejércitos de los druchii.
—Así es —dijo Teclis—. He sentido
su poder en los vientos de la magia.
—Entonces iré a Ellyrion —tronó
Tyrion—, ¡y le arrancaré del pecho su
vil corazón!
—No, pues hay allí guerreros con
las semillas de la grandeza en su
interior y Ellyrion debe encargarse por
ahora de su propia defensa. El martillo
de los druchii descargará en otra parte,
y tu valor será más necesario allí.
—Dime, hermano, ¿dónde golpeará
ese martillo?
—En el sur —dijo Teclis—. En
Lothern.
CUARTA
PARTE
17
***
Avelorn. Dominio mágico de la Reina
Eterna y el más antiguo de los reinos
élficos.
Todos los relatos que Caelir podía
recordar del reino encantado del
bosque habían fracasado
espectacularmente al describir la belleza
y la sensación que experimentaba cada
vez que inhalaba las celestiales
fragancias que notaban en el aire. En
todas partes había maravillas para los
sentidos: visiones que admirar, olores
que saborear y sonidos en los que
deleitarse.
Música y canciones seguían a la
compañía a través del bosque, algunas
de ellas creaciones de Caelir y otras del
propio bosque. Un aire de emoción
apenas contenida se había apoderado
del grupo cuando cruzaron el río en la
linde del bosque, y Caelir experimentó
una potente sensación de la antigua
magia que acechaba bajo los seductores
encantos de esta tierra.
El aire se llenó de la noticia de su
paso y las historias de sus canciones, y
cada vez que llegaban a la cima de una
colina o entraban en una parte distinta
del bosque, sus habitantes venían a
recibirlos con vino y solicitudes de
diversión.
Para Caelir, el viaje al norte había
sido de excitación y despertar, y se
había relajado en la rutina de charlar y
reír con sus amigos viajeros durante el
día y después disfrutar del lujo de la
comida caliente y una cama blanda por
la noche. El salvaje esplendor de la
llanura Finuval había dado paso por fin
a los bosques de las afueras de Avelorn,
y Caelir había actuado en la alfombra
para la compañía viajera varias veces,
descubriendo otros talentos de los que
previamente no era consciente. Recitó
largas epopeyas olvidadas de Aenarion,
tocó dolorosos lamentos de la época de
Morvael y cantó con Lilani varias de las
óperas de Tazelle.
La presencia de tanta belleza
mantenía a raya las preocupaciones del
mundo, y la sangre y la muerte que
habían rodeado a Caelir desde que
despertara parecieron retroceder a la
parte más profunda de sus
pensamientos.
Los días pasaron en una mezcla de
canciones y maravillas, y cada vez que
Caelir pensaba que su capacidad para
sorprenderse se había agotado, veía otra
maravilla más que lo dejaba sin habla
de puro deleite. En los claros
iluminados por el sol veía doncellas
elfas vestidas con deslumbrantes sayas
de bruma a lomos de unicornios;
grandes águilas de plumas doradas
volaban sobre el dosel del bosque, y
cuando descendieron a los huecos en
sombras oyeron el crujido de pesados
pasos que, según Lilani, pertenecían a
uno de los antiguos hombres árbol del
bosque.
La bailarina era una amante de raro
vigor y no tenía ningún reparo en
contarle a los demás las habilidades del
propio Caelir. Las noches en que el
vinoensueño fluía y las ardientes
actuaciones inflamaban la sangre de la
compañía, tomaban otros amantes en el
calor de la pasión, y preocupaciones
tontas como los celos y la moralidad se
volvían irrelevantes cuando había en el
aire tanta belleza.
Esa conducta contradecía la vida
disciplinada de los asur que Caelir
recordaba, pero no era capaz de pensar
que estaba mal.
Había hablado de esto cuando la
compañía se internó en el bosque de la
Reina Eterna, y por respuesta Narentir
le explicó la filosofía del grupo. Estaban
sentados en uno de los asientos
tapizados de uno de los carromatos y
Lilani cabalgaba el negro corcel de
Caelir y escuchaba con irónica diversión
su conversación.
—En realidad es muy sencillo, mi
querido muchacho —dijo Narentir—.
Negarte los placeres de los sentidos es
negar a tu alma su alimento. ¿Por qué
nos habrían dado los dioses esta
capacidad para el placer sensual y el
disfrute si no fuera para usarla?
—No lo sé —respondió Caelir—.
Creo que no soy un gran filósofo.
—Tonterías, muchacho —replicó
Narentir, pasando un brazo sobre sus
hombros—. La vida es dura y cada año
que pasa se hace más dura. Los piratas
norse atacan por el mar y cada día se
liberan nuevos horrores sobre el
mundo. Pero nada de eso nos
preocupa.
—¿No?
—No, pues no somos ni héroes ni
guerreros, ¿verdad? Somos bailarines,
poetas, músicos y cantantes. ¿Qué
utilidad podríamos tener en tiempos de
crisis? Gente como nosotros no lucha en
las guerras: Sólo celebramos a aquellos
que lo hacen con canciones y poemas.
Sin gente como nosotros, no habría
nada por lo que mereciera la pena vivir.
Sin canciones ni cantantes para darles
voz, sería un mundo blando y soso.
¿Por qué dejar entonces que las
preocupaciones del mundo cuelguen de
nuestros hombros cuando hay elfos
como ese tipo rubio que vimos pasar
con los espléndidos caballeros plateados
que pueden hacerlo por nosotros?
Caelir recordó al guerrero del casco
alado que había pasado al galope hacía
varios días, y la extraña sensación de
júbilo que se apoderó de él cuando pasó
de largo aún flotaba en su memoria.
Sólo más tarde se dio cuenta de que el
guerrero no era otro que el príncipe
Tyrion, y deseó haber saboreado la
visión de una figura tan legendaria.
—Pero todo el mundo debe
contribuir al bien mayor —protestó
Caelir, devolviendo sus pensamientos al
presente—. Las levas ciudadanas, por
ejemplo.
Narentir sacudió la cabeza.
—Querido muchacho, ¿me ves
como soldado?
—Tal vez ahora no, pero debes de
haber pasado algún tiempo en la leva.
—Lo hice, lo hice, es verdad. Pasé
un verano horrible en las filas de la leva
de Eataine y fui un guerrero terrible.
Más peligroso para mis camaradas que
el propio enemigo, no te quepa ninguna
duda. Cada uno de nosotros tiene un
lugar en el mundo, Caelir, y tratar de
encajar donde uno no pertenece es un
desperdicio. Cuando me di cuenta de
esto, me entregué al placer absoluto y
reuní a mi alrededor almas similares
para buscar gratificación en todas las
cosas.
»Naturalmente, la gente obtusa
desaprueba la existencia de licenciosos
como nosotros, declarando que apenas
somos mejores que el Culto del Placer.
Caelir abrió los ojos de par en par
ante la mención de la oscura secta
iniciada por la Hechicera Bruja muchos
miles de años atrás. Sus devotos se
refocilaban en todo tipo de sórdidos
caprichos y deseos, sondeando
profundidades de locura nunca
imaginadas, y las historias de sus
excesos aún se relataban como cuentos
de advertencia para los jóvenes.
—Veo que has oído ese nombre,
querido muchacho, pero nosotros no
somos como esos terribles monstruos,
sino meros actores que desean obtener
cada momento de sensación y disfrutar
de nuestra pasión por las artes. Te lo
pregunto: ¿parecemos el tipo de gente
que se dedica a hacer sacrificios de
sangre?
Caelir se echó a reír.
—No, desde luego que no.
—Gracias —sonrió Narentir—. Y
como estaba claro que no nos querían
en Lothern, decidimos venir al único
lugar de Ulthuan donde sabíamos que
seríamos bienvenidos.
—¿Y qué piensas hacer ahora que
estás aquí?
—¿Hacer, mi querido Caelir? —
preguntó Narentir—. No pretendo
hacer nada. Simplemente pretendo ser.
Cantar canciones y contar historias
maravillosas, hacer el amor bajo las
estrellas y formar parte de la corte de la
Reina Eterna.
—Y convertirte en uno de sus
escuderos… —apuntó Lilani.
Narentir soltó una carcajada.
—Quizá incluso eso, querida, quizá
incluso eso. Pues esto es Avelorn, ¿y
quién puede imaginar qué milagros son
posibles bajo sus ramas?
***
Las galeras druchii eran navíos
monstruosos, altos de borda y de casco
oscuro, construidos en los infernales
astilleros de Clar Karond. Su línea de
flotación era baja, tal era el peso de los
guerreros que transportaban, y no
mostraban nada de la gracia habitual de
las manos élficas, ni siquiera de los
druchii, pues habían sido construidas
con el trabajo sangriento de los
esclavos. Eran simplemente cascos cuya
misión era transportar guerreros a otra
tierra y no traerlos de vuelta.
Los barcos águila que navegaban en
los flancos de la línea élfica eran lobos
en un rebaño de ovejas adormiladas,
pues su velocidad y maniobrabilidad les
permitía abrirse paso entre las líneas de
navíos y atacar con virtual impunidad.
Los ballesteros druchii disparaban
dardos de hierro desde detrás de las
bordas protegidas, pero los barcos
águila bailaban sobre las olas más allá
de su alcance.
Los pesados virotes plateados de los
lanzadores de garra de águila
aplastaban el maderamen de las galeras,
causando el caos en las cubiertas de
abajo mientras eliminaban a docenas de
guerreros con cada impacto. Ráfagas de
dardos más pequeños barrían las
cubiertas de los barcos druchii,
tiñéndolas con rojos ríos de sangre.
Los magos elfos lanzaban
ondulantes cortinas de fuego desde los
castilletes de los barcos águila, y la
madera calafateada de los cascos
estallaba en llamas. Las nubes de
tormenta reflejaban la luz de la batalla
como un odioso brillo anaranjado, y
sólo la lluvia salvaba muchos de los
barcos de la inmolación instantánea.
Los navíos druchii trataban de navegar
unos cerca de otros para protegerse,
pero contra la velocidad y habilidad de
los capitanes elfos no había nada que
pudieran hacer, sino sufrir las
andanadas de flechas de pluma azul y
los virotes letales que atravesaban sus
cascos y masacraban a sus guerreros.
Los barcos águila se internaban
entre la vacilante tropa de galeras como
depredadores de la jungla, no
concediendo ningún respiro a la
matanza. Las llamas saltaban de un
barco a otro mientras las velas ardientes
eran capturadas por el viento e
incendiaban otros barcos.
El maderamen crujía mientras los
cascos druchii se hacían pedazos y
vertían al mar su carga de guerreros.
Los druchii gritaban al caer a las aguas
oscuras iluminadas por las llamas, y
manoteaban frenéticamente cuando sus
armaduras los arrastraban al fondo del
océano.
El flanco este de la flota de lord
Aislin empujó a muchos de los lentos
transportes hacia los acantilados de
Ulthuan, donde serían destruidos por
los arrecifes sumergidos.
La retaguardia de la flota druchii, al
ver la horrible matanza desencadenada
contra las galeras, avanzó, y de repente
los barcos águila se enfrentaron a un
enemigo que tenía dientes y podía
contraatacar.
Los barcos cuervo eran más grandes
que los de los asur, pero no menos
maniobrables, y la batalla degeneró en
un sangriento duelo de proyectiles
mortales cuando las dos flotas
corretearon entre las galeras ardientes y
se persiguieron entre las nubes de
humo y el oleaje.
Hasta ahora, los barcos águila
habían tenido la batalla a su favor, pero
los barcos cuervo no eran la sencilla
presa que habían sido los galeones de
transporte.
Los hechiceros druchii congelaron
las aguas alrededor de los navíos elfos,
que fueron hechos pedazos por lluvias
de virotes o abordados por los guerreros
al ataque. Las rampas de asalto druchii
golpearon los cascos de los navíos águila
atrapados, y los guerreros lucharon a
muerte en las cubiertas manchadas de
sangre de sus barcos.
El fuego hechicero arrasó muchos
de los barcos águila y los envió al fondo
del mar cuando éste entró en sus
prístinos cascos. La retaguardia al
ataque se cobró un precio terrible en los
barcos águila, pero en inferioridad
numérica y sin la fuerza añadida que
protegía su vanguardia, los barcos
águila aún podían ganar la batalla.
***
A través de la lluvia, el capitán Finlain
podía ver las murallas de fuego tras los
barcos cuervo que los perseguían. Los
barcos de los flancos de lord Aislin
estarían sembrando la destrucción entre
las lentas galeras de transporte, y los
guerreros druchii se hundirían con sus
naves.
Ese pensamiento le hizo sonreír.
La retirada fingida había atraído a la
cuña de barcos druchii y sabía que
había llegado el momento de dar media
vuelta y luchar. El flanco necesitaría su
apoyo si querían ganar la batalla.
Pero primero había que hundir los
barcos druchii que tenía a popa.
—¿Cuántas crees que son? —le gritó
a Meruval.
El navegante echó una ojeada por
encima del hombro.
—Unas sesenta o así.
Finlain asintió, coincidiendo con la
apreciación de Meruval. Sesenta barcos
de guerra armados no eran una fuerza
que subestimar, pero él tenía más
barcos y los mejores marineros del
mundo a sus órdenes.
Y pronto, cuando se volvieran
contra sus perseguidores, tendría el
elemento sorpresa.
La lluvia y el viento aumentaban de
potencia e intensidad, pero él había
surcado los océanos del mundo durante
el tiempo suficiente para saber cómo
usar esas cosas.
—¡Meruval, prepárate para virar de
bordo! —gritó por encima de los vientos
ululantes—. ¡Es nuestro turno de ganar
gloria y honor!
—¡Gloria y honor, sí, señor! —
respondió Meruval mientras Finlain
marchaba entre los ansiosos guerreros
que ocupaban la cubierta. La lluvia
pegaba sus túnicas contra las armaduras
y las puntas plateadas de sus lanzas
brillaban con diamantes de humedad.
Saludó con la cabeza a los guerreros
al pasar, confiado en que aplastarían la
flota druchii y la enviarían al fondo del
océano junto con cada una de sus
tripulaciones. Estaban casi al alcance de
los poderosos lanza-virotes de la Puerta
Esmeralda, y cuando lo estuvieran del
todo haría girar los barcos de la flota
elfa para enfrentarse a sus
perseguidores tan rápidamente como
habían huido de ellos.
Capturada entre un enemigo
renacido y los letales virotes de la
Puerta Esmeralda, la destrucción de los
druchii sería rápida e implacable.
Finlain miró al cielo cuando oyó un
resonante chasquido en el aire y esperó
el latigazo del relámpago un segundo
más tarde. Los cielos permanecieron
absolutamente oscuros y el capitán
entornó los ojos asombrado, pero
descartó aquello de su mente cuando
Meruval lo llamó desde el timón.
—¡Capitán! ¡Ven rápido!
Al oír la alarma en la voz de
Meruval, Finlain cruzó corriendo la
cubierta y subió los escalones hasta la
tolda del timonel. Miró a popa y vio con
horror que los druchii se volvían para
unirse a la batalla entre el flanco de los
barcos águila y la retaguardia enemiga.
—¿Qué están haciendo? —gritó
mientras las naves cuervo se alejaban de
sus barcos.
—¡Parece que no pican nuestro
anzuelo! —aulló Meruval.
—¡Rápido! ¡Vira! —gritó Finlain.
El Orgullo de Finubar giró y su
esbelta proa se abrió paso a través de
una muralla de agua mientras
empezaba a virar de bordo. Los otros
capitanes habían visto lo mismo que
Finlain y también hacían volverse a sus
barcos.
Una persecución distaba mucho de
ser la forma ideal de librar una batalla
en el mar, pero Finlain vio que no
tenían más remedio. Si los barcos
enemigos que tenían que ser destruidos
a sus manos podían añadir sus fuerzas a
la furiosa batalla que se desarrollaba
ante ellos, todo estaba perdido.
Una vez más Finlain oyó el
resonante chasquido del aire sobre él,
pero cuando alzó de nuevo la mirada
advirtió que no había trueno, sino una
monstruosa forma oscura que se
deslizaba entre las nubes.
Corrió a la borda del Orgullo de
Finubar cuando vio la oscura forma
salir de las nubes y cernirse sobre el
barco plateado que tenía al lado.
Una aterradora silueta reptiliana,
enorme y escamosa, desplegó sus
poderosas alas en la oscuridad y agarró
el mástil del barco con sus patas traseras
rematadas por espolones. La madera se
quebró con estrépito cuando el barco
fue izado y la quilla se partió bajo la
tensión.
El corazón de Finlain se convirtió en
un bloque de hielo cuando el colosal
dragón negro quedó iluminado por un
destello de trueno azul. Su gran cabeza
cornuda se abatió y un puñado de elfos
fueron atrapados en sus fauces. La
sangre corrió entre sus colmillos cuando
mordió, y Finlain se obligó a actuar.
—¡Preparad la garra de águila! —
gritó mientras sus arqueros apuntaban a
la terrorífica bestia que creaba un
torbellino en el aire con sus amplias
alas.
Un relámpago de luz violeta brotó
tras la colosal cabeza del dragón y
Finlain atisbó la breve imagen de un
gigante con una armadura oscura
sentado entre las escamas del rugiente
monstruo. Unos fríos ojos verdes
brillaban tras el yelmo de la figura, y
Finlain supo que sólo había un
habitante de Naggaroth que encarnara
semejante imagen de odio y maldad.
No era un mero príncipe druchii…
Era el mismísimo Rey Brujo.
El dragón batió las alas y voló hacia
otro barco, por fortuna no el Orgullo de
Finubar, y abrió las fauces y de su boca
emergió una nube de siseantes vapores.
Finlain vio con horror cómo la
tripulación caía sóbrela cubierta
gritando, la piel derritiéndose en sus
huesos y los pulmones ardiendo ante el
corrosivo aliento del dragón.
Las flechas volaron hacia la gran
bestia, pero contra su oscura piel no
fueron más que una molestia, y su
diabólico jinete lanzó rayos que
incendiaron los barcos cada vez que
agitaba sus manos engarriadas. La
tripulación de Finlain fue capaz de
lanzar un virote contra el monstruo
lampante, pero el poder de su jinete lo
protegió y el virote se convirtió en
cenizas antes de alcanzarlo.
Unos cuantos capitanes trataron de
alejarse de la matanza y llegar al flanco
de los barcos águila, pero el dragón y su
abominable jinete aniquilaron sus
esfuerzos, aplastándolos y masacrando a
sus tripulaciones. Barco tras barco, se
astillaron e hicieron pedazos bajo el
ataque, y Finlain vio que nada podía
alzarse contra una fuerza tan cruda y
violenta.
—¡No podemos luchar contra esto!
—gritó Finlain—. Meruval, llévanos de
vuelta a la Isla Esmeralda.
El Rey Brujo y su rugiente dragón
causaron estragos entre la flota de lord
Aislin, y el ensañamiento con que
destrozaron a cada una de sus víctimas
permitió que unos pocos barcos
sobrevivientes viraran y regresaran a
Ulthuan.
Junto con un puñado de barcos
águila, el Orgullo de Finubar huyó de la
masacre que volvía rojo el océano, y
Finlain comprendió que, sin apoyo, los
barcos águila que seguían luchando
pronto estarían en el fondo del océano.
A través del humo y las llamas de la
batalla, Finlain pudo oír los sangrientos
cánticos de victoria de los druchii
mientras luchaban en las murallas del
faro resplandeciente. La luz en lo alto
del faro titiló un momento en la
oscuridad de la tormenta, como
luchando por seguir viva.
Finlain cerró apenado los ojos
cuando la luz chisporroteó y murió.
El Orgullo de Finubar cruzó las
grandes murallas arqueadas de la
Puerta Esmeralda y su capitán susurró:
—Perdonadnos…
La primera batalla por Lothern se
había perdido.
18
***
Revoloteando sobre la sangrienta
batalla de la Puerta del Águila, Elasir y
sus dos hermanos surcaban las
montañas en busca de guerreros
enemigos que atacar. Los cielos sobre la
fortaleza estaban ahora despejados,
pues ellos habían expulsado a las
retorcidas arpías, aunque las plumas
doradas de los tres estaban
ensangrentadas y magulladas. El propio
Elasir tenía una gran cicatriz, roja y fea,
en su corona dorada.
Aunque batallas como la que ahora
se libraba en las montañas no eran de
su gusto, se habían posado en las altas
aguileras y prestado toda la ayuda que
pudieron a los defensores de la Puerta
del Águila. Cuando la batalla estaba en
su apogeo, bajaban hasta las murallas y
arrancaban cabezas y miembros con sus
garras y picos.
Los arqueros druchii trataban de
abatirlas, pero las águilas eran
demasiado veloces para que las
alcanzaran, y sus graznidos pronto se
convirtieron en el terror de los
enemigos de los asur. Cuando las
águilas atacaban, los hombres se
dispersaban llenos de pánico y los
druchii trataban desesperadamente de
reunir suficientes ballestas para llenar el
cielo de virotes.
Elasir giró y extendió las alas,
frenando su vuelo al divisar un
enemigo digno de su fuerza.
Se acerca a la puerta, dijo, plegando
las alas y trazando un círculo cerrado.
Sus hermanos también habían
divisado el peligro y cambiaron de
rumbo para seguirlo, pegando las alas a
sus cuerpos para abalanzarse hacia el
valle.
Una monstruosa hidra de escamas
iridiscentes se acercaba a la puerta,
rugiendo y debatiéndose mientras un
grupo de esforzados druchii la
controlaban con tridentes serrados y
viles maldiciones. Sus múltiples cabezas
se agitaban al final de largos y sinuosos
cuellos, y un humo sulfuroso manaba
de sus mandíbulas chasqueantes. Largas
escamas como llagas abiertas brotaban
de su espalda, y un líquido viscoso
rezumaba de las heridas abiertas de sus
flancos, donde pesadas placas de hierro
habían sido sujetadas a su cuerpo con
largas cadenas y garfios puntiagudos.
Las flechas rebotaban en la
armadura o se clavaban en la carne,
pero el monstruo era ajeno a esas
heridas menores. En las murallas
resonaron gritos cuando pusieron en
marcha las máquinas de guerra.
Las águilas se lanzaron contra la
hidra cuando sus cabezas chasquearon,
avanzando ante las órdenes a gritos y la
insistencia de una vara de pinchos. Un
tremendo chorro de llamas líquidas
brotó de cada una de las bocas y las
almenas quedaron bañadas de ardiente
fuego. Los guerreros gritaron cuando
las ardientes excreciones de la criatura
los rociaron de llamas y gotas de esputo
encendido babearon sobre la muralla.
Los pesados virotes de las máquinas
de guerra asur cruzaron el aire hacia la
bestia. Algunos rebotaron en las placas
acorazadas mientras otros penetraban
en su enorme cuerpo haciendo brotar
chorros de icor negro.
Elasir sintió el Caos en su carne, y
comprendió que la bestia no se
detendría hasta que la última gota de
sangre hubiera sido extraída de su
cuerpo. Soltó un grito aterrador,
desplegó las alas y preparó las garras.
Los virotes cruzaban el cielo, pero
ninguno se acercó a las águilas en
picado.
La cabeza más cercana de la hidra
se retorció en el aire como una
serpiente cuando el monstruo oyó su
grito. Abrió las fauces, pero Elasir ya
estaba sobre ella. Sus férreas garras se
abrieron paso por su cráneo,
atravesando la carne y clavándose en
sus oscuros ojos sin alma.
La cabeza se agitó ante el ataque y
se libró de las garras con un borbotón
de sangre. Las águilas rodearon a la
hidra en un frenesí de alas y poderosas
garras, atacando las cabezas con
sañudos golpes de sus picos. Las llamas
estallaron y Elasir oyó a Irian gritar de
dolor cuando sus plumas ardieron.
Los guerreros druchii rodeaban a la
bestia y Elasir se cernió sobre el más
cercano, arrancándole la cabeza de un
solo picotazo. La sangre brotó y el
águila se lanzó contra los demás, que
apuntaban ya con sus ballestas de
madera oscura.
Algunos echaron a correr y
sobrevivieron. Otros aguantaron a pie
firme y murieron.
Elasir saltó al aire con un poderoso
batir de alas y atacó a la hidra desde
atrás. Sus dorados hermanos aún
combatían contra las cabezas que se
retorcían locamente. Dos de ellas yacían
flácidas y sin vida mientras otras tres
luchaban con maníaca energía y terrible
furia.
El Señor de las Águilas se abalanzó
y cerró las garras contra la base de uno
de los cuellos que aún luchaban. La
hidra se encabritó al sentirla aterrizar
sobre su cuerpo, pero Elasir hundió las
garras en su piel y no pudo zafarse de
él. El pico del águila se clavó en la carne
y el hueso del cuello, cortándolo con
tres rápidos golpes.
Los guerreros druchii trataban de
congregarse alrededor de la bestia, pero
se vieron obligados a mantener la
distancia ante aquella enloquecida
lucha. Los virotes llenaban el aire y
Elasir sintió que uno de ellos le
atravesaba el pecho. Aeris abrió la
garganta de otra de las cabezas e Irian
cegó a la última con un sañudo golpe
de su afilado pico.
Indefensa, la criatura aplastó a
druchii y a hombres bajo sus patas
mientras se debatía agónicamente. La
bestia estaba casi muerta ya y sus
últimos y frenéticos momentos harían
caer a más enemigos.
Había llegado el momento de
marcharse.
Volad, mis hermanos, exclamó
Elasir, desplegando las alas y saltando al
aire mientras más druchii corrían hacia
la batalla con sus ballestas. Rápido o no,
el Señor de las Águilas sabía que con
tantos virotes en el aire, algunos
alcanzarían sus blancos.
Dejando a la hidra moribunda tras
ellas, las tres águilas volaron a lugar
seguro.
***
Alathenar se desplomó contra el
parapeto, apretó las rodillas contra su
pecho y apoyó en ellas la frente. Le
dolía el cuerpo de cansancio y por una
docena de cortes que no recordaba
haber recibido.
El valle parecía bruscamente
silencioso ahora que el clamor de la
lucha había cesado. Para los oídos de
Alathenar el día tenía dos estados: uno
de estrépito de acero y otro donde sólo
se oían gritos. Mientras el sol se hundía
por el oeste y largas sombras se
extendían por el patio de la fortaleza,
los sonidos pasaban de lo primero a lo
segundo cuando los guerreros heridos
eran retirados de la muralla y
comenzaba la rutina de deshacerse de
los enemigos muertos.
Estaba demasiado exhausto para
moverse y simplemente asintió cuando
un elfo herido al que le faltaba el brazo
por debajo del codo le tendió un carcaj
con flechas nuevas que colgaba de su
cuello.
Los avitualladores recorrían la
muralla y Alathenar, agradecido, aceptó
una abollada copa de agua fresca y un
trozo de pan. Sólo cuando los
baldeadores vinieron a despejar la
muralla de sangre se obligó a levantarse
y regresar al patio.
Eloien Caparroja ya estaba allí,
discutiendo con el palafrenero jefe de la
fortaleza, pero dio la conversación por
perdida y se marchó al ver que
Alathenar bajaba las escaleras.
—¿Todavía sigues vivo? —preguntó
el jinete.
—Más o menos —reconoció
Alathenar—. ¿Qué pasaba?
—El idiota quiere llevarse los
caballos a Ellyrion, pero le he dicho que
los necesitamos aquí.
—Para cuando tengamos que
abandonar este lugar y huir —terminó
de decir Alathenar.
—Eso es.
—Así que no tienes esperanzas de
que podamos aguantar —dijo
Alathenar. No era una pregunta.
—¿Y tú?
—Puede que lo logremos todavía.
—No seas ingenuo, amigo mío.
Mira los rostros a tu alrededor. Los
guerreros están exhaustos, sin líder y,
peor aún, no tienen esperanza.
Se acercaron a un banco tallado en
la base de la Torre del Águila y se
sentaron en silencio durante unos
minutos para recuperar fuerzas. Hasta
ahora, el enemigo no había querido
atacar de noche, contentándose con
quemar cadáveres y cantar alabanzas a
los Dioses Oscuros, pero ambos
guerreros sabían que sólo era cuestión
de tiempo que intentaran esa estrategia.
Eloien miró la alta estructura de la
Aguja Áquila. Una luz amarilla
asomaba por las juntas de las ventanas
cerradas.
—¿Crees que saldrá de ahí arriba
alguna vez? —preguntó el jinete.
—No lo sé. Ojalá Cerion estuviera
aún al mando.
—¿Era buen guerrero?
—Uno de los mejores —asintió
Alathenar—. Sabía cuándo hacer
cumplir las normas y cuándo sortearlas.
Tenía el corazón de un león chraciano,
aunque recibió un espadazo druchii en
la cara y nunca recuperó su aspecto.
Alathenar señaló con el pulgar la
muralla que tenían detrás.
—Habría resuelto esta contienda en
un momento, pero Glorien…
—Es un idiota —dijo Eloien—. Un
noble necio que no distingue los
extremos de la espada, y nos verá a
todos muertos antes de salir de esa
torre. Estaríamos mejor sin él. ¿Y qué
hay de su segundo? Lo he visto luchar,
pero ¿qué tal líder es?
—¿Menethis? Es mejor seguidor
que líder, pero su corazón es bueno.
¿Por qué?
—Por nada, pero me preguntaba si
no estaríamos mejor con otra persona al
mando.
—¿Alguien como Menethis?
—Tal vez, pero como dices, no es lo
que llamaríamos un líder.
—Entonces ¿en quién estás
pensando?
—No seas obtuso, Alathenar —dijo
Eloien—. He visto cómo te miran los
guerreros y aceptan tu liderazgo en
todo lo que dices. Estoy hablando de ti.
—¿De mí? No…, yo no soy ningún
líder, no digas tonterías.
—¿Tonterías, amigo mío? Tontería
sería dejar que la cobardía de Glorien
Coronafiel nos lleve a la muerte.
Tontería sería quedarse sentado y no
hacer nada al respecto.
—Sea como sea, Glorien es el
comandante de la Puerta del Águila y
no hay nada que podamos hacer.
—Tal vez sí, tal vez no —dijo
Eloien. Asintió pensativo e,
inclinándose hacia adelante, apoyó los
codos sobre las rodillas. Un guerrero al
que Alathenar no había visto antes
emergió de las sombras junto a ellos.
Por sus afilados rasgos y la
habilidosa manera de ocultarse,
Alathenar sabía que era uno de los
nagarythe, y un escalofrío de aprensión
le corrió por la espalda.
—Éste es Alanrias —dijo Eloien a
modo de presentación.
—Sé quién es —respondió
Alathenar.
—Es hora de enfrentarnos a la
verdad de nuestra situación, amigo mío.
Si Glorien Coronafiel sigue al mando de
la Puerta del Águila, la fortaleza caerá.
Sabes que es cierto, puedo verlo en tus
ojos.
—¿Qué estás sugiriendo? —
preguntó Alathenar, mirando ora a
Eloien ora al guerrero sombrío.
—Sabes lo que estamos sugiriendo
—susurró Alanrias.
—Esto es sedición —dijo Alathenar,
poniéndose en pie—. Podría ser
ejecutado sólo por escucharos.
Eloien se levantó también.
—Sabes que tengo razón, Alathenar.
El guerrero inspiró profundamente.
—Pensaré en lo que habéis dicho.
El ronco bramido de un cuerno
tribal sonó más allá de la muralla,
resonando en las paredes del valle. Los
guerreros echaron a correr hacia los
baluartes.
—No lo pienses demasiado —le
aconsejó Eloien.
***
La tormenta había pasado y el mar ante
las puertas de Lothern volvía a estar en
calma una vez más.
Maderos aplastados y los cadáveres
aún no destrozados por los tiburones
flotaban en la superficie como tristes
recuerdos de la derrota. Apenas un
puñado de barcos elfos habían
conseguido escapar al santuario del
estrecho de Lothern, el resto no era más
que naufragio y pesar.
Los defensores de la Puerta
Esmeralda sólo pudieron ver con horror
impotente cómo la flota druchii
desembarcaba las tropas de sus galeras
supervivientes en la isla del faro
resplandeciente, cuya luz estaba
apagada y sus muros eran refugio de los
victoriosos guerreros de Naggaroth. Los
barcos águila habían destruido muchas
galeras con tropas, pero la vanguardia
de la flota druchii que regresó había
atacado sin piedad y la matanza fue
tremenda.
Ni un solo barco águila sobrevivió a
la noche y los druchii tenían ahora
control del océano ante las puertas de
Lothern. Estilizados y mortíferos barcos
cuervo patrullaban el mar alrededor de
la isla del faro, alertas a cualquier
contraataque, cuidando de permanecer
fuera del alcance de las máquinas de
guerra de la Puerta Esmeralda. Las
grandes galeras desfilaban ante la isla
en sombría procesión y miles de
guerreros con capas oscuras salían de
las bodegas con sus lanzas chispeando.
Cuando los barcos quedaban vacíos,
navegaban al extremo sur de la isla para
unirse a una creciente línea de navíos
anclados borda contra borda para
formar un gran puente entre la isla del
faro y Ulthuan. Ataron gruesas
guindalezas entre las galeras y las
anclaron a tierra en cada extremo.
En la cima destruida del faro, la
forma acorazada del Rey Brujo a lomos
de su poderoso dragón, Seraphon,
contemplaba los trabajos con sombría
satisfacción. Cientos de guerreros
atendían las fortificaciones ocupadas de
la isla y miles más desembarcaban de
las galeras preparándose para marchar
sobre Ulthuan.
El Rey Brujo sabía que atacar la Isla
Esmeralda desde el mar era casi
imposible y no serviría de nada, pero si
las fortificaciones que protegían los
flancos de la fortaleza pudieran ser
tomadas…
El gran dragón de escamas negras
saltó desde el faro destruido y extendió
sus alas de medianoche mientras se
cernía sobre la isla con un rugido de
desafío.
19
***
Asperon Khitain desenvainó su espada,
una arma creada en las fraguas de Hag
Graef y templada con la sangre de sus
esclavos. Su armadura era del color del
vino tinto recién vendimiado y llevaba
el largo pelo oscuro recogido en una
cola de caballo.
Sus guerreros formaron ante él, un
centenar de encallecidos luchadores
con largas cotas de malla y petos
lacados que brillaban como las aceitosas
aguas de Clar Karond. Largas capas de
color oscuro colgaban de sus hombros,
y los pocos que no llevaban largas
lanzas de empuñadura de ébano
ayudaban a transportar las escalas.
Cuando el glorioso estandarte de la
casa Khitain fue izado, Asperon sintió
un escalofrío de expectación y se
arrodilló para coger un puñado de la
tierra sobre la que estaba de pie.
Haber cruzado el Gran Océano y
pisar una vez más Ulthuan…
Las montañas se elevaban ante él y
el sol lo bañaba todo de un cálido brillo
que hacía que la piel le picara. Recordó
la última vez que luchó en la tierra de
sus antepasados, saqueando y matando
a través de los verdes bosques de
Ulthuan, persiguiendo a la Reina Bruja
por las ardientes ruinas de su reino. La
invasión se retrasó cuando su protector
la rescató y Asperon se estremeció
cuando recordó la furia del guerrero de
armadura dorada abatiendo a docenas
de los mejores guerreros druchii en su
huida.
Un maestro así sólo aparecía una
vez en la vida, y Asperon se cortó la
palma como ofenda a Khaine,
mezclando el líquido rojo con el polvo
de Ulthuan. Se levantó y se subió a un
peñasco cercano para ver mejor los
preparativos del ataque a la Puerta
Esmeralda.
Miles de guerreros druchii habían
cruzado el gran puente de galeras desde
la isla del faro y marchaban ahora a lo
largo de los senderos que serpenteaban
por la costa. Tal vez ésta fuera en
tiempos la ruta de los constructores del
faro, muertos hacía tanto tiempo, o una
ruta olvidada de las patrullas, pero a
Asperon no le preocupaba a qué
propósito había servido. Ahora permitía
al ejército del Rey Brujo marchar hacia
las montañas y asediar los flancos de la
primera puerta del mar de Lothern.
Bosques de lanzas y azagayas
relumbraban, y Asperon vio cómo las
grandes máquinas de guerra eran
desembarcadas y llevadas a tierra por
esclavos sudorosos y esforzados. Se
estaba congregando una hueste que
barrería la Puerta Esmeralda y les
permitiría empujar a los asur a lo largo
del estrecho de Lothern.
Mientras seguía observando,
desplegaron un estandarte rojo sobre la
cima del faro capturado, y Asperon
sonrió como un lobo antes de saltar
para reunirse con sus guerreros, la señal
pasó pronto a todos los soldados del
ejército y un ansia depredadora por
matar se apoderó de Asperon.
—¡Guerreros de Naggaroth! —
exclamó, su noble voz resonando en las
montañas hasta llegar a sus soldados—.
¡Hoy bañaremos nuestras espadas en la
sangre de los asur! ¡Marcharemos hacia
su fortaleza y no nos detendremos hasta
que el estandarte de la casa Khitain
ondee sobre sus ruinas!
Un centenar de lanzas golpearon la
blanca roca de las montañas y Asperon
ocupó su lugar en las filas de guerreros.
Un gran coro de cuernos resonó y
redobló en las montañas como si fuera
la sangrienta furia del propio Khaine.
Asperon alzó la espada sobre su
cabeza.
—¡Adelante! —gritó.
Con pasos disciplinados, sus
guerreros y él empezaron a subir las
faldas de las montañas, sus zancadas
largas y seguras. El terreno era áspero,
pero mucho más fácil que el irregular
trazado de las Montañas de Hierro en
torno a Hag Graef, donde entrenaba
incansablemente a sus soldados.
Comparado con el duro clima y el
terreno donde sus soldados se
instruían, esto era fácil.
La marcha los llevó rápidamente a
las rocosas pendientes. La oscura tierra
de los amplios senderos estaba llena de
maleza y quedaba parcialmente
oscurecida, pero proporcionaba una
rápida ruta para subir por las montañas.
El ocasional aleteo de flechas les llegaba
desde arriba cuando los exploradores
embozados disparaban y provocaban
gritos de dolor.
La conmoción por la captura del
faro y la aplastante derrota de su flota
había paralizado a los asur, que se
mostraban inactivos, y los caminos a
través de las montañas estaban
escasamente defendidos. Pequeños
grupos de exploradores druchii
avanzaron y pronto la lluvia de flechas
se detuvo y se oyó el sonido de lucha en
las alturas.
Por fin pudo ver la cima del risco y
detuvo brevemente su avance en la
llanura rocosa para reorganizar las filas
que se habían dispersado durante el
ascenso. Por delante de ellos, una suave
pendiente conducía al flanco oriental
de la Puerta Esmeralda, y Asperon
sintió que la sangre le hervía en las
venas cuando vio lo que se extendía
ante él.
La idea de que el faro
resplandeciente pudiera ser capturado y
la Puerta Esmeralda atacada por los
lados nunca había entrado en los
pensamientos de sus constructores,
pues sus defensas habían sido
claramente diseñadas para enfrentarse a
un ataque frontal desde el mar.
Por lo que Asperon podía ver, la
arquitectura defensiva de los flancos de
la fortaleza consistían en poco más que
una zanja rápidamente abierta y un
torreón. Un muro de menos de cien
pasos salvaguardaba la ruta hacia la
fortaleza, pero era bajo y no estaba
protegido por torres altas.
Más guerreros druchii marcharon
hacia la fortaleza, y Asperon se echó a
reír al ver el pánico extenderse entre los
elfos del muro al aparecer semejante
hueste. Pudo saborear su pánico en el
aire y gritó:
—¡Mirad, la complacencia y la
arrogancia de los asur los convertirá en
una ruina sangrienta!
Más cuernos sonaron, el chirriante
sonido heraldo de la muerte que
causarían a sus enemigos. Asperon
volvió a abrir el corte de su palma y la
extendió para manchar con su sangre el
estandarte de su casa y ofrecer a Khaine
a aquellos que lucharían y morirían
bajo él.
Un temblor de armas al entrechocar
con los escudos resonó en las montañas
y Asperon vio la desesperación en la
muralla que tenía delante cuando
arqueros y lanceros corrieron a ocupar
las almenas.
El avance comenzó como un trote
firme, pues los druchii caminaban
velozmente con las lanzas levantadas, y
luego se convirtió en una carrera
cuando bajaron las lanzas y las filas de
ballesteros se formaron tras ellos.
Asperon pudo ver sus rostros
pálidos de temor y se relamió en él a
medida que se acercaba a la muralla. El
corazón le golpeaba en el pecho y sus
dedos se cerraron sobre la empuñadura
metálica de su arma.
Vio una espada de hoja plateada
dar la señal y una sibilante andanada
de flechas brotó de la muralla
convertida en una lluvia blanca.
—¡Escudos! —gritó Asperon, y sus
guerreros hincaron la rodilla y alzaron
el brazo izquierdo sobre sus cabezas. El
sonido del aire desplazado los envolvió
y un centenar de flechas se clavaron en
sus hombres, pero la mayoría lo hizo en
los escudos sin causar ningún daño. Los
guerreros aullaron de dolor cuando una
flecha encontraba su blanco, pero casi
todos se levantaron con rapidez, ilesos.
Aunque habían sacrificado la
velocidad para detenerse y levantar los
escudos, Asperon vio que habían
sufrido menos pérdidas que el ejército
de vanguardia, donde muchos
cadáveres druchii habían sido
aplastados por sus camaradas al ataque
en su ansia por llegar a la muralla.
El valor ciego estaba muy bien, pero
no tenía sentido si alcanzabas al
enemigo con un número insuficiente de
guerreros para vencerlos.
Una melodía de cuerdas de ballesta
llenó el aire de negros virotes y Asperon
se rio al ver a una docena de enemigos
caer en las murallas. La sangre manchó
sus blancas túnicas mientras se
desplomaban. Más virotes volaron hacia
el torreón y avanzaron hacia la zanja
que se abría ante la muralla y la puerta.
Flechas de pluma azul contraatacaron,
aunque muchas menos que antes
gracias al implacable martilleo de las
ballestas.
Una flecha atravesó el yelmo del
guerrero que tenía al lado y la sangre
manchó el rostro de Asperon cuando el
guerrero cayó. Se lamió las gotas de los
labios mientras los guerreros druchii
apoyaban sus escalas contra el muro.
Las espadas destellaron y la sangre
se derramó mientras los asur combatían
a los guerreros en lo alto de las escalas.
Los gritos y el resonar del acero
cortaron el aire y los guerreros cayeron
de los baluartes con los cráneos
hendidos o los pechos abiertos. La
muralla no era larga y Asperon detuvo
a sus guerreros mientras escrutaba su
longitud, buscando con ojo
experimentado la sección más débil de
las defensas hacia la que dirigir a sus
guerreros.
Entonces sucedió algo increíble: las
puertas del torreón se abrieron.
¿Habían alcanzado tan rápidamente
la muralla que algunos valientes
guerreros estaban ya dentro?
—¡Conmigo! —gritó, y corrió hacia
la puerta. Sus guerreros lo siguieron sin
vacilación y Asperon gritó de júbilo al
pensar que era el primer noble de
Naggaroth en plantar un estandarte en
la Puerta Esmeralda.
Su euforia se convirtió en horror
cuando vio la columna de caballeros de
altos y brillantes yelmos plateados que
salía al galope de la fortaleza. El polvo
se acumulaba tras su paso y Asperon
sintió que el terror se apoderaba de él
cuando vio al guerrero de la armadura
dorada que los dirigía. Llevaba una
espada resplandeciente, como un trozo
de sol contenido en una hoja de
rutilante acero, y montaba un corcel
blanco adornado con bardas de
brillantes escamas incrustadas de joyas.
Unas alas doradas se agitaban en su
yelmo, y aunque nunca antes había
visto a este guerrero, Asperon lo
reconoció por instinto, pues su
identidad era una maldición y el terror
de los druchii.
Tyrion, defensor de Ulthuan.
Altos estandartes blancos ondeaban
tras la caballería, y sus lanzas plateadas
bajaron al unísono cuando cargaron.
Soldados elfos armados con lanzas y
largas espadas se desplegaron tras la
caballería, lanzándose hacia las
desorganizadas filas de druchii que se
congregaban en la base de la muralla.
—¡Alto! —gritó Asperon—.
¡Formad una defensa de escudos!
Incluso mientras daba la orden,
comprendió que ya era demasiado
tarde.
Sus guerreros estaban desplegados,
desperdigados mientras corrían hacia la
puerta abierta, y eran presa fácil para
los jinetes.
Asperon cogió el escudo del
guerrero que tenía al lado y alzó su
espada mientras el resonar de los cascos
sobre la piedra los envolvía. La carga los
alcanzó con un tronar ensordecedor de
lanzas quebradas y gritos.
La sangre brotó cuando las
brillantes hojas de las lanzas
aguijonearon sus filas y la feroz espada
de Tyrion partía guerreros en dos con
mandobles dorados que se abrían paso
a través de las armaduras y quemaban
la carne. El ataque de la caballería asur
se internó entre las desordenadas filas
de los guerreros de Asperon y los
aplastó, dejando docenas de cuerpos
rotos a su paso.
Asperon se incorporó, la sangre
manando de un profundo corte en su
frente y una agonía blanca ardiendo en
el hueso roto que sobresalía de su codo.
Su escudo estaba inutilizado y oyó los
gritos de los guerreros que morían ante
el implacable ataque de los asur.
Una nota ululante resonó en una
trompeta plateada y la caballería giró
diestramente, preparándose para cargar
una vez más. El guerrero dorado a la
cabeza de los caballeros plateados lo
apuntó con su espada, y Asperon
agradeció el gesto de desafío.
Si tenía que morir hoy, ¿qué mejor
forma de poner fin a sus días que en
combate con el mismísimo Tyrion?
Un rayo de radiante fuego solar
brotó de la hoja de Tyrion y la espada
de Asperon ardió en una llamarada con
el poder del aliento de un dragón
estelar.
***
Calientes humos sulfurosos se adherían
a las paredes rocosas del pasadizo
subterráneo como cortinajes cristalinos,
y jirones de ardiente vapor escapaban
perezosamente por los respiraderos
abiertos en el suelo. Un tenue brillo
rojo, como lava enfriándose, parecía
surgir de las mismas rocas y, en los
lados, un conjunto de braseros añadía
su propio humo y calor.
El sonido de canciones lejanas
llegaba de algún lugar más abajo, y sus
cadencias musicales no se parecían a
ninguna otra cosa que se oyera en
Ulthuan. Las canciones que aquí se
cantaban eran antiguas más allá de la
comprensión, de ritmos y evocadoras
melodías desconocidas en el mundo de
arriba excepto por aquellos que se
atrevían a aventurarse bajo las
montañas de Caledor y aprendían las
canciones del despertar.
La canción de los dragones…
Las brumas se separaron como una
cortina amarilla humeante ante un
guerrero que se internó en el laberinto
de pasadizos de las montañas, las
canciones de valor y las historias de
peligro resonaban en su alma como una
voz solitaria en un templo vacío.
Era el príncipe Imrik, y de todos los
ciudadanos de las cavernas bajo las
Montañas Espinazo del Dragón nadie
tenía una fracción de la marcial nobleza
y el valor que él. Su porte era hermoso,
el largo cabello blanco recogido por
cordones de hierro, y la fuerza de su
propósito era como el calor del horno
que se agitaba bajo el pico del Yunque
de Vaul.
La sangre de Caledor
Domadragones fluía por sus venas y su
linaje era el de la casa nobiliaria más
orgullosa de Ulthuan. Se decía que en
él la fuerza de Tethlis el Matador había
renacido y que el poder de su brazo no
tenía rival, salvo quizá en el príncipe
Tyrion.
La luz roja rielaba como sangre
fresca en la armadura de Imrik, una
pieza de malla de ithilmar liviana y
flexible como la seda y sin embargo
capaz de resistir espadas y fuego. Su
capa se agitaba con el calor del pasadizo
y la viveza de su paso, pues malas
noticias habían llegado de Lothern y
todo el poder de Ulthuan estaba siendo
convocado para la guerra.
El pasadizo desembocó en una
caverna extraordinariamente profunda,
aunque era casi imposible calibrar sus
dimensiones exactas porque el humo
caliente y aromático oscurecía el fondo.
Un rumor distante, como el aliento del
mundo, vibraba en el aire con una
frecuencia que estaba más allá de la
comprensión de la mayoría de los
mortales, pero para Imrik era tan claro
como una nota producida por el gran
cuerno de dragón que llevaba al
costado.
Era el aliento de los dragones
dormidos.
Las canciones del despertar se
hicieron más fuertes cuando Imrik
entró, y su alma se encendió al ver la
multitud de formas draconianas
reunidas en torno a los ardientes
respiraderos que conducían al profundo
corazón de las montañas volcánicas.
El fuego rugía y rebullía en el aire,
sostenido por las canciones de los
magos que cantaban a los dragones
dormidos. Imrik oyó las canciones en su
corazón y echó una ojeada a la cámara
para ver si alguna de las poderosas
criaturas estaba a punto de despertar.
Pechos de músculos poderosos se
alzaban y caían al compás de los
cánticos de los magos, pero los
corazones de los dragones latían
despacio, un latido que se había vuelto
más lento cuando el corazón fundido
de las montañas se enfrió y la magia del
mundo disminuyó.
Imrik sabía que hubo una época en
que era corriente ver a los dragones
cabalgando las cálidas corrientes
térmicas que surgían de las montañas,
pero hacía años que no se daba esa
situación. En estos tiempos
amenazantes, sólo los dragones más
jóvenes despertaban, aunque incluso
ellos eran una sombra de la antigua
gloria de Caledor y sus famosos jinetes-
dragón.
Los adivinos de la corte de Lothern
sostenían que el sueño de los dragones
era indicativo de la decadencia de los
asur, pero Imrik nunca se había
rendido a tal nostalgia. Durante mucho
tiempo había estudiado las costumbres
de los dragones y ningún mortal podía
decir que conocía a esa antiquísima
especie mejor que él.
Imrik rodeó el perímetro de la
caverna, cuidando de no perturbar los
ritos y cánticos de los magos que
cantaban al fuego. Muchos de aquellos
cánticos habrían empezado hacía meses,
o incluso años, y nadie sabía mejor que
él lo peligroso que era interrumpir una
canción de dragones.
Se dirigió al centro de la caverna,
donde ardía un gran brasero con una
luz blanca y dorada. Magos de túnica
escarlata y largo cabello que caía como
cascadas de llamas desde sus cabezas
rodeaban el brasero, hablando con
voces ardientes que chisporroteaban
con un fuego igual que el que los
rodeaba.
El debate cesó cuando Imrik se
acercó, aunque pudo ver la luz dorada
de Aqshy brillando en sus ojos. Siempre
los corazones de aquellos que
estudiaban el viento del fuego eran
belicosos.
—Amigos míos —dijo Imrik—. El
Rey Fénix pide nuestra ayuda. ¿Qué
debo decirle?
—Los dragones aún duermen, mi
señor —respondió un mago conocido
como Lamellan.
—¿Cuántos hay despiertos?
—Ninguno excepto Minaithnir, mi
señor —dijo Lamellan—. Su alma arde
con fuerza y los corazones de los
dragones más jóvenes se agitan con
pensamientos de guerra, pero los
sueños de los grandes dragones son
demasiado difíciles de alcanzar.
Llamamos al calor que arde en el
corazón del mundo con canciones de
tiempos legendarios y acciones
gloriosas, pero los recuerdos son fríos,
mi señor…
—¿El fuego de los dragones ya no
existe? —preguntó Imrik—. ¿Es eso lo
que estás tratando de decir?
—No es que no exista, mi señor —
respondió Lamellan—. Pero está
profundamente enterrado. Pasarán
años antes de que las cenizas cobren
vida. Demasiado tarde para nosotros ya.
—Te equivocas —replicó Imrik,
rodeando el brasero. Sus ojos claros
reflejaban el fuego que ardía en su
corazón—. La época de gloria nunca
podrá ser olvidada, ni por los elfos ni
por los dragones. Por esos medios
despertaron de su sueño los dragones
de Caledor. Los druchii una vez más
pisan nuestra amada patria y el Rey
Fénix ha enviado misivas suplicando
nuestra ayuda. ¡Lothern está siendo
asediada y la mismísima Hechicera
Bruja lidera un ejército en la Puerta del
Águila!
—Mi señor —protestó Lamellan—,
sabes tan bien como yo que alcanzar el
corazón de estas nobles criaturas
requiere mucho tiempo y esfuerzo.
—El tiempo es algo de lo que
Ulthuan no dispone, amigo mío —
replicó Imrik—. Nuestra bella isla
habría caído en la oscuridad hace
mucho tiempo sin el poder de los
dragones. Son tan parte de Ulthuan
como los asur, y no creo que no oigan
nuestra llamada a las armas en este
tiempo de preocupación.
Pudo ver que sus palabras agitaban
la llama de Aqshy que ardía en los
corazones de los magos del fuego y
sacudían las ascuas guerreras de sus
almas para que renovaran sus esfuerzos.
—Ultiman está siendo atacada y
requiere todo el poder marcial que
pueda reunir. ¡Vamos! ¡Cantad la
canción de los antiguos días!
¡Los jinetes-dragón de antaño
deben surcar los cielos de nuevo!
20
***
La Reina Eterna…
Las manos de Caelir empezaron a
temblar cuando la señora de Avelorn
caminó entre su pueblo. Aunque
ningún músico tocaba, el bosque
proporcionaba un acompañamiento
propio. Los pájaros trinaban, los arroyos
borboteaban y el viento suspiraba a
través de las agitadas ramas de los
árboles.
La tierra misma le daba la
bienvenida.
Tras ella venía una doncella
portando un estandarte de hojas
esmeralda arrancadas de las ramas de
los árboles y entretejidas con cabello
dorado. La luz del bosque quedaba
prendida en el estandarte, pero era una
cautiva dispuesta, y llevaba el corazón
de Avelorn en su tejido crujiente y vivo.
Nadie apartaba la mirada de la
Reina Eterna, pues ella deseaba que sus
súbditos conocieran la belleza y los
bendecía a todos con la luz sanadora de
su magia.
Sin saber cómo, Caelir comprendió
que la daga que empuñaba estaba ahora
suelta en su vaina y pudo sentir una
terrible ansia en su hoja. Deseó
extraerla. Luchó contra su maligno
contacto, apretando con fuerza la cruz
contra la pesada vaina.
«Tengo que salir de aquí», pensó a
la desesperada, pero la impresionante
majestuosidad de la Reina Eterna lo
contenía. Pudo sentir el asombro de los
que lo rodeaban, y un puñado de
rostros apartaron la mirada de la Reina
Eterna y lo miraron con hostilidad por
su falta de respeto.
—¡Caelir! —susurró Lilani—. ¿Qué
estás haciendo?
—No lo sé… —siseó él con los
dientes apretados, luchando contra la
necesidad de sacar la daga de su pesada
vaina negra. Recordó a Kyrielle
diciéndole que no le había gustado
coger el arma y a su padre diciendo que
había vertido una gran cantidad de
sangre.
La Reina Eterna se movía entre la
gente del bosque, radiante y sonriente,
extendiendo las manos aquí y allá para
tocar la frente de un elfo arrodillado.
Los artistas, cantantes, músicos, poetas,
artesanos y magos señalados rieron
cuando ella los señaló para formar parte
de su corte, y su risa fue como el repicar
de las más claras campanas doradas.
Caelir luchó por moverse, por darse
la vuelta y huir de las oscuras
emanaciones que reptaban por su brazo
desde la daga, pero sus miembros no
estaban a sus órdenes, su mano
sujetaba con fuerza la empuñadura de
metal. Más gente fue elegida, y todos se
levantaron y las doncellas de la reina los
guiaron hacia el bosque.
La Reina Eterna se acercó más y los
miembros de Caelir se estremecieron,
como si dos fuerzas opuestas libraran
una silenciosa guerra por el control de
su cuerpo.
Entonces ella se detuvo, se volvió
hacia un dotado poeta y ladeó la cabeza
como si escuchara un sonido lejano. Su
rostro se envaró y la luz del sol huyó del
cielo, y una penumbra desesperanzada
y una sensación desconocida de
amenaza descendieron sobre el bosque
en un instante.
Caelir oyó en su cabeza el rugido de
una tormenta.
Quiso gritar una advertencia.
La Reina Eterna alzó la mirada.
Sus ojos se encontraron y un
momento de horrible conocimiento
pasó entre ellos.
—Caelir… —dijo ella.
Al oír el sonido de su nombre en
sus divinos labios, las cadenas de su
memoria se soltaron y lo que estaba
encerrado corrió ahora al primer plano
de su mente.
Todo regresó.
Todo…
***
La línea de guerreros emergió del
bosque cuino si hubieran formado parte
de él hasta un momento antes. Las
lanzas se aprestaron, diez doncellas
elfas con armaduras doradas y yelmos
emplumados les cerraron el paso, y sólo
la superlativa maestría como jinete de
Eldain lo salvó de empalarse en una
línea de letales puntas de lanza.
Rhianna e Yvraine se detuvieron
con menos habilidad, pero sus caballos
las salvaron de clavarse en las hojas de
las mujeres guerrero.
—¡Por favor, tenemos que llegar a la
Reina Eterna! ¡Está en peligro! —
exclamó Eldain sin esperar a que les
preguntaran qué querían.
Una guerrera de largo pelo oscuro
bajo el yelmo alzó la lanza ante sus
palabras y se apartó de sus guerreras.
—Te equivocas —dijo—. Las
doncellas de la Reina Eterna la protegen
dentro de las fronteras de Avelorn. Está
a salvo.
—No —insistió Eldain, cabalgando
hacia la doncella. Oyó el crujido de las
cuerdas de los arcos al tensarse y supo
que estaba a un suspiro de la muerte—.
No comprendes el peligro que corre,
tenemos que llegar a su corte.
—¿A qué clase de peligro te
refieres?
Rhianna se acercó a él.
—Hay un joven elfo encantado por
la magia oscura, aunque él no lo sabe.
Intentará matar a la reina.
—¿Cuál es el nombre de ese elfo? —
preguntó la doncella. Eldain notó su
escepticismo y deseó poder penetrar su
incredulidad ante lo que sabía debía
parecer una advertencia fantasiosa.
—Caelir —dijo Eldain—. Es mi
hermano.
Una oleada de reconocimiento
recorrió a las doncellas y Eldain sintió
un temor enfermizo en la boca del
estómago.
«Caelir ya ha estado aquí…», pensó.
—Dicen la verdad —intervino
Yvraine—. Hablo como maestra de la
espada de Hoeth y emisaria de la Torre
Blanca. Tenéis que dejarnos pasar.
Los ojos de la doncella se
entornaron al mirar la espada de
Yvraine y su porte marcial y llegó a una
incómoda conclusión.
—Alguien con ese nombre está en
el bosque —dijo, antes de girar sobre
sus talones y dar breves órdenes a las
doncellas que la acompañaban. En
cuestión de segundos sus guerreras
desaparecieron en el bosque y ella se
volvió hacia Eldain—. Rápido, pues.
Seguidme.
***
Caelir lo recordó todo en el espacio de
un latido…
Los muelles de Clar Karond ardían,
las flechas mágicas que fueron regalo de
boda del padre de Rhianna
demostraron su valía cuando el fuego se
abrió paso entre los grandes montones
de madera y los barcos con ansioso
apetito. El humo se alzaba en los
astilleros entre negras columnas y los
gritos de los druchii eran música para
sus oídos.
Aedaris se comportaba con la gracia
del mismísimo Korhandir, galopando a
través de las retorcidas y tenebrosas
calles de los muelles de los druchii con
certera velocidad y pericia. Los jinetes
de Ellyrion cabalgaban en solitario o por
parejas ante él mientras escapaban, y
Caelir se rio depura alegría ante lo que
acababan de conseguir.
Eldain cabalgaba ante él, los negros
flancos de Lotharin se agitaban
mientras la poderosa montura de su
hermano ampliaba la distancia entre
ambos. Dejó atrás los almacenes en
llamas y los montones de madera
ennegrecida e inservible mientras las
lanzas intentaban alcanzarlo y los
virotes apuñalaban el aire.
Se agachó sobre el cuello de su
corcel, dejando atrás velozmente a los
sorprendidos druchii sin luchar. Por
delante, Eldain cercenó con su espada
el brazo de un guerrero que protegía la
puerta y abatió a otro antes de escapar.
Un par de druchii lo atacaron,
apuntando con sus lanzas el pecho de
su caballo, pero Caelir tiró de las
riendas y Aedaris danzó alrededor de
las embestidas. Su caballo retrocedió y
sus cascos aplastaron el pecho de su
enemigo más cercano. Caelir hendió el
cráneo de otro con un rápido golpe de
su espada.
La sangre cantaba en sus venas con
la excitación de la lucha y se volvió para
seguir cabalgando tras su hermano. Oyó
el chasquido de las ballestas y gritó de
dolor cuando un virote se hierro se le
clavó en la cadera. Más virotes surcaron
el aire, hasta alcanzar el pecho y los
flancos de Aedaris.
Cayó mientras el caballo se
desplomaba, la sangre formando
espumarajos en su boca y agitando las
patas de pura agonía. Golpeó el suelo
con fuerza y rodó, sintiendo que el
aliento escapaba de su pecho. Vio a los
druchii correr hacia él y se incorporó,
llorando lágrimas de dolor y pérdida al
ver que su amado Aedaris había
muerto.
Corrió a trompicones hacia su
hermano.
¡Eldain lo salvaría!
Más virotes cruzaron el aire y Caelir
gritó cuando otro proyectil se clavó en
su hombro. Se tambaleó, pero siguió
corriendo.
—¡Hermano! —gritó, extendiendo
la mano hacia Eldain.
Eldain lo miró y Caelir vio que su
mirada se posaba en el anillo de
compromiso que brillaba a la luz del
fuego… y vio una amargura profunda
que sacudió lo más hondo de su alma.
—Adiós, Caelir —dijo Eldain, e hizo
volverse a su caballo.
Caelir cayó de rodillas, horrorizado,
al ver que su hermano cabalgaba hacia
las montañas. El dolor de sus heridas
no era nada comparado con el dolor de
la traición que apuñalaba su corazón
con la fuerza de una lanza.
Inclinó la cabeza cuando oyó a los
druchii rodearlo, perdidas las últimas
fuerzas por el abandono de Eldain. Su
visión pasó del gris al negro y el mundo
huyó de él mientras se desplomaba.
Oscuridad.
Dolor.
Pena.
Ira.
Odio.
Luz…
Recordó largos meses de negro
horror y días más largos de frío terror.
Recordó haber sudado de agonía
cuando una figura de pesadilla con una
armadura de hierro y ardientes ojos
verdes lo miraba con mortífera
fascinación y murmuraba palabras que
no podía comprender. Una mujer
sinuosa y aterradora con pelo de cuervo
y rostro seductor trabajó en él día y
noche, sometiéndolo a degradaciones y
oscuros placeres que lo dejaron lleno de
asco y repulsión.
Una torre oscura de hierro forjado
que presidía una ciudad de asesinato y
muerte.
Los gritos de una ciudad que se
bañaba en sangre y celebraba las
prácticas más viles imaginables.
Diariamente continuaron sus
violaciones nocturnas, placenteras y
atormentadas por la debilidad de su
carne, torturas que no marcaban su
cuerpo, pero dejaban cicatrices de
pesadilla en su mente. Se sumergió cada
vez más en abismos de locura donde
ningún mortal debería ir hasta que su
cordura empezó a quebrarse y amenazó
con hacerse pedazos.
Gritó hasta quedarse ronco, olvidó
su nombre y su pasado, todo lo que lo
convertía en Caelir, hermano de Eldain
y futuro esposo de Rhianna. Su mente
se despegó de su historia y quedó
reducida a un armazón de carne y
hueso sin intelecto, razón o memoria
mientras mágicos tentáculos
serpenteaban hacia ella para plantar
una semilla.
Sólo quedaron las emociones: ira,
odio y miedo…
Y cuando de él no quedó más que
el último fragmento de su esencia, fue
recuperado, las piezas de su psique
reconstruidas lo suficiente para que
funcionara como un ser consciente. Se
resistió, reacio a enfrentarse a los
horrores que acababa de vivir, pero
sintió la caricia de la magia mientras
aquellos recuerdos de dolor, oscuridad
y manipulación se cerraban, ocultos
bajo encantamientos de tal astucia que
sólo podrían ser liberados con órdenes
secretas de magia concreta.
Temibles pesadillas lo asaltaron
mientras yacía lloroso en su celda, pero
a medida que la magia se hizo fuerte
dentro de su mente, durmió más
profundamente, perdido en el desierto
de su conciencia mientras nuevos
pensamientos y talentos —música, arte,
poesía y canción— eran sembrados en
su interior.
Seguía siendo nada más que una
masa de emoción y memoria selectiva, y
sólo cuando lo alzaron sobre un océano
embravecido en la cubierta de un barco
negro que se agitaba en medio de la
niebla los últimos jirones de intelecto y
razón regresaron a él.
Entonces cayó y un frío líquido
llenó sus pulmones cuando golpeó el
agua y se hundió bajo las olas. Se
debatió por llegar a la superficie y tosió
escupiendo una bocanada de agua
salada.
Un fragmento de madera a la deriva
flotaba junto a él y lo agarró
agradecido.
Los truenos resonaban en los
acantilados y las olas chocaban contra
las rocas y explotaban en chorros de
puro blanco. El helado mar esmeralda
corría a través de los canales entre
rocosos archipiélagos, alzándose y
cayendo con olas rematadas de espuma
que finalmente morían en las distantes
orillas de una isla cubierta de bruma…
***
Caelir dejó escapar un aullido de dolor
cuando la memoria enterrada en su
interior salió a la superficie en un
atropellado torrente dirigido a la magia
de la Reina Eterna. El tiempo se detuvo
y su concentración se redujo mientras
agarraba la empuñadura de la daga y
veía a la hermosa reina de Avelorn
extender hacia él sus brazos.
Vio la mirada suplicante en sus ojos
y lloró amargas lágrimas al verla tan
angustiada.
Su misma presencia era anatema
para la cosa que llevaba al costado, y la
pesada vaina de metal negro se
desintegró ante el poder de Isha para
deshacer los adornos del Caos.
Donde antes empuñaba un arma
envainada que no podía ser extraída,
ahora sostenía una hoja triangular de
hierro carmesí que apestaba a la sangre
de un millar de víctimas y llevaba el mal
unido a ella.
El terreno bajo sus pies se
ennegreció y los árboles que lo
rodeaban murieron en un abrir y cerrar
de ojos mientras el poder del mal los
pudría hasta la raíz. Los pájaros cayeron
muertos de los árboles y los elfos de
Avelorn chillaron al sentir la diabólica
presencia dentro de la hoja.
Caelir luchó por resistir el impulso
de alzar el arma, pero su brazo ya no
era suyo.
El arma humeó, oscuros tentáculos
de magia brotaron de la hoja mientras
el demoníaco poder de su interior
luchaba por vencer la pureza de la
Reina Eterna.
Todo alrededor de Caelir se movía
como en un sueño, con una lentitud
glacial y una terrible inevitabilidad. Un
trío de jinetes llegó al borde del claro en
torno al pabellón de la Reina Eterna y
Caelir sintió como si un puño ardiente
atenazara su corazón.
No reconoció a uno de los recién
llegados, una doncella elfa con una
gran espada a la espalda.
Pero los otros jinetes… oh, los
otros…
Rhianna.
Eldain.
Una fría ira brotó en su interior y la
daga que tenía en la mano se alimentó
de ella, cebándose en el pozo de odio
que había sido almacenado en su
interior para sostener su maldita
existencia en este reino de magia
sanadora.
Caelir oyó a alguien gritar su
nombre, el sonido apagado y lento.
Vio a Eldain, reconociéndolo ahora
como su hermano y no como un
monstruoso doble suyo.
Vio la traición que le había causado
su propia sangre y carne.
Caelir gritó mientras la humeante y
demoníaca arma se clavaba en el pecho
de la Reina Eterna.