Defensores de Ulthuan - Graham McNeill

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Una saga épica de guerra, traición y

redención.
Nobles y orgullosos, los altos elfos
resisten en su isla de Ulthuan,
defendiendo su patria contra los
ataques del Caos y las
depredaciones de sus malvados
parientes, los elfos oscuros. En la
primera parte de esta saga épica de
guerra, traición y redención, dos
hermanos luchan contra un
trasfondo de guerra mientras los
elfos oscuros lanzan una invasión
masiva a Ulthuan. ¿Podrán los altos
elfos expulsar a los invasores antes
de que se liberen inimaginables
fuerzas mágicas?
Graham McNeill

Defensores de
Ulthuan
Warhammer

ePub r1.0
epublector 16.06.14
Título original: Defenders of Ulthuan
Graham McNeill, 2007
Traducción: Rafael Marín Trechera, 2009
Ilustraciones: Geoff Taylor

Editor digital: epublector


ePub base r1.1
Es una época oscura, una época
sangrienta, una época de
demonios y de brujería. Es una
época de batallas y muerte, y del
fin del mundo. En medio de todo
el fuego, las llamas y la furia,
también es una época de
poderosos héroes, de osadas
hazañas y grandiosa valentía.
Los altos elfos, una raza antigua y
orgullosa, parten de Ulthuan, una
isla mística de ondulantes llanuras,
escarpadas montañas y ciudades
resplandecientes. Gobernada por
el noble Rey Fénix, Finubar y la
Reina Eterna, Alarielle, Ulthuan es
una tierra rebosante de magia,
famosa por sus magos y poseedora
de una historia terrible. Grandes
marinos, artesanos y guerreros, los
altos elfos protegen su patria
ancestral de enemigos cercanos y
lejanos. Especialmente de sus
malvados parientes, los elfos
oscuros, con quienes están
enzarzados en una terrible guerra
desde hace siglos.
Son tiempos aciagos. A todo lo
largo y ancho del Viejo Mundo,
desde las tierras del Imperio
humano y los caballerescos
palacios de Bretonia hasta Kislev,
rodeada de hielo y situada en el
extremo septentrional, resuena el
estruendo de la guerra. En las
gigantescas Montañas del Fin del
Mundo, las tribus de orcos se
reúnen para llevar a cabo un
nuevo ataque. Bandidos y
renegados asolan las salvajes
tierras meridionales de los Reinos
Fronterizos. Corren rumores de
que los hombres rata, los skavens,
emergen de cloacas y pantanos por
todo el territorio. Y, procedente de
los salvajes territorios del norte,
persiste la siempre presente
amenaza del Caos, de demonios y
hombres bestia corrompidos por
los inmundos poderes de los
Dioses Oscuros. A medida que el
momento de la batalla se
aproxima, Ulthuan y todas las
tierras civilizadas necesitan héroes
como nunca antes.
PRIMERA
PARTE
1

Los truenos resonaban en los


acantilados mientras las olas chocaban
contra la roca y estallaban en chorros de
blanco puro. El helado mar esmeralda
corría desbocado entre los canales de
los archipiélagos rocosos al este,
alzándose y cayendo con olas rematadas
de espuma que acababan por barrer las
lejanas orillas de una isla envuelta en
niebla.
Entre las grandes olas verdes, un
pecio destrozado era impulsado hacia la
isla, los últimos restos de un navío que
había caído preso de las oscuras brumas
y de las Islas Cambiantes que protegían
el acceso oriental a la isla. Agarrado al
pecio había una figura solitaria cuyo
pelo dorado se aplastaba contra su
cráneo y sus orejas puntiagudas, con las
ropas desgarradas y manchadas de
sangre.
Se aferraba desesperadamente a los
restos del naufragio, apenas capaz de
ver porque el agua salada le escocía los
ojos y los martillazos de las olas
amenazaban con arrancarlo de la
madera y arrastrarlo a su perdición bajo
las aguas. Sus dedos estaban en carne
viva de agarrarse con todas sus fuerzas a
lo que quedaba del barco en el que
había navegado.
Aferrándose a la esperanza de que
el mar lo arrojara a las playas de la isla
antes de que se quedara sin fuerzas y
las aguas lo reclamaran, agitó
débilmente las piernas mientras era
zarandeado como un jinete en un potro
sin domar. Todos sus músculos ardían y
la sangre manaba de un corte hinchado
en su frente; el mareo y la náusea
amenazaban con apartarlo del pecio con
tanta fuerza como las olas. El mar lo
impulsaba hacia la isla, aunque las
resplandecientes brumas que
amortajaban sus acantilados parecían
distorsionar la distancia que lo separaba
de la salvación: un momento prometían
un desembarco inminente y, al
siguiente, barrían sus esperanzas porque
la tierra parecía alejarse.
Las brumas no sólo confundían su
visión, sino también, según parecía, su
oído. Entre el tumulto de las olas le
pareció oír el golpeteo del agua en la
quilla de un barco que surcaba tras él
los traicioneros canales. Volvió la
cabeza a un lado y a otro, buscando la
fuente del sonido, pero no pudo ver
nada más que la infinita extensión de
espectrales brumas que se aferraban al
mar como un amante y la burlona
visión de los acantilados blancos.
Tragó una bocanada de agua salada
y la escupió mientras su cuerpo se
estremecía de agotamiento y de frío. Un
terrible letargo arrullaba sus miembros
y podía sentir que las fuerzas
abandonaban su cuerpo como si se las
extrajeran con un hechizo. Sentía los
párpados como si les hubieran colocado
dos pesos de plomo, abatiéndose sobre
sus ojos azul zafiro, prometiéndole el
olvido si los cerraba y se rendía. Se
sacudió el sueño que sabía que iba a
matarlo y rodeó con sus manos
desgarradas los bordes astillados de la
madera, agradeciendo el dolor que le
hizo echar la cabeza atrás y gritar.
Gritó de dolor y de pérdida y de
una angustia que no comprendía del
todo.
No sabía cuánto tiempo llevaba en
el agua. Tampoco podía recordar el
navío en el que había navegado ni qué
función cumplía como parte de su
tripulación. Su memoria era tan
insustancial como las brumas, imágenes
fragmentarias que correteaban sin
significado por la superficie de su
mente, y todo lo que podía recordar era
el cruel mar golpeándolo con su
poderío cruel.
El océano lo alzó, llevándolo en
volandas por una rugiente curva de
agua antes de lanzarlo de nuevo a otro
abismo verde oscuro, pero en el
instante en que llegó a la cresta de la
ola, divisó una vez más el paisaje de la
isla a través de sus ojos enrojecidos por
la sal.
Los altos acantilados de piedra
blanco perla rematados de un color
verde dolorosamente hermoso estaban
más cerca que nunca, y los ecos de las
poderosas olas que resonaban como
fragmentos de cristal en su base
resultaban ahora ensordecedores. Una
nueva esperanza brotó en su sangre
mientras las nieblas se apartaban y
dejaban ver la curva dorada de una
playa más allá de un saliente de roca
marmórea.
Una risa histérica borboteó en su
interior, y pataleó a la desesperada
mientras luchaba contra la marea para
llegar a la tierra que era su hogar.
Apretó los dientes e hizo acopio de
sus últimas fuerzas para llegar a la
salvación de la orilla. Furioso porque se
le negaba su presa, el mar luchó por
conservarlo, pero él sondeó las
profundidades de su desesperación y su
valor para zafarse de su abrazo.
Lentamente, la curvatura de la
playa se hizo más grande,
extendiéndose en los bordes de una
bahía rocosa donde se alzaban
numerosas atalayas y faros. Sintió que
sus fuerzas se agotaban mientras se
internaba en las aguas más calmadas de
la bahía, y se aupó sobre los maderos de
su barco perdido aprovechando que las
corrientes lo impulsaban hacia adelante.
Su visión se oscureció. Sabía que
había forzado demasiado su cuerpo
torturado y no tenía nada más que
ofrecer. Se tendió boca abajo sobre la
lisa superficie del madero y sintió que
sus miembros se relajaban mientras la
conciencia empezaba a fallarle. Sonrió
al ver acercarse la costa de su patria,
altos álamos y plantas perennes que
corrían hasta la orilla desde la cima de
los acantilados.
Unas formas aladas revoloteaban en
el cielo sobre él, y sonrió a las aves
marinas que llenaban el aire con sus
gritos, como dándole la bienvenida una
vez más…, aunque no podía recordar
por qué ni cuánto tiempo había estado
lejos. Su mente divagó mientras la
corriente lo empujaba hacia la playa, y
tardó varios minutos en advertir el
suave impacto de su improvisada balsa
contra la orilla.
Alzó la cabeza para escupir agua
salada y sus ojos se llenaron de lágrimas
de alegría al pensar que había regresado
a casa. Sollozó y se apartó de los
maderos que lo habían transportado a
través del frío y verde mar y rodó en el
agua poco profunda.
Sentir la suave arena bajo su cuerpo
fue un éxtasis, y agarró grandes
montones con sus puños
ensangrentados mientras se arrastraba
hacia la arena seca. Centímetro a
centímetro, tortuosamente, arrastró su
cuerpo empapado hacia la playa,
remarcando cada hercúleo esfuerzo con
estremecedores sollozos y jadeos de
cansancio.
Finalmente dejó atrás el océano y se
desplomó de costado, llenando de aire
sus pulmones y dejando que las
lágrimas abrieran surcos claros en su
rostro. Se tendió de espaldas para
contemplar el cielo
sobrecogedoramente azul mientras
cerraba los ojos.
—Estoy en casa —susurró mientras
se hundía en la oscuridad—. Ulthuan…

***
Ellyr-charoi, la gran mansión de la
familia Éadaoin, resplandecía como si
estuviera en llamas mientras el sol de
las primeras horas de la tarde se
reflejaba cegador en las joyas
incrustadas en sus muros y las vidrieras
que cerraban los altos ventanales de sus
muchas torres rematadas de azul.
Construida alrededor de un patio
central, la arquitectura de la mansión
había sido pensada para que fuera tan
parte del paisaje como los elementos
naturales que la rodeaban. Sus
constructores habían empleado la
topografía natural en su diseño para
que pareciera que la mansión se había
elevado por sí sola de sus aledaños en
vez de haber sido levantada por la
habilidad de los artesanos.
Situada entre un amplio macizo de
árboles, la mansión estaba flanqueada
por dos lados por un par de blancas
cascadas que tenían su origen en las
pendientes orientales de las Montañas
Annulii. Las aguas de ambas se unían
más allá de la mansión, y corrían
veloces y frías hacia un ancho río que
chispeaba en el horizonte. Un sendero
cubierto conducía desde las puertas de
la mansión hasta un puente de maderas
arqueadas que se curvaba sobre las
rápidas aguas y seguía el curso del río a
través del eterno verano de Ellyrion
hasta la poderosa ciudad de Tor Elyr.
Las hojas de otoño reposaban
tupidas y quietas contra la lisa piedra de
la mansión y las enredaderas se
curvaban como serpientes por los
agrietados muros, salvajes y sin atender.
Una suave brisa entraba por las puertas
abiertas como un suspiro de pesar y
silbaba entre las hojas rotas de cristal de
las torres más altas. Antaño había
guerreros montando guardia junto al
portal que conducía al interior y
vigilando el reino de lord Éadaoin
desde las atalayas, pero ahora cuanto
quedaba era el recuerdo de aquellos
fieles centinelas.
Dentro de las paredes de la
mansión, las hojas doradas bailaban con
los espectrales suspiros del viento que se
colaba tosiendo por las habitaciones
vacías y resonantes. No había agua que
borboteara en la fuente, ni risa ni calor
que ocuparan sus salones desiertos. El
único sonido que rompía el silencio era
el de pasos vacilantes que avanzaban a
lo largo de un claustro de losas de
mármol en dirección a unas elegantes
escaleras curvadas que conducían desde
el patio a los aposentos del señor de la
casa.
***
Rhianna dejó de leer su libro y alzó la
cabeza cuando Valeina surgió de las
sombras y entró en el patio de verano,
aunque ese nombre parecía ahora
contradecirse con el aire otoñal que
flotaba sobre el espacio abierto. La
joven criada elfa llevaba una bandeja de
plata donde había una copa de cristal
llena de vino y un plato con fruta
fresca, pan, queso y trozos de carne fría.
Vestida con la librea de la casa, Valeina
había servido a los señores de los
Éadaoin desde hacía ya casi una
década, y Rhianna sonrió dando la
bienvenida a la muchacha cuando dejó
atrás la silenciosa fuente situada en el
centro del patio.
En el año y medio que llevaba
viviendo en la mansión Éadaoin,
Rhianna le había tomado cariño a
Valeina y valoraba las ocasiones en que
podían conversar. Por dentro, sabía que
nunca habría considerado mantener
una amistad semejante en las
posesiones de su padre…, pero habían
pasado muchas cosas desde que dejó
Saphery.
—Mi señora —dijo Valeina
colocando la bandeja junto a ella—. La
comida de lord Éadaoin. Dijiste que
deseabas llevársela en persona.
—En efecto —respondió Rhianna—.
Gracias.
La muchacha inclinó la cabeza en
un gesto de respeto, pues los límites
entre los elfos de noble cuna y los
ciudadanos comunes todavía eran
patentes a pesar de su creciente
amistad, y Rhianna no necesitó ninguna
visión mágica para comprender que a
Valeina le parecía mal que le trajera a
ella este refrigerio en vez de llevarlo
directamente al señor de la casa. La
etiqueta exigía que ningún elfo de
noble cuna de Ulthuan se encargara de
tareas tan mundanas como servir la
comida, pero Rhianna le había pedido
amablemente que le trajera esta comida
primero a ella.
—¿Requieres algo más, mi señora?
—preguntó Valeina.
Rhianna negó con la cabeza.
—No, está bien —respondió—. ¿No
quieres sentarte un momento?
Valeina dudó y la sonrisa de
Rhianna vaciló, sabiendo que
simplemente estaba usando a la
muchacha como excusa para retrasar el
tener que llevar la comida a su
destinatario.
—Sé que esto no es… ortodoxo,
Valeina —dijo Rhianna—, pero se trata
de algo que tengo que hacer.
—Pero no está bien, mi señora —
contestó la criada elfa—. Que una dama
de vuestra posición haga el trabajo del
servicio, quiero decir.
Rhianna volvió a sonreír y extendió
la mano para tomar la de Valeina.
—Sólo voy a subirle la comida a mi
esposo, eso es todo.
La criada elfa dirigió una mirada
hacia las escaleras que se enroscaban
alrededor de la Torre Hipocrena. En su
día, una porción de las ruidosas
cascadas más allá de la mansión se
canalizaba por huecos abiertos en los
lados de la torre para alimentar la
fuente del centro del patio de verano,
pero ahora hojas secas y resquebrajadas
ocupaban los cuencos de mármol y
plata en vez de las chispeantes aguas
cristalinas.
—¿Cómo está lord Éadaoin? —
preguntó Valeina, claramente nerviosa
ante una pregunta tan intrusiva.
Rhianna suspiró y se mordió el labio
inferior antes de contestar.
—Está igual que siempre, mi
querida Valeina. La muerte de Cae…
de su hermano es una astilla de hielo
en su corazón y hiela su sangre hacia
todos los que le rodean.
—Todos echamos de menos a
Caelir, mi señora —dijo Valeina,
apretando la mano de Rhianna y
mencionando la pena que se había
posado sobre la casa Éadaoin como una
mortaja—. Él traía vida a esta casa.
—Sí que lo hacía —reconoció
Rhianna, esforzándose por contener
una súbita oleada de tristeza que
amenazaba con abrumarla. Un sollozo
ahogado escapó de su garganta, pero,
furiosa, se guardó la pena para sí y
reafirmó el control sobre sus emociones.
—¡Lo siento! No era mi intención…
—No pasa nada, querida —
respondió Rhianna—. De verdad.
Sabía que no había convencido a la
criada y se preguntó si se había
convencido a sí misma.
Habían pasado dos años desde la
muerte de Caelir en Naggaroth, y
aunque la tristeza era todavía un dolor
ardiente en su corazón, cadenas de
deber que eran más fuertes que la
muerte la ataban a su destino.
Recordó el día en que había visto a
los barcos águila regresar a Lothern
después de la incursión en la tierra de
los elfos oscuros, los odiados druchii, la
brillante plata de la Puerta de Zafiro
brillando como fuego al sol poniente
tras ellos. En cuanto vio los ojos
espantados de Eldain cuando entró en
el patio, supo que Caelir había muerto:
las visiones de Morai-heg, que habían
llenado sus sueños con oscuras
premoniciones, de pronto cobraron
horrible vida.
Los druchii habían matado a Caelir,
explicó Eldain, y la abrumadora pena
que sentía por la pérdida de su
hermano era tan ardiente y dolorosa
como la de ella. Juntos habían llorado y
se habían consolado, permitiendo que
su pérdida compartida los uniera más
de lo que podrían curarse solos.
Trató de olvidar el recuerdo de
aquel aciago día y miró el anillo de
compromiso que llevaba en el dedo, un
aro de plata con una brillante gema de
color cobalto engarzada entre un par de
manos entrelazadas. Poco después,
Eldain le había contado la promesa que
le hizo a su hermano menor tras partir a
la Tierra del Hielo: la promesa de que
cuidaría de Rhianna si le sucedía algo a
Caelir.
Se casaron al año siguiente y la
nobleza élfica de Ulthuan reconoció
que era un buen enlace.
Y bien podía serlo, pensó Rhianna,
pues Eldain y ella casi se habían
prometido antes de que ella se
enamorara de Caelir después de que la
salvara de la muerte a manos de unos
saqueadores druchii un año antes.
Pero los sueños de amor ya se
habían perdido hacía tiempo, y ahora
era la esposa de Eldain, señor de la
familia Éadaoin y amo de esta mansión.
Rhianna retiró la mano de la de
Valeina y recogió la bandeja de plata.
Se levantó lentamente y dijo:
—Debería llevarle esto a Eldain.
Valeina se levantó con ella.
—Tiene una alma buena, mi señora.
Dele un poco más de tiempo.
Rhianna asintió envarada. Se dio
media vuelta y se dirigió hacia las
escaleras para ver a su esposo, que
rumiaba a solas su pena en la torre más
alta de Ellyr-charoi.

***
Eldain se agarraba con fuerza al marco
de la ventana ojival que asomaba a las
ondulantes praderas de Ellyrion y
escuchaba las voces que llegaban desde
el patio de verano. Cada palabra era
una daga en su corazón, así que cerró
los ojos mientras el dolor lo apuñalaba.
Dejó escapar un profundo suspiro y
trató de calmar los acelerados latidos
recitando el juramento de los maestros
de la espada de Hoeth.
Aunque nunca había visitado la
Torre Blanca donde se entrenaban los
legendarios guerreros místicos, su
mantra lo tranquilizaba en momentos
de tensión, pues las rítmicas cadencias
de las palabras sonaban como música
en sus oídos.
Eldain abrió los ojos y, tras inspirar
aire para calmarse, alzó los ojos hacia
las montañas que se extendían al oeste.
Las Montañas Annulii se alzaban sobre
las praderas de Ellyrion, imponentes y
blancas contra el azul claro del cielo, las
cumbres perdidas en las brumas de la
magia pura que fluía entre los reinos
interior y exterior de Ulthuan. La
tranquilizadora permanencia de las
montañas era un bálsamo para su alma,
y sus ojos recorrieron sus afilados picos
y sus pendientes cubiertas de árboles,
detectando senderos y bosquecillos
sagrados entre las altas columnas de
roca.
En su juventud, Caelir y él habían
recorrido las tierras de Ellyrion a lomos
de corceles que habían criado desde
potrillos y que se habían convertido en
sus principales compañeros desde que
galopaban juntos, pero ahora Caelir
estaba muerto y Eldain apenas salía de
Ellyr-charoi.
«Tiene un alma buena», había oído
decir a Valeina, y no supo si reír o llorar
ante aquellas palabras. Se apartó de la
ventana y recorrió la circunferencia de
la Torre Hipocrena; su larga capa de
tejido celeste onduló tras él cuando un
viento frío dispersó hojas y papeles de
un escritorio de madera de nogal
exquisitamente tallada.
Las paredes interiores de la torre
estaban llenas de estanterías y
flanqueadas por altas ventanas en cada
uno de los ocho puntos de la brújula, lo
que permitía al señor de Ellyr-charoi
escrutar sus dominios y contemplar las
poderosas manadas de sementales de
Ellyrion cuando galopaban por las
llanuras.
Eldain se desplomó tras el escritorio
y recogió los papeles que había
dispersado el viento. Entre los informes
de los guerreros sombríos de las costas
occidentales y las misivas de la
guarnición de la Puerta del Águila, en
las alturas de las montañas, había
numerosas invitaciones para cenar en
los hogares de los nobles de Tor Elyr,
entradas para el último espectáculo
maravilloso de Saphery y noticias de sus
agentes en el puerto de Lothern
referidas a sus inversiones comerciales.
No podía concentrarse en ninguna
de aquellas cosas más que un instante, y
se volvió a mirar el retrato que colgaba
en la pared frente a la mesa. A pesar de
las diferencias que existían entre el
tema del retrato y Eldain, bien podía
haber estado contemplando un espejo,
y sólo un estudio más atento revelaría
las diferencias entre ambos.
Los dos llevaban largo el pelo rubio
platino, sujeto por un aro dorado, y los
dos tenían la hermosa y fuerte
estructura ósea común a la nobleza de
Ellyrion: un semblante bronceado y
azotado por los vientos que hablaba de
una vida pasada al aire libre a lomos de
los más poderosos garañones de
Ulthuan. Los ojos eran de un azul
brillante moteado de gris océano, pero
donde el rostro del retrato mostraba un
aspecto picaro y dicharachero, los rasgos
de Eldain eran tensos y serios. El artista
había capturado la burla juvenil que
siempre asomaba a los ojos de su
hermano menor además del espíritu
aventurero que siempre parecía rodear
a Caelir como un aura mística. Eldain
sabía bien que no poseía ninguna de
esas cualidades.
Miró a los ojos de Caelir y sintió
agitarse en su interior la culpa familiar,
que le dio la bienvenida como una vieja
amiga. Sabía que era perverso tener el
retrato de su hermano muerto (y el
antiguo prometido de su esposa)
colgado allí donde se veía obligado a
verlo cada día, pero desde su «triunfal»
regreso de la tierra de los druchii, se
había obligado a enfrentarse a la
realidad de lo que había sucedido en
Naggaroth.
Cada día lo reconcomía, pero no
podía negarse el tormento culpable,
igual que no podía detener los latidos
de su corazón.
Eldain alzó la cabeza cuando oyó los
pasos de Rhianna en la escalera que
conducía a sus aposentos. Aunque no
hubiera oído la conversación en el
patio, habría reconocido sus pasos.
Forzó una sonrisa en los labios cuando
ella apareció, sosteniendo una bandeja
de plata cargada de manjares de dulce
olor.
Se regodeó en su belleza, pues
siempre encontraba algún aspecto de
ella que saborear de nuevo. El pelo
hasta la cintura caía en torno a sus
hombros como un torrente de miel, y
sus delicados rasgos ovalados estaban
más perfectamente esculpidos de lo que
ningún artista podría esperar capturar
en el más fino mármol de Tiranoc. Su
largo vestido azul estaba bordado con
lazos y espirales de plata, y sus suaves
ojos chispeaban con retazos de oro
mágico.
Era hermosa, y su hermosura
resultaba un castigo más.
—Deberías dejar que Valeina se
encargue de esto —dijo él mientras su
esposa depositaba la bandeja frente a él.
—Me gusta venir aquí —contestó
Rhianna con una sonrisa, y Eldain pudo
oír la mentira en sus palabras.
—¿De verdad?
—De verdad —afirmó ella,
acercándose a la ventana para
contemplar la distancia—. Me gusta el
panorama. Prácticamente se ve hasta los
bosques de Avelorn.
Eldain dejó de mirar un momento a
Rhianna y observó la bandeja de
comida que había traído. Sin ganas,
cogió un trocito de pan. No tenía
apetito y lo dejó de nuevo en la bandeja
cuando Rhianna se volvió hacia él.
—¿Por qué no salimos a cabalgar
hoy, Eldain? —propuso ella—. Todavía
queda bastante luz y hace mucho
tiempo que no montas a Lotharin.
La mención de su fiel corcel hizo
que Eldain sonriera, y aunque el caballo
negro noche recorría las llanuras con las
manadas salvajes que trotaban libres
por todo el reino de Ellyrion, solamente
con pensarlo podía convocarlo de
regreso a Ellyr-charoi al galope, tal era
el vínculo que compartían.
Negó con la cabeza y señaló con la
mano los papeles dispersos sobre su
escritorio.
—No puedo. Tengo trabajo que
hacer.
El rostro de Rhianna se ruborizó y
pudo ver su furia manifestarse en el
suave brillo que se acumuló tras sus
ojos dorados. Hija de Saphery, el poder
de la magia corría por sus venas y
Eldain pudo sentir su aroma actínico en
el aire.
—Por favor, Eldain —insistió
Rhianna—. Esto no es sano. Te pasas
los días encerrado en esta torre sin otra
cosa más que libros y papeles y… con
Caelir por compañía. Es morboso.
—¿Morboso? ¿Ahora es morboso
recordar a los muertos?
—No, no es morboso llorar a los
muertos, pero vivir a su sombra es un
error.
—No vivo a la sombra de nadie —
protestó Eldain agachando la cabeza.
—No me mientas, Eldain —advirtió
Rhianna—. ¡Soy tu esposa!
—¡Y yo soy tu marido! —replicó él,
levantándose de la mesa y derribando
la bandeja de plata. Los platos cayeron
con estrépito y la copa de cristal se hizo
mil pedazos—. Yo soy el amo de esta
casa y tengo negocios que atender. No
dispongo de tiempo para frivolidades.
—¿Frivolidades…? ¿Eso es lo que
soy ahora para ti?
Eldain pudo ver las lágrimas
acumularse en sus ojos y suavizó el
tono.
—No, por supuesto que no, no es
eso lo que quería decir. Es que…
—¿Qué? —exigió Rhianna—. ¿No
recuerdas cómo me perdiste antes?,
¿cuando los druchii casi acabaron
conmigo? Fue Caelir quien me salvó,
porque tú te pasabas todo el tiempo
encerrado en esta torre «atendiendo
negocios».
—Alguien tenía que… —intentó
protestar Eldain—. Mi padre se estaba
muriendo, envenenado por los druchii.
¿Y quien había aquí para cuidar de él y
mantener a salvo a Ellyr-charoi?
¿Caelir? No lo creo.
Rhianna dio un paso hacia él y
Eldain sintió que su resolución se
desmoronaba ante sus palabras.
—Caelir está muerto, Eldain. Pero
nosotros no, y todavía tenemos toda
una vida por delante —recogió un fajo
de papeles de la mesa y continuó—.
Sigue habiendo un mundo más allá de
Ellyr-charoi, Eldain, un mundo que
vive y respira y del que deberíamos
formar parte. Pero no visitamos a los
otros nobles, ni cenamos en las
mansiones de los grandes ni bailamos
en las mascaradas de Tor Elyr…
—¿Bailar? —preguntó Eldain—.
¿Qué hay que festejar bailando,
Rhianna? Somos un pueblo moribundo
y ningún baile ni mascarada puede
ocultar eso. ¿Quieres que me pegue en
la cara una sonrisa falsa y baile en el
funeral de nuestra raza? La sola idea
me asquea.
La vehemencia de sus palabras lo
sorprendió incluso a él, pero Rhianna
negó con la cabeza, se acercó y cogió sus
manos.
—¿Te acuerdas que le prometiste a
tu hermano que cuidarías de mí?
—Me acuerdo —afirmó Eldain, y
vio ante sí al hermoso Caelir cuando le
confesó el miedo que tenía por su
supervivencia en Naggaroth cuando su
barco dejaba atrás el faro
resplandeciente en la desembocadura
de los estrechos de Lothern.
—Entonces cuida de mí, Eldain —
dijo ella—. Otros pueden ayudar a
cuidar de Ellyr-charoi. Asómate a esa
ventana, Eldain, el mundo sigue ahí
fuera y es hermoso. Sí, la raza oscura
del otro lado de las aguas se ceba sobre
nosotros y, sí, hay demonios espantosos
que pretenden destruir todo lo que es
bueno y maravilloso, pero si vivimos
nuestras vidas con un constante terror
por esos seres, entonces bien podríamos
cortarnos ahora mismo la garganta con
un cuchillo.
—Pero hay cosas que debo hacer,
cosas que…
—Pueden esperar —insistió
Rhianna, colocando sus manos sobre su
cintura y atrayéndolo hacia sí. El olor
de las orquídeas de verano flotaba en su
pelo y Eldain lo saboreó, sintiendo que
su caricia lo animaba mientras
disfrutaba del olor.
Sonrió y se relajó en su abrazo,
sintiendo que las manos de ella se
deslizaban por su espalda.
Abrió los ojos y se envaró al mirar a
los ojos de su hermano.
Tú me mataste…
2

Un resplandor rojo iluminaba el


horizonte tras los tres navíos águila que
patrullaban la costa suroeste de
Ulthuan, sus cascos plateados cortaban
como hojas de cuchillo las olas verdes.
El capitán Finlain, del Orgullo de
Finubar, contemplaba los irregulares
picos de las Montañas Espinazo del
Dragón y veía cómo el Yunque de
Vaul, envuelto en humo, quedaba atrás
mientras su pequeña flotilla se
encaminaba hacia su punto de atraque
nocturno en las orillas arenosas de
Tiranoc.
La fina franja costera de este reino
montañoso se había extendido una vez
más allá de donde ahora surcaban sus
navíos, pero males antiguos y magias
poderosas habían destruido ese reino,
antaño hermoso. Olas monstruosas
habían barrido las llanuras de Tiranoc
en épocas pasadas, arrastrando a
millares a la muerte y sumergiendo para
siempre bajo las olas sus fértiles campos
y sus gloriosas ciudades. Sólo las
montañas y las altiplanicies que se
acurrucaban a sus pies permanecían por
encima del agua ahora, y Finlain sabía
que navegar tan cerca de la costa era
algo que estaba siempre repleto de
peligros.
—Sondead —ordenó Finlain, la voz
apagada por la niebla que abrazaba la
superficie del agua y se deslizaba sobre
el casco de su navío.
—Todo bien, capitán —fue la
respuesta de Meruval, el navegante del
Orgullo.
Finlain se volvió hacia la proa de su
barco, donde el mago Daelis estaba
sentado en un sillón de marfil de color
madera, con los ojos cerrados mientras
sondeaba las aguas y brumas con su
visión mágica en busca de cualquier
roca peligrosa que pudiera perforar la
quilla.
La tripulación estaba nerviosa y
Finlain compartía la inquietud. El cielo
rojo sobre el Yunque de Vaul se
extendía por encima de las nubes como
una mancha de sangre y el aire
apestaba por algo más que el hedor
sulfuroso del volcán.
—Me alegraré cuando lleguemos a
la playa para pasar la noche —dijo
Meruval, recorriendo la cubierta para
situarse junto a su capitán.
Finlain asintió, y escrutó las brumas
púrpura buscando los otros barcos bajo
su mando. El Gloria de Eataine
navegaba un poco más despacio, y el
Fuego de Asuryan se retrasaba, pues su
capitán mantenía demasiada distancia
entre su navío y sus otros dos
hermanos.
—En efecto —asintió Finlain—. El
mar tiene un feo aspecto esta noche.
Meruval siguió la mirada de su
capitán y asintió mostrando su acuerdo.
—Lo sé. He tenido que sortear
formaciones rocosas que nunca he visto
antes. Es peor que navegar al este de
Yvresse.
—¿Habías visto antes tanta
inconsistencia en estas aguas?
—No que yo recuerde —respondió
Meruval—, pero según mi abuelo, en
sus tiempos, Tiranoc salía a la superficie
con grandes sacudidas que escupían
islas que se hundían casi en cuanto
llegaban a la superficie.
—Como si la tierra quisiera regresar
a la luz.
—Algo así, sí. Decía que cuando
Vaul se enfurecía, golpeaba su yunque
y la tierra a su alrededor se estremecía
con fuego y terremotos.
Finlain miró por encima de su
hombro la cima humeante del Yunque
de Vaul y envió una rápida oración al
dios herrero para que les evitara su
furia esta noche, ya que la luz se perdía
rápidamente y una niebla oscura se
cernía veloz sobre ellos. Extraños ruidos
y luces parpadeantes bailaban al borde
de la percepción, y aunque estas cosas
eran conocidas en las brumas mágicas
que ocultaban la isla de Ulthuan de
ojos depredadores, seguían siendo
inquietantes.
Sólo los aguzados oídos de su
tripulación y la visión mágica de Daelis
los llevarían a salvo a la orilla. La
sensación de que no podía hacer nada
más era anatema para él.
En cuanto pensó en el mago, su
profunda voz resonó desde la proa.
—¡Capitán! Hay tierra ante
nosotros. Debemos frenar nuestro
avance.
—¡Aguantad ahí! —ordenó Finlain,
agarrando las pulidas maderas de la
borda mientras el barco se detenía
limpiamente.
»Vamos —dijo, y se dirigió hacia el
mago, sin esperar a ver si Meruval lo
seguía o no. Recorrió la cubierta del
navío, pasando junto a los marineros
ansiosos por llegar a tierra firme donde
pasar la noche. El barco permitía que la
corriente lo llevara hasta la orilla, con la
tripulación preparada para hacer
cualquier ajuste necesario que los
mantuviera en su curso.
»Ya casi hemos llegado a la playa —
advirtió mientras pasaba entre la
tripulación, irradiando una confianza
que no sentía aún. Subió los escalones
curvos hasta la elaborada proa en forma
de águila y se dirigió hacia el mago que
los guiaba lentamente a través de la
bruma.
Daelis estaba sentado rígido en su
asiento, su túnica crema y zafiro
chispeaba con adornos mágicos y un
suave brillo perfilaba los bordes de sus
ojos.
—Estamos cerca de tierra, capitán
—dijo el mago sin alzar la cabeza—: La
orilla está a menos de dos largos.
La voz del mago era lejana, como si
hablara desde dentro de una gran
cueva resonante, y Finlain pudo sentir
el ondular de la acción mágica
recorrerle la espalda, una fugaz imagen
de un mundo oscuro y subacuático que
aleteaba detrás de sus ojos.
—¿Dos largos? —inquirió Meruval
—. Imposible. No hemos navegado lo
suficiente para estar tan cerca de tierra.
Estás equivocado.
Daelis inclinó la cabeza hacia el
navegante, pero no abrió los ojos.
—No lo estoy.
—Capitán —insistió Meruval,
indignado porque sus habilidades de
piloto estaban siendo puestas en duda
—. No podemos hallarnos tan cerca.
Tiene que estar confundido.
Finlain había navegado tanto con
Daelis como con Meruval durante
tiempo suficiente para saber que ambos
eran muy buenos en su trabajo, y
confiaba implícitamente en su juicio.
Sin embargo, en este caso, uno de los
dos tenía que estar equivocado.
—Hazme caso, capitán —dijo
Meruval—. No podemos estar tan cerca
de la orilla.
—Te creo, amigo mío. Pero ¿y si
Daelis tiene razón también?
—Tengo razón —afirmó Daelis,
alzando el brazo y señalando hacia la
bruma—. Mirad.
Finlain siguió la mano extendida
del mago y entornó los ojos mientras
trataba de identificar lo que se le
mostraba. Jirones de niebla flotaban
como fina tela de araña, y al principio
se sintió inclinado a creer, como
Meruval, que el mago estaba
confundido, pero cuando los hilillos de
niebla se dispersaron un momento,
pudo ver una torre de brillante roca
negra que se alzaba ante su navío.
Meruval la vio también.
—Que Isha me lleve si no tenía
razón después de todo… —dijo.
—Tú mismo lo dijiste, Meruval, el
mar estaba inquieto esta noche.
—Tienes mis humildes disculpas,
capitán —reconoció el navegante—.
Igual que tú, mago Daelis.
El mago sonrió y Finlain negó con la
cabeza y se dio media vuelta para
regresar con la tripulación y dar las
órdenes necesarias para navegar a lo
largo del acantilado hasta que llegaran a
una cala con una playa lo bastante
grande para que los tres navíos
pudieran desembarcar.
—Guíanos por la costa, Meruval —
ordenó Finlain mientras un súbito
sonido parecido a un latigazo resonaba
tras él, seguido por tres rápidos golpes
secos. Se dio la vuelta, sorprendido, y
vio brillantes chorros de sangre que
corrían por el blanco respaldo del sillón
del mago y las puntas serradas de tres
virotes de ballesta de oscuro hierro que
le habían atravesado el pecho.
Daelis borboteó de dolor, clavado al
sillón de proa por los virotes, y el
capitán Finlain tardó un segundo en
advertir lo que había sucedido. Escrutó
la niebla, sabiendo ahora que Meruval
tenía razón después de todo, y que no
estaban cerca de tierra, y que aquel
gran acantilado negro no era parte de
Ulthuan en absoluto. Era…
Las brumas se abrieron cuando un
gran crujido de roca resonó en las
oscuras profundidades y el poderoso
acantilado pareció retorcerse y brotar
del océano. El agua salada cayó desde
los portales colmilludos y los grandes
ídolos de guerreros con armadura
tallados en la roca mientras se alzaban
del mar y una gran bengala de fuego
estallaba en el cielo.
—¡A las armas! —gritó Finlain, y
una nube de oscuros virotes revoloteó
desde las alturas. Los gritos hendieron
el aire cuando muchos de ellos
encontraron su blanco en la carne élfica
y el hedor de la sangre inundó sus
sentidos. Se tambaleó cuando un virote
le atravesó el muslo y se clavó en la
cubierta. Apretó los dientes para vencer
el dolor y la sangre anegó su bota. El
capitán alzó la cabeza mientras un gran
proyectil ardiente surgía del negro
acantilado para envolver al Gloria de
Eataine, cuya vela estalló en llamas que
se dispersaron por toda la cubierta.
Desenmascarado el engaño por el
ataque, el alto arrecife de roca viva se
despojó de su manto de bruma
envenenada y Finlain se quedó inmóvil
en su sitio, aterrorizado, mientras veía
el monstruoso e increíble tamaño de su
atacante.
No era un simple barco, sino un
montañoso castillo de volumen
increíble que surcaba el mar y se
mantenía a flote por medio de los más
poderosos encantamientos: una de las
temibles arcas negras de los elfos
oscuros. Se trataba de una siniestra
fortaleza flotante, torre sobre torre,
aguja sobre aguja de roca viviente que
había sido arrancada de la isla de
Ulthuan hacía más de cinco mil años.
Tripuladas por un ejército entero de
mortíferos corsarios y terribles hogares
de miles de esclavos, las arcas negras
eran los navíos más temidos del mundo
y ridiculizaban con su tamaño incluso el
poderío de los navíos águila de Finlain.
El capitán había oído decir que la masa
que desplegaban sobre la superficie del
agua no era más que una fracción de su
verdadero tamaño, con grandes
cavernas abovedadas bajo la línea de
flotación donde moraban terribles
monstruos, esclavos y todo tipo de
espantosas brujerías.
Mientras Finlain reconocía la
identidad de sus atacantes, una puerta
de hierro oxidado se abrió entre
chirridos a un lado del arca y una larga
rampa de abordaje cayó sobre la borda;
sus puntas serradas se clavaron en la
cubierta y sujetaron a su presa.
Finlain se puso en pie y desenvainó
la espada, una resplandeciente hoja de
acero plateado forjada por su padre y
encantada por los archimagos de
Hoeth.
Formas oscuras se congregaban a la
sombra de la puerta en la roca y una
andanada de flechas de plumas blancas
pasó por encima de la cabeza de Finlain
para abatirse con letal precisión. Otra
andanada siguió segundos después de
la primera, y esta vez fueron sus
enemigos lo que gritaron.
Echó una mirada por encima del
hombro para ver que Meruval había
formado varias filas de arqueros. Sus
arcos de blanco hueso lanzaban flecha
tras flecha contra el oscuro portal.
En respuesta, una media luna de
virotes de ballesta salió escupida por la
boca del arca y Finlain oyó los gritos de
sus guerreros mientras morían bajo la
descarga. Los arqueros élficos eran los
mejores del mundo, pero ni siquiera
ellos podían competir con el ritmo de
fuego que eran capaces de mantener las
infernales armas de sus enemigos.
Agachado, Finlain corrió hacia
adelante mientras los mortíferos virotes
contenían a los defensores elfos el
tiempo suficiente para que los atacantes
pudieran bajar por la rampa. Entre
gritos, los corsarios druchii, vestidos con
túnicas oscuras y envueltos en
resplandecientes capas formadas de
escamas solapadas, salieron de las
profundidades del arca, sus espadas
gemelas brillaban en rojo bajo el brillo
carmesí del Yunque de Vaul.
Finlain se dispuso a enfrentarse a
ellos, y su espada descargó un tajo
contra el cuello del primer guerrero y lo
arrojó al mar. Atravesó la ingle del
siguiente guerrero enemigo y bloqueó a
la desesperada un temible golpe contra
su propio cuello. Habían pasado
muchos años desde que Finlain luchó
por última vez con los oscuros parientes
de su raza, los esbeltos elfos de piel de
marfil y largo pelo negro del color de la
noche. Los rostros de sus enemigos
estaban retorcidos por el odio y sus
movimientos eran tan rápidos y letales
como los suyos propios.
«Tan parecidos a nosotros…»,
pensó tristemente mientras esquivaba
otro golpe y eliminaba a su enemigo
con un giro de muñeca que envió la
punta de su hoja a través del ojo del
corsario hasta clavársela en el cerebro.
Flechas de plumas azules pasaron
volando por encima de su cabeza y
enviaron al mar a más druchii. La
mayoría pasó silbando a menos de un
palmo de la cabeza de Finlain, pero el
capitán no temía resultar herido por sus
propios guerreros.
Otra espada se unió a la suya, y
sonrió al ver que Meruval, armado con
sus espadas gemelas de media luna,
saltaba a la batalla. Con la ayuda de su
fiel navegante, por fin pudo no prestar
tanta atención a la batalla y se arriesgó a
mirar a izquierda y derecha para ver
cómo les iba a las otras naves bajo su
mando.
El Gloria de Eataine ardía de proa a
popa y Finlain supo que estaba perdido.
El Fuego de Asuryan era invisible en
medio de las llamas y la niebla, pero
temió lo peor cuando oyó los roncos
cantos de victoria de los druchii y los
gritos de los moribundos.
Sólo el Orgullo de Finubar seguía
luchando, y comprendió que tendrían
que soltarse del arca negra si querían
tener alguna posibilidad de
supervivencia. Finlain se apartó de la
desesperada lucha.
—¡Meruval! ¿Puedes contenerlos?
—gritó.
El navegante clavó sus espadas en el
pecho de un guerrero druchii y lanzó
de una patada a otro al mar, giró sobre
sus talones y le abrió el vientre a un
tercero.
—Durante un rato —afirmó,
mientras un par de virotes de hierro se
clavaban en la cubierta junto a él.
Finlain asintió y se apartó cojeando
de la desesperada lucha.
—¡Hachas! ¡Traed hachas!
¡Tenemos que soltarnos! —gritó a sus
hombres.
Cerca estalló una llamarada y el
corazón se le vino a la garganta cuando
vio cómo el Gloria de Eataine se
separaba y hundía bajo las olas junto
con su tripulación.
Finlain juró que ése no sería su
destino.

***
—Mi señora —dijo el guerrero del alto
yelmo que portaba una larga lanza de
hoja doble—. Se hace tarde y
deberíamos regresar a la mansión.
Kyrielle Verdetez sonrió al oír la
nota de exasperación en la voz del
guerrero y puso su mejor expresión de
inocencia. Su pelo rojizo estaba
recogido en largas trenzas, sujeto a la
cabeza por un cordón de plata que
enmarcaba un hermoso rostro de
titilantes ojos de jade y una boca
carnosa que podía encantar incluso al
corazón más encallecido.
Un simple guerrero no tenía
ninguna posibilidad.
—Todavía no, tonto —dijo con un
mágico tono seductor en la voz—. Es en
el crepúsculo cuando florecen algunas
de las plantas más maravillosas. No
querrás que regrese sin algo maravilloso
para ofrecérselo a mi padre, ¿verdad?
El guerrero miró indefenso a su
camarada, prendido como una
mariposa de su mirada cautivadora,
sabiendo que no podía negarle nada, ni
aunque lo hubiera deseado.
—No, mi señora —reconoció,
derrotado.
Era injusto que ella usara la magia
con los guardias que su padre le había
proporcionado, pero no había mentido
cuando habló de la belleza de las flores
nocturnas: la torrelain de hojas de
perla, los capullos cantarines de la
mágica anurion (así llamada por su
padre y creador), y la maravillosamente
aromática rosa lunar.
Se abrió paso por la cima del
sendero del acantilado que bajaba hasta
la playa, con un guardia delante y otro
detrás mientras se dirigían a la orilla.
Kyrielle iba descalza, pues sus agudos
ojos captaban fácilmente las rocas
afiladas y los matorrales espinosos antes
de que pudieran hacerle daño.
Su largo vestido estaba hecho de
seda verde adornada con largas pautas
entrelazadas de anthemion y se ceñía
de modo seductor a su esbelta silueta.
En una mano llevaba una delicada
redecilla y en la otra un cuchillito de
hoja de plata, pues las flores nocturnas
sólo podían podarse con un cuchillo de
plata.
El olor de la noche llenaba sus
sentidos y podía oler los perfumes de la
flora local además de las intensas
fragancias que surgían de las
profundidades del océano y flotaban en
el aire. Cuando las Islas Cambiantes de
la costa este de Ulthuan se renovaban,
la oscuridad del profundo mar era
perturbada y todo tipo de extraña vida
vegetal era arrastrada a la orilla, y
aromas desconocidos teñían el aire
nocturno. Ése era el motivo principal de
que su padre hubiera levantado una de
sus mansiones de terrazas ajardinadas
en esta península de roca casi desierta
en la costa de Yvresse.
La pálida media luna que salía
bañaba la playa de un brillo espectral y
convertía los blancos acantilados en
murallas de luz que resplandecían
suavemente mientras las olas chocaban
unas con otras y cubrían la arena de
suaves suspiros.
Le encantaba esta hora de la noche,
y a menudo buscaba la paz y la
tranquilidad que le producía el sonido
de las olas. Estar fuera de casa en una
noche como ésta, con las flores
nocturnas extendiendo sus pétalos y la
luz de la luna acariciando su piel, era el
cielo para Kyrielle, un momento en que
podía olvidar los problemas del mundo
a su alrededor y simplemente disfrutar
de su belleza.
—¿No es mágico? —preguntó
mientras bailaba hacia la playa,
haciendo piruetas bajo la luna como
una de las bailarinas desnudas de la
Reina Eterna. Ninguno de los guardias
le contestó, conscientes de cuándo sus
preguntas eran retóricas. Ella se echó a
reír y bajó corriendo hacia la orilla,
siguiendo la línea de los acantilados con
largas y graciosas zancadas. Incluso a
esta distancia de la orilla, la arena
estaba húmeda bajo sus pies, y supo
que las Islas Cambiantes debían de
haber experimentado una violenta
transformación para sacudir tan fuerte
los océanos.
Se detuvo junto a una rosa lunar
particularmente vivida, cuyos pétalos se
abrieron lentamente para revelar su
romántico y oscuro interior. El intenso
aroma de la planta le causó un
escalofrío de placer y extendió la mano
para agarrar una de las borlillas
productoras de polen antes de meterla
en su red.
El suave tintineo del metal anunció
la llegada de sus guardaespaldas. Las
armaduras refrenaban su paso y ella se
rio al imaginar su consternación porque
había bajado corriendo hasta la playa,
dejándolos atrás. Continuó su camino,
cortando flores de una docena de
plantas antes de detenerse al captar el
amargo aroma de otra cosa, algo que no
encajaba.
—¿Notáis ese olor? —preguntó,
volviéndose hacia sus guardias.
—¿Qué olor, mi señora? —preguntó
a su vez el guardia al que había
hechizado camino de la orilla.
—Sangre —respondió ella.
—¿Sangre? ¿Estás segura de que es
eso lo que hueles, mi señora? ¿No será
algún tipo de flor?
Ella negó con la cabeza.
—No, tonto. Tienes razón, hay
algunas plantas que huelen a sangre,
pero ninguna de ellas es nativa de
Ulthuan. Los druchii fermentan una
bebida llamada vino de sangre y se dice
que la parra de donde sale esa uva
huele a sangre coagulada, pero no es
esto.
A la mención de los druchii, ambos
guardias se colocaron junto a ella con
movimientos lentos y marciales. Kyrielle
olfateó el aire una vez más.
—Sí, es decididamente sangre —
dijo.
Sin esperar a que los guardias la
siguieran, se dirigió a la orilla, donde las
olas cubrían la arena con líneas de
espuma. Corrió veloz por la arena, casi
sin dejar huellas donde pisaba, mientras
seguía el olor de la sangre por la playa.
Kyrielle se detuvo al ver la figura al
borde del agua, tendida de espaldas con
los brazos abiertos. Parecía un cadáver.
—¡Allí! —dijo, señalando el cuerpo
—. ¡Os dije que olía sangre!
—Espera aquí, mi señora. Por favor
—dijo el guardia más cercano antes de
que pudiera ponerse en marcha una vez
más.
Reacia, accedió a la petición del
guerrero. Después de todo, había la
posibilidad de que esta persona pudiera
ser peligrosa todavía. No obstante,
siguió a los dos guardias mientras
avanzaban cautelosamente hacia el
cuerpo. Al acercarse, vio que se trataba
de un elfo joven y hermoso vestido con
una túnica desgarrada de la guardia del
mar de Lothern. Incluso desde detrás
de los guardias pudo ver que su pecho
subía y bajaba levemente.
—Está vivo —exclamó, avanzando
hacia él.
—No, mi señora —uno de los
guardias le impidió el paso mientras el
otro se arrodillaba junto a la figura y
comprobaba si llevaba armas. Vio cómo
despojaba a la figura de un ajado
cinturón de cuero del que colgaba un
cuchillo enfundado en una vaina de
metal negra y dorada y se lo pasaba a su
camarada.
—Está vivo y no parece herido.
—Bueno, ya os lo había dicho —
replicó Kyrielle, empujando a un lado al
guardia que sostenía el cinturón para
arrodillarse junto al elfo inconsciente.
Tenía las manos desgarradas y había un
feo arañazo en su frente, pero respiraba
y eso era algo. Sus labios se movían
como si murmurara para sí, y ella bajó
la cabeza para oír mejor lo que decía.
—¡Ten cuidado, mi señora! —la
previno el guardia.
Ella ignoró su advertencia y acercó
la oreja a la boca del joven elfo, que
continuaba susurrando débilmente.
—… debo… decir… necesito
decir… Teclis. Tiene que saber…
¡Teclis!
—¡Por favor, mi señora! —exclamó
el guardia—. No sabemos quién es.
—No seas tonto —respondió
Kyrielle, apartándose de los febriles
murmullos de la figura inconsciente—.
Está claro que es uno de los nuestros,
¿no? ¡Mira!
—No sabemos nada de él. ¿Quién
sabe de dónde viene?
Kyrielle suspiró.
—¡Pero bueno! Mira su túnica. Sea
quien sea, está claro que viene de
Lothern. Obviamente su barco se
hundió y pudo nadar hasta la orilla.
—Nunca he oído que ningún barco
de Lothern se haya hundido en las Islas
Cambiantes —dijo uno de los guardias
—. Desde luego, no uno de los barcos
de lord Aislin.
—¿Lord Aislin? —preguntó Kyrielle
—. ¿Cómo sabes que es uno de los
marineros de lord Aislin?
El guardia señaló al emblema
parcialmente oscurecido de la garra de
águila en la túnica de la figura.
—Es el símbolo de la familia de lord
Aislin —dijo.
—Bueno, pues entonces eso lo zanja
todo —repuso Kyrielle—. Nuestro
deber es ayudarlo. Vamos, levantadlo y
llevadlo de vuelta a la mansión. Mi
padre podrá ayudarlo.
Al no ver otra opción, los guardias
se arrodillaron junto a la figura tendida,
pasaron los brazos por sus hombros y lo
levantaron entre ambos.
Kyrielle los siguió mientras
abandonaban la playa, sonriendo feliz
por este misterio que había aparecido
ante su puerta.

***
El capitán Finlain y tres miembros de su
tripulación que habían agotado todas
sus flechas se abrieron paso luchando a
través de la lluvia de virotes de hierro,
de vuelta a la proa del Orgullo de
Finubar. Cada guerrero llevaba una
hacha de mano larga, lenguas ardientes
de fuego mágico veteaban el cielo
oscuro, pero ninguna se acercaba al
barco de Finlain: los proyectiles iban
dirigidos contra el casco del Fuego de
Asuryan, castigándolo terriblemente.
Un desesperado intercambio de
flechas y virotes de ballesta se cruzó
entre su barco y los enemigos invisibles
ocultos en las irregulares troneras
rocosas del arca negra. Los guerreros de
Finlain se veían obligados a reservar sus
flechas hasta que sus aguzados ojos
divisaban un blanco claro. Los druchii
no mostraban esa misma contención y
rociaban la cubierta del Orgullo con
andanadas de virotes, de modo que la
cubierta y las toldillas parecían la
espalda de un puercoespín.
La oscuridad iluminada
esporádicamente y el humo del
ardiente Gloria de Eataine, que todavía
permanecía a flote, refrenaban a los lira
dores druchii, y Finlain usó su
cobertura para dirigirse hacia el sonido
de los gritos y el entrechocar de las
espadas, donde Meruval luchaba contra
los corsarios que trataban de abordar su
navío.
De los brazos y el pecho de Meruval
manaba la sangre por inmunerables
cortes, y Finlain se preguntó cómo
podía estar luchando todavía, tal era la
cantidad de sangre que manchaba su
túnica. Meruval combatía con velocidad
y gracia, sus pálidas hojas mataban con
cada golpe. Finlain quiso gritarle, pero
sabía que romper su concentración sería
fatal. En cambio, se volvió hacia los
guerreros que le acompañaban.
—Esa rampa de abordaje está
clavada a la cubierta y la borda —dijo
—. Hay que soltarla. Adelante, y no
importa lo que suceda, no os detengáis
hasta que hayáis terminado.
¿Comprendido?
Sus sombrías expresiones fueron
toda la respuesta que necesitaba, y
Finlain simplemente asintió.
—Que Asuryan sea con vosotros.
Los cuatro abandonaron su
protección y corrieron hacia Meruval.
Finlain se quedó rezagado, pues la
herida del muslo le ardía
dolorosamente. Uno de los hacheros
fue alcanzado de inmediato por un
virote y cayó a cubierta con la cabeza
atravesada, pero los demás llegaron al
costado del barco y empezaron a
blandir sus hachas con fuertes golpes.
La hermosa madera se astilló bajo sus
hojas y Finlain dio un respingo ante el
daño que le estaban causando a su
hermoso navío, aunque sabía que era
necesario para salvarlo.
Finlain blandió su propia espada
ante un corsario que se disponía a
descargar un golpe de muerte contra
Meruval, pero la hoja resbaló por las
escamas de la capa del guerrero sin
herirlo. El druchii se volvió para mirarlo
y golpeó con un par de dagas curvas de
temible aspecto que goteaban veneno
negro. Finlain esquivó la primera hoja y
bloqueó la segunda, descargó un
puñetazo contra la mandíbula del
corsario y lo arrojó de la rampa.
—¡Atrás! —gritó Finlain, y Meruval
se apartó de la lucha mientras el capitán
del Orgullo de Finubar ocupaba su
puesto al frente de la rampa. Más
virotes silbaron a su alrededor, pero no
les prestó atención y alzó la espada para
recibir a una nueva oleada de corsarios.
Antes de que atacaran, se volvió hacia
Meruval.
—¡Cuando la rampa se haya
soltado, sácanos de aquí! —le gritó.
Meruval asintió, demasiado
exhausto y sin aliento para hablar, y se
marchó tambaleándose cubierta abajo.
Finlain volvió su atención a los corsarios
que ya se acercaban y soltó un grito de
desafío cuando se lanzaron hacia él con
sus crueles ojos y sus mortíferas
espadas.
Combatió en trance. Su espada se
movía como por propia voluntad
mientras abría gargantas y vientres con
cada grácil mandoble. Notaba las
espadas cortar su propia carne, pero no
sintió ningún dolor y continuó matando
a sus oscuros parientes con implacable
precisión.
Podía oír tenuemente sus gritos de
dolor y odio mezclados con los sólidos
golpes de las hojas de las hachas, pero
todo lo demás parecía haber
enmudecido, como si la batalla se
librara bajo el agua. Una espada druchii
pareció flotar por encima de su cabeza
cuando la apartó y luego giró la hoja en
un golpe decapitador. Con el rabillo del
ojo vio a un guerrero embozado que
atacaba con una larga espada de hoja
oscura, los ojos verdes brillando con
siglos de maldad, y supo que no podría
bloquear el golpe.
Justo cuando comprendía que éste
era el golpe que iba a matarlo, la rampa
de abordaje se estremeció y sus
hacheros finalmente liberaron la
cubierta. Los druchii de la rampa se
tambalearon y el espadachín de los ojos
verdes resbaló cuando el suelo se movió
bajo sus pies. Finlain clavó su espada
ensangrentada entre las costillas del
corsario y lo echó de una patada de la
rampa.
—¡Capitán! —gritó uno de los
hacheros—. ¡Estamos libres!
Finlain dio un paso atrás.
—¡Meruval! —gritó—. ¡Ahora!
Las palabras aún no habían acabado
de salir de su boca cuando el Orgullo de
Finubar se apartó del arca negra con
una sacudida. Sin nada que la
sostuviera, la rampa de abordaje envió a
una docena de corsarios druchii al mar
revuelto y cayó por el lado del
acantilado con metálico resonar.
Finlain bajó la espada y apoyó la
mano en los lastimados costados de su
nave mientras una oleada de dolor y
desvanecimiento amenazaba con
apoderarse de él. Más guerreros
corrieron a ayudar al navío a conseguir
cuanta distancia fuera posible entre
ellos y el arca negra. Finlain dejó
escapar un profundo suspiro y se volvió
hacia los cansados hacheros.
—Bien hecho —los felicitó. El gran
acantilado oscuro empezaba a alejarse,
la superior velocidad y maniobrabilidad
del barco águila lo dejaba atrás con
rapidez—. Habéis salvado el navío.
Los dos guerreros inclinaron la
cabeza ante el cumplido del capitán y
Meruval ordenó a gritos que izaran las
velas.
Mientras la niebla se cerraba a su
alrededor, Finlain supo que no estaban
en modo alguno fuera de peligro. Se
abrió paso por la cubierta, ofreciendo
palabras de alabanza y felicitaciones a
sus guerreros hasta que llegó junto a
Meruval, que estaba desplomado en la
popa, junto al timón.
—¿Y los demás? —preguntó
Meruval.
—Perdidos. Vi hundirse al Gloria de
Eataine y no oí más que masacre en el
Fuego de Asuryan. Me temo que sólo
hemos escapado nosotros, amigo mío.
—Todavía no estamos a salvo,
capitán —dijo Meruval.
—Es cierto —reconoció Finlain—.
No sé a qué velocidad puede navegar
una arca negra, pero no pienso esperar
a averiguarlo. Llévanos a Lothern por la
ruta más rápida y luego hazte mirar esas
heridas. Tenemos que avisar a lord
Aislin que una arca negra navega por
las aguas de Ulthuan.
—En nombre de Isha, ¿cómo ha
conseguido llegar una arca negra tan al
sur? —se preguntó Meruval.
—No lo sé —contestó Finlain—.
Pero sólo hay un motivo para que esté
aquí.
—¿Y cuál es?
Finlain agarró con fuerza su espada.
—Invasión.

***
Ellyrion poseía algunos de los más
hermosos paisajes de todo Ulthuan,
decidió Yvraine Hoja de Halcón
mientras remontaba un promontorio y
contemplaba la amplia expansión de
llanuras doradas y bosques
desbordantes que se extendían entre la
ciudad de Tor Elyr y la gran barrera de
las Montañas Annulii. Los cantos de los
pájaros la entretenían, el dulce olor del
verano flotaba en el aire, como siempre,
y el sol de mediodía calentaba su piel
clara.
Manadas de caballos salpicaban las
llanuras, y aquí y allá podía distinguir a
jinetes de Ellyrion entre ellos, como si
fueran también caballos. Quizá lo eran,
pensó Yvraine, sabiendo que el lazo que
existía entre los nobles ellyrianos y sus
monturas era más parecido al que
compartían viejos amigos que al del
jinete y su corcel. Con razón se decía
que era mejor dañar al hermano de un
ellyriano que a su caballo…
Empezó a bajar por la empinada
pendiente con pasos seguros y medidos,
sin dejar ninguna huella de su paso,
aunque tenía aún la cabeza embolada
tras el viaje desde Saphery a Ellyrion, a
pesar de los esfuerzos del capitán del
barco por hacer su viaje por el mar
interior lo más cómodo posible. Le
hacía bien sentir el sol en el rostro, el
viento en el pelo y disfrutar de suelo
sólido bajo sus pies. A Yvraine no le
gustaba viajar por ningún otro medio
que sus propios pies, y aunque los
navíos de los elfos se deslizaban
suavemente sobre los mares, le había
resultado casi imposible meditar
durante el viaje, todos sus intentos
frustrados por las conversaciones de la
tripulación o el movimiento del barco.
Yvraine sacudió su larga túnica de
color crema y se ajustó la armadura de
ithilmar que llevaba debajo, los
brillantes eslabones y las suaves placas
forjadas ex profeso para su esbelta
figura. A la espalda llevaba una ancha
espada, metida en una larga vaina de
suave terciopelo rojo y sujeta a la
armadura por un broche dorado que
tenía en el pecho.
Se detuvo y se protegió los ojos del
sol mientras contemplaba el verde
paisaje y veía el lejano reflejo de la luz
en las pálidas murallas de piedra de una
mansión al pie de un túmulo de rocas.
Mitherion Ciervo de Plata le había
dicho que la mansión del marido de su
hija se encontraba entre dos cascadas y
los centinelas de las puertas de Tor Elyr
le habían dado direcciones detalladas
para encontrar la mansión Éadaoin.
Segura de que la mansión que tenía
delante era la que buscaba, Yvraine
retiró la espada de su espalda, una gran
hoja de artesanía exquisita y gracia
increíble para ser usada con las dos
manos, y se sentó graciosamente con las
piernas cruzadas. Llegaría a su destino
por la mañana y antes deseaba
recuperarse del letargo del viaje.
Y el mejor modo de conseguirlo era
realizar el ritual purificador de los
maestros de la espada.
Yvraine colocó la enorme hoja sobre
su regazo y cerró los ojos, dejando que
los sonidos naturales de Ellyrion la
ayudaran a tranquilizarse y entrar en
trance de meditación.
Su respiración se redujo y sus
sentidos se desplegaron en su cuerpo
mientras susurraba lentamente el
mantra de los maestros de la espada de
Hoeth tal como le había enseñado el
maestro Dioneth de la Torre Blanca.
Yvraine sintió la suavidad de la hierba
bajo su cuerpo, el calor y la fecundidad
de la tierra más abajo y las fuertes
corrientes de magia que penetraban la
misma roca e impedían que la isla de
Ulthuan desapareciera bajo las olas.
El aire a su alrededor chispeaba y la
magia llevada por el viento se ajustó a
sus sutiles vibraciones y un suave brillo
aumentó tras sus párpados. Con un
rápido movimiento desenvainó la
espada y sostuvo la hoja plateada
delante de ella. Su longitud era enorme
y su peso, sin duda, extraordinario,
pero Yvraine la manejaba como si fuera
tan liviana como una ramita de sauce.
Su cabello claro, casi blanco, se
reflejaba en la lisa superficie de la hoja,
la perfección del arma sólo rivalizaba
con la acerada concentración de sus
rasgos afilados y angulosos. Yvraine
dejó escapar de sus labios un suspiro de
expectación y asintió para sí.
Sus piernas se desenredaron como
serpientes al ataque y en un parpadeo
estuvo de pie, la espada alzada sobre
ella y destellando al sol. La hoja giró en
sus manos e invirtió su agarre, y realizó
una intrincada serie de maniobras que
eran casi demasiado rápidas para que el
ojo pudiera seguirlas.
Sus pies estaban en constante
movimiento mientras saltaba, esquivaba
y golpeaba a oponentes imaginarios, y la
poderosa hoja hendía el aire con la
telaraña impenetrable de ithilmar
danzando graciosamente alrededor de
su cuerpo. Uno a uno, realizó los treinta
ejercicios básicos de los maestros de la
espada antes de pasar a técnicas más
avanzadas.
Una vez más, alzó la enorme espada
al cielo y la sostuvo ante su rostro, la
cruz dorada al nivel de sus mejillas, la
respiración regular y vigorosa. Sin
esfuerzo visible, Yvraine hizo girar la
espada en una deslumbrante serie de
maniobras que habrían hecho que el
mejor de los espadachines varones
llorara por su propia falta de habilidad y
que únicamente poseían los más
dotados guerreros de Ulthuan. Sólo a
través de un entrenamiento superlativo
con los señores del conocimiento de la
Torre Blanca podía trascender un
guerrero la mera habilidad y convertirse
en un auténtico maestro de las artes
marciales y realizar hazañas con la
espada más allá de la imaginación.
Mente y cuerpo en total armonía, la
poderosa espada se convirtió en parte
de Yvraine, sus perfectas cualidades
físicas y espirituales manifestándose en
unos movimientos con la espada que
eran simplemente sublimes. Con una
selección de la mayoría de las técnicas
avanzadas, pasó a una serie más
personal de maniobras, donde su propia
alma fluía en la hoja de la espada y la
informaba de cada uno de sus
movimientos.
Cada maestro de la espada tenía su
propio estilo particular con el arma, y
cada guerrero desnudaba un elemento
de su corazón cuando luchaba, un
aspecto de su personalidad que era tan
único y distinto como para resultar
inconfundible a otro practicante del
arte. La espada de Yvraine se alzó más y
más rápido, la punta cortó el aire en
una serie de veloces barridos que
habrían sido imposibles de no ser por
las décadas de entrenamiento y por el
dominio de su propio cuerpo.
Por fin, la espada cesó su
movimiento, tan repentinamente que
un observador podría haber llegado a
creer que nunca se había movido. Con
un destello de acero plateado la
devolvió a su vaina e Yvraine se sentó
ton las piernas cruzadas una vez más, y
su respiración fue volviendo a la
normalidad mientras emergía de la
meditación.
Abrió los ojos, tranquila y
refrescada después de sus ejercicios, y
sonrió al sentir que las telarañas que
habían nublado su alma durante el
viaje desde Saphery se apartaban de ella
como segadas por su espada. Yvraine se
puso en pie, volvió a colgarse el arma a
la espalda y ajustó el cinturón sobre la
armadura una vez más.
Extendió la capa sobre la espada y
echó a andar en dirección a la lejana
mansión.
3

Primero fue la luz. Luego vino el


sonido. Podía sentir la luz ardiendo a
través de sus párpados como si alguien
hubiera plantado ante ellos una
lámpara brillante, y los mantuvo
cerrados con fuerza mientras sondeaba
su entorno a través de los demás
sentidos. Yacía en un suave colchón, los
miembros cómodos y cubiertos por una
suave colcha. El aire era húmedo y
sabía a verde, con un aroma de tierra,
como si yaciera al aire libre o estuviera
dentro de un invernadero de plantas
exóticas.
El olor era dulce y agradable, e
inspiró profundamente la miríada de
aromas que lo rodeaban. Dondequiera
que estuviese, era un lugar agradable,
sin ninguna sensación de peligro, y no
sintió necesidad de moverse más allá de
la identificación de sus inmediaciones.
Pudo oír el zumbido de los insectos
y el rumor de las hojas perturbadas por
una suave brisa, además de suaves
vaharadas de lo que parecía perfume
dispensado con el atomizador de una
noble. Poco a poco, sus ojos fueron
acostumbrándose a la luz y se arriesgó a
abrirlos gradualmente, por pasos,
ajustándose a cada nivel del resplandor
antes de abrirlos un poco más.
Por fin los abrió del todo, aunque el
brillo de la luz le hacía sentirse todavía
un poco marcado. Sobre él, vio
montones de titilantes hojas de cristal
que ondeaban como agua en marcos
dorados de metal que parecía
demasiado fino para soportar tanto
peso.
Al girar la cabeza, observó que el
extraño techo se extendía a su izquierda
y su derecha, aunque resultó un
misterio hasta dónde, pues pronto
quedó oscurecido por las altas ramas de
unos árboles extraños. Ahora comprobó
que su anterior sospecha de que se
hallaba al aire libre sólo era correcta en
parte, pues se encontraba dentro de un
espacio formado por troncos de árboles,
impermeable gracias al entretejido de
los matorrales y plantas que nacían
entre ellos.
A través del techo transparente vio
las nubes persiguiéndose por el cielo,
pero no sentía el viento allí donde se
hallaba. Tal vez el techo era una especie
de barrera mágica que protegía del
ambiente exterior mientras mantenía
una temperatura interior constante.
Mientras miraba, una parte de uno de
los cristales titilantes pareció
estremecerse antes de lanzar un suave
chorro de agua a las plantas más
cercanas.
Trató de sentarse, pero se detuvo
cuando todos los músculos de sus
miembros protestaron, y se desplomó
en la cama con un gruñido de dolor.
Alzó las manos, probando, y vio que
estaban vendadas y notó las palmas
entumecidas.
Pero lo más sorprendente de todo
fue el hecho de llevar un anillo de plata
de compromiso en la mano izquierda.
¿Estaba casado? ¿Con quién? ¿Y por
qué no tenía ningún recuerdo de ella?
Un dolor profundo se apoderó de
su corazón cuando intentó recordar, sin
conseguirlo, el nombre de la doncella
que le había dado su anillo de
compromiso. ¿Estaría ahora
buscándolo, sin saber que había
sobrevivido al naufragio de su barco? Se
preguntó si estaría ya de luto…
Tenía que levantarse y descubrir
dónde se encontraba y hallar un modo
de recuperar la memoria si quería
regresar con ella. Se llevó la mano a la
frente y palpó otro vendaje que cubría
un lado de su cabeza. Dio un respingo
cuando advirtió que se trataba de un
corte reciente.
¿Cómo había llegado a este lugar?
¿Y dónde, en nombre de Isha, se
hallaba?
Todo lo que recordaba era haber
estado flotando en el mar, aferrado con
desesperación a un fragmento del barco
naufragado. Más allá, todo estaba en
blanco. Había una playa y recordaba
haberse arrastrado por la arena cuando
llegó a la orilla. Advirtió que otros elfos
debían de haberlo encontrado, y el
simple hecho de haber sobrevivido le
hizo reír y llorar.
Se había herido la cabeza y tenía las
palmas en carne viva, pero ¿qué otras
heridas había sufrido?
Retiró las suaves sábanas que lo
cubrían y descubrió que bajo ellas
estaba desnudo, la piel pálida y
hambrienta de luz. Con cuidado, se
enderezó en la tama y escrutó su cuerpo
en busca de otitis heridas. Encontró
nudos de tejido cicatrizado en la cadera
y el hombro, pero se trataba de heridas
antiguas. No podía recordar cómo se las
había hecho, pero aparte de las heridas
de la cabeza y las palmas (y el
entumecimiento de los músculos)
parecía sano.
Haciendo acopio de fuerzas, se
sentó lentamente en la cama, con los
músculos doloridos por el esfuerzo, y
apoyó los pies en el suelo, incorporarse
necesitó un esfuerzo adicional de
voluntad y el corazón le golpeó las
costillas por la dificultad del
movimiento. De repente fue muy
consciente de que estaba desnudo y
buscó alrededor algo que ponerse. Vio
una mesita detrás de la cama con una
camisa limpia y calzas amplias.
Se puso rápidamente la ropa, cuyo
tejido era suave y fragante. ¿Cuándo
había sido la última vez que se puso
ropa limpia? Parecía haber olvidado la
suavidad de la seda o la comodidad de
las ropas y, por mucho que lo intentara,
seguía sin poder recordar nada de su
vida antes de su aventura en el océano.
¿Quién era y cómo había aparecido
flotando en el mar, ensangrentado y a
punto de morir?
Eran preguntas que necesitaba
responder desesperadamente, pero no
tenía ni idea de cómo hacerlo. Tras
decidir que lo mejor era averiguar
primero dónde estaba, dio unos pasos
vacilantes en torno a la verde
habitación, poniendo a prueba sus
fuerzas y su sentido del equilibrio.
Se sintió tambaleante al principio,
pero con cada paso se supo más fuerte y
más confiado.
La cámara en la que se hallaba era
un largo óvalo cuyo perímetro estaba
formado por los troncos de esbeltos
árboles de corteza brillante, como
aceitosa. Extendió la mano y apoyó los
dedos en el árbol más cercano, e hizo
una mueca al comprobar lo pegajosa
que era la savia. Cogió una ancha hoja y
se limpió, aunque tuvo que admitir que
la fragancia de la savia era agradable.
Cuanto más descubría, más consideraba
que este lugar no se parecía a Ulthuan,
sino a lo que contaban las historias del
reino del Bosque de Athel Loren,
situado en el lejano este del Viejo
Mundo.
Se dio la vuelta, pero no vio
ninguna salida obvia. Al acercarse a un
extremo de la habitación, sin embargo,
las enredaderas y lianas entrelazadas
con los troncos se retiraron con un
susurro sibilante, como una cortina de
cuentas separada por una mano
invisible.
Sorprendido, vaciló antes de
acercarse más, pero al asomarse a la
abertura vio largas filas de plantas y
lechos de flores extendiéndose ante él,
y el extraño techo ondulante. Con
precaución, atravesó la cortina de
enredaderas, que sisearon al cerrarse a
su espalda.
Este espacio era mucho más grande
que la habitación donde había
despertado y revelaba la obra de los
elfos: largas paredes en terraza y
hermosas columnas de las que colgaban
plantas sorprendentes, la mayoría de las
cuales no fue capaz de reconocer.
La puerta que había atravesado lo
había traído a lo que parecía ser la
terraza de unos jardines colgantes
construidos en el costado de un
acantilado. Sobre él, pudo distinguir el
contorno de una impresionante
vivienda cubierta de plantas.
Se dirigió al pasillo más cercano en
busca de una ruta hacia arriba. El aire
estaba lleno de multitud de diferentes
olores y cálido por efecto de la
humedad, algo que le sentaba bien a la
piel. A su izquierda, el gran jardín se
alzaba en una serie de terrazas
florecientes hasta una mansión que
ocupaba un espacio grande de terreno,
mientras que a la derecha se perdía en
los senderos que bajaban por los
acantilados. Más allá de la pared líquida
y transparente sujetada por los cables
dorados, vio la resplandeciente luz de la
mañana y el brillante azul del gran
océano, cuya enorme extensión estaba
salpicada de islas envueltas en bruma.
Se estremeció al sentir de nuevo el
frío abrazo del agua y le dio la espalda
al océano.
Echó a andar por el pasillo de
extrañas plantas y percibió el
inconfundible cosquilleo de la magia
que llegaba del mar. Eso, combinado
con la visión de la costa y las islas
brumosas más allá, le dijo que debía de
estar en Yvresse, aunque qué lo había
traído aquí era un misterio que
esperaba fuera respondido pronto.
Se detuvo para echar un vistazo más
reposado a algunas de las plantas, pero
no pudo reconocer ninguna, cosa que
no le sorprendió, pues por lo que sabía
no era botánico. Se acercó a algunas
plantas, a otras no, ya que muchas de
las más grandes tenían aspecto
depredador: pétalos grandes y serrados
y tallos espinosos que se agitaban en el
aire como ágiles látigos que parecían
llamarlo para que se acercara.
Un poderoso aroma llenó de pronto
sus fosas nasales y se volvió a observar
una alta planta con un grupo de
brillantes piñas rojas entre un espinoso
volante de estambres que caían como
las ramas de un sauce. Casi sin pensarlo
de manera consciente, se acercó a la
planta, oyendo un extraño sonido que
resonaba más allá del simple acto de
oír, como si rebuscara en su mente para
tranquilizar sus perturbados
pensamientos. El aroma de esta flor
aumentó hasta resultar
abrumadoramente embriagador, y los
sentidos se le llenaron de su seductora
promesa.
Sus pasos lo llevaron hacia la planta,
y sonrió aturdido mientras veía cómo
las piñas rojas se abrían lentamente
para descubrir bocas circulares pobladas
de dientes que babeaban brillante
saliva.
La visión de semejante conjunto de
dientes serrados tendría que haberlo
alarmado, pero la canción de sirena que
canturreaba en su mente mantuvo a
raya esos pensamientos y continuó
acercándose a la planta. Los estambres
caídos se irguieron lentamente,
abriéndose hacia afuera mientras él
avanzaba voluntariamente hacia su
abrazo.
Apenas fue consciente de la sombra
que se alzaba junto a su hombro, pero
no pudo apartar los ojos de las bocas
dentadas de la planta mientras la
pegajosa saliva seguía humedeciendo
las hojas.
Entonces la canción hipnótica que
llenaba su mente se convirtió en un
grito y él chilló cuando el penetrante
alarido resonó dentro de su cráneo. El
embriagador aroma de la planta
desapareció y fue sustituido por el acre
hedor de las hojas quemadas. Fuego
borboteante manó de las bocas abiertas
de la planta mientras se retorcían entre
las cristalinas llamas azules.
Libre del hechizo de la planta,
retrocedió tambaleándose, asqueado de
pronto por el olor a savia y a tierra
mientras caía de rodillas y vomitaba a
causa del hedor. Cuando se recuperó lo
suficiente, alzó la cabeza y vio a una
hermosa doncella elfa ante la masa
retorcida de la planta quemada,
mientras los restos titilantes de llamas
mágicas morían en la yema de sus
dedos. El pelo rojizo le caía hasta los
hombros y lo llevaba sujeto con un
cordón de plata trenzada, y sus
penetrantes ojos verdes lo miraron con
expresión de exasperación levemente
divertida.
—¿Qué has hecho? —dijo—. A mi
padre no le va a hacer ninguna gracia.

***
Eldain bajó corriendo las escaleras de la
Torre Hipocrena, abrochándose una
túnica de terciopelo sobre la camisa de
seda mientras lo hacía. Valeina lo había
despertado justo después del amanecer
con la noticia de que había llegado una
visita a las puertas de Ellyr-charoi y
solicitaba hablar con el señor de la casa.
Normalmente, Eldain no recibía
ninguna visita, y habría enviado a ésta
de vuelta sin atenderla, pero no se
trataba de un huésped corriente.
Cuando le solicitó la descripción del
visitante, Valeina describió un guerrero
ataviado con una brillante armadura de
ithilmar, un alto casco emplumado, y
una poderosa espada.
Eldain supo inmediatamente qué
tipo de persona había llegado a su
puerta.
Un maestro de la espada, uno de los
guerreros místicos que viajaban por
todo lo largo y ancho de Ulthuan,
recopilando noticias e información para
los maestros de la Torre de Hoeth.
Nadie se negaba a recibir a un
individuo semejante, y por eso le había
ordenado a Valeina que preparara un
desayuno de pan fresco y frutas
mientras se vestía.
¿Qué podía buscar en Ellyr-charoi
uno de los maestros de la espada?
Mientras reflexionaba sobre esta
pregunta en su mente, un frío temor se
apoderó de Eldain y sus últimos pasos
hacia el patio de verano fueron pesados
y temerosos. Rhianna ya lo estaba
esperando, y por su expresión vio que
estaba igualmente sorprendida por la
llegada del visitante, aunque su
sorpresa era más fruto de la emoción
que de la preocupación.
—¿Has visto a nuestro huésped? —
preguntó Eldain sin más preámbulos.
Rhianna negó con la cabeza.
—No, ella está esperando en el
salón de los palafreneros.
—¿Ella?
—Sí, Valeina me ha dicho que se
llama Yvraine Hoja de Halcón.
—¿Te ha dicho también por qué
viene a Ellyr-charoi una maestra de la
espada?
—No, pero debe de traer noticias
importantes pata haber venido desde
Saphery.
Eldain asintió.
—Eso es lo que me preocupa —dijo.
Juntos cruzaron el patio y siguieron
la línea de las murallas hasta una alta
puerta de fresno tallado decorado con
tiras de oro y plata en forma de
caballos. Eldain inspiró profundamente
y abrió la puerta, recorrió el vestíbulo
de piedra blanca y salió al salón de los
palafreneros, una cámara amplia y
tenuemente iluminada adornada con
trofeos y maravillosas escenas de caza
de anteriores señores de la familia
Éadaoin. Una larga mesa en forma de
óvalo alargado ocupaba el centro del
salón, donde en tiempos pasados los
palafreneros de la noble casa cantaban,
festejaban y bailaban después de una
buena cacería.
Ahora el salón estaba vacío, no se
cantaban canciones y habían pasado
décadas desde la última vez que el
señor de los Éadaoin salió de caza. La
entrada de Eldain y Rhianna dispersó
las hojas caídas cuando atravesaron el
vestíbulo. La ocupante de la cámara
dejó de contemplar el cuadro que
mostraba a un noble elfo a lomos de un
corcel blanco puro que mataba a una
horrible bestia imitada de las Annulii.
—¿Eres tú, mi señor? —preguntó la
maestra de la espada con voz suave y
melódica.
Eldain contempló el cuadro y sintió
que el corazón le daba un vuelco.
—No, es mi hermano.
—Se parece mucho a ti.
—Se parecía —dijo Eldain—. Está
muerto.
La maestra de la espada inclinó
profundamente la cabeza y Eldain vio la
tremenda espada que llevaba a la
espalda, una arma que sin duda era casi
tan alta como ella.
—Mis disculpas, lord Éadaoin,
lamento tu pérdida. Y perdona mis
modales; aún no me he presentado. Soy
Yvraine Hoja de Halcón, maestra de la
espada de Hoeth.
Yvraine Hoja de Halcón era alta
para ser una elfa, esbelta y de aspecto
aparentemente poco adecuado para un
maestro de la espada. Sus rasgos eran
más afilados que los de la mayoría de
los elfos de Ulthuan, y Eldain se relajó
al no ver ninguna malicia en su joven
rostro.
—Yo soy Eldain Cabellos Ligeros —
dijo él—. Lord de la familia Éadaoin y
señor de todas las tierras desde aquí
hasta las montañas. Y ésta es mi esposa,
Rhianna.
De nuevo la maestra de la espada se
inclinó.
—Es un honor conoceros, y que las
bendiciones de Isha sean sobre
vosotros.
—Y sobre ti —respondió Rhianna
—. Bienvenida a nuestra casa.
¿Desayunarás con nosotros?
—Gracias —aceptó Yvraine—. Ha
sido un viaje largo y, lo confieso,
agotador. Me alegraré de tomar un
poco de comida y agua, sí.
Yvraine se sentó a la mesa y Eldain
captó una sombra de leve decepción en
su rostro. Bien pudo imaginar su causa.
Desde la muerte de su padre, el hogar
ancestral de su familia se había
convertido en un lugar de duelo en vez
de alegría. Silencios melancólicos y
espectros de glorias pasadas llenaban los
salones, donde antes risas y canciones
resonaban entre los muros. La muerte
había picoteado en los pechos de los
Éadaoin y acallado el salvaje latido de
sus corazones arrebatadores.
Rhianna y él se sentaron frente a
Yvraine. Valeina entró con una amplia
bandeja con pan y fruta y una jarra de
cristal de fría agua de la montaña.
Depositó la bandeja en el centro de la
mesa y Eldain asintió en gesto de
agradecimiento.
—Eso será todo, Valeina —dijo,
extendiendo la mano para servir agua a
Yvraine y a Rhianna antes de llenar su
propia copa. Valeina se retiró y cerró
tras ella la puerta del salón de los
palafreneros, dejando allí a los tres
sentados en silencio.
Yvraine bebió su agua sin mostrar
todavía ningún signo de cuál era el
propósito que la había traído allí, y
Eldain apenas pudo contener su
curiosidad. En ocasiones, los maestros
de la espada viajaban sin otro particular
más que recopilar conocimientos,
llegando hasta los rincones más lejanos
de Ulthuan para interrogar a los nobles
y guerreros locales sobre
acontecimientos recientes que luego
comunicaban a la Torre Blanca, pero
Eldain ya sabía que esta ocasión no era
una de ésas.
Cada movimiento de Yvraine Hoja
de Halcón le decía a Eldain que había
venido aquí con un propósito.
—¿Has viajado directamente desde
Saphery, maestra Hoja de Halcón?
—Así es —contestó Yvraine,
sirviéndose una pieza de aoilym
madura.
—¿Y a qué debemos el placer de tu
compañía?
Eldain sintió el calor de la mirada
de Rhianna y comprendió que estaba
siendo descortés de puro brusco, pero si
esta mujer traía su condenación,
prefería enfrentarse a ella lo más pronto
posible y no evitarla.
Yvraine no mostró ningún signo
externo de advertir su conducta
ansiosa, y dio un mordisco a la fruta y
saboreó su carne deliciosamente fresca.
—Traigo un mensaje de su padre
para la hija de Mitherion Ciervo de
Plata.
—¿Un mensaje para mí? —dijo
Rhianna.
El corazón de Eldain se calmó y una
brillante sonrisa de alivio se extendió
por su rostro. Era típico de un
archimago recurrir a la pompa de enviar
a uno de los maestros de la espada para
entregar un mensaje, cuando había una
docena de formas distintas de
comunicarse por medios mágicos.
Extendió la mano para coger una
pieza de fruta, y dijo:
—Entonces te insto a entregarlo,
dama Hoja de Halcón. ¿Cómo se
encuentra mi suegro?
—Bien —respondió Yvraine—.
Prospera y sus investigaciones sobre los
fenómenos celestiales continúan
teniendo el favor de los señores del
conocimiento. De hecho, sus
adivinaciones están demostrando ser de
gran interés estos días.
Rhianna se inclinó sobre la mesa.
—Por favor, no me consideres
descortés, pero me gustaría oír lo que
tiene que decir mi padre.
Yvraine devolvió al plato el corazón
del aoilym.
—Por supuesto. Simplemente te
pide que me acompañes de vuelta a la
Torre de Hoeth.
—¿Qué? ¿A Saphery? ¿Por qué?
—No lo sé —contestó Yvraine, y
Eldain notó que había una parte del
mensaje que aún no había transmitido
—. Pero me enviaron con cierta
urgencia. Me he tomado la libertad de
asegurarnos pasaje en un barco con
destino a Tor Elyr y se le ha ordenado a
su capitán que espere a nuestra llegada
antes de zarpar. Si partimos pronto,
podremos estar en Tor Elyr antes del
anochecer.
—¿Está enfermo? ¿Es por eso que
me manda llamar?
Yvraine negó con la cabeza y una
leve sonrisa asomó a sus labios.
—No, está bastante bien, te lo
aseguro, mi señora. Pero insistió mucho
en que ambos me acompañarais de
regreso a Saphery.
Al principio Eldain pensó que había
oído mal, pero luego vio la expresión de
silenciosa diversión en el rostro de la
maestra de la espada.
—¿Ambos? ¿Quiere que ambos
viajemos contigo?
—Así es.
—¿Sin ningún motivo?
—No me dieron motivos,
simplemente una orden.
—¿Y se supone que tenemos que
hacer las maletas e ir porque él lo dice?
—preguntó Eldain.
Yvraine asintió y Eldain notó que su
irritación aumentaba ante su falta de
colaboración. Aunque sentía gran
respeto por el padre de Rhianna, era,
como muchos otros que practicaban la
magia, algo imprevisible y caprichoso.
Una tendencia que, sabía, existía en su
hija.
Pero recorrer todo Ulthuan sin
tener ni idea de por qué, ni de qué los
esperaba al final del viaje parecía una
petición irracional, incluso para los
baremos de un mago.
Rhianna parecía igualmente
confundida por la solicitud de su padre,
pero la perspectiva de visitarlo pronto
pudo más que cualquier preocupación
por los motivos de su demanda.
—¿No dio ninguna indicación de
por qué quiere que vayamos a la Torre
Blanca? —preguntó Rhianna.
—No dio ninguna.
—Entonces ¿te importaría
especular? —intervino Eldain—. Debes
tener alguna idea de por qué envía a
una de las guardianas de la Torre
Blanca a recoger a su hija.
Yvraine negó con la cabeza.
—En la vida, la gente más sabia y
sensata evita las especulaciones.
«Maravilloso —pensó Eldain—,
guerrera y filósofa…»
***
Se llamaba Kyrielle Verdetez y le había
salvado la vida.
Cuando el dolor y la incomodidad
del canto de sirena de la planta
carnívora aromática se desvaneció de su
mente, ella lo ayudó a ponerse en pie y
lo reprendió mientras le sacudía la ropa
limpia que había dejado para él.
—¡Mira cómo te has puesto! —dijo
—. ¡Y yo que me tomé la molestia de
buscar a uno de los guardias que
tuviera tu mismo tamaño!
—¿Qué…? —preguntó él,
señalando débilmente los restos
humeantes de la planta—. ¿Qué era
eso?
—¿Eso? Oh, sólo una de las
creaciones más destacadas de mi padre
—dijo ella, despectiva, agitando una
delicada mano—. En realidad, un
pequeño experimento que, entre tú y
yo, no salió demasiado bien, pero le
encanta trastear con cosas de más allá
de este mundo para ver cómo
combinan con nuestras especies nativas.
—¿Está muerta?
—Eso creo —respondió ella, y luego
se echó a reír—. A menos que mi magia
se esté quedando muy oxidada.
—¿Eres maga?
—Tengo un poco de poder —
respondió ella—, pero ¿quién no lo
tiene en Saphery?
—¿Saphery? ¿Eres de allí? —
preguntó él, aunque ya lo había
supuesto.
—En efecto.
Ella sonrió.
—Eres invitado de Anurion el
Verde, archimago de Saphery, y éste es
su palacio en Yvresse —dijo—. Yo, por
otro lado, soy su hija, Kyrielle.
Él pudo sentir la pausa expectante
después de haber pronunciado su
nombre, pero no tenía nada que
decirle.
—Lo siento, mi señora, pero no
tengo ningún nombre que darte. No
puedo recordar nada de antes de que
naufragara en el mar.
—¿Nada? ¿Nada en absoluto?
Bueno, es una lástima —apuntó ella, en
una magistral muestra de cómo
trivializar las cosas—. Bueno, no puedo
hablar por ti si no tienes nombre. ¿Te
importaría mucho si pensara un
nombre para ti? ¡Sólo hasta que
recuerdes el tuyo, por supuesto!
Hablaba tan rápido que él tenía
problemas para seguirla, sobre todo con
la bruma que parecía llenar sus
pensamientos.
—No, supongo que no —dijo.
El rostro de Kyrielle se contrajo de
una manera que sugería que estaba
concentrándose.
—Entonces te llamaré Daroir. ¿Te
parece bien? —dijo por fin.
Él sonrió.
—La runa del recuerdo y la
memoria.
—Parece adecuado, ¿verdad?
—Daroir —repitió él, repasando
mentalmente el nombre. No tenía
ninguna conexión con aquel nombre y
por instinto supo que no se llamaba así
de verdad, pero sería suficiente hasta
que pudiera recordar cuál era el
verdadero—. Supongo que es
adecuado, sí. Tal vez sirva de ayuda.
—Entonces, ¿no recuerdas nada en
absoluto? —quiso saber Kyrielle—.
¿Nada de nada?
—No —negó él con la cabeza—.
Recuerdo que estuve a punto de morir
en el mar y que me arrastré hasta la
playa. Y… eso es todo.
—Qué historia tan triste —dijo ella,
y una lágrima le corrió por la mejilla.
Su súbito cambio de humor lo
sorprendió.
—Con una lágrima en los ojos y una
sonrisa en los labios… —dijo.
Aunque se oyó decir aquellas
palabras, a sus oídos resultaron
desconocidas, aunque fluían de modo
natural de su boca.
—¿Conoces las obras de Mecelion?
—sonrió ella entonces.
—¿De quién?
—Mecelion —repitió Kyrielle—. El
poeta guerrero de Chrace. Acabas de
citar El más bello amanecer de Ulthuan.
—¿Ah, sí? —se extrañó Daroir—.
Nunca he oído hablar de Mecelion, ni
mucho menos he leído ninguno de sus
poemas.
—¿Estás seguro? Por lo que
sabemos, podrías ser el más grande
estudiante de poesía de todo Ulthuan.
—Cierto, pero ¿qué podría estar
haciendo en el mar un estudiante de
poesía?
Kyrielle lo miró de arriba a abajo.
—No, no tienes mucha pinta de
estudiante. Demasiados músculos. ¿Y
cuántos estudiantes tienen heridas
como las que tú tienes en el hombro y
la cadera? Has sido guerrero en tus
tiempos.
Daroir se ruborizó, advirtiendo que
ella tenía que haberlo visto desnudo
para conocer las viejas heridas de su
cuerpo. Kyrielle se echó a reír al ver
cómo se ruborizaban sus mejillas.
—¿Pensabas que te habías
desnudado tú sólito? —preguntó.
Él no respondió. Ella lo cogió de la
mano y lo condujo hasta un hermoso
arco de hojas de palmera que se
separaron cuando se acercaron para
revelar una escalera que se alzaban
hacia la mansión emplazada en lo alto
del acantilado.
La escalera tallada en la roca era tan
hermosa que Daroir no estuvo seguro
de que se hubiera formado de manera
natural. Extrañamente para este lugar
de maravillosa flora, los peldaños
estaban completamente libres de hierba
o tierra, como si las plantas supieran
que tenían que mantener despejado el
ascenso.
La siguió de buena gana mientras
ella lo guiaba escaleras arriba.
—¿Adónde vamos?
—A ver a mi padre —respondió
Kyrielle—. Es un mago poderoso y tal
vez pueda devolverte la memoria.
Le soltó la mano y empezó a subir.
Daroir sintió un cálido brillo envolverlo
cuando ella le sonrió, como si alguna
extraña magia tranquilizadora estuviera
funcionando en su interior.
La siguió escaleras arriba.
***
Muy, muy lejos, en una tierra carente
de risas amables o de luz del sol que
calentara la piel, un agudo chillido que
hablaba de sangre derramada resonó en
una torre de descarada oscuridad.
Alrededor de esta torre, la más alta y
ominosa, había cien más, frías y
apestando a malicia, y alrededor de
éstas había un millar más. Humo negro
se arremolinaba en torno a ellas, que se
alzaban sobre una ciudad emplazada al
pie de montañas de hierro y que vivía
en las pesadillas del mundo.
Era Naggarond, la Torre del Frío…,
el olvidado dominio del Rey Brujo,
temible gobernante de los oscuros
parientes de los elfos de Yvraine.
Los druchii.
Castillos y torretas negras rodeaban
la poderosa torre que se alzaba en el
centro de la ciudad, envuelta en la
lluvia cenicienta de aquellos que habían
sido quemados en las piras de sacrificio
que aún ardían, rojas y negras, en
templos cubiertos de sangre.
Murallas de treinta metros de altura
rodeaban la ciudad, y de las murallas se
alzaba un bosque maligno de torres
oscuras y retorcidas donde ondeaban
los estandartes ensangrentados del
infernal amo de la ciudad. Un ejército
de cabezas cortadas y un tapiz de pieles
colgaba de las picudas almenas, y los
asquerosos restos goteaban por la negra
pared de la muralla.
Aves carroñeras revoloteaban sobre
la ciudad en una nube omnipresente,
sus gritos resonaban hambrientos e
impacientes mientras cruzaban el cielo
ominoso y carente de alegría. El
golpeteo de los martillos y el roce del
hierro se alzaba en la ciudad,
mezclándose con los gritos de angustia
y los gemidos de los condenados en un
terrible cántico mortal que no cesaba
nunca.
Los habitáculos de los elfos oscuros,
ruinas ominosas y destrozadas, áticos
expuestos al viento y torres embrujadas,
llenaban la ciudad, cada uno de ellos
más triste que el anterior.
El grito surgido de la torre más alta
del centro de la ciudad perduró, como
si el aire mismo lo estuviera
saboreando, y los que lo oyeron dieron
gracias a sus dioses por no ser ellos
quienes sufrían hoy. Los gritos llevaban
días repitiéndose, y aunque no eran
nuevos en Naggarond, hablaban de un
nivel de sufrimiento que superaba la
imaginación.
Pero el origen de los gritos no era
uno de los elfos de piel de marfil de la
ciudad, sino de un hombre, aunque
había cortado todos los lazos con su
especie hacía muchos años por el éxtasis
de la batalla y la adoración de los
Dioses Oscuros del norte.
En una habitación cerrada,
iluminada tan sólo por las ascuas de un
brasero humeante, Issyk Kul producía
sus oscuros tormentos en un lienzo de
carne que le había entregado la
Hechicera Bruja. De dónde procedía el
joven era irrelevante, y lo que sabía no
tenía importancia, pues Kul no había
iniciado sus torturas con ningún otro
propósito más que infligir agonía.
Convertir en una ruina maravillosa
aquel cuerpo perfecto, y sin embargo
mantenerlo con vida y consciente del
horror que se le causaba era a la vez su
arte y un acto de adoración.
Kul era ancho y musculoso, y su
cuerpo duro como el hierro debido a los
rigurosos climas norteños del Viejo
Mundo y una vida de guerra y excesos.
Cordones de cuero sujetaban un
tramado de placas moldeadas para
ajustarse a su cuerpo bronceado, su
armadura brillaba y ondulaba como si
fuera carne rosa despellejada, y su piel
relucía con ungüentos perfumados.
Una cabellera dorada y luminosa
remataba el rostro de un libertino, de
rasgos bien dibujados y atractivos hasta
el punto de la belleza. Pero donde
terminaba la belleza comenzaba la
crueldad, y sus grandes ojos no
conocían la piedad ni la compasión,
sólo la infame indulgencia y la obsesión
del fetichista.
Cuando terminara con su juguete,
lo liberaría, sin ojos, sin labios y
enloquecido. Lo soltaría en la ciudad
para que babeara y suplicara una
muerte que tardaría en venir.
Deambularía por las calles convertido
en una rareza, y los gritos de repulsión
y admiración lo perseguirían hasta los
más oscuros rincones de la ciudad,
donde se convertiría en un festín para
las criaturas de la noche.
Kul se apartó de su obra, descartó
las agujas y seleccionó una hoja tan fina
y esbelta que no servía para ninguna
otra cosa más que para infligir las
torturas más espantosas en los órganos
más sensibles del cuerpo.
Más gritos llenaron la cámara, y los
de Kul se unieron a los de su juguete.
Sus gruñidos alcanzaron el clímax en un
aullido atávico de placer mientras
completaba su violación de lo que una
vez fue un pálido mensajero de ojos
brillantes.
Saciados sus deseos por el
momento, Issyk Kul se inclinó para
besar los gimoteantes pedazos de carne.
—Tu dolor ha complacido al gran
dios Shornaal, y por eso te doy las
gracias —dijo.
Se dio media vuelta para abandonar
la cámara, deteniéndose sólo lo
suficiente para recuperar una espada
gloriosamente elaborada de curvas
sinuosas y crueles pinchos. La
empuñadura de hueso picoteó la carne
de sus manos y una cuchilla ubicada en
el mango le marcó la palma cuando giró
la hoja para meterla en la vaina que
llevaba a la espalda.
Más allá de los confines de la
habitación que utilizaba como templo
de adoración, un pasadizo de piedra se
perdía a derecha e izquierda, siguiendo
la forma de la torre, y Kul echó a andar
con largas y gráciles zancadas hacia los
cánticos y gemidos.
La música de la torre estaba
imbuida en su estructura, milenios de
sufrimiento y sangre improntados en
sus mismos huesos. Kul podía sentir la
angustia que se había descargado en
este lugar como si hubiera sucedido
ante sus mismos ojos. Espectros de
asesinatos pasados desfilaron ante él, y
los tormentos que construyeron este
lugar eran como vino de la más dulce
viña de sangre.
Por fin la curva del pasadizo
terminó en un amplio portal de hueso y
bronce que conducía al corazón de la
torre. Seis guerreros con capa, largas
cotas de malla negra y altos cascos de
bronce guardaban el portal; sus grandes
alabardas de negra hoja reflejaban la
luz de las antorchas que ardían en
pebeteros hechos con cráneos. El rostro
de cada guerrero mostraba la marca de
Khaine, el dios de mano ensangrentada
del asesinato, el odio y la destrucción, y
Kul sonrió al ver la licenciosa
deformación de la carne.
Aunque era bien conocido en
Naggaroth, las armas de los guardias
entrechocaron para bloquearle el paso a
las escaleras de ébano que conducían al
santuario interior de la torre.
Kul asintió, satisfecho, sabiendo que
si lo hubieran dejado pasar hasta su
señor sin oponerse, él mismo los habría
matado. Más de un campeón de los
Dioses Oscuros había caído presa de la
traición de un camarada de confianza, y
Kul no había vivido tres siglos
asumiendo que la fe de los amigos era
eterna.
—Enorgullecéis a vuestro amo —los
halagó Kul—, pero me esperan.
—Puede que te esperen, pero no
irás a ver a lord Malekith sin escolta —
dijo una voz tras él, y Kul sonrió.
—Kouran —replicó, dándose la
vuelta para ver al comandante de la
guardia negra de Naggarond, la guardia
de élite de la ciudad del Rey Brujo.
Kouran era casi un palmo más bajo que
Issyk Kul, pero de todas formas su
aspecto era formidable con la oscura
armadura forjada con el metal
irrompible de una estrella caída y la
espada forjada por antigua magia ya
olvidada.
Los ojos violeta del elfo se
encontraron con los de Kul, y al
campeón le complació ver la total
ausencia de miedo en su mirada.
—¿No te fías de mí? —preguntó
Kul.
—¿Debería?
—No —admitió aquél—. He
matado a amigos y aliados antes,
siempre que se me antojó.
—Entonces subiremos juntos, ¿no?
—dijo Kouran, dejando claro a Kul que
no se trataba de una sugerencia.
Asintió y le hizo un gesto al capitán
de la Guardia Negra. Kouran posó la
mano en la empuñadura de su espada y
Kul pudo sentir el mal de la hoja
esparcirse en el aire como dulce
incienso.
Las brillantes hojas de la Guardia
Negra se separaron e Issyk Kul y
Kouran atravesaron el portal de hueso.
Una brumosa cortina de humo de dulce
olor brotó del suelo para rodearlos y
llevarlos hacia adelante. La cámara más
allá del portal estaba fría, y una telaraña
de escarcha formó una pátina blanca en
su armadura. El ungüento se le heló en
la carne y su respiración flotó en el aire
ante él mientras Kouran lo guiaba a
través de las brumas púrpura hacia la
escalera de caracol de metal mohoso de
la que goteaba un pegajoso residuo de
sangre antigua.
Kouran subió las escaleras y Kul lo
siguió, adaptando su musculosa masa a
tan estrecho hueco. Había soñado con
acercarse a la presencia del Rey Brujo
mil veces desde que trajo su ejército a
Naggarond, y sintió una deliciosa
oleada de aprensión y emoción tronar
en sus venas mientras seguía a Kouran.
Aunque había matado y torturado
durante cientos de años, Kul era bien
consciente de que la oscuridad que
había traído al mundo no era más que
una fracción de la sombra proyectada
por el Rey Brujo.
Desde hacía más de quinientos
años, el Rey Brujo reinaba sobre
Naggaroth, y todas las épocas
posteriores del mundo habían conocido
su letal poder. En Ulthuan, su nombre
no se pronunciaba excepto como
maldición, mientras que en las tierras
de los hombres su poder era una
leyenda terrible que aún acosaba al
mundo y planeaba causar su ruina. Para
las tribus del norte, el Rey Brujo era
sólo otro gobernante de un reino
lejano, en ocasiones un tirano que
temer o un aliado con quien luchar.
Una lluvia roja de sangre cayó
desde las alturas, convirtiendo el pelo
dorado de Kul en lacios hilos de
escarlata, y lamió las gotas coaguladas
mientras le corrían por la cara.
La chirriante escalera de hierro
parecía no acabar nunca, cada vez más
arriba en el frío aturdidor y el humo
púrpura que lo rodeaba. El aceite de su
piel se resquebrajó y sus músculos
empezaron a tiritar a medida que se
acercaba al salón del trono de Malekith.
Llegaron por fin a la cima de la
torre, el pináculo del mal en
Naggarond, y todos los sentidos de Kul
cobraron vida con la viva cualidad de
odio y frialdad que teñía cada aliento
con su poder.
La oscuridad del salón del trono del
Rey Brujo era una fuerza en sí misma,
una presencia que se sentía de modo
tan palpable como la de Kouran a su
lado. Cubría las paredes como una
enfermedad que se arrastrase, reptaba
por el suelo y subía por las paredes
desafiando la blanca luz sin alma que se
esforzaba por colarse a través de las
ventanas de plomo de la torre.
Kul empezó a temblar, su
musculoso cuerpo desacostumbrado a
un frio tan intenso e innatural, pues no
tenía una gota de grasa que lo aislara.
No podía ver nada más allá de la ligera
silueta de Kouran y la absorbente
oscuridad que parecía cebarse sobre él
para volverlo ciego, como si le hubieran
colocado una caperuza sobre los
hombros.
No, no era así del todo…
Los sentidos de Kul ya no eran los
de un mortal, aumentados y refinados
por Shornaal para saborear mejor las
agonías de sus víctimas y los éxtasis de
sus triunfos. Al concentrarse, pudo
sentir en la cabeza un jadeante aliento
de hierro, como si un gran motor latiera
en las profundidades de la torre y los
ecos de sus esfuerzos se transmitieran
por toda su dimensión. Pudo sentir una
presencia dentro de su mente, un ser
que arañaba y frotaba y se revolvía a
través de sus recuerdos y deseos para
llegar a su mismísimo corazón.
Sabía que estaba siendo examinado
y agradeció la intrusión, confiado en
que lo encontrarían adecuado para la
tarea para la que lo habían convocado.
El pegajoso contacto-pensamiento se
retiró de su mente y se relajó al sentir
retroceder el asombroso poder del Rey
Brujo, aparentemente satisfecho.
La oscuridad de la cámara pareció
disminuir e Issyk Kul vio un gran trono
de obsidiana donde estaba sentada una
poderosa estatua de hierro negro, una
mano apoyada en un reposabrazos
rematado por un cráneo mientras que
la otra agarraba una espada colosal cuya
hoja era de plata pulida y chispeaba de
escarcha. Kul sabía que la magia de su
propia espada era poderosa, pero las
energías vinculadas a esta arma terrible
eran superiores, y sintió que los
encantamientos forjados en su
armadura se debilitaban sólo con su
presencia.
Un gran escudo, más alto que el
propio Kul, reposaba a un lado del gran
trono, y sobre él ardía la temible runa
de Shornaal, aunque los druchii no
usaban los nombres norteños de los
dioses y llamaban Slaanesh a su dios.
Una corona de hierro reposaba en el
casco cornudo de la estatua, y al ver al
monstruoso dios del asesinato, Kouran
se hincó de rodillas y empezó a farfullar
en la lengua de los elfos.
Kul tuvo que combatir la urgencia
de arrodillarse junto a Kouran y adorar
esta efigie de Khaine, pues Shornaal era
un dios celoso y sin duda lo abatiría. Ni
siquiera en el más sagrado de los
sagrados lugares dedicados a Shornaal
había sentido Kul semejante asombro y
una presencia física tan poderosa de su
propio dios como sentía ahora. Los
druchii eran afortunados por tener a un
dios tan poderoso físicamente.
Mientras contemplaba arrobado el
magnífico y terrible ídolo, sintió la
aproximación de otra presencia tras él.
—¿No rindes homenaje a mi hijo?
¿No es digno de tu obediencia? —dijo
una voz cargada de lujuria.
Unas manos pálidas y esbeltas
rodearon su cuello, las uñas largas y
afiladas acariciaron su garganta y Kul se
sintió responder a su caricia, un temblor
de excitación y repulsión corrió por su
espalda. Sabía quién era por su
contacto, igual que lo habría sabido si le
hubiera susurrado al oído.
Las manos de ella se deslizaron por
las placas de la armadura que le cubría
el pecho, extendiéndose hasta la carne
desnuda de su abdomen para acariciar
la curva de sus músculos.
—¿Tu hijo? —preguntó Kul,
girando la cabeza a un lado para ver un
atisbo de su embrujadora belleza. Piel
pálida, ojos de líquida oscuridad y
reborde negro y labios carnosos que se
habían abierto paso por su cuerpo en
más de una ocasión.
—Sí —respondió Morathi,
rodeándolo graciosamente para
plantarse ante él—. Mi hijo.
Era exquisita, tan hermosa como el
día que se casó con Aenarion hacía
miles de años, e iba ataviada con una
larga túnica púrpura con una abertura
que corría desde el cuello hasta su
pelvis. Un talismán ámbar Colgaba
entre la curva marfileña de sus pechos,
y Kul tuvo que obligarse a mirar hacia
arriba para no verse reducido a un
tembloroso despojo de deseo ardiente,
como le había sucedido a incontables
pretendientes y amantes antes que él.
Madre y, según algunos, impía
amante del Rey Brujo, el sensual
esplendor de Morathi no se parecía a
nada que Kul hubiera experimentado
jamás, y su epíteto de Hechicera Bruja
le parecía un error espantoso, aunque
conocía la infernal realidad que había
tras su maravilloso aspecto.
—Dama Morathi —saludó Kul,
inclinándose de modo extravagante
ante ella—. Es un placer volver a verte.
—Sí que lo es —respondió ella,
apartándose de Kul y jugueteando con
su amuleto.
Él dio un paso adelante y Kouran se
puso en pie, la mano en el pomo de la
espada. Kouran no sólo era el capitán
de la guardia de la ciudad, fino también
el guardaespaldas de sus gobernantes.
—Recibí tu llamada, dama Morathi
—dijo Kul—. ¿Hay noticias de la isla de
las brumas?
—Las hay —respondió ella—, pero
háblame primero de mi mensajero.
¿Fue de tu gusto?
Kul se echó a reír.
—Fue muy placentero, mi señora.
No regresará a ti.
—No contaba con ello.
Kul esperó a que Morathi
continuara, hechizado por su
monstruosa belleza e imaginando ya la
profanación que causaría en su carne si
tenía la oportunidad. Mientras
contemplaba a la Hechicera Bruja, sus
rasgos ondularon como una nube de
calor y una imagen fugaz del paso de
siglos se grabó en los ojos de Kul, los
estragos de la edad y la ruina de los
años marcados en una carne incapaz de
mantener la belleza.
Esa era la dicotomía de Morathi, su
seductora belleza y su repugnante
realidad, una mantenida a expensas de
la otra por medio del sacrificio de
incontables vidas inocentes. Kul no
pudo más que admirar la
determinación y las profundidades que
Morathi había sondeado para conservar
su encanto.
—Es hora de que hagamos la guerra
a los asur —dijo Morathi, rompiendo su
embeleso.
—¿Se ha derramado ya sangre? —
preguntó él, incapaz de apartar la
adoración de su voz.
—Así ha sido —respondió Morathi
—. La Serenata Negra encontró a un
puñado de barcos suyos hace unos días.
Se tomaron muchas vidas y se permitió
que un navío escapara para llevar la
noticia a Lothern.
—El miedo los devorará como una
plaga —vaticinó Kul—. Estarán
maduros para la matanza.
—Y el fuego se avivará en sus
corazones —apuntó Kouran,
escupiendo prácticamente cada palabra
—. Los asur son orgullosos.
—Como debe ser —afirmó Morathi
—. Mucho depende de que el fuego de
los hijos de Asuryan sea dirigido
correctamente. El empuje de nuestra
espada debe quebrar el escudo de
nuestro enemigo para permitir que la
hoja asesina aseste su golpe mortal.
—Entonces debemos zarpar —dijo
Kul, abriendo y cerrando los puños y
pasándose la lengua por los labios—.
Ansío practicar mis artes en la carne de
los asur.
—Como te prometí, Issyk Kul —
continuó Morathi—, zarparemos muy
pronto con nuestros guerreros, pero
todavía hay ofrendas que hacer a
Khaine y deportes que practicar antes
de humedecer nuestras espadas.
Kul señaló la gran estatua de hierro
a la espalda de Morathi.
—Entonces haz tus ofrendas a tu
dios y acabemos de una vez, hechicera
—replicó—. Mi hoja ansia la bendición
de la punta del cuchillo, la danza de las
espadas y el dolor que causa placer.
Morathi frunció el ceño. Luego,
cuando lo que Kul quería decir quedó
claro, echó atrás la cabeza y soltó una
carcajada, un sonido que helaba el alma
y que se extendió hasta más allá de la
cámara para matar a cien aves
carroñeras que sobrevolaban la torre. Se
volvió hacia la figura de hierro y habló
con la áspera y hermosa lengua de los
druchii.
Kul dio un paso atrás, echando
mano a la espalda para desenvainar la
espada mientras veía los carbones
esmeralda brillar tras las finas rendijas
del casco de la estatua y sentía cómo
una horrible animación se acumulaba
dentro de la terrible armadura, aunque
no se había movido ni un centímetro.
Entonces se dio cuenta de que no se
trataba de ninguna estatua, sino del
mismísimo Rey Brujo…
Con una velocidad y una gracia que
tendrían que haber sido imposibles para
un ser tan monstruoso encadenado a
esta enorme armadura de hierro y odio,
el Rey Brujo se levantó de su trono de
obsidiana y se alzó sobre el campeón
del Caos. Su aliento siseaba por detrás
de su casco y la luz de su maldad dejó
en ridículo los irrisorios libertinajes de
Kul con el peso del sufrimiento que
había infligido.
La gran espada del Rey Brujo se
alzó y Kul tuvo la seguridad de que ésta
sería su muerte, tal era su terror en ese
momento.
—Madre… —dijo una voz tan
engarzada en el mal que Kul sintió
lágrimas de sangre acumulándose en la
comisura de sus ojos.
—¿Hijo mío? —respondió Morathi,
y para sorpresa de Kul su tono era de
asombro.
—Zarparemos hacia Ulthuan —
declaró el Rey Brujo—. Ahora.
4

La mansión y las tierras de Anurion el


Verde no se parecían a nada que Daroir
hubiera visto antes. Su idea de un
palacio eran muros de mármol, techos
altísimos y una arquitectura hermosa
que celebrara la capacidad artística de
su constructor mientras se mezclaba
amablemente con el paisaje que lo
rodeaba. Al menos en esto último el
palacio excedía de sobras sus
expectativas.
El palacio era un ser vivo cuyos
muros parecían crecer de la roca de los
acantilados, moldeados y configurados
según los caprichos de su creador…, y
Daroir descubrió que era una persona
de muchos caprichos. Seres vivos
crecían en cada rincón y recoveco,
había enredaderas que reptaban por las
paredes y grupos de árboles que
formaban grandes bóvedas de hojas
para crear grandiosos séquitos.
La arquitectura natural no sólo era
sorprendente, sino también confusa,
pues en cuanto un pasadizo se había
formado volvía a reformarse solo, quizá
porque el amo del palacio paseaba al
azar por su hogar y hacía que nuevas
flores crecieran a su paso. Cada espacio
abierto dentro del palacio de Anurion
era un lugar de maravilla y belleza, y
Daroir imaginó de nuevo que así debía
de ser Athel Loren.
Había creído que Kyrielle lo llevaría
directamente junto a su padre, pero
Anurion el Verde, según parecía, no
seguía el horario de nadie más que el
suyo propio, y cuando llegaron al
palacio, en lo alto del acantilado, fue
para comer pan y frutas frescas y
verduras…, muchas de las cuales
Daroir no pudo reconocer o tenían
nombres sorprendentes que no
pertenecían al élfico ni a ningún otro
idioma que pudiera situar.
Pasó los tres días siguientes
recuperando fuerzas y descubriendo
cosas mientras acompañado de Kyrielle
exploraban el palacio de su padre. Él
siempre creciente y cambiante plano
interior tan nuevo para ella como para
él. Aparte de a Kyrielle, Daroir sólo vio
a unos pocos sirvientes y a algunos
guardias armados con lanzas por el
palacio. Tal vez todo el retén de
guardianes de Anurion permanecía en
Saphery.
Cada mañana contemplaba el
magnífico paisaje de Yvraine desde la
más alta torre-árbol, saboreando la
belleza de la irregular costa bordeada
de densos bosques de coníferas y largos
fiordos que separaban el paisaje del
océano.
Profundos valles envueltos en
niebla se extendían tierra adentro y
bosques perpetuos se acercaban al filo
del agua, donde el océano se extendía
hacia las Islas Cambiantes y el Viejo
Mundo de más allá. Al oeste, los pies
de las Montañas Annulii se perdían en
picos distantes que se alzaban
dramáticamente hasta las nubes. El olor
de la magia de las crudas energías
contenida en ellas le hacía rechinar los
dientes.
Kyrielle señaló al sur y Daroir vio
las puntas de las destellantes mansiones
y torres que eran todo cuanto podía
verse de Tor Yvresse, la única ciudad
importante de este reino oriental y
morada del gran héroe Eltharion.
Daroir tuvo que contener sus
emociones al verla, tal era la dolorosa
belleza de sus lejanas agujas.
Regresaba a menudo a las torres-
árboles sólo para ver las luces de la
ciudad, sabiendo que pronto tendría
que viajar a Tor Yvresse para cruzar las
montañas y regresar a los reinos
interiores de Ulthuan.
Pasaba los días charlando de
nimiedades, y los rápidos cambios de
tema de Kyrielle desenterraban un poso
de sofisticación en su interior que no
había creído poseer.
Mientras hablaban, pronto quedó
claro que saber de poesía no era el
único talento artístico del que no había
sido consciente hasta ahora. Una
mañana, Kyrielle le ofreció una lira y le
pidió que la tocara.
—No sé hacerlo —dijo él.
—¿Cómo lo sabes? Inténtalo.
Y eso hizo, y empezó a tañer las
cuerdas como si hubiera tocado desde
que nació, produciendo rítmicas
melodías y maravillosas tonadas con la
experimentada gracia y el saber de un
bardo. Cada nota fluía de sus manos,
aunque no tenía ningún conocimiento
consciente de lo que hacía y no
comprendía cómo era capaz de crear
música tan hermosa cuando no podía
recordar nada de ninguna lección ni de
su habilidad.
Cada día le traía nuevas maravillas a
medida que descubría que además de
tocar música también podía crearla.
Consciente ahora de que sabía tocar,
una musa desconocida se agitó en su
interior y compuso lamentos de tan
evocadora majestad que llenaban de
lágrimas los ojos de todos los que los
oían. Cada descubrimiento provocaba
tantas preguntas como las que
respondía, y la frustración de Daroir
creció mientras esperaba una audiencia
con su invisible anfitrión.
Cada pieza del rompecabezas de su
identidad que encajaba en su sitio no lo
acercaba más a la verdad, y cada día se
preguntaba por el anillo de plata que
llevaba en el dedo. Cada día que pasaba
sin conocer su verdadera identidad era
un día que alguien lloraba su pérdida:
un amigo, un hermano, un padre, una
esposa…
La mañana del cuarto día de su
estancia en el palacio de Anurion,
Kyrielle entró en la brillante arboleda
donde estaba sentado, y él dejó de
contemplar los espectros de sus
recuerdos y vio que le traía una arma.
Sin decir palabra, le entregó un
cinturón de cuero del que colgaba una
espada de hoja larga en una vaina de lo
que parecía ser un metal denso y
pesado. La vaina estaba adornada con
tres anillos de oro en toda su longitud,
pero por lo demás parecía sencilla y
carente de ornamentación.
—¿Qué es esto? —dijo él—.
¿Quieres ver si sé luchar?
Ella negó con la cabeza.
—Por tus heridas, yo diría que eso
está demostrado. No, llevabas esto
cuando te encontré en la playa. ¿Lo
reconoces?
—No —respondió él—. No
recuerdo haberlo visto antes.
—¿Ni siquiera cuando estabas en el
mar?
—No, estaba demasiado ocupado
tratando de agarrarme a los restos para
preocuparme por otra cosa. ¿Qué es lo
que llevaba puesto, por cierto?
—Ibas vestido con la túnica de la
guardia del mar de Lothern. Me han
dicho que tu escudo de armas era el de
lord Aislin.
—¿La guardia del mar? No tengo
ningún recuerdo de haber servido a
bordo de un barco, pero claro, tampoco
tengo recuerdos de montones de cosas
que he podido hacer desde que me
salvaste, ¿no? Tal vez debería
encaminar mis pasos hacia Lothern
después de que haya hablado con tu
padre.
—Si así lo quieres… —dijo Kyrielle
—. No obstante, esperaba que te
quedaras con nosotros un poco más.
Daroir oyó el tono seductor de su
voz y supo que estaba haciendo
funcionar sus hechizos con él. Apartó
los pensamientos de quedarse aquí y
dijo:
—Kyrielle, puede que tenga una
esposa y familia. Cuando recupere las
fuerzas, debería regresar con ellos.
—Lo sé, tonto —admitió ella—,
pero ha sido maravilloso tenerte aquí y
tratar de ayudarte a recuperar la
memoria. Me entristecerá verte parchar.
—Y a mí me entristecerá
marcharme, pero no puedo quedarme
aquí.
—Lo sé —repitió ella—. Enviaré un
mensajero a Lothern para que
comunique a lord Aislin que estás aquí.
Tal vez sepa en qué navío viajabas.
Él asintió y devolvió su atención al
arma que ella le había entregado. Al
tomarla en las manos le sorprendió su
peso. La factura era sencilla, aunque
claramente de manufactura élfica, pues
había en ella una poderosa sensación de
magia. Aunque dijo la verdad cuando
declaró que no reconocía la espada,
Daroir sintió una conexión con el arma,
sabiendo de algún modo que era suya,
pero no cómo ni por qué…
—Siento que debería reconocerla —
dijo—, pero no la reconozco. Es mía, lo
sé, pero no significa nada para mí. No la
recuerdo.
Daroir empuñó el mango de la
espada y trató de desenvainarla, pero el
arma permaneció firme en la vaina, y
no pudo sacarla por más que tiró de la
hoja.
—Está atascada. Supongo que estará
oxidada en la vaina.
—¿Una arma élfica oxidada? —se
extrañó Kyrielle—. No lo creo.
—Prueba tú, entonces —repuso él,
ofreciéndole la vaina.
—No —Kyrielle negó con la cabeza
—. No quiero volver a tocarla.
—¿Por qué no?
—Me pareció… mal. No sé, no me
gustó su contacto en mi mano.
—La magia… ¿es oscura?
—No lo sé. No puedo decir qué tipo
de encantamiento han forjado en ella.
Mi padre lo sabrá mejor.
Daroir se puso en pie y se colocó el
cinto. Un agujero en la correa estaba
particularmente gastado y no le
sorprendió que el broche encajara allí
con exactitud. Ajustó la daga en su
cadera para poder alcanzarla con
facilidad, aunque una daga que no
podía ser extraída no ofrecía mucha
protección.
Kyrielle se situó junto a él y le alisó
la túnica y le sacudió los hombros y el
pecho con la yema de los dedos.
—Ya está —dijo con una sonrisa—.
Un guapo guerrero de los pies a la
cabeza.
Él le devolvió la sonrisa y sintió
hacia ella una atracción creciente que
no tenía nada que ver con sus
capacidades mágicas. Era hermosa, y no
había ninguna duda de que la deseaba,
pero llevaba un anillo de compromiso
que sugería que su corazón pertenecía a
otra…
Aunque sabía que no debería sentir
semejante atracción hacia Kyrielle, a
una parte más profunda de él no le
importaba y la deseaba de todas formas.
¿Era esa parte de quien era realmente?
¿Era un marido infiel o un seductor
desvergonzado que mantenía una
fachada de vida familiar mientras se
divertía con otras mujeres?
Parecía que era la primera cosa que
tenía sentido desde que fue rescatado
del océano. La idea de traición agitó
algo en su interior, arrastrando un
recuerdo olvidado de una infidelidad
similar, pero ¿fue él quien había
causado el daño o se lo habían causado
a él?
Miró a los ojos de Kyrielle y no
sintió ninguna culpa por los
sentimientos que albergaba hacia ella.
Reflejada en sus rasgos había la misma
atracción y extendió la mano para
acariciarle la mejilla.
—Eres preciosa, Kyrielle —dijo.
Ella se ruborizó, pero él notó que
sus palabras la afectaban y sintió algo
que le pareció deliciosamente familiar.
Se inclinó hacia adelante para besarla, y
ella cerró los ojos y entreabrió los labios.
Antes de que sus bocas pudieran
tocarse, sonó un rumor de hojas, como
si una pared de ramas se separara tras
ellos, y una alta figura envuelta en
ropajes verdes y que murmuraba para sí
entró en la arboleda con los brazos
extendidos.
Una fluctuante bola de luz flotaba
entre sus manos, como un millón de
diminutas luciérnagas enjauladas en un
globo invisible de cristal.
Se volvió a mirarlos y frunció el
ceño, como si no los reconociera, antes
de decir:
—Ah, estás aquí, querida. ¿Te
importaría ayudarme con esto? He
creado un nuevo tipo de abeja esta
mañana, pero son bastante más
molestas de lo que pretendía, y me
parece que necesito tu ayuda para
asegurarme de que no causen más
daño…
«Por fin —pensó Daroir—. Anurion
el Verde».
***
Eldain vio la ciudad de Tor Elyr quedar
atrás mientras el capitán Bellaeir
maniobraba el Señor de los Dragones a
través de las esculpidas islas rocosas de
la bahía y guiaba su proa, recién
adornada con el Ojo de Isha, por los
canales que conducían al Mar
Crepuscular.
Estaba de pie en uno de los lados
del barco, envuelto en una capa azul
zafiro, aunque la temperatura era suave
y el viento que hinchaba las velas era
agradable.
Se estremeció al recordar la última
vez que se hizo a la mar y viajó en barco
hasta una tierra lejana. Caelir lo
acompañaba y había plantada una
semilla que engendraría amargos frutos
en la tierra de los elfos oscuros. En los
raros días en que permitía que el sol
calentara su piel, podía convencerse a sí
mismo de que había sido la malvada
influencia de la Tierra del Frío la que
había hecho florecer aquella semilla,
pero sabía bien que sus acciones tenían
sus raíces en su mismo interior.
Había pasado casi un año desde que
vio por ultima vez Tor Elyr, pero era tan
hermosa como recordaba, las blancas
torres de cristal de los castillos de la isla
se alzaban de las rocas picudas que
sobresalían del agua como las
hendiduras de un glaciar. Una red de
puentes de plata unía los castillos entre
sí, y el corazón de Eldain se apenó al
verlos perderse tras él.
—Volveremos muy pronto —dijo
Rhianna, rodeándolo con sus brazos y
apoyando la barbilla en su hombro tras
acercarse a él por detrás.
—Lo sé.
—Nos hará bien viajar. Hemos
pasado demasiado tiempo encerrados
en Ellyr-charoi. He echado de menos el
sol en el rostro y el aire marino en los
pulmones. Ya puedo sentir la magia de
Ulthuan haciéndose más fuerte a mi
alrededor.
Eldain sonrió, y recordó una vez
más que su esposa era una maga de no
poco poder.
—Tienes razón, por supuesto —dijo,
sorprendido al descubrir que hablaba
en serio.
Quizá sería, en efecto, bueno viajar,
ver ciudades y lugares de Ulthuan que
no había visto antes. Cuando terminara
este asunto con el padre de Rhianna, tal
vez podrían viajar a Lothern y visitar
algunas tierras lejanas.
Se volvió dentro de su abrazo y la
enlazó por la cintura.
—Te quiero.
—Lo sé, Eldain —dijo Rhianna, y la
esperanza en sus ojos fue como un rayo
de sol después de una tormenta, lleno
de la promesa de que todo irá bien.
La atrajo hacia sí y juntos
contemplaron la joya de Ellyrion
mientras se deslizaba hacia el horizonte.
El viaje desde Ellyr-charoi había
durado más de lo normal, pues Yvraine
no era tan buena a caballo como
Rhianna y él. Sus corceles podían
transportarlos rápidos como el viento a
través de bosques y llanuras, pero
Yvraine no poseía la habilidad innata
de los jinetes de Ellyrion. Como
resultado, cuando llegaron a Tor Elyr,
la continuación de su viaje resultó
afectada por la noticia de que una arca
negra había atacado los barcos de lord
Aislin cuando patrullaban las costas
occidentales de Ulthuan. Sólo un navío
había sobrevivido al encuentro, pero su
capitán había logrado avisar del ataque
druchii, y ahora en Lothern se estaban
preparando todas las naves posibles
para la defensa en caso de ataque.
Como consecuencia, los tres viajeros
se vieron obligados a esperar la llegada
de un pequeño velero desde Cledor
para que los transportara a Saphery a
través del Mar Interior. Este
contratiempo molestó a Yvraine, que
caminaba de un lado a otro como un
león craciano enjaulado por el retraso
forzoso, aunque Eldain y Rhianna
aprovecharon la oportunidad para
cenar en las exquisitas hosterías de Tor
Elyr y para cabalgar alegremente por las
salvajes estepas.
En realidad, a Eldain no le
disgustaba el retraso, y ahora disfrutaba
lejos de los sofocantes confines de la
Torre Hipocrena y su culpa. Sólo estar
al aire libre había mejorado su estado
de ánimo de modo inmensurable, y se
había reído por primera vez en lo que le
parecían años cuando Rhianna y él
salieron a cabalgar por el puro placer de
hacerlo.
A medida que pasaban los días
quedó claro que Yvraine no llevaba
mucho tiempo al servicio de los señores
del conocimiento, pues el tema salió a
colación una noche mientras los tres
cenaban en la torre más alta de Tor
Elyr, en un salón comedor de paredes
de cristal.
Rhianna le preguntó por las tierras
que había visitado en cumplimiento de
su deber, sólo para recibir una pausa
bastante tensa antes de que la maestra
de la espada contestara.
—Solamente Ellyrion —respondió.
—¿Eso es todo? —dijo Eldain—.
Creía que viajabais por todo Ulthuan.
—Lo haré cuando complete esta
misión para Mitherion Ciervo de Plata.
Eldain advirtió rápidamente lo que
eso significaba.
—Entonces ¿ésta es tu primera
misión?
—Lo es. Todo el mundo debe
empezar de alguna forma.
—En efecto —admitió Rhianna—.
Incluso aquellos nacidos para ser reyes
no se convierten en grandes sin dar su
primer paso humilde por un camino
largo y sinuoso.
Yvraine miró agradecida a Rhianna,
y Eldain comprendió en ese momento
que, a pesar de toda su frialdad externa,
Yvraine Hoja de Halcón tenía un
desesperado temor a fracasar.
Al pensar ahora en la maestra de la
espada, Eldain la vio sentada en la proa
con su arma ante ella mientras
intentaba meditar. Había hablado antes
de las dificultades de meditar a bordo
de un barco, pero Eldain sólo podía
imaginar lo difícil que debía ser
conseguir cualquier tipo de silenciosa
reflexión en uno tan pequeño.
—Es muy joven —observó Eldain.
Rhianna siguió su mirada.
—Sí que lo es, pero tiene buen
corazón.
—¿Cómo lo sabes?
—Los señores del conocimiento no
aceptan a cualquiera en las filas de los
maestros de la espada. Sólo aquellos
que desean la sabiduría llegan a entrar
en la Torre Blanca; todos los demás
confunden sus pasos hasta que vuelven
donde empezaron.
—¿Qué sabiduría hay en usar una
espada tan grande?
Rhianna sonrió y negó con la
cabeza.
—No te burles, Eldain. Para algunos
el camino de la sabiduría se encuentra
en el ejercicio del dominio físico de los
caminos del guerrero. Yvraine habrá
pasado muchos años entrenándose al
pie de los señores del conocimiento.
—Lo sé —afirmó Eldain—. Estaba
bromeando. Estoy seguro de que es
pura de corazón, pero es como si se
hubiera aislado del mundo que la
rodea. En la vida tiene que haber más
que meditar y practicar con una espada.
—Lo hay, pero para cada uno de
nosotros hay un camino, y si el suyo la
lleva a la ruta del magisterio de las
armas, entonces somos afortunados
porque viaja con nosotros. Puede que
sea una viajera sin experiencia, pero
será una guerrera formidable, de eso no
te quepa ninguna duda.
—Sólo estamos navegando por el
Mar Interior —apuntó Eldain—. ¿Qué
podría sucedemos aquí? Estamos
perfectamente a salvo.
—Como estoy segura que pensaba
Caledor justo antes de que lo atacaran
los asesinos camino de Chrace para
convertirse en Rey Fénix hace tantos
años.
—Ah, pero él estaba perfectamente
a salvo —dijo Eldain—, pues los
cazadores de Chrace le salvaron la vida.
—Pero el argumento sigue siendo
válido —suspiró ella—. Es mejor tener
una maestra de la espada y no necesitar
su ayuda, que necesitarla y no tenerla.
—Muy cierto —admitió él—. Pero
¿has llegado a verla hacer algo con esa
espada?
—No, no la he visto, pero el
ejercicio de su arte es privado, Eldain.
—Bueno, esperemos que sepa usarla
si surge la necesidad.
—No creo que tengas que
preocuparte por eso —dijo Rhianna.

***
—Hmmm… aparte de la de la cabeza
no hay nada que sugiera una herida lo
bastante grave para causar la pérdida de
la memoria —dijo Anurion el Verde,
retirando un grupo de artilugios de
plata de la cabeza de Daroir. El
archimago comprobó las lecturas del
aparato medidor y asintió para sí antes
de fruncir el ceño y colocar los
calibradores sobre su propio cráneo y
comparar los resultados.
Se hallaban en el estudio de
Anurion, aunque llamarlo estudio le
confería un grado de formalidad que no
poseía. Estaba compuesto por un
híbrido de paredes de mármol y
materia viva: altos árboles curvados por
arriba para formar un gracioso arco con
hojas que llegaban al suelo como
cuerdas emplumadas. Plantas y partes
de ellas cubrían cada superficie,
colgando de cestas que flotaban en el
aire o estaban suspendidas de
gallardetes de luz mágica que
borboteaba en cuencos de plata.
Capullos en flor subían por las patas de
sillas y mesas, cada una de las cuales
había crecido hasta adquirir su forma
actual en vez de haber sido producto
del trabajo de un artesano.
Un denso aroma terroso flotaba en
el aire junto a un millón de olores de
las mareantes especies de flores que
cubrían casi toda la superficie de la
cámara. Los olores de tantos seres vivos
tendrían que haber sido abrumadores,
pero a Daroir le resultaron
fascinantemente agradables, como si
Anurion hubiera conseguido de algún
modo hallar la combinación exacta para
asegurar que el aire siguiera siendo
agradablemente fragante.
Cuando Kyrielle y su padre
hubieron controlado a las sañudas
abejas, el archimago se había vuelto
hacia Daroir.
—Así que eres el que no tiene
memoria, ¿no? —le preguntó.
—Lo soy, mi señor —respondió
Daroir, pues nunca era buena idea
mostrar descortesía a un poderoso
archimago.
Anurion agitó una mano
quitándose importancia.
—Oh, deja todas esas tonterías de
«mi señor», muchacho. Los halagos no
me ayudarán a devolverte la memoria.
Podré hacerlo o no podré. Ven,
sígueme a mi estudio.
Sin decir otra palabra, Anurion se
internó en las profundidades de su
palacio orgánico, guiándolos a través de
grandes catedrales de poderosos árboles
y grutas de belleza sin igual. Con cada
una de las nuevas y magníficas vistas,
Daroir tenía que recordarse que éste era
uno de los palacios «menores» del
archimago. Aunque asuntos más
acuciantes ocupaban sus pensamientos
mientras seguía a Kyrielle y a su padre,
esperaba un día poder visitar el gran
palacio de Anurion en Saphery.
A Daroir le pareció que la ruta que
seguían los llevaba a través de un
puñado de arboledas y claros de
mármol y hojas por los que ya habían
pasado antes, y se preguntó si Anurion
conocía el camino de su propio
palacio… o si semejante conocimiento
era siquiera posible.
Por fin, su viaje terminó en el
estudio de Anurion, y tanto Kyrielle
como él contemplaron asombrados la
enorme diversidad de vida que florecía
allí. Plantas y árboles que Daroir nunca
había visto antes y que probablemente
no existían antes de que las
manipulaciones de Anurion el Verde
los crearan.
—Sentaos, sentaos… —había dicho
Anurion, indicándoles una larga mesa
cubierta de textos de aspecto antiguo y
un puñado de botellas transparentes
que contenían licores de colores
diversos. Daroir estuvo a punto de
preguntar dónde debería sentarse
cuando una retorcida colección de
ramas brotó del suelo de tierra y se
entrelazó hasta tomar la forma de un
elegante sillón.
Y así había comenzado una
agotadora serie de pruebas que Daroir
no podía comprender. Anurion había
tomado muestras de su saliva y su
sangre antes de medir su cuerpo, su
altura, su peso y por fin las dimensiones
de su cráneo.
—Bien —dijo Anurion—. Tengo la
información física que necesitaba,
muchacho, pero tendrás que contarme
todo lo que recuerdas antes de que mi
hija te pescara en el océano. No omitas
nada: el menor detalle podría ser vital.
¡Vital!
—No hay mucho que contar —
empezó Daroir—. Recuerdo haber
estado flotando en el mar, agarrado a
los restos del naufragio… y eso es todo.
—¿Esos restos eran parte de tu
navío?
—No lo recuerdo.
Anurion se volvió hacia su hija.
—¿Trajeron los guardias esos restos
a palacio además de a este pobre
desgraciado? —preguntó.
—No, no se nos ocurrió —negó
Kyrielle con la cabeza.
—Hmmm, lástima. Podrían tener la
clave —afirmó Anurion—. Pero no
importa, uno hace lo que puede con las
herramientas que tiene disponibles,
¿no? Bien, así que no sabemos nada de
tu barco, y dices que no recuerdas nada
excepto haber estado en el mar, ¿es
correcto?
—Así es. Todo lo que recuerdo es el
mar —confirmó Daroir.
Anurion recogió un extraño
artilugio con muchos agujeros que unió
a un puñado de cables y luego lo colocó
sobre la cabeza de Daroir, ajustándolo
sobre su frente.
—¿Para qué es esto? —preguntó
éste.
—Silencio, muchacho —ordenó
Anurion—. Mi hija dice que
murmurabas algo cuando te encontró.
¿Qué decías?
—No lo sé. Ojalá lo supiera, pero no
lo sé —dijo Daroir.
—Lástima —repuso Anurion,
ajustando los alambres sobre su cabeza,
tensándolos y dejando un hilo de cobre
colgando sobre su hombro—. Kyrielle,
espero que tú sí recuerdes qué estaba
farfullando.
—Sí, padre —dijo ella—. Era algo
sobre Teclis, y que había que decirle
algo. Algo que tenía que saber.
—¿Y eso no te suena familiar,
muchacho? —preguntó Anurion,
volviendo su atención hacia Daroir.
—No, nada en absoluto.
—Fascinante —apuntó Anurion—.
Frustrante pero fascinante. ¿Qué
información podría tener un marinero
de baja estofa que fuera interesante
para el gran Señor del Conocimiento de
la Torre Blanca?
—No tengo ni idea —respondió
Daroir—. Sigues haciéndome preguntas
para las que no tengo respuesta.
—Contén tu ira, muchacho —le
exigió Anurion—. Estoy dedicando
tiempo de mis valiosas investigaciones
para tratar contigo, así que ahórrame tu
malestar y simplemente contesta lo que
te pregunto. Bien… Kyrielle me dice
que posees una daga que no puede ser
desenvainada, ¿no? Déjame verla.
Daroir se levantó del sillón de
ramas y se desabrochó el cinturón.
Luego tendió la daga envainada al
archimago.
—Pesada —manifestó Anurion,
cerrando los ojos y pasando sus largos
dedos por la vaina—. Y claramente
encantada. Esta arma ha derramado
sangre, mucha sangre.
Anurion asió el mango, pero al igual
que Daroir, no pudo sacar la daga de su
vaina.
—¿Cómo puede extraerse? —
preguntó Kyrielle.
—Tal vez no se pueda —respondió
Anurion—. Al menos por nosotros.
—Un pobre encantamiento,
entonces —declaró Daroir.
—Quiero decir que tal vez no pueda
ser desenvainada por ningún otro
hombre aparte de quien la forjó o sin la
palabra de poder adecuada. Sólo la
magia más poderosa puede deshacer
ese encantamiento.
—¿Más poderosa que la tuya? —
preguntó Daroir.
—Eso está por ver. Pero la cuestión
que más me intriga es cómo llegaste a
poseer esta arma. No te confundas,
joven… ¿Qué nombre te puso mi hija?
Ah, sí, Daroir, qué adecuado. Llevas
una daga encantada y no tienes
memoria, aunque parece que posees
algún conocimiento que tu mente
inconsciente considera necesario
presentar a lord Teclis. Sí, muy
intrigante…
Daroir sintió que su paciencia
empezaba a agotarse ante las
excéntricas declaraciones del
archimago, y un extraño calor empezó a
acumularse en su cráneo, reduciendo
todavía más su capacidad de aguante.
—¿Puedes ayudarme o no?
—Tal vez —replicó Anurion, sin
levantar la cabeza de su escritorio.
—Eso no es respuesta —protestó
Daroir—. Sólo dime: ¿puedes
devolverme la memoria?
—¿Qué clase de respuesta quieres
que te dé, muchacho? —repuso
Anurion, volviéndose hacia él y
agarrándolo por los hombros—. No
tienes ni idea de la complejidad de la
materia viva que compone tu carne.
Incluso la más sencilla de las plantas
está compuesta por millones y millones
de elementos que la crean y le permiten
funcionar como tal. Pues bien, a pesar
de la evidencia de tus necias palabras,
tu mente es infinitamente más
compleja, así que agradecería que
perdonaras que sea concienzudo, pues
no quiero reducir más tu inteligencia
actuando a lo loco —Anurion lo soltó y
una expresión de sorpresa se extendió
por su rostro, y una vez más ajustó los
alambres de cobre alrededor de la
cabeza de Daroir.
—¿Qué? ¿Qué pasa? —inquirió éste.
—Magia… —respondió Anurion.
Kyrielle se levantó y se reunió con
su padre, y una expresión de interés
académico floreció en sus rasgos.
Daroir frunció el ceño ante su
escrutinio, sintiéndose como una
mariposa clavada en la página del
cuaderno de notas de un coleccionista.
Echó un vistazo a la mesa que tenía al
lado y vio el tallo y las flores de una
planta desconocida abierta como un
cadáver en la mesa de un forense, y
experimentó una súbita sensación de
intranquilidad por lo que fuera que
había picado el súbito interés del mago.
—¿Qué ocurre? —preguntó—. ¿Qué
quieres decir con «magia»?
Anurion se volvió y alzó un cuenco
dorado lleno de un fluido plateado que
ondulaba y reflejaba la luz como el
mercurio. Se plantó de nuevo delante
de Daroir y alzó la maraña de hilos de
cobre que colgaban de su hombro, los
desenrolló y colocó los extremos dentro
del cuenco dorado.
Al principio fue tan leve que no
estuvo seguro de estar viendo nada, un
nimbo de luz formado en las
profundidades del líquido que se
intensificó lentamente hasta que
pareció que Anurion sostenía en sus
manos un sol en miniatura.
—Quiero decir que lo que sea que
está causando tu amnesia no se debe a
un golpe en la cabeza o a haber estado a
punto de ahogarte.
—Entonces ¿qué es? ¿Qué le ha
pasado a mi memoria?
—Has sido hechizado, muchacho —
afirmó Anurion mientras retiraba los
hilos de cobre del cuenco—. Esto te lo
han hecho deliberadamente. Alguien
no quería que recordaras algo antes de
que zarparas.
La idea de que alguien hubiera
manipulado sus recuerdos enojó a
Daroir, y el horror de semejante
violación mental le hizo sentirse casi
físicamente enfermo.
—¿Puedes deshacer la magia? —
preguntó Kyrielle.
Anurion se cruzó de brazos y Daroir
vio la reticencia en sus ojos.
—Por favor —le rogó—. Tienes que
intentarlo. Por favor, no puedo seguir
sin saber quién soy ni de dónde
procedo. ¡Ayúdame!
—Será peligroso —dijo Anurion—.
Esa magia no se emplea a la ligera y no
puedo ofrecerte ninguna garantía de
que los recuerdos que guardas
sobrevivan.
—No me importa —afirmó él—.
Después de todo, ¿qué soy sino la suma
de mis recuerdos? Sin ellos no soy
nada…
Se quitó los hilos de cobre de la
cabeza y, arrojándolos sobre la mesa, se
plantó ante Anurion el Verde.
—Hazlo —insistió—. No importa lo
que debas hacer. Por favor.
—Como desees. Empezaremos por
la mañana —asintió Anurion.
5

Luces titilantes perseguían al Señor de


los Dragones mientras surcaba las aguas
cristalinas del Mar Interior. El barco
permanecía en silencio a excepción del
crujir de las maderas y las ocasionales
conversaciones en voz baja de su
pequeña tripulación. Eldain
contemplaba a estos elfos mientras
realizaban sus tareas y deseó que una
porción de su calma pudiera
contagiársele. Incluso él podía sentir
aquí las energías mágicas de Ulthuan, el
ondular de sombras entrevistas bajo las
olas y la enervante sensación de estar
siendo observado permanentemente.
El capitán Bellaeir se encontraba en
la proa del barco, encaramado al
bauprés, desde donde daba
periódicamente órdenes a su timonel.
—Empiezo a comprender tu
reticencia a viajar en barco —le dijo a
Yvraine, mientras una serie de
brillantes islotes de colores pasaba junto
a ellos.
La maestra de la espada alzó la
cabeza con una sonrisa y él le devolvió
el gesto, alegre de ver un lado menos
ascético de su personalidad. Como era
su costumbre, estaba sentada en la
cubierta, las piernas cruzadas y la
espada sobre el regazo, intentando
meditar.
—Estoy segura de que estamos a
salvo —dijo, abandonando su postura y
poniéndose en pie con un rápido
movimiento.
A pesar de todos los recelos de
Eldain por su juventud e inexperiencia,
éste no podía dejar de sentirse
impresionado por su agilidad y aplomo.
—Has hecho este viaje una vez
antes. ¿Tienes idea de dónde estamos?
—Creo que sí —respondió ella,
señalando una mancha marrón y verde
en el horizonte, al norte.
—¿Qué es eso? —preguntó Eldain,
protegiéndose los ojos del sol con una
mano—. ¿Es la costa de Avelorn? No
pensaba que fuéramos a llegar tan al
norte.
—No lo hemos hecho —contestó
Yvraine—. Ésa es la Isla de la Madre
Tierra.
—¿El Valle Gaen?
—Sí, un valle largo y maravilloso de
flores silvestres, manzanos y frescos
manantiales. Es un lugar de belleza y
verdor que toda doncella elfa tiene que
visitar una vez en la vida.
—¿Lo has hecho tú?
—No —respondió Yvraine—. Aún
no he tenido el honor de poner el pie
en su bendito suelo, pero sé que un día,
pronto, visitaré el gran templo de la
caverna de la Diosa Madre y oiré las
palabras de su oráculo.
—Parece un lugar precioso.
—Me han dicho que lo es, pero
tristemente es una belleza que tú nunca
conocerás, pues no se permite la
entrada al valle a ningún varón, bajo
pena de muerte.
—Eso he oído. ¿Por qué no permite
la Diosa Madre la presencia de varones?
—Nacimiento y renovación —
explicó Yvraine— son terreno de la
mujer. El ciclo que da vida al mundo y
los ritmos de la naturaleza son secretos
negados a los varones, cuyo regalo al
mundo es la destrucción y la muerte.
—Ésas son palabras muy duras —
dijo Eldain.
—Demuestra que me equivoco —
replicó ella, y Eldain no pudo darle
ninguna respuesta.
—Rhianna iba a viajar al Valle Gaen
—dijo él, contemplando cómo la isla se
perdía en el horizonte mientras el
capitán daba nuevas órdenes y el barco
viraba a estribor.
—¿Por qué no lo hizo?
—Prefiero no hablar del tema —se
escabulló Eldain, visualizando una vez
más el rostro de Caelir. Rhianna había
planeado viajar al Valle Gaen no
mucho después de que Caelir y él
decidieran casarse, pero su muerte
había detenido esos planes. Después de
su boda con Eldain, el asunto nunca
volvió a plantearse, y él se preguntaba
por qué Rhianna no había vuelto a
hablar de viajar al templo de la Madre
Tierra.
Con estos amargos pensamientos, se
volvió y se dirigió a la proa del barco sin
decir nada más. Saludó
respetuosamente con la cabeza a la
tripulación y dejó atrás el trinquete,
cuya tela de seda ondeaba al fresco
viento que los impulsaba por el mar.
Eldain vio al capitán Bellaeir asentir
para sí mientras pasaban las últimas
puntas rocosas y los diminutos atolones
que salpicaban esta parte del Mar
Interior. Al sentir que lo observaba, el
capitán inclinó la cabeza hacia Eldain y
saltó ágilmente del bauprés.
—¿Cuánto falta para que lleguemos
a Saphery? —le preguntó Eldain.
—Es difícil de decir, mi señor. Por
aquí el mar es impredecible.
—¿En qué sentido?
Bellaeir le dirigió una mirada
sesgada, como si pensara que se estaba
burlando de él, pero decidió que no era
así.
—Llevamos cuatro días en el mar,
¿no es así?
—Sí.
—Y con buen viento y la mar
plácida esperaría llegar a Saphery
dentro de otros cuatro, pero aquí… las
cosas no funcionan así. Lo sabes, ¿no?
No me dirás que no has sentido la
atracción de la isla.
—He sentido… algo, sí —respondió
Eldain.
—Los mares nunca han sido iguales
desde la invasión del gordo rey goblin
—dijo Bellaeir, y Eldain sintió que su
propia amargura crecía al mencionar la
invasión de los goblins, que habían
arrasado el reino oriental de Yvresse.
—Grom…
Aunque Eltharion, de Tor Yvresse,
había acabado por derrotar al rey
goblin, muchas de las antiguas atalayas
que controlaban las poderosas fuerzas
que mantenían a Ulthuan a salvo
habían sido derribadas por el irracional
vandalismo de los goblins, y las fuerzas
cataclísmicas liberadas se habían
sentido hasta en un lugar tan lejano
como Ellyrion.
—Cierto, pero no pronuncies su
nombre en voz alta, pues los ecos del
pasado aún se aferran al océano —dijo
Bellaeir—. El Mar de los Sueños es
ahora un lugar de espectros y memoria
maligna, pues la magia que una vez nos
mantuvo a salvo se difumina y el terror
del pasado mora de nuevo en nuestros
sueños.
Eldain no dijo nada, y el capitán se
tocó el collar con el Ojo de Isha que
colgaba de su cuello y se dirigió al
timonel. Sabía de qué hablaba el
marino, pues también él había
experimentado la innatural sensación
de que le habían escamoteado el tiempo
y la acechante sombra de cosas antiguas
acuciando en sus pensamientos.
Cuánto tiempo llevaban
verdaderamente en el mar y cuánto les
restaba de viaje era una cuestión que ni
siquiera el capitán más experimentado
podría responder. El paso de los días y
las noches no parecía tener aquí ningún
efecto en los sentidos, y hacía falta un
esfuerzo de voluntad para sentir incluso
el paso del tiempo, pues su rumbo los
acercaba a uno de los lugares más
misteriosos de Ulthuan.
La Isla de los Muertos.
Eldain combatió la urgencia de
dirigir la mirada al sur, pero era
imposible resistir el tirón de la poderosa
magia, la bruma se congregaba en el
horizonte, iluminada desde dentro por
luces que no eran de este mundo y que
chispeaban y aleteaban como velas
espectrales. Dentro de la bruma se
revolvía una sombra, un oscuro
contorno de tierra olvidada con una
aura letal que parecía extender los
brazos y coger su alma con una tenaza
de hielo.
Sus pasos lo llevaron hacia la borda
y se agarró a ella mientras un gran peso
de leyenda se acumulaba en su interior,
como si la isla buscara recordarle la
tragedia que la había apartado del
mundo.
En eras pasadas, la isla había sido
un lugar de gran poder, un imán de
energías mágicas que atraía a los más
grandes magos de Ulthuan a sus orillas
para que pudieran regodearse en su
poder.
Pero en el amanecer del mundo, la
Isla de los Muertos se había convertido
en mucho más que esto, se había
convertido en un lugar de esperanza,
un lugar donde el mundo se había
salvado y se había sellado el destino de
los elfos.
En la época de Aenarion, el primer
Rey Fénix de Ulthuan, los dioses del
Caos habían deambulado por la tierra y
lucharon para reclamar el mundo como
su trofeo. Hordas de demonios y
horribles bestias del Caos destruyeron
todo lo que encontraron a su paso, y los
horribles seguidores de los Poderes
Ruinosos asediaron por fin Ulthuan.
Aenarion condujo a su pueblo a la
batalla durante décadas para mantener
sus tierras a salvo, pero ni siquiera él
pudo derrotar a un enemigo que
continuamente se reforzaba con las
corrientes mágicas monstruosamente
poderosas que cruzaban la faz del
mundo desde el portal del Caos abierto
en el lejano norte. Miles de elfos
murieron en batalla, pero por cada
retorcido demonio que mataron, una
horda de diabólicos enemigos se alzaba
para continuar luchando, y los agoreros
anunciaban que el final de los tiempos
se acercaba.
Eldain recordó que su padre le
había hablado de Caledor
Domadragones, el gran compañero de
Aenarion y uno de los altos magos de
antaño, y cómo había concebido un
medio para negar su poder a las hordas
del Caos. Desafiando los deseos de
Aenarion, Caledor reunió a una gran
congregación de magos en la Isla de los
Muertos e iniciaron un hechizo de gran
poder, un hechizo para crear un
poderoso vórtice que extrajera la magia
del mundo. Aunque los demonios más
poderosos del Caos intentaron detener
a Caledor, Aenarion los combatió con la
espada de Khaine, el arma más
poderosa de todo el mundo, y los
mantuvo a raya el tiempo suficiente
para que los magos de Caledor
completaran su hechizo…
La destrucción causada fue enorme:
los océanos se desbordaron y las tierras
se hundieron bajo las olas cuando el
hechizo de los magos hizo su efecto. A
su estela siguieron muerte y
destrucción, pero los magos habían
triunfado, trayendo el exceso de magia
del mundo a Ulthuan y negando a los
demonios del Caos el poder que los
sustentaba.
Como peces varados en tierra seca,
los demonios se quedaron sin medios
para continuar en el mundo mortal, y
Aenarion, letalmente herido, pudo
liderar a sus guerreros a la victoria,
aunque pronto fallecería.
Aunque el hechizo había salvado
Ulthuan, tendría terribles
consecuencias para Caledor y sus
magos, que quedaron atrapados para
siempre en la Isla de los Muertos.
Eldain se estremeció al recordar
aquellas historias de su juventud,
relatos emocionantes de sacrificio y
heroísmo que se habían narrado era
tras era desde los tiempos de los
primeros Reyes Fénix. Nadie viajaba
ahora a la Isla de los Muertos, pues las
titánicas energías liberadas por Caledor
habían destruido el tiempo mismo aquí
y lo habían dejado a la deriva dentro de
las corrientes del mundo, eternamente
invisible e incognoscible.
Era un lugar de fantasmas y
memoria, de leyenda y pesar.
Sintió que una mano tomaba la suya
y sonrió al ver aparecer a Rhianna a su
lado y seguir su mirada hacia las
brumas hechizadas que rodeaban la Isla
de los Muertos.
—Dicen que si se pudiera llegar a la
Isla de los Muertos, se podría ver a los
magos de antaño, atrapados como
moscas en ámbar, mientras cantan los
antiguos hechizos que conservan el
equilibrio del mundo —dijo Rhianna.
Eldain se estremeció ante la idea,
abrumado por el concepto de elfos
atrapados eternamente en el tiempo y
atados por un antiguo deber que los
obligaba a conservar eternamente un
mundo de hombres que no tenía
ningún conocimiento de ellos y
ninguna comprensión del horrible
sacrificio que habían hecho en su
nombre.
—¿Por qué querría ir nadie a la Isla
de los Muertos?
—No me refiero a ti —dijo Rhianna
—. Estoy diciendo lo que verías si lo
hicieras.
—No me gusta pasar tan cerca de
un sitio como éste —reconoció Eldain
—. Siento que una sombra terrible
envuelve mi alma con la simple
mención de su nombre.
—La magia más poderosa jamás
concebida fue liberada aquí —afirmó
Rhianna—. El mar y el aire tienen larga
memoria. Saben qué sucedió y
conservan el conocimiento de la deuda
que contraímos con quienes salvaron
nuestro mundo. Se siente en cada
bocanada de aire que tomas.
—¿Y tú? —preguntó Eldain, muy
consciente de que los poderes mágicos
de ella eran muy superiores a los suyos.
Rhianna inclinó la cabeza y Eldain
se sorprendió al ver lágrimas
chispeando en sus mejillas. Retiró la
mano y le pasó un brazo sobre el
hombro.
—Todavía puedo sentir su presencia
—dijo Rhianna—. Puedo sentir la
tristeza a mi alrededor. Los magos
sabían que Caledor los convocaba a su
destrucción, pero acudieron
igualmente. Mientras cantaban las
palabras del hechizo para crear el
vórtice, pudieron sentir sus muertes y
supieron que serían arrancados del
tiempo y quedarían atrapados para toda
la eternidad. Puedo sentirlo en mi
interior, y también conozco esa
condena.
Eldain la abrazó con fuerza.
—No hay ninguna condena en ti,
Rhianna. Mientras yo respire, te juro
que no permitiré que te suceda nada.
—Sé que no, pero algunas cosas son
más fuertes que los juramentos.
—¿Cómo qué?
—Como el destino —dijo Rhianna,
contemplando las brumas hechizadas
de la Isla de los Muertos.

***
El rumor de la más suave de las brisas
agitaba las hojas sobre la cabeza de
Daroir, y sus balsámicas fragancias lo
ayudaban a aliviar sus temores ante lo
que iba a suceder. Estaba sentado con
las piernas cruzadas sobre la cálida
hierba, desnudo a excepción de un
sencillo taparrabos y con las palmas de
las manos apoyadas contra el suelo. La
sensación de la tierra bajo él y la paz en
esta parte del palacio de Anurion fluía a
través de él, como si la tierra de
Ulthuan pretendiera prepararlo.
Estaba sentado en el centro de un
claro (o una habitación, a veces era
difícil distinguir la diferencia en el
palacio de Anurion) que era lo más
parecido al ideal de armonía que Daroir
habría podido imaginar. Estatuas de
dioses élficos rodeaban el claro:
Asuryan, Isha, Vaul, Loec, Kurnous y
Morai-heg. Cada una de ellas estaba
forjada en oro y plata, y se mezclaban
con el paisaje con tanta habilidad que
parecían mirones ocultos en vez de
adornos.
Kyrielle estaba sentada junto a él
con rostro preocupado. Sostenía una
copa de plata repujada con piedras
preciosas y una jarra llena de un líquido
aromático esperaba humeante a su
lado.
—¿Estás seguro de que quieres
seguir adelante con esto? —preguntó.
—Estoy seguro —contestó Daroir—.
Lo que le dije a tu padre era la verdad.
Sin mis recuerdos no soy nada. ¿Qué
clase de vida es ésa?
—Pero si algo sale mal… Mi padre
dijo que podrías perder incluso los
pocos recuerdos que tienes ahora.
¿Merece la pena correr el riesgo por una
vida pasada de la que no recuerdas
nada?
—Creo que sí.
—Pero ¿y si sólo te espera dolor? ¿Y
si fuiste tú mismo quien usó la magia
para enterrar esos recuerdos? ¿Lo has
pensado?
Daroir extendió la mano para
tocarle la mejilla y el anillo de
compromiso resplandeció en su dedo.
—Puede que sea el caso, pero si es
así, entonces tengo que dejar de correr
y enfrentarme al pasado. Pero si no lo
es, entonces tengo que recuperar mi
pasado para deshacer el mal que me
han hecho —sonrió y añadió—: Estaré
bien, te lo prometo.
—Y si recuperas tus secretos, ¿qué
será de mí? ¿Me olvidarás?
—No, Kyrielle, no te olvidaré —le
aseguró—. Me salvaste la vida y nadie
podría olvidar semejante deuda.
Ella asintió y Daroir alzó la cabeza al
ver entrar a Anurion el Verde en el
claro donde estaban sentados. El
archimago iba vestido con una
resplandeciente túnica verde atada a la
cintura con un cinturón dorado y
llevaba alrededor del cuello un colgante
verde mar que brillaba con una luz
interior mágica. Sus suaves rasgos se
habían endurecido y llevaba el pelo
recogido hacia atrás. Sujetaba un largo
retoño de fina madera muerta, sin hojas
ni flores en sus ramas.
El archimago se le acercó
lentamente, los ojos danzando de
magia, y Daroir supo que el mago había
estado preparándose para esto desde la
noche anterior. Un chispeante nimbo
de poder jugueteaba sobre la cabeza de
Anurion, y por primera vez Daroir
sintió la caricia de la inquietud aletear
en su estómago.
¿Estaba dispuesto a arriesgarse a
perder la memoria por completo? Si
Anurion tenía razón y los poderes que
convertían sus recuerdos en una bruma
impenetrable eran demasiado fuertes,
¿qué quedaría después de él, un tonto
babeante? ¿Un adulto sin más
capacidad para razonar que un recién
nacido? La idea lo aterrorizaba, pero la
alternativa no era mejor y su resolución
se reforzó una vez más.
—¿Estás preparado? —le preguntó
Anurion, con la voz resonante de
poder.
Daroir asintió.
—Di las palabras —dijo Anurion.
—Estoy preparado.
—No podrá haber vuelta atrás una
vez comencemos —le advirtió el mago
—. Será doloroso para ti y puede que
veas cosas que desearías no haber visto,
pero si queremos tener éxito, tienes que
poder soportarlas. ¿Me comprendes?
—Te comprendo —afirmó Daroir,
esperando tener fuerzas para resistirlo.
Anurion asintió y se agachó. Colocó
el retoño entre él y la tierra abierta para
recibirlo. Finas raíces brotaron de la
base del retoño, retorciéndose y
abriéndose paso por la oscura tierra.
—Dame las manos —ordenó
Anurion—. Y cierra los ojos.
Daroir obedeció, colocó las manos
en las del mago y cerró con fuerza los
ojos. Anurion dirigió sus manos hacia el
retoño y entrelazó sus dedos en él.
—Como la rama antes muerta, así
son tus recuerdos —dijo el mago—.
Pero igual que el poder de la creación
fluye por ella una vez más, una medida
de la nueva vida floreciente pasará a ti y
yo usaré esa energía de crecimiento
para traer de nuevo tus recuerdos a la
luz.
Daroir asintió sin abrir los ojos.
—Comprendo. Estoy preparado —
dijo.
Permanecieron en silencio durante
unos momentos que Daroir midió por
los latidos de su corazón, y justo
cuando se preguntaba cuándo iba a
comenzar Anurion, notó una preciosa y
fugaz sensación de cosas moviéndose a
velocidad casi demasiado lenta para ser
advertida.
El suelo bajo su cuerpo se volvió
cálido, como si una poderosa corriente
de energía se moviera a través de él,
atraída a este lugar por la magia de
Anurion. Una maravillosa sensación de
paz brotó del suelo para envolverlo y las
armonías de la naturaleza englobaron
todo su cuerpo, extendiendo
tranquilizadoras oleadas de satisfacción.
¿Era esto el poder de la creación en
funcionamiento?
Pudo sentir el latir del mundo, un
pulso glacialmente lento que
comenzaba en el centro de todo y se
extendía para tocar a todo ser vivo, lo
supiera o no. Tentáculos de poder
blanco surgieron de las profundidades
de un lugar incalculablemente viejo, y
los levísimos hilos de su belleza rozaron
las raíces recién formadas del retoño.
Daroir lloró al ver las raíces
hambrientas florecer al contacto de esta
generosa magia sanadora: la madera
muerta se volvió verde y brillante, la
savia seca corrió como miel por las
venas del retoño muerto.
Líneas de poder se entrecruzaron en
el claro. No era por casualidad que
Anurion hubiera situado su palacio
aquí. Daroir sintió ahora la esencia de
Ulthuan, las titánicas energías que la
sostenían y la mantenían a salvo de
cualquier daño. Estar cerca de tal poder
era embriagador, y mientras fluía hacia
sus manos, un súbito terror se apoderó
de él al pensar en tocar una magia tan
colosal, tan elemental.
Quiso retirarse, pero recordó la
advertencia de Anurion de que el
ritual, una vez comenzado, no podía ser
detenido, e hizo acopio de todo su valor
para aguantar.
La energía fluyó por sus brazos y
pudo sentir desvanecerse la sensación
de letargo y los dolores que lo habían
asolado desde que despertó, arrastrada
por los bálsamos curativos del mundo.
La energía fluyó en su interior,
llenando su pecho de fuerzas tan
poderosas que jadeó asombrado
mientras se esforzaba por tomar aliento.
—¡Aguanta, muchacho! —exclamó
Anurion, y su voz sonaba como si
llegara desde el otro lado de un vacío
imposible de espacio y tiempo. Se
esforzó por concentrar su atención
mientras la luz blanca llenaba su cuerpo
e inundaba su pecho, fluía hacia su
cuello y continuaba hacia su cabeza.
—Ahora empezamos —le advirtió
Anurion.
Daroir jadeó cuando el olor del
océano impregnó sus fosas nasales y sus
sentidos le dijeron que los pulmones se
le estaban llenando de agua. Luchó por
conservar la calma al ver la temblorosa
extensión de agua oscura envuelta en
niebla a su alrededor.
—¡No! —gritó lleno de pánico, pero
unas fuertes manos lo sujetaron con
firmeza.
—¡Estás a salvo! —dijo una potente
voz—. ¿Dónde estás?
—¡Estoy en el mar, me estoy
ahogando!
—No, no lo estás —dijo la voz, y el
nombre de Anurion saltó al primer
plano de su mente mientras combatía el
impulso de mover los brazos y las
piernas. El olor de los árboles y plantas
alrededor de él se hizo patente y
aunque sentía el agua a su alrededor,
supo que no era real.
Luchó por controlar la respiración,
dejando que la visión de su memoria lo
llevara hacia adelante.
—Puedo ver el océano —dijo
Anurion—. Es un recuerdo que ya
tienes. Debemos continuar. ¡Piensa,
muchacho! ¡Recuerda!
Daroir dejó que las corrientes de su
memoria lo llevaran hacia adelante, y
las profundidades más insondables de
su mente buscaron recuerdo y
significado. Las imágenes destellaron en
los bajíos de su memoria, rostros fríos
de crueles ojos envueltos en sombra,
manos ásperas sujetándolo mientras
gemía al ser arrojado deliberadamente
al mar.
En cuanto trató de concentrarse en
la imagen, desapareció de su vista y
dejó escapar un grito de frustración.
—Deja que la nueva vida eche
raíces, muchacho —dijo Anurion, el
esfuerzo por controlar la magia se
notaba en el temblor de su voz—. No la
fuerces, deja que venga naturalmente.
Por mucho que intentara hacer caso
a las palabras del mago, a Daroir le
resultaba cada vez más difícil no
esforzarse por encontrar significado en
la ciénaga de imágenes que danzaban
fuera de su alcance y su significado.
Una yegua gris pasó al galope mientras
el mar retrocedía, y Daroir dejó escapar
un grito angustiado de reconocimiento.
Conocía a este caballo, tenía… tenía…
Aedaris…
Sabía que debería conocer este
nombre, pero su significado se le
escapaba, y mientras el caballo se perdía
galopando vio que corría libre y alegre
por unos campos cubiertos de
sembrados al pie de una gran cordillera
de montañas blancas. Conocía esta
tierra y su corazón se hinchió de amor
por… ¿su hogar?
Se tensó al ver alzarse una sombra
oscura que cubría el paisaje, una
sombra que se extendía desde el oeste y
pasaba lentamente sobre los prados y
los bosques, convirtiéndolos en cenizas
a su paso. Maldad antigua y siglos de
amargura envenenaron los ríos y
volvieron yerma la tierra y él no podía
hacer nada por impedirlo.
—Esto no es un recuerdo —dijo
Anurion, y Daroir supo que tenía
razón.
—No —apuntó—. Es una
advertencia.
—Sí que lo es, muchacho, pero ¿de
qué?
Daroir se esforzó por responder,
pero sintió que su visión interna volaba
una vez más antes de que pudiera
contestar. El tono de ese recuerdo
cambió a otro de dolor y se retorció en
la tenaza de Anurion, un fuego
creciendo en su hombro y su cadera.
Aunque aún podía sentir el suave suelo
bajo él, un agudo dolor lo apuñaló y se
miró para ver el contorno espectral de
oscuros virotes que sobresalían de su
cuerpo.
La sangre manaba de sus heridas y
oyó una suave voz susurrarle al oído…:
«Adiós, Caelir…».
Como si le hubieran echado encima
una jarra de agua helada, Daroir alzó la
cabeza y sus manos se libraron de las de
Anurion con el grito de un hombre que
se ahoga y busca aire
desesperadamente.
—¡No! —exclamó al ver un rostro
muy parecido al suyo flotar ante él
antes de desvanecerse en las brumas de
sus recuerdos.
Las imágenes de su patria devastada
y los virotes de las ballestas se borraron
de su mente mientras el poder que
había fluido a través de él desde el
retoño se retiraba. Se desplomó como
un pez sin huesos, su espalda golpeó la
suave hierba y sus ojos se nublaron de
lágrimas de angustia y una sensación de
traición y furia.
El dolor de las heridas fantasma era
aún fuerte y se palpó el lugar donde lo
habían perforado los virotes. La piel
estaba curada, aunque tenía el cuerpo
bañado en sudor y notó la carne
caliente al contacto.
Se llevó una mano a la frente y al
alzar la cabeza vio el rostro de Kyrielle
sobre él, los ojos chispeando
elocuentemente de preocupación. Su
piel estaba fría, y Daroir sintió que
recuperaba sus fuerzas a medida que el
dolor revivido de sus heridas se
difuminaba en la memoria.
—¿Te encuentras bien? —preguntó
ella—. ¿Te acuerdas de mí?
Él asintió despacio y se enderezó
mientras un nuevo vigor llenaba sus
miembros, como el arrebato de haber
terminado de cabalgar un bello
semental de Ellyrion por las estepas.
Sonrió para sí al advertir que recordaba
haber galopado a lomos de un yegua
gris con el viento en el rostro.
—¿Bien? —insistió Anurion, y él
miró al mago, sin sorprenderse al ver
un árbol crecido en el centro del claro
donde antes no había más que un
retoño muerto—. ¿Ha regresado tu
memoria?
El rostro del padre de Kyrielle era
ceniciento, sus ojos huecos y sin brillo.
El colgante que antes resplandecía
ahora yacía roto en pedazos entre las
raíces del árbol, y el chisporroteo de la
energía mágica flotaba en el aire como
el eco de un relámpago.
Daroir inspiró profundamente antes
de responder.
—No estoy seguro. Tengo imágenes
y partes de cosas que podrían ser
recuerdos, pero todo es inconexo y…
hay cosas que sé que son recuerdos
míos, pero no puedo relacionarlas.
—Es como me temía —declaró
Anurion—. La memoria es más que
recordar simplemente hechos, es esas
cosas que se conectan por medio del
contexto y la experiencia. Sin ella,
seguirán siendo como historias que
cuenta otro. Vividas, desde luego, pero
sin la conexión para hacerlas reales
nunca serán nada más. Mi poder ha
abierto la llave de las puertas de tus
recuerdos, pero no es suficiente para
abrirlas de par en par y permitir que se
conecten a ti para regresar.
Se levantó, satisfecho de la agilidad
y la juvenil energía que sentía una vez
más en sus miembros.
—Vi mi patria —dijo.
—Y yo también —asintió Anurion
—. Ellyrion, si no me equivoco.
—Sí. Y la vi destruida. Una sombra
maligna que se arrastraba desde el oeste
la engulló y causó su ruina.
—¿Podría tratarse del aviso que
tenías que darle a Teclis? —preguntó
Kyrielle.
—Creo que es posible, sí.
Anurion se puso también en pie,
usando el árbol que había crecido entre
ellos para apoyarse.
—Entonces debes ir a ver a Teclis.
Es el mago más grande de Ulthuan, y lo
que yo he empezado él lo terminará.
Debes viajar a la Torre Blanca de Hoeth
y contarle lo que has visto. Una
amenaza maligna se prepara contra
Ulthuan y debemos abrir el resto de tus
recuerdos para descubrir la naturaleza
de esa amenaza. Sólo Teclis o la Reina
Eterna tienen el poder para lograrlo.
Kyrielle extendió la mano para
ayudar a su padre, que se tambaleaba
inestable.
—Daroir —dijo—. ¡Ayúdame, está
débil!
Él extendió la mano para sostener a
Anurion y, de pronto, sonrió.
—Ése no es mi nombre —afirmó—.
Ahora lo recuerdo…
—Entonces ¿cuál es tu nombre,
muchacho?
—Mi nombre es Caelir.
SEGUNDA
PARTE
6

Pazhek nunca había creído en los


presagios, pero mientras el sol se ponía
tras él, bañando de sangre la blanca
piedra agostada de las montañas, sonrió
de expectación ante la matanza que
pronto iba a realizar. Aunque el sol
había desaparecido ya, el cielo estaba
aún demasiado iluminado para ponerse
en marcha: el odioso brillo del día le
impedía salir de su escondite bajo una
roca caída que formaba un saliente
natural.
Esperó con paciencia a que la luz
desapareciera del gran valle,
permitiendo que las sombras se
formaran y la oscuridad reptara por el
mundo como un secreto culpable. Sus
negros ropajes se mezclaron con la
noche hasta que sólo fue visible el brillo
de maldad de sus ojos.
Satisfecho ahora que había
suficiente oscuridad para sus planes,
salió de su escondite. Reptó por la roca
hasta llegar al borde del valle y se
mantuvo aplastado contra el suelo.
Habían pasado catorce noches desde
que llegó nadando a la orilla desde el
navío cuervo mágicamente oculto,
moviéndose al abrigo de la oscuridad y
sin permitir nunca que la impaciencia
forzara su ritmo.
La cautela era esencial: el más leve
atisbo de su presencia sería su
perdición, pues las águilas de alas
doradas vigilaban desde los cielos y
cazadores envueltos en capas de sombra
acechaban en las montañas. Estos
guerreros sombríos eran los
descendientes de los nagarythe e hijos
de los temibles Alith Anar, cazadores
notables (los mejores que el enemigo
tenía), pero no eran rival para alguien
entrenado en el Templo de Khaine
desde que nació para convertirse en
maestro del arte de la muerte.
Pazhek se movió con toda la
agilidad que poseía su raza, y, ni
siquiera el más grácil bailarín de
Ulthuan tenía la desenvoltura y la
líquida gracia del asesino. Su forma
vestida de negro se movía como una
sombra, pasando de un asidero a otro
como si las montañas mismas
cambiaran para acompañar sus
movimientos y ayudarlo en su camino.
Llevaba a la espalda un par de
espadas cortas envueltas en tela, y una
daga curva colgaba de su cintura. No
eran las únicas armas del asesino, pues
su cuerpo entero era una arma: puños
que podían buscar los puntos
vulnerables de su enemigo para
incapacitarlo o matarlo de un solo
golpe, pies que podían quebrar huesos y
un puñado de pociones venenosas
ocultas en diversos frasquitos en su
cinturón.
Pazhek había matado desde que fue
robado de la cuna durante las
desenfrenadas incursiones de la Noche
de la Muerte, criado por las oscuras
bellezas del templo para aprender los
secretos de Khaine: las artes marciales,
el poder de los venenos, cómo moverse
sin hacer ningún ruido y deslizarse en
la noche sin ser visto. Los asesinos eran
los agentes del Rey Brujo, asesinos
implacables que dominaban la
oscuridad y mataban a sus enemigos sin
piedad.
La noche se cerró en torno a
Pazhek, y aunque la tierra de Ulthuan
le era desconocida y su aire apestaba a
magia, se deslizó sin esfuerzo por los
picos hacia su destino. Su avance era
enloquecedoramente lento, pero tan
habilidoso que incluso a un vigía
situado a un metro de él le habría
resultado difícil descubrirlo.
La noche se extendió, su forma
oscura se deslizó sobre las rocas y
grietas de las montañas, y su innato
sentido del espacio le dijo que casi
estaba donde necesitaba estar. Si los
mapas que le habían mostrado en
Naggarond eran correctos, alcanzaría su
objetivo casi al amanecer.
Durante otras tres horas, Pazhek se
arrastró como un fantasma por los altos
picos de las montañas hasta que pudo
ver un tenue brillo bajo el horizonte
entrecortado que tenía debajo. No dejó
que la emoción de haber llegado
apresurara sus movimientos. Ese tipo de
momentos podían hacer que un asesino
inexperto dejara que la emoción lo
embargara y cometiera un error, pero
Pazhek era demasiado hábil para
permitirse caer en un error tan
elemental.
Con la misma paciencia y cuidado
que había desplegado desde su
subrepticia llegada a Ulthuan, Pazhek
se acercó al borde del risco y encontró
un hueco en la roca desde donde
asomarse para evitar recortar su silueta
contra el cielo.
Un brillo blanco pálido llenaba el
amplio valle que se extendía bajo él, y el
sol ya anunciaba que pronto se
asomaría por el horizonte con los
primeros atisbos dorados de su llegada.
Extendiéndose de un lado del valle a
otro, una alta muralla de piedra blanca
plateada bloqueaba la ruta a través de
las montañas. Guerreros de los altos
elfos vigilaban las murallas de esta gran
fortaleza, y la luz del sol arrancaba
destellos chispeantes en cientos de
puntas de lanzas, espadas y arcos y se
reflejaba en las cotas de malla y las
placas de armaduras de ithilmar.
Pero el rasgo más destacado de esta
poderosa fortaleza era la sobresaliente
cabeza de una gran águila de piedra
que se alzaba desde el centro de las
almenas. El arco de sus alas desplegadas
estaba artísticamente insertado en la
estructura de la muralla para
proporcionar almenas, y su
majestuosidad daba nombre a la
fortaleza.
La Puerta del Águila.
Erigida en tiempos de Caledor, la
Puerta del Águila era una de las
fortalezas construidas en las Montañas
Annulii para defender los pasos que
conducían a los Reinos Interiores. En
los miles de años transcurridos desde
entonces, ni una sola de las fortalezas
de Caledor había caído, y cada una
contaba con una guarnición compuesta
por los mejores guerreros de Ulthuan.
Una única puerta de acero azul era el
exclusivo paso a través de la muralla,
pero todo lo que se atreviera a acercarse
sería alcanzado por un millar de flechas
antes de haber cubierto la distancia
entre la curva del camino y la puerta.
Detrás de la gran muralla había
torres esculpidas, con ondulantes
penachos azules que se agitaban en sus
mástiles y rodeadas de hermosos
parapetos donde asomaban terribles
máquinas de guerra. Pazhek conocía
bien la carnicería que podían causar
esas máquinas, pues las había visto
lanzar virotes plateados del tamaño de
una lanza que podían atravesar el
corazón de un dragón o descargar
andanadas de dardos más ligeros pero
no menos letales con aterradora
rapidez.
Pero una fortaleza era algo más que
armas y guerreros: tenía un corazón
vivo que latía y la mantenía igual que la
fuerza de su guarnición. Arranca ese
corazón y la fortaleza morirá.
En el caso de esta fortaleza, Pazhek
sabía que el corazón de la Puerta del
Águila era su comandante, Cerion
Aladorada.
Usando las largas sombras del
inminente amanecer, Pazhek recorrió el
último tramo hasta la fortaleza con
ánimos asesinos en el corazón.
***
La tierra de Yvresse era dura e
implacable, muy distinta a los suaves y
eternos veranos de Ellyrion, aunque
Caelir se vio obligado a admitir que la
tierra tenía un esplendor salvaje que
atraía a su alma aventurera para vivir a
la intemperie y enfrentarse a las cosas
de cara. La gente de Yvresse tenía
reputación de ser tranquila y digna,
algo triste, pues su tierra había sido
asolada por la llegada del rey goblin
menos de un siglo antes.
Aunque la tierra había sufrido
terriblemente a manos de los goblins,
era un reino fuerte y sus ríos volvían a
fluir limpios y nuevos bosques
adornaban los picos calcinados de las
montañas una vez más. El día anterior
habían cruzado un río helado de aguas
cristalinas por un vado poco profundo,
y Kyrielle le dijo que era el Vado
Peledor, donde los exploradores elfos se
enfrentaron por primera vez al ejército
del rey goblin.
El río se ahogó con los goblins
muertos, y el agua quedó contaminada
durante años por su sangre terrible.
Pero la tierra de Ulthuan era fuerte y la
sostenía una magia poderosa y
limpiadora. Lo que una vez fue un río
manchado y maligno, ahora corría
fuerte y claro hacia el mar, pues los
poderes regeneradores de la tierra lo
habían librado de la mácula del invasor.
Aquí y allá vieron atalayas aisladas,
pero no encontraron ningún otro
viajero, pues Yvresse era una tierra de
rocas y acantilados y nieblas. Pocos
vivían aquí, y aunque Kyrielle le había
dicho que los exploradores de Tor
Yvresse estarían atentos, no vio ni
rastro de ellos.
Kyrielle y él montaban a lomos de
hermosos corceles proporcionados por
los establos del palacio de Anurion,
mientras que el propio Anurion lo hacía
en un alado pegaso: la magnífica bestia
revoloteaba sobre ellos con las alas
desplegadas y Anurion escrutaba el
paisaje que tenían por delante. Caelir
nunca había visto a una criatura mágica
igual, y su gracia, inteligencia y belleza
no se parecían a nada que pudiera
haber imaginado. Ni siquiera los
famosos corceles de su patria podían
compararse con esta exquisita montura.
Además de Kyrielle y Anurion, una
docena de guardias escogidos cabalgaba
con ellos, las armaduras brillantes y las
largas lanzas destellando al sol.
Kyrielle llevaba una larga túnica
verde claro, y las trenzas caoba sueltas
hasta la cintura. Caelir le sonrió y ella le
devolvió la sonrisa. Se sentía mejor de
lo que se había sentido en muchos días;
los músculos de sus miembros eran
poderosos y jóvenes y la opresiva niebla
que cubría su mente se aclaró ahora
que conocía su nombre.
Anurion se había vestido para
viajar, sustituyendo sus ondulantes
ropajes por una práctica túnica verde
claro y una larga capa que parecía tejida
con hojas de otoño. Llevaba un bastón
de madera pulida con la punta
coronada por espinos entrelazados.
En el tiempo transcurrido desde que
Anurion intentó deshacer la magia que
aprisionaba su memoria, el vigor y la
energía de Caelir habían regresado, y
aunque no podía recordar más que su
nombre y su patria, sentía que
recuperarse era sólo cuestión de tiempo.
Habían partido ese mismo día,
encaminándose al sur hacia la ciudad
de Tor Yvresse y la ruta a través de las
montañas.
Caelir absorbía el dramático
escenario de Yvresse, regodeándose en
su salvaje majestuosidad, y echaba a
galopar cada vez que encontraban una
extensión de terreno llano simplemente
por el placer de cabalgar velozmente
por una tierra desconocida. El viento en
el pelo, el golpeteo de los cascos sobre la
hierba y la libertad que se
experimentaba al ser uno con el caballo
era lo más parecido a una vuelta a casa
que podía haber esperado.
El caballo que montaba era un
hermoso bruto blanco nieve de
Saphery, con un pelo resplandeciente y
sin duda un príncipe entre los
sementales de su establo, pero no era
nada comparado con el poder regio, la
fuerza y la agilidad de un caballo de
Ellyrion.
Kyrielle y los guerreros intentaban
igualar sus increíbles hazañas como
jinete, pero ninguno de ellos se había
criado en una tierra donde los niños
aprendían a montar en cuanto podían
sentarse en la silla.
Por mucho que hubiera olvidado,
no había perdido su habilidad como
jinete.
Volver a montar a caballo alegró el
ánimo de Caelir, y se reía mientras
instaba a su corcel a dar nuevas
muestras de habilidad.
Cayeron las sombras y el ánimo de
la compañía menguó cuando se
acercaron a las ruinas de una antigua
ciudadela construida en la aldea de las
montañas. Sus torres antaño esbeltas
eran ahora ruinas caídas, la gran
mansión que una vez hubo en el centro
había sido consumida por el fuego. Las
murallas en tiempo inexpugnables
estaban quebradas, sus piedras
desperdigadas y la gran calzada de
basalto que conducía a la puerta
ahogada por los hierbajos estaba
cubierta de piedras caídas.
Estatuas de guardianes caídos
yacían en el foso ahora seco; sus ojos sin
vista contemplaban con melancólica
angustia lo que había sido de su antiguo
hogar. A Caelir el escenario le pareció
insoportablemente triste y sintió asomar
las lágrimas en las comisuras de los ojos.
Se volvió hacia Kyrielle.
—¿Qué sitio es éste? —preguntó—.
¿Por qué lo han dejado en ruinas?
Fue Anurion quien le respondió,
con la voz cargada de emoción.
—Esto es Athel Tamarha, antigua
fortaleza de lord Moranion y
avanzadilla de Tor Yvresse.
—¿Qué ocurrió aquí? ¿Fue el rey
goblin?
Anurion asintió.
—Sí. Los goblins desembarcaron
más al norte, en un lugar llamado Cairn
Lothern, pero no tardaron mucho en
encontrar un blanco donde descargar
su ira. Nadie sabe cómo se enteró el rey
goblin de la existencia de Tor Yvresse,
pero lo supo, y su ejército quemó y
destruyó todo lo que encontró a su paso
mientras la buscaban. Campos de
cosechas mágicas, únicas de Yvresse,
fueron aplastados por pies calzados de
hierro para no volver a ser vistos nunca
más, y todas las poblaciones que los
goblins hallaron en su camino fueron
arrasadas hasta la última piedra.
Camino del sur encontraron Athel
Tamarha y, pensando que era Tor
Yvresse, atacaron.
Caelir desvió su montura de la ruta
que habían estado siguiendo y cabalgó
hacia los resquebrajados restos de la
calzada. Comprendiendo su pena,
Anurion y Kyrielle lo siguieron,
dirigiendo con cuidado los cascos de sus
corceles entre los escombros.
Caelir pasó bajo el arco roto de la
puerta y se internó en el patio
ennegrecido por el fuego donde aún
vivían los fantasmas de la invasión del
rey goblin. Puertas hendidas colgaban
de goznes caídos y por todas partes
donde miraba Caelir podía ver la
devastadora furia del ataque goblin.
Hojas de espada rotas, astiles quebrados
de flechas y escudos destrozados yacían
por todas partes, los detritos de la
guerra olvidados y abandonados.
—No sabían lo que hacían —dijo
Anurion, contemplando el caos desde
lo alto de su pegaso—. Cuando vinieron
los goblins, sólo muchachos y viejos
defendieron las murallas de Athel
Tamarha, y dicen que cuando
Moranion vio la horda verde desde su
torre supo que su hogar estaba perdido.
—¿Dónde estaba su ejército? —
preguntó Caelir, lleno de congoja—.
¿No tenía hijos que lucharan por él?
—Su hijo mayor, Eltharion, dirigía
la mayor parte de su ejército al norte
contra los druchii, mientras que su hijo
menor estudiaba en Tor Yvresse —
apuntó Anurion—. Por el aciago
destino, los goblins atacaron en el peor
momento posible para Athel Tamarha y
su perdición quedó sellada.
—Eltharion el Implacable…
—El mismo —afirmó Anurion—.
Aunque todavía no se había labrado ese
nombre.
Caelir desmontó y caminó por el
patio de la fortaleza hasta detenerse en
las ruinas de la mansión central. El
techo hacía tiempo que se había
desplomado y pilas de vigas rotas y
piedras caídas ahogaban los antiguos
salones y las elegantes cámaras.
Kyrielle lo siguió al interior y le
cogió la mano mientras él lloraba por la
fortaleza perdida de Athel Tamarha,
abrumado de pesar por ver destruido
semejante lugar mágico. Aunque nunca
había oído hablar de Athel Tamarha
antes, ahora pudo ver a los salvajes
goblins campando por sus dorados
salones, arrancando de las paredes
tapices de valor incalculable para
usarlos como lecho, quemando
irreemplazables tomos de conocimiento
para calentarse, destruyendo antiguas
obras de arte para su primitiva diversión
y engullendo, como si fuera agua, vinos
más antiguos que muchos reinos
humanos.
—Un palacio que había resistido
dos mil años fue arrasado en un solo
día por una tribu de bárbaros sin mente
que no sabían qué era lo que destruían
—dijo Anurion. Su voz era poco más
que un susurro y estaba cargada con el
conocimiento de tiempos pasados.
Semejante barbarie era algo que
Caelir no podía comprender y su ira
hacia los invasores corrió caliente y
premiosa por sus venas. La batalla
librada aquí hacía mucho tiempo que
había terminado, y sin embargo Caelir
sintió el dolor de la pérdida como si
hubiera estado en estas murallas caídas
y hubiera sido testigo de su sanguinario
fin. Las ruinas desperdigadas le
hablaban a un nivel que nunca había
experimentado antes, como si el
recuerdo de la violencia causada
estuviera marcado en estos mismos
muros y el horror de su destrucción le
estuviera siendo transmitido para
asegurarse de que la pérdida no se
olvidaría nunca.
—Deberíamos irnos ya —dijo
Kyrielle, cogiéndolo suavemente por el
brazo y guiándolo de vuelta a su
caballo.
—¿Cómo puede nadie destruir
semejante belleza? —se lamentó Caelir.
—No tengo ninguna respuesta que
darte, Caelir —repuso Kyrielle, con su
habitual alegría ausente de su voz—.
Los goblins son criaturas elementales y
viven sólo para su propio placer.
—No puedo comprenderlo. Está…
mal.
—Lo sé, pero Moranion fue
vengado —le aseguró Kyrielle—. El
ejército de Eltharion regresó del norte y
condujo a los soldados de Tor Yvresse a
una gran batalla. Debes de haber oído
el final de la historia.
—Sí —afirmó Caelir—. Eltharion
llegó con su flota a la bahía y sus
guerreros cayeron sobre los goblins
desde la retaguardia. Fue una matanza.
—Así fue —le confirmó Anurion—.
Pero muchos elfos cayeron ese día y la
ciudad de Tor Yvresse casi fue
destruida. El chamán goblin casi acabó
con la magia del corazón de la Torre del
Guardián, magia que podría haber
destruido nuestra amada tierra.
Aunque Eltharion lo detuvo, fue a un
precio terrible.
—¿Qué precio? —preguntó Caelir,
montando una vez más en su caballo.
—Nadie lo sabe, porque Eltharion
no habla de ello, pero desde entonces
su vida está llena de amargura —
contestó Anurion—. Junto con los
guerreros más valientes de su ejército,
entró en la Torre del Guardián y
deshizo el temible daño causado por el
chamán del rey goblin, estabilizando el
vórtice creado por los magos de
Caledor. Fue aclamado como héroe y se
convirtió en Guardián de Tor Yvresse,
pero los vítores de la multitud no lo
conmovieron. En todo el tiempo que ha
pasado desde entonces, se dice que
ninguna belleza lo afecta, ningún relato
de heroísmo lo conmueve, y ninguna
luz se atreve a entrar en su alma. Desde
ese día fue conocido como Eltharion el
Implacable.
Caelir echó un último vistazo a las
dolorosas ruinas de Athel Tamarha.
—Recordaré este lugar —dijo.
—Bien —asintió Anurion—. Está
bien que recordemos el pasado, pues
sin duda lamentaremos el día en que
olvidemos a quienes nos precedieron.
Para bien o para mal, son ellos quienes
nos dieron forma, forjaron nuestros
pensamientos y nos enviaron al futuro
con sus recuerdos.
Caelir asintió.
—¿Y qué dejaré yo para aquellos
que vengan detrás de mí? No tengo
ningún recuerdo. ¿Cuál será mi legado?
—Tu legado será lo que hagas de
ahora en adelante. Estás en un camino,
Caelir, y no sé adonde conduce. Eres
joven, y el impetuoso fuego de la
juventud arde en tu corazón, pero no
creo que haya ningún mal en ti.
Aunque Teclis no pueda devolverte los
recuerdos, tienes la posibilidad de crear
unos nuevos. Desde tu renacimiento en
el océano has estado creando nuevos
recuerdos, y ése es el legado que
llevarás contigo. Eso y las vidas que
afectes por el camino, pues todos somos
la suma de aquellos cuya influencia
conmueve nuestros corazones.
Caelir sonrió agradecido al
archimago de Saphery, sintiendo que su
espíritu se animaba con sus palabras.
Salieron cabalgando de las puertas
de Athel Tamarha, y aunque la tristeza
por la destrucción del antiguo palacio
todavía estaba clavada como un trozo
de cristal en su corazón, se sintió mejor
por haberlo visto, como si la pena fuera
un equilibrio refrescante para el calor
de su ira.
Una vez más, la compañía partió
hacia el sur, hacia Tor Yvresse.
Hogar de Eltharion el Implacable.

***
Un frío viento soplaba desde el oeste y
Cerion Aladorada sentía el peso de sus
años mientras caminaba por la Puerta
del Águila esa mañana fría y sombría.
El viento traía el olor del aire marino,
un aroma oscuro y fuerte que le hizo
estremecerse al pensar en la tierra fría y
maligna que se extendía al otro lado.
Como para dispersar tan morbosos
pensamientos, se volvió y dirigió la
mirada hacia el este, la tierra de
Ellyrion. A estas alturas, en las
montañas, la ondulante estepa de
Ellyrion era una leve bruma marrón
dorado y su corazón se animó al ver
una tierra tan hermosa sabiendo que el
valor y la devoción de sus guerreros la
mantenía a salvo.
Al pasar la Torre del Águila, escrutó
las montañas que se alzaban sobre su
fortaleza, los picos dorados de las
Annulii chispeaban con magia
semejante a una capa de ithilmar. Aquí
la magia era tan fuerte que incluso un
simple guerrero podía verla, y la neblina
de energía susurrante que flotaba sobre
las montañas prometía más actividad
para sus soldados.
—Hoy está fuerte —dijo para sí,
sintiendo la magia latir en sus venas.
Cuando la magia soplaba con tanta
fuerza, las criaturas de las montañas
eran atraídas al arrebato de la poderosa
energía que giraba en torno a la isla de
Ulthuan. Esa magia pura era capaz casi
de cualquier cosa, y muchas de las
criaturas atraídas por esa magia eran
innaturales monstruos del Caos.
Alto y ataviado con una sencilla
túnica de color de prado otoñal sobre
una fina aunque increíblemente fuerte
cota de malla de ithilmar, Cerion era un
elfo imponente. Llevaba en el hueco del
brazo su casco de plata y posaba la otra
mano en la empuñadura de su espada,
una hoja templada en el yunque de su
bisabuelo.
Sus rasgos eran ceñudos y una vez
fueron atractivos, aunque el paso de los
años no lo había dejado sin marcas.
Una espada druchii le había arrebatado
el ojo izquierdo hacía casi un siglo, y
cuando la hoja de otro se quebró, los
fragmentos despedidos dejaron una
cicatriz que le corría por la sien y el
puente de la nariz.
Mientras continuaba su inspección
matutina de las murallas, los soldados
de la Puerta del Águila le sonrieron
cálidamente, aunque él no había hecho
ningún esfuerzo especial por ser
apreciado en las tres décadas que
llevaba al mando. El respeto que sus
soldados le mostraban había sido
ganado a pulso. Era un guerrero de
valor demostrado y habilidad
estratégica, y había sido su disposición a
soportar las mismas penalidades que
soportaban los que servían a sus
órdenes lo que se había ganado su
respeto.
Se detuvo junto a un guerrero de
pelo azabache que estaba sentado con
las piernas cruzadas junto a la muralla
con un arco sin cuerda apoyado en el
parapeto. A su lado había un puñado
de flechas y trabajaba laboriosamente
trenzando una cuerda para su arco.
—Buenos días, Alathenar —lo
saludó Cerion—. ¿Le ocurre algo a tu
arco?
El guerrero alzó la cabeza con una
sonrisa y contestó:
—No, mi señor, no le ocurre nada.
—Entonces ¿qué estás haciendo?
—Probando algo —explicó
Alathenar—. Mi Arenia se ha dejado
crecer el pelo durante los últimos años
para que con él trenzara una cuerda
para mi arco, y ahora es por fin lo
suficientemente largo. Creo que podría
ayudarme a conseguir diez o veinte
metros más de alcance.
Cerion se arrodilló junto al arquero
y lo vio trabajar, mientras sus dedos
manejaban con destreza los finos
mechones de pelo para que alcanzaran
la longitud necesaria para su arco.
—¿Veinte metros más? —preguntó
—. Ya eres capaz de meterle a un
druchii una flecha en el ojo a
trescientos metros. ¿De verdad crees
que podrás conseguir más de esa arma?
Alathenar asintió.
—Ella viajó a Avelorn e hizo que le
bendijera el pelo una de las doncellas
de la Reina Eterna, así que espero que
parte de su habilidad y su magia hayan
pasado a él.
Cerion sonrió, recordando su
juventud pasada en los Bosques de
Avelorn, donde se unió a la loca
cabalgata de la corte de la Reina Eterna
Alarielle y tomó parte en aquel
indulgente estilo de vida bajo las
mágicas ramas de su reino en el bosque.
Consorte del Rey Fénix, la Reina
Eterna era una de las gobernadoras
gemelas de Ulthuan, y su corte
deambulaba como una gran feria por
los Bosques de Avelorn, sus pabellones
de seda resonando con música, poesía y
risas. Cerion recordaba bien a las
doncellas de la Reina Eterna, elfas tan
dotadas con el arco y la lanza como
hermosas de rostro y esbeltas de
cuerpo…
—Bien —dijo—. Si la bendición de
algún guerrero puede transmitirse a
una arma, sería la suya. Asegúrate de
hacérmelo saber cuando termines de
montar tu arco y veremos cómo
funciona la magia de las doncellas.
—Por supuesto, mi señor.
Tendremos una competición de arco
cuando esté fuera de servicio. Tal vez
podamos apostar unas cuantas
monedas…
Cerion se señaló el ojo perdido.
—No creo que necesites un arco
bendecido para ser mejor que yo en
una competición con el arco.
—Lo sé —replicó Alathenar—. Por
eso iba a dejar que apostaras por mí.
—Eres demasiado amable —
contestó Cerion, poniéndose en pie.
Alathenar era el mejor arquero de la
guarnición de la Puerta del Águila, y
aunque Cerion dudaba de que el
añadido del cabello de una cama a la
cuerda del arco creara ninguna
diferencia tangible, sabía bien que las
supersticiones de los soldados eran ley
en sí mismas.
Técnicamente, Alathenar estaba de
servicio en este momento, y al
desmontar su arco estaba pasando por
alto su deber por no tener el arma a
punto, pero Cerion era lo bastante sabio
para saber cuándo aplicar la ley militar
con mano de hierro y cuándo dejar que
se doblara como un junco al viento.
Además, aquella competición ayudaría
a la moral de la guarnición y reforzaría
los lazos entre sus guerreros.
Ojalá los demás pudieran apreciar
estas cosas, pensó agriamente mientras
veía a su segundo al mando, Glorien
Coronafiel, acercarse hacia él desde la
Torre del Águila. Alathenar advirtió su
expresión y se volvió para ver cómo
Glorien caminaba hacia ellos.
El joven oficial llevaba un elaborado
ithiltaen, el alto y cónico casco de los
yelmos plateados y un magnífico
uniforme de placas de ithilmar, la
armadura brillante y pulida. El estatus
noble de Glorien le daba derecho a
llevar el ithiltaen, aunque la mayoría de
los nobles consideraban inadecuado
llevar semejante casco sin habérselo
ganado primero sirviendo en una
compañía de caballeros del Yelmo
Plateado.
Cerion saludó brevemente a
Alathenar con un gesto con la cabeza y
fue al encuentro de Glorien, esperando
apartarlo de allí antes de que llegara
junto al arquero y decidiera castigarlo.
—Glorien, buenos días.
—Buenos días, mi señor —contestó
Glorien con tono cortante y formal—.
He transcrito los últimos informes de
nuestros exploradores.
Tendió una funda de cuero con un
pergamino y Cerion la cogió con
reticencia, consciente ya de lo que
contenía, pues había hablado con los
exploradores cuando regresaron la
noche anterior.
—Sabes que no tienes por qué hacer
esto, Glorien —dijo.
—Pero lo hago. Es lo que se espera
de mí.
Cerion suspiró.
—Muy bien. Lo leeré más tarde.
Vio que Glorien miraba por encima
de su hombro y supo qué era
exactamente lo que estaba observando.
Cuando Glorien abrió la boca para
hablar, Cerion extendió la mano para
hacerle dar la vuelta y caminar con él a
lo largo de la muralla.
—¿Qué hace Alathenar, el arquero,
sin cuerda en el arco? —preguntó
Glorien.
—No importa, Glorien —dijo
Cerion, llevándolo hacia la escalera
tallada en el lado de la montaña que
conducía a la Aguja Áquila, una
estrecha torre insertada en la cara sur
del acantilado que servía como
santuario y estudio personal.
—¡Pero no tiene su arma! Hay que
castigarlo.
Pese a la lealtad que Cerion sentía
hacia su raza, ahora maldijo su amor
por las intrigas y el politiqueo.
Cerion sabía que Glorien Coronafiel
sólo había conseguido su destino en la
Puerta del Águila a través de sus
conexiones familiares en vez de por sus
habilidades como guerrero, pues la
familia Coronafiel podía remontar su
origen a los emparentados con los Reyes
Fénix de antaño. Su poder en la corte
de Lothern estaba en ascenso, lo que les
permitía asegurar prestigiosos puestos
de autoridad para los hijos de la familia.
Glorien simplemente estaba
dejando pasar el tiempo hasta que
Cerion decidiera retirarse y asegurarse
así el puesto de castellano de la Puerta
del Águila, pero sabía en el fondo de su
corazón que no estaba preparado para
un puesto tan importante.
—¿Castigarías al mejor arquero de
esta fortaleza?
—Por supuesto —contestó Glorien
—. Nadie está por encima de las reglas.
Que Alathenar pueda lanzar una flecha
con cierta habilidad no es motivo para
que crea que está exento de seguir las
reglas.
—Althenar es mucho más que un
arquero habilidoso —puntualizó Cerion
—. Los guerreros de esta fortaleza lo
aman y respetan. Sus éxitos son los
éxitos de todos y cuando su nombre se
pronuncia en los barracones de otras
puertas de guardia, también los refleja a
ellos. Se miran en él, pues es un líder
natural.
—¿Y?
Cerion suspiró.
—Castiga a Alathenar y disgustarás
a todos los guerreros de esta fortaleza.
Si algún día quieres tener el mando de
la Puerta del Águila, debes aprender a
comprender el carácter de aquellos a
quienes lideres en la batalla.
—¿El mando de esta fortaleza? ¡La
Puerta del Águila es tuya! —exclamó
Glorien, y Cerion casi se echó a reír por
su torpe intento de negarlo.
—Ahórrame las caricias a mi ego,
Glorien —replicó Cerion—. Sé que tu
familia trató de sustituirme para que
tuvieras el mando. Afortunadamente,
prevalecieron cabezas más sensatas.
Al menos Glorien tuvo la decencia
de parecer avergonzado y Cerion sintió
que parte de su ira se difuminaba. Tal
vez Glorien podría aprender todavía a
ser soldado y líder, aunque sospechaba
que tenía todas las probabilidades en
contra.
—Tener el mando es algo más que
hacer que los soldados sigan las normas
y reglas —le indicó Cerion—. No
puedes aplicar tus reglas y fórmulas
matemáticas a la defensa de una
fortaleza. La batalla se gana o se pierde
en la mente de tus guerreros. Los
soldados lucharán y morirán por un
líder en el que crean, pero no lo harán
por alguien en quien no confíen.
—Pero hay que mantener la
disciplina.
—Sí, por supuesto. Pero no cuando
aplicarla haga más mal que bien.
Castiga ahora a Alathenar y te arriesgas
a perder el corazón de tus soldados.
—No me preocupa ganar el afecto
de la soldadesca —replicó Glorien.
—Ni lo necesitas. Pero sin su
respeto, estás perdido.
Cerion miró por encima de su
hombro, sabiendo que los guerreros de
la Puerta del Águila no tenían que oír
discutir a sus oficiales superiores. Por
suerte, los guerreros elfos del patio
practicaban con sus espadas y lanzas y
estaban demasiado concentrados en su
empeño para advertir la discusión.
—Pensaré en lo que has dicho —
dijo Glorien, pero Cerion ya sabía que
el joven elfo había descartado sus
palabras, considerándolas el farfullar de
un guerrero viejo que ya ha dejado
atrás sus mejores tiempos.
—Asegúrate de hacerlo —recalcó
Cerion—, porque si esta fortaleza queda
bajo tu mando, se te confiará el destino
de Ulthuan. Si un ejército enemigo
quiebra las murallas, Ellyrion sufrirá
terriblemente antes de que los ejércitos
del Rey Fénix puedan reunirse para
combatirlo. Piensa en ello antes de
decidir debilitar la defensa de esta
guarnición castigando a su mejor
arquero.
Cerion agitó la cajita con el
pergamino que Glorien le había dado.
—Ahora, si me disculpas, creo que
me retiraré a mis aposentos para leer
estos informes —dijo.
No tenía ningún deseo de leer el
pedante escrito de Glorien, pero eso le
daba una excusa para separarse de su
subordinado.
—Por supuesto, mi señor —
respondió Glorien antes de saludar y
dar media vuelta sobre sus talones.
Cerion lo vio marcharse y su
corazón se entristeció al imaginar la
Puerta del Águila bajo su mando.

***
En su época de esplendor, Tor Yvresse
fue considerada la joya de Ulthuan,
pero el tiempo y la invasión se habían
cobrado su precio en la que antaño
fuera una gran ciudad. Construida
sobre nueve colinas, la gran ciudad
llena de torres dominaba el paisaje con
sus poderosos muros altos y blancos y
tallados con runas protectoras.
Resplandeciente oro y brillante plata
destellaban al sol de la tarde, y las
titánicas torres de sus palacios se
alzaban sobre los muros, unidas unas
con otras por grandes puentes a
docenas de metros sobre el suelo.
Desde que la ciudad apareció a la
vista, Caelir se quedó mirando,
boquiabierto, el magnífico espectáculo.
Tenía recuerdos vagos e inconexos de
Tor Elyr, pero nada que pudiera
compararse con la absoluta
magnificencia de la ciudad de
Eltharion.
Tor Yvresse brillaba como un faro
contra la oscura roca del paisaje y el
verde tapiz de bosques que envolvía las
montañas de detrás.
—Es magnífica —exclamó Caelir
una vez más, y Kyrielle sonrió ante su
asombro.
—Tendrías que haberla visto hace
un siglo —dijo—. Sus anfiteatros eran la
envidia del mundo. Incluso las
Máscaras de Lothern venían a actuar a
Tor Yvresse, y ya sabes lo peculiares
que eran.
Caelir no lo sabía, pero como estaba
empezando a pensar que parecía un
necio inculto, simplemente asintió
como respuesta.
Anurion volaba sobre ellos en su
pegaso, y sólo Kyrielle cabalgaba junto a
él, pues los guardias se mantenían a
una distancia respetuosa de ambos.
Caelir apenas podía contener la
emoción al ver una de las grandes
ciudades de Ulthuan, aunque aún
podía sentir el dolor en su corazón por
las ruinas de Athel Tamarha. Tor
Yvresse había sufrido terriblemente a
manos del rey goblin, y aunque había
sobrevivido gracias al heroísmo y
sacrificio de Eltharion, sabía que no
había escapado ilesa.
—¿Crees que podremos ver mucho
de Tor Yvresse? —preguntó.
—Supongo que eso depende de mi
padre —respondió Kyrielle—. Sé que
está ansioso por llevarte a la Torre
Blanca para que veas a Teclis.
—Lo sé, pero ¿no podremos dedicar
un día a explorar?
—Eso espero. Hay muchas cosas
que me gustaría mostrarte. La Fuente
de las Brumas, el Teatro de Dethelion,
el Río de Estrellas…
—Tal vez podamos ir después a la
Torre Blanca.
—Me gustaría —dijo ella—. Me
gustaría mucho.
Caelir sonrió para sí y devolvió su
atención a la ciudad, cuyas magníficas
murallas se alzaban sobre ellos mientras
seguían el camino que conducía hacia
su alta puerta de oro titilante. Negros
estandartes ondeaban en sus torres, y
las lanzas de los guerreros de sus muros
centelleaban como un millar de
estrellas.
Alzó la cabeza al oír un batir de
poderosas alas y el pegaso de Anurion
aterrizó graciosamente tras ellos. La
bestia mágica plegó sus alas
limpiamente sobre sus flancos y el
archimago se acercó cabalgando hacia
ellos sin pausa.
Caelir pudo ver por su cara que
estaba preocupado y esperó ceñudo sus
palabras.
—¿Padre? —preguntó Kyrielle,
reconociendo también la gravedad de la
expresión de su padre.
—Los caminos de la magia están
repletos de corrientes y portentos por
todo Ulthuan —anunció Anurion—.
Los druchii han atacado la flota de lord
Aislin lejos de la costa de Tiranoc. Se
dice que una arca negra hundió dos
barcos, aunque un tercero logró
escapar.
—Los druchii… —empezó Caelir.
—Debemos apresurarnos y llevarte
ante Teclis, muchacho —lo apremió
Anurion—. Si esto está conectado con
la visión que tuviste de la oscuridad que
englobaba a Ellyrion, entonces el ataque
de los elfos oscuros bien puede ser el
principio de una invasión.
Caelir asintió, y toda idea de
explorar la ciudad de Tor Yvresse con
Kyrielle se desvaneció de su mente en
cuanto Anurion mencionó a Teclis.
—Creo que tienes razón.
Hundió los talones en el flanco de
su corcel.
—Corramos a Tor Yvresse.
7

Tor Yvresse, ciudad de Eltharion…


Tras su asombro inicial, Caelir sintió
una extraña mezcla de tristeza y
decepción al acercarse a la ciudad más
grande de Yvresse. Lo que desde lejos
parecía poderoso y regio, de cerca se
veía ajado y descuidado. Aunque las
altas murallas eran sin duda recias y
fuertes, el número de guerreros que las
protegía parecía dolorosamente escaso
para una extensión tan grande.
El camino que conducía a Tor
Yvresse estaba desierto y ellos
constituían el único grupo de viajeros
que se acercaba a la ciudad. La puerta
dorada permanecía cerrada y Caelir
pudo sentir las miradas de recelo de los
soldados que vigilaban su avance desde
la muralla.
Un extraño silencio flotaba sobre la
ciudad, y aunque no tenía memoria de
haber visitado semejante metrópolis
antes, a Caelir le pareció extraño y no
poco inquietante no poder oír el bullicio
y el vigor de una ciudad del tamaño de
Tor Yvresse más allá de sus murallas.
Al acercarse a un centenar de
metros, la puerta se abrió y salió de ella
un disciplinado regimiento de lanceros,
marchando con paso perfecto para
colocarse en el centro del camino. Las
puntas de sus lanzas temblaron cuando
se detuvieron ante la puerta y una línea
de arqueros apareció en las aberturas de
la muralla blanca.
Un oficial situado en el centro de
los lanceros avanzó y alzó una mano
ante él.
—En nombre de Eltharion te
conmino a detenerte, y exijo saber a
qué vienes a la ciudad de Tor Yvresse.
Caelir estaba a punto de replicar
cuando Anurion se adelantó en su
pegaso, el ceñudo rostro
chisporroteando y arcos fluctuantes de
poder ondeando en su túnica.
—Soy Anurion el Verde, archimago
de Saphery, y no tengo que dar
explicaciones a un portero común. Exijo
entrar en esta ciudad.
El oficial se puso blanco ante el
obvio poder de Anurion, pero no
retrocedió. En cambio, dio otro paso
adelante.
—No pretendo faltarte al respeto,
mi señor —dijo—, pero lord Eltharion
nos exige que preguntemos a qué
asunto viene todo el que desea entrar
en nuestra bella ciudad.
—Mi asunto es cosa mía —replicó
Anurion, pero su tono se suavizó al
continuar—: Sin embargo, deseo hablar
con lord Eltharion, así que transmítele
mi petición de celebrar una audiencia
con él de inmediato.
Caelir ocultó una sonrisa mientras
el capitán de la puerta trataba de
recuperar algo de su autoridad
alisándose el uniforme.
—Transmitiré tus peticiones al
Guardián, pero debo preguntar las
identidades de tus acompañantes. La
guardia de la ciudad debe saberlo todo
antes de admitir a nadie a Tor Yvresse.
—Muy bien —dijo Anurion. Se
volvió y señaló vagamente a Kyrielle y
Caelir—. Ésta es Kyrielle Verdetez, mi
hija, y éste es su acompañante, Caelir
de Ellyrion. El resto de nuestra
compañía son los guardias de mi Casa.
¿Es necesario que los identifique a
todos?
El oficial negó con la cabeza.
—No, mi señor, eso no será
necesario —dijo.
Anurion cuadró los hombros e instó
a su montura para que avanzara
mientras el oficial volvía a reunirse con
sus hombres y les hacía dar la vuelta. La
fila de arqueros de la muralla
desapareció de la vista y los lanceros
regresaron al interior de la ciudad.
Caelir y Kyrielle siguieron a
Anurion, rodeados por sus guardias
armados.
Caelir saludó respetuosamente con
la cabeza al capitán de la puerta al
pasar, esperando devolverle algo de la
autoridad que la diatriba de Anurion le
había quitado. El oficial devolvió
agradecido el gesto y Caelir saboreó
entonces su primera visión de los
fabulosos palacios y mansiones de Tor
Yvresse.
La luz aumentó cuando se
acercaron al final del túnel que
atravesaba las gruesas murallas, y Caelir
contuvo la respiración al ver las cúpulas,
los arcos de plata y los amplios
bulevares flanqueados de árboles.
Por fin salieron a las calles de Tor
Yvresse, y toda la decepción que había
sentido al aproximarse a la ciudad
desapareció cuando vio de cerca la
majestuosidad de sus torres. Elegantes
mansiones, construidas con gran
habilidad con roca de Yvresse, se
alzaban en ondulantes curvas,
atrayendo la mirada hacia las gráciles
columnatas y la dorada belleza de la
multitud de estatuas de mármol que
adornaban cada tejado.
Hermosos elfos con ropajes que no
habrían estado fuera de lugar en los
palacios de Lothern caminaban por las
calles, y alzaron la mirada con cauteloso
interés cuando ellos desembocaron en
la amplia explanada que se abría tras la
puerta. Altos y de miembros largos,
estos elfos poseían una belleza áspera,
igual que su tierra, y Caelir advirtió que
todos iban armados con espadas o
arcos.
A pesar de los ropajes y el temible
aspecto de los habitantes de Tor
Yvresse, Caelir no pudo dejar de
advertir que las calles no estaban tan
pobladas como cabría esperar. Su ruta
los llevó a lo largo de un amplio bulevar
donde las mansiones de mármol
parecían espectrales en su soledad y las
torres que se alzaban sobre él en las
colinas se le antojaba que lo miraban
con miradas tristes y ceñudas.
—Este lugar está vacío… —dijo,
sintiendo que alzar la voz por encima
del susurro sería una especie de error.
—Muchos murieron combatiendo al
rey goblin —dijo Anurion—, y Tor
Yvresse lleva esa pena como un sudario.
Esas muertes gravitan pesadamente y el
sombrío ánimo de Eltharion se refleja
en su gente. Las celebraciones y vítores
que saludaron su victoria se apagaron, y
ahora la ciudad no conoce la alegría ni
la vida.
Ahora que Anurion lo mencionaba,
Caelir pudo sentir en sus huesos los
espectros de la guerra contra el rey
goblin: el distante choque del acero
forjado por los elfos contra las burdas
hojas trabajadas a martillazos en las
profundidades de cuevas olvidadas y los
gritos de angustia de aquellos que veían
sus hogares ancestrales arder a su
alrededor le susurraban al oído.
La pena que había sentido en Athel
Tamarha fue una aguda hoja que
atravesó su corazón, pero esto… esto
era un dolor más profundo, una herida
constante para los habitantes de Tor
Yvresse, pues ellos habían aguantado
sólo para ver difuminarse la gloria de la
ciudad.
Por todas partes veían continuar la
vida cotidiana, pero cuanto más
observaba Caelir, más le parecía que la
gente ejecutaba simplemente los
movimientos necesarios. Era como si
una parte de ellos hubiera muerto con
aquellos que cayeron en la batalla y
todavía no se hubiera desplomado.
El esplendor físico de la ciudad no
se había apagado, ya que mucho había
sido reconstruido, pero donde las
manos y la magia alzaron en tiempos
una arquitectura de sublime
magnificencia con alegría, estos nuevos
edificios eran sustitutos huecos, más
parecidos a monumentos a los muertos
que celebraciones de la vida.
A Caelir la ciudad le resultó
insoportablemente triste, como un peso
sobre su alma, y no inició ninguna
conversación con Kyrielle ni respondió
a las preguntas que ésta le hacía más
que con monosílabos.
Al cabo de un rato, Anurion declaró
un alto en su viaje a través de la ciudad
vacía y Caelir alzó la mirada para ver
una gran torre, más poderosa y más alta
que ninguna otra que la rodeara. Las
montañas se alzaban tras la torre, pero
un truco de perspectiva parecía
extenderla más allá de los picos
envueltos en magia, y Caelir sintió que
se mareaba por el vértigo mientras sus
ojos recorrían toda su longitud.
Una telaraña de luz parecía latir
dentro del mármol celeste de la torre,
en la que no había una sola ventana
excepto en la cúspide, donde una serie
de oscuros ventanucos y un balcón
solitario se asomaban a la ciudad.
En la base de la torre había una sola
puerta, sencilla y sin adornos, y Caelir
se sintió extrañamente reacio a
aventurarse dentro de esta torre
hechizada y perdida. Era una torre
donde la magia más oscura se había
liberado y en la que se libró un duelo
que selló el destino de su morador.
Mientras los caballos se detenían
ante la torre, la puerta se abrió y un
esbelto guerrero envuelto en una
sencilla túnica negra y con una
armadura de placas brillantes salió de
su interior. Tenía el pelo claro hasta el
punto de parecer plateado y sus mejillas
estaban hundidas, pero fueron sus ojos
lo que helaron las mismas
profundidades del alma de Caelir. Ojos
muertos y fríos que contenían una
amargura que aturdió a Caelir con su
intensidad.
El elfo se cruzó de brazos.
—¿Qué asunto os trae a Tor
Yvresse? —preguntó.
El frío tono de su voz era como el
último susurro de vida en la boca de un
cadáver, y Caelir pudo ver que Anurion
y Kyrielle se sorprendían tanto como él
por la terrible aparición del guerrero.
—Soy Anurion el…
—Sé quién eres —lo interrumpió el
guerrero—. No es eso lo que he
preguntado.
Caelir esperó la explosión de
temperamento del archimago, pero no
llegó a producirse.
—Naturalmente —dijo—. Mis
disculpas. Buscamos una audiencia con
el Guardián de Tor Yvresse para
solicitar permiso de paso a través de las
montañas para llegar a la Torre de
Hoeth.
—Yo soy el Guardián de Tor
Yvresse —dijo el guerrero—. Yo soy
Eltharion.

***
El interior de la Aguja Áquila era
agradablemente fresco, pues una brisa
del oeste se colaba a través de la
estrecha ventana que asomaba a las
pendientes del paso que conducía a las
llanuras de Ellyrion. El viento traía el
olor del trigo maduro y Cerion pensó
con tristeza en todas las veces que había
recorrido aquellas llanuras con los
guardianes de Ellyrion muchos años
atrás, mientras intentaba librarse de sus
sombríos pensamientos.
Los informes de Glorien estaban
extendidos sobre su mesa, y Cerion se
había sentido lleno de desesperación al
leer la valoración de su subordinado
sobre la información que él ya había
oído, de primera mano, de los
taciturnos guerreros sombríos cuando
regresaron de patrullar por las
montañas.
Su líder, Alanrias, había hablado del
feo aspecto de presagio de las
montañas, una advertencia que Cerion
se tomó en serio, pues los sombríos de
Nagarythe tenían una profunda
relación con la oscuridad que acechaba
en los corazones de los asur. Cuando
hablaban de esas cosas era con un
grado de autoridad que no podía ser
ignorado.
Ninguna mención de esto se hacía
en el informe de Glorien, sólo el hecho
de que las patrullas de exploradores no
habían encontrado ningún ser vivo en
las montañas…, expresado con un
condescendiente aire de superioridad al
descartar su advertencia de una
amenaza inminente.
Cerion apoyó los codos sobre la
mesa y se frotó las sienes con las palmas
de las manos, esperando poder sortear
de algún modo las influencias familiares
de Glorien para que nombraran
segundo al mando a un guerrero más
adecuado. La idea de retirarse y dejar la
Puerta del Águila en manos de Glorien
hacía que un escalofrío le recorriera la
espalda.
Cerion apartó los informes, se
levantó de la mesa y se dirigió al otro
lado de la habitación, donde había un
mueble de bebidas de fina madera de
ellemyn. Abrió las puertas
exquisitamente labradas y sacó un
escanciador de cristal con plateado vino
sapheriano, hecho con uvas cultivadas a
partir de una cepa creada por Anurion
el Verde.
Aunque todavía era temprano,
Cerion decidió que necesitaba beber de
todas formas, y se sirvió una buena
medida del potente vino en una copa
de cobre pulido. La brisa que soplaba
del este era agradable y alzó la copa
para saludarla, disfrutando del fuerte
olor de la bebida.
Al llevarse la copa a la boca, la brisa
murió de repente y una sombra pasó
por la superficie reflectante del vino.
Cerion se dio media vuelta y lanzó la
copa contra la estrecha ventana, donde
una estilizada sombra se agazapaba
sobre el alféizar.
La había lanzado a ciegas y la copa
se estrelló contra la piedra de la pared,
pero fue suficiente distracción. La negra
figura entró rodando en la habitación
con una oscura hoja destellando en su
mano. La espada de Cerion saltó de su
vaina y descargó un golpe contra la
forma en movimiento.
Más rápido de lo que nadie habría
creído posible, el oscuro guerrero movió
los pies, arqueó la espalda para evitar la
estocada, y aterrizó ágilmente ante él.
Una hoja buscó el cuello de Cerion y
éste tuvo que retroceder, evitando la
estocada por los pelos. Alzó la espada
para detener otro golpe, pero antes de
que pudiera hacer algo más que bajar la
hoja, su atacante ya tenía una arma en
la otra mano.
—¡Un intruso! —gritó con toda la
potencia de su voz, esperando que
alguien estuviera cerca al pie de las
escaleras para poder oír sus gritos—.
¡Un intruso! ¡Guardias!
—Los guardias no te salvarán, viejo
—dijo el asesino vestido de negro, y a
Cerion no le sorprendió oír los oscuros
tonos sibilantes de los druchii en la
boca de su asaltante.
—Tal vez no —replicó,
retrocediendo hasta la puerta—, pero
ellos se encargarán de que mueras
conmigo.
El asesino no respondió, pero saltó
hacia adelante una vez más, las hojas
gemelas girando en sus manos como si
fuera un acróbata de la espada. Cerion
bloqueó el primer golpe, pero no pudo
con el segundo y el asesino le hundió la
hoja en la axila. El oscuro
encantamiento forjado en su filo separó
los eslabones de ithilmar tan fácilmente
como una flecha hiende el aire.
Cerion soltó un grito de agonía
cuando la hoja le atravesó los pulmones
y el corazón, y la sangre bombeó
entusiasta de la herida abierta cuando
el asesino liberó su espada. Se tambaleó
hacia atrás, y la puerta de la Aguja
Áquila se abrió de golpe cuando cayó
contra ella.
El asesino dio un salto hacia
adelante y lo sostuvo, apuñalándolo
una y otra vez. Las hojas se clavaban en
él con fuego agonizante, la sangre
llenaba sus sentidos, y miró a los crueles
ojos de su asesino, horrorizado por el
odio y el placer que el druchii sentía al
causar tanto dolor. Quiso dejarse ir, la
fuerza escapaba de sus miembros con la
misma rapidez que la sangre brotaba de
su cuerpo acribillado. Sus ojos se
enturbiaron, pero sintió que unas
manos le impedían caer.
Sintió el aire fresco en su piel y una
sensación de brillo. Sus pies eran
inestables y la sangre convirtió la
escalera en resbaladiza mientras lo
arrastraban a la luz.
Con sus últimas fuerzas, Cerion
abrió los ojos para ver la muralla de la
Puerta del Águila ante él, y a sus
soldados mirándolo boquiabiertos y
horrorizados al observar lo que sucedía.
Un arquero apuntó y los guerreros
corrieron hacia la escalera de la torre.
—Sabe esto, viejo —dijo el asesino,
inclinándose para susurrarle al oído—,
pronto todo esto estará en ruinas y tu
tierra arderá.
Cerion trató de escupir un último
juramento desafiante, pero sus palabras
no fueron más que roncos susurros.
Sintió que la presa del asesino
cambiaba.
Algo chocó contra el empedrado de
la torre y vio los fragmentos rotos de
una flecha apartarse de él.
Entonces el mundo giró a su
alrededor cuando lo arrojaron desde lo
alto de la escalera.

***
Al principio, Alathenar no supo qué
pensar cuando oyó el grito que
resonaba en las montañas y alzó la
cabeza confundido, el arco terminado
ya en su mano. Se puso rápidamente en
pie y vio que los demás soldados se
alarmaban igualmente por el súbito
grito de dolor. Sin pensarlo, colocó una
flecha en el arco y se asomó a la muralla
buscando un blanco.
Entonces el grito se repitió y
Alathenar se volvió hacia la Aguja
Áquila, pues sus agudos oídos
detectaron el origen. La puerta de la
torre se abrió de golpe y bajó el arco al
ver a lord Aladorada en la penumbra
de la torre.
Entonces vio la sangre que manaba
de su cuerpo y la sombra que tenía
detrás.
—¡Asesinos! —aulló, y apuntó con
su arco.
La flecha salió veloz, pero su blanco
ya estaba en movimiento, y Alathenar
gritó cuando el comandante de la
Puerta del Águila era arrojado por la
escalera tallada en la roca. El cuerpo
ensangrentado cayó dando vueltas y
más vueltas, y el arquero oyó el terrible
sonido de los huesos al romperse.
El atacante de lord Aladorada
desapareció en el interior de la Aguja
Áquila y Alathenar recogió su carcaj
antes de echar a correr tras él. La furia y
la pena le dieron velocidad y dejó atrás
a los otros soldados armados que
corrían hacia la torre. Ellos se
detuvieron al pie de la escalera,
arrodillándose horrorizados ante el
cuerpo roto de su amado comandante,
pero Alathenar ya sabía que no había
nada que hacer por él. Los dejó atrás y
subió corriendo hacia la Aguja Áquila.
Llegó a lo alto de la escalera, donde
el último rellano estaba resbaladizo de
sangre, y atravesó la puerta. Alzó el
arco, la flecha tensa contra su mejilla.
La cámara estaba vacía, aunque
notó en la nariz el hedor de la sangre y
la violencia. Rápidamente, Alathenar
escrutó la habitación y comprobó que
no había nadie. Se echó el arco a la
espalda y desenvainó la espada al ver
una copa rota en un charco de vino
amargo bajo la única ventana de la
cámara. Con cuidado, se acercó a la
abertura, la espada extendida ante él.
A su espalda pudo oír gritos y supo
que el asesino se había marchado hacía
tiempo del lugar del asesinato.
Rápidamente atravesó la ventana y
contuvo la respiración cuando se
encontró en un estrecho alféizar de
piedra, a docenas de metros sobre las
rocas afiladas que podrían matarlo con
la misma seguridad que la hoja del
asesino.
Miró hacia arriba mientras oía a los
soldados entrar en la cámara tras él, y
divisó una huella en las tejas de la torre.
Así que el asesino había atravesado las
montañas y se había colado en el
interior de la fortaleza.
—¡Ha vuelto a las montañas! —gritó
Alathenar antes de envainar la espada y
tomar aire. Encogió las piernas, saltó
hacia adelante y se agarró al borde del
tejado. Se encaramó con un rápido
movimiento y logró sujetarse al borde
irregular del tejado cónico.
Apoyó la espalda contra la punta de
la torre y alzó el arco sobre su cabeza.
Tras engancharse el carcaj al cinturón,
Alathenar echó un vistazo a la muralla
y vio que los guerreros gritaban y
señalaban a los acantilados del paso.
Siguió sus brazos extendidos a tiempo
de ver la silueta del asesino que saltaba
de roca en roca y escapaba.
Las flechas volaban por los aires,
pero el asesino poseía algún oscuro
sentido que le permitía ponerse a
cubierto o esquivarlas sin esfuerzo.
Alathenar seleccionó la flecha más
recta y hermosa de su carcaj y besó la
punta antes de colocarla en el arco y
apuntar con cuidado.
Su blanco estaba en el límite
extremo de su capacidad de alcance,
pero tenía la cuerda nueva y en silencio
ofreció una oración a la Reina Eterna
para que sus doncellas, en efecto,
poseyeran algo de magia. El asesino
corría en zigzag entre las rocas, y
Alathenar maldijo al advertir
rápidamente que era imposible predecir
sus movimientos para apuntarle bien.
De repente sonrió al ver una
estrecha hendidura en la roca que la
figura a la fuga tenía delante, y vio que
su irregular carrera lo conducía hacia
allí. Tomó aire y lo contuvo mientras
calibraba el alcance hasta la hendidura
y el tiempo que el asesino tardaría en
llegar.
—Que Kurnous guíe mi puntería —
dijo.
Alathenar dejó escapar el aliento y
soltó la flecha. Vio cómo el astil de
pluma azul saltaba al sol de la mañana y
llegaba al cénit de su vuelo antes de
caer en un arco casi placentero.
—¡Sí! —exclamó cuando la flecha
atravesó el hombro del asesino. La
oscura forma trastabilló y cayó, pero
mientras Alathenar seguía mirando, se
incorporó y echó a correr una vez más.
Alathenar sacó otra flecha, sabiendo
que no podía esperar alcanzar al asesino
antes de que se perdiera de vista. Y, en
efecto, la figura desapareció de su vista
antes de que pudiera disparar.
Bajó el arco y lloró lágrimas de ira
cuando miró hacia abajo y vio que los
soldados de la Puerta del Águila
cubrían el rostro de Cerion Aladorada
con una sábana blanca que pronto se
volvió roja.
Alathenar el Arquero dejó escapar
un grito terrible de pérdida y furia.
Y se le oyó por encima de las
montañas.

***
Desde lo alto de la Torre del Guardián
era posible ver toda la ciudad de Tor
Yvresse, y Caelir pronto pudo apreciar
las dimensiones de la destrucción
causada por la invasión del rey goblin.
A pesar del trabajo de los habitantes de
la ciudad, el lugar aún mostraba las
cicatrices de la guerra, con mansiones
devastadas, porciones de muralla
ennegrecidas por el fuego y parques
abandonados donde la naturaleza
campaba ahora a sus anchas.
Vio a los habitantes de la ciudad
dedicados a sus quehaceres, y dedujo
que Tor Yvresse había sido construida
originalmente para albergar al doble de
gente que tenía ahora. Kyrielle y él se
encontraban en el balcón más alto que
asomaba a la ciudad, más alto aún que
las torres de los palacios construidos en
las nueve colinas. El viento azotaba el
mar más allá de la bahía, levantando
altas olas azules coronadas de espuma y
agitando los estandartes en sus mástiles,
pero ni un breve aliento suyo llegaba
hasta la torre.
Después de conocer a Eltharion, el
Guardián de Tor Yvresse los invitó a
desmontar y dejar a sus guardias antes
de seguirlos a la torre. El interior era
tan sombrío como imponente era el
exterior, paredes vacías y muebles
sencillos que hablaban de un ocupante
que no se preocupaba en absoluto por
la belleza o la ornamentación y cuyos
gustos ascéticos harían parecer vulgares
los de un maestro de la espada.
Eltharion no había dicho nada
después de presentarse e invitarlos a
seguirlo escalera arriba hasta sus
aposentos. Caelir gruñó para sí ante la
idea de tener que subir tantas escaleras,
pues había visto desde fuera lo alta que
era la torre, pero apenas había puesto el
pie en el primer peldaño y le pareció
que llegaba al rellano más alto.
Asomado ahora desde el centro de
la torre, vio el suelo a docenas de
metros por debajo.
Tras llegar a la cima, Eltharion y
Anurion se retiraron a hablar en
privado mientras Kyrielle y él se
quedaban solos en la sala de recepción.
Habían hecho algún intento por
convertir el interior de la torre en algo
menos frío, pero de manera rutinaria, y
sólo habían conseguido que todo lo
demás resultara aún más deprimente.
Les sirvieron comida y bebida, y así
saciaron la sed y el hambre antes de
salir al balcón para admirar la vista y
esperar la decisión del Guardián.
—Esto no es lo que esperaba —dijo
Caelir.
—¿Tor Yvresse?
—Sí. Recuerdo las historias que se
contaban de la ciudad y el retorno de
Eltharion, pero esperaba encontrar una
ciudad de grandes héroes. No esperaba
que fuera tan… letal.
—Como dijo mi padre, muchos
elfos murieron en la guerra, pero
nuestros hijos son pocos y es un triste
hecho que cada vez nazcamos menos
cada año.
—¿Y por qué será eso?
Kyrielle se encogió de hombros.
—No lo sé. Algunos dicen que
nuestro tiempo en este mundo es ahora
una llama chisporroteante y que pronto
se apagará. Todas las cosas tienen su
tiempo al sol. Tal vez el mundo ya se ha
hartado de nosotros.
—¿Qué? ¡No creerás eso!
—¿Cómo si no explicas nuestro
declive?
—Tal vez el poder de los elfos se
esté desvaneciendo, pero nuestro
tiempo volverá. Lo sé.
—¿Tan seguro estás? ¿Cuántos
imperios del hombre se han alzado y
caído mientras el mundo sigue girando?
—Los hombres son polillas, sus
vidas aletean y arden sólo un momento
—dijo Caelir—. Viven sus vidas como
en una carrera, sin construir nunca
nada permanente. ¿Cómo puedes
comparar a los asur con esos bárbaros?
—No somos tan distintos, mi
querido Caelir. Tal vez seguimos el
mismo camino, pero nosotros tardamos
más en recorrerlo.
Caelir se volvió hacia Kyrielle y
colocó la mano sobre su hombro.
—No me parece propio de ti que
hables de este modo. ¿Qué te ocurre?
—No me pasa nada, tonto —dijo
Kyrielle—. Creo que es por estar en Tor
Yvresse. Aquí hay fantasmas de la
memoria que sacuden en mí los más
oscuros pensamientos. Me pondré bien.
—Yo también los he sentido,
Kyrielle, pero no podemos permitir que
el pasado amargue nuestras vidas aquí y
ahora. El rey goblin fue derrotado y Tor
Yvresse se salvó, ¿no es eso motivo para
celebrarlo?
—Pues claro que lo es, pero con
cada invasión, con cada batalla, nos
vemos menguados. Cada año los
druchii se vuelven más osados, y
mientras la Isla de los Muertos extraiga
la energía mágica del mundo para
Ulthuan, las criaturas del Caos serán
siempre atraídas a nuestra bella isla.
Nos aferramos a la vida con uñas y
dientes, Caelir.
—Tal vez, pero ¿es eso motivo para
soltarnos y dejarnos caer? —respondió
Caelir—. Tal vez seamos una raza en
declive, no lo sé, pero si es así, seguiré
luchando hasta el final por conservar lo
que tenemos. No sé qué sucederá en el
futuro, pero no aceptaré sin luchar que
la desesperación me venza. Mientras
tenga aliento lucharé para proteger mi
hogar y mi pueblo.
Kyrielle le sonrió y él se sintió un
poco más animado hasta que vio el
anillo de compromiso en la mano que
apoyaba sobre su hombro. Una fugaz
imagen de una hermosa doncella elfa
destelló tras sus ojos, la mirada triste, el
cabello como un fluido río de oro.
—¿Qué ocurre? —preguntó Kyrielle
al ver la sombra en sus facciones.
—Nada —dijo Caelir, retirando la
mano de su hombro y dándose la
vuelta.
Se ahorró tener que esquivar nuevas
preguntas cuando oyó pasos acercarse.
Anurion el Verde se detuvo ante ellos
sin revelar nada en su semblante del
resultado de sus discusiones con
Eltharion.
—¿Y bien? —preguntó Kyrielle—.
¿Nos concede permiso para recorrer las
montañas?
—Todavía no. Primero desea hablar
con Caelir.
—¿Conmigo? —se extrañó Caelir,
súbitamente nervioso por tener que
reunirse con una figura tan sombría y
heroica como Eltharion el Implacable.
—Porque creo que te considera un
misterio y Eltharion no es alguien a
quien gusten mucho los misterios —dijo
Anurion—. Le he contado todo lo que
sé de ti y desea hablar contigo en
persona. Cuando te pregunte, se sincero
en todo. ¿Me comprendes, muchacho?
—Te comprendo, sí —asintió Caelir
—. No soy ningún necio, pero sigo sin
ver por qué quiere hablar conmigo.
—Escúchame, Caelir, y escúchame
bien. Eltharion es el Guardián de Tor
Yvresse y nadie atraviesa estas
montañas para llegar al Reino Interior
sin su permiso. Si desea hablar contigo,
no lo rechaces.
Caelir asintió y se dirigió al arco en
forma de hoja que conducía a los
aposentos privados de Eltharion. Las
puertas estaban cerradas y llamó
suavemente, pues no quería entrar sin
permiso.
—Pasa —dijo una fría voz, y un
gélido temor se apoderó de él mientras
obedecía.

***
Pazhek soltó una retahila de las
maldiciones más terribles que conocía
mientras tropezaba con otra piedra y
caía de rodillas. Donde antes las
montañas se alzaron para recibirlo y
avivar su paso, ahora todas las rocas
parecían sueltas ante él y cada matorral
se enredaba en sus pies.
Le dolía el hombro horriblemente,
la punta de la flecha seguía todavía
alojada bajo su omóplato. Aún no podía
creer que había sido alcanzado, pues
había empleado todas las técnicas de
evasión que aprendían los adeptos de
Khaine y se hallaba más allá del alcance
de cualquier tirador…
O eso creía.
Se curó la herida lo mejor que pudo
y tomó una infusión de rararraíz para
aliviar el dolor antes de reemprender su
huida por la montaña. Los sombríos
estarían ya siguiendo sus huellas, y no
se hacía ilusiones de poder escapar ya
que estaba dejando un rastro de sangre
tras él. Pero los haría bailar por las
montañas, y cuando vinieran a por él,
mataría y heriría a tantos como pudiera
antes de que lo abatieran.
Había aplicado a sus espadas una
cobertura de veneno, una mezcla de
matahombres y loto negro, un mejunje
que volvería a sus víctimas locas de
dolor y sería el delirio de sus peores
pesadillas.
«Que vengan —pensó—, les daré
motivos para recordar el nombre de
Pazhek».
Sonrió al pensar en la muerte de
Cerion Aladorada. Aunque no fue una
muerte elegante, había sido muy
aparatosa y sangrienta, y la guarnición
de la Puerta del Águila no la olvidaría
fácilmente.
Una sombra corrió por el suelo y él
se volvió con las espadas alzadas.
No vio nada, ni rastro de
persecución, pero sabía que esas cosas
eran insignificantes, pues sus enemigos
no caerían directamente sobre él, sino
que utilizarían ardides y astucias. Se dio
media vuelta y continuó, respirando
con dificultad; todo el sigilo relegado en
favor de la velocidad.
Si de algún modo pudiera llegar a la
costa y encontrar un lugar donde
esconderse, entonces podría esperar a
que su gente viniera a por él.
Otra sombra cruzó el terreno y
Pazhek se detuvo, sin aliento,
desesperado, mientras se apoyaba
contra el acantilado. Tampoco esta vez
vio nada, y cuando un grito chirriante
resonó en el cielo, advirtió súbitamente
su error.
Pazhek alzó la cabeza a tiempo de
ver una gran sombra dorada
abalanzarse desde el cielo.
Sus alas se extendieron con un
rugido de deceleración y los espolones
ganchudos se cernieron sobre él.
Pazhek soltó un grito y trató de
alzar sus espadas, pero la poderosa
águila fue más rápida, los espolones
extendidos se cerraron sobre sus brazos
y lo levantaron del suelo. Pazhek gritó
cuando se elevó por los aires, y soltó las
espadas cuando el águila aplastó los
huesos de sus muñecas.
—Asesino —dijo la gigantesca ave
de presa mientras sus alas lo llevaban
cada vez más alto—. Yo soy Elasir,
Señor de las Águilas, y has derramado
la sangre de un amigo de mi especie.
Pazhek no pudo contestar, pues la
agonía de los afilados espolones del
águila que le aplastaban los huesos y le
desgarraban la carne era demasiado
grande para soportarla. Se retorció en
su presa, el suelo girando a docenas de
metros bajo él mientras luchaba en
vano contra la fuerza de su captor.
—Y por eso has de pagarlo —dijo el
águila soltando su presa.

***
Caelir abrió la puerta y entró en una
cámara abovedada de fría luz y
distantes ecos. Mientras que el resto de
la torre era sombrío y no mostraba nada
de la personalidad de quien vivía aquí,
esta sala daba oscura información sobre
la mente de Eltharion.
Anaqueles de armas y mapas
enmarcados de Ulthuan, Nagaroth y
todo el mundo conocido flanqueaban
las paredes. Junto a ellos había
sombríos trofeos sobre placas de
madera colgados alrededor de la
circunferencia de la sala: las cabezas de
sañudos monstruos, orcos y hombres.
La dorada luz de Ulthuan entraba
por una gran abertura del techo, bajo la
cual colgaba un elaborado conjunto de
cintas de cuero y correas parecidas a
una silla de montar. La iluminación no
calentaba la cámara ni llegaba a sus
extremos más lejanos, como si su
ocupante no deseara sentir la luz y el
calor en su piel.
Eltharion caminaba bajo la abertura
del techo, y la luz del sol sólo servía
para resaltar el pálido tono de su piel y
las sombras bajo sus pómulos. Su
expresión era sombría, como Caelir
esperaba, y se volvió a mirarlo con
apenas un atisbo de interés en sus
helados ojos de zafiro.
—Así que tú eres el que apareció en
las orillas de mi tierra —dijo Eltharion.
—Lo soy —respondió Caelir,
inclinando respetuosamente la cabeza
—. Es un honor conocerte, mi señor.
Eldain ignoró el cumplido.
—Anurion me ha dicho que tus
recuerdos han sido mágicamente
enterrados en tu interior —dijo—. ¿Por
qué haría nadie eso?
—No tengo ni idea, mi señor. Ojalá
lo supiera.
—No te creo —le espetó Eltharion,
y Caelir se sorprendió por su franqueza.
—Es la verdad, mi señor. ¿Por qué
iba a mentir al respecto?
—No lo sé, y eso es suficiente para
hacerme reflexionar —insistió
Eltharion, caminando hacia él con sus
ojos de halcón fijos en él. Caelir tuvo
que combatir el deseo de retroceder
ante el Guardián de Tor Yvresse, tal era
el peso de su intimidación—. No me
gusta lo desconocido, Caelir —continuó
Eltharion—. Lo desconocido es
peligroso y se envuelve en el misterio
para hacer avanzar mejor su causa.
Siento un oscuro propósito en ti, pero
no puedo sondear qué peligro puede
presentar un joven inexperto como tú.
—¿Inexperto? Soy un guerrero y he
matado a nuestros enemigos antes de
ahora.
—¿Cómo lo sabes? No tienes
memoria.
—Yo… sólo sé que no soy enemigo
de Ulthuan —dijo Caelir.
—Ojalá pudiera estar seguro de eso,
pero no confío en ti.
—Entonces ¿confías en un
archimago de Saphery?
Eltharion se echó a reír, pero no
había ningún humor en su risa; era
simplemente un ladrido de diversión
producido por el descubrimiento de la
ignorancia de otro.
—Bien se podría uno fiar del mar o
de la fidelidad de una mujer.
—Pero Anurion el Verde me
refrenda.
—Así es, aunque tampoco él se fía
completamente de ti.
—¿Por qué crees que soy una
amenaza?
—No importa por qué lo creo,
simplemente es así. Alguien se tomó
muchas molestias para arrebatarte la
memoria y no puedo creer que lo
hicieran en beneficio de Ulthuan.
—Tal vez me robaron mis recuerdos
porque sabía algo beneficioso para
Ulthuan —apuntó Caelir.
—¿Por qué no te mataron entonces?
—No lo sé —respondió Caelir,
cansado de no tener respuestas con las
que explicarse—. ¡Todo lo que sé es que
soy un verdadero hijo de Ellyrion y
preferiría morir antes que dañar un solo
pelo de la cabeza de alguien de mi
especie!
Eltharion dio un paso adelante y
colocó las manos a cada lado de la
cabeza de Caelir, mirándolo
directamente a los ojos de una manera
que lo aterrorizó por su intensidad.
—Creo que piensas que estás
diciendo la verdad —dijo Eldiarion—.
Sólo el tiempo dirá si es suficiente.
—Estoy diciendo la verdad.
Eltharion retiró las manos y se
volvió cuando un poderoso chirrido
llegó desde más allá de la torre y un
poderoso batir de alas creó una
corriente de aire en la cámara. Los
pergaminos aletearon como hojas de
otoño esparcidas al viento.
Una sombra bloqueó de pronto la
luz de la abertura del techo. Caelir alzó
la cabeza, asombrado, y vio una
poderosa criatura alada atravesarla y
aterrizar grácilmente en los confines de
la torre. Su cabeza y cuartos delanteros
eran como los de una poderosa águila,
con su cabeza picuda y unas patas
terminadas en zarpas aterradoramente
musculosas. Tras las alas, el cuerpo de
la criatura era velludo y enormemente
poderoso, siendo los cuartos traseros
como los de un poderoso león. Su
pelaje era del color del cobre, con vetas
oscuras y manchas como se dice que
ocurre con los grandes gatos que
acechan en las junglas de Lustria y las
tierras del sur.
Caelir contempló asombrado cómo
el poderoso grifo recorría la torre, la
cabeza ladeada, mirándolo con ira.
—Ala de Tormenta —dijo Eltharion
a modo de presentación.
Caelir inclinó la cabeza ante la
poderosa bestia. La inteligencia que
brillaba en sus ojos saltaba a la vista.
—Es un honor.
Eltharion se volvió a recoger la silla
de montar del armazón de madera y
Caelir advirtió ahora que era
exactamente eso: una silla de montar.
El Guardián de Tor Yvresse colocó la
silla sobre la espalda del grifo.
—¿Os dirigís a la Torre Blanca? —le
preguntó.
—Así es —dijo Caelir, todavía
sorprendido por la magnífica criatura
que tenía delante.
—Entonces os permitiré que viajéis
a Saphery, pues os quiero fuera de mi
ciudad. Pero no viajaréis solos.
—¿No?
—Os pondré de camino con una
compañía de mis mejores montaraces
—dijo Eltharion—. Ellos os conducirán
por los caminos secretos de las
montañas y os escoltarán hasta la Torre
Blanca.
Caelir sonrió.
—Tienes todo mi agradecimiento,
mi señor.
Mientras Eltharion terminaba de
aprestar la compleja silla a Ala de
Tormenta, dijo:
—No lo hago como un favor hacia
ti, sino para asegurarme de que te
diriges allí donde dices que vas.
—Sigo dándote las gracias.
—Tu agradecimiento me resulta
irrelevante —le espetó Eltharion—.
Preséntate en la puerta oeste al
atardecer y no regreses, Caelir de
Ellyrion. No eres bienvenido en Tor
Yvresse.
8

Mientras el sol empezaba a ponerse, las


montañas proyectaban largas sombras
sobre Tor Yvresse y la ciudad parecía
aún más vacía que durante el día.
Cuando Caelir, Anurion y Kyrielle
salieron de la torre de Eltharion, una
sombría oscuridad, más palpable que la
tristeza que cubría la ciudad durante el
día, flotaba sobre el populacho.
Caelir alzó la cabeza cuando el
quejumbroso grito del grifo de
Eltharion resonó en las alturas de la
torre y vio al señor de la ciudad
sobrevolándola.
—No se fía de nadie, ¿eh? —
comentó Caelir mientras montaban en
sus caballos y se dirigían a la puerta
oeste.
—Pocos le han dado motivos para
hacerlo, Caelir —respondió Anurion—.
Cuando atacaron Tor Yvresse, las otras
ciudades estaban demasiado ocupadas
en sus propios problemas para enviar
ayuda. Para cuando la mayoría advirtió
la gravedad de lo que intentaba el
chamán goblin ya era demasiado tarde.
Eltharion tenía que detenerlos o
Ulthuan caería.
—Nos ha permitido atravesar las
montañas —dijo Kyrielle, urgiendo a su
montura para que alcanzara la de Caelir
—. Eso debe significar algo —tras ella,
los guardias que los acompañaban
desde el palacio de su padre cabalgaban
junto a Anurion. Su alivio por
marcharse de Tor Yvresse quedaba
claro incluso en la penumbra.
—Sólo que nos quiere lejos de su
ciudad —dijo Caelir.
—¿Te dio alguna indicación de
quién nos guiaría hasta Saphery? —
preguntó Anurion.
—Me dijo que sus montaraces nos
mostrarían un camino secreto a través
de las montañas.
Anurion asintió.
—Se dice que hay caminos a través
de las Annulii que ni siquiera conocen
los magos más sabios, pero nunca había
pensado en recorrerlos.
El sonido de los cascos de los
caballos resonaba en las calles vacías de
Tor Yvresse y apenas tardaron unos
minutos en llegar a la muralla oeste de
la ciudad que se alzó sobre ellas, sus
defensas no menos impresionantes por
el lado que daba a los Reinos Interiores
de Ulthuan que las que se encaraban al
mundo hostil.
Poderosas torres y colosales
bastiones se extendían a cada lado, pero
Caelir advirtió que estas defensas
servirían de muy poco si una gran
horda las atacaba, pues había muy
pocos guerreros atendiendo la muralla.
Sólo ahora quedó verdaderamente
clara la precaria naturaleza de Tor
Yvresse, cuando vio la poca gente que
permanecía con vida para defender la
ciudad. Las Islas Cambiantes protegían
la zona oriental de Ulthuan, y estaba
claro que Eldiarion confiaba en ellas
para mantener su ciudad a salvo, pues
tenía muy pocos guerreros para hacerlo.
Comprendiendo por fin buena parte
de la hostilidad del Guardián, Caelir
alzó la cabeza una vez más hacia la
silueta de Eltharion, que seguía
trazando círculos en el cielo, y dijo:
—Te deseo lo mejor, mi señor. Que
Isha te proteja.
Mientras esas palabras salían por su
boca, varias formas espectrales salieron
de las sombras y rodearon rápidamente
a la compañía. Llevaban yelmos cónicos
que les cubrían el rostro, hechos de
plata y bronce bruñidos, y capas oscuras
que los volvían casi invisibles a la luz
del crepúsculo.
Uno de los guerreros retiró su capa
para revelar el atuendo natural de los
montaraces, de aspecto duro y lobuno.
—Tenéis que seguirnos —dijo el
guerrero.
—¿Quiénes sois? —preguntó
Anurion.
—Somos los servidores del
Guardián —fue la respuesta—. Es todo
lo que necesitáis saber.
Sin decir otra palabra, el guerrero se
dio media vuelta y echó a andar en
dirección a la puerta de la ciudad, que
se abrió sin emitir ningún sonido
cuando se acercó a ella.
Caelir se inclinó hacia Kyrielle.
—Son muy habladores, estos
montaraces —le susurró al oído.
Su líder se volvió a mirarlo.
—Hablamos cuando tenemos algo
importante que decir. Los demás
podrían aprender de nosotros.
Caelir y Kyrielle se sorprendieron,
pues pensaban que el montaraz estaba
lejos para oír lo que decían. Ella sonrió
nerviosa y Caelir se encogió de hombros
mientras cabalgaba hacia el montaraz.
Junto con la guardia montada,
atravesaron la puerta y bajaron por el
camino de una de las nueve colinas de
Tor Yvresse, que trazaba suaves curvas
hacia las Annulii.
—¿Es aconsejable internarnos de
noche en las montañas? —preguntó
Kyrielle.
El montaraz asintió y Caelir notó
que estas discusiones le parecían
cansinas.
—Seremos vuestros ojos, y hay
algunos caminos que sólo pueden
seguirse en la oscuridad.
Caelir ya sabía que la habilidad de
los montaraces de Eltharion sólo era
superada por la de los sombríos de
Nagarythe, pues sabía que habían
observado su aproximación a Tor
Yvresse sin mostrarse ni una sola vez.
Incluso así, la idea de dirigir en la
oscuridad una compañía semejante
parecía una muestra excesiva de orgullo
desmedido.
Un leve brillo permeaba la noche, la
aurora de la magia cruda barría las
montañas, y cuanto más avanzaban,
más fuerte se volvía su regusto.
El viaje los llevó a lo largo de
senderos serpenteantes que, cuando
ascendían, no parecían acercarlos más a
las montañas. Aunque la oscuridad
había caído sobre el mundo, una bruma
de energía mágica flotaba sobre los
árboles y el suelo, como una leve capa
de nieve, y Caelir pudo sentir el poder
que residía en cada fragmento de
Ulthuan como si brotara de las mismas
rocas.
Tor Yvresse quedó atrás, las luces
de sus torres y mansiones cerradas eran
un faro aislado y solitario en la
oscuridad.
—¿Cuánto debemos seguir
cabalgando? —preguntó Anurion—.
Lord Eltharion dijo que nos mostraríais
un paso a través de las montañas.
—Y eso haremos —respondió el
montaraz sin nombre—. Sed pacientes.
Por fin, los montaraces los llevaron
hasta un estrecho desfiladero entre dos
colmillos de roca que descendía hacia
una oscura hondonada donde se alzaba
una piedra brillante en la confluencia
de tres arroyos borboteantes. Dibujos
de espirales y antiguas runas gastadas
habían sido tallados en la roca, y Caelir
pudo ver la imagen de un portal
dibujada contra un acantilado lejano.
Anurion y Kyrielle se quedaron
boquiabiertos mientras seguían a los
montaraces a la hondonada, e incluso
Caelir pudo sentir las reservas de magia
que se congregaban en este sitio.
—Una piedra de vigilancia… —dijo
Anurion.
Kyrielle le había hablado a Caelir de
las piedras de vigilancia, poderosos
menhires que cruzaban Ulthuan de una
costa a otra y dirigían la energía del
vórtice contenido dentro de las Annulii
hacia la Isla de los Muertos con líneas
de energía mágica.
Muchos de los magos de la isla
construían sus hogares sobre estas
líneas, y grandes túmulos dedicados a
los muertos se erigían en los puntos
auspiciosos donde las líneas se
cruzaban. Las almas de los muertos
Quedaban así eternamente unidas a
Ulthuan para que pudieran proteger la
tierra que amaban y escaparan a la
terrible perspectiva de ser devoradas
por los dioses del Caos.
En otros reinos, estas piedras de
vigilancia cruzaban el paisaje tejiendo
una red de diseño místico, pero en
Yvresse su emplazamiento era un
secreto bien guardado. Después de la
catástrofe de la invasión del rey goblin,
los geománticos de Saphery habían
adivinado en qué otro sitio podrían
levantar las piedras caídas para realizar
la función para la que habían sido
erigidas, y las colocaron en lugares
ocultos donde no pudiera descubrirlas
nadie más que aquellos que conocían
los caminos secretos.
Los montaraces los condujeron a la
base de la hondonada y esperaron hasta
que todos llegaron al fondo antes de
arrodillarse ante la piedra y entonar
una extraña melodía. Caelir desconocía
las palabras, pero las místicas cadencias
no sonaban extrañas en su alma. Cada
palabra se deslizaba a través de la
oscuridad y el paisaje de alrededor
respondía, los Árboles suspiraban y las
rocas se sacudían de su sueño al oír
semejante belleza.
Caelir contempló a los montaraces
con una mezcla de asombro y temor
mientras sentía que el mundo a su
alrededor… cambiaba, como si el
paisaje se agitara bajos los cascos de sus
caballos en respuesta a la canción.
Al mirar al cielo nocturno, pudo ver
que las estrellas se desplegaban ante él y
su luz ondulaba en el cielo a través de
la neblina mística que llegaba de las
montañas.
Devolvió su atención a los
montaraces y su extraño cántico
mientras una bruma resplandeciente se
acumulaba en los bordes de la cuenca y
resbalaba por la pendiente hacia ellos.
—¿Anurion? —preguntó—. ¿Qué
está pasando?
—Guarda silencio —dijo el
archimago—. No los molestes. Están
llamando al poder de la piedra de
vigilancia y podría ser peligroso
interrumpir.
La bruma llenó ahora la cuenca y
Caelir sintió su fría caricia mientras se
alzaba a su alrededor. Los caballos
relincharon de temor cuando extrañas
formas aparecieron en la bruma, elfos
regresados de la muerte e imágenes
fragmentarias de tiempos y épocas aún
desconocidas para los vivos.
La bruma se congregó a su
alrededor, enroscándose como un ser
vivo, abriéndose paso por sus cuerpos y
cubriéndolos con un abrazo húmedo y
pegajoso.
Caelir perdió de vista a sus
acompañantes, la visión bloqueada por
la densa bruma. Un miedo helado se
deslizó por sus venas y se volvió en la
silla cuando, de pronto, se sintió muy
solo; saberse aislado era aún más
aterrador que las ominosas formas que
vagaban más allá de su visión.
—¿Kyrielle? ¿Anurion?
El leve contorno de algo oscuro se
movió a través de la bruma, y Caelir
echó mano a la espada mientras se
aproximaba, decidido a que ningún
espíritu lo tomara.
Se quedó sin respiración cuando la
figura se mostró y vio que era uno de
los montaraces de Eltharion, los ojos
oscuros chispeando de magia.
El montaraz extendió la mano para
tomar las riendas de su caballo y, en
silencio, Caelir permitió que el guerrero
guiara su montura, sintiendo que
hablar ahora sería enormemente
peligroso.
Mientras el montaraz llevaba su
caballo hacia el acantilado, el silencio
continuó, e incluso el sonido de los
cascos sobre la roca quedó apagado por
la sofocante manta de bruma. Caelir vio
el acantilado de blanca roca ante él,
pero donde antes no había más que la
imagen de un portal, ahora éste
permanecía abierto, negro y terrible.
Siniestros gemidos y una ráfaga de
aire caliente y vibrante surgieron del
portal, cargados de poderosa energía, y
Caelir no sintió más que terror ante la
idea de aventurarse a través de aquella
temible abertura.
—¿Adónde conduce? —dijo. Cada
palabra le suponía un esfuerzo.
—Al río de magia —respondió el
montaraz.

***
Más allá del portal había oscuridad,
pero no una oscuridad carente de
maravillas, sino llena de magia y de
milagros. En cuanto el montaraz hizo
pasar a Caelir, sus sentidos fueron
asaltados por un peso grande y terrible,
cosas monstruosamente poderosas que
acechaban al borde de la percepción.
No podía ver nada, pero el poder
que habitaba en este lugar suministró el
combustible y su imaginación las
herramientas para crear todo tipo de
terrores y paisajes de pesadilla ante él.
La oscuridad se retiraba ante un
potencial tan nuevo: enormes
extensiones de montañas oscuras
dominadas por brillantes torres de
carne roja, espadas y lanzas sobre
grandes cabalgaduras, poderosos
ejércitos destruyéndose unos a otros en
un campo de flores azules y mil visiones
más, cada una más vivida y extraña que
la anterior.
No veía ni rastro de sus
compañeros, y los pasos de su caballo
eran mecánicos y automáticos, como si
caminara por un reino de pesadilla de
infinito potencial. El animal tenía las
orejas echadas hacia atrás, asustado,
pero no podía decir si veía las mismas
cosas que él o si creaba su propia
realidad distorsionada.
Su camino lo llevó a lo largo de la
ribera de un gran río, lleno no de agua,
sino de cadáveres. Un millón de
cadáveres, hinchados y apestosos,
pasaron flotando ante él, sus rostros a la
vez familiares y desconocidos. Caelir
retrocedió cuando el hedor de los
muertos lo asaltó, pues la visión de
tantos cuerpos era nauseabunda e
insoportable.
El río desapareció cuando el poder
de la magia a su alrededor sondeaba las
profundidades de su mente en busca de
otras cosas que hacer reales. Un frío
viento había penetrado su carne y le
helaba los huesos y ana cabalgata de
torturas desfiló ante él, aunque no eran
desmembramientos sangrientos, sino
placeres sensuales diseñados para
quebrar el espíritu desde dentro,
degradaciones y humillaciones
amontonadas unas sobre otras hasta
que el alma ya no podía soportar más.
Caelir cerró los ojos y suplicó que
las visiones convocadas en su mente por
el poder de la magia que recorría las
montañas desaparecieran, pero esa
magia era burda y elemental, carente de
conciencia y piedad, y las visiones no
remitieron ni se retiraron.
No pudo decir cuánto tiempo
permaneció bajo las montañas, un
momento o una eternidad. En este
lugar de magia no existía el tiempo, no
había dimensiones ni sentido de lugar
en el mundo. Aparecieron rostros, elfos
de ambos sexos; lugares, altas ciudades
de torres blancas y una odiosa ciudad
oscura de grandes torres de hierro que
resonaban con los terribles sonidos de
gritos y el martilleo de la industria.
Ardían fuegos en esa ciudad, y algo
en esta última visión poseía una chispa
de verdad que las otras no tenían, y
Caelir concentró su atención en las
llamas rampantes y los chirridos de un
gran monstruo invisible. Vislumbró
motas blancas entre la oscuridad, y su
corazón dio un brinco al ver a los
guardianes montados en brillantes
corceles de Ellyrion esparciendo
destrucción por la ciudad oscura,
derribando lo que los señores del mal
habían construido.
¿Era un recuerdo o una fantasía
rescatada de los sueños de la infancia?
Luchó por aferrarse a esta última
imagen, la atención fija en dos jinetes,
uno a lomos de un brillante corcel
negro, el otro en uno gris. Eran
dolorosamente familiares, pero antes de
poder hacer algo más que advertir su
presencia, sintió que el poder de las
visiones se difuminaba y tuvo la
poderosa sensación de haber emergido
de las revueltas aguas del río más
poderoso imaginable.
Caelir tomó grandes bocanadas de
aire mientras jirones de magia pura
escapaban de su mente y la oscuridad
de la montaña volvía a hacer acto de
presencia. La realidad se posó a su
alrededor con los sonidos del camino y
de los arneses, los jadeos de sus
compañeros y el golpeteo de los cascos
de los caballos sobre la roca.
—Ahora, enséñame… —dijo,
volviéndose en la silla para mirar hacia
atrás, aunque el instinto le decía que
ese término no tenía significado en este
conducto de magia bajo las montañas.
—¿Mostrarte qué? —preguntó
Anurion, que cabalgaba tras él y parecía
entusiasmado por haber experimentado
energías tan primarias y vivido para
contarlo.
Caelir negó con la cabeza, pues el
significado de la visión se borraba ya de
su mente como si le hubieran echado
encima una manta sofocante.
—No lo sé. Me pareció ver algo
familiar, pero ha desaparecido. No lo
recuerdo.
Se volvió y vio que el montaraz
todavía guiaba su caballo, ajeno o ileso
ante las pesadillas que acababan de
sufrir y que ya no le afectaban.
El grupo siguió un estrecho pasadizo
en la montaña. Un cálido brillo amarillo
llegaba de algún lugar en las alturas y
aclaró las últimas telarañas que
revolvían los pensamientos de Caelir
después del viaje a través de la
oscuridad.
La roca del estrecho pasadizo
brillaba con lo que al principio
consideró que era humedad, pero al
tocarlo resultó ser un residuo de magia
parecido al rocío. Titilantes perlas de
luz se le quedaron pegadas en los
dedos, y sonrió al advertir que debían
estar cerca de Saphery. Los horrores
liberados en su mente sólo unos
momentos antes quedaron ahora
olvidados.
Caelir salió a la brillante luz del sol,
y tuvo que protegerse los ojos cuando el
montaraz lo condujo hasta un gran
saliente de roca. El olor del aire era
dulce y grupos de árboles verdes crecían
alrededor, radiantes bajo el cielo de
verano.
Kyrielle esperaba a caballo al borde
de la llanura, las mejillas arreboladas
por el placer de ver de nuevo su patria.
Los guardias montados de su padre
estaban por allí cerca y sus rostros
sonreían de expectación, tal era la
alegría de regresar a casa.
Un sendero flanqueado por
peñascos bajaba de las montañas,
conduciendo a una tierra fértil de
campos dorados y serpenteantes ríos
azules. Caelir miró por encima de su
hombro y vio la mole de las Montañas
Annulii alzarse sobre él, sus picos
titilantes bañados en una bruma de
magia.
—¿Ya hemos cruzado las montañas?
—preguntó, sorprendido por haber
cubierto aquella distancia en un abrir y
cerrar de ojos. Su viaje había
comenzado en la oscuridad, pero aquí
había amanecido ya, aunque parecía
que sólo habían pasado unos momentos
desde que dejaron el hueco de la piedra
de vigilancia.
—Así es —respondió el montaraz
que les había hablado por primera vez
en Tor Yvresse.
—¿Cómo? —inquirió Caelir—. Un
viaje como éste nos habría llevado
varios días.
—Lord Eltharion deseaba que
llegarais antes a Saphery —le informó él
montaraz, alzando el brazo y señalando
a la izquierda de Caelir—. Y la Torre
Blanca espera.
Caelir siguió la indicación del
montaraz y sus ojos se abrieron de par
en par cuando vio la Torre de Hoeth
extendiéndose media milla hacia el
cielo, una afilada aguja blanca de piedra
que se erguía, rodeada de luz. Aunque
el sol aún no había alcanzado su cénit,
el brillo de la torre superaba su
esplendor.
—Espero por tu bien que de verdad
busques conocimiento —dijo el
montaraz, posando una mano sobre el
brazo de Caelir y mirando hacia la
torre. Aunque el yelmo le ocultaba gran
parte del rostro, Caelir vio que su
expresión de preocupación era sincera.
—¿Qué quieres decir?
—La Torre Blanca es implacable con
aquellos que a sabiendas se acercan con
engaño en el corazón o que buscan el
poder para sí mismos.
—Agradezco la advertencia, pero le
dije la verdad a lord Eltharion.
El montaraz asintió y le soltó el
brazo.
—Te deseo buena suerte, Caelir de
Ellyrion.
—¡Vamos! —llamó Kyrielle—.
¡Venga! Ya no tardaremos mucho en
llegar a la torre.
—Sí, vamos, muchacho —dijo
Anurion, y las alas de su pegaso se
desplegaron con ansiedad por elevarse
en el aire—. No nos retrasemos ahora
que casi hemos llegado.
Caelir sonrió, divertido ante la
electrizante energía que empujaba a los
nativos de Saphery ahora que habían
regresado a su tierra. ¿Produciría en su
corazón un arrebato similar de
entusiasmo contagioso regresar a
Ellyrion?
Eso esperaba.
Caelir vio a Kyrielle galopar camino
abajo y a Anurion elevarse en el aire
mientras los guardias seguían a la hija
del archimago.
Se volvió para dar las gracias al
montaraz por traerlos hasta aquí tan
rápidamente, pero sus palabras
murieron cuando vio que se habían
desvanecido y el hueco en la roca por
donde habían llegado había
desaparecido.
Un frío viento soplaba desde los
altos picos, y Caelir se arrebujó en su
capa al sentir el hálito de la antigua
magia, más poderosa que nada que
existiera en el mundo, cubrirlo como el
aliento de un terrible monstruo
dormido que hubiera quedado
prisionero por los oropeles olvidados de
una era lejana.
Caelir dejó atrás la montaña, ahora
siniestra, muy consciente de que estaba
solo en esta tierra extraña, y cabalgó
sendero abajo tras Kyrielle y su escolta
de soldados.
La Torre de Hoeth se alzaba ante él,
inhóspita y fría, y Caelir se preguntó
qué destino le esperaba dentro de sus
muros.
No se volvió a mirar las montañas
mientras cabalgaba, ansioso por
considerarse a salvo por la presencia de
aquellos que llamaban hogar a esta
tierra.
Sí, Ulthuan era una isla encantada,
llena de maravillas y milagros, pero de
vez en cuando enseñaba a aquellos que
la habitaban que la magia era la fuerza
más peligrosa del mundo.
Era una lección que Caelir juró no
olvidar.
***
Cairn Auriel era el nombre de la bahía,
y Eldain no pudo recordar una visión
más hermosa cuando la afilada proa del
Señor de los Dragones hendió las claras
aguas de la tarde al dirigirse hacia ella.
Junto con Rhianna, se encontraba en la
proa del velero. Dejaron atrás la luz
encendida de un faro de plata que
iluminaba la bahía natural entre los
grandes acantilados de la costa
occidental de Saphery.
Estructuras hermosas y simples
rodeaban una bahía natural de arena
clara: torres blancas, cúpulas doradas y
columnatas artísticamente colocadas de
manera ordenada y elegante alrededor
del perímetro de los acantilados. Risa y
música flotaban en la oscuridad y
Eldain sintió que su corazón cantaba en
respuesta a los sonidos de la vida y la
alegría. Rodeó a Rhianna con los brazos
y la atrajo hacia sí.
—Había olvidado cuánto echaba de
menos Saphery —dijo—. Ha pasado
demasiado tiempo desde la última vez
que vine aquí.
—Siempre hemos sido bienvenidos
a las posesiones de mi padre —contestó
Rhianna.
—Lo sé, pero después de la
expedición a Naggaroth…
Rhianna le devolvió el abrazo y él
sintió como si el gran peso de culpa de
sus hombros pudiera ser retirado algún
día por la magia sanadora de Ulthuan y
el amor de esta maravillosa compañera
que tenía a su lado.
—Me alegraré de poner los pies en
tierra firme —dijo Rhianna—. Aunque
siento la magia por todo Ulthuan, la
siento con más fuerza en Saphery.
Eldain sonrió ante su entusiasmo y
volvió la cabeza para llamar al capitán
Bellaeir.
—Gracias, capitán. Nos has traído a
salvo.
Sentado al timón del barco, bajo
una linterna encendida, Bellaeir saludó
con la cabeza y continuó pilotando el
navío.
A medida que se fueron acercando,
Eldain se maravilló por la construcción
de los edificios de la bahía, sus
estrechos embarcaderos de mármol se
proyectaban y flotaban por encima de la
lisa superficie del agua. Ahora que sabía
dónde buscarla, vio el ondular de la
magia alrededor del asentamiento,
aferrada a las altas torres de vigilancia,
titilando sobre las plácidas aguas y
llevándoles el sonido de sus habitantes.
La tripulación del velero se dispuso
a preparar la maniobra de llevar el
barco a la bahía, pero sus esfuerzos
fueron innecesarios, pues las corrientes
mágicas lo atraían con certeza y lo
hicieron detenerse suavemente junto a
uno de los embarcaderos.
Riendo, la tripulación desembarcó y
amarraron el barco a norays de plata,
aunque Eldain sospechó que el barco
permanecería exactamente donde
estaba sin aquellas maromas. Se volvió
para recuperar sus pertenencias y vio a
Yvraine levantarse de su posición en el
centro de la cubierta y saludar al
capitán antes de pasar limpiamente al
muelle sin que su espada la molestara
en lo más mínimo.
Eldain se maravilló de la fluidez de
sus movimientos, sabiendo que, salvo a
caballo, nunca podía igualar su gracia
preternatural. Desde que pasaron junto
a la Isla de los Muertos, la maestra de la
espada se mantuvo apartada, sus
silencios rotos solamente por alguna
afirmación ocasional de que se
encontraba bien.
Ahora que volvía a pisar de nuevo
Saphery, Eldain pudo ver que en su
espíritu vibraba un ánimo que no había
visto en ella desde que la conoció.
—Alguien se alegra de volver —le
señaló a Rhianna cuando se reunió con
él.
Ella alzó la mirada con una sonrisa
indulgente y dijo:
—Comprendo cómo se siente.
Imagina cómo te sentirás tú cuando
regreses a Ellyrion.
—Cierto. Aunque Saphery no es
Ellyrion, será bueno volver a montar a
Lotharin. Las lisas aguas del Mar
Interior no pueden compararse con
cabalgar un buen corcel de Ellyrion.
Mientras recogía sus últimas
pertenencias, la tripulación instaló una
rampa desde la borda del Señor de los
Dragones hasta el muelle, y Eldain bajó
a la bodega donde sus caballos habían
pasado la mayor del viaje por mar.
Lotharin salió el primero de la
bodega, su negra piel brillando a la luz
del faro, seguido del caballo de
Rhianna, Orsien, una hermosa jaca
plateada de Saphery de flancos picazos
y una inteligencia arrogante en sus
claros ojos verdes. Tras estos dos
magníficos animales salió Irenya, una
yegua parda que había pertenecido a
una de las servidoras de Ellyr-charoi,
pero que se quedó sin jinete cuando
ésta pereció en la misma expedición
donde murió Caelir. Yvraine había
montado a Irenya desde la mansión de
Eldain, y aunque la maestra de la
espada no había disfrutado cabalgando
hasta Tor Elyr, al caballo le gustó la
oportunidad de llevar una vez más a un
jinete.
Eldain dejó que su caballo lo
mordisqueara y le pasó las manos por el
cuello, le susurró al oído y le habló de
un modo desconocido más allá de las
llanuras de Ellyrion. El caballo relinchó
nervioso y Eldain se rio ante su placer
por llevarlo el resto del viaje.
Sacó a Lotharin y a Irenya del Señor
de los Dragones, alegre por tierra firme
bajo él, aunque estuviera mantenido
por la magia. Rhianna guio a Orsien, y
cuando terminaron de desembarcar
monturas y pertenencias, Eldain vio a
Bellaeir acercarse desde la popa del
barco.
—Lord Eldain, ¿deseas que espere
vuestro regreso? —preguntó el capitán.
—Sí —respondió Eldain—, aunque
no puedo decir cuánto nos quedaremos
en Saphery.
Bellaeir se encogió de hombros.
—Podemos descansar en Cairn
Auriel durante un tiempo, mi señor. No
se nos requiere en la concentración de
Lothern, pues un barco del tamaño del
Señor de los Dragones sería de poca
utilidad en la batalla.
—Os enviaré noticias cuando
nuestra situación esté más clara, capitán
—dijo Eldain—. Mientras tanto, la paga
está en la casa de contabilidad, podéis
alojaros y tomar lo que se os deba hasta
que regresemos.
—Eso será muy satisfactorio, mi
señor —dijo Bellaeir con una sonrisa—.
Si buscáis alojamiento para la noche, no
hay nada mejor que la Luz de
Korhadris. La comida es abundante y
los vinos son de las mejores cosechas
conocidas del mundo élfico.
Eldain le dio las gracias al capitán y
se volvió, siguiendo a su caballo
mientras se dirigía a la ciudad costera
de Cairn Auriel. Alcanzó a Rhianna y
Yvraine, que lo esperaban al final del
embarcadero.
Con el brillo del faro tras él, vio una
distante lanza de luz blanca en el
horizonte.
—Creía que la Torre de Hoeth era
difícil de encontrar —comentó Eldain.
—No sabes lo equivocado que estás
—replicó Yvraine.

***
La recomendación del capitán Bellaeir
de que se hospedaran en la Luz de
Korhadris resultó ser una buena idea,
pues la bienvenida fue calurosa y el
menú extenso. Situada entre blancos
acantilados, Cairn Auriel fe extendía
hacia el interior con calles que
irradiaban desde la bahía en forma de
herradura, desplegándose en abanico
por las pendientes de la costa hacia la
propia tierra de Saphery.
El propietario del establecimiento
era un jovial elfo de edad avanzada que
les dio la bienvenida e inmediatamente
se puso a su servicio con total entrega.
El interior de la hostería era elegante,
aunque un poco ostentosa para los
gustos de Eldain, y al parecer era típica
de las costumbres sapherianas.
Había presentes pocos huéspedes
más y no hicieron ningún esfuerzo por
entablar conversación con los viajeros
bien vestidos que vieron en las otras
mesas. Globos de suave luz mágica
flotaban en el aire, proyectando una luz
cálida y hogareña por las zonas
públicas, y Eldain sintió que la piel le
cosquilleaba con la presencia de tanta
magia.
—¿No es un poco frívolo emplear la
magia para cosas tan mundanas como la
iluminación? —preguntó.
Rhianna se echó a reír.
—Ahora estás en Saphery, Eldain.
La magia está siempre presente a tu
alrededor.
—Supongo —adquirió él—. Había
olvidado lo diferente que es tu tierra de
la mía.
—Bueno, ahora estamos aquí y es
bueno estar de vuelta. ¿No estás de
acuerdo, Yvraine?
La maestra de la espada estaba
sentada un poco apartada de ellos, lo
bastante cerca para estar en su
compañía, pero lo suficientemente
separada como para parecer distante.
Eldain advirtió que Yvraine tenía el
mismo aspecto revitalizado que podía
ver en los ojos de Rhianna, y no se
sorprendió al oír un tono de
expectación en su voz cuando habló.
—Sí, es bueno estar en casa.
Aunque estaré más feliz cuando
lleguemos a la Torre Blanca.
—¿A qué distancia está de aquí? —
preguntó Eldain.
—Eso depende —respondió
Yvraine.
—¿Depende? ¿De qué?
—De si la torre nos considera
dignos de acercarnos a ella.
—Creí que nos había invitado el
padre de Rhianna.
—Así es —asintió ésta—, pero los
conjuros mágicos que protegen la torre
no relajarán la guardia por algo tan
prosaico como una invitación. Sólo el
verdadero buscador de conocimiento
puede acercarse con seguridad a la
torre.
—Esos conjuros… —dijo Eldain—,
¿qué son?
—Hechizos creados en la época de
Bel-Korhadris, el constructor de la
torre. Un laberinto de ilusiones y
trampas mágicas que atrapan a los que
vienen buscando poder o cuyos
corazones están envenenados por el
mal.
Eldain se agitó incómodo en su silla.
—¿Y qué le pasa a esa gente? —
preguntó.
Yvraine se encogió de hombros.
—Algunos descubren que no
importa en qué dirección caminen, sus
pasos siempre los llevarán lejos de la
torre.
—¿Y a los demás?
—Hay otros a los que nunca se les
vuelve a ver.
—¿Mueren?
—No creo que ni siquiera los
señores del conocimiento lo sepan con
certeza, pero parece probable.
Eldain sintió una opresión en el
pecho al pensar en Caelir, y se preguntó
si la Torre Blanca encontraría un punto
negro en su corazón y si lo juzgaría
duramente cuando llegara el momento.
Sin duda, encontrar el amor, no
importaba cómo fuera obtenido, no
podría ser considerada como algo
maligno. Miró a Rhianna y sonrió,
disfrutando del juego de sombras que
las luces mágicas dibujaban sobre sus
hermosos rasgos.
Al sentir su escrutinio, ella se volvió
a mirarlo y le devolvió la sonrisa. Él le
cogió la mano mientras el hostero
regresaba con platos de pescado de piel
plateada, verduras humeantes y una
jarra de vino fuerte y aromático.
Le dieron las gracias con una
sonrisa y comieron en silencio,
disfrutando de la atmósfera hogareña y
la sensación común a todos los viajeros
que disfrutan de la compañía mutua en
lugares desconocidos y excitantes.
Al terminar la comida, Yvraine se
excusó y se retiró a meditar y completar
su régimen diario de ejercicios
marciales. Cuando se marchó, Eldain y
Rhianna subieron las escaleras hasta el
piso superior del establecimiento,
donde estaban situados sus aposentos.
Una brisa perfumada entraba en la
habitación, haciendo ondular las
cortinas finas como telarañas y trayendo
consigo el aroma salado del mar.
Juntos, salieron a un elegante balcón
construido con madera de sauce que
asomaba a la bahía.
Mientras se dirigían a la barandilla,
el brazo de Rhianna se deslizó de
manera natural en el de Eldain, y
juntos bebieron el vino mientras
contemplaban la paz del océano.
Como un gran espejo negro, las
aguas reflejaban las estrellas del cielo y
una imagen perfecta del firmamento se
extendía ante ellos como un tejido de
terciopelo salpicado con polvo de
diamantes.
Unos cuantos barcos surcaban las
aguas, las luces de guía que
resplandecían en sus mástiles y
mascarones de proa eran los únicos
signos de su paso por el mar. Las luces
de Cairn Auriel se unían en una red
dorada como si por las calles corriera un
río de fuego derretido, y a Eldain la
escena le pareció insoportablemente
hermosa.
La sensación de felicidad que
experimentaba mientras contemplaba el
océano fue un bálsamo reparador para
su alma, y las preocupaciones que había
sentido relajarse desde su partida de
Ellyr-charoi ahora parecían pertenecer a
otra persona.
—¿Y si no regresáramos nunca? —
preguntó de pronto.
—¿Qué? ¿No regresar nunca
adonde? —dijo Rhianna.
—A Ellyr-charoi. Tú misma lo
dijiste: hemos estado encerrados allí
demasiado tiempo. Un gran pesar flota
allí, demasiado grande para que lo
soportemos mucho más tiempo, creo. Si
nos quedamos allí, nosotros mismos nos
convertiremos en fantasmas.
Rhianna lo miró y él pudo ver que
la idea la atraía.
—¿De verdad lo dices en serio? ¿Te
marcharías?
—Por ti, lo haría. Desde que
iniciamos el viaje a Saphery, he sentido
que las preocupaciones de los últimos
años quedaban atrás, y me he dado
cuenta de que mi pena te estaba
arrastrando conmigo. Si queremos
empezar a vivir nuestras vidas, creo que
debe ser lejos de Ellyr-charoi.
—¿Adónde iríamos?
—A donde tú quieras —prometió
Eldain—. Eataine, Saphery, Avelorn…
Cualquier sitio donde pudiéramos
empezar de nuevo, tú, yo, y… quién
sabe, quizá incluso una familia.
—¿Una familia? —exclamó
Rhianna, y las lágrimas se acumularon
en la comisura de sus ojos—.
¿Nosotros?
—Sí. Si Isha lo desea.
Rhianna enterró la cabeza en el
hombro de Eldain y él pudo oírla llorar
en voz queda, pero al contrario que las
lágrimas que había vertido en Ellyr-
charoi, éstas eran lágrimas de alegría.
—No sabes cuánto tiempo hace que
deseo oírte decir esas palabras, Eldain
—dijo Rhianna—. No me atrevía a
esperar que nuestras vidas pudieran
rehacerse a la sombra de Caelir.
Él sonrió y la atrajo hacia sí, sin
sentir dolor por la mención de su
hermano muerto, ningún respingo ni
ninguna oleada de negra culpa,
simplemente el reconocimiento de que
su hermano ya no estaba y que Rhianna
era ahora suya.
—Lo sé, y por eso lo siento de veras.
Creo que un resabio de la Tierra del
Frío se quedó en mi corazón desde que
regresé de la incursión contra los
druchii. Me envenenó, pero ahora ya
ha desaparecido, mi amor. Ahora soy
tuyo, en cuerpo y alma.
En un mudo acuerdo, apuraron el
vino y se retiraron del balcón al
dormitorio. A la pálida luminiscencia
de la luz mágica, se desnudaron y se
deslizaron bajo las sábanas de seda con
la excitación de nuevos amantes a
punto de descubrir placeres nuevos.
La luz de las estrellas entraba por el
balcón, rielando en su piel y bañando
su amor de pura luz de plata.
Exploraron la carne del otro como si
fuera un país sin descubrir,
aprendiendo más uno del otro en una
noche que en los años transcurridos
desde que se conocían.
La magia de su unión se vertió al
aire de Saphery y éste, a su vez,
devolvió sus pasiones, mientras los
vientos mágicos soplaban y danzaban
alrededor de la habitación y las suaves
luces que flotaban sobre la cama ardían
como fuego incandescente.
Rieron y gimieron juntos y Rhianna
se agarró con fuerza a Eldain, y
finalmente yacieron el uno en brazos
del otro, amantes, amigos y, por fin,
devotos esposa y esposo.
Mientras el mundo giraba y la luz
de las estrellas daba paso al amanecer,
Eldain despertó con una sonrisa en el
rostro, el cuerpo cantando con la
promesa de grandes cosas por venir.
9

Cogidos de la mano, Eldain y Rhianna


bajaron las escaleras para encontrarse
con Yvraine, que los esperaba en la
mesa del desayuno. La maestra de la
espada sonrió al verlos.
—Ambos parecéis… relajados —
dijo.
—Estoy relajado —respondió
Eldain, y se sentó junto a Yvraine y
cortó varias rebanadas de pan de una
hogaza recién horneada—. Me siento
más vivo que nunca antes. ¿Cómo te
encuentras esta mañana? ¿Conseguiste
meditar bien ahora que has vuelto a
tierra firme?
—Sí —asintió Yvraine. Miró a
Rhianna y se ruborizó al comprender la
naturaleza de su recién hallada
felicidad—. Dormí muy bien.
Eldain le pasó un plato de pan a
Rhianna y engulló un puñado de dulces
de miel antes de apurar un vaso de
zumo fresco de aolym. Saciado su
apetito, se dirigió a los establos donde
sus caballos habían pasado la noche, y
se sintió complacido al descubrir que el
caballerizo conocía su oficio y que los
animales habían sido bien tratados.
Todos habían sido cepillados y
alimentados con buen grano de Saphery
imbuido con la magia de la propia
tierra. Aunque un palafrenero de
Ellyrion habría sacado ya a pasear a los
caballos, Eldain se hallaba de
demasiado buen humor para encontrar
defectos a los cuidados que habían
recibido sus monturas.
Le dio las gracias al caballerizo y
sacó a pasear a los caballos,
permitiéndoles sacudirse el sopor de la
noche y prepararse para el viaje que les
esperaba. Si lo que Yvraine decía era
verdad, y no tenía ningún motivo para
dudar de ella, entonces podía pasar un
tiempo indeterminado antes de llegar a
la Torre Blanca.
Cuando los caballos se
desembarazaron del letargo de la noche
y estuvieron preparados para los
ejercicios del día, Eldain pudo notar la
expectación que sentían ante la
perspectiva de explorar Saphery y los
llevó a la puerta de la Luz de Korhadris.
Las calles de Cairn Auriel estaban
llenas de gente y varios transeúntes se
detuvieron a admirar a los caballos.
Eldain pasó unos instantes agradables
conversando con cada persona que
comentaba la belleza de los corceles de
Ellyrion, charlas que habría considerado
intolerables hacía tan sólo unas pocas
semanas.
Yvraine y Rhianna salieron de la
hostería con aspecto descansado y
ansiosas por continuar el viaje.
Montaron sus caballos y Eldain
comprobó el trabajo del caballerizo una
vez más antes de montar a lomos de
Lotharin.
Se volvió hacia Yvraine y dijo:
—Éste es tu país, dama Hoja de
Halcón. Guíanos.
La maestra de la espada señaló un
camino que subía serpenteando por los
acantilados entre altos enrejados de oro
y plata llenos de flores de verano.
—Por ahí —dijo—. Cuando
lleguemos a lo alto del acantilado,
podremos ver la Torre Blanca.
Cabalgaremos hacia ella, y si somos
bienvenidos deberíamos llegar esta
tarde.
—Entonces esperemos ser
bienvenidos —repuso Eldain, arreando
a Lotharin con una suave presión de las
rodillas—. ¿Buscadores de la verdad,
dijiste?
Yvraine asintió.
—Si quieres ser un verdadero
buscador de la verdad, es necesario que
al menos una vez en la vida hayas
experimentado la duda.
—Oh, de eso tengo de sobras —
reconoció Eldain.
Pronto los edificios blancos del
asentamiento costero quedaron atrás y
se internaron en el camino que escalaba
los acantilados hacia las tierras llanas de
Saphery. Otros caballos se habrían
asustado de la escalada, pero para los
sementales de Ellyrion no fue más
ardua que un camino recto.
A mirad del trayecto, Eldain se
volvió a mirar la población que quedaba
atrás, saboreando la mareante sensación
de altura. El camino apenas era lo
bastante ancho para que pasara su
caballo, y una caída a pico de varias
docenas de metros lo esperaba si
tropezaba, pero Eldain no temía que
Lotharin perdiera pie.
Rhianna parecía bastante cómoda,
pero Yvraine se agarraba al caballo con
todas sus fuerzas, la cara pálida y los
nudillos blancos mientras sujetaba
aterrada las tiendas de Irenya.
—No la sujetes tan fuerte, dama
Hoja de Halcón —dijo Eldain—. Deja
que Irenya camine a su aire. No
intentes guiarla.
—Es más fácil decirlo que hacerlo —
respondió Yvraine, sin dejar de mirar el
acantilado—. Ya os lo dije, prefiero
confiar en mis dos pies.
—Cabalgas una yegua de Ellyrion,
dama Hoja de Halcón. Preferiría tener
encima a un druchii que permitir que te
caigas.
—Acepto tu palabra, pero no me
gustan las alturas.
—No pasará nada —le aseguró
Eldain—. No mires hacia abajo.
Yvraine alzó la cabeza y lo miró con
mala cara por dar un consejo tan
elemental, pero eso mantuvo su
atención centrada en él en vez de en la
caída. Subir hasta la cima les llevó casi
una hora, y para entonces el sol ya se
había alzado y proyectaba su dorado
resplandor sobre los acantilados.
El corcel de Eldain llegó a la cima y
él le acarició la crin despeinada
mientras contemplaba asombrado la
tierra de Saphery. Aunque había venido
aquí en numerosas ocasiones, la mágica
maravilla de este reino seguía dejándolo
sin habla.
Amplias llanuras, tan ricas y
agradables como las de Ellyrion, se
extendían ondulantes, doradas y
verdes, hasta alcanzar el anillo de las
Montañas Annulii en la distancia. Una
bruma de magia flotaba sobre la tierra y
gloriosos bosques moteaban el paisaje,
lleno del canto de los pájaros y el
zumbido perezoso de los insectos. El
aire estaba cargado del olor de las
cosechas maduradas por la magia, lo
cual inmediatamente conjuró en la
mente de Eldain imágenes de veranos
interminables y días pasados
recolectando los nuevos frutos.
Un templo de Ladrielle, con las
paredes construidas con la misma
piedra blanca de los acantilados, se
alzaba al borde de un prado, sus muros
caídos deliberadamente dispuestos para
recordar la locura de un noble; sus
estatuas artísticamente colocadas para
dar la impresión de que ellas mismas
cosechaban las gavillas de cereal.
A lo lejos, la Torre Blanca
dominaba el paisaje, extendiéndose
hacia el firmamento azul a una altura
tal que su construcción habría sido
imposible sin la magia de los elfos para
elevar su magnificencia hacia los cielos.
—Parece que podemos cabalgar
hasta allí —dijo Eldain.
—Y lo haremos —respondió
Yvraine, adelantándolo. Su alivio por
haber llegado a la cima del acantilado
era claro—. Que lleguemos o no es otra
cuestión.
—Eso no resulta muy
tranquilizador.
—Sólo está bromeando —dijo
Rhianna mientras pasaba por su lado.
—Por nuestro bien, eso espero.
Sin necesidad de que le dijeran
nada, Lotharin echó a andar tras sus
compañeros y sus zancadas más largas
pronto alcanzaron la jaca de Rhianna.
—Sigo preguntándome por qué tu
padre nos mandó llamar a ambos —
comentó Eldain mientras cabalgaba
junto a Rhianna.
—Y yo también, pero no lo sé.
Yvraine dijo que era un asunto urgente.
—¿Tienes idea de por qué quería
que viniéramos a la Torre Blanca en vez
de a su mansión? ¿Tal vez sus
adivinaciones le han mostrado que
corremos peligro?
Rhianna negó con la cabeza, y sus
ojos inconscientemente se dirigieron al
lejano sur de Saphery, donde la
mansión de los Ciervo de Plata se
extendía más allá de las montañas.
Rhianna se había hecho mujer tras sus
altas y feroces murallas, y la alianza
entre su familia y la de Eldain se había
sellado con lazos de amistad y lealtad
más fuertes que el ithilmar.
Eldain había visitado el hogar de
Rhianna con su padre y su hermano en
varias ocasiones, pero la Torre de Hoeth
nunca había sido más que un leve brillo
tras el horizonte. Poder contemplar
ahora tan magnífico símbolo del
dominio elfo sobre el mundo físico era
embriagador.
El padre de Rhianna era un mago
de gran habilidad y renombre, famoso
por su maestría de la magia del fuego y
la adivinación celeste, pero las energías
requeridas para crear tan potente
arquitectura estaba más allá de la
habilidad de todos menos de los
señores del conocimiento, y Eldain
dudaba de que incluso ellos pudieran
recrear tal hazaña de ingeniería arcana.
—Es imposible estar seguros con mi
padre —dijo Rhianna—. Pero si
estuviéramos en peligro, sin duda
habría ido a vernos en vez de pedirnos
que viniéramos.
—Entonces tal vez su adivinación ha
revelado algo.
—Posiblemente, pero tendremos
que esperar a ver, ¿no?
—Supongo —asintió Eldain,
frunciendo el ceño cuando vio
movimiento entre los sembrados.
Miró con más atención y vio una
diminuta criatura de miembros finos y
luz brillante que entraba y salía del
sembrado; sus pisadas dejaban una
huella donde un retoño de grano fresco
se abría paso en el suelo. Cuanto más
atentamente miraba, más diminutas
criaturas veía, cada una bailando a un
son silencioso entre las espigas de
cereal.
—Son uleishi —dijo Rhianna,
comprendiendo lo que él estaba
mirando—. Criaturas mágicas que
atienden las plantaciones y se aseguran
de que la cosecha sea rica.
—Nunca había visto una cosa así.
—Sólo suelen verse en Saphery —
explicó Rhianna—. Se dice que fueron
creados como efecto secundario de los
hechizos empleados en la creación de la
Torre Blanca. ¿No es así, Yvraine?
Yvraine asintió.
—Sí, suelen ser criaturas
inofensivas, pero les encantan las
travesuras y es común que entren a
robar en las casas y den golpes con las
ollas o revuelvan el lugar si no están
contentos con el cuidado que reciben
las cosechas.
—¿Y por qué no se libran de ellos
los magos? Sin duda tienen el poder.
—Probablemente —reconoció
Yvraine—, pero se dice que si los uleishi
abandonaran alguna vez Ulthuan,
entonces su destino estaría sellado.
—¿Qué es lo que hacen? —
preguntó Eldain.
—No se sabe, pero nadie quiere
correr el riesgo de averiguar qué puede
suceder si alguna vez dejan de hacerlo.
Eldain observó cómo los brillantes
duendecillos correteaban éntrelas altas
hierbas hasta que se perdieron de vista
y otras nuevas maravillas llamaron su
atención.
Ríos con agua tan clara que era casi
invisible fluían a través de Saphery, y
aunque el sol estaba alto en el cielo y les
proporcionaba un agradable calor, de
vez en cuando se alzaban del suelo
brumas brillantes que se reunían en
minúsculos tornados que barrían el
paisaje sin dejar daños en su estela, sino
un rastro resplandeciente de humedad
y risa cristalina.
Rebaños de animales tan extraños
que Eldain no tenía nombre para ellos
podían verse en el horizonte cada vez
que volvían la cabeza, criaturas que
seguramente serían de origen mágico,
pero que no llamaban la atención de
Rhianna ni la de Yvraine. Vio más
duendes mágicos; unos cuantos de ellos
los siguieron durante un rato,
correteando entre las patas de Lotharin
hasta que se aburrieron y
desaparecieron en una nube de luz
carcajeante.
Cuando cruzaron uno de los anchos
riachuelos que bajaban desde las
Annulii al Mar Interior, Eldain observó
una conmoción corriente arriba y vio
cómo un grupito de ninfas de piel azul
transparente y pelo de espuma
jugueteaban en el agua, salpicando y
burlándose unas de otras. Al darse
cuenta de que estaban siendo
observadas, las ninfas desaparecieron
bajo la superficie del río y Eldain las vio
nadar hacia él bajo la corriente, sus
rasgos sonrientes llenos de amorosa
picardía.
Instó a Lotharin a salir del agua
mientras las ninfas pasaban tras él y su
juguetona risa se perdía río abajo.
—¿Todo en esta tierra es mágico? —
preguntó para sí.
Como en respuesta a esa pregunta,
un viento helado se apoderó de él y
parpadeó cuando una resplandeciente
falange de espectrales yelmos plateados
surgió del suelo, la luz del sol
reflejándose cegadora en las placas
pulidas de sus yelmos de ithiltaen. Si
Rhianna o Yvraine los vieron también,
no dieron muestras de ello, y aunque
esos espectros no parecían tener
intenciones hostiles, a Eldain su
presencia no le pareció nada
tranquilizadora.
—¿Quiénes son esos guerreros? —
susurró. Cada vez que intentaba
concentrarse en uno de los silenciosos
jinetes, el guerrero desaparecía, tan
efímero como la bruma de la mañana,
sólo para volver a aparecer momentos
más tardes.
—Estamos cabalgando siguiendo las
líneas de poder —fue la explicación de
Rhianna para la presencia de este
ejército espectral, y Eldain trató de
contentarse con eso. Eldain había vivido
toda la vida en Ellyrion, y aunque
también estaba bañado por un verano
eterno y el poder fluía por la tierra, era
un poder que formaba parte del ciclo
natural de las cosas y no se manifestaba
de formas tan abiertas y preocupantes.
Bueno, preocupantes para él al
menos.
Por fin pareció que la ruta que
debían seguir hasta la Torre Blanca
difería del curso de los yelmos
plateados largo tiempo muertos, y éstos
desaparecieron de la vista sin emitir ni
un sonido. Aunque su presencia había
resultado inquietante al principio,
Eldain sintió una extraña tranquilidad
al conocer su existencia. No tenía
ninguna duda de que si hubiera
pretendido causar algún daño a
Saphery, la ira de estos espíritus se
habría vuelto contra él sin piedad.
Se despidió sin decir palabra de los
silenciosos guerreros y volvió su
atención a la acechante forma de la
Torre Blanca que tenían delante.
Por la posición del sol, Eldain juzgó
que llevaban viajando al menos cuatro
horas, aunque la torre no parecía estar
más cerca. De hecho, parecía más
lejana.
Tal vez la magia de Saphery
distorsionaba sus percepciones, o tal vez
el enorme tamaño de la torre creaba
una ilusión óptica de distancia.
Los tres jinetes continuaron el
camino en cómodo silencio,
permitiendo que la tranquilidad de
Saphery los arrullara con el pacífico
ritmo de los viajeros felices. Eldain
sintió pesadez en los ojos y parpadeó
rápidamente al notar el suave roce de
una presencia dentro de su mente. El
contacto no fue invasivo y,
curiosamente, no sintió ninguna
amenaza ni alarma ante su llegada.
Sintió familiaridad en el contacto,
como si el poder que se filtraba en su
mente fuera el de un amigo, un viejo
compañero en quien confiaba y con
quien se había enfrentado a incontables
peligros, compartiendo aventuras y
superando terrores.
Eldain miró a Rhianna y vio una
sonrisa floja en su rostro, igual que la
que estaba seguro tenía el suyo. Sólo
Yvraine permanecía inalterada por lo
que estaba ocurriendo, sus estoicos y
afilados rasgos concentrados en la torre
que tenían delante…
Con un sobresalto, Eldain advirtió
que ya no podía ver la torre en la
distancia.
Se volvió en la silla, pero no
importaba en qué dirección mirase,
todo lo que podía ver eran los verdes
campos de Saphery, el polvillo de las
mazorcas de maíz flotando sobre los
campos de oro. Miró hacia el sol, pero
éste se hallaba directamente sobre él y
ninguna sombra le dio indicación
alguna de en qué dirección cabalgaban.
Altos picos blancos se alzaban en
cada horizonte, como si estuvieran
atrapados dentro de una gran llanura
rodeada por un anillo de montañas,
pero una parte lejana de la mente de
Eldain sabía que algo así era
imposible…
Aunque podía sentir el trote
tranquilizador de su caballo y sabía que
era la montura más fiel que ningún
jinete podía desear, Eldain se preguntó
adonde lo llevaba, pues no podía ver
ninguna característica reconocible en el
terreno ni rastro alguno de la Torre de
Hoeth.
La Torre de Hoeth…
¿Eran éstas las defensas que la torre
alzaba para atraparlo?
—¿Yvraine? —preguntó.
—Sí —contestó ésta, adivinando la
pregunta antes de que fuera formulada
siquiera—. La torre ha sentido nuestro
deseo de acercarnos y está juzgando
nuestra intención.
El pánico empezó a alzarse en el
pecho de Eldain, pero mientras crecía,
sintió la caricia tranquilizadora de la
presencia dentro de su mente. Sabiendo
ahora lo que era, se relajó en su abrazo
y permitió que corriera libremente por
dentro de su cráneo, la felicidad y la
paz que había experimentado en las
últimas semanas del viaje anulaba
cualquier otro pensamiento y recuerdo.
Eldain sonrió al sentir la presencia
retirarse de su mente, y su visión vaciló
mientras ilusiones de las que antes no
había sido consciente se desvanecían de
sus ojos y la realidad de Saphery se
alzaba una vez más.
Como un durmiente que
gradualmente se da cuenta de que se ha
despertado en un lugar extraño, Eldain
miró a su alrededor como si viera lo que
lo rodeaba por primera vez.
La Torre Blanca se alzaba enorme
ante su vista, su colosal verticalidad se
reafirmaba ahora que la veía sin el
camuflaje de las ilusiones. Aunque
todavía estaba a más de una milla de
distancia, Eldain pudo distinguir
detalles en sus paredes blancas:
ventanas arqueadas, estandartes
escarlata y runas doradas que trenzaban
su camino por toda la longitud de la
torre.
Pero algo más cercano que la torre
capturó su atención con más
intensidad…
Un castillo blanco y oro que flotaba
en el aire ante ellos.
***
Las estructuras más magníficas que
Caelir recordaba haber visto antes eran
las islas castillo de Tor Elyr y las altas
estatuas del Rey Fénix y la Reina Eterna
en Lothern, pero incluso su vertiginosa
majestad palidecía a la vista del hogar
de los señores del conocimiento. Había
pasado un milenio entre la ruptura del
suelo y su terminación hacía más de dos
mil años, y la idea de que una sola
estructura requiriera tanto en ser
completada le había parecido ridícula a
Caelir cuando vio la torre desde las
montañas.
Pero momentos después de su
llegada a la torre apreció que de hecho
había sido una proeza alzar una
creación tan maravillosa y
deslumbrante en tan poco tiempo. Los
artesanos habían trabajado durante
siglos para crear las intrincadas tallas
que corrían desde la base de la torre a
su lejana cima, y la magia empleada en
su creación imbuía a la torre de una
fuerza muy superior a la de la piedra y
la argamasa.
La Torre de Hoeth se alzaba en
mitad de un bosque esmeralda,
levantándose desde un colosal peñasco
de titilante roca negra. Bandadas de
pájaros blancos revoloteaban alrededor
de la aguja más alta de la torre e
incontables cascadas caían de la roca
negra a los blancos estanques
espumosos dispuestos de forma
escalonada en su base.
El aire estaba salpicado con los
colores de un millón de arco iris, y
Caelir no pudo recordar una visión más
perfecta.
Kyrielle y él cabalgaban juntos tras
haberse complacido en las maravillas de
Saphery mientras cruzaban la distancia
que separaba las montañas de la torre.
A lo largo de su breve viaje a través de
las protecciones mágicas de la torre,
Caelir había visto muchas cosas
increíbles e inesperadas y muchas más
que respondían exactamente a sus
expectativas de una tierra anclada en la
magia: un castillo volador que flotaba
en las alturas, grupos de bailarines
aéreos y dragones espectrales que
viajaban en cintas de luz.
Aunque cada visión era
sorprendente y lo llenaba de asombro,
no podía desprenderse de la acuciante
sensación de que había visto estas cosas
antes y que había visitado esta tierra en
el pasado.
Anurion volaba sobre ellos, y las
alas extendidas del pegaso dibujaban
una sombra cruciforme sobre la tierra.
Los guardias formaban un anillo de
hojas de plata alrededor.
Pese a todas las visiones que había
experimentado, Caelir esperaba una
sorprendente gama de ilusiones y
defensas mágicas, pero no había visto
nada que pudiera hacerle pensar que la
torre estaba defendida.
Kyrielle se rio cuando le dijo esto, y
le confirmó que las defensas de la torre
lo habían juzgado como buscador de
conocimiento y le habían permitido el
paso.
Caelir alzó la cabeza cuando una
sombra pasó sobre ellos y el pegaso de
Anurion aterrizó en un revuelo de
hojas caídas en la linde del bosque. Un
chisporroteante nimbo de poder
jugueteó sobre el mago y su montura,
haciendo que su túnica se agitara y la
crin de su animal revoloteara como
movida por una mano invisible.
Anurion habló rápidamente con sus
guerreros y los despidió con un gesto.
Como un solo hombre, los jinetes
armados desmontaron y empezaron a
levantar un campamento improvisado.
Estaba claro que no iban a
acompañarlos a la torre.
El archimago se volvió hacia Caelir.
—El Señor del Conocimiento Teclis
nos está aguardando, muchacho —dijo
—. No deberíamos hacerle esperar.
Aviva el paso.
De todas las veces que Caelir había
hablado con Anurion antes, el mago le
había parecido, alternativamente,
extraño y excéntrico, irascible y de mal
genio, pero nunca aterrador. Eso
cambió ahora, cuando el poder reunido
en la Torre Blanca surcó las venas de
Anurion.
—Por supuesto —dijo Caelir.
Anurion, sin decir nada más, volvió
a su pegaso y los condujo hacia los
árboles, cuyas ramas y hojas temblaban
aunque no había viento alguno que los
agitase. Los árboles latían con la energía
de los seres vivos que tienen poder más
allá de sus ciclos naturales de
desarrollo, y Caelir pudo notar el placer
que Anurion y Kyrielle sentían al estar
rodeados de tanta fecundidad.
Un súbito graznido hizo que Caelir
alzara la cabeza y sonriera al ver que los
pájaros que revoloteaban sobre la torre
descendían ahora hacia el bosque en
gran número. Aves de alas blancas se
posaron en cada rama para dar la
bienvenida cantando al archimago, y el
bosque adquirió un aspecto
gloriosamente festivo.
Se abrieron paso por el bosque,
dejando atrás numerosos arroyos y
maravillosos claros donde los maestros
de la espada, solos o en grupos,
entrenaban con sus grandes armas,
practicando, realizando increíbles
proezas de equilibrio o meditando
mientras hacían girar las espadas a su
alrededor a una velocidad que Caelir
nunca podría esperar igualar.
Cada guerrero o guerrera
interrumpió su rutina al ver pasar a
Anurion, inclinando la cabeza con
respeto antes de advertir la presencia de
Caelir y Kyrielle.
—Tu padre es bien conocido aquí
—dijo él.
—Así es, aunque no viene a
menudo a la Torre Blanca.
—¿No? ¿Por qué no?
—Has visto su mansión, ¿recuerdas?
A mi padre le encanta crear y juguetear,
pero hay quienes piensan que su trabajo
es frívolo. Inevitablemente, mi padre
acaba discutiendo y se marcha, jurando
no volver nunca más.
Caelir podía imaginar
perfectamente que el temperamento de
Anurion lo sacara de sus casillas, pero
se estremeció al pensar en las
consecuencias de una discusión entre
gente que dominaba el asombroso
poder de la magia.
Por fin, su camino los llevó a la cima
de la roca negra, y Anurion desmontó
del pegaso y les indicó que hicieran lo
mismo. Caelir saltó de su caballo y
ayudó a Kyrielle a bajar del suyo
mientras Anurion esperaba que se
reunieran con él en la base de la torre.
Caelir y Kyrielle se acercaron a la
fabulosa estructura, con la mirada
inexorablemente atraída por la longitud
tallada de la torre. La piedra clara
utilizada en su construcción estaba
impregnada de un poder increíble y
Caelir pudo sentir las energías que
corrían bajo sus pies en dirección a la
torre.
Había experimentado una sensación
similar al pie de la torre de Eltharion,
pero, por magnífica que fuera la
mansión del Guardián, no podía
compararse con el poder y el dominio
de la sede de los señores del
conocimiento.
—Vamos, vamos —los apremió
Anurion, colocándose entre ellos y
empujándolos hacia la torre.
—¿Cómo entramos? —preguntó
Caelir—. No hay ninguna puerta.
—No seas tonto, muchacho, claro
que la hay.
—¿Dónde?
Anurion se lo quedó mirando como
si hubiera hecho la pregunta más
estúpida imaginable, y Caelir se preparó
para una explosión de genio por parte
del archimago.
En cambio, éste frunció los labios y
se llevó una mano a la frente como si
no pudiera creer en su falta de
reflexión.
—Pues claro… Tú no eres mago, ni
pretendes convertirte en un maestro de
la espada.
—No —admitió Caelir—. Sólo
quiero respuestas.
—Así es, muchacho —dijo Anurion,
situándose ante la base de la torre—. En
ese caso, tendrás que abrirte tu propia
entrada.
—¿Y cómo hago eso?
—Los que vienen como suplicantes
deben crear su propia puerta —insistió
Anurion—. Expresa simplemente el
propósito que te ha traído aquí. La torre
juzgará la verdad de tus palabras y
decidirá si eres digno de entrar.
Sintiéndose un poco idiota, Caelir
cuadró los hombros y se plantó ante la
pared tallada de la torre. No era ningún
orador, así que optó por la verdad
simple y sin florituras.
—Me llamo Caelir, y vengo a la
Torre de Hoeth en busca de respuestas.
No apareció ninguna puerta, y la
pared continuó igual de sólida ante él.
—Se más específico, tonto —le
aconsejó Kyrielle.
—Le estoy hablando a una pared —
dijo Caelir—. Es difícil pensar en qué
puede convencerla para que me deje
pasar.
Suspiró y cerró los ojos, y recordó
todo lo que había aprendido en el
tiempo que había pasado con Anurion y
Kyrielle: la verdad de su nombre, la
daga que no podía desenvainar, la
amenaza de los druchii a Ellyrion y los
negros agujeros en su memoria que
esperaba que Teclis pudiera restaurar.
Satisfecho porque sabía lo que iba a
decir, abrió los ojos para ver cómo la
pared ondulaba ante él como la
superficie de un cuenco de leche, la
magia insertada en su creación ahora
fluida y maleable. Mientras seguía
mirando, la piedra de la torre cambió
para formar un portal dorado rodeado
de símbolos de plata tallados
directamente en la roca.
—Bien hecho, muchacho —dijo
Anurion, y entró confiadamente por la
abertura, hacia lo que debía de ser una
gran cámara carente de muebles y
ocupantes.
—Pero si no he dicho nada.
—¿Crees que en un lugar como éste
necesitas palabras? —sonrió Kyrielle
mientras seguía a su padre al interior de
la torre.
—Parece que no —dijo él.
—Bien, pues entonces, vamos —lo
instó Kyrielle.
—¿Tenemos que dejar los caballos
aquí?
—Claro —dijo ella, señalando por
encima de su hombro.
Un atractivo maestro de la espada
salió de entre los árboles y se inclinó
ante las tres monturas antes de susurrar
palabras inauditas y llamarlos para que
se reunieran con él en el bosque. Las
monturas siguieron al guerrero, y Caelir
sonrió al reconocer las habilidades de
alguien nacido en Ellyrion.
Satisfecho de que los caballos
estuvieran bien atendidos, Caelir se dio
la vuelta y entró rápidamente en la
torre por si la puerta se cerraba tan
súbitamente como había aparecido.
Al atravesar el portal sintió un
súbito escalofrío, como si una corriente
mágica hubiera atravesado su cuerpo.
No fue desagradable, pero sí
inesperado. Se detuvo en el acto y giró
sobre sus talones para ver qué había
sucedido.
La puerta había desaparecido y en
su lugar había una de las muchas
aberturas en forma de arco que había
visto en la pared de la torre. Caelir se
quedó sin aliento al asomarse a la
abertura y ver la tierra de Saphery
extenderse ante él como un mapa en
relieve, los campos y el río diminutos a
causa de la altura.
A cientos de metros bajo él, Caelir
vio el bosque donde había sido
levantada la torre y los bordes de roca
negra sobre la que se alzaba.
Con un solo paso había subido toda
la torre, y se apartó del precipicio
cuando una voz dijo:
—Bienvenido, Caelir de Ellyrion.
Se volvió para ver a Anurion y a
Kyrielle junto a un elfo delgado
ataviado con la vestimenta de un señor
del conocimiento. Una capa azul oscuro
bordada con anthemion dorado colgaba
de sus estrechos hombros, y finos
mechones de cabello oscuro asomaban
bajo un casco dorado con una media
luna esculpida. Una espada envainada
colgaba de su cintura, algo
incongruente como parte del atuendo
de un mago, y empuñaba un báculo
dorado con una imagen de la diosa
Lileath en la otra mano…
Caelir advirtió quién era la persona
que tenía delante y se arrodilló
asombrado.
Había visto antes magníficas
pinturas de Teclis y su hermano
gemelo, el príncipe Tyrion (¿quién de
los asur no lo había hecho?), pero
ninguna había logrado capturar la
intensidad de la mirada del Señor del
Conocimiento. Sus rasgos cetrinos eran
cáusticos y oscuros, los ojos entornados
y cargados de antiguo conocimiento. Su
mirada prudente le recordó a Eltharion,
y se preguntó si todos los grandes
héroes estaban maldecidos con ese tipo
de dolor.
Pero donde se decía que el príncipe
Tyrion era robusto, guerrero y gregario,
Teclis era su reflejo oscuro, maldito
desde el nacimiento con una fragilidad
que sólo podía mantener a raya con
pociones y el poder del báculo que
llevaba. Mientras que Tyrion era un
guerrero de fama épica, ningún otro
mago aparte de Teclis había sido
nombrado Alto Señor del
Conocimiento, y sus increíbles poderes
eran tan legendarios como la habilidad
marcial de su hermano.
Juntos eran los mayores héroes
vivos de los asur, pues habían derrotado
la invasión más terrible de Ulthuan
desde los tiempos del Caos y Aenarion.
Y ahora era la única esperanza de
Caelir.
—Mi señor Teclis —dijo—. Necesito
tu ayuda.

***
Eldain se quedó sin aire en los
pulmones al ver el castillo en el cielo,
sus murallas blancas y sus elevadas
torres construidas sobre una isla de
piedra rosada que flotaba contra el
viento como una nube rebelde. La luz
del sol chispeaba en los yelmos y las
puntas de las lanzas, y Eldain vio cómo
un guerrero se asomaba al parapeto y lo
saludaba. La pura sencillez del gesto
chocaba con la increíble extrañeza del
momento.
—Hay un castillo… —dijo,
señalando al cielo.
Rhianna le devolvió el saludo al
guerrero de las murallas.
—Sí —explicó—. Ésa es la mansión
de Hothar el Feothay. Es un buen
amigo de mi padre, aunque puede ser
un poco… excéntrico.
—¿Excéntrico? Vive en un palacio
flotante —exclamó Eldain, consciente
de que parecía un rústico leñador de
Chrace, pero sin importarle.
—Sí, pero no es la morada más
extraña de Saphery —señaló Yvraine.
—¿No lo es?
—No —dijo Yvraine, y Eldain pudo
sentir la diversión de sus compañeras—.
Los señores del conocimiento dicen que
cuando Ulvenian Minaith regresó de
Athel Loren alzó una mansión mágica
de las estaciones para que le recordara
el reino del bosque.
—¿Una mansión de las estaciones?
¿Qué significa eso?
—Nunca la he visto, pero se dice
que se consume a menudo y se reforma
con la esencia de una de las estaciones.
—¿De veras? —dijo Eldain, no muy
seguro de que no se estuvieran
burlando de él.
—Sí, pero no creo que los señores
del conocimiento lo aprobaran.
—¿Por qué no?
—Creo que pensaron que era un
despilfarro de poder crear algo de
aspecto tan rústico. Una vez oí decir a
un señor del conocimiento que
Ulvenian había mezclado su poder con
el de los tejedores de hechizos de Athel
Loren para crear su palacio.
—¿Y cómo es? —preguntó Eldain,
manteniendo la mirada fija en el
Castillo que flotaba sobre él.
—A veces aparece en la costa como
un enorme palacio que flota sobre nieve
y columnas de hielo —respondió
Rhianna—. Otras veces puede estar
formado por hojas de otoño y una vez
oí que se manifestó como mazorcas de
maíz y rayos de luz tan sólidos como el
mármol.
Aunque parecía ridículo, Eldain
creyó las palabras de su esposa tras
haber visto este castillo de piedra y
cristal flotando en el aire y
envolviéndolo en su fría sombra.
La base del gran castillo era
fácilmente el doble que Ellyr-charoi,
Aunque Eldain supuso que sin las
restricciones de la topografía natural
podía ser tan grande como pudiera
mantener el poder mágico de su
propietario.
Vio cómo la mansión aérea alteraba
su curso y empezaba a alejarse de la
Torre de Hoeth, flotando sin urgencia
ni rumbo aparente. Guiado como
estaba por los caprichos de un mago
cuyo epíteto era «el Duende», dudaba
de que hubiera ningún propósito en su
rumbo.
Por increíble que fuera el castillo
flotante, era simplemente otra más de
las muchas maravillas que Saphery tenía
que ofrecer. Reacio, Eldain apartó los
ojos del dominio de Hothar el Duende
y se concentró en cabalgar hacia la
Torre de Hoeth.
Ahora que estaban más cerca y el
velo de las ilusiones se había retirado,
Eldain pudo ver la torre encaramada
sobre una gran roca negra que se alzaba
en un bosque que la envolvía. Los
árboles estaban llenos de pájaros
blancos, y Eldain sintió una creciente
expectación al pensar que iba a
experimentar una medida de las
maravillas que la Torre de Hoeth tenía
que ofrecer.
—¿Cuánto falta para que lleguemos
a la torre? —preguntó Rhianna.
—No mucho —respondió Yvraine.
—Anhelas regresar.
Yvraine asintió.
—Me duele estar fuera. Viví y me
entrené aquí durante años. Es mi hogar.
Eldain notó el silencioso pesar en su
voz y dijo:
—¿Podrás quedarte mucho tiempo?
—Si es la voluntad del Señor del
Conocimiento, pero no creo que sea
probable.
—Entonces ¿adónde irás a
continuación?
—Donde me ordenen los señores
del conocimiento —dijo Yvraine, y no
habló más.
Entonces guardaron silencio, y
Eldain, Rhianna e Yvraine entraron en
el bosque de la torre, cada uno de ellos
saboreando la perspectiva de llegar por
distintas razones, pero todos ignorantes
de que un destino único les esperaba.
Un destino que uniría sus vidas a la
perdición o la salvación de Ulthuan.
10

El instante se hizo eterno. Caelir miró a


los pálidos ojos de Teclis, buscando
alguna indicación que pudiera
ayudarlo. El Señor del Conocimiento se
acarició la fina mandíbula y estudió a
Caelir con el mismo interés académico
que lo había hecho Anurion, como si
fuera un espécimen particularmente
completo de gran rareza.
—Anurion me ha dicho que tu
memoria ha sido encerrada
mágicamente dentro de ti. ¿Es cierto?
—Así es, mi señor —confirmó
Caelir, reacio a hablar más de lo
necesario por temor a quedar en
ridículo ante este legendario héroe de
Ulthuan.
Teclis se acercó a él y una aura
cálida lo precedió, bañando a Caelir en
una magia resonante que brotaba del
Señor del Conocimiento como el sudor
de la piel de un humano. El poder
inherente a Teclis, aunque no conjuró
ningún hechizo ni recurrió a ninguna
magia, era palpable, y sólo estar cerca
de él hacía que todos los sentidos del
cuerpo de Caelir se sintieran más
agudos, más afinados.
—¿Quién haría una cosa así? —se
preguntó Teclis, extendiendo la mano
para tocar la frente de Caelir, aunque
luego se lo pensó mejor y una mueca de
preocupación arrugó su fino rostro. El
Señor del Conocimiento cerró los ojos y
Caelir sintió una vaharada de energía
mágica atravesarlo.
De repente, Teclis abrió los ojos y a
Caelir le pareció detectar el atisbo de
una sonrisa curiosa asomar en la
comisura de sus labios.
—Eres extraño, Caelir de Ellyrion —
dijo el Señor del Conocimiento—. No
siento ningún mal en tu mente, pero
hay una parte de ti que no puedo
alcanzar. Algo enterrado en tu interior
y envuelto tras velos y velos de magia.
Alguien se ha tomado muchas molestias
para esconderlo y me gustaría saber qué
es y por qué.
—Te pido que hagas lo que puedas,
mi señor —le rogó Caelir.
—Oh, lo haré —prometió Teclis—.
Pero puede que no te guste lo que
halle.
—No me importa. Sólo quiero
recuperar mis recuerdos.
—Los recuerdos pueden ser
dolorosos, Caelir —advirtió Teclis—. He
recorrido todo este mundo: de la
olvidada Cathay a las junglas de Lustria
e incluso las extensiones arrasadas del
norte, y hay muchas cosas que
alegremente eliminaría de mis
recuerdos si pudiera. Debes estar
seguro de que esto es lo que quieres,
porque una vez empecemos no habrá
vuelta atrás.
—Anurion me dijo lo mismo, mi
señor, y le di la misma respuesta. No
importa lo que haya que hacer, no
importa lo que me suceda, estoy
dispuesto a correr el riesgo y aceptar las
consecuencias de lo que ocurra.
Teclis soltó una risa despectiva y se
dio media vuelta, trazando un círculo
por la sala mientras hablaba.
—No estés tan dispuesto a aceptar
consecuencias de las que no sabes nada,
Caelir. Ninguno de nosotros puede
saber lo que sucederá cuando hurgue
en tu mente, pero un misterio tan
oscuro no debe quedar sin resolver,
¿no?
Mientras Teclis hablaba y Caelir se
recuperaba de su asombro, observó las
inmediaciones con más detalle, viendo
que la cima de la torre era un lugar
espartano de meditación y serenidad. El
suelo era de brillante mármol azul a
excepción de una pauta circular de
ocho radios de rueda en el centro,
marcados con un mosaico de titilante
ónice. Ocho estrechas ventanas
horadaban la torre a intervalos
regulares, cada una al final de cada uno
de los radios de la rueda, y aparte de
una mesita de plata donde reposaba
una jarra de oro, la cámara carecía de
mobiliario.
Teclis completó su circuito de la
rueda y se detuvo en el lado opuesto
del círculo, frente a Caelir. La expresión
del Señor del Conocimiento se suavizó.
—Toda mi vida he buscado la
verdad, y tú me intrigas, Caelir de
Ellyrion —dijo—: Sitúate en el centro
del círculo.
Caelir obedeció y se reunió con
Anurion y Kyrielle dentro de la rueda
de ocho radios, sintiendo un temblor de
magia agitarse en su interior mientras lo
hacía. Kyrielle le cogió la mano y se la
apretó para transmitirle tranquilidad
mientras su padre se concentraba en
Teclis.
Éste golpeó su bastón de oro contra
el suelo de mármol y una puerta se
abrió en la pared de la cámara como
respuesta. Una procesión de magos
ataviados con túnicas entró y Caelir
parpadeó al advertir la imposibilidad de
una acción semejante.
Volvió la cabeza hacia cada una de
las ventanas, viendo solo el azul del
cielo o los picos envueltos en magia de
las Annulii a través de ellas. Miró de
nuevo la puerta, asombrado, pues sin
duda una puerta así tendría que
haberse abierto… en el aire.
Pero en este sagrado lugar de magia
supuso que nada debería sorprenderlo.
Tras los magos llegaron cuatro
maestros de la espada con largas y
titilantes cotas de malla de ithilmar y
altos cascos empenachados. Cada
guerrero portaba una gran espada
élfica, y llevaba la letal hoja con la
misma facilidad con que Caelir podría
haber llevado el más liviano de los
arcos.
Los magos recién llegados eran
jóvenes y vestían sencillas túnicas azul y
crema sin adornos. Caminaron sin prisa
alrededor de la circunferencia de la
cámara hasta colocarse ante cada
ventana. Ocho de ellos lo rodearon y
Caelir pudo sentir la acumulación del
poder dentro de la sala, como si una
carga de energía mágica estuviera
subiendo por la torre, acumulando
fuerzas mientras brotaba de las marcas
místicas talladas en la pared.
Los maestros de la espada se
colocaron detrás de Teclis, haciendo
girar sus hojas como si fueran rayos de
luz hasta que apoyaron la punta en el
suelo. Cerraron los puños sobre las
piedras de las empuñaduras y Caelir se
preguntó qué peligro podría requerir la
presencia de tan formidables guerreros.
—Voy a ayudarte, Caelir —dijo
Teclis, entrando en el círculo mientras
los magos de los puntos cardinales se
sentaban cruzados de piernas con un
fluido movimiento—. Juntos vamos a
averiguar qué sabes. ¿Estás preparado?
—Estoy preparado —respondió
Caelir, y Teclis asintió.
Un titilante nimbo de luz se
acumuló sobre la media luna del báculo
de Teclis y un eco insondable saturó su
voz. A Caelir le pareció que el físico del
Señor del Conocimiento había
aumentado, la magia que fluía hacia su
frágil cuerpo apenas contenida en el
interior de su constitución.
Los magos alrededor del círculo
empezaron a cantar y Caelir reconoció
cánticos de renacimiento y ensalmos de
restauración que había oído murmurar
a Kyrielle durante su estancia en el
palacio de invierno de su padre.
Titilantes fuegos fatuos se reflejaron
en las espadas de los guerreros y Caelir
tragó saliva al comprender la magnitud
del poder detentado en este lugar.
Se agarró con fuerza a la mano de
Kyrielle cuando sintió que algo se
agitaba en su interior, algo que el aura
única de la magia del Señor del
Conocimiento había despertado. ¿Eran
sus recuerdos pugnando por salir a la
superficie, desatados por el poder de
Teclis?
El mago avanzó hacia él, la diosa de
la luna de su báculo resplandeciendo de
luz blanca, aunque Caelir no pudo
sentir ningún calor en ella cuando el
Señor del Conocimiento lo bajó en su
dirección. Murmuró palabras de poder
y las paredes de la cámara parecieron
latir con el ritmo de un corazón al
compás de su discurso.
Los magos alrededor del círculo se
pusieron en pie y sus brazos
describieron símbolos complejos y
Caelir sintió el poder de la magia de
Teclis llegar a su interior, sondeando
profundidades a las que la magia de
Anurion el Verde no se había atrevido
a descender.
Pero la magia empleada aquí era
mucho más poderosa de la que
Anurion podía dominar, pues Teclis era
el mago más hábil y docto del mundo.
Incluso los más grandes archimagos de
Ulthuan se consideraban afortunados si
tenían la oportunidad de sentarse a sus
pies y aprender las artes místicas.
Como un tónico vital introducido
en su sangre, la magia de Teclis
retumbó por todo su cuerpo, y Caelir
pudo sentir un colosal arrebato de
poder dentro de la cámara cuando la
barrera entre Teclis y lo que había en su
interior se retiraba. Quiso desplomarse
sobre el suelo, pero sus miembros
estaban rígidos, imposible soltarse de la
mano de Kyrielle.
Se estremeció cuando las capas se
apartaron y sintió que su cuerpo
respondía a la magia del Señor del
Conocimiento. Teclis se alzó sobre él, su
ardiente báculo y sus feroces ojos
resultaban aterradores en su
determinación por descubrir los
secretos que ocultaba…
Caelir cerró los ojos para aislar la
horrible ansia de conocimiento que veía
en los ojos de Teclis, volviendo su
mirada hacia dentro para ver qué
historia secreta estaba siendo revelada
ahora. Oyó voces de preocupación, pero
no pudo encontrarles sentido, las
palabras le resultaban incomprensibles a
medida que miraba en las
profundidades de su ser y sus recuerdos
robados.
Como si se asomara a los más
hondo de un abismo olvidado, vio una
masa informe arrastrarse hacia él, todas
las restricciones y barreras para su
regreso retiradas ahora por el
asombroso poder de Teclis. La
esperanza ardió brillante y cálida y
Caelir abrió los ojos mientras perlas de
luz corrían por sus mejillas como
resplandecientes lágrimas de luz estelar.
Vio a Teclis ante él. Los
chisporroteantes arcos de magia
revoloteaban sobre su cabeza y su
túnica ondeaba como si se hallara
dentro de un poderoso huracán. Los
pies del Señor del Conocimiento habían
dejado el suelo y remolinos de luz y
aullidos de viento lo mantenían en alto
mientras un sinfín de rayos en cadena
surgían de las manos extendidas de los
magos alrededor del círculo.
—¡Funciona! —gritó Caelir—.
¡Puedo sentirlo!
Se volvió hacia Kyrielle y una
caliente descarga de miedo se apoderó
de él cuando vio su rostro retorcido en
una agónica mueca de dolor. Anurion
gritaba, pero Caelir no podía oír las
palabras. Teclis alzó su báculo y
ardientes andanadas de luz brotaron de
los bordes del círculo.
Caelir se esforzó por comprender
qué estaba sucediendo, súbitamente
consciente de que un poder monstruoso
que no tenía nada que ver con el que
empleaba Teclis se acumulaba en su
interior. No, esto había estado dentro
de él todo el tiempo, dormido, oculto,
esperando…
Los conjuros mágicos situados en su
interior no encerraban sus recuerdos,
sino algo mucho más viejo e
infinitamente más maligno.
Demasiado tarde, reconoció el
peligro de la trampa y la antigua astucia
que habían empleado en su
ocultamiento.
Demasiado tarde, advirtió que esta
energía infernal había estado esperando
en su interior este momento exacto,
pues sus arquitectos sabían que sólo el
poder de los magos más grandes de
Ulthuan podrían deshacer las defensas
que habían colocado alrededor de esta
fuerza infernal.
Pudo ver sus ojos sibilinos: oscuros,
violentos y llenos de miles de años de
odio hacia él y toda su especie. Una risa
monstruosa y diabólica borboteó en su
interior y una magia oscura surgió de su
anfitrión viviente, estallando con la
fuerza de un millón de truenos.
Una luz púrpura brotó de sus ojos y
se lanzó contra Teclis, arrojándolo
contra la pared de la cámara y
atacándolo con lenguas bifurcadas de
ira demoníaca.
Magia pura, libre del rígido control
de un mago, explotó por toda la cámara
en un torbellino de locura aulladora,
abriendo grandes huecos en el tejido de
la realidad. Una risa gimoteante y gritos
de ira llena de odio resonaron cuando
los habitantes de los reinos de pesadilla
más allá de lo físico sintieron la ruptura
de la muralla entre ambos mundos…
Caelir gritó mientras la cámara
estallaba en una tormenta de magia.

***
Yvraine los guiaba a través del bosque,
entablando animada conversación con
los maestros de la espada que
encontraban, y Eldain apenas podía
creer el cambio que se había producido
en ella. Había desaparecido la cejijunta
asceta que revelaba poco de su persona
en sus modales o palabras, y en su lugar
había una agradable y cálida doncella
élfica que hablaba con ingenio y
vitalidad.
—Volver a casa le sienta bien —
dijo, compartiendo una mirada con
Rhianna.
Rhianna sonrió, y entonces la
sonrisa desapareció y dejó escapar un
grito, el rostro convertido en una mueca
de dolor.
El grito cortó el aire con su urgencia
y todo el mundo volvió la cabeza hacia
ella. Los pájaros echaron a volar en una
frenética nube de plumas blancas y el
bosque, que segundos antes había sido
acogedor y abundante, quedó de
pronto envuelto en miedo.
Eldain desmontó de Lotharin
cuando Rhianna se desplomó de la silla,
las manos flácidas y sin vida, y por sus
mejillas corrían lágrimas desangre que
manaban de sus ojos. Él la detuvo antes
de que chocara contra el suelo y la
abrazó llorando de terror.
—¡Rhianna! —exclamó—. ¿Qué
pasa? ¿Qué ocurre?
Ella no le contestó, su atención fija
en alguna terrible visión más allá de él.
Eldain se volvió a mirar por encima
de su hombro y sus ojos fueron atraídos
por la cima de la Torre de Hoeth,
donde se agitaban oscuras nubes y
relámpagos de magia se retorcían y
rayos rojos rebullían como látigos de
sangre.
—¡Que Isha se apiade de nosotros!
Rhianna, ¿qué es eso?
Rhianna se estremeció entre sus
brazos y se agarró a él con fuerza, llena
de miedo y dolor.
—Maldad… —jadeó—. ¡Magia
oscura!
Eldain miró a la torre, que temblaba
mientras los maestros de la espada
corrían hacia ella desenvainando sus
brillantes armas. Yvraine permaneció a
su laclo, mirando horrorizada la
cantidad de objetos que caían de la
parte superior de la torre.
Eran poco más que puntos
ardientes, y frunció el ceño al tratar de
encontrar sentido a lo que veía.
—Oh, no… —sollozó Yvraine.
Horrorizado, Eldain vio que los
objetos que caían eran figuras que
gritaban.
Acólitos de la torre o magos, no
podía decirlo, porque un fuego
innatural los consumía mientras se
zambullían hacia la muerte. Rastros de
humo los seguían, junto con bolas
chispeantes de luz mágica que
explotaban como el fuego líquido que
algunos barcos humanos solían usar en
la batalla.
Las llamas cobraron existencia
cuando una de las bolas mágicas chocó
en el suelo ante él, y chorros de luz
sucia saltaron al aire e hicieron que
Lotharin retrocediera y se alzara de
manos.
Eldain ayudó a Rhianna a ponerse
en pie. Las llamas de magia devoraron
los árboles y una risa monstruosa, rica
en alegre desprecio, sonaba en su
interior.
—¡Yvraine! —gritó Eldain cuando
una veloz criatura multicolor, parte
sabueso, parte dragón, salió de la luz,
como si atravesara un portal desde
algún reino de fuego y de pesadilla.
La maestra de la espada giró sobre
sus talones, la hoja ya en las manos,
mientras la bestia saltaba hacia Eldain
con las alas de fuego mágico
desplegadas. Su cara era un horror de
colmillos de llama y hueso; su cráneo, el
de un ser muerto. Espolones del
tamaño de los antebrazos de Eldain
envueltos en luces de arco iris buscaron
a Yvraine, pero ella saltó sobre la bestia
con una voltereta y golpeó con la
espada mientras le pasaba por encima.
La bestia rugió de dolor,
desparramando goterones de fuego por
la deslumbrante herida de su espalda.
Incluso antes de aterrizar, Yvraine
se retorció en el aire y descargó la hoja
contra sus alas.
Más maestros de la espada corrieron
a ayudarla, pero a pesar de su juventud
Yvraine no mostró ningún temor ante
tan temible enemigo. Una vez más se
enfrentó a la criatura de fuego, rodó
bajo el letal manotazo de sus garras y se
impulsó en una rama baja para girar
sobre la criatura cuando ésta se alzaba
para adquirir toda su altura.
Sus botas chocaron contra la bestia y
la espada trazó un arco de plata
mientras la decapitaba de un tajo. La
bestia aún estaba cayendo cuando
Yvraine se lanzó hacia atrás,
retorciéndose en el aire para aterrizar
ante ella una vez más, la espada alzada
como si nunca se hubiera movido.
Eldain vio cómo más y más
deslumbrantes bolas de fuego seguían
cayendo de la ruina de la cima de la
torre y docenas de viles monstruos
nacían de la magia protoplásmica.
Horrores de dimensiones desconocidas,
monstruos retorcidos e inenarrables
abominaciones camparon a sus anchas,
matando todo lo que hallaban en su
camino mientras rebullían de ira en la
agonía de su existencia.
Eldain ansió desenvainar su espada
y correr a la lucha junto a Yvraine y los
maestros de la espada, pero no podía
abandonar a Rhianna, cuyo cuerpo aún
estaba débil por la presencia de tanta
magia oscura.
Arrastró a Rhianna para apartarla
del camino entre los árboles mientras
una fina lluvia de titilantes gotas caía
del cielo. Eldain se estremeció,
sintiendo como si alguien hubiera
caminado sobre su tumba por la
crudeza de la magia en el aire.
—La magia… —dijo Rhianna—.
Oh, no…
—¿Qué le ocurre?
—La torre… se alza en una
confluencia de poder…, un foco para la
magia de alrededor, ¡pero algo ha roto
los hechizos que la mantienen bajo
control!
Mientras pensaba en estas palabras,
Eldain pudo saborear el aire graso y
ceniciento.
No magia… sino hechicería…, las
artes oscuras.
Gritos y chillidos resonaban por el
bosque, lamentos de dolor y furia que
helaban la sangre en las venas. Las
grandes espadas élficas se cebaban en la
carne innatural formada de la esencia
de la magia, y aunque los maestros de
la espada se contaban entre los mejores
guerreros de Ulthuan, también ellos
eran mortales.
La sangre élfica estaba siendo
derramada.
Los vientos ululantes que envolvían
la cima de la torre fueron bajando,
latigazos de relámpagos que chocaban
contra el suelo y cuerpos que caían, y
trozos vitrificados de roca que saltaban
por los aires con su fuerza. Espectros
chirriantes de magia giraban y
revoloteaban como céfiros vengativos,
envolviendo a todos los que hallaban en
su camino y haciéndolos pedazos con
sus garras de brillante hielo.
Eldain rodeó a Rhianna con sus
brazos mientras la base de la torre se
estremecía bajo el asalto. Las tallas
doradas de su estructura ardían de
poder incandescente, luchando por
contener los borbotones de magia
incontrolada.
—Tenemos que ayudar —dijo
Eldain—. Tenemos que hacer algo.
Rhianna asintió y se secó la sangre
de la cara.
—Si queremos llegar a la torre
necesitamos a Yvraine —dijo—.
¿Recuerdas lo que te dije en el Señor de
los Dragones?
—Sí —respondió Eldain, viendo
cómo Yvraine luchaba espalda contra
espalda con otro maestro; sus golpes
fluían como un ballet, girando dentro y
fuera de la zona de muerte del otro
mientras tejían un titilante surco de
acero. Luchar con semejante perfección
era increíble, y Eldain descartó de
inmediato cualquier duda que pudiera
haber tenido antes sobre su habilidad.
Era un buen espadachín, pero no
más que eso.
Y esto…
Esto era una habilidad que
bordeaba lo sublime, superior a la de
cualquiera de los otros maestros de la
espada que luchaban a su alrededor.
Eldain pudo ver que la gracia natural
que Yvraine poseía con la espada
elevaba su destreza por encima de la de
sus hermanos, hacia otro nivel
completamente distinto.
Eldain vio a Yvraine descargar el
golpe de muerte a otra criatura de
fuego con una segadora serie de
mandobles que ni siquiera él pudo
seguir. Los ojos de la maestra de la
espada los buscaron y él le hizo una
señal para que corriera hacia ellos.
—¿Estáis bien? —preguntó Yvraine
—. ¿Alguno de los dos está herido?
—No —dijo Rhianna—. Estamos
bien.
Yvraine asintió aliviada y Eldain
pudo ver el conflicto que ardía en su
interior: correr a la batalla con sus
compañeros o proteger a aquellos cuyo
cuidado le habían encomendado.
Eldain la cogió del brazo y dijo:
—Te necesitamos a nuestro lado.
No puedo cuidar de Rhianna y
combatir a la vez a esas criaturas. Tu
misión era llevarnos a salvo con el
padre de Rhianna, y aún no ha
terminado.
Durante un momento, pensó que
Yvraine iba a dejarlos de todas formas,
pero al final asintió.
—Tienes razón, naturalmente.
Vamos, no podemos quedarnos aquí, es
demasiado expuesto.
Se abrieron paso entre los árboles.
Destellos de luz mágica y chisporroteos
de fuego estallaban alrededor mientras
los maestros de la espada y los magos
de la torre luchaban contra las
rampantes creaciones de magia
incontrolada.
Eldain vio a un grupo de magos
lanzando rayos de luz blanquiazul a un
ululante horror de tentáculos y fauces,
a un maestro de la espada decapitando
a una criatura parecida a una hidra
formada por un deslumbrante espectro
de luz y a los árboles del bosque
rebullendo de vida antinatural y a la
magia de la tierra sufriendo espasmos
de dolor.
Un mago gritó cuando fue
despedazado por un dentado remolino
de magia. Un maestro de la espada fue
vuelto del revés y sus órganos quedaron
colgando de su esqueleto durante un
agónico segundo antes de que se
desplomara. Había caos por todas
partes. El rampante vórtice de magia
engendraba nuevas criaturas con cada
cascada de poder de la tormenta que
sacudía la cima de la torre.
—En nombre de Asuryan, ¿qué está
ocurriendo allí arriba? —gritó Eldain
por encima del ruido.

***
En la cámara superior de la torre, Caelir
gritó mientras la reserva de magia
oscura oculta a la vista y el
conocimiento que llevaba en su interior
se vertía al mundo. La parte superior de
la cámara había desaparecido, arrasada
por un ululante géiser de luz oscura, y
un torbellino de nubes innaturales
rebullía sobre él. Los magos que antes
rodeaban el círculo habían
desaparecido, quemados y lanzados a la
muerte, y sólo dos maestros de la
espada habían sobrevivido para
proteger a su señor del asalto.
El cuerpo de Teclis yacía convertido
en un montón arrugado junto a un
pedazo de piedra negra, lo único que
había impedido que se precipitara a su
muerte. Su túnica era una ruina
humeante, y aleteantes llamas negras
chisporroteaban en su pecho y en sus
brazos; su carne estaba despellejada. El
Señor del Conocimiento apenas se
aferraba a la conciencia, el ululante
torbellino de la magia desatada
destrozaba su cuerpo con paralizante
agonía.
Columnas de fuego sinuoso,
chillando maníacamente, buscaban
devorarlo, pero los maestros de la
espada luchaban descargando sus
grandes espadas para mantenerlas a
raya. Pese a su habilidad, el Señor del
Conocimiento ya podía estar muerto.
Anurion yacía en el suelo, el rostro
convertido en una máscara de sangre y
terror mientras miraba horrorizado a
Caelir.
Caelir sintió que el poder oscuro
que fluía por él lo consumiría pronto y
lo agradeció, sabiendo que por fin su
dolor terminaría. Sus miembros estaban
rígidos, pero mientras la última oleada
de dolor lo barría, podía sentir que su
poder empezaba a menguar. Miró a
Kyrielle al oírla gritar de pánico.
Sollozó al ver la magia oscura
consumir sus hermosos rasgos,
tentáculos invisibles rasgaron su carne y
le secaron la vida. Su pálida piel de
alabastro se resquebrajó como un
pergamino antiguo, las finas arrugas en
torno a sus ojos y su boca se volvieron
más profundas hasta convertirse en
grietas abiertas que sangraban. La boca
de Kyrielle se abrió de manera
imposible, los huesos crujieron en su
mandíbula y el color se borró de su
brillante pelo caoba y se volvió fino y
viejo, como el de un cadáver.
—¡No… por favor, no…! —gritó él,
tratando desesperadamente de soltarle
la mano.
Pero ni su deseo de salvarla ni
ningún poder que él poseyera podía
obligarlo a soltar la mano. Lloró
mientras la magia consumía a Kyrielle,
incapaz de impedir que las energías
malignas usaran su cuerpo hasta
gastarlo. La piel se le desgajó de la cara,
los músculos de debajo se atrofiaron
hasta volverse polvo y cayeron de sus
huesos.
Ella gritó su nombre, pero sus
huesos ya no pudieron sostener su
torturada estructura y la muchacha
hermosa y maravillosa que había sido
Kyrielle Verdetez murió. Por fin él soltó
la mano y ella cayó al suelo, un cadáver
roto de carne disecada alojada en un
vestido verde.
Caelir sintió que el control
regresaba a sus miembros y cayó al
suelo, llorando calientes lágrimas de
dolor y pena. El dolor ardía en su
interior, pero al menos era un dolor
físico y, por tanto, finito. Su cuerpo
sanaría y el fuego de sus huesos
desaparecería, pero el dolor de su
alma… viviría con él eternamente.
Con los ojos arrasados por las
lágrimas vio los huesos retorcidos que
eran todo lo que quedaba de Kyrielle y
gritó su nombre, recordando a la
hermosa y maravillosa criatura que lo
había rescatado del océano y lo había
salvado de la planta carnívora de su
padre. Estaba muerta y él la había
matado, como si la hubiera
estrangulado con sus propias manos.
Se quedó donde estaba, sintiendo la
agonía de su muerte, el temor y la
confusión que debían de haber sido sus
últimos pensamientos. Caelir miró hacia
donde yacía Anurion, inmóvil por la
pena o la magia hostil.
—Lo siento… —dijo—. Yo no
sabía…
Caelir se volvió y se dirigió al borde
de la torre mientras una terrible
sensación de pérdida y pesar se
apoderaba de él. Las nubes oscuras
alrededor de la cúspide de la torre
retrocedían, pues los hechizos
defensivos empezaban a recuperar el
control de la magia.
A cientos de metros bajo él, Caelir
pudo ver la anarquía que rodeaba a la
torre. Puntos de fuego iluminaban el
bosque en docenas de lugares y el
humo se alzaba hacia el cielo, mientras
árboles que se habían alzado durante
miles de años se convertían en cenizas
por acción de los fuegos mágicos. Vio
grupos de maestros de la espada
combatiendo contra una legión de
brillantes monstruos y prácticamente
pudo saborear la sangre que se había
vertido en defensa de la torre.
Las lágrimas abrieron un sendero de
culpabilidad al correr por su rostro.
Tanta muerte, y todo por su culpa…
Él había traído este mal aquí y que
hubieran sido otros quienes lo habían
colocado en su interior no importaba.
Estaba tan consumido por la necesidad
de respuestas que estuvo ciego al mal
que acechaba en su interior. Eldiarion
había tenido razón al no fiarse de él, y
el obsesivo anhelo de conocimiento de
Teclis le había impedido ver la
naturaleza de la trampa.
Oyó una voz decir su nombre y se
volvió para ver a Teclis, sostenido por
dos maestros de la espada y
horriblemente quemado, que avanzaba
con dificultad hacia él.
Caelir se dio media vuelta y miró el
lejano suelo.
—¡No! —gritó Teclis, adivinando su
intención.
—Lo siento —dijo Caelir, y saltó de
la torre.

***
Eldain desenvainó su espada cuando
llegaron por fin a la torre; sus muros
blancos ardían con un fuego interno y
las tallas doradas eran cegadoras.
Rhianna, Yvraine y él se habían abierto
paso hasta la torre a trompicones, pues
la maestra de la espada se había
enfrentado a las criaturas mágicas con
veloces tajos de su arma.
Rhianna había recuperado la
compostura, y cada paso que los
acercaba a la torre la volvía a llenar del
vigor de la magia pura que fluía de ella.
Los feroces combates continuaban, con
los maestros de la espada juntos y
luchando en disciplinadas falanges en
vez de en los enfrentamientos aislados a
los que se habían visto forzados en los
ataques iniciales.
Sin embargo, con la misma
metódica precisión, más y más horribles
criaturas emergían de los charcos de
energía mística vertidos por las criaturas
que morían. Por cada bestia abatida,
otras nuevas se levantaban para
combatir, y lentamente, paso a paso, los
maestros de la espada empezaron a
retroceder hacia la torre.
Eldain se dispuso a colocarse junto a
Yvraine, preparado para luchar con ella
espalda contra espalda, como había
visto hacer a otros guerreros, pero la
maestra de la espada lo rechazó.
—No, no puedes luchar tan cerca
de mí.
—¿Por qué no?
—No eres maestro de la espada y no
estás familiarizado con nuestra forma
de combatir. Sin ese conocimiento, mi
hoja te cortaría en dos o la tuya me
heriría. Lucha junto a mí, pero no como
mi hermano de la espada.
Recordando cómo las armas de
Yvraine y de sus compañeros maestros
se entrelazaban, Eldain asintió,
comprendiendo ahora el letal error que
sería combatir tan cerca de ella.
Se apartó de Yvraine mientras más
maestros de la espada se retiraban hacia
la torre. Un enjambre de titilantes
monstruos, formados a partir de todas
las pesadillas imaginables, los rodearon,
y aunque los guerreros elfos no
mostraron ningún miedo, estaba claro
que no podían combatir a un número
tan elevado.
Cien espadas se alzaron al unísono
mientras las bestias de magia se
abalanzaban hacia ellos, y la batalla
arreció a un par de metros de la Torre
Blanca. Los maestros de la espada eran
hábiles más allá de la comprensión
mortal, y sus armas se movían más
rápidas que el pensamiento, trazando
deslumbrantes molinetes con cada
golpe precisamente calculado. Aunque
lo tenían todo en contra, no dieron ni
un paso atrás, pero cada segundo de la
batalla veía a otro guerrero elfo caer
destrozado.
Eldain luchó con toda la habilidad
de que fue capaz, clavando la espada en
la carne inmaterial, como gelatina, de
los monstruos. Esquivó un tentáculo de
luz, descargó un tajo en el miembro con
un golpe hacia arriba de su espada y la
volvió a descargar a tiempo de bloquear
una garra afilada que le buscaba la
cabeza.
Junto a él, Rhianna luchaba con
talentos propios. Aunque podía
empuñar una espada con bastante
habilidad, era en las artes mágicas
donde se encontraba su verdadero
potencial. Conjuró ardientes muros de
fuego azul dentro de las titilantes filas
de los monstruos que los consumieron
en ululantes oleadas. Y cuando esas
llamas se alzaron, cada criatura quedó
completamente destruida, sin que
ningún residuo de su final creara otras
en su estela. Lenguas de fuego brotaban
de sus manos tendidas, pero Eldain
comprendió que no podría mantener
tan tremendo consumo de poder
durante mucho tiempo.
Mientras desesperaba ya de ganar
esta batalla, una cascada de fuego
mágico llovió sobre los monstruos.
Explosiones de luz blanca estallaron con
brillo cegador cuando los magos de la
torre finalmente descargaron su poder
en defensa de su hogar.
Eldain gritó de júbilo al ver que el
sentido de la batalla había cambiado.
La habilidad y los sacrificios de los
maestros de la espada habían dado
tiempo a los magos para que volvieran a
controlar las energías rampantes en la
torre, y ahora todo el poder de la magia
de Saphery participaba en la lucha.
Eldain bajó la espada y se volvió
hacia Rhianna. Ella se desplomó contra
la torre, completamente exhausta por la
magia que había liberado.
—Se acabó —dijo él—. La batalla se
ha acabado.
Ella sonrió agradecida, su piel pálida
y como de cera.
—Gracias a Isha… No tengo más
que dar.
—No te preocupes, fue suficiente.
Rhianna se estremeció y Eldain notó
como si la sensación pasara de ella a su
propia carne. La miró a los ojos y un
momento compartido de
reconocimiento saltó entre ambos, pero
no supo decir de qué clase de
reconocimiento se trataba.
El ruido de la batalla remitió, como
si una niebla invisible hubiera
descendido para amortajar los sentidos.
Eldain miró de nuevo a Rhianna y supo
que ella estaba experimentando lo
mismo.
—¿Qué…? —empezó a decir, pero
se detuvo al ver la expresión de sorpresa
total en los ojos de su esposa.
Siguió la dirección de su mirada y
su corazón quedó atenazado por un
puño.
Entre el ejército moribundo de
criaturas mágicas había un elfo de
aspecto anonadado cuyos rasgos eran
reflejo de los suyos propios.
—No puede ser… —dijo Caelir.

***
En vez del aire, su pie pisó terreno
sólido.
Caelir sintió el mismo cambio en la
realidad que había experimentado
cuando puso por primera vez los pies en
la Torre de Hoeth; esa misma sensación
de que la magia cambiaba las cosas
porque podía. Una vez más había
recorrido toda la altura de la torre, pero
esta vez no lo había deseado. Esta vez
había deseado la vaharada del aire
pasando ante su cuerpo en la caída,
mientras todo terminaba pacíficamente.
Pero cuando la magia de Ulthuan
corrió a rellenar el hueco abierto en su
alma por el vertido de magia oscura
oculta en su interior, todos los
pensamientos de muerte volaron de su
mente y un sollozo estremecedor
sacudió su pecho. Se dio cuenta de lo
cerca que había estado de una muerte
innoble y la idea lo horrorizó más allá
de lo imaginable.
No…, si iba a pagar por esta
monstruosa debacle, tenía que estar
vivo. Tendría que sobrevivir y
finalmente descubrir qué le habían
hecho y por qué.
Caelir se levantó, y una nueva
resolución lo llenó mientras
contemplaba cuanto le rodeaba. Se
encontraba en la base de la Torre de
Hoeth, en la linde de los restos
quemados del bosque que Kyrielle y él
habían atravesado con Anurion…
«¡Kyrielle!»
Cerró los ojos cuando la imagen de
su terror destelló en su mente, sus
rasgos antes perfectos derretidos hasta
el hueso a medida que la magia oscura
la iba consumiendo. La pena era
todavía profunda, y le hizo falta recurrir
a toda la fuerza de su voluntad para
reducirla a un nivel que le permitiera
funcionar. La lloraría adecuadamente
más tarde, pero ahora tenía que actuar.
Una hueste de maestros de la
espada luchaba contra las criaturas que
había convocado la magia, abatiéndolas
con letal gracia y habilidad.
Deslumbrantes lanzas de fuego caían
desde la torre y las llamas blancas
saltaban del suelo formando muros
para contenerlas.
La batalla por la torre casi había
sido ganada, y aunque el titilante
ejército de monstruos estaba
condenado, siguieron luchando sin que
les importara su destino final. Caelir
tenía pocas dudas de cuál sería su
destino si los maestros de la espada lo
hacían prisionero: sus hermanos habían
muerto y el Señor del Conocimiento
había sido herido y había estado a
punto de morir también, así que se dio
media vuelta y corrió hacia el bosque.
Oyó un grito tras él y vio a una
figura separarse de las filas de los
maestros de la espada y dirigirse
corriendo hacia él. Llevaba una larga
túnica ondulante y su cabello de color
miel ondeaba tras ella como el
estandarte de un guardián de Ellyrion.
Era hermosa, pero parecía aterrorizada,
y Caelir no pudo soportar el dolor que
vio en ella.
Llegó al bosque, corriendo en zigzag
entre árboles ennegrecidos por el fuego
que lloraban savia, saltando sobre los
cuerpos caídos. Caelir oyó más gritos
tras él, pero no les prestó atención en su
desesperación por escapar. Se detuvo en
un claro que no había alcanzado el
fuego y vio un trío de magníficos
corceles junto al cadáver de un maestro
de la espada. El suelo brillaba de sangre
y del residuo de la magia como si
estuviera cubierto por el rocío de la
mañana, y Caelir al instante vio que dos
de los caballos eran
inconfundiblemente de sangre
ellyriana.
Casi se echó a reír, aliviado, al
contemplar tan agradable visión, y se
dirigió hacia ellos. Los caballos
relincharon de placer y los animales de
Ellyrion se le acercaron y lo
mordisquearon afectuosamente. La
familiaridad de los corceles fue para él
como una piedra de toque, y lloró al ver
ese recordatorio de una patria que no
podía recordar.
Uno de los caballos era negro
azabache, normalmente considerado de
mala suerte por los jinetes de Ellyrion,
pero era una bestia hermosa y fuerte.
Su compañero era más pequeño y
menos musculoso, pero no menos
majestuoso. El tercer caballo era una
montura sapheriana de color gris y
también le dio la bienvenida, una
conducta que normalmente no se
esperaba de animales tan orgullosos.
Caelir sintió una extraña
familiaridad con estos caballos, como si
los conociera de una vida anterior, pero
no hubo ninguna conexión, ningún
recuerdo de sus nombres o
personalidades.
—¿Quieres llevarme lejos de este
lugar, amigo? —dijo Caelir, pasando las
manos por los flancos del caballo negro.
El caballo agachó la cabeza.
—Gracias —dijo Caelir.
Se subió a lomos del animal y cogió
las riendas mientras oía pasos a la
carrera que se acercaban. A través de
los árboles pudo ver a la doncella que
había visto antes y otra puñalada de
familiaridad lo asaltó. Ante ella corría
un guerrero con una espada en la
mano, sus rasgos parcialmente ocultos
por el juego de sombras entre el humo
y los árboles.
Como con la doncella élfica, había
familiaridad en sus rasgos, pero…
Entonces la luz cambió y Caelir dejó
escapar un grito al ver que los rasgos del
guerrero eran los suyos propios…
—¡Espera! —gritó su doble, pero
Caelir no estaba dispuesto a obedecer
ninguna orden.
Hizo girar al caballo con la presión
de las rodillas y cabalgó hacia el
horizonte.
Como Anurion antes que él, Teclis
había sido incapaz de retirar la
maldición de su memoria olvidada,
pero Caelir recordaba que Anurion
había hablado de otro poderoso ser que
podría ayudarlo a descubrir la verdad
de su vida.
La Reina Eterna.
TERCERA
PARTE
11

Las olas azotaban la costa rocosa y


escarpada, implacables murallas de fría
agua negra que corrían entre las islas
rotas que se extendían al oeste de
Ulthuan para golpear las ruinas
hundidas de Tor Anroc. Lo que antes
había sido una gloriosa fortaleza ahora
no era más que restos esqueléticos, sus
altas torres derruidas y sus murallas
vencidas por un antiguo pero aún
amargamente recordado acto de rencor.
El señor de Tor Anroc y sus hijos ya
no existían, perdidos para la historia y
los recuerdos de los antiguos
cuentacuentos. Ahora nadie hablaba de
ellos, pues su destino era demasiado
descorazonador para poder oírlo sin
que los propios pensamientos se
volvieran moribundos.
Sólo quedaban troncos rotos de
torres perdidas, sobresaliendo de las
aguas azotadas por las tormentas como
los dedos de un ahogado. Cada año que
pasaba, nuevas torres sucumbían a la
erosión del mar y se desplomaban bajo
las olas.
Un hosco cielo gris se extendía
sobre la torre, el día casi había
terminado mientras el sol descendía
hacia el lejano horizonte como si fuera
un helado disco blanco. Vientos
espectrales soplaban sobre la atalaya de
Tor Anroc, una alta aguja de oscura
roca levantada sobre las ruinas de la
ciudad hundida.
Desde la torre más alta de la
atalaya, Coriael Velozcorazón
contemplaba el sombrío tono gris del
horizonte occidental. Una bruma
titilante flotaba sobre el océano, pero
esas visiones no eran extrañas en
Ulthuan y no le preocupaban.
Su armadura resplandeció con los
últimos rayos del sol y se estremeció
cuando otra vaharada de frío viento
azotó las alturas de la torre. Coriael
escuchó el sonido del océano,
imaginando que eran rugidos olvidados
de dragones, y recordó historias de
épocas pasadas que le había contado su
abuelo junto al hogar de su casa en
Tiranoc.
Le entusiasmaban las historias de
cielos repletos de sinuosos cuerpos de
dragones mientras los magníficos
guerreros de Caledor los dirigían a la
batalla. Pero cuando el fuego volcánico
de las montañas se enfrió y la magia del
mundo se redujo, los dragones
durmieron cada vez más, y ya no
despertaban a la llamada del clarín del
cuerno del dragón.
Coriael deseaba poder haber vivido
en aquellos días de esplendor, cuando
Tor Anroc todavía se alzaba orgullosa y
fuerte. Anhelaba la embriagadora gloria
de luchar en la deslumbrante hueste de
Ulthuan contra sus muchos enemigos
en vez de estar ahora contemplando el
llano vacío del océano.
Agarró su lanza y se empinó un
poco al imaginarse a sí mismo entre una
fila de lanceros, todos henchidos de
valor y con sus armas brillando al sol.
Sin embargo, no era ése el caso, y
aunque comprendía la necesidad de lo
que él y sus compañeros guerreros
hacían aquí, no saciaba su hambre de
gloria estar aislado en esta tierra
desolada y aislada actuando como un
simple oteador.
Bajo él, un centenar de guerreros de
Tiranoc componían la guarnición de la
atalaya, guardianes del faro mágico que
advertía de la presencia de cualquier
fuerza hostil que se acercara a la isla de
los asur. Además de estos soldados
ciudadanos, un grupo de guerreros
sombríos había llegado la noche
anterior, un hecho que fue recibido con
cierta emoción, pues sólo de vez en
cuando esos crueles guardianes de la
costa de Ulthuan decidían
confraternizar con los soldados del Rey
Fénix.
Ahora mismo, Coriael habría
preferido que la circunstancia fuera aún
más rara, pues su compañero bajo las
almenas de la atalaya era un frío
nagarythe llamado Vaulath.
El guerrero sombrío no llevaba
túnica de lana, pero no parecía sentir el
frío a pesar de contar sólo con la
protección de una fina cota de malla y
una capa gris que se confundía con la
piedra de la torre. Su largo arco estaba
hecho de una madera tan oscura que
resultaba casi negra, y su intrincado
relieve realizado en cobre oscuro.
—¿Todavía soñando con ser un
gran héroe? —dijo Vaulath, y Coriael
supo que había leído sus pensamientos
en su postura.
—No hace daño soñar, ¿no?
—Supongo que no. Mientras que
comprendas que no es más que eso, un
sueño.
—¿Qué quieres decir? —preguntó
Coriael.
Vaulath negó con la cabeza.
—No veo a gente como tú
combatiendo en una línea de batalla.
—¿Por qué no?
—Demasiado soñador. Te matarían
en la primera carga, pues estás
demasiado ocupado pensando en la
gloria que quieres ganar para
defenderte del primer enemigo que
intente atravesarte.
—¿Cómo lo sabes? —replicó Coriael
—. Ni siquiera me conoces.
—No me hace falta. Puedo verlo tan
claro como el día. No has sufrido como
hemos hecho los nagarythe. Sigues
pensando que la guerra es cuestión de
gloria y de honor.
—¡Y lo es!
Vaulath se echó a reír, aunque el
cruel sonido de su risa carecía de
humor.
—Si piensas así, eres un joven
idiota, la guerra no tiene nada que ver
con esas ideas. Se trata de dar muerte.
Es cuestión de matar a tu enemigo
antes de que sepa que estás allí.
Golpearlo desde las sombras lo más
rápidamente posible por todos los
medios necesarios. ¡Y cuando esté
derrotado, cuelgas de las entrañas su
cadáver en un patíbulo para que sus
amigos sepan que no tienen que volver!
Coriael se estremeció ante las
palabras de Vaulath, sorprendido no
por el sentimiento de odio, sino por lo
exacerbado del mismo, pues los
nagarythe eran conocidos por su
crueldad como guerreros. Pero oír esas
palabras de uno de los asur era
escalofriante, más parecido a lo que
podría haber esperado oír de la boca de
un druchii.
—Te equivocas —dijo Coriael—.
Los grandes héroes de Ulthuan nunca
se rebajarían a semejante barbarie.
—¿Crees que no? ¿Dónde estaba la
gloria cuando los yelmos plateados de
Tethlis el Matador expulsaron a los
druchii de los acantilados de la Isla
Marchita para que se destrozaran
contra las rojas de abajo? ¿Crees que
Tyrion permitió que las ideas del honor
detuvieran su mano cuando mató al
asesino del Rey Brujo en la llanura de
Finuval? No, el campeón de la Reina
Eterna mató a su oponente con toda la
rapidez de la que fue capaz.
Cayó la noche mientras Vaulath
continuaba escupiendo sus venenosas
palabras y Coriael deseó poder haber
pasado esta guardia con alguno de sus
compañeros de Tiranoc en vez de con
este cáustico nagarythe.
Disgustado, se dio la vuelta y se
apoyó en el parapeto, buscando
encontrar en la oscuridad algo que lo
distrajera de las sombrías palabras de
Vaulath. El guerrero sombrío no dijo
nada más, contento con haber dejado
claro su argumento y aplastado los
sueños de gloria de Coriael.
Aparte del estrépito del agua y las
olas blancas, Coriael podía ver muy
pocas cosas de interés, aunque eso no le
sorprendió. Nubes oscuras acechaban
en el horizonte, más cercanas a cada
segundo, y era probable que una
tormenta se estuviera formando en alta
mar.
Una rendija de oscuridad cambió
bajo él, y la luz de la luna proyectó
largas sombras sobre la roca. Coriael se
quedó mirando desde el parapeto,
sorprendido.
—¿Has visto eso? —susurró
Vaulath. Su voz era audible incluso por
encima del estrépito de las olas.
—He visto algo —asintió Coriael.
—Mira de nuevo.
Coriael se asomó más al parapeto y
entornó los ojos en un intento de
detectar de nuevo la sombra en la
oscuridad. Oyó el suave crujido del arco
de Vaulath al tensarse y se volvió a
preguntarle qué veía cuando oyó una
serie de suaves chasquidos y un fuego
abrasador estalló en su hombro.
Gritó de dolor mientras Vaulath
soltaba una flecha de pluma negra y
cayó al suelo de piedra de la torre. Oyó
un grito de dolor en la base. Coriael
rodó hasta ponerse de espaldas y soltó
su lanza, mirando con sorpresa cómo
un par de virotes de hierro sobresalían
en su carne. La sangre manchaba su
túnica de color crema y sintió un pánico
mareante acumularse en su interior
cuando imaginó que las puntas serradas
de los virotes podrían estar
envenenadas.
Un repiqueteo de proyectiles chocó
contra la piedra de la torre y Coriael vio
cómo Vaulath se ponía a cubierto tras
una almena. La furia empezó a superar
su dolor cuando se dio cuenta de que el
sombrío guerrero lo había utilizado
como cebo ante lo que estaba
disparando desde abajo, convirtiéndolo
en blanco.
—¿Aún sigues vivo? —le preguntó
Vaulath.
—¡No gracias a ti! —escupió Coriael
—. ¡Me podrían haber matado!
—Tal vez, pero he matado al que te
alcanzó —respondió Vaulath—. ¿Aún
sigues pensando que hay honor en la
guerra?
Coriael no se dignó responder a esa
pregunta y se obligó a ponerse de
rodillas, apretando los dientes a causa
del dolor. Intentó arrancarse uno de los
virotes del hombro, pero Vaulath negó
con la cabeza.
—Déjalo. Morirás desangrado.
Miró con mala cara al guerrero
sombrío, examinó su hombro y vio que
las nubes de tormenta que había
advertido antes se acercaban a una
velocidad innatural.
—¿Qué está pasando?
—Nos atacan, ¿qué crees que está
pasando? —respondió Vaulath—. Ve
abajo y enciende el faro. Si vienen en
buen número, necesitaremos ayuda
pronto para sobrevivir a esta noche.
—¿Quiénes son?
—Druchii. ¿Quién si no?
Coriael asintió, asustado, pero
también jubiloso porque ahora estaba
implicado en una lucha por proteger a
Ulthuan, y el dolor de sus heridas
remitió un momento.
Abajo oyó gritos y el entrechocar de
armas, pero por todas partes se oía un
temible sonido, como una vela rasgada
ondeando al viento, un roce de cuero
que le hizo pensar en cuevas oscuras y
cubiles en las montañas llenos de
huesos roídos y ensangrentados.
Vaulath lo oyó también, y alzó la
cabeza mientras una manta de
oscuridad en movimiento apagaba el
cielo. Pero esta oscuridad tenía poco
que ver con la puesta del sol, salvo que
era la mortaja que ocultaba a las viles
criaturas de su interior de la vista de
todo lo que era bueno y puro.
Con una velocidad que sorprendió a
Coriael, Vaulath disparó flecha tras
flecha hacia la nube de alas agitadas y
alaridos que llenaba el aire.
—¡Vete! —gritó el sombrío mientras
apuntaba y disparaba con velocidad
aterradora.
Una llamarada de fuego púrpura
iluminó el cielo, y Coriael gritó cuando
vio los miles de horribles criaturas que
sobrevolaban el aire por encima de la
torre, sus cuerpos una terrible
amalgama de anatomía femenina y
grotesco murciélago demoníaco. En las
fluctuantes lanzadas de luz púrpura, vio
rostros que eran poco más que los de
animales salvajes, ansiosos y horribles.
Sus alas estaban compuestas de un feo
tejido correoso; sus zarpas y cuernos,
forjados a partir de huesos enfermos y
amarillentos.
El miedo dio velocidad a sus piernas
y corrió hacia la escalera tallada en el
suelo que conducía a la sala del faro.
Oyó más alaridos penetrantes mientras
las flechas de Vaulath seguían
encontrando su objetivo en aquella
carne maculada.
La torre se estremeció como si
hubiera recibido un poderoso golpe y
Coriael jadeó dolorido cuando el
impacto lo lanzó contra las piedras.
Cayó en el hueco de la escalera y oyó el
arco de Vaulath golpear el suelo, y el
hedor de la carne sucia llenó su nariz.
El sonido del aleteo de las criaturas se
hizo más fuerte mientras la nube de
monstruos descendía sobre la torre y
envolvía la cima en un frenesí de
cuerpos ululantes.
Coriael miró hacia atrás, pero ya no
pudo ver al guerrero sombrío. Lo oyó
gritar de odio mientras su espada se
cebaba en la carne de las bestias
voladoras. El olor de la sangre y los
aullidos de la sed de violencia
triunfante lastimaron sus sentidos y
bajó corriendo las escaleras que
conducían a la sala del faro. Trató de
no imaginar el horror de ser
despedazado por aquellas abominables
criaturas.
Gritos ensordecedores resonaron
tras él; el aleteo de las antorchas
proyectaba las frenéticas sombras de sus
perseguidores contra las blancas
paredes interiores de la escalera. Coriael
continuó corriendo, y agarró una
antorcha con el brazo bueno cuando
llegó al rellano.
Una puerta de madera blanca
bloqueaba el avance y se desplomó
contra ella.
—¡Dama Isha, en cuya gracia
confío, ábrete!
La madera de la puerta latió con
una suave luz y Coriael oyó el
chasquido de la cerradura que indicaba
que la magia que negaba el paso a los
enemigos se retiraba. Abrió la puerta
mientras los gritos de triunfo y el
chasquido de las mandíbulas de hueso
rozando contra la piedra resonaban tras
él.
Coriael atravesó la puerta y se volvió
para apoyar su peso contra ella. Antes
de que la puerta pudiera cerrarse, un
cuerpo chocó una y otra vez contra el
otro lado, y Coriael gritó cuando su
hombro herido acusó la sacudida. Hizo
presión contra las criaturas del exterior,
la madera de la puerta estremeciéndose
bajo su asalto mientras las garras duras
como el hierro la arañaban.
Los alaridos de dolor resonaron en
los pasillos cuando la pureza de la
magia quemó la carne de las criaturas.
Coriael luchó contra el dolor de su
herida, redoblando sus esfuerzos por
cerrar la puerta. El brillante orbe azul
del faro latía preparado ante él, pero
mientras la puerta permaneciera sin
cerrar, bien podría hallarse en Ulthuan,
para lo que le servía.
Una mano retorcida de dura carne
asomó por el borde de la puerta, y las
garras ensangrentadas le rasgaron el
pecho.
Coriael gimió de dolor y su peso
contra la puerta se redujo una
fracción…
Unos brazos de músculos nudosos
se abrieron paso entre la abertura, y con
la nueva palanca la puerta se abrió.
Coriael cayó al suelo, sometido por el
dolor, pero sabiendo que tenía que
cumplir con su último deber antes de
que estos monstruos depravado lo
mataran.
Se arrastró hacia el faro señalizador,
pero mientras extendía los brazos hacia
él, un peso inesperado lo clavó en el
suelo y los monstruos alados aterrizaron
sobre él.
Coriael gritó. Las garras se clavaron
en su cuerpo.
Su mundo terminó en una
explosión de dolor mientras los
colmillos se cebaban en su carne.

***
La luz de la luna cubría los picos de las
Annulii, bañando de plata los macizos
rocosos y las playas del norte de Tiranoc
mientras la noche cubría el mundo con
su manto. La bruma titilante que
Coriael Velozcorazón había visto en el
crepúsculo se difuminó, y mientras el
mar reflejaba la luz de la luna, una
enorme flota de barcos surgió de la
bruma.
Estilizados barcos cuervo de negro
casco y espolones ganchudos y velas
negras transportaban cientos de
guerreros elfos oscuros, y grandes
drakkars de madera con altas proas de
dragón traían a los guerreros de Issyk
Kul. Cientos de navíos navegaban hacia
la bahía conocida como Carin Anroc,
que se internaba tierra adentro entre
Tiranoc y las Tierras de las Sombras.
Neutralizada la atalaya de Tor
Anroc, el sigilo y la astucia fueron
sacrificados por la velocidad. Aunque el
faro de advertencia había sido
silenciado, los defensores de Ulthuan
no tardarían mucho en darse cuenta de
que los invadían.
Los primeros navíos de los elfos
oscuros vararon en la orilla y los
guerreros saltaron por la borda.
Corrieron por la costa, las espadas
desnudas y los crueles ojos ansiosos de
sangre. Nave tras nave fueron llegando
a la orilla y docenas de guerreros se
reunieron ante los latigazos y las
órdenes a gritos de sus líderes.
Guerreros embozados sacaron
oscuros corceles de las sentinas de sus
barcos y cabalgaron al encuentro de
cualquier explorador enemigo mientras
falanges de guerreros vestidos con
largas cotas de malla llamadas dalakoi y
petos dorados avanzaban por la orilla.
Estos guerreros llevaban la temible
draich, una poderosa arma de verdugo,
y una nube de temor se alzaba ante
ellos mientras marchaban hacia la
playa.
Las pesadas naves tendieron rampas
de gruesa madera y una hueste de
oscuros caballeros montados en verdes
bestias reptilescas bajaron la playa.
Mucho más grandes que las monturas
de sus hermanos emboza dos, estas
escamosas criaturas verdes eran
musculosas y sañudas y sus poderosas
mandíbulas estaban llenas de colmillos
puntiagudos. Los caballeros llevaban
lanzas serradas que destellaban a la luz
de la luna, y las gruesas y rugientes
cabezas de sus monturas se agitaban de
un lado a otro mientras olisqueaban el
aire en busca de sangre.
Máquinas desmontadas hechas de
piezas artísticamente trabajadas de
ébano y oro fueron descargadas de las
sentinas de otros barcos, junto con
barriles de temibles proyectiles: largos
virotes más parecidos a pesadas lanzas
de hierro y cientos de dardos más
pequeños y livianos.
Una forma negra giraba en el aire
muy por encima del ejército reunido,
una bestia de oscuridad que llevaba a la
señora de la hueste a través de la
noche. Su forma externa recordaba a la
de un poderoso caballo alado, y su
esbelta silueta era como la esencia de la
noche unida a una forma física. Sus ojos
ardientes y depredadores brillaban rojos
en la oscuridad y un irregular trozo de
hueso sobresalía de su cráneo.
Morathi montaba al pegaso
nocturno con la lanza en alto, para que
todos la vieran. Contra la negrura de su
montura, su piel era como el mármol,
lisa, pálida y hermosa. Un corselete de
brillante cuero negro y un peto
protegían y exponían su carne por igual,
y la asistía una titilante hueste oscura
de espíritus malévolos que se
congregaban a su alrededor en un tapiz
de bruma.
Los guerreros, al verla, entonaron
súplicas de lujuria y adoración, pero
Morathi los ignoró, revoloteando sobre
las energías mágicas que volaban desde
las Montañas Annulii y sonriendo
mientras contemplaba la aniquilación
de sus enemigos.
Issyk Kul, su aliado por el
momento, ancló sus naves un poco más
allá de las de la Hechicera Bruja, y
marchó a través de las aguas hasta la
playa con su espada de muchos filos
desenvainada. Tras él, una figura
desnuda montaba un alto corcel de piel
roja y flancos poderosos que brillaban
de sangre y musculatura expuesta. En
su lomo habían cosido una silla de plata
y sus ojos de zafiro ardían de éxtasis
mientras el agua salada bañaba de
fuego su carne desollada.
Morathi vio cómo Kul montaba en
la silla metálica del corcel despellejado y
alzaba la espada. Echó atrás la cabeza y
lanzó un penetrante aullido mientras
agitaba el arma como un loco.
A su señal, docenas de hombres
saltaron al agua desde los drakkars.
Eran hombres correosos del lejano
norte, la dura piel esculpida por los
rigores de la batalla y la masacre.
Guerreros de armaduras oscuras, capas
de piel y yelmos con cuernos
marcharon hacia la orilla, sus espadas
curvas y sus poderosas hachas ansiosas
de muerte y degradación en nombre de
su dios.
Bestias de cabezas deformes y
cornudas marchaban entre estos
guerreros, sus anatomías eran
enormemente musculosas y
difuminadas por la fusión de hombre y
bestia. Monstruos rugientes de cuernos
retorcidos que sobresalían de sus
cráneos empujaban a otras bestias más
pequeñas de piel roja ante ellos con
gruñidos y golpes de porra con pinchos.
Los grandes barcos tendieron las
rampas y los guerreros bajaron por
decenas por las bordas, cada grupo
arrastrando tras de sí una abominación
encadenada.
Los rugidos y aullidos resonaban en
la noche mientras masas deformes de
carne bajaban a la orilla, sus muchas
bocas chasqueando ante todo lo que se
les acercara. Las bestias avanzaban
apoyándose en miembros hinchados y
retorcidos con llagas abiertas y colgajos
de nervios en las articulaciones. Sus
cuerpos hinchados estaban recubiertos
de pesados cartílagos y miembros con
garras, demasiados para cualquier
criatura natural, y ninguna poseía una
cabeza definida o un medio principal
para discernir el mundo que tenían
delante.
Fueran lo que hubiesen sido estas
criaturas una vez, ahora eran monstruos
engendrados por el poder mutador del
Caos, poco más que aterradores
motores vivos de destrucción y masacre.
Otros barcos empezaron a descargar
nuevos monstruos deformes, criaturas
horriblemente distorsionadas y
retorcidas que desafiaban la
comprensión y se resistían a la
descripción. Carcasas monstruosas de
carne deformada, sus cuerpos eran
horrores de garras acechantes, cabezas
fundidas, miembros elásticos y
tentáculos amenazadores.
Era imposible saber si sus horribles
alaridos eran de ira o de dolor, pero
fuera cual fuese el motivo de sus
chillidos, el viento que soplaba del mar
los llevaba tierra adentro.
Issyk Kul cabalgó en su repugnante
corcel por toda la playa, aullando como
un lobo rabioso mientras su ejército
desembarcaba. Su caballo se alzó, como
una gran estatua heroica hecha de
mármol rosa que hubiera cobrado vida,
y la sangre que corría por los brazos de
Kul al empuñar su espada llena de
espinos fue como aceite a la luz de la
luna.
El brillo plateado del cielo era a la
vez una ayuda y una molestia, pues
aunque facilitaba el desembarco
nocturno, también hacía que resultara
más fácil detectar los muchos barcos y
los centenares de guerreros.
El tiempo era esencial, y con cruel
eficacia las fuerzas de Morathi e Issyk
Kul dejaron atrás las playas y
remontaron las pendientes de la tierra
de los elfos.
La invasión de Ulthuan había
comenzado.
Sobre las cimas de las Annulii, los
vientos estaban cargados de energía
mágica, haciendo que las tres águilas
pudieran mantener el vuelo con el
mínimo esfuerzo. El aire cálido de los
reinos interiores se alzaba desde los
flancos orientales de las montañas y se
enfrentaba a la fría barrera de viento
que llegaba desde el mar. Mezcladas
con las oleadas de magia pura y
poderosa, las corrientes termales
resultantes hacían que volar por los
cielos Riera una experiencia jubilosa,
aunque a las poderosas aves de presa
pareciera importarles poco la sensación.
Las águilas volaban juntas, aunque
el ave que ocupaba el centro de la
formación era claramente la más
poderosa de las tres; sus plumas, una
sorprendente mezcla de oro y marrón a
excepción de su regia cabeza, que
estaba cubierta de plumas del más puro
blanco. Era Elasir, Señor de las Águilas,
el más grande de su raza.
Su especie había surcado las
corrientes mágicas del mundo antes del
surgimiento de la raza de los hombres,
y el mismísimo Rey Fénix conocía el
orgulloso semblante del águila. Incluso
los señores del conocimiento prestaban
atención cuando las águilas hablaban.
Elasir viró, bajando una fracción su
ala izquierda y descendiendo mientras
seguía la curva de las montañas. Junto
con sus hermanos Aeris e Irian, águilas
tan orgullosas como él, Elasir volaba
hacia el sur batiendo sus poderosas alas,
ansioso por regresar a los nidos
cercanos a la Puerta del Águila lo más
pronto posible.
Después de matar al asesino
druchii, Elasir había volado a Avelorn,
al norte, para pedir consejo a las aves y
bestias del reino del bosque, pues su
conocimiento de las cosas ocultas era
grande. Elasir le contó al consejo la
muerte de Cerion Aladorada y las
palomas prometieron llevar la noticia a
todo Ulthuan. Luego, los cuervos
hablaron de sombríos presagios, y los
faisanes escarlata de la Reina Eterna
pronunciaron profecías de gran
condena sobre Ulthuan antes de instar
a Elasir para que regresara a casa a toda
velocidad.
La tristeza por la muerte de Cerion
Aladorada todavía pesaba sobre Elasir,
y dar muerte a su asesino había hecho
poco por aliviarla. La venganza no era
digna del Señor de las Águilas, pero la
justicia natural había sido cumplida con
la muerte del druchii y por ese motivo
le había resultado placentera. El
comandante de la Puerta del Águila
había sido amigo de su especie y
siempre había mostrado el respeto que
su antiguo linaje merecía.
Sí, echaría de menos a Cerion
Aladorada, pues había sitio un guerrero
honorable y humilde.
Un súbito cambio en las corrientes
de la magia trajo un olor acre, y Elasir
ladeó la cabeza al sentir el rancio hedor
del odio que transportaba el viento.
Hermanos, ¿sentís lo que yo siento?,
preguntó Elasir, y sus palabras se
formaron en sus mentes.
Lo sentimos, dijeron ambos al
unísono.
Druchii, añadió Aeris.
Corrompidos, afirmó Irian.
Elasir podía saborear lo hediondo
del aire, sabiendo ahora que las aves de
Avelorn habían dicho la verdad.
Vamos, hermanos, debemos
conocer la naturaleza de esta amenaza y
llevar el aviso a los asur.
Y matar a los corrompidos, dijo
Irian.
Si, matarlos. ¡Desgarrar sus carne y
sacarles los ojos!, exclamó Aeris.
Elasir sentía el mismo agudo odio
que sus hermanos hacia esos terribles
enemigos, pero podía sentir que la
amenaza era demasiado grande para
que la derrotaran ellos solos. Plegó las
alas y descendió mientras cambiaba su
rumbo hacia el oeste.
La Puerta del Águila tendría que
esperar.
***
Eloien Caparroja refrenó a su yegua
gris, que sacudió la cabeza, inquieta, las
orejas aplastadas contra el cráneo.
Conocía lo suficientemente bien a su
montura para saber que sus sentidos
eran superiores a los de él y que cuando
creía que algo iba mal solía tener razón.
Había algo en la noche, y Eloien
alzó el puño para detener a su patrulla
de diez jinetes de Ellyrion, cuya
habilidad exquisita era la envidia de
todos menos de los caballeros del
Yelmo Plateado.
Afilados colmillos de piedra se
alzaban alrededor y agudos riscos de
roca erosionada por el viento los
rodeaban. La luna estaba casi
directamente sobre ellos y proyectaba
pocas sombras, lo que haría más fácil
detectar cualquier movimiento, aunque
el ondulante terreno dificultaba ver a
poco más de treinta metros. Con una
suave presión de las rodillas hizo
avanzar a su montura, cuyos cascos no
hicieron ningún ruido al recorrer el
terreno de piedra.
Aún no conocía la fuente de la
intranquilidad de su corcel, pero sacó d
arco de su vaina de cuero y colocó una
flecha. Sus soldados siguieron su
ejemplo y Eloien escrutó el paisaje,
dejando que sus propios sentidos se
extendieran hacia la noche tratando de
localizar la fuente del problema.
Más adelante, el terreno se
convertía en una suave pendiente antes
de caer bruscamente en un gran
precipicio que asomaba al mar. Eloien
desmontó en silencio y se arrastró boca
abajo, pues no quería que su silueta se
recortara contra el cielo, y se asomó
entre los matorrales al borde del
acantilado.
—¡Por el fuego de Asuryan! —
susurró, su natural cautela vencida por
la sorpresa.
En las playas de abajo se congregaba
una flota invasora, y la costa estaba
repleta de barcos de poco calado para
poder varar en la arena. Guerreros de
oscuras armaduras formaban en
disciplinados regimientos, y Eloien se
quedó sin respiración al ver los
estandartes druchii levantados junto a
los de los necios humanos que
adoraban a los Dioses Oscuros.
Regresó arrastrándose en silencio al
lugar donde lo esperaban sus soldados,
los rostros tensos mientras trataban de
leer su expresión. Sin decir una palabra,
volvió a montar y ajustó la capa sobre la
grupa de su yegua.
—¿Bien? ¿Qué has visto? —le
preguntó Fallion Lanzafirme, su corneta
y mejor amigo.
—Druchii —respondió Eloien—. Y
hombres corrompidos.
—¿Druchii? —exclamó Fallion—.
¡Entonces vamos a luchar contra ellos,
Eloien!
Eloien negó con la cabeza.
—No, no se trata de meros
exploradores, sino de un ejército
invasor.
La horrible naturaleza de la
amenaza se extendió por la tropa de
jinetes, y Eloien dejó que pasara un
momento antes volver a hablar.
—Cabalgaremos hacia el Nido del
Águila para advertir a su castellano.
Fallion abrió la boca para
responder, pero antes de que pudiera
hablar, un virote de hierro atravesó el
aire y se clavó en la parte posterior de
su yelmo. El corneta se desplomó de la
silla y Eloien advirtió con horror que la
inquietud de su yegua se debía a algo
mucho más cercano que la presencia de
guerreros enemigos en la playa.
Hizo girar a su montura mientras
una andanada de virotes surgía de la
oscuridad y sombras invisibles se
despegaban de las rocas que había
alrededor. Gritos de elfos y relinchos de
caballos se mezclaron mientras los
virotes de hierro los iban abatiendo. Un
virote se clavó en el cuello de su yegua
y lo arrancó de la silla mientras el
animal caía.
Saltó apartándose de la bestia
moribunda y aterrizó de pie, con el arco
listo para disparar. Una sombra druchii
salió de la oscuridad y saltó hacia él,
buscando su ingle con una espada
curva.
Eloien disparó y el atacante cayó
con una flecha de pluma de ganso
enterrada en la garganta. Se apoyó en
una rodilla y lanzó otra flecha contra
una nueva figura que saltaba de las
rocas. El proyectil lo alcanzó en el
estómago y el guerrero se dobló en el
aire antes de desplomarse en el suelo en
una maraña de miembros.
Eloien se volvió, buscando nuevos
blancos, y abatió a otros tres atacantes
antes de que un virote rebotara en el
peñasco que tenía al lado y le cortara la
cuerda del arco.
El estrépito de las armas resonaba
en la oscuridad, y Eloien vio que los
pocos guerreros que le quedaban
pronto serían vencidos. Más de una
docena de druchii (aunque era difícil
estar seguro, tan perfectamente se
fundían con la oscuridad de la noche)
seguían luchando y al menos cinco de
sus soldados habían muerto.
Un asesino embozado vino hacia él
con su espada desnuda y Eloien se
dispuso a recibirlo blandiendo el arco
ahora inútil. Detuvo el golpe, y cuando
su atacante retrocedió, Eloien giró y
desenvainó la espada con un rápido
movimiento. El plateado ithilmar
destelló y un arco de sangre brotó de la
garganta abierta del druchii.
Volaron más virotes y Eloien se
sintió arder de furia al oír los relinchos
de los caballos. Los druchii estaban
abatiendo a sus monturas para impedir
que nadie escapara con la noticia de su
desembarco.
Otros tres asesinos druchii corrieron
hacia él y Eloien se agachó, la espada
extendida y el brazo izquierdo a la
espalda. Esquivó el golpe del primer
atacante, giró y descargó el duro filo de
su palma contra la garganta del druchii.
Su enemigo se desplomó
agarrándose la laringe destrozada
mientras Eloien bloqueaba el tajo de su
segundo atacante. Una espada silbó
sobre su cabeza cuando se echó al suelo
y barrió con las piernas en un amplio
arco.
Los dos druchii cayeron, perdido el
equilibrio. Eloien saltó hacia adelante y
atravesó con su espada el pecho del
primero, pero antes de poder volverse
para eliminar al segundo, un dolor
abrasador estalló en él cuando una fría
hoja se le clavó en la espalda.
Eloien se tambaleó y cayó sobre una
rodilla. Brillantes estrellas de dolor
estallaron ante sus ojos. Se volvió
mientras la sangre le manaba por la
espalda y consiguió bloquear el
siguiente golpe del druchii, pero supo
que no podría bloquear ninguno más.
Alzó la espada, sintiendo como si el
arma estuviera reforzada por barras de
hierro. El sonido de la lucha se apagó y
supo que sus guerreros habían muerto.
Sombras cruciformes correteaban
sobre el terreno iluminado por la luna y
alzó la cabeza para mirar el rostro de
sus asesinos. Tal vez una docena de
druchii de crueles ojos permanecían en
pie, las espadas ensangrentadas y los
rostros de piel de marfil retorcidos de
odio.
Eloien pugnó por agarrarse a la
espada mientras el druchii
encapuchado que lo había apuñalado
avanzaba lentamente hacia él, el rostro
deformado de maldad.
Un grito chirriante hendió la
oscuridad y a Eloien le sonó a salvación.
Los druchii alzaron las cabezas,
llenos de pánico…
Pero antes de que pudieran
moverse, las águilas ya estaban entre
ellos.
Tres murieron sin saber qué los
había matado, partidos en dos por las
poderosas garras o aplastados por el
chasquido de los poderosos picos.
Eloien se rio, a pesar del dolor, mientras
las grandes águilas se movían entre los
druchii, matando con la rápida
economía de los cazadores
experimentados.
Los druchii echaron a correr, pero
las águilas eran demasiado rápidas, y les
arrancaron los miembros o aplastaron
sus cráneos agitando sus enormes alas.
En el centro de la matanza, Eloien vio a
una águila magnífica, con el cuerpo
cubierto de plumas doradas y la cabeza
del más puro blanco.
Eloien había visto cargar a los
yelmos plateados, el tronante poderío
de una hueste de carros de Tiranoc y la
deslumbrante hueste del ejército del
Rey Fénix desplegada en toda su gloria,
pero nunca había visto un espectáculo
más sorprendente ni poderoso que esta
águila matando a los druchii.
Mientras pensaba esto, vio que el
guerrero que había estado a punto de
matarlo apuntaba al águila con su
ballesta de ébano.
—¡No! —gritó Eloien.
Con sus últimas fuerzas, lanzó la
espada contra el druchii y la punta se
enterró entre sus omóplatos. El druchii
gritó y cayó de rodillas, tratando de
arrancar la hoja que sobresalía de su
espalda. Se desplomó y Eloien cayó de
costado, aliviado por haber impedido
que el guerrero encapuchado hiriera al
águila.
Tenuemente le pareció oír el sonido
de cascos sobre las rocas, y a través de
una brumosa visión vio a una hueste de
oscuros jinetes que galopaba hacia la
batalla.
Se esforzó por ponerse en pie, pero
no le quedaban fuerzas y sólo pudo ver
cómo los jinetes druchii se acercaban.
Entonces Eloien soltó un jadeo
cuando sintió las fuertes garras coger su
cuerpo y alzarlo.
El suelo quedó lejos y un frío viento
le azotó el rostro mientras los gritos de
furia de los druchii se perdían más
abajo, en la distancia. Eloien alzó la
cabeza y vio al águila de cabeza blanca
que lo transportaba por los cielos de
Ulthuan.
Descansa, guerrero —dijo una noble
voz en su cabeza—. Te tengo.
Eloien cerró los ojos mientras las
águilas lo llevaban a lugar seguro.
12

Después de la batalla alrededor de la


Torre de Hoeth, Eldain tuvo poco
tiempo para procesar el hecho de que
Caelir estuviera vivo. Con el
restablecimiento de los hechizos que
canalizaban la magia de Saphery a
través de la torre, la paz se había
asentado una vez más en la tierra de la
magia.
Los incendios seguían humeando y
oscuras cicatrices marcaban el bosque
donde la potencia mágica había
arrasado los árboles. Los maestros de la
espada recogieron los cuerpos de los
caídos y cubrieron a cada guerrero con
sus propias capas manchadas de sangre.
Lágrimas y canciones de dolor
resonaron por todo el bosque violado
cada vez que encontraban un nuevo
cadáver, y Eldain ayudó en lo que
pudo.
Se mantuvo ocupado para evitar
pensar en lo que había visto, incapaz de
creer que su hermano menor estuviera,
en efecto, vivo. Juntos, Yvraine y él
llevaron el cuerpo de un maestro de la
espada a la torre mientras que Rhianna
se quedaba sentada en la linde del
bosque donde Caelir había
desaparecido. Tenía la cabeza gacha y
Eldain no podía ni imaginar qué sentía.
—Deberías ir con ella —dijo
Yvraine.
—¿Y decirle qué?
—No tienes que decirle nada.
Eldain asintió y la ayudó a colocar el
cadáver que llevaban junto a los demás.
Un escalofrío penetró el alma de
Eldain cuando advirtió el verdadero
coste de la batalla.
«Tantos muertos…»
Fila tras fila de magos y maestros de
la espada muertos, tantos que resultaba
inconcebible. Los maestros de la espada
se contaban entre los mejores guerreros
de Ulthuan, y ver a tantos de ellos
muertos conmocionaba profundamente
a Eldain.
—Discúlpame —dijo, y se dio media
vuelta y se dirigió hacia Rhianna con
pasos pesados.
Su esposa parecía más pequeña,
como si una parte de ella se hubiera
marchado a lomos de Lotharin con
Caelir. Eldain se preguntó si Caelir
había elegido el caballo
deliberadamente o si fue simplemente
que el destino había decidido burlarse
de él haciendo que su hermano
escapara a lomos del caballo del que lo
había traicionado.
Se arrodilló junto a ella y le puso
una mano en el hombro.
—¿Rhianna?
—Está vivo, Eldain —dijo ella sin
volverse—. ¿Cómo es posible?
—No lo sé —replicó Eldain,
inseguro de qué respuesta buscaba ella.
Rhianna se volvió a mirarlo y vio
lágrimas en sus ojos.
—Me dijiste que estaba muerto,
Eldain —dijo. Él buscó algún reproche
en su tono, pero no encontró ninguno,
simplemente una necesidad de
respuestas. Respuestas que no podía
dar.
Sabía que tenía que hablar, así que
lo hizo.
—Yo… creía que lo estaba. Sucedió
tan rápido… Salimos cabalgando de
Clar Karond y mataron a su caballo.
Volví grupas para recogerlo, pero lo
alcanzaron los virotes de las ballestas
druchii y cayó.
—Pero ¿lo viste morir?
Eldain negó con la cabeza y cerró
los ojos, reviviendo aquella noche
maldita en que cargaron contra los
muelles de Clar Karond y quemaron
docenas de barcos druchii atracados.
Las llamas arañaban el cielo y el humo
cubría la luna mientras el fuego se
extendía por los muelles. Recordó la
mano de Caelir extendida hacia él, el
resplandor del fuego en el anillo de
compromiso que Rhianna le había
dado.
—Los druchii estaban por todas
partes —dijo—. Vi caer a Caelir
atravesado por los virotes. Quise
auxiliarlo, pero si me hubiera quedado
me habrían matado a mí también.
Rhianna oyó el dolor de su voz y los
agobiantes recuerdos de esa noche. Le
cogió la mano y la fuerza de la culpa
que se alzaba en él le hizo querer
apartarla. Pues la pena que veía en sus
ojos no era sólo por ella misma: lo
incluía a él.
Una abrumadora urgencia por
confesar su crimen surgió en su interior,
pero resistió la necesidad de contarle la
verdad. Por mucho que pesara la culpa,
aún deseaba lo que su traición le había
conseguido, y se odiaba a sí mismo por
esa debilidad.
No se había dado la vuelta para
recoger a Caelir, sino que lo había
abandonado a los druchii…
Prácticamente había asesinado a
Caelir para recuperar a la mujer que
amaba.
La mujer que su hermano le había
robado.
Ese autoengaño había mantenido a
raya la mayor parte de la culpa, pero
enfrentado a la realidad de su crimen
descubrió que no podía justificar lo que
había hecho, no importaba cuántas
veces se dijera a sí mismo que había
actuado por amor.
Alzó la cabeza al oír acercarse pasos,
medio esperando ver a Caelir venir
hacia él clamando venganza con una
hoja desnuda.
En cambio, vio a un alto mago de
largo pelo dorado sujeto por un aro de
plata y una gema en la frente. Su túnica
era de color azul cobalto y llevaba un
cinturón de oro y gemas. Tras el mago
se hallaba Yvraine, la gran espada
envainada a su espalda una vez más.
Eldain lo saludó con la cabeza al
reconocerlo y se puso en pie ante el
mago.
—Me alegra el corazón verte, Eldain
—dijo el mago.
Él inclinó la cabeza.
—Me honras, maestro Ciervo de
Plata.
El mago se volvió hacia Rhianna, y
ella se puso en pie y nuevas lágrimas le
corrieron por las mejillas.
—Padre —dijo Rhianna.
***
Tras dejar el bosque atrás, Caelir se
dirigió al norte, consciente de que
podrían estar persiguiéndolo. Después
de la inicial huida a lo loco, había
tenido más cuidado ocultando su ruta,
pero había poca necesidad: el corcel
negro que montaba era tan firme y
ansioso como no podía recordar y no
dejaba virtualmente ningún signo de su
paso.
El camino lo llevó a través de las
rocosas llanuras al pie de las Montañas
Annulii, por estrechos senderos y
peligrosos desfiladeros repletos de
ramas espinosas y plantas floridas de
todos los colores y aspectos. Tan cerca
de las montañas, incluso la maleza
estaba preñada de energías mágicas, y
Caelir comprendió por qué a Anurion
le fascinaba tan fecundo crecimiento.
«Anurion…»
Las lágrimas corrieron una vez más
por el rostro de Caelir al pensar en los
terribles y sangrientos acontecimientos
de la Torre de Hoeth.
Kyrielle Verdetez estaba muerta y él
la había matado.
Si no por su propia mano, al
arrastrarla al desastre que era su vida.
La imagen de sus rasgos derretidos
mientras se le escapaba la vida
acecharía sus sueños mientras viviera, y
supo que nunca podría compensar
haber privado al mundo de su alegre
espíritu.
Los jardines de Anurion el Verde
florecerían con menos brillo sin ella, y
juró plantar una flor en su memoria
cuando llegara a su destino.
Avelorn.
El reino de la Reina Eterna era
ahora su única esperanza, pues su
magia estaba unida al ciclo mágico de
curación y renovación de Ulthuan.
Cuando la Reina Eterna reía, el sol
brillaba más, y cuando lloraba los
truenos resonaban en los cielos.
Lo que la magia de Teclis había
liberado, la suya sin duda podría
deshacerlo…
Pasó el tiempo, aunque no pudo
decir cuánto, pues no tenía derecho a
alzar la cabeza para mirar el rostro del
sol. Las montañas quedaron a su
derecha y las nubes se congregaban
sobre el Mar de los Sueños a su
izquierda, y aunque sin duda estaba
más allá del horizonte, le parecía poder
ver una fina línea de bosque verde
esmeralda ante él.
Continuó cabalgando como si la
flecha de la mismísima Morai-heg le
estuviera apuntando al corazón,
esperando poner tanta distancia como
fuera posible con la Torre Blanca.
La matanza había sido terrible, pero
eso no fue lo peor de todo.
Ver al guerrero elfo que podía
haber sido su gemelo lo había sacudido
hasta lo más hondo, pues ¿de quién
podía tratarse? ¿Era real? ¿Era Caelir?
¿Podría «Caelir» ser algún doble
maligno de este valiente héroe que
luchaba por defender la torre de los
señores del conocimiento?
¿Podría Caelir ser alguna creación
mágica diseñada para infiltrarse en los
santuarios secretos de los asur y
provocar allí la destrucción? Por mucho
que le horrorizara la idea e indicaran las
pruebas, no le parecía probable, pues
había muchas imágenes quemadas en
su mente que resultaban demasiado
reales, demasiado consistentes para ser
otra que recuerdos genuinos.
¿Quién era entonces ese guerrero?
¿Su hermano…?
Sólo pensar en esa idea hizo que
pareciera real, y cuanto más vueltas le
daba más probable le parecía. Aunque
se le antojaba la explicación más
probable, no explicaba el temor y la
furia que se acumulaban en su interior
al pensar que aquel guerrero podía ser
su hermano. ¿Por qué pensar en un
hermano causaba emociones
conflictivas en su interior?
Y la mujer…
No tenía ningún conocimiento
consciente de ella, pero le había visto la
cara cuando le hablaba a Kyrielle y
sintió hacia ella una sacudida de
atracción. Miró el anillo de compromiso
que brillaba en su dedo. ¿Era ella la
doncella que le había dado esta prenda
de amor?
Los pensamientos eran demasiado
dolorosos y los descartó mientras se
concentraba en la cabalgada. Tenía un
largo viaje por delante y aún le quedaba
un último obstáculo por vencer.
El campo de batalla de la llanura
Finuval.

***
Los aposentos de Mitherion Ciervo de
Plata dentro de la Torre de Hoeth
habían escapado a la destrucción
desatada en la cima. Llena de largos
bancos cubiertos de astrolabios, ruedas
de lentes y todo tipo de instrumentos
para la observación celestial, la cámara
parecía más un taller que un lugar de
estudio místico. Gruesos tomos de
magia yacían abiertos, aparentemente al
azar, por todo el laboratorio, y un
centenar o más de pergaminos estaban
desperdigados por la sala junto con
docenas de tinteros.
Cartas de movimientos y fenómenos
astronómicos colgaban de las paredes
como estandartes de guerra, cada una
de ellas mostrando una masa de
espirales y bucles de pautas orbitales.
Aunque no se hallaban en la cima
de la torre, un gran techo de cristal
ondulaba sobre ellos como la superficie
de un lago. Era impresionante, pero
Eldain advirtió que no podía tratarse de
una ventana, pues mostraba un cielo
nocturno cuajado de estrellas.
Mitherion se dirigió hacia una larga
mesa donde había un objeto de plata
que parecía un globo hecho con cientos
de finos lazos de cable de plata unidos
con docenas de lentes con el borde de
latón. El objeto flotaba sobre un disco
cóncavo de oro y giraba suavemente
sobre su eje mientras las lentes se
deslizaban sobre los cables de plata,
aparentemente al azar.
Eldain y Rhianna lo siguieron al
interior de la cámara, y Eldain no pudo
dejar de sentir la distancia entre ambos
ahora que ella sabía que Caelir estaba
vivo. La caricia que le había hecho fuera
de las murallas de la torre no se había
repetido, y aunque él anhelaba
abrazarla, sospechaba que el gesto no
sería devuelto.
—Padre —dijo Rhianna—. ¿Qué ha
pasado aquí?
—Ojalá lo supiera —contestó
Mitherion.
—¿Tiene algo que ver con el hecho
de que nos mandaras llamar? —
preguntó Eldain, apartando una pila de
libros para hallar un sitio donde
sentarse.
Mitherion asintió mientras
comprobaba el globo de plata.
—Tal vez —dijo—. No estoy seguro,
pero el hecho de vuestra llegada justo
cuando nos golpea el desastre parece
bastante auspicioso.
—¿Auspicioso? ¡Casi nos matan!
—Cierto —dijo Mitherion, agitando
un dedo ante Eldain—. Pero estáis vivos
todavía. Y el pobre desgraciado que
llegó con Anurion el Verde dijo que se
llamaba Caelir. Toda una coincidencia,
¿no os parece? Pero no puede haber
sido el Caelir que yo conocí una vez.
Eldain se puso en pie y empezó a
caminar por el desorden de la
habitación de Mitherion.
—Lo vimos. Ante la torre. Era él.
—Caelir Éadaoin. Tu hermano —
dijo Mitherion, mirando a su hija—.
¿Estáis seguros?
—Era él, padre —asintió Rhianna—.
Lo vi con mis propios ojos.
—Pero ¿cómo puede estar vivo?
Tenía entendido que murió en
Naggaroth.
—Igual que todos nosotros —dijo
Rhianna, y Eldain dio un respingo ante
la naciente acusación no expresada en
voz alta.
Mitherion devolvió su atención al
globo de plata y ajustó varias de las
lentes antes de concentrarse en un libro
abierto que tenía al lado.
—De lo más curioso…
—¿De qué se trata? —preguntó
Eldain.
—El aspecto de Caelir, si realmente
es tu hermano, puede que tenga algo
que ver con nuestros problemas
actuales.
—¿En qué sentido? —inquirió
Rhianna, colocándose junto a su padre.
—En todas las lecturas de las
estrellas vi símbolos que hablaban de
una figura sin nombre ni rostro, un
fantasma si queréis. No sabía a quién se
refería, pero Caelir parece encajar en
esta descripción, llegando como lo hizo
sin ningún recuerdo excepto el de su
nombre.
—¿No tiene memoria? —preguntó
Eldain.
—Eso dijo Anurion. Al parecer,
intentó restaurarla, pero no tuvo éxito.
De ahí que lo trajera a presencia del
Señor del Conocimiento Teclis. Un
error, en retrospectiva…
—¿Y qué ocurrió? —quiso saber
Rhianna—. ¿Vio Caelir a Teclis?
—Lo hizo —asintió Mitherion—.
Otro error según mi opinión, pero al
Señor del Conocimiento le encanta
buscar respuestas donde la ignorancia
podría ser preferible. No sé qué sucedió
entre Teclis y Caelir, pero fuera lo que
fuese, desató una terrible magia oscura
y trastornó el equilibrio de poder que
fluye por la torre. Y, bueno, ya visteis el
resultado…
Permanecieron un momento en
silencio mientras pensaban en los
muertos tendidos bajo sus capas
ensangrentadas en la base de la torre.
—¿Tiene esto algo que ver con que
nos llamaras? —insistió Eldain.
—Puede que tenga todo que ver —
respondió Mitherion, levantándose y
sacando más libros de las sobrecargadas
estanterías.
—¿Y cómo es eso? —preguntó
Eldain, su frustración convirtiéndose en
ira.
Mitherion abrió los libros,
revelando página tras página de notas
garabateadas, diagramas cosmológicos y
cálculos incomprensibles.
—Son las adivinaciones que copié
de los cielos nocturnos en el lejano
norte del Viejo Mundo.
—¡Los desiertos del norte! —dijo
Rhianna—. Padre, sabes que eso es
peligroso.
—Lo sé, pero había visto mucha
oscuridad en vuestros futuros. Y yo
tenía que saber más.
—¿Y qué viste? —preguntó Eldain.
—Vi que un peligro terrible
descendía sobre Ellyr-charoi. Muerte,
destrucción y el fuego de la guerra.
—Entonces ¿por qué nos mandaste
llamar? —exclamó Eldain—. ¿Por qué
no nos advertiste? Si nuestro hogar está
en peligro, deberíamos estar allí para
defenderlo.
—Contra este peligro no hay
ninguna defensa —dijo Mitherion—. Y
si os hubiera dicho que Ellyr-charoi
corría peligro, ¿qué habríais hecho?
—Nos habríamos quedado —
concluyó Rhianna.
—Exactamente.
Eldain quiso discutir, pero supo que
tenía razón.
Suspiró.
—¿Qué es este peligro?
—No lo sé, pero las corrientes de la
magia hablan de oscuros tiempos que
han de venir, Eldain —continuó
Mitherion—. Sea cual sea el destino que
nos espera, Rhianna y tú estáis atados a
él. Los druchii atacan nuestros barcos y
los cuervos de Avelorn traen noticias de
presagios vistos por toda la tierra. Algo
maligno viene de camino, de eso no me
cabe la menor duda.
—Te equivocas, Mitherion Ciervo
de Plata —dijo una voz cascada tras
ellos.
Eldain y Rhianna se volvieron y se
quedaron boquiabiertos al ver a un elfo
terriblemente malherido a quien traían
cuatro maestros de la espada en una
camilla.
La carne del rostro de Teclis estaba
quemada y despellejada, y vendajes
humedecidos en emplastos envolvían su
piel y cubrían su delgado pecho y su
cuello. La túnica se le había quemado y
ahora sólo llevaba una sencilla bata
blanca.
—El mal del que hablas —afirmó
Teclis—, ya está aquí.
***
El cónclave se reunió en las ruinas de la
cámara superior de la Torre de Hoeth.
El fuerte viento traía el aroma de la
magia liberada, pero los encantamientos
de la torre impedían que su fuerza
perturbara a quienes se habían
congregado para oír las palabras del
Señor del Conocimiento.
Sólo quedaban restos ennegrecidos
de las paredes superiores de la torre y
las nubes desplazadas por el viento en
el cielo claro producían en Eldain la
sensación mareante de estar volando,
ya que no podía ver el suelo.
Sentado en su camilla acolchada,
Teclis los había convocado y era
atendido por sus maestros de la espada.
La voz del Señor del Conocimiento era
débil y Eldain percibía el esfuerzo que
le suponía dirigirse a ellos.
Las historias hablaban de lo
enfermizo que era Teclis de joven, y
Eldain se maravillaba de que pudiera
permanecer erguido después de las
graves heridas que había sufrido. La
magia oscura había asolado su cuerpo,
fundiendo la carne de sus huesos, y
ahora parecía un esqueleto envuelto en
carne floja y vestido como para aparecer
en alguna feria de rarezas.
A pesar del terrible aspecto del
Señor del Conocimiento, hallarse en tan
ilustre compañía era un honor y un
terror para Eldain, y mantenía la cabeza
gacha, sumiso y no poco asustado ante
la presencia de tantos poderosos
individuos. ¿Qué destino podría
imponerle Teclis? ¿Sabía lo que había
hecho en Naggaroth?
¿Podría ser esto alguna especie de
pantomima ritual para humillarlo y
castigarlo?
Rhianna se hallaba a su derecha,
con una sutil distancia entre ambos, y
Mitherion Ciervo de Plata tenía un
brazo paternal echado por encima de su
hombro. Yvraine se encontraba a su
izquierda, la ropa aún manchada con la
sangre de sus camaradas.
Un mago encorvado vestido con
una destrozada túnica verde se hallaba
junto a Teclis, y Eldain se preguntó qué
horrores habría soportado, pues su
rostro era una máscara de angustia.
Otros magos, cuyos nombres Eldain
desconocía, se reunían en torno a
Teclis, aunque mantenían una discreta
distancia con su compañero de la túnica
verde, como si no desearan asociarse a
su pesar.
Al mirar al grupo, Eldain no podía
ver a nadie que pareciera tranquilo,
pues una corriente de magia oscura
todavía flotaba en el aire, un sabor
grasoso y ceniciento en el fondo de la
garganta que sabía a metal.
Teclis golpeó con su báculo en el
suelo y todos los ojos se volvieron hacia
él.
—Hemos sufrido un daño doloroso
en este día —dijo Teclis, y Eldain
consideró que se había quedado muy
corto.
Murmullos de asentimiento se
esparcieron por la sala mientras Teclis
continuaba.
—Uno que creíamos perdido
regresa, pero en vez de una alegre
reunión, trae muerte y traición. Hablo
del llamado Caelir y su aparente regreso
de entre los muertos.
Un jadeo de sorpresa siguió a esta
declaración, pues nadie había
considerado que una temible hechicería
de resurrección pudiera haber formado
parte en el horror de hoy.
Teclis calmó esos temores.
—Pero tranquilos, amigos míos, no
hablo de necromancia. Pero tal vez lord
Éadaoin quiera explicarnos la historia
de Caelir.
Eldain sintió que todas las cabezas
se volvían hacia él y alzó la mirada para
ver que Teclis lo observaba con sus ojos
hundidos y una expresión de piedad.
Notó la boca seca y supo que esperaban
que hablara, pero en su mente no se
formó ninguna palabra salvo las de su
confesión.
—Lord Éadaoin —dijo Teclis,
viendo su vacilación—. Cuando quieras.
Eldain asintió y se aclaró la
garganta. Inspiró profundamente antes
de empezar.
—Sí, mi señor, por supuesto.
Miró la sala, recordando la escena
en que Caelir y él subían a bordo del
navío que habría de llevarlos a su
destino en Naggaroth.
—Zarpamos de Lothern con viento
a favor —comenzó Eldain, y pasó a
contar cómo Caelir y él, junto con una
compañía de los mejores soldados de
Ellyrion, cruzaron el gran océano hasta
Naggaroth para vengar la muerte de su
padre.
Habló con elocuencia del frío que
descendió cuando se aproximaban a la
costa maldita de la tierra de los druchii
y la ominosa sensación que se apoderó
de la compañía.
La voz de Eldain se hizo más fuerte
al hablar del maligno río sulfuroso que
habían remontado para acercarse lo
máximo posible a la ciudad druchii de
Clar Karond, y de cómo luego
continuaron a caballo. Habló con
orgullo de cómo las capacidades de los
jinetes habían sido puestas a prueba al
máximo mientras evitaban las patrullas
y combatían la pesadumbre que la tierra
natal de los druchii proyectaba sobre
sus almas.
Llegaron por fin a las afueras de
Clar Karond y vieron el objetivo de la
incursión, los astilleros donde los
esclavos trabajaban en la construcción
de los barcos de la flota druchii. No
existía mejor fuerza de choque que los
jinetes de Ellyrion, y la voz de Eldain se
animó al hablar de cómo sus soldados y
él causaron el caos en los astilleros,
quemando naves con las flechas
encantadas que las había proporcionado
Mitherion Ciervo de Plata.
Eldain describió con viveza cómo
Caelir y él habían volcado un poderoso
bajel construido en el lomo de un gran
dragón marino, y pudo sentir que las
emociones de los que le rodeaban se
henchían ante este relato de valor y
heroísmo. Tan inmerso estaba en la
narración que Eldain casi podría
haberse convencido a sí mismo de que
así habían sucedido los hechos, pero su
voz vaciló cuando describió cómo la
fuerza de choque, tras haber causado
tanto daño como fue posible sin ser
derrotada, se marchó al galope.
Vaciló al llegar al nudo de su
historia, y se pasó la lengua por los
labios mientras reflexionaba sobre sus
próximas palabras.
—Cuando Caelir y yo atravesamos a
caballo las puertas del astillero nos
recibió una andanada de virotes. Caelir
fue alcanzado y su caballo murió.
Cayó…
La voz de Eldain se quebró mientras
recordaba lo que había sucedido a
continuación y vio que su público creía
que era angustia al pensar en la
«muerte» de su hermano.
—Corrió hacia mí, pero… otra
flecha lo alcanzó y él… cayó. Yo… no
pude salvarlo. Lo intenté, pero los
druchii estaban por todas partes y yo…
—Habrías muerto intentándolo —
dijo Teclis.
—Sí —asintió Eldain. Lágrimas de
culpa le corrían por las mejillas. El
hecho de que las confundieran con
lágrimas de pesar las hacía más difíciles
de soportar, pero reprimió el asco que
sentía hacia sí mismo y continuó.
—No hubo nada que pudiera hacer,
que Isha me ayude, y escapé al
galope… Lo dejé allí. Creí que había
muerto, pero…
—Habría sido mejor para todos
nosotros si hubiera muerto ese día —
dijo el mago de la ajada túnica verde. El
Señor del Conocimiento colocó una
mano marchita sobre el brazo del mago,
la pena que marcaba su rostro
macilento igualaba la de su compañero.
—Anurion el Verde dice una triste
verdad —afirmó Teclis—, pues ahora
está claro que Caelir no murió ese día,
sino que los druchii lo capturaron con
vida. Un destino que ninguno de los
que estamos aquí reunidos puede
imaginar.
—Maldigo el día en que Caelir llegó
a mi casa —lloró Anurion, y Eldain
sintió que la pena del mago marcaba
líneas de fuego en su alma—. Mi
querida hija todavía estaría viva…
Eldain se estremeció al sentir el eco
de un alma difunta, oyó sus gritos y
sintió la agonía de sus últimos
momentos. Vio por las reacciones de los
que lo rodeaban que también ellos
sentían su óbito.
La tristeza de su muerte era como
un veneno en el aire, aunque ninguno
se apartó de ella.
Nadie habló durante muchos
minutos, hasta que Rhianna preguntó:
—¿Cómo pudo llegar Caelir hasta la
Torre de Hoeth? ¿Escapó de las
mazmorras de Naggaroth? ¿Es posible
una cosa así?
Teclis negó con la cabeza.
—No, nadie ha escapado de ese
cautiverio.
—Entonces ¿cómo? —insistió
Rhianna.
—Anurion dice que su hija
encontró a Caelir naufragado en las
playas de Yvresse, sin memoria, y
murmurando mi nombre.
—¿Cómo pudo suceder algo así? —
susurró Eldain.
—No lo sé —respondió Teclis—,
pero parece claro que los druchii
debieron de haber lanzado a Caelir al
océano de las Islas Cambiantes,
sabiendo que las aguas llevarían a casa a
un auténtico hijo de Ulthuan. La hija
del maestro Anurion, Kyrielle, lo
descubrió y lo cuidó en el hogar de su
padre. Caelir recuperó la salud, y
cuando la magia de Anurion no pudo
abrir su memoria, lo trajo hasta mí.
—¿Ves? Auspicioso —susurró
Mitherion inclinándose hacia Eldain—.
Dos hermanos, divididos por la
pérdida, reunidos casi en el momento
exacto…
Eldain no respondió, pues Teclis
continuó hablando.
—Cuando Caelir se plantó ante mí
miré en su mente, pero no vi ningún
mal en él. He pensado por qué ha sido
así, y creo que la bondad de su alma me
cegó a la oscuridad colocada en su
interior.
—¿Quién pudo haber colocado esa
oscuridad? —inquirió Anurion.
—Sólo hay uno entre los druchii
con el poder de robar a alguien su
memoria y ocultar de manera tan astuta
una trampa tan mortífera —afirmó
Teclis.
—La Hechicera Bruja… —aventuró
Anurion, agarrando un delicado
colgante de plata de su pecho.
—Sí, Morathi —asintió Teclis.
Al mencionar a aquella que una vez
fue consorte de Aenarion, un visible
escalofrío recorrió la asamblea, pues su
maestría en las artes negras era el terror
de aquellos que se alzaban contra los
druchii. Ningún otro ser había abierto
las puertas de los infiernos del Caos y
emergido tan poderoso como ella. Viles
e innaturales ritos de sangre la
mantenían tan juvenil como el día que
partió de las costas de Ulthuan, hacía
más de cinco mil años, e incluso el
héroe de mayor voluntad había sido
reducido a la categoría de necio sin
cerebro por su embrujador poderío.
—Creo que Caelir fue capturado
por la Hechicera Bruja —declaró Teclis
—, y torturas inhumanas rompieron su
mente.
—No —intervino Anurion—. Lo
examiné a conciencia antes de intentar
abrir sus recuerdos. No vi ninguna
prueba de tortura.
—Hay otras formas de tortura
aparte de las que se infligen en el
cuerpo, Anurion. La Hechicera Bruja
tiene formas de llegar a las
profundidades más lejanas de la mente
para extraer sus peores temores, sus
deseos más oscuros y sus ansias más
secretas. Hay formas de romper una
mente que no dejan marca.
Eldain combatió las lágrimas
mientras trataba de imaginar los
tormentos que Caelir debía de haber
soportado a manos de los druchii.
Mejor haberle cortado la garganta
mientras dormía que permitir que
sufriera ese dolor.
—Morathi no tiene rival en su
dominio de los placeres oscuros —dijo
Teclis—. No hay ninguno entre
nosotros que pudiera resistir sus
artimañas, ni siquiera yo. No
deberíamos odiar a Caelir, amigos míos,
debemos tenerle lástima y debemos
ayudarlo, pues está claro que no hizo
esto a sabiendas ni voluntariamente.
Estará asustado y desesperado por
encontrar respuestas, pero su destino
final está más allá de mis poderes y no
puedo verlo.
»Debemos encontrarlo y deshacer lo
que le han hecho, pues temo que aún
tenga que intervenir en acontecimientos
por venir. Siento la presencia de los
druchii en algún lugar de nuestras
orillas y una arca negra acecha nuestra
costa al sur. La destrucción causada
aquí no es sino el primer paso de un
plan mayor, amigos míos, un plan que
pretende destruirnos a todos.
—¿Cómo encontraremos a Caelir?
—preguntó Eldain—. Es mi hermano, y
si alguien debe buscarlo, soy yo.
—En efecto, deberías hacerlo, lord
Éadaoin —reconoció Teclis—. Como
dice el maestro Ciervo de Plata, es más
que mera coincidencia que llegaras aquí
el mismo día que tu hermano. El
destino os ha traído a ambos, y está
claro que hay un lazo entre Caelir y tú
que va más allá de la hermandad. Pero
no lo buscarás solo.
Teclis se volvió hacia Rhianna y
entornó los ojos al hablar.
—Entre la confusión de la mente de
Caelir, vi una cosa más brillante que
todas las demás. Vi tu rostro, lady
Rhianna. Más claro que ninguna otra
cosa en su cabeza, aunque no es
plenamente consciente de ello.
Rhianna mantuvo la cabeza alta
mientras decía:
—Caelir y yo estuvimos prometidos.
Teclis asintió, como si hubiera
esperado esa respuesta.
—Sí, y por eso debes acompañar a
Eldain. Juntos debéis encontrar a Caelir
y salvarlo.
—Caelir monta un caballo de
Ellyrion —señaló Eldain—. No dejará
ningún rastro de su paso. Podría estar
ya en cualquier parte.
—¿Cómo lo encontraremos? —
preguntó Rhianna—. ¿Puede localizarlo
tu magia, mi señor?
—No —respondió Teclis—. La clave
para encontrar a Caelir está en ti,
Rhianna, hija de Mitherion. No puedo
sondear los misterios prohibidos de una
hija de Ulthuan, pero las sacerdotisas
de la Diosa Madre sí.
»Debéis viajar al altar de la Madre
Tierra del Valle Gaen. Ella os dirá lo
que necesitáis saber.
13

Aunque se hallaba en los Reinos


Interiores y normalmente disfrutaba de
inviernos templados y estaba bañada
perpetuamente de agradables veranos,
el sol no calentaba la llanura Finuval. El
alma de Caelir se ensombreció cuando
salió cabalgando de los exuberantes
bosques y contempló el llano donde el
príncipe Tyrion había conducido a la
victoria contra la hueste del Rey Brujo a
los desesperados ejércitos de los asur.
Por fuera, la llanura se parecía a las
tierras llanas de Ellyrion o del resto de
Saphery, pero había un frío distintivo
en el aire: los recuerdos de las vidas
pasadas que se extendían desde el
pasado y tocaban el presente.
Aunque apenas podía ser más que
un bebé, Caelir aún recordaba las
historias de este lugar, sin embargo, y
eso lo frustraba, no a quien las
contaba…
Doscientos años atrás, el Rey Brujo
había encabezado una invasión que
abrió un sendero de sangre por todo
Avelorn y amenazó con derrotar por
completo Ulthuan. Creyeron perdida a
la Reina Eterna, aunque el príncipe
Tyrion la rescató de las garras de los
asesinos y la mantuvo a salvo mientras
los ejércitos del Rey Fénix luchaban por
la supervivencia de los asur.
Fue el momento más sombrío de
Ulthuan desde los días de Aenarion,
pero Tyrion regresó con la Reina Eterna
para librar la batalla final contra los
druchii y sus infernales aliados en la
llanura Finuval.
La matanza de ese día aún resonaba
en el sombrío páramo de Finuval, pues
la naturaleza y la historia se
combinaban para crear un ambiente
melancólico que hacía que la mayoría
de la gente pensara en buscar otro sitio
donde vivir. La civilización había
elegido no echar raíces aquí, a
excepción de algún hilillo de humo que
surgía de la ocasional aldea perdida
entre los retorcidos senderos de las
montañas o en los altos acantilados de
la costa.
El sendero que Caelir seguía se
enroscaba en las montañas suavizadas
por eones de viento y agua, mientras
que las nubes corrían por las yermas
faldas y sus sombras bañaban de
oscuridad grandes zonas del llano antes
de pasar rápidamente de largo. La ruta
de Caelir se estrechó mientras el
terreno desembocaba en la llanura
Finuval, convirtiéndose en un valle
largo y estrecho flanqueado por
enormes picos que se alzaban como
sombríos centinelas.
Atravesó tres picos cuadrados
separados por barrancos de piedra.
Vadeó los riachuelos danzando sobre
las piedras, como si buscara el camino
más rápido para bajar de las montañas
por cascadas improvisadas. Unos
cuantos árboles encallecidos se
aferraban a los lechos fluviales, bajo los
acantilados o en cualquier otro lugar
vagamente protegido del frío viento que
cubría la llanura.
Su estado de ánimo se agrió en
solidaridad con el terreno yermo y los
espíritus largo tiempo muertos de la
batalla librada aquí hacía muchos años.
Se estremeció en la oscuridad del
barranco. Las largas sombras privaban a
su cuerpo y a su espíritu de cualquier
calor.
Por fin, los guijarros del barranco
dieron paso a la tierra, y el terreno
empezó a nivelarse a medida que
dejaba atrás los picos.
Ante él, la llanura Finuval se
extendía en un paisaje interminable de
páramos rotos y brezos marchitos. No
habría ningún escondite en este lugar, y
todo lo que podía hacer ahora era
cruzar el antiguo campo de batalla lo
más rápido posible y esperar que sus
perseguidores se sintieran igualmente
abatidos por la melancolía que manaba
de cada palmo de este sitio.
Continuó cabalgando. El corcel
negro avanzaba veloz aunque no se
había detenido a alimentarlo ni darle
de beber desde hacía un rato. El caballo
lo había aceptado como jinete, como si
compartieran una relación de la que él
no era consciente, y agradeció
semejante bendición.
Aunque aparentemente desierta,
pronto quedó claro que otra gente
seguía viajando por la llanura Finuval.
Vio huellas recientes de cascos y las
largas marcas de lo que parecían ser
ruedas de una caravana o carreta,
aunque no tenía ni idea de quién
podría querer viajar por este sitio.
La mañana dio paso a la tarde, y a
medida que el día se iba agotando,
Caelir vio más y más restos de la gran
batalla que se había librado aquí.
Puntas de lanza rotas y espadas partidas
sobresalían del suelo, y aquí y allí divisó
algún escudo hendido. No vio ningún
hueso, pues aquellos que pertenecían a
su pueblo habrían sido recogidos y los
de los druchii habrían sido quemados.
Mantuvo sus pensamientos
concentrados en el camino que tenía
por delante, dejando que su caballo
eligiera el rumbo por la llanura barrida
por el viento, los fantasmas y ecos de la
batalla sorbían todos los pensamientos
de su mente como si estuviera borracho
y delirante. Trató de recordar al
guerrero que podría ser su hermano,
pero, inexplicablemente, cada vez que
evocaba su rostro se llenaba de ira.
Y los pensamientos de ira se
dispersaban en cuanto pensaba en la
doncella elfa de pelo dorado que lo
acompañaba. Deseó poder recordarla,
pues era un bálsamo para su alma y a
menudo se encontraba pensando que
cabalgaba a su lado por las montañas,
ella a lomos de un caballo de brillantes
flancos plateados y él en una yegua
gris…
Descartó esos sueños, sabiendo que
nunca sucederían, triste y enfadado a
partes iguales.
Cuando cayó la noche y una luna
de cazadores se alzó sobre las
montañas, se acercó a una colina pelada
en mitad del campo de batalla. Habían
levantado un puñado de túmulos en
torno a la base, y cada uno estaba
rematado por un alto menhir tallado
con pautas rúnicas en forma de espiral.
Manos élficas habían creado estos
mausoleos en épocas pasadas, pues
había una gracia y una simetría en ellas
que resultaba inalcanzable para las razas
inferiores. La oscuridad enmarcada por
las columnas y dinteles de mármol
conducía al interior, pero Caelir no
sintió ningún deseo de aventurarse,
pues los ecos de los muertos eran
fuertes aquí y guardaban con celo su
lugar de descanso final.
Una bruma baja abrazó el suelo y
Caelir se arrebujó en su capa mientras
pensaba si seguir cabalgando toda la
noche. Aunque su caballo lo había
traído sin vacilar desde la Torre Blanca,
sabía que pronto necesitaría descansar o
se arriesgaba a agotarlo.
Buscó un sitio donde descansar,
pero no pudo ver nada que ofreciera
refugio del viento más que los espacios
entre los túmulos en la base de la
colina. Aunque no le agradaba la
perspectiva de pasar la noche tan cerca
de estos monumentos a la batalla, no
sentía ninguna amenaza por parte de
los muertos reunidos allí, pues eran
defensores de Ulthuan y vigilaban esta
tierra.
Caelir hizo un rápido circuito por el
montículo antes de bajar del caballo y
acercarlo a un mausoleo que tenía una
hermosa entrada en forma de arco. El
viento helado soplaba desde el interior
como si fuera un suspiro y él inclinó
respetuoso la cabeza antes de buscar un
trozo de tierra seca y plana donde
colocar la manta de su silla de montar.
Se arrebujó con fuerza, en la capa y se
dispuso a dormir.

***
Cuando despertó, vio las estrellas sobre
él, pero no eran las mismas bajo las que
se había quedado dormido. La bruma
que se congregaba cuando se detuvo
para pasar la noche era más densa que
antes, pero sólo ahora se dio cuenta de
que no se trataba de una bruma
corriente.
Había elfos moviéndose en su
interior, guerreros espectrales con
armaduras de tiempos pasados bañados
en una luz plateada que marchaban
alrededor del montículo en sombría
procesión. Se puso en pie, sorprendido
por lo descansado que se sentía, y alzó
la cabeza para contemplar el montículo.
Y se quedó boquiabierto,
horrorizado, al ver su figura aún
dormida enroscada en el suelo…
Caelir se llevó las manos a la cara
cuando vio que de su propia piel
emanaba la misma luz espectral que
dibujaba a los fantasmas. Lleno de
pánico, extendió las manos hacia su
cuerpo, pero las yemas de sus dedos
simplemente se desvanecieron como si
no fuera más que una aparición.
«¿Estoy muerto?», se preguntó, pero
al ver el rítmico subir y bajar de su
forma dormida, comprendió
lentamente que todavía estaba vivo.
Caelir contempló durante un rato a
los guerreros, cuyas filas se ampliaban a
medida que una interminable marea de
centinelas emergía de las entradas de
los túmulos. Se preguntó qué propósito
tenía esta vigilia a la luz de la luna y
miró la cima del montículo, y allí vio
una sombra donde no debería haber
ninguna, una rendija de oscuridad
contra la luna.
Una figura se alzaba allí, recortada
contra la noche como si un recuerdo
maligno hubiera sido capturado en el
tiempo y ahora se doliera de su
cautiverio en manos de estos guerreros
fantasmales.
Aunque no era más sólido que el
humo y la memoria, la forma sugería
una armadura, como si fuera un
recuerdo de la batalla librada aquí hacía
tanto tiempo. Se agitaba furiosa, y
Caelir dio un paso hacia la forma, pues
algo en su acorazada oscuridad le hacía
parecer familiar y repulsivo.
Se alzaba sobre el campo de batalla,
verdes orbes de malicia mirando tras las
temibles curvas de su poderoso yelmo
con cuernos, y Caelir sintió que las
piernas le flaqueaban al darse cuenta de
que estaba mirando la huella negra
dejada en el tiempo por el Rey Brujo de
Naggaroth.
Su pulso se aceleró, aunque no sabía
cómo algo así podía ser posible en una
forma espectral. Esta figura del mal
había acechado en las pesadillas más
oscuras de los asur durante miles de
años, aunque pocos la habían visto y
vivido para contarlo.
Con súbita y horrible certeza, Caelir
supo que podía contarse entre ese
número. Aunque no tenía ningún
recuerdo del hecho, supo que había
mirado aquellos ojos y había sentido su
alma retorcerse bajo su horrible mirada.
—¿Qué me hiciste? —gritó, cayendo
de rodillas—. ¡Dímelo!
La sombra en lo alto del montículo
no le respondió, ni reconoció siquiera
su presencia, pues era simplemente un
eco, un fantasma de aquel día maldito
en que el destino de Ulthuan se decidió
con sangre y magia en la llanura
Finuval.
Caelir cayó sobre la brillante hierba
de la colina y lloró lagrimas de plata.
Y los guardianes espectrales
continuaron su ronda.

***
La Aguja Áquila estaba ahora limpia y
prístina; el vivo modelo del alojamiento
de un comandante noble, aunque
Glorien había tomado la sensata
precaución de hacer que los magos de
la Puerta del Águila colocaran un
hechizo de protección en la ventana
abierta. Una precaución que el difunto
Cerion Aladorada habría hecho bien en
tomar, pensó amargamente.
La sangre de su antiguo
comandante había sido lavada y las
pertenencias personales de Cerion
enviadas a su familia en Eataine, junto
con una carta detallada donde Glorien
había esbozado los desafortunados
acontecimientos que condujeron a su
muerte y varias sugerencias que había
hecho anteriormente sobre cómo podría
haberse evitado la tragedia.
Que hubiera hecho o no tales
sugerencias era insustancial, pero
ampliarían su reputación como guerrero
con visión y sentido; y si el tiempo que
había pasado en la corte de Lothern le
había enseñado algo a Glorien
Coronafiel, era que la reputación y la
percepción lo eran todo.
La Puerta del Águila era suya ahora,
y con el viejo Cerion eliminado, aunque
de forma más sangrienta de lo que
habría preferido, él era libre de dirigir
esta fortaleza como había que hacerlo.
Una nueva fila de estanterías repleta de
tratados sobre el arte de la guerra
escritos por los grandes héroes de
Ulthuan ocupaba ahora la pared del
fondo. Los grandes textos de Mentheus
de Caledor, El corazón de Khaine y
Honor y deber aparecían junto con Al
servicio del Fénix y El camino de
Kurnous de Caradruel de Yvresse.
Otros, obras menores, reunidos durante
sus años de perfeccionamiento, habían
sido leídos y devorados, cada uno con
sus instrucciones específicas sobre cómo
debía ser adecuadamente dirigido el
poder militar de los asur.
Tenía abierto ante él El corazón de
Khaine, y las palabras del general
Mentheus lo llenaban de la gloria de
tiempos antiguos en las largas guerras
contra los druchii. Ahora que esta
fortaleza era suya, organizaría y dirigiría
las cosas como le decían los libros que
había que hacerlo, no de la manera
aturrullada e improvisada que Cerion
aplicaba con su cháchara de corazones y
mentes.
No, una guarnición de altos
guerreros elfos respetaba la disciplina, y
él se aseguraría de que la recibieran en
abundancia. Glorien cerró el libro de
golpe y lo devolvió a la estantería antes
de volverse al bastidor de las armas que
tenía al lado.
Ya llevaba puesta la cota de malla
bajo la túnica: el ataque del asesino lo
había vuelto cauteloso. Cogió su
brillante yelmo plateado. El glorioso
casco cónico era una obra maestra de la
artesanía élfica y costaba más que la
paga sumada de todos los soldados
destinados en la Puerta del Águila. Su
superficie de ithilmar estaba decorada
con filigranas grabadas y los bordes
estaban reforzados con ribetes dorados.
Nada tan burdo como un visor
oscurecía sus rasgos, pues ¿cómo verían
entonces su cara quienes lo rodeaban?
Una llama de oro grabada se alzaba
sobre la frente del yelmo, y Glorien
anhelaba añadir alas a los lados, unas
alas emplumadas que proclamaran su
valor a todos los que lo miraran. Sólo el
alto yelmo de una tropa de yelmos
plateados podía adornar su casco con
esas cosas, una tonta regla que
únicamente servía a aquellos que
elegían una ruta más obvia y prosaica
hacia la gloria que enfilar un caballo
contra el enemigo.
Se colocó el casco y comprobó su
aspecto en el espejo de cuerpo entero
que había hecho colocar frente a la
mesa.
El guerrero reflejado en el cristal
plateado era un comandante perfecto
de los pies a la cabeza, la mismísima
imagen del propio Aenarion. El largo
cabello asomaba por debajo del yelmo y
sus rasgos patricios quedaban
enmarcados de manera exquisita por la
curva de las placas de las mejillas del
yelmo. Una túnica de corte elegante, a
la moda de los sastres más cotizados de
Lothern, encajaba a la perfección en su
esbelta figura, y llevaba botas de piel de
wyvern, hechas con la piel de una bestia
abatida por los cazadores de su padre.
Satisfecho con su aspecto, se volvió
cuando oyó llamar a la puerta de la
cámara.
—¿Sí? —preguntó.
—Lord Coronafiel —dijo la voz de
Menethis, su ayudante—. Es la hora de
la inspección del amanecer.
—Pues claro que lo es —respondió
él, alisándose la túnica y abriendo la
puerta.
Menethis se hizo a un lado mientras
Glorien salía de la Aguja Áquila para
inspirar profundamente el límpido aire
de la montaña y pasar revista a sus
tropas.
Las primeras luces del amanecer
asomaban por el horizonte oriental y la
pura blancura de la Puerta del Águila
chispeaba con los guerreros armados
que sostenían lanzas y arcos en el
ángulo preciso y adecuado. Los
lanzadores de virotes de los parapetos
de las altas torres eran atendidos por
grupos que ahora estaban en posición
de firmes, y estandartes azules
ondeaban al helado viento del oeste.
Aunque Glorien sabía bien que este
destino en la Puerta del Águila lo haría
avanzar en su carrera, anhelaba su
siguiente puesto, cuando la guarnición
pasara a otro comandante y él no
tuviera que sufrir el frío que llegaba del
océano.
—Una bonita vista, ¿eh, Menethis?
—comentó Glorien mientras bajaba la
escalera y sacaba un par de guantes de
piel de cabra de su cinturón.
—Sí, mi señor —asintió Menethis,
alcanzándolo rápidamente—. Pero
¿puedo hacer una observación referida
a tu inspección?
Glorien frunció el ceño y se detuvo.
Aunque le fastidiaba escuchar las
quejas de sus subordinados, los escritos
de Caradryel decían que un buen líder
debe aceptar el consejo de los que lo
rodean.
—Adelante.
—Me pregunto si no mejoraría la
moral de los guerreros realizar esas
inspecciones formales con menos
regularidad. Tal vez una inspección
semanal serviría mejor a nuestras
necesidades, ¿no?
—¿Semanal? ¿Y que la disciplina de
la guarnición se relaje mientras tanto?
Inaceptable. ¿Por qué sugieres una cosa
así?
—Esto está cansando a los
guerreros, mi señor —Menethis evitó
sus ojos al responderle.
—¿Cansando? —replicó Glorien—.
¡Se supone que los guerreros tienen que
cansarse! ¡Su vida no tiene que ser fácil!
—Sí, pero sólo tenemos un número
limitado de guerreros, y defender la
muralla como consideras necesario no
da tiempo a descansar entre las
rotaciones de la guardia. Los guerreros
apenas tienen tiempo de dormir, y
mucho menos de mantener sus armas y
armadura al alto nivel que exiges.
—¿Crees que mis niveles son
demasiado altos, Menethis?
—No, mi señor, pero quizá un poco
de margen…
—¿Margen? ¿Como el que permitía
Cerion Aladorada? —exclamó Glorien
—. Creo que no. Mira a dónde lo llevó
eso, a tener una espada enemiga entre
las costillas. No. Es gracias a la
relajación de la disciplina que soldados
como Alathenar piensan que pueden
salirse con la suya y no tener el arco con
su correspondiente cuerda mientras
está de servicio. Fui magnánimo al
confinarlo simplemente al barracón. Se
merecía que lo hubiera enviado a casa
en desgracia.
—Alathenar hirió al asesino que
asesinó a lord Aladorada —señaló
Menethis—. Nadie más lo consiguió.
—Sí, el arquero puede tener buena
puntería, pero eso no le da derecho a
saltarse las reglas. Y de todas formas,
fue esa águila la que alcanzó al asesino
—replicó Glorien, haciendo un gesto
despectivo con la mano al recordar el
asqueroso espectáculo del cadáver del
druchii.
Una magnífica águila de cabeza
blanca había venido volando hasta la
fortaleza y depositó los sangrientos
restos del asesino de Cerion Aladorada
en las almenas, aunque no dijo qué
esperaba que hicieran con ellos.
Antes de que Glorien pudiera
hablarle a la criatura, desplegó las alas y
salió volando hacia el norte, dejándolos
con su presa muerta.
Gracias a sus libros, Glorien
comprendía que la guerra era un asunto
sangriento, pero ver una carnicería
como aquélla había sido muy
inquietante para un elfo de sus
refinadas sensibilidades.
Negó con la cabeza y echó a andar
una vez más.
—No, Menethis, continuaremos con
las inspecciones al amanecer y los
ejercicios diarios. No toleraré ninguna
relajación entre mis hombres y,
cansados o no, exigiré los más altos
niveles de disposición y competencia a
cada guerrero. ¿Comprendido?
—Sí, mi señor —dijo Menethis.
Glorien asintió, satisfecho de que
sus órdenes estuvieran claras, y empezó
a recorrer la muralla. Sus soldados se
pusieron firmes, cada uno de ellos un
alto, orgulloso y noble espécimen de
guerrero élfico. Llegó a la Torre del
Águila en el centro de la muralla y
subió los escalones tallados en la parte
posterior de la cabeza esculpida.
Se detuvo en un parapeto en el
cuello de la gran figura donde había un
trío de lanzadores de virotes de garra de
águila. Estas poderosas armas eran la
élite de todas las que tenía bajo su
mando, armas que parecían un enorme
arco puesto de lado y montadas sobre
un elegante trípode móvil. Como
sucedía con muchas creaciones bélicas
de los asur, los lanzadores de virotes
mezclaban arte y guerra, de modo que
cada arma recordaba a una majestuosa
águila en vuelo, con la punta del arco
labrada en oro para recordar la noble
cabeza de las aves de presa.
Cada arma podía disparar un solo
virote capaz de abatir a los monstruos
más aterradores o una andanada de
virotes más pequeños que cortaban el
paso a los guerreros enemigos a una
velocidad muy superior a la que podía
conseguir un grupo de arqueros.
Individualmente, estas armas eran
temibles, pero juntas eran
completamente letales. Nueve
máquinas más estaban repartidas por
toda la muralla, y Glorien asintió con
satisfacción al ver que cada arma
brillaba recién engrasada y que los
dorados mecanismos de las poleas
estaban inmaculados.
Las escuadras que atendían las
armas parecían cansadas pero
orgullosas, y las recompensó con una
sonrisa de apreciación. Sus armaduras
brillaban y sus blancas túnicas lucían
prístinas y refulgentes. Cada uno de los
soldados portaba una larga lanza, una
arma que Glorien había decidido estaba
más a la par con su idea de cómo
debían ir armados.
Se volvió para regresar a la muralla
cuando uno de los hombres lanzó un
grito de alarma.
—¡Objetivo a la vista!
Todos los equipos se pusieron en
acción, soltaron sus lanzas y agarraron
«peines» de madera que contenían
suficientes virotes para varios
lanzamientos. Uno de los hombres
colocó el peine en el rail situado en la
parte superior del arma mientras el otro
apuntaba.
Glorien dio un paso atrás y observó,
complacido por la velocidad de los
equipos, pero irritado porque habían
arrojado sin más sus armas al suelo.
Momentos después, las tres armas
estaban listas para disparar, y Glorien
esperó el claro y ondulante tañido de
los virotes al ser disparados.
—¿Por qué no disparan? —preguntó
cuando las armas permanecieron
mudas.
—No hay necesidad —dijo
Menethis, señalando el horizonte
occidental—. ¡Mira!
Glorien entornó los ojos ante la
tenue luz de la mañana y vio tres
figuras que volaban hacia la Puerta del
Águila. Al principio no las reconoció
por lo que eran, pero cuando advirtió la
inconfundible cabeza blanca de la
primera ave, vio que se trataba de
águilas.
—Una de ellas trae algo —observó
Menethis.
—Otra ofrenda ensangrentada, tal
vez —suspiró Glorien—. No recuerdo
que presentaran a Cerion Aladorada
todo lo que esas aves cazaban. Vamos
pues, supongo que deberíamos ver qué
nos han traído esta vez.
Menethis lo siguió mientras
regresaba a los baluartes y los equipos
de los lanzadores de virotes
descargaban sus armas una vez más.
Para cuando llegó a la muralla, las
águilas estaban mucho más cerca y
Glorien pudo ver que el águila de
cabeza blanca traía otro objeto. No
podía ver todavía qué era exactamente,
pero parecía envuelto en una capa roja.
Los guerreros de la muralla
vitorearon cuando las águilas se
acercaron, pues la visión de una águila
sobre el campo de batalla era un
presagio de victoria, y Glorien les
permitió este breve momento de
relajación.
Se dirigió al centro de los baluartes
y vio cómo el trío de águilas iba
descendiendo hasta que aterrizaron
ante él con un tronar de alas
extendidas. El águila que llevaba la
carga de la capa roja la colocó
amablemente a los pies de Glorien, y
vio que no era un trofeo ensangrentado
víctima de las garras o los picos, sino un
guerrero élfico con el uniforme de los
jinetes de Ellyrion.
Las águilas se retiraron mientras
Menethis se arrodillaba junto al
guerrero y abría la capa manchada de
sangre. Glorien hizo una mueca de
disgusto al ver la palidez de los rasgos
del elfo herido.
—¿Está vivo?
—Sí —afirmó Menethis—, aunque
malherido. Debemos llevarlo a nuestros
médicos si queremos que viva.
El guerrero ensangrentado abrió los
ojos al oír las voces élficas y se esforzó
por hablar.
—¿Cómo te llamas, guerrero? —
preguntó Glorien.
—Druchii… —susurró el guerrero a
través de unos dientes manchados de
sangre; su voz era apenas un suspiro.
—¿Qué ha dicho?
—Ha dicho «druchii», mi señor —
informó Menethis.
—¿Qué quiere decir? ¡Rápido,
pregúntale!
—¡Necesita un médico! —protestó
Menethis.
—¡Pregúntale, maldito seas!
Menethis se volvió hacia el elfo
herido, pero éste habló de nuevo sin
necesidad de que le preguntara.
—Soy… soy Eloien Caparroja de
Ellyrion. Mis guerreros… todos
muertos. Los druchii… desembarcaron
en Cairn Anroc. Un ejército. Druchii y
hombres corrompidos. Vienen hacia
aquí…
—¿A qué distancia están? —quiso
saber Glorien—. ¿Cuándo llegarán
hasta nosotros?
Eloien cerró los ojos, pero mientras
perdía la conciencia, logró decir:
—Mañana…
Glorien sintió un frío en los huesos
que no tenía nada que ver con los
vientos que soplaban sobre las murallas
de la fortaleza mientras el ave que había
traído al herido Eloien Caparroja
echaba atrás la cabeza y dejaba escapar
un graznido desafiante.
«Los druchii vienen —pensó—.
Estarán aquí mañana. Que Isha nos
proteja…»
14

La cálida luz del sol inundaba el


pabellón, pero al guerrero le
importaban poco los delicados aromas
que traía la refrescante brisa.
Permanecía desnudo, a excepción de
un taparrabos blanco, mientras dos de
las hermosas doncellas de la Reina
Eterna ungían su piel antes de limpiarlo
con cuchillas de quebracho.
Sus músculos eran duros como
piedras y estaban perfectamente
esculpidos, la perfección de su cuerpo
lastrada sólo por las muchas cicatrices
que lo cubrían. Todas estas viejas
heridas eran en el pecho y estaba claro
que este guerrero se había enfrentado a
todos sus enemigos de cara y jamás se
había retirado de un combate.
Largos cabellos rubios caían de sus
sienes y las doncellas los sujetaron en
trenzas con cordones de hierro para
impedir que ninguna hoja enemiga las
cortaran y lo privaran de su fuerza en
mitad de la batalla. No es que hubiera
nadie lo suficientemente habilidoso
para realizar tal hazaña, pues se trataba
del príncipe Tyrion de Avelorn, el
mayor guerrero de la época.
Alzó los brazos y colocaron una
larga camisa blanca sobre sus
musculosos brazos y hombros, antes de
asegurarla por delante con lazos y
botones de plata. Rápidamente, las
doncellas vistieron a Tyrion con unas
suaves calzas azul claro antes de
retirarse a los rincones del pabellón
mientras él colocaba una fina diadema
de oro sobre su frente.
El rostro de Tyrion era sombrío,
molesto con los sonidos de la música y
las risas que llegaban de los lados del
pabellón. Un ardiente dolor llenó sus
pensamientos, y los miembros le dolían
como si hubiera estado combatiendo
continuamente durante una semana.
Aunque su entrenamiento y
sesiones de práctica con las doncellas de
la Reina Eterna habían sido tan
rigurosos como siempre, sabía que este
dolor tenía un origen muy distinto.
Teclis…
Desde su juventud, su hermano
gemelo y él habían compartido un lazo
que ni siquiera el más sabio de los
señores del conocimiento podía
explicar. Lo que uno sentía lo sentía el
otro, y ahora experimentaba una
medida del dolor de su hermano como
si lo hubieran infligido sobre su propio
cuerpo. Distanciados por barreras
imposibles, cada gemelo sabía cómo le
iba al otro, y Tyrion sabía con cada fibra
de su ser que un mal terrible había
caído sobre Teclis.
Cerró los ojos y dejó que el sonido
del bosque lo envolviera, esperando que
los suaves ritmos del reino de su esposa
suavizaran las preocupaciones y el dolor
que pesaban sobre él.
Abrió los ojos y miró la magnífica
armadura dorada que colgaba de un
bastidor de madera al otro lado del
pabellón. Nunca se había forjado
armadura mejor, ni por parte de los
elfos ni de los enanos, y la luz del sol
parecía aletear con una llama interior
en sus placas bruñidas.
Forjada en el Yunque de Vaul, la
armadura dragón de Aenarion había
pertenecido a su legendario antepasado,
el Rey Fénix que había salvado a
Ulthuan de las fuerzas del Caos en
tiempos remotos.
El padre de Tyrion le había regalado
la armadura antes de la gran victoria de
la llanura Finuval y él la había llevado
en cada batalla desde entonces, su
canto de sirena a la guerra nunca lejos
de sus pensamientos.
Por maravillosa que fuera la
armadura, Tyrion sabía que era una
reliquia de un tiempo muy lejano ya,
un tiempo en que la loca furia de
Aenarion ardía poderosa y la feroz alma
de la raza élfica brillaba potente sobre el
rostro del mundo.
Esos tiempos se habían perdido ya,
y cada vez que se ponía la armadura
sentía profundamente esa pérdida.
—Te llama, ¿verdad? —dijo una voz
tras él, y sonrió al cálido tono femenino
mientras las palabras fluían como miel
en su mente.
—Así es, mi señora —asintió
Tyrion, dándose la vuelta y postrando
una rodilla ante su reina—. La
maldición de Aenarion vive dentro de
esta armadura.
La gloria del sol fluía con ella y su
pabellón estaba lleno de una luz que no
parecía proceder de ningún lugar pero
traía toda la bondad y el calor del
verano. El olor de las flores frescas
inundó a Tyrion, y sintió que su dolor
disminuía y la llamada bélica de la
armadura remitía.
—Sin duda —coincidió la Reina
Eterna, y una cálida lluvia roció
suavemente el techo del pabellón—. Su
locura vive y proyecta una sombra sobre
todos nosotros, pero por favor, mi
príncipe, levántate. Tú, más que nadie,
no necesitas arrodillarte ante mí.
—Siempre hincaré la rodilla ante ti,
mi señora —dijo Tyrion, mirando el
rostro de la mujer más hermosa
imaginable, la bendita hija de Isha y la
noble más amada de Ulthuan—. Y
nunca podré desobedecerte —bromeó
con una sonrisa, poniéndose ágilmente
en pie.
La Reina Eterna de Ulthuan se
movía sin esfuerzo, cada uno de sus
gestos gráciles más allá de cualquier
medida y cada una de sus palabras
como el sonido de la primera canción
de la primavera. Su larga túnica se ceñía
a su esbelta figura y el corazón de
Tyrion se llenó de amor por tenerla
cerca.
Se llamaba Alarielle, la Reina Eterna
de Ulthuan, y se decía que su belleza
podía incluso conmover a los dioses
inmortales.
Sólo que se dirigiera a él era el
placer más sublime, y ser su campeón
era un honor del que Tyrion sabía que
no sería digno nunca. Más allá de su
belleza inmaculada, la Reina Eterna
estaba unida a la tierra de Ulthuan
como ningún otro elfo. Donde ella
caminaba, nuevas flores la seguían en
su estela. Donde ella cantaba, el mundo
era un lugar más amable, y cuando ella
lloraba, los cielos lloraban con ella.
—¿Te marchabas sin decir adiós?
Tyrion inclinó la cabeza.
—Se acerca la guerra, mi señora. Me
necesitan en otra parte.
—Lo sé —dijo ella, y la luz
disminuyó mientras hablaba—.
También yo he sentido la amenaza de
aquellos que adoran al Señor del
Asesinato en nuestra tierra. Vienen con
los seguidores de los Dioses Oscuros
para causarnos un gran mal.
—Entonces es aún más imperativo
que me marche ahora, mi señora.
—¿Vas a ver a tu hermano?
—Así es. Siento su dolor y debo ir
con él.
—Sí —asintió la Reina Eterna—,
debes hacerlo, pero prométeme que
escucharás lo que te diga, pues tu
corazón se llenará de ira si buscas
venganza por sus heridas.
—Lo haré —prometió Tyrion
mientras dos doncellas recogían su
armadura del bastidor y empezaban a
colocársela. Peto, grebas, guanteletes,
gola y hombreras; cada una se ajustaba
a su cuerpo como si hubiera sido
diseñada sólo para él.
Colocada cada pieza de la
armadura, Tyrion sintió que la paz
producida por la Reina Eterna remitía y
el espíritu bélico de su pueblo fluía por
sus venas. Por fin alzó su poderosa
arma, la espada rúnica, Colmillo Solar,
una hoja forjada en tiempos pasados
para ser la condena de los demonios.
Tyrion se ajustó el cinto y cogió la
última pieza de su armadura, un yelmo
fabulosamente ornado y decorado con
brillantes gemas y amplias alas doradas.
Se colocó el casco, sintiendo el fuego
del legado de Aenarion anular sus
últimas cualidades amables.
Se volvió hacia la Reina Eterna.
—Ahora estoy listo.
—Que Asuryan te proteja, mi
paladín —dijo la Reina Eterna,
haciéndose a un lado para dejarlo
pasar.
Tyrion salió al claro del interior del
bosque de la reina, un maravilloso reino
de sueños anidado bajo un cielo del
azul más profundo. Árboles de grandes
hojas verde esmeralda lo rodeaban, y el
sonido de la risa corría bajo sus ramas
encantadas.
Veloces duendecillos corrían bajo la
maleza y luces titilantes asomaban en lo
más profundo del bosque. La magia
flotaba en el aire, se clavaba en los
pulmones con cada inspiración, y
Tyrion sintió dolor en el corazón
porque tenía que marcharse.
La música y la canción llenaban el
aire y hermosos elfos de ambos sexos
bailaban bajo una lluvia de pétalos,
adornados con flores, riendo como si las
preocupaciones del mundo carecieran
de importancia y estuvieran muy
lejanas.
Durante un momento Tyrion los
despreció. ¿Qué sabían ellos de la
sangre que había vertido y de los
sacrificios que había hecho para
mantenerlos a salvo? ¿Cómo se atrevían
a bailar y cantar como si la oscuridad
del mundo no fuera cosa suya?
Agarraba la empuñadura de
Colmillo Solar cuando una amable
mano tocó la suya y la furia huyó de su
cuerpo.
—Cálmate, mi príncipe —dijo la
Reina Eterna—. No dejes que la
maldición de tu antepasado te lleve al
mismo camino que él recorrió. Resististe
una vez la llamada de la Hacedora de
Viudas, y debes volver a hacerlo.
Tyrion dejó escapar un fuerte
suspiro y se dio media vuelta al oír el
relincho de caballos que se acercaban y
la alegre nota de un clarín de plata. Vio
a un grupo de caballeros armados, un
plateado conjunto de gloriosos
guerreros con brillantes armaduras de
ithilmar y resplandecientes túnicas
blancas. Los yelmos plateados estaban
pulidos como espejos y los jinetes
llevaban largas lanzas rematadas por
hojas que brillaban como diamantes a la
luz del sol entre los árboles.
Cada uno montaba un caballo
blanco, enjaezado de azul y blanco y
con una flexible armadura de ithilmar
que reflejaba la luz del sol en una
multitud de chispas deslumbrantes.
A la cabeza de los caballeros iba
Belarien, el mejor compañero de Tyrion
y su lugarteniente de más confianza.
Era el único de entre todos los
caballeros cuyo yelmo estaba adornado
con un par de alas emplumadas que
surgían de la protección para las
mejillas, indicando que era el jefe de
este grupo de guerreros.
Belarien montaba un magnífico
corcel blanco envuelto en un caparazón
del azul más profundo y blindado del
mismo modo que los demás caballos,
aunque una guirnalda de oro y gemas
rodeaba su ancho pecho. Igual que
Tyrion destacaba entre los caballeros,
también su caballo era más magnífico
que los de los yelmos dorados.
Era Malhandir, un regalo del reino
de Ellyrion y el último del linaje de
Korhandir, padre de caballos. No existía
mejor montura en el mundo y Tyrion
sintió que parte de su ansia guerrera se
calmaba al acercarse a su corcel.
Belarien le tendió las riendas y
Tyrion subió ágilmente a la silla
mientras la multitud se congregaba para
ver partir a los caballeros. Las doncellas
de la Reina Eterna cantaban alegres
canciones y los músicos entonaban
lamentos épicos de días pasados
mientras el abanderado desplegaba el
estandarte personal de Tyrion.
Los caballeros vitorearon cuando el
viento alcanzó el largo estandarte de
seda carmesí, revelando un fénix
dorado enlazado con la paloma
plateada de la Reina Eterna.
Desde su caballo, Tyrion inclinó la
cabeza ante la radiante belleza de la
reina. Ella sonrió y un rayo de luz
amarilla se abrió paso entre las copas de
los árboles para iluminar el estandarte
de seda.
Al ver el fénix ondear como
encendido, Tyrion sintió que su ánimo
se inflamaba.
—¡Caballeros del Yelmo Plateado!
—exclamó—. ¡Cabalguemos hacia
Saphery!

***
Caelir cabalgó durante toda la mañana,
exigiendo el máximo a su caballo
mientras se encaminaba hacia el norte.
Aunque la batalla de la llanura Finuval
se había extendido por todo el norte de
Saphery, él había atravesado por el
centro y el tono de pesadumbre remitía
con cada milla que iba dejando atrás.
Se había despertado en el montículo
donde el mismísimo Rey Brujo se había
alzado aquel día aciago en que Teclis lo
abatió y lo desterró de Ulthuan una vez
más. Caelir no sabía si había llegado a
correr peligro por parte de la sombra
oscura en el pasado, pero si así era, los
espíritus de los asur caídos lo habían
reconocido como uno de los suyos y lo
habían mantenido a salvo.
La imagen del Rey Brujo aún ardía
en su mente, pero era un fantasma que
se difuminaba como un sueño mientras
continuaba su viaje. Cuando más se
alejaba del campo de batalla, más sentía
que la tierra élfica cobraba vida, como si
la magia de Saphery estuviera
reclamando la tierra manchada por el
paso de sus enemigos.
Cruzó riachuelos que corrían
cristalinos por el paisaje y sació su sed
en sus aguas, aunque el hambre seguía
royendo su vientre. El descanso de la
noche había refrescado a su caballo, y
cada vez que se detenía, comía
ansiosamente la verde hierba. El corcel
no tendría problemas para llegar a
Avelorn, pero él iba a necesitar nutrirse
antes.
Caelir pensaba que llegaría al reino
de la Reina Eterna dentro de unos
cuantos días más de viaje, y podía
distinguir los brillantes límites de los
bosques del norte.
Había visto más signos de viajeros;
los rastros de carromatos y jinetes a
través del páramo eran ahora una visión
familiar, por lo que había decidido
seguirlos con la esperanza de obtener
algo de comida. No tenía dinero para
comprarla, pero seguía conservando la
extraña daga que no podía ser
desenvainada. De poco serviría a nadie,
pero tal vez a alguno de los viajeros le
parecería lo suficientemente curiosa
para cambiarla por un poco de
alimento.
Unas pocas horas después del
mediodía, Caelir y su montura llegaron
a un vado y cruzaron el río. Echó atrás
la cabeza, disfrutando del frío del agua
que salpicaba las rocas que señalaban el
punto de paso y llenaba el aire de
refrescante rocío y brillantes arco iris.
Al otro lado del río, vio huellas
profundas en la tierra mojada de la
ribera y bajó de la silla para
examinarlas. Aunque hubiera olvidado
otros recuerdos, no había perdido su
habilidad como rastreador y sabía que
esta pista no tenía más que unas
cuantas horas.
Volvió a montar y continuó
cabalgando, presionando a su caballo
más de lo que se atrevería
normalmente. La oscuridad caería
pronto y no tenía ningún deseo de
pasar otra noche solo en la llanura
Finuval, ni aunque estuviera lejos del
campo de batalla.
El sol se hundió por el oeste y el
cielo pasó de un rutilante azul a un
púrpura oscuro. Casi había perdido la
esperanza de alcanzar a los viajeros
cuando vio ante él una serie de luces
parpadeando, oro y plata brillando en el
crepúsculo.
Redujo el ritmo al ver que las luces
no se movían y oyó voces que cantaban
seguidas de aplausos entusiastas. La
música se hizo más fuerte y oyó risas
estentóreas en muchas gargantas.
Al acercarse, Caelir vio tres
carruajes de intensos colores que
formaban una línea curva, cada uno
decorado con resplandecientes pinturas
que brillaban a la luz de lámparas de
aceite que colgaban de altos palos
dispuestos en círculo alrededor de una
alfombra pintoresca. Un puñado de
elfos estaban tendidos lánguidamente
alrededor de la alfombra, cuya
superficie estaba decorada con
agradables símbolos y dibujos en
espiral.
Una delicada doncella élfica de
rasgos atractivos bailaba en el centro de
la alfombra, girando y saltando alegre
mientras la música fluía a su alrededor.
Bailaba con los ojos cerrados, moviendo
grácil los brazos, y su cuerpo parecía
flotar en el aire, como si la sostuvieran
las notas.
Caelir vio a los músicos al lado de la
amplia alfombra, y durante un fugaz
segundo tuvo la clara impresión de que
la música los tocaba a ellos, con su
deseo de ser oída y disfrutada usando
su aliento y sus dedos como medio para
manifestar su riqueza.
El público contemplaba su actuación
con ojos embelesados y Caelir descubrió
que no podía apartar la mirada de la
sensual danza de la doncella. Su piel
brillaba a la luz de las antorchas y el
finísimo tejido de su vestido se pegaba a
su forma esbelta y atlética.
La música cambió de tempo,
haciéndose más y más rápida y llevando
a la bailarina a increíbles niveles de
éxtasis. El público gritaba y animaba a
medida que su forma se convertía en
un sinuoso borrón de piel radiante y
luz.
Entonces todo acabó de repente, la
música murió y la bailarina dio un
último salto al aire. Giró al descender y
aterrizó grácilmente en el centro de la
alfombra, la cabeza hacia atrás y los
brazos extendidos.
El público prorrumpió en aplausos y
Caelir se sorprendió haciendo lo
mismo, encantado de mostrar su
aprecio por tan increíble actuación.
El sonido de los aplausos remitió
cuando todos fueron conscientes de su
presencia, y Caelir se ruborizó cuanto se
volvieron hacia él con expresiones de
curiosidad en el rostro.
Caelir desmontó de su caballo
cuando un alto elfo de rasgos sonrientes
y largo pelo plateado se separó del
grupo y se acercó a él. Extendió la mano
hacia Caelir.
—Bienvenido, querido muchacho,
yo soy Narentir —dijo el elfo con voz
musical—. ¿Quieres unirte a nosotros?
—Me llamo Caelir —respondió él—.
Y, sí, me uniré a vosotros.
—Excelente —respondió Narentir,
guiándolo hacia la luz de las hogueras
—. ¿Entiendo pues que te ha gustado la
actuación de Lilani?
Caelir asintió y la bailarina le dirigió
una sonrisa coqueta antes de retirarse
de la alfombra mientras otros bailarines
ocupaban su lugar.
—Mucho —asintió Caelir mientras
Narentir le tendía una copa plateada de
vino sazonado y aromático—. Nunca he
visto a nadie moverse como ella.
—Es difícil hacerlo: nuestra Lilani es
una rara joya.
Rostros sonrientes lo rodearon
mientras Narentir lo conducía hacia el
público congregado alrededor de la
alfombra. Estaban verdaderamente
contentos de verlo, y Caelir sintió que la
tensión de su pecho se aliviaba ante la
sinceridad de la bienvenida.
Tomó un sorbo de vino y jadeó de
placer cuando el líquido le corrió como
humo por la garganta. El vino era dulce,
casi insoportablemente dulce, y su sabor
era el de un bosque salvaje donde
criaturas de leyenda aún corretearan
libres. Caelir sonrió al conjurar visiones
de jardines fabulosos, claros moteados
por el sol y el olor de la madreselva y el
jazmín.
—¿Nunca has probado vinoensueño
antes? —preguntó Narentir, sentándose
junto a él en la alfombra mientras los
músicos empezaban a tocar una vez
más.
—Sí —respondió Caelir, mareado
por el sabor—, pero éste es bueno. Muy
bueno.
—Ten cuidado —advirtió Narentir
—. No deberías beber demasiado.
—Tengo un estómago fuerte.
—No es tu estómago por lo que
tienes que preocuparte —sonrió
Narentir mientras tomaba otro trago.
—¿No?
Narentir se echó a reír.
—Haz lo que quieras, querido
Caelir. Tal vez ayude a tu actuación.
—¿Mi actuación? ¿Qué actuación?
—Todo el mundo tiene su turno en
la alfombra.
—Pero yo no soy cantante y no sé
bailar —protestó Caelir.
Narentir sonrió.
—Eso no importa. Estoy seguro de
que se te ocurrirá algo.
Caelir abrió la boca para resistirse,
pero los elfos que estaban ya en la
alfombra empezaron su actuación y
todos los demás sonidos cesaron
cuando entonaron antiguas canciones
de amor y embeleso. Caelir quiso
decirle a Narentir que no sabría
entretenerlos, pero escuchar a los
cantantes extrajo un recuerdo de los
talentos desconocidos que Kyrielle
había descubierto dentro de él.
Otro sorbo de vino lo relajó y Caelir
sonrió feliz mientras contemplaba la
actuación. Las voces de los cantantes
eran exquisitas, su música y sus
canciones revoloteaban en torno a la
reunión iluminada por las antorchas
como un invitado inesperado, pero
totalmente bienvenido.
Las lágrimas chispearon los ojos de
Caelir mientras sentía que su alma huía
en el tiempo con sus melodías
dolorosamente hermosas.

***
El regreso a Cairn Auriel careció de la
magia que los había acompañado
camino de la Torre Blanca. A Eldain le
resultaba extraño no montar a Lotharin,
aunque Irenya era un buen animal y lo
llevaba orgullosamente en su grupa.
Cabalgaron en silencio durante gran
parte del viaje, Rhianna perdida en sus
pensamientos y Eldain reacio a romper
el silencio por miedo a lo que pudiera
decirse. Yvraine los acompañaba de
nuevo, pues Mitherion Ciervo de Plata
insistió en ello, aunque ahora montaba
un poderoso corcel sapheriano.
Después de ver su habilidad marcial
en la batalla, Eldain no tuvo ningún
deseo de contradecir al mago, y
agradeció su presencia. Si la guerra
venía, en efecto, hacia Ulthuan, había
cosas peores que tener a tu lado que
una maestra de la espada de Hoeth.
La tierra misma parecía reconocer la
tristeza que se había apoderado de ellos
y contenía sus excesos encantados más
potentes. La magia seguía permeando
cada aliento y espíritus susurrantes
correteaban entre las altas hierbas con
salvaje abandono, pero Eldain no les
prestaba ninguna atención, demasiado
preocupado por la supervivencia de
Caelir y la absurda idea de perseguir a
su propio hermano.
La cuestión de lo que sucedería
cuando alcanzaran a Caelir había
surgido cuando se acercaron al sendero
entre las montañas que conducía a
Cairn Auriel.
—Me pregunto si nos recordará —
dijo Rhianna, rompiendo el silencio de
su viaje.
—No lo sé —contestó Eldain—. No
lo parecía, allá en la torre.
—Pero tal vez verte sacudió sus
recuerdos, le hizo recuperar algo.
—Tal vez, pero ¿qué diferencia
habrá si nos recuerda?
—La habrá para mí —dijo Rhianna
—. No puedo soportar la idea de que se
haya olvidado de nosotros.
—¿De nosotros?
—De ti. De mí. De su vida. ¿Puedes
imaginar cómo debe sentirse, Eldain?
No recordar tu infancia, ni a tus padres,
ni a tus amigos…
—¿Ni a tus amantes? —interrumpió
Eldain, y odió el tono cáustico que
percibió en su voz.
Rhianna suspiró.
—¿Es eso lo que te da miedo? ¿Que
si Caelir recupera la memoria y vuelve
con nosotros yo te deje por él?
—¿No lo harías? Estuvisteis
prometidos.
Rhianna se acercó a Eldain y le
cogió la mano.
—Caelir está vivo y por eso le doy
las gracias a Isha, pero mi compromiso
es contigo, Eldain. Eres mi esposo y te
quiero.
Eldain sintió que se le cerraba la
garganta y apretó la mano de Rhianna,
deseando poder creer lo que ella estaba
diciendo.
—Lo siento. Es que… no quiero
perderte. Ya te perdí por él una vez
antes y… no creo que pudiera hacerlo
de nuevo.
—No lo harás, Eldain —prometió
Rhianna—. No puedo negar que ver
otra vez a Caelir me trajo un montón de
recuerdos, pero las cosas han cambiado
mucho desde que estuvimos juntos. Tú
y yo estamos casados. Y hay sangre en
sus manos.
«Hay sangre en sus manos…»
Eldain combatió la náusea de
culpabilidad que se acumulaba en su
estómago. Yvraine intervino entonces.
—También está la cuestión de lo
que le sucedió en Naggaroth. Los
druchii lo retuvieron en las mazmorras
del Rey Brujo durante más de un año.
El Caelir que ambos conocisteis puede
que ya no exista.
—¿Qué quieres decir?
—He oído decir que el esclavo leal
aprende a amar la correa —dijo la
maestra de la espada—. Puede que tu
hermano se haya convertido en un
enemigo de Ulthuan.
—¿Qué estás diciendo? —preguntó
Eldain, percibiendo una fría cólera en la
voz de Yvraine.
—Estoy diciendo que cuando
encontremos a Caelir, tal vez tengamos
que matarlo.
—¿Matarlo?
Yvraine asintió.
—¿Quién sabe qué más le han
ordenado hacer? ¿Y si la trampa para
eliminar al Señor del Conocimiento era
sólo la primera de sus misiones de
asesinato?
—No puedo matar a mi propio
hermano —dijo Eldain, forzando las
palabras a salir de su boca cuando vio la
expresión de horror de Rhianna ante lo
que Yvraine acababa de decir.
—Puede que haya que hacerlo —
insistió ella, que llegaba ya a la cima del
sendero—. Pero si tú no puedes, lo haré
yo.
La maestra de la espada se adelantó
hacia el camino que conducía a Cairn
Auriel, y Eldain y Rhianna
compartieron una mirada de inquietud
mientras la seguían. La idea de que su
caza pudiera terminar con sangre no se
le había ocurrido a ella, estaba claro,
pero en la mente de Eldain era el único
resultado posible.
Mientras veía cómo Rhianna se
internaba en el sendero, una fría
resolución se hizo fuerte en su corazón,
y supo que no vacilaría en matar a
Caelir si el destino decretaba que
volvieran a enfrentarse de nuevo cara a
cara.
Había llegado hasta muy lejos y
había ganado tanto que no podía
soportar la idea de perderlo todo otra
vez. La culpa estaría siempre con él,
pero ninguna carga era demasiado
pesada por conservar a Rhianna a su
lado, ningún hecho impensable, ningún
precio demasiado alto.
Una flotilla de barcos se mecía en
las chispeantes aguas azules de los
muelles flotantes de Cairn Auriel, y las
viviendas de rojos tejados se alzaban del
mar en capas escalonadas. A Eldain la
escena le pareció insoportablemente
triste, pues imaginó a las naves druchii
que llegaban a la bahía y a los fanáticos
guerreros del Rey Brujo asesinando a
mujeres y niños mientras las calles se
teñían de rojo con su sangre.
Se estremeció, librándose de tan
sombrías imágenes, y cabalgó hacia el
sendero. Las flores que adornaban los
viñedos eran flores blancas de
primavera y las fragancias eran las del
amanecer.
Eldain pasó bajo las flores y se
dirigió con cuidado hacia el
asentamiento.

***
El capitán Bellaeir se sintió encantado
de volver a verlos, pues no le gustaba
tener a una tripulación ociosa cuando
había mares que cruzar y vientos
mágicos que capturar en las velas. Sus
marineros habían entablado relación
con las otras tripulaciones ancladas en
la bahía y las noticias y los rumores que
llegaban de todo Ulthuan se habían
transmitido rápidamente entre ellos.
Nuevos barcos druchii habían sido
avistados cerca de las costas del sur de
Ulthuan, pero al parecer no habían
hecho ningún intento de desembarcar.
Los cielos sobre las Annulii estaban
repletos de pájaros que cruzaban de un
lado de la isla a otro, y se decía que las
corrientes mágicas que surcaban las
montañas se volvían más poderosas.
Más y más criaturas bajaban de las
montañas, atraídas por las peligrosas
corrientes de la magia, y los cazadores
de Chrace libraban una batalla casi
constante contra los monstruos
innaturales que se cebaban en los
habitantes de los reinos del norte.
El Yunque de Vaul rugía y
humeaba como si el dios herrero
estuviera insatisfecho, y una tripulación
decía haber sido alcanzada por una
tormenta en los mares de Avelorn, un
signo seguro de que se aproximaban
tiempos oscuros. La mayoría de las otras
tripulaciones había descartado
semejante historia, pero al ver el estado
en que había quedado el barco y las
negras cicatrices de los impactos de los
rayos, se retiraron a sus propios bajeles
para reflexionar sobre ese maligno
presagio.
Más preocupante, sin embargo, era
la noticia de que los druchii habían
desembarcado en la costa occidental de
Ulthuan. Nadie parecía saber
exactamente dónde, pero cuando
Eldain recordó la advertencia de
Mitherion Ciervo de Plata de que un
terrible peligro descendía sobre Ellyr-
charoi, temió que los druchii estuvieran
ya marchando contra una de las
fortalezas que protegían el acceso a
Ellyrion.
Por todo Ulthuan, levas ciudadanas
se armaban para la guerra y portentos
de mal agüero se transmitían desde
Yvresse a Tiranoc. Cuando llegaron a
Cairn Auriel, Eldain sintió en el aire el
fuerte temor de sus habitantes, como
un contagio.
El capitán Bellaeir se había tomado
la libertad de comprar suministros para
el viaje, aunque no le gustó la noticia de
cuál era su destino.
—¿El Valle Gaen? —dijo, con el
ceño fruncido—. No es lugar para gente
como nosotros.
—No —coincidió Eldain—, pero no
tenemos más remedio. El Señor del
Conocimiento en persona nos envía.
Bellaeir asintió ausente y contempló
el mar.
—He surcado las aguas del Mar
Interior durante muchos años, mi
señor. Cuando Finubar el Navegante se
convirtió en Rey Fénix, vi la nave que lo
llevaba al Altar de Asuryan y lo seguí lo
suficiente para ver la gran llama. En mi
juventud, navegué hasta donde nadie
se había atrevido a acercarse a la Isla de
los Muertos, y vi el día de mi propia
muerte.
»Pero en todos mis años como
navegante, nunca se me había ocurrido
acercarme al Valle Gaen. Las mujeres
guerrero de la Diosa Madre protegen
con celo sus costas y ningún varón se
atreve a poner el pie en esa isla. Y los
que lo intentan nunca son vistos de
nuevo.
—Entonces tú y yo nos
aseguraremos de quedarnos a bordo del
Señor de los Dragones mientras Rhianna
e Yvraine desembarcan —dijo Eldain.
Bellaeir suspiró y dejó a Eldain en el
muelle, dirigiendo a Rhianna a su
tripulación para subir a bordo a los
caballos. Eran bestias inteligentes y a
ninguna les agradaba la perspectiva de
quedarse encerradas en la estrecha
sentina del barco durante varios días.
Eldain no podía reprochárselo, y se
encogió de hombros a modo de
disculpa mientras el caballo de Rhianna
lo miraba a los ojos. Vio a Yvraine
cruzada de brazos observar a los
marineros conducir a los caballos al
barco. El viento que soplaba del mar
agitaba sus cabellos de platino y estaba
claro que no anhelaba otro viaje
marino.
Eldain cruzó el muelle para
acercarse hasta ella.
—Parece que te gusta tan poco
viajar por mar como a nuestras
monturas, dama Hoja de Halcón —le
dijo.
—¿Puedes reprochármelo? —
respondió ella.
—Sé porque no le gusta a los
caballos —afirmó Eldain—. En Ellyrion
están acostumbrados a la libertad de las
estepas, pero ¿por qué lo odias tú tanto?
Yvraine se encogió de hombros.
—No me gusta poner mi destino en
manos de nadie. Prefiero ser dueña de
mi propio sino.
—¿Puede alguno de nosotros hacer
eso? —preguntó Eldain—. ¿Puede no
estar nuestro futuro en la voluntad de
los dioses?
—No lo sé. Tal vez sea así, pero yo
tomo mis propias decisiones y vivo
según mi propio código.
—¿Incluye eso matar a mi
hermano?
Yvraine se protegió los ojos del sol
que ya se ponía.
—Si es lo que hace falta para
mantener a Ulthuan a salvo, no se te
ocurra impedírmelo.
—Si Caelir amenaza a Ulthuan, yo
mismo empuñaré la espada —le
aseguró Eldain, sorprendido por la falta
de sentimiento que ese juramento
causaba en él.
—Entonces nos comprendemos
mutuamente —replicó Yvraine,
devolviendo su atención a los caballos.
—Eso parece.
Se produjo un silencio incómodo
hasta que, por fin, Yvraine dijo:
—Isha mediante, pronto tus
caballos conocerán de nuevo la libertad
de la estepa.
—Parece que no estás muy segura
de que vaya a ser así.
—Es posible —reconoció Yvraine—.
Ya oíste lo que dijo lord Teclis. Los
druchii han desembarcado y se acerca
la guerra. Puede que ninguno de
nosotros vuelva a ver su patria.
—¿Te preocupa no volver a ver
Saphery?
—No —respondió Yvraine,
negando con la cabeza—. Es el hecho
de dejar Saphery cuando se acerca la
guerra lo que me preocupa. Debería
estar con mis hermanos defendiendo la
Torre Blanca como juré hacer.
Eldain sonrió torvamente.
—Si lord Teclis tiene razón, todos
tendremos que luchar pronto. No creo
que importe mucho dónde lo hagamos.
—A mí me importa.
—Entonces, por nuestro bien,
espero que tu espada luche donde más
falta haga —manifestó Eldain.
15

El sol de la mañana se alzaba en el


cielo, las largas sombras del amanecer
se retiraban ante el avance del día y el
valle ante la Puerta del Águila se
iluminaba. Desde que las águilas habían
traído al jinete herido y la noticia del
avance del enemigo, Glorien Coronafiel
había hecho todo lo que sus libros
recomendaban antes de la batalla.
Tres jinetes habían partido en los
caballos más veloces hacia Tor Elyr para
llevar la noticia y solicitar refuerzos, y
había enviado exploradores a vigilar la
llegada del enemigo. Había mandado
apilar flechas en las murallas y
comprobar y volver a comprobar todas
las armas. Los pocos magos destinados
en la Puerta del Águila habían pasado
la noche meditando, haciendo acopio
de fuerzas y poderes para la inminente
batalla.
Glorien había inspeccionado
personalmente cada centímetro de la
muralla y la puerta en busca de puntos
flacos, y se sintió aliviado al no
descubrir nada incorrecto. Por muy
torpe que hubiera considerado el
liderazgo de Cerion Aladorada, no
pudo encontrar ningún defecto en las
defensas.
A media mañana regresó Alanrias,
el guerrero sombrío, y Glorien lo recibió
en la puerta.
Las noticias no eran buenas.
—Estarán aquí dentro de una hora,
tal vez menos —jadeó el explorador
encapuchado. La sangre manchaba su
capa gris allá donde un virote de hierro
lo había atravesado—. Los acosamos en
Cairn Anroc, pero los druchii de las
Montañas Espinazo Negro son
cazadores hábiles y mataron a muchos
de los nuestros. Jinetes oscuros van por
delante del ejército, librando batallas
dispersas con patrullas de soldados de
Ellyrion.
—¿Dónde están ahora esas patrullas
de soldados? —preguntó Glorien, al no
ver a ningún jinete tras el explorador.
—La mayoría están muertos,
aunque algunos habrán escapado a las
montañas.
Glorien le dio las gracias a Alanrias
y lo envió a los médicos antes de
regresar con Menethis a la muralla,
tratando de no dejar que el miedo que
amenazaba con abrumarlo se notara en
sus largas zancadas y su aspecto
confiado. Juntos recorrieron toda la
muralla, y Glorien se sintió aliviado al
ver la firme determinación en los ojos
de cada guerrero. Deseó con todas sus
fuerzas tener la misma confianza que
estos soldados, pues nunca se había
enfrentado al enemigo en combate…
Trató de conversar con los
guerreros, como había visto hacer a
Cerion en muchas ocasiones, pero sus
palabras eran torpes y estiradas y
renunció después de unos pocos
intentos. En cambio, se sintió más
seguro por la solidez de la fortaleza, por
sus blancas murallas, altas e
inexpugnables, por sus orgullosas e
invioladas torres. Cientos de guerreros
elfos atendían estas defensas, y él sabía
tanto como cualquier otro noble que
hubiera estado a cargo de estas
murallas.
Caledor había construido bien sus
fortalezas y nunca había caído ante el
enemigo ni una sola de sus torres de
guardia. Ese pensamiento dio esperanza
a Glorien.
Pero esa esperanza se hundió en su
corazón cuando el sol se elevó más en el
cielo y el enemigo quedó a la vista.
Marchaban por el centro del valle,
miles de elfos oscuros en disciplinados
regimientos, llevando largas lanzas y
estandartes de serpiente en palos
rematados por runas de plata.
Guerreros armados con hachas de
verdugo al hombro avanzaban junto a
ellos en sombrío silencio, y los
estandartes bordados con la runa
maldita de Khaine se alzaban
orgullosamente ante ellos.
Un escalofrío de horror se
transmitió a lo largo de la muralla
cuando un trío de enormes bestias de
escamas negras con muchas cabezas
serpentinas apareció a la vista,
cabalgadas por sudorosos amos
armados con largos aguijones metálicos.
De las bocas llenas de colmillos de los
monstruos manaba un humo acre, y sus
rugidos resonaban por los lados del
valle mientras abrían y cerraban las
mandíbulas y se debatían contra las
cadenas que las sujetaban.
Glorien abrió los ojos de par en par
al ver a un grupo de prisioneros
avanzando ante los monstruos. Sus
atuendos y su pelo rubio indicaban que
eran guerreros de Ellyrion.
—Oh, no… —susurró cuando uno
de los prisioneros tropezó y acabó en las
fauces de una de las hidras. Sus gritos
resonaron en el aire frío y Glorien vio
con horror cómo las muchas cabezas de
la bestia luchaban por el cuerpo,
haciéndolo pedazos en un hambriento
frenesí.
Ya se había derramado sangre y la
caballería reptiliana de los druchii bufó
y arañó el suelo cuando captaron su
olor. Los oscuros nobles que montaban
estas bestias llevaban elaboradas
armaduras de placas de ébano y
portaban altas lanzas, los temibles
símbolos de sus casas se mostraban
orgullosos en sus escudos en forma de
trapecio.
Bandadas de criaturas aladas
revoloteaban sobre el ejército en
marcha, correosos demonios de
repulsivo aspecto femenino que
llenaban el aire con sus horribles
alaridos.
Junto a los druchii, una horda de
hombres corrompidos marchaba
aullando cánticos estentóreos mientras
golpeaban sus escudos con hachas y
espadas. Locos sometidos se arrastraban
ante la horda, esclavos decrépitos
cubiertos con la piel de elfos desollados.
Bárbaros tribeños gritaban y
aullaban, los cuerpos brillando de aceite
y resplandeciendo con las placas de
metal fundidas en su piel por la magia
innatural. Por brutales que fueran estos
hombres, Glorien sintió que la sangre se
le helaba en las venas cuando vio a los
paladines que los dirigían, guerreros
que habían jurado fidelidad a los
Dioses Oscuros y cuyas runas se
marcaban en la carne de sus cuerpos.
Cada paladín iba rodeado de su
propia banda de seguidores sedientos
de sangre: bestias musculosas que
caminaban sobre dos patas, horrores
mutantes de forma indefinible,
guerreros proscritos tocados por el
poder envolvente del Caos y chamanes
gimoteantes que murmuraban letanías
prohibidas.
Miles de guerreros llenaban el valle,
y Glorien vio cómo la aterradora hueste
se detenía justo en el límite del alcance
de sus lanzadores de virotes.
—Son tantos… —dijo, con la
garganta seca y el estómago retorcido
de temor.
Menethis no habló, pero señaló con
un dedo tembloroso al centro de la
horda enemiga.
Dos figuras cabalgaban hacia la
Puerta del Águila, una de ellas era una
atractiva mujer que montaba un oscuro
corcel de negras alas membranosas, y la
otra un hombre monstruosamente
poderoso que cabalgaba un enorme
caballo sin piel con la silla y la brida
fundidas en su musculatura al
descubierto.
—¿Qué hacemos, mi señor? —
preguntó Menethis.
Glorien se pasó la lengua por los
labios.
—Todavía nada —dijo—. Déjame
pensar.
Los dos jinetes se detuvieron y
Glorien supo que estaban al alcance de
todos sus arqueros. Sabía que podía
ordenar que los mataran, pero un acto
tan deshonroso no tenía cabida en él.
Los hombres y los druchii podían
comportarse sin respeto a la honorable
conducta de la guerra, pero Glorien
Coronafiel era un noble de Ulthuan.
En cambio, inspiró profundamente
y esperó que su voz no traicionara el
letal temor que sentía.
—Estas tierras son territorio
soberano de Finubar, Rey Fénix de
Ulthuan y señor de los asur. ¡Marchaos
ahora, o morid!
El silencio del valle era absoluto,
como si las montañas mismas esperaran
la respuesta de los líderes enemigos.
La mujer druchii echó atrás la
cabeza y se rio, un sonido amargo y
mortal, y el gigante del caballo brillante
negó con la cabeza, como si pudiera
saborear el miedo en la voz de Glorien.
Éste dio un respingo cuando el
oscuro corcel de la mujer desplegó las
alas y saltó al aire, sus ojos rojos como
gemas feroces y su aliento una nube de
vapores malignos. Aunque no usaba
silla ni riendas, la mujer no mostró
ningún temor cuando el malvado
pegaso la llevó por el aire hacia la
fortaleza.
—¡Arqueros! —gritó Glorien—.
¡Preparados!
Seiscientos arcos crujieron cuando
cada uno de los arqueros de la muralla
tensó su cuerda y se preparó para
disparar. Glorien no mataría a un
enemigo que viniera a parlamentar,
pero esta intrépida cabalgada era algo
completamente distinto.
Ahora que estaba más cerca,
Glorien pudo ver que no se trataba de
una druchii corriente, sino de una
mujer de increíble belleza, su figura
pálida, esbelta y tensa, y el cabello una
densa mata de titilante oscuridad. Se
agarraba con los muslos a los flancos de
su montura, y Glorien reconoció que
nunca había visto nada más
poderosamente erótico.
—¿Mi señor? —preguntó Menethis
—. ¿Ordeno disparar a los arqueros?
Glorien trató de responder, pero no
pudo formar las palabras, su alma
atrapada por el atractivo innatural de
esa oscura hembra. Sus labios se
movieron, pero no emitieron ningún
sonido, y se sintió alcanzado por el
absurdo total de combatir a esa mujer.
Sintió que lo agarraban con fuerza
del brazo y se soltó para continuar
contemplando esta visión de oscura
belleza. No era el único afectado, pues
muchos de sus guerreros estaban
también atrapados por el increíble
poder de la voluptuosa atracción de esta
druchii, y aflojaban la tensión de sus
arcos y la contemplaban embelesados.
Druchii…
La palabra gritaba en su mente y
Glorien jadeó horrorizado mientras el
hechizo de la belleza de la mujer
desaparecía de su mente.
No era una druchii corriente.
Dejó escapar un fuerte suspiro
mientras su cuerpo se desprendía de los
encantos de la hechicera y se agarró a la
piedra blanca del parapeto cuando sus
piernas amenazaron con ceder.
Glorien se volvió hacia sus arqueros
y gritó:
—¡Abatidla! ¡Ahora!
Apenas la mitad de los arqueros
disparó, el resto todavía embaucado por
su maligno encanto, y tan de cerca que
era de esperar que cada uno de ellos
alcanzara el blanco.
Pero cuando la andanada de flechas
cruzó el aire, una chasqueante bruma
de magia apareció en torno a la mujer y
las flechas cayeron al suelo como copos
marchitos y cenicientos. En respuesta,
apuntó con su lanza dentada hacia la
fortaleza y murmuró un canto letal en
el horrible lenguaje de los druchii.
Vientos ululantes como el frío
aliento de Morai-heg barrieron los
baluartes y Glorien gritó cuando un frío
aturdidor se apoderó de sus miembros.
El temible frío de la oscuridad total lo
atravesó y una bruma helada flotó sobre
las almenas.
Oyó los gritos de los guerreros que
caían doloridos de rodillas, y
chispeantes telarañas de escarcha
aparecieron en la piedra de la fortaleza.
Charcos de hielo oscuro se formaron
bajo sus pies, y cada vez que respiraba,
Glorien sentía como si tuviera dagas de
escarcha en los pulmones.
—¡Puedo saborear vuestro miedo y
me complace! —gritó la hechicera
druchii con maliciosa diversión—. Una
eternidad de agonía en los infiernos del
Caos espera a quienes se opongan a mis
guerreros. ¡Esto prometo, pues soy
Morathi y todos vais a morir!

***
El cálido brillo de las antorchas lo
rodeaba y el aplauso del público lo
llenaba de confianza mientras Caelir se
dirigía al centro de la alfombra. Rostros
sonrientes le desearon lo mejor y él
esperó con todas sus fuerzas no
decepcionar a este grupo con su
actuación.
Narentir le había dado una arpa de
plata y tañó experimentalmente unas
cuantas cuerdas, esperando que las
habilidades que había descubierto con
Kyrielle no lo hubieran abandonado.
Pensar en la hija de Anurion le hizo
detenerse, pero en vez de dolor, el
recuerdo sólo despertó sensaciones
agradables y deseó con todas sus
fuerzas que ella estuviera aquí para
verlo tocar.
—Vamos —lo apremió Narentir—.
¡No nos tengas esperando toda la
noche!
Una risa bonachona se apoderó de
él y Caelir sonrió al ver a Lilani al fondo
del público, observándolo con claro
interés.
Cerró los ojos, y aunque conocía
muchas canciones, de repente se dio
cuenta de que no sabía tocar ninguna
de ellas, y una sacudida de temor lo
atenazó mientras su mente se quedaba
en blanco.
¿Lo había abandonado ese talento
no recordado?
La idea de decepcionar a su público
lo aterraba, y aunque sabía que era el
vino quien hablaba, le parecía que sería
el mayor fracaso de su vida si se
quedaba aquí de pie, inútil, sin el don
de la música.
Pasó las manos por el instrumento
una vez más y entonces, sin ningún
esfuerzo ni pensamiento consciente, sus
dedos empezaron a bailar sobre las
cuerdas. Una música animosa saltó del
arpa para llenar la noche y Caelir vació
su mente de miedo, dando a su musa
desconocida rienda suelta sobre sus
manos.
Una risa complacida brotó en el
público y todos aplaudieron al compás
de las melodías tañidas por su
instrumento. Caelir se rio mientras la
música brotaba de él, jadeado por el
aprecio de sus oyentes, y supo que
había sido aceptado como uno de ellos.
Antes de darse cuenta de lo que
hacía, empezó a cantar. Las palabras
fluyeron en él de modo tan natural
como si las supiera desde que nació:

Isha esté contigo en cada bosque,


Asuryan cada día revelado,
la gracia te acompañe en cada arroyo,
montaña, risco y llano.
Gloria a ti por siempre,
brillante luna, Ladrielle;
siempre nuestra luz gloriosa.
Cada mar y tierra,
cada páramo y prado,
cada ocaso, cada amanecer,
en el hueco de las olas,
en la cresta de las nubes
en cada paso del viaje que sigues.

Y entonces se acabó, las palabras


terminaron y la música se apagó. Caelir
bajó el arpa y dejó que el momento se
alargara, el aliento cálido en la garganta
y el atroz deseo por complacer aún
martilleando en su pecho.
Sentidos vítores y aplausos
saludaron su canción y Narentir se
levantó de su sitio junto a la alfombra.
Sonreía.
—Bien hecho, Caelir, bien hecho —
lo felicitó, y lo envolvió en un abrazo.
—No era más que una simple
canción de viajero —dijo Caelir, algo
cohibido por los halagos.
—Muy cierto —asintió Narentir—,
pero la cantaste con sinceridad y la
tocaste bien.
Caelir sonrió y sintió que la musa en
su interior gritaba pidiendo más, pero le
devolvió el arpa a Narentir mientras
otros cantantes se dirigían a la
alfombra.
Le dieron palmadas en la espalda y
le plantaron besos en las mejillas
cuando regresó a su sitio en el público.
Sentía que su aprobación lo abrumaba y
sonrió cuando le ofrecieron otra copa
más de vinoensueño.
Caelir caminó aturdido entre la
gente, rostros pintados y sonrisas y
besos se sucedían en un remolino de
excitación y el arrebato de la actuación.
Apuró su copa y de inmediato le
pusieron otra en la mano.
Se rio con ellos y se unió a sus
aplausos cuando otros cantantes y
danzarines subieron a la alfombra. Una
mano se deslizó en la suya y se
encontró cara a cara con Lilani, su
cuerpo de bailarina muy cerca del suyo
y la mirada clavada en sus ojos.
—Tu canción fue triste —dijo, y su
voz era tan sinuosa como sus
movimientos.
—No pretendía serlo.
—Me refiero a debajo de las
palabras —afirmó ella, guiándolo más
allá de la luz de las antorchas, a las
pendientes de una baja colina de hierba
—. Tu corazón está dolido, pero yo
conozco formas de curarlo.
—¿Cómo? —preguntó Caelir
mientras las manos de ella le
acariciaban el cuello. Lilani apretó el
cuerpo contra el suyo y, sin ser
consciente, él se inclinó para besarla.
Fue instintivo, y el atrevimiento de ella
le pareció la cosa más natural del
mundo. Sabía a vinoensueño y bayas,
sus labios eran suaves y tenía la piel
fresca bajo sus manos.
Con apenas un movimiento, su
túnica y las ropas de Caelir quedaron a
un lado y se tumbaron en la hierba
plateada mientras la música, las
canciones y la risa flotaban en el aire.
Pero Caelir no oía nada de todo eso,
pues sólo existía Lilani y el tiempo que
compartían bajo la luna.

***
Caelir abrió los ojos y parpadeó
rápidamente a la luz del sol naciente.
Durante un momento se preguntó
dónde estaba, y luego vio la forma
dormida de Lilani, el brazo cruzado
sobre su pecho. El rocío de la mañana
brillaba en su piel y sonrió cuando
recuperó el brumoso recuerdo de los
placenteros ejercicios de la noche
anterior.
—Ah, estás despierto por fin,
querido muchacho —dijo una voz, y
Caelir alzó la cabeza y vio a Narentir
que le tendía un plato de fruta y pan.
Caelir se zafó del abrazo de Lilani y
recogió sus ropas, sintiéndose
ligeramente ridículo mientras se las
ponía delante de un desconocido.
Recordó haberlo abrazado la noche
anterior y sentir que eran íntimos como
hermanos, pero sin los efectos del
vinoensueño, se dio cuenta de que no
sabía casi nada de esta gente, aparte de
sus nombres.
Su estómago gruñó, recordándole
que hacía días que no comía, y aceptó el
plato ofrecido, que engulló a grandes
bocados.
—Gracias —dijo.
—No hay de qué —respondió
Narentir—. ¿Te divertiste anoche?
—Sí, me divertí —asintió Caelir
entre bocados de fruta—. Nunca había
actuado antes delante de público.
—Oh, lo sé, pero me refería a Lilani.
Caelir se ruborizó y miró a la
bailarina dormida, sin saber cómo
responder.
Narentir se echó a reír ante su
incomodidad, aunque no había malicia
en su reacción.
—No te preocupes, muchacho. Aquí
no constreñimos nuestros deseos con
anticuados códigos morales, pues todos
somos viajeros del camino de los
sentidos.
—¿El qué? No comprendo.
—¿De verdad? —sonrió Narentir,
deslizando un brazo sobre sus hombros
y guiándolo hacia las carretas. Caelir vio
ahora que estaban pintadas con una
amalgama de colores y diferentes
dibujos—. Me pareció, por tus dos
actuaciones de anoche, que estabas bien
versado en la vida de lo voluptuoso.
—Espera un momento… —dijo
Caelir, mientras la importancia de las
palabras de Narentir calaba en él—.
¿Has dicho mis dos actuaciones?
—Sí —respondió Narentir,
señalando a Lilani—. ¿O crees que tu
canción fue lo único para lo que tuviste
público?
Caelir se ruborizó al pensar que
había sido observado, pero no había
ningún juicio ni lascivia en el
comentario de Narentir y sintió que su
vergüenza remitía. En cambio, sonrió y
dijo:
—Entonces sí, me divertí. Como
dijiste, es una rara joya.
—Es más que eso —asintió Narentir
—. Ése es el tipo de actitud que hará
que se fijen en ti en Avelorn. Ahora
ven, sacia tu apetito y nos pondremos
en camino.
—Espera, ¿os dirigís a Avelorn?
—Pues claro. ¿Adónde crees que
íbamos?
—Yo… no lo había pensado mucho,
para ser sincero —respondió Caelir—.
Todo ha pasado tan rápido que no he
tenido oportunidad de pensarlo.
—Cierto, pero ¿no es ésa la forma
más deliciosa de vivir la vida?
Narentir subió al escabel tapizado
del primer carromato.
—¿Qué os lleva a Avelorn? —
preguntó Caelir.
—¿Qué lleva a todo el mundo a
Avelorn, Caelir? Música, baile, magia y
amor.
Caelir sonrió, divertido por la
actitud despreocupada de Narentir,
pero al ver que los participantes de la
fiesta de anoche se despertaban de su
sueño y se preparaban para viajar, no
pudo reprochar su entusiasmo por
saludar el día. El grupo estaba
compuesto por un par de docenas de
elfos, y en todas partes donde Caelir
miraba veía sonrisas y genuino afecto
por parte de quienes lo rodeaban.
Risas y más música llenaron el aire,
y a Caelir le pareció que cuanto lo
rodeaba era más vital, más vivo que
antes, como si la tierra agradeciera la
alegría de los viajeros y la devolviera
multiplicada por diez.
Sonrió cuando los elfos que había
conocido la noche anterior le dieron la
bienvenida con besos y la familiaridad
de viejos amigos. Un brazo rodeó su
cintura y se volvió para ver a Lilani
junto a él.
—Buenos días —dijo.
Ella sonrió y Caelir sintió un
arrebato de bienestar. Tal vez ella había
curado su corazón, como había dicho
que podía hacer.
—¿Viajas con nosotros? —preguntó
Lilani, girando a su alrededor y
plantándole un beso en los labios.
Caelir miró el amor y la amistad que
veía en estos elfos y se sintió más en
casa que nunca que pudiera recordar.
—Creo que lo haré, sí. Al menos
hasta que lleguemos a Avelorn.
—Bien —dijo ella, bailando a su
alrededor con gracia burlona—. Porque
creo que me gustaría que actuaras de
nuevo para mí, pronto.

***
La isla del Valle Gaen apareció a la vista
como un hermoso trazo de verde, oro y
zafiro. Deslumbrantes acantilados
azules, repletos de tupidos bosques, se
alzaban del mar y el olor de las flores
silvestres y las plantas brotaban de su
interior. Los animales de caza
correteaban libres en los bosques y
Eldain pudo ver ciervos y caballos
corriendo salvajes por la orilla
occidental de la isla.
El Señor de los Dragones había
zarpado de Cairn Auriel con la primera
marea y Eldain había pasado gran parte
del viaje sentado solo al timón con el
capitán Bellaeir. Descubrió que era un
buen conversador, siempre que sus
discusiones trataran de barcos y
navegación. Cuanto más se acercaban al
Valle Gaen, más nerviosas se habían
puesto Rhianna e Yvraine, pues su
expectación por poner el pie en el suelo
sagrado de la Diosa Madre pasaba
como una corriente mágica entre ellas.
Ninguna parecía inclinada a hablar
de la isla, como si hacerlo con un varón
estropeara de algún modo la belleza de
todo aquello.
Rhianna y Caelir aún dormían
juntos bajo la estrellas, pero con cada
milla que se acercaban al Valle Gaen, él
sintió que la distancia entre ambos se
ampliaba, y rezó para que se tratara
simplemente de la proximidad de la isla
y no que una distancia aún más grande
se abriera entre ellos.
La mañana del tercer día de
navegación, el capitán Bellaeir se alzó al
pie del timón y señaló un macizo de
roca rodeado de altos árboles de hoja
perenne. Cuando el barco sorteó la
península, Eldain vio que formaba el
borde de una bahía natural y se quedó
boquiabierto ante el maravilloso paisaje
que había más allá.
—¡Lady Rhianna, allí está la bahía
de Cython! —exclamó Bellaeir.
Rhianna e Yvraine se reunieron con
Eldain en la borda y se cogieron de la
mano al contemplar la belleza de la isla.
Playas doradas y verdes bosques se
extendían ante ellos, con cascadas
cristalinas que caían de peñascos
redondeados para formar riachuelos
que corrían hacia el mar. Bandadas de
pájaros blancos revoloteaban por el
cielo y el sonido de campanillas de plata
sonaba en algún lugar oculto a la vista.
Las aguas del océano era
inimaginablemente claras, las arenas del
fondo ondulaban bajo el barco como el
lecho del más fresco arroyo de Ellyrion.
A Eldain la escena le pareció
insoportablemente hermosa, pero al
mirar a su esposa, vio que Rhianna e
Yvraine lloraban abiertamente.
—¿Qué ocurre? —preguntó.
Rhianna negó con la cabeza.
—No lo entenderías.
Compartió una mirada con Bellaeir,
pero el capitán simplemente se encogió
de hombros y giró el timón para
dirigirse a la orilla.
En cuanto la proa del navío viró
hacia la isla, una flecha de astil plateado
surgió del bosque al extremo de la
península y se clavó en el mástil. Eldain
se agachó mientras la flecha vibraba con
el impacto y Bellaeir maldijo y alejó el
Señor de los Dragones de la isla.
—¿Nos disparan flechas? —exclamó
Eldain, atisbando una arquera desnuda
en la linde de los árboles—. ¿Por qué
hacen eso?
—Somos nosotros —dijo Bellaeir—.
Es porque hay varones a bordo. Tendría
que haberme dado cuenta.
—Entonces ¿cómo
desembarcaremos?
—Vosotros no —repuso Yvraine—.
Lady Rhianna y yo tendremos que
nadar hasta la orilla.
Eldain se acercó a la maestra de la
espada.
—Son casi quinientos metros.
—La isla nos guiará.
—Estaremos bien, Eldain —lo
tranquilizó Rhianna, sonriendo
mientras miraba hacia la isla—. Aquí no
nos sucederá nada malo.
El capitán Bellaeir echó el ancla y
las dos doncellas elfas se quedaron en
ropa interior, preparándose para el
chapuzón. Reacia, Yvraine entregó su
espada a Eldain y quedó claro cuánto le
dolía aventurarse a lo desconocido sin
su arma.
—Ten cuidado —dijo él mientras
Rhianna inspiraba profundamente en la
balaustrada.
—Lo tendré, Eldain —prometió ella
—. Éste es un lugar de cura y
renovación. Nada malo puede suceder
aquí.
—Espero que tengas razón.
Ella se inclinó hacia adelante y le
dio un suave beso, y luego se volvió y se
zambulló en el agua con la gracia
natural de un espíritu marino. Yvraine
la siguió un momento más tarde y
juntas nadaron a través de las claras
aguas del Mar Crepuscular hacia la
playa.
Eldain vio más arqueras
moviéndose en el bosque, observando
la llegada de nueva gente a su isla.
Confió en que Rhianna tuviera
razón.
Con suerte, nada malo podía
suceder aquí.

***
Rhianna nadaba con poderosas
brazadas en el agua maravillosamente
fresca y cristalina. Las olas eran
pequeñas y la isla se acercó
rápidamente, como si el mar mismo las
ayudara a llegar. Yvraine nadaba ante
ella, su físico de guerrero, más
poderoso, le permitía avanzar con más
facilidad.
Siguió nadando, sintiendo que las
preocupaciones del mundo se
suavizaban con cada brazada. Yvraine
llegó a la suave orilla y Rhianna sintió
una irracional puñalada de celos porque
pondría pie en la isla primero.
En cuanto el pensamiento apareció,
quedó borrado de su mente, pues se dio
cuenta de lo ridículo que era. Yvraine
era también una suplicante aquí por
simple virtud de su sexo y una
compañera devota de la Diosa Madre.
La competencia entre ambas era
irrelevante. Esas fútiles peleas eran cosa
de la raza de los varones.
Por fin Rhianna hizo pie y empezó a
chapotear hacia la orilla. Sintió la
bienvenida de la isla en sus propios
huesos, como si hubiera estado
esperándola durante incontables años, y
maldijo haber esperado tanto para
viajar hasta ella.
Yvraine la aguardaba, la ropa
interior empapada y pegada al cuerpo, y
se abrazaron mientras la alegría de la
isla las llenaba de amor.
El suelo bajo los pies de Rhianna
parecía cargado de la magia de la
creación y subieron por la playa cogidas
de la mano, el calor de la arena blanca y
dorada entre los pies era delicioso y
cálido. Suaves vientos traían aromas
agradables y un aliento vital que parecía
surgir de los árboles y atraerlas.
—¿Por dónde vamos? —preguntó
Yvraine.
—Sigue adelante —dijo Rhianna—.
La isla nos mostrará el camino.
Yvraine asintió y siguió a Rhianna
hacia la linde del bosque.
Al acercarse a los árboles, Rhianna
vio un estrecho sendero que
serpenteaba desde la playa, sus límites
marcados por brillantes piedras blancas,
y de inmediato supo que las conduciría
allí donde necesitaban ir.
El calor del sol penetraba el dosel de
hojas y lanzas de luz se abrían paso
entre las sombras del bosque mientras
ellas seguían el sendero. Aunque era
largo y empinado, a Rhianna el camino
le resultó fácil, como si el terreno
mismo se alzara para recibir cada
pisada. Hizo falta un esfuerzo de
voluntad para no abandonar toda
restricción y correr hasta el final del
sendero. Pudo ver la misma excitación
en el rostro de Yvraine mientras
pasaban entre los viejos árboles de la
isla.
El aire del bosque era un tónico
para su estado de ánimo, las
preocupaciones del mundo parecían
muy lejanas e insignificantes ante el
antiguo poder que yacía aquí bajo la
tierra. Los magos de Hoeth podían
tener un poder capaz de destruir
ejércitos enteros, pero ninguno entre
ellos podía crear vida como este sagrado
lugar. ¿Quién entre los guerreros del
mundo podía igualar el asombroso
poder de la Diosa Madre?
—Rhianna… —susurró Yvraine.
Ella se detuvo, aunque sus pies
anhelaban seguir adelante.
—¿Qué ocurre? —preguntó,
volviéndose para ver a Yvraine
arrodillada, examinando el borde del
sendero.
—Mira esto —dijo la maestra de la
espada.
Rhianna apartó los ojos del deseado
horizonte y se arrodilló junto a Yvraine
mientras la maestra de la espada
excavaba el rico y negro limo alrededor
de las lisas piedras blancas que
marcaban el camino. La tierra oscura
cayó a un lado cuando alzó una del
suelo, y Rhianna retrocedió al ver que
Yvraine sostenía un cráneo liso y
descarnado.
—Isha nos proteja —exclamó,
advirtiendo ahora que todos los puntos
blancos eran también horribles despojos
—. ¿Cráneos? Pero ¿por qué?
Yvraine dejó el cráneo en el suelo.
—Imagino que pertenecen a los
varones que no pudieron contener la
curiosidad.
Rhianna sintió un escalofrío
recorrerle la espalda, y el bosque, que
antes estaba lleno de luz y promesas,
parecía ahora un lugar más oscuro y
más peligroso. Por primera vez
comprendió que la energía que aquí se
sentía era elemental y cruda, el
asombroso poder de la creación sin la
disciplina del intelecto.
Tal vez Eldain tenía razón al
aconsejarles cautela.
—Deberíamos continuar —dijo
Yvraine.
—Sí —reconoció Rhianna,
apartándose de los cráneos enterrados
antes de continuar su camino por el
centro del sendero.
Su ruta se curvaba hacia arriba,
trazando espirales a través de los
árboles en sombra y dorados claros
hasta que, por fin, llegaron al borde del
bosque y a una ondulante cortina de
luz.
Rhianna cerró los ojos y atravesó la
luz, sintiendo el calor acariciarle la piel
con suave y acogedor afecto.
Abrió los ojos y lloró al ver la
belleza que se alzaba ante ella.
16

Rhianna había vivido entre las


maravillas mágicas de Saphery y
cabalgado por las llanuras encantadas
de Ellyrion. Había visto la gloria de
Lothern y se había asombrado ante el
salvaje esplendor de Yvresse, pero nada
podía compararse con la maravilla del
Valle Gaen. El paisaje se extendía ante
ella en un tapiz de ricos bosques,
rápidos ríos y amplios claros de
hermosas estatuas y templos del más
puro blanco.
La música llenaba el aire, pero no
eran las canciones de los elfos, sino las
melodías de la tierra, el canto de los
pájaros, el rumor del viento en las hojas
de los altos árboles y el borboteo de las
aguas creadoras de vida que caían de
un pico rocoso en el centro de la isla.
Juntos, los sonidos de la isla
formaban una orquesta natural que
tocaba la sinfonía de la creación en cada
aliento. Rhianna sintió la mano de
Yvraine tomar la suya y la apretó con
fuerza mientras se internaban en las
profundidades de la isla.
—Esperaba que fuera maravilloso —
dijo—, pero esto… esto es increíble.
—Lo sé —coincidió Yvraine—.
Ojalá hubiera venido antes.
Rhianna asintió, demasiado
consciente de que quería venir aquí
después de casarse con Caelir. Recordó
el rostro de Caelir tal como lo había
visto la última vez, aterrado y huyendo
por su vida, y un sollozo ahogado
estalló en ella cuando un puñado de
emociones, que hasta ahora había
mantenido enterradas en su interior,
eran arrastradas a la superficie por la
magia del Valle Gaen.
Yvraine se detuvo.
—¿Rhianna? ¿Qué sucede?
—Caelir —sollozó ella,
arrodillándose junto a un estanque de
aguas cristalinas—. Ni siquiera puedo
imaginar el tormento que debe de
haber sufrido a manos de los druchii.
Creí que estaba muerto y me casé con
otro. Tendría que haber esperado…
¡tendría que haber esperado!
Yvraine la abrazó con fuerza.
—No lo sabías, Rhianna. Su propio
hermano te dijo que estaba muerto.
¿Qué más podrías haber hecho?
—Tendría que haberlo sabido —
dijo Rhianna—. Tendría que haber
sentido que aún estaba vivo.
Más sollozos sacudieron su cuerpo y
se refugió en el hombro de Yvraine.
—Tenía un deber hacia él y fallé…
—susurró.
—No, no lo hiciste —declaró
Yvraine con crudeza—. Estaba muerto y
tú continuaste con tu vida. Ahora tienes
un deber con Eldain, y tu deber hacia él
es amarlo como amaste una vez a
Caelir.
Rhianna miró a Yvraine a la cara y
sintió que tras las palabras de la maestra
de la espada recuperaba la compostura.
Sonrió entre lágrimas.
—Gracias, Yvraine —dijo—. Te
había subestimado.
—¿Cómo es eso?
—Creí que eras sólo un guerrero,
pero ahora veo que hay mucho más en
ti.
Yvraine sonrió.
—Aprendí del maestro Dioneth
algo más que únicamente luchar: ética,
filosofía, historia y muchas otras
habilidades. Si los maestros de la espada
han de ser los ojos y oídos de la Torre
Blanca, tienen que saber ver a través del
engaño para desenterrar la verdad.
—Entonces ¿no temes a nada?
Yvraine reflexionó un momento
antes de contestar.
—Temo fracasar.
—¿Fracasar? ¿Tú?
—Sí —dijo Yvraine—. Mi primera
misión fue llevaros a Saphery, pero
cuando llegamos a la Torre de Hoeth y
las bestias de la magia atacaron, temí
fallarle al maestro Ciervo de Plata más
que mi propia muerte.
—No sabía…
—Como tú, tengo un deber, pero si
fallo en el mío, muere gente, y ésa es
una pesada carga para cualquier
hombro.
—¿Y cómo soportas esa carga?
Yvraine sonrió.
—Me esfuerzo por cumplir con mi
deber lo mejor que puedo, y al hacerlo
aprendo un poco más sobre mí misma.
Todo lo que podemos hacer es
esforzarnos al máximo y dejar que los
dioses cuiden del resto.
Rhianna descubrió que admiraba
cada vez más a la joven maestra de la
espada, complacida al comprobar que
había tenido razón al defenderla contra
la opinión de Eldain de que no había
ninguna sabiduría en empuñar una
espada para los señores del
conocimiento.
Se sacudió la tristeza y sintió la
caricia sanadora del Valle Gaen fluir a
través de ella mientras se perdonaba a sí
misma por haber creído que Caelir
estaba muerto. Una cálida luz dorada se
acumuló tras sus ojos y dijo:
—Gracias.
En cuanto la palabra surgió de sus
labios, una sombra cayó sobre ellas y
una elfa vestida de celeste que llevaba
un arco de color de luna salió de entre
los matorrales. Por instinto, Yvraine
echó mano a su gran espada antes de
darse cuenta de dónde se encontraba y
de que su arma seguía a bordo del
Señor de los Dragones. Rhianna se puso
en pie, sorprendida por la súbita
aparición de la doncella.
La piel de la elfa era inmaculada y
sorprendentemente blanca, y el pelo
rubio le llegaba hasta las rodillas. Sus
rasgos eran finos y ovalados, y Rhianna
pensó que tal vez era la persona más
hermosa que había visto jamás.
—La oráculo consiente en veros —
dijo la doncella—. Debéis seguirme.

***
Alathenar disparó y puso otra flecha
más en el arco mientras la horda
enemiga volvía al ataque. La flecha se
clavó entre las placas del cuello de un
guerrero acorazado con pesadas
escamas de hierro y el enemigo se
desplomó. Alathenar disparó flecha tras
flecha, los dedos y el antebrazo
doloridos por la cantidad de flechas que
enviaba contra las filas enemigas.
Apenas habían pasado cuatro horas
desde el amanecer, pero los defensores
de la Puerta del Águila ya habían
sufrido tres ataques diferentes.
—¿Es que no se detienen nunca? —
susurró mientras lanzaba su última
flecha y recogía un carcaj nuevo del
suelo.
—Parece que no —dijo Eloien
Caparroja, que con su arco más corto
lanzaba descargas más breves pero no
menos letales que las de Alathenar. La
magia de los expertos de la Puerta del
Águila había salvado la vida del jinete,
pero Alathenar sabía que no debería
estar combatiendo, pues su herida no
estaba aún curada del todo.
A pesar de esto, Eloien había
ocupado inmediatamente su lugar en la
muralla y descartado cualquier idea de
cabalgar hasta Ellyrion. Este enemigo
había matado a sus guerreros y él había
jurado venganza por su crimen.
A Alathenar le gustó este espíritu y
no apartó de su lado al jinete, y luchó
espalda contra espalda con él en varias
ocasiones. Ambos reconocieron de
inmediato el espíritu guerrero en el otro
y Alathenar sintió que se formaban
lazos de amistad, como solía suceder
entre los guerreros en la batalla.
—Prepara esa espada tuya,
Caparroja —aconsejó Alathenar—. No
vamos a detenerlos antes de que
lleguen a la muralla.
—No te preocupes por eso, arquero.
Sólo asegúrate de dejar suficientes para
mí.
Alathenar quiso creer que las
palabras de Eloien eran una broma
producto de una bravata, pero vio la
sombría determinación de su
mandíbula y supo que en el jinete no
quedaba humor alguno.
El agradable tañido de los
lanzadores de virotes se oía por encima
de los gritos de los humanos
corrompidos que atacaban de nuevo las
murallas de la Torre del Águila. Un
puñado de degradados seguidores de
los Dioses Oscuros cayeron como trigo
ante la guadaña cuando una letal lluvia
de dardos encontró su blanco.
El suelo del valle estaba cubierto de
muertos y heridos, cuerpos atrapados
mientras los aullantes campeones del
Caos espoleaban a sus seguidores con
látigos y amenazas. Una oleada de
guerreros acorazados se abalanzó contra
las murallas armados con garfios y
largas escalas. Sus estentóreos cánticos
de guerra resonaban por todo el valle, y
Alathenar se dio cuenta de que nunca
había oído voces tan llenas de odio.
Rayos blanquiazules de luz ardiente
brotaban de las murallas, inmolando a
una docena de guerreros tribales en
una ardiente explosión de llamas
aladas, y andanada tras andanada de
flechas letales y precisas atravesaron
armaduras y carne mientras los
defensores intentaban alejar al enemigo
de la fortaleza.
—¡Escalas! —gritó Alathenar
cuando una escala rematada de hierro
chocó contra el muro ante él
provocando una lluvia de chispas en la
piedra. Se apartó de las almenas
mientras un estandarte dorado se
alzaba y una disciplinada fila de
guerreros armados de espadas
avanzaba, las brillantes puntas de sus
armas apuntando a las estrechas
aberturas.
Un aullante guerrero con una hacha
monstruosa apareció y Alathenar le
clavó una flecha en la abertura del visor
de su yelmo. El hombre gritó y cayó de
la escala, pero en seguida apareció otro
guerrero y la flecha de Alathenar
resonó inútil contra su escudo alzado.
Por toda la muralla, guerreros con
capas de piel y yelmos oscuros luchaban
por ganar sitio en las almenas y el
derramamiento de sangre era horrendo.
El acero forjado por los artesanos se
encontraba con el hierro de las estepas
en un estrépito de fuerza bruta y
habilidad marcial.
Eloien se acercó al parapeto y
atravesó con su sable a un guerrero de
pecho desnudo que llevaba un yelmo
rematado por un cráneo. Otro guerrero
apareció y Eloien le descargó un tajo en
el hombro, desgajándole el brazo del
cuerpo. El tribeño desapareció de la
vista y Eloien retrocedió cuando una
monstruosa criatura con cabeza de oso
se aupó a la pálida piedra de la muralla.
Alathenar disparó una flecha que
rebotó en el cráneo de la horrible
criatura cuando ésta se alzaba sobre las
almenas, y Eloien se adelantó para
clavar su espada en las fauces de la
bestia.
El monstruo aulló y mordió,
capturando la hoja del guerrero. Otra
flecha la alcanzó en el pecho,
penetrando apenas un palmo antes de
romperse contra la piedra de la muralla.
Eloien rodó ante un enorme
manotazo y con musculoso ímpetu la
bestia llegó a las almenas. La sangre
manaba de sus fauces, y Alathenar vio
que sus colmillos eran tan monstruosos
y desproporcionados que posiblemente
le impedían cerrar la boca.
Los chillidos de las criaturas aladas
resonaban en el cielo, pero Alathenar
sólo podía esperar que las águilas que
habían advertido a la fortaleza lograran
derrotarlas. Apartó la batalla aérea de
su mente mientras la poderosa bestia
empuñaba un gran martillo que llevaba
a la espalda y lo blandía en un amplio
arco.
Los elfos fueron aplastados por el
golpe, rotos y ya muertos mientras
volaban desde el muro para aterrizar en
el patio. Alathenar se tumbó en el suelo
para evitar la enorme cabeza del
martillo y Eloien se apretujó contra la
pared.
El jinete recogió una espada caída y
descargó un tajo en los muslos del
monstruo.
Los gruesos ligamentos eran como
cuerda mojada y la hoja se deslizó por
las corvas sin cortarlas, pero su ataque
había dado una oportunidad a los
defensores de la muralla. Dos guerreros
armados con lanzas cargaron desde
cada lado y clavaron sus largas armas en
los flancos de la bestia.
El monstruo rugió de dolor y
Alathenar rodó de espaldas, agarró su
arco y ofreció una plegaria a Kurnous
mientras lanzaba un par de flechas a la
cabeza de la bestia. Ambas alcanzaron
su objetivo y un chorro de sangre brotó
de la garganta destrozada.
Los lanceros usaron sus armas para
empujar a la monstruosa bestia desde lo
alto de la muralla, y Alathenar se puso
en pie mientras los sonidos de la batalla
llenaban sus sentidos.
Desesperados enfrentamientos
entre elfos y hombres y criaturas que
desafiaban cualquier descripción se
producían a lo largo de toda la muralla.
Guerreros con espadas defendían las
almenas, mientras que los arqueros
llenaban el cielo de flechas y abatían a
las repugnantes criaturas aladas que
acosaban a los equipos de los
lanzadores de virotes.
Los lanceros avanzaban
esporádicamente para hacer retroceder
al enemigo y las llamas de la magia
brotaban de un lado a otro; el blanco
cegador de la magia élfica y el oscuro
fuego púrpura de la brujería druchii.
Los místicos hechizos de protección
grabados en la piedra de la muralla
disipaban lo peor de la magia enemiga,
pero las runas ahumaban y siseaban a
medida que las artes oscuras de la
Hechicera Bruja consumían
gradualmente su fuerza.
Periódicamente la muralla se
estremecía cuando las horripilantes
bestias que los humanos corrompidos
habían traído a la batalla golpeaban la
puerta. Esos monstruosos engendros de
los dioses oscuros eran virtualmente
inmunes al dolor y sólo una multitud
de flechas podía abatirlos.
Las escalas fueron rechazadas por el
esfuerzo de los guerreros y el fuego
mágico, y los garfios eran cortados a
golpe de espada, pues el acero élfico
fácilmente partía las cuerdas humanas
burdamente tejidas. Los lanceros
avanzaban en fila, haciendo retroceder
al enemigo de la muralla y los farallones
se volvían resbaladizos por la sangre y
las vísceras de los muertos.
—Ya los tenemos —dijo Eloien,
jadeando por el esfuerzo de la batalla—.
Ahora luchan para sobrevivir, no para
ganar.
—¡Tal vez, pero eso no ha
terminado todavía! —asintió Alathenar.
Señaló hacia una zona del muro
donde un jefe de guerra tribal con una
armadura oscura había formado una
cuña de ataque y obligaba a retroceder
a los defensores con grandes mandobles
de su poderosa espada. Docenas de
guerreros esperaban tras él, y sólo sería
cuestión de tiempo hasta que el
enemigo los barriera.
Alathenar se subió a una de las
almenas en forma de sierra para ver
mejor y preparó otra flecha. Vio que los
arqueros apuntaban desde abajo y supo
que no tenía mucho tiempo.
Esperó a que el guerrero alzara su
arma por encima de la cabeza y susurró:
—Guía mi puntería, Arenia, mi
amor.
Y lanzó un par de flechas, una tras
otra. Ambas atravesaron la malla en la
axila del guerrero y rompieron sus
costillas y perforaron su corazón.
Alathenar saltó de la almena
mientras una nube de virotes chocaba
contra la muralla y el jefe de guerra
tribal caía de rodillas, con un surtidor
de sangre manando por debajo de su
armadura.
Los guerreros elfos que había
mantenido a raya avanzaron, y las
puntas de sus lanzas golpearon y
alejaron de las murallas al resto de los
enemigos. La última de las escalas fue
rechazada y los arqueros se dirigieron a
las murallas para matar a tantos
enemigos como fuera posible mientras
regresaban a su campamento.
Vítores entrecortados siguieron a los
corrompidos en su huida, y los
guerreros elfos se desplomaron contra
la piedra de sus baluartes cuando se
dieron cuenta de que habían ganado
otro respiro.
—Ha sido una acción de puntería
increíble —dijo Eloien, limpiando su
espada en la túnica de un tribeño
muerto.
—Tejí el cabello del amor de mi
vida en la cuerda —respondió
Alathenar.
—¿Ayuda eso? —preguntó Eloien,
sentándose en el suelo con un gemido
de dolor.
—Me gusta pensar que sí.
Se sentó en el parapeto mientras
grupos de soldados de reserva subían
desde el patio para ocupar el lugar de
los que habían estado combatiendo. Los
cadáveres de los elfos caídos fueron
retirados a la muralla trasera de la
fortaleza, mientras que los de los
enemigos fueron arrojados sin más
ceremonia desde lo alto. Con cubos de
agua limpiaron el grueso de la sangre y
llevaron en angarillas a los guerreros
heridos a la enfermería para entregarlos
a las artes de los cirujanos.
—¿Bajamos de esta muralla a beber
un poco de agua? —dijo Eloien.
—Buena idea —reconoció
Alathenar—. Demasiado pronto nos
tocará el turno de luchar otra vez.
—¿Y cuándo le tocará el turno a
vuestro glorioso líder? —preguntó
Eloien, señalando con la cabeza la
impresionante silueta de la alta torre
situada al fondo de la muralla.
Alathenar no respondió, pero en
privado se había preguntado lo mismo.
¿Cuándo dejaría Glorien Coronafiel
sus preciosos libros para bajar de la
Aguja Áquila y combatir con sus
guerreros?

***
Su guía las llevó a través del maravilloso
Valle Gaen y la belleza natural del
paisaje encantó a Rhianna a cada paso
que daba. Todo Ulthuan era una
maravilla del genio de la naturaleza,
pero aquí podía reinar sin las ataduras
del trabajo de los elfos. Bosques
silvestres de manzanos y cascadas
llenaban el aire de dulces olores a
buena tierra y agua fresca, y las
criaturas mágicas —unicornios, pegasos
y grifos— que vagaban libres por el
bosque no sentían ningún temor hacia
ellas.
Cuanto más se internaban en el
valle de altas paredes, más veían a sus
feéricas habitantes, bailarinas y arqueras
que practicaban sus artes en claros tan
deslumbrantes que Rhianna sintió que
su corazón podía estallar ante tal
esplendor.
Había blancos templos de mármol
en las tupidas arboledas donde
sacerdotisas de la Diosa Madre vertían
vino y miel en los sagrados lugares
mientras alababan la fertilidad de la
tierra. Doncellas de Ulthuan,
arrodilladas, recibían instrucciones de
las habitantes de la isla, y dondequiera
que Rhianna mirase, podía ver sonrisas
de bienvenida aceptando su presencia.
En alguna parte le entregaron una
corona de flores, y en el aire flotaba el
sonido de la encantada música de la
tierra como para atraerlas hacia
adelante, aunque la isla no tenía
necesidad de ello, pues su acercamiento
era voluntario.
Su guía había dicho poco desde que
las encontró, aunque, en realidad, ni
Yvraine ni ella deseaban hablar, tan
absortas estaban en las maravillas de la
isla. El cuerpo de la doncella elfa estaba
duro y tonificado por toda una vida de
cumplimiento del deber, y Rhianna
tuvo que obligarse a no mirar
demasiado el contoneo de su musculosa
espalda.
Su camino las llevó a pasar bajo una
arcada formada por las ramas
entrelazadas de los árboles. A través de
aquel dosel que se agitaba suavemente,
Rhianna pudo ver el alto pico en el
centro de la isla, por cuyo flanco caían
arroyos de agua de las montañas como
si fueran regueros de lágrimas.
Un ancho torrente atropellaba
enérgicamente una cascada de guijarros
desgastados por miles de años, y
Rhianna sintió que su pulso se
aceleraba cuando salieron del bosque y
vieron una oscura caverna ante ellas.
El sendero se curvaba ascendiendo
por las laderas del pico a través de una
procesión de estatuas votivas y
montones de ofrendas apiladas para la
Diosa Madre. Una bruma chispeante se
aferraba al terreno rocoso ante la
caverna y deslumbrantes arco iris
brotaban de las brillantes piedras.
Su guía se detuvo cuando aún
estaban a más de cien metros de la
entrada.
—No puedo continuar —dijo—.
Debéis seguir solas.
Rhianna miró hacia la entrada de la
caverna, cuya bostezante oscuridad
causaba temor ahora que sabía que se
enfrentaban a ella sin la protección de
una de las mujeres que habitaban entre
sus maravillas.
—¿La oráculo está dentro? —
preguntó Rhianna.
—Así es —confirmó la doncella—.
Ahora, id. Es peligroso hacerle perder el
tiempo.
Con esa advertencia, la doncella elfa
se dio media vuelta y desapareció en el
bosque con el mismo sigilo con el que
había llegado, dejándolas solas e
inseguras ante el templo-caverna de la
Diosa Madre.
La montaña se alzaba sobre ellas,
poderosa y aterradora ahora que se
hallaban en su base y veían su dura y
afilada presencia. De lejos parecía regia
y mágica, pero aquí, la piedra era oscura
y amenazadora.
—Deberíamos continuar —dijo
Yvraine cuando vio que Rhianna no se
movía.
—Sí…
—¿Algo va mal?
—No lo sé… Me siento un poco
asustada, pero no estoy segura de por
qué.
Yvraine miró hacia la entrada de la
caverna.
—Entiendo lo que quieres decir.
Creía que todo en la isla sería como
hemos visto antes, pero…
—Pero no lo es, ¿verdad? —terminó
Rhianna.
—No —reconoció Yvraine—. Esto
es diferente. Peligroso. Pero tendríamos
que haberlo esperado.
—¿Y eso?
—Hasta ahora sólo hemos visto la
belleza de la isla, pero para todo lo bello
hay un equilibrio oscuro: día y noche,
bien y mal. Para todo lo maravilloso de
la naturaleza hay una crueldad
semejante. La naturaleza es un mundo
sangriento de muerte y renacimiento.
Aquí también.
—Ahora sí que no quiero entrar.
—Es peligroso hacerle perder el
tiempo —dijo Yvraine, repitiendo la
advertencia de la doncella elfa—. Creo
que no tenemos más remedio.
—No, supongo que no —admitió
Rhianna, echando a andar con nueva
resolución hacia la entrada de la
caverna.
Subieron el sendero, y al acercarse a
la oscuridad de la cueva Rhianna olió el
aroma de madera humeante, como si
en el interior de la montaña ardiera una
hoguera. Captó el aroma de amapolas
blancas, alcanfor y mandrágora, y su
visión se hizo borrosa durante un
momento cuando inspiró el humo
aromático que le llegó a los pulmones.
Rhianna vio luces fluctuantes ante ellas,
y al entrar en la caverna observó en el
suelo cuencos de aceite, llamas azules
que bailaban sobre el líquido cubierto
de dibujos arco iris.
Las paredes de la caverna estaban
adornadas con multitud de pinturas
sobre la luna, rosas en flor y serpientes
retorcidas. Se internó en la caverna,
dejando a cada lado los cuencos de
aceite. Sus ojos se ajustaron a la
penumbra, pero incluso así reinaba una
oscuridad que sus ojos élficos no podían
penetrar. Las lámparas de aceite no
creaban humo en absoluto, pero sentía
en el aire algo pegajoso, como si unas
invisibles telarañas entorpecieran cada
uno de sus pasos.
Un momento de pánico se apoderó
de ella y miró por encima de su hombro
para asegurarse de que Yvraine todavía
seguía a su lado.
Estaba sola…
No se veía a Yvraine por ninguna
parte e incluso la luz de la boca de la
caverna había desaparecido, como si
una gran puerta se hubiera cerrado para
aislar el mundo exterior. Rhianna
combatió su creciente inquietud y se
obligó a continuar, siguiendo la ruta de
las danzantes llamas azules que la
conducían a las profundidades del
decorado templo.
Cuanto más se internaba Rhianna,
más consciente era de un suave temblor
en la tierra, como un latido
infinitamente lento, poderoso y, sin
embargo, imposiblemente lejano. Podía
sentirlo en la tierra y en el aire, como si
el pulso del mundo latiera a su
alrededor, y la rítmica cadencia
tranquilizó su ánimo.
El pasadizo se ensanchó y Rhianna
emergió a una caverna llena de humo
en el centro de la cual había una gran
piedra con dibujos tallados. Un humo
acre brotaba de lo alto de la piedra y
tras ella había una figura encapuchada
vestida con una larga túnica blanca y
que empuñaba un báculo hecho con la
rama de un sauce.
—Bienvenida, Rhianna, hija de
Saphery —dijo la figura con voz
poderosamente femenina. Rhianna
trató de responder, pero la densidad del
aire lleno de humo se enroscó en su
garganta y no logró formar las palabras
de una respuesta.
La mujer le indicó que avanzara y
señaló la piedra.
—Cuando nació el mundo, el
emperador de los cielos envió un fénix
y un cuervo para que lo sobrevolaran y
se reunieran en su centro. En la piedra
ónfalo es donde se encontraron, y a
través de ella los oráculos de la Diosa
Madre pueden hablar al reino del cielo;
que comprendan la respuesta es otro
asunto.
—¿Dónde está mi amiga? —
preguntó Rhianna con voz apagada y
débil—. ¿Dónde está Yvraine?
—Está a salvo —respondió el
oráculo—. No ha llegado su tiempo
para aprender del futuro. Es el tuyo.
—¿El futuro…?
—Sí, pues ¿no es por eso por lo que
has venido aquí, niña? ¿Para saber de
cosas ocultas y cosas aún desconocidas?
Rhianna sintió que su terror
aumentaba mientras sus pies la llevaban
hasta la piedra humeante en el centro
de la cueva. No había venido para esto;
no quería conocer el futuro.
Todo lo que quería era encontrar a
Caelir…
—Son la misma cosa, niña —dijo el
oráculo, alzando la voz con autoridad, y
pronunció palabras de antiguo poder:

La Luna Nueva es la diosa blanca del


renacer y el crecimiento;
La Luna Llena, la diosa roja del amor y
la batalla;
La Luna Vieja, la negra diosa de la
muerte y la adivinación.
Incapaz de resistir, Rhianna colocó
las manos sobre la piedra y miró a su
centro hueco mientras la oscuridad de
la caverna la rodeaba. Sintió como si
estuviera siendo engullida por el humo
y el caliente aliento de los dioses la
cubriera.
Dejó escapar un angustiado grito
mudo cuando las imágenes la
atropellaron, espadas destellantes y
guerreros hambrientos de sangre,
Caelir, Eldain y un maravilloso reino en
los bosques de magia y belleza…; no la
magia natural del Valle Gaen, sino los
artísticos encantamientos de los elfos…
El fuego la inundó y pareció que la
caverna se llenaba de llamas
desaforadas que quemaban las pinturas
de las paredes y arrasaban la carne de
sus huesos. Un torbellino de
aterradoras energías la barrió y fue
consciente de que ya no estaba sola. Un
círculo de magas la rodeaba, sus manos
describiendo complejos símbolos
místicos en el aire mientras
salmodiaban palabras de antiguo poder.
Sus cuerpos estaban demacrados y
gastados y sus ojos hablaban de un
sufrimiento que nunca terminaba, una
larga agonía que se extendía desde
tiempos olvidados hacia tiempos
desconocidos.
Entre las magas fantasmagóricas vio
una risueña princesa druchii de cabellos
de cuervo, su belleza bañada en sangre
y los ojos llenos de la malicia de la
edad. Se movía entre las magas que
cantaban como una bailarina, girando y
saltando con una daga curva en cada
mano. A cada salto, una hoja cortaba la
garganta de una de las magas, y a
medida que iban muriendo el caos a su
alrededor estallaba en un arrebato de
poder.
—Basta… —exclamó Rhianna—.
¡Por favor, basta!
—No, niña —dijo una voz que
sonaba como si viniera de un tiempo y
un lugar muy lejanos—. Como todas las
cosas que una mujer debe sufrir, esto
no puede ser detenido, sólo soportado.
La imagen de la princesa asesina se
difuminó y Rhianna lloró aliviada al ver
una vez más el bosque encantado y la
rutilante forma de una mujer tan
hermosa que sólo podía tratarse de la
Reina Eterna de Avelorn. La brillante
luz que la envolvía era un bálsamo
tranquilizador sobre su alma y dejó
escapar un gran suspiro estremecido.
En cuando su acelerado corazón se
calmó, una lluvia negra empezó a caer,
y Rhianna gritó al ver que las aguas
oscuras manchaban la pureza de los
ropajes de la Reina Eterna. Su rostro se
marchitó mientras la lluvia derretía
todo lo que era bueno y puro en ella, y
Rhianna siguió mirando y vio que una
brillante mancha roja aparecía en su
pecho.
—¡No, por favor… no! —gritó
Rhianna mientras la mancha de sangre
se extendía como una rosa en flor.
Mientras la Reina Eterna se
marchitaba, la tierra enfermaba y
moría, las hierbas se volvían negras y los
árboles se resquebrajaban y agostaban a
medida que les sorbían la vida.
Con sus últimas fuerzas, la Reina
Eterna alzó la cabeza y sus ojos se
clavaron en los de Rhianna.
—Ven a mí, hija mía —dijo—. Él
necesita tu ayuda. ¡Sálvalo a él y me
salvarás a mí!
Rhianna cerró los ojos y gritó al ver
una mancha de sangre en su propio
pecho. Sintió el dolor de una herida, la
misma aguda y penetrante agonía que
había sentido cuando el virote druchii
atravesó su hombro hacía tanto tiempo,
y sus manos volaron a su pecho.
Cuando sus manos soltaron la
piedra ónfalo el dolor desapareció y su
visión regresó a la normalidad. Se
desplomó en el suelo, con la respiración
entrecortada y la mente llena de lo que
el oráculo le había mostrado.
La cueva oscura volvió a aparecer
ante sus ojos y vio que el oráculo
rodeaba la piedra para alzarse sobre
ella. Levantó la mirada, un destello de
luz brilló bajo la capucha de la mujer, y
volvió a gritar al ver su cara
transformarse.
En un instante, su rostro cambió del
de una joven doncella elfa al de una
mujer adulta y luego al de una vieja
marchita y consumida por el tiempo.
Mientras miraba, el ciclo se repitió una
y otra vez, y Rhianna retrocedió y se
puso angustiosamente en pie.
Se dio media vuelta y huyó del
templo-caverna de la Diosa Madre.

***
Tyrion estaba arrodillado ante el lecho
de su gemelo y le cogía la mano
mientras contemplaba cómo su delgado
pecho subía y bajaba, cada aliento una
victoria de su corazón asolado por la
magia. Cuando sus yelmos plateados y
él llegaron al bosque que rodeaba la
Torre de Hoeth, la devastación de la
que fue testigo lo dejó anonadado,
incapaz de comprender qué poder
podía deshacer algo tan poderoso como
la torre del rey sabio.
Había cabalgado sin pausa, pero
cuando vio el estado de su hermano,
Tyrion deseó haber espoleado a
Malhandir a velocidades aún mayores.
Incluso antes de ser herido, Teclis había
sido débil, confiaba en el poder de la
magia y necesitaba que ese poder lo
sostuviera, pero ahora era una sombra
incluso de aquello.
—¿De verdad tengo un aspecto tan
terrible? —preguntó Teclis.
—No —mintió Tyrion—. Sólo estoy
cansado por el viaje. Tienes buen
aspecto.
—Ah, Tyrion, mi querido hermano
—sonrió Teclis—. Tienes demasiado
buen corazón para saber mentir. Sé qué
aspecto debo tener y que te duele no
poder hacer nada.
Mitherion Ciervo de Plata le había
explicado lo que le había sucedido a
Teclis, y Tyrion se había quedado desde
entonces junto a la cama de su
hermano, sosteniéndole la mano y
rezando a Isha para que le diera fuerzas
para sobrevivir.
—Perseguiré a ese Caelir y lo
mataré —prometió Tyrion.
—¡No! —exclamó Teclis,
incorporándose sobre los codos con una
mueca de dolor—. ¡Prométeme que no
harás eso, hermano mío!
—¡Pero si ha estado a punto de
matarte! Y quién sabe qué más le
habrán hecho los druchii.
—Es tan víctima como yo —afirmó
Teclis—. No debemos odiar a Caelir por
lo que le han hecho. Tienes que
prometerme que no le causarás ningún
daño si vuestros caminos se cruzan.
—No puedo hacer eso —replicó
Tyrion, poniéndose en pie—. Es un
enemigo de Ulthuan y sólo se merece la
muerte.
—No —insistió Teclis, agarrándole
el brazo—. Por favor, Tyrion,
escúchame. Eres un gran guerrero y tu
nombre es sinónimo de gran poder. En
los días de sangre que vendrán, tu
presencia será necesaria para insuflar
valor a cuantos te rodeen. Si te entregas
a esta búsqueda de venganza, otros
buscarán tu liderazgo y vacilarán
cuando no se lo proporciones. ¡Tienes
un deber hacia Ulthuan, y ese deber no
incluye la venganza!
Tyrion contempló la ansiedad del
rostro de su hermano gemelo e inspiró
lentamente para calmarse. Se sentó
junto a Teclis y dijo:
—Le prometí a la Reina Eterna que
escucharía tu consejo.
—Y no puedes desobedecerla jamás
—sonrió Teclis.
—Así es —asintió Tyrion—. Es la
maldición de los varones quedar
atrapados en la esclavitud de la belleza.
—Hay cosas por las que merece la
pena estar esclavizado.
—Lo sé —admitió Tyrion, olvidada
su anterior ira—. Muy bien, si no me
dejas perseguir a Caelir, ¿qué quieres
que haga, navegar hasta Ellyrion y
liderar a los defensores de la Puerta del
Águila? Los rumores del oeste dicen
que la mismísima Hechicera Bruja
conduce los ejércitos de los druchii.
—Así es —dijo Teclis—. He sentido
su poder en los vientos de la magia.
—Entonces iré a Ellyrion —tronó
Tyrion—, ¡y le arrancaré del pecho su
vil corazón!
—No, pues hay allí guerreros con
las semillas de la grandeza en su
interior y Ellyrion debe encargarse por
ahora de su propia defensa. El martillo
de los druchii descargará en otra parte,
y tu valor será más necesario allí.
—Dime, hermano, ¿dónde golpeará
ese martillo?
—En el sur —dijo Teclis—. En
Lothern.
CUARTA
PARTE
17

De todas las maravillas de Lothern, el


faro resplandeciente era una de las más
famosas y magníficas. Alzándose del
mar desde una isla rocosa al sur de
Ulthuan, era una gran torre llena de
miles de lámparas que según la
tradición no podían apagarse nunca. En
su base había poderosas fortalezas, cada
bastión equipado con docenas de
lanzadores de virotes y atendido por
cientos de guerreros de la Guardia del
Mar.
Diseñadas para proteger la Isla
Esmeralda, que conducía a la propia
Lothern, las fortificaciones se
mezclaban de manera natural con los
acantilados y rocas de la isla de un
modo a la vez letal y estéticamente
agradable. La Isla Esmeralda en sí era
una poderosa fortaleza en forma de
arco que cubría la distancia entre los
colmillos de roca que formaban la boca
del estrecho de Lothern. Una brillante
puerta cerraba la ruta por mar a
Lothern, aunque la habilidad de sus
diseñadores permitía que pudiera
abrirse rápida y suavemente cuando
surgía la necesidad.
Las flotas de los asur navegaban
libremente por las costas del sur de
Ulthuan gracias a su protección, pues si
algún barco era atacado podía huir
hasta ponerse bajo la protección de las
máquinas de guerra montadas en las
murallas del faro y la Isla Esmeralda.
La primera advertencia del ataque
vino cuando una serie de truenos
lejanos sonaron en el sur y una niebla
densa se acumuló alrededor del faro. El
deslumbrante halo de las lámparas se
fue apagando hasta que los vigías de la
Isla Esmeralda, a casi una milla de
distancia, sólo vieron un suave
resplandor.
Una sombra acechante, como una
montaña arrancada de la tierra y
enviada al mar, apareció a la vista, con
los restos de un navío plateado
aplastado contra uno de sus flancos.
En el faro sonó un estallido de
trompetas y luces mágicas destellaron
en la noche que caía cuando los
oteadores elfos reconocieron la
montaña como una de las temibles
arcas negras de los druchii.
Gritos de alarma pasaron de bastión
a bastión y los guerreros corrieron a las
almenas y cargaron los lanzadores con
mortíferos virotes. Una hueste de
máquinas de guerra enemigas,
conocidas como segadoras, una maligna
corrupción de los nobles lanzadores de
virotes de los asur, aparecieron en el
arca y enviaron andanadas de serrados
dardos de hierro desde las alturas.
Cientos de proyectiles surcaron el aire
y, sin protección por arriba, docenas de
guerreros elfos cayeron y media docena
de lanzadores de virotes fueron
convertidos en ruinas.
Ardientes bolas de fuego de magia
oscura surgieron de las altas torres
torcidas del arca y explotaron contra el
faro. Como una lluvia horizontal, el
fuego púrpura de los hechiceros druchii
golpeó los bastiones de mármol de la
isla, quemando la carne de los
guerreros y fundiendo la piedra como si
fuera cera.
Grandes huecos se abrieron en las
murallas de la isla y muchos valientes
guerreros murieron cuando las paredes
se desplomaron. El arca negra embistió
contra la isla del faro resplandeciente
con la fuerza de continentes en colisión,
y de la roca surgieron varias rampas de
abordaje. Cientos de guerreros druchii
salieron del interior de la colosal
fortaleza negra. Las hojas de sus
espadas reflejaban la luz del faro.
La feroz batalla dio comienzo
cuando la Guardia del Mar de lord
Aislin corrió a cubrir los huecos abiertos
en sus defensas por la magia druchii.
Los gritos y el entrechocar de las
espadas resonaron sobre el mar.
A pesar de la matanza causada por
los druchii, los defensores de Lothern
se recuperaron fácilmente de la sorpresa
y combatieron con toda la habilidad y la
ferocidad de su raza. Cientos de
máquinas de guerra respondieron al
arca negra y los druchii fueron barridos
de sus baluartes de roca por una lluvia
de dardos letales.
Los virotes mágicos de fuego blanco
conjurados por los magos del faro
estallaron en la proa del arca negra y la
roca se vitrificó en cristal brillante allí
donde era alcanzada. La batalla en el
faro resplandeciente fue feroz. Los
soldados de lord Aislin luchaban cara a
cara contra sus ancestrales enemigos y
ningún bando ofrecía cuartel.
La Puerta Esmeralda gimió cuando
las enormes válvulas de bronce situadas
a cada lado de la enorme fortaleza
empezaron a girar y, aunque parecía
imposible que tan inmensos portales
pudieran moverse, se abrieron
suavemente para revelar el estrecho de
Lothern y una deslumbrante flota de
barcos.
La flota élfica surcó las aguas verde
oscuro, dirigiéndose al océano para
enfrentarse al enemigo. Cientos de
navíos atravesaron la puerta, las velas
blancas brillando al sol de la tarde y las
cubiertas destellando con ejércitos
armados. Semejante flota era más que
capaz de destruir una arca negra, y los
guerreros de la Puerta Esmeralda
contuvieron su fuego al ver las naves de
la flota élfica unirse a la batalla.
Pero cuando la niebla se disipó ante
el faro, pronto quedó claro que el arca
negra no había venido solamente a
Lothern para hacer la guerra.
***
El capitán Finlain contempló expectante
cómo las brumas se abrían ante el
Orgullo de Finubar y vio la magnitud de
la flota druchii que se acercaba. La
tensión de su mandíbula fue el único
signo externo de su preocupación, pues
no quería que su inquietud se
transmitiese a la tripulación. Aunque
era difícil asegurarlo, Finlain calculó
que casi trescientos barcos surcaban las
aguas en dirección a la Isla Esmeralda.
Barcos cuervo armados con horribles
lanzadores de virotes y rampas de
abordaje guiaban la flota en formación
de cuña con la punta enfilada
directamente hacia su navío.
Tras las naves de guerra venía un
puñado de grandes galeras de alta
borda y multitud de cubiertas. Sin duda
estos barcos estaban repletos de
guerreros druchii, y Finlain anheló
hallarse entre estos barcos, donde su
recién montada garra de águila causaría
un caos temible. Pero el plan de lord
Aislin tenía otra función para el Orgullo
de Finubar…
Docenas de naves de combate
seguían a las galeras druchii en fila,
pero los vigías del palo mayor habían
informado que se había abierto una
distancia demasiado amplia entre las
galeras y esta última línea de barcos
para ser una retaguardia
verdaderamente efectiva.
Los truenos resonaban en el cielo y
el destello de los relámpagos lo riñó
brevemente de azul. Cayeron las
primeras gotas de lluvia y Finlain pudo
sentir que la marea bajo su barco
ganaba fuerza.
Finlain sonrió.
—¿Qué es lo que te parece divertido
de todo esto? —preguntó Meruval, el
navegante.
—Los druchii son guerreros
temibles, pero no son marinos —
respondió Finlain.
—¿Cómo lo sabes?
—Esos barcos son claramente
nuevos, ¿no? Normalmente combaten
en el mar con esas malditas fortalezas
flotantes, pero aún tienen que aprender
a luchar bien en un bajel de guerra.
—Y nosotros les enseñaremos cómo
se hace, ¿no es así? —dijo Meruval,
girando ligeramente el timón del
Finubar para mantener el barco en
rumbo.
—Vaya si lo haremos —respondió
Finlain.
Miró a babor y estribor, satisfecho
de que los otros capitanes siguieran el
plan de lord Aislin, tan rápidamente
preparado. A pesar de lo improvisado
de su naturaleza, Finlain tuvo que
admirar la instintiva comprensión del
almirante acerca de lo que intentaban
los druchii y cómo podía ser
contrarrestado.
Los barcos de los elfos avanzaron
bajo la lluvia para recibir a los druchii,
maniobrando perfectamente en línea
mientras los barcos de los flancos
navegaban un poco adelantados
respecto al centro. A medida que la
distancia entre las dos flotas se fue
cerrando, Finlain dirigió una mirada a
la izquierda, de donde llegaban los
sonidos de la furiosa batalla que tenía
lugar en las pendientes del
resplandeciente faro.
—Que Asuryan os dé fuerzas,
hermanos —susurró, sabiendo que, por
el momento, los guerreros no podían
contar con nadie más. Las ardientes
explosiones de luz mágica y el sonido
metálico de las espadas parecían
dolorosamente leves para lo que sin
duda debía ser una desesperada lucha a
muerte.
Dejó de pensar en esa batalla y se
concentró en el baño de sangre y el
horror en el que su propio barco y sus
guerreros iban a enzarzarse pronto. Las
cubiertas del Orgullo de Finubar
estaban repletas de miembros de la
Guardia del Mar con brillantes cotas de
malla de ithilmar y sus velas
chasqueaban y se hinchaban con los
vientos borrascosos.
—Vienen rápido —advirtió
Meruval.
—Bien —asintió Finlain—. Su odio
los impulsará más rápido que ningún
viento de tormenta.
Su experimentado ojo observó la
cuña de barcos druchii avanzando
mientras sus tripulaciones maniobraban
bajo el viento con más pericia de la que
había esperado, y se advirtió a sí mismo
no subestimar a los marineros druchii.
La amenazante cuña de barcos
oscuros avanzaba ante el cuerpo
principal de las galeras, sin duda
esperando atravesar la delgada línea de
navíos elfos y dispersarlos antes de
volver a cebarse en ellos como una
manada de lobos.
«Creo que estáis a punto de
conseguir vuestro deseo», pensó Finlain
mientras asentía a Meruval.
Más cerca ya, los barcos druchii
parecían las oscuras aves por cuyo
nombre se las conocía. Sus proas eran
ganchudas y las rampas de abordaje con
picas de hierro forjado estaban
dispuestas para golpear la cubierta de
sus presas. El brillo del faro se reflejó en
cientos de espadas y Finlain se
estremeció al imaginar a estos guerreros
penetrando las defensas de Lothern.
Ya casi tenían encima a los barcos
druchii y Finlain sabía que tenía que
juzgar el siguiente momento con
precisión exacta. Demasiado pronto, y
los druchii advertirían sus intenciones;
demasiado tarde, y serían superados y
destruidos.
La espuma blanca rompía contra las
esbeltas quillas de los barcos cuervo,
lanzando chorros de agua oscura sobre
las cubiertas, y Finlain pudo ver que las
tripulaciones de segadores se disponían
a soltar sus letales andanadas de dardos
negros.
Se volvió hacia Meruval.
—Ahora, amigo mío.
El navegante hizo girar el timón y el
Orgullo de Finubar viró violentamente a
babor. A cada banda, todo el centro de
la flota elfa pareció danzar en el mar.
Los marineros corrieron a izar los cabos
y girar las velas para recoger los mismos
vientos que la flota druchii y la cubierta
se convirtió en un hervidero de
actividad.
El Orgullo de Finubar se escoró en
el agua verde, levantando una oleada
sobre su cubierta ante tan violenta
maniobra, pero a Finlain no le
preocupaba. Momentos más tarde, su
barco apuntaba hacia la Puerta
Esmeralda, con las velas hinchadas por
los fuertes vientos del sur mientras
empezaba a llover copiosamente.
Como potros liberados del establo,
El Orgullo de Finubar y un centenar de
otros barcos regresaron veloces hacia
Ulthuan con las naves cuervo detrás.
—¡Bien hecho! —exclamó Finlain al
oír el tañido entrecortado de las
segadoras al disparar. Miró por encima
del hombro y vio los largos y afilados
virotes pasar por encima de ellos bajo la
lluvia y luego caer al mar a menos de
un tiro de piedra.
Los barcos druchii continuaron
persiguiéndolos, impulsados por el
odio.
—Bueno, decididamente vienen ahí
atrás… —dijo Meruval.
Finlain asintió, viendo con torva
satisfacción cómo las naves élficas de los
flancos de lo que antes era su línea
avanzaban hacía la abertura recién
formada, y que se ensanchaba por
segundos, entre las naves cuervo que
los perseguían y las galeras.
—Están reaccionando exactamente
como predijo lord Aislin —afirmó
Meruval.
—Esperemos que continúen
haciéndolo —respondió Finlain.

***
Avelorn. Dominio mágico de la Reina
Eterna y el más antiguo de los reinos
élficos.
Todos los relatos que Caelir podía
recordar del reino encantado del
bosque habían fracasado
espectacularmente al describir la belleza
y la sensación que experimentaba cada
vez que inhalaba las celestiales
fragancias que notaban en el aire. En
todas partes había maravillas para los
sentidos: visiones que admirar, olores
que saborear y sonidos en los que
deleitarse.
Música y canciones seguían a la
compañía a través del bosque, algunas
de ellas creaciones de Caelir y otras del
propio bosque. Un aire de emoción
apenas contenida se había apoderado
del grupo cuando cruzaron el río en la
linde del bosque, y Caelir experimentó
una potente sensación de la antigua
magia que acechaba bajo los seductores
encantos de esta tierra.
El aire se llenó de la noticia de su
paso y las historias de sus canciones, y
cada vez que llegaban a la cima de una
colina o entraban en una parte distinta
del bosque, sus habitantes venían a
recibirlos con vino y solicitudes de
diversión.
Para Caelir, el viaje al norte había
sido de excitación y despertar, y se
había relajado en la rutina de charlar y
reír con sus amigos viajeros durante el
día y después disfrutar del lujo de la
comida caliente y una cama blanda por
la noche. El salvaje esplendor de la
llanura Finuval había dado paso por fin
a los bosques de las afueras de Avelorn,
y Caelir había actuado en la alfombra
para la compañía viajera varias veces,
descubriendo otros talentos de los que
previamente no era consciente. Recitó
largas epopeyas olvidadas de Aenarion,
tocó dolorosos lamentos de la época de
Morvael y cantó con Lilani varias de las
óperas de Tazelle.
La presencia de tanta belleza
mantenía a raya las preocupaciones del
mundo, y la sangre y la muerte que
habían rodeado a Caelir desde que
despertara parecieron retroceder a la
parte más profunda de sus
pensamientos.
Los días pasaron en una mezcla de
canciones y maravillas, y cada vez que
Caelir pensaba que su capacidad para
sorprenderse se había agotado, veía otra
maravilla más que lo dejaba sin habla
de puro deleite. En los claros
iluminados por el sol veía doncellas
elfas vestidas con deslumbrantes sayas
de bruma a lomos de unicornios;
grandes águilas de plumas doradas
volaban sobre el dosel del bosque, y
cuando descendieron a los huecos en
sombras oyeron el crujido de pesados
pasos que, según Lilani, pertenecían a
uno de los antiguos hombres árbol del
bosque.
La bailarina era una amante de raro
vigor y no tenía ningún reparo en
contarle a los demás las habilidades del
propio Caelir. Las noches en que el
vinoensueño fluía y las ardientes
actuaciones inflamaban la sangre de la
compañía, tomaban otros amantes en el
calor de la pasión, y preocupaciones
tontas como los celos y la moralidad se
volvían irrelevantes cuando había en el
aire tanta belleza.
Esa conducta contradecía la vida
disciplinada de los asur que Caelir
recordaba, pero no era capaz de pensar
que estaba mal.
Había hablado de esto cuando la
compañía se internó en el bosque de la
Reina Eterna, y por respuesta Narentir
le explicó la filosofía del grupo. Estaban
sentados en uno de los asientos
tapizados de uno de los carromatos y
Lilani cabalgaba el negro corcel de
Caelir y escuchaba con irónica diversión
su conversación.
—En realidad es muy sencillo, mi
querido muchacho —dijo Narentir—.
Negarte los placeres de los sentidos es
negar a tu alma su alimento. ¿Por qué
nos habrían dado los dioses esta
capacidad para el placer sensual y el
disfrute si no fuera para usarla?
—No lo sé —respondió Caelir—.
Creo que no soy un gran filósofo.
—Tonterías, muchacho —replicó
Narentir, pasando un brazo sobre sus
hombros—. La vida es dura y cada año
que pasa se hace más dura. Los piratas
norse atacan por el mar y cada día se
liberan nuevos horrores sobre el
mundo. Pero nada de eso nos
preocupa.
—¿No?
—No, pues no somos ni héroes ni
guerreros, ¿verdad? Somos bailarines,
poetas, músicos y cantantes. ¿Qué
utilidad podríamos tener en tiempos de
crisis? Gente como nosotros no lucha en
las guerras: Sólo celebramos a aquellos
que lo hacen con canciones y poemas.
Sin gente como nosotros, no habría
nada por lo que mereciera la pena vivir.
Sin canciones ni cantantes para darles
voz, sería un mundo blando y soso.
¿Por qué dejar entonces que las
preocupaciones del mundo cuelguen de
nuestros hombros cuando hay elfos
como ese tipo rubio que vimos pasar
con los espléndidos caballeros plateados
que pueden hacerlo por nosotros?
Caelir recordó al guerrero del casco
alado que había pasado al galope hacía
varios días, y la extraña sensación de
júbilo que se apoderó de él cuando pasó
de largo aún flotaba en su memoria.
Sólo más tarde se dio cuenta de que el
guerrero no era otro que el príncipe
Tyrion, y deseó haber saboreado la
visión de una figura tan legendaria.
—Pero todo el mundo debe
contribuir al bien mayor —protestó
Caelir, devolviendo sus pensamientos al
presente—. Las levas ciudadanas, por
ejemplo.
Narentir sacudió la cabeza.
—Querido muchacho, ¿me ves
como soldado?
—Tal vez ahora no, pero debes de
haber pasado algún tiempo en la leva.
—Lo hice, lo hice, es verdad. Pasé
un verano horrible en las filas de la leva
de Eataine y fui un guerrero terrible.
Más peligroso para mis camaradas que
el propio enemigo, no te quepa ninguna
duda. Cada uno de nosotros tiene un
lugar en el mundo, Caelir, y tratar de
encajar donde uno no pertenece es un
desperdicio. Cuando me di cuenta de
esto, me entregué al placer absoluto y
reuní a mi alrededor almas similares
para buscar gratificación en todas las
cosas.
»Naturalmente, la gente obtusa
desaprueba la existencia de licenciosos
como nosotros, declarando que apenas
somos mejores que el Culto del Placer.
Caelir abrió los ojos de par en par
ante la mención de la oscura secta
iniciada por la Hechicera Bruja muchos
miles de años atrás. Sus devotos se
refocilaban en todo tipo de sórdidos
caprichos y deseos, sondeando
profundidades de locura nunca
imaginadas, y las historias de sus
excesos aún se relataban como cuentos
de advertencia para los jóvenes.
—Veo que has oído ese nombre,
querido muchacho, pero nosotros no
somos como esos terribles monstruos,
sino meros actores que desean obtener
cada momento de sensación y disfrutar
de nuestra pasión por las artes. Te lo
pregunto: ¿parecemos el tipo de gente
que se dedica a hacer sacrificios de
sangre?
Caelir se echó a reír.
—No, desde luego que no.
—Gracias —sonrió Narentir—. Y
como estaba claro que no nos querían
en Lothern, decidimos venir al único
lugar de Ulthuan donde sabíamos que
seríamos bienvenidos.
—¿Y qué piensas hacer ahora que
estás aquí?
—¿Hacer, mi querido Caelir? —
preguntó Narentir—. No pretendo
hacer nada. Simplemente pretendo ser.
Cantar canciones y contar historias
maravillosas, hacer el amor bajo las
estrellas y formar parte de la corte de la
Reina Eterna.
—Y convertirte en uno de sus
escuderos… —apuntó Lilani.
Narentir soltó una carcajada.
—Quizá incluso eso, querida, quizá
incluso eso. Pues esto es Avelorn, ¿y
quién puede imaginar qué milagros son
posibles bajo sus ramas?

***
Las galeras druchii eran navíos
monstruosos, altos de borda y de casco
oscuro, construidos en los infernales
astilleros de Clar Karond. Su línea de
flotación era baja, tal era el peso de los
guerreros que transportaban, y no
mostraban nada de la gracia habitual de
las manos élficas, ni siquiera de los
druchii, pues habían sido construidas
con el trabajo sangriento de los
esclavos. Eran simplemente cascos cuya
misión era transportar guerreros a otra
tierra y no traerlos de vuelta.
Los barcos águila que navegaban en
los flancos de la línea élfica eran lobos
en un rebaño de ovejas adormiladas,
pues su velocidad y maniobrabilidad les
permitía abrirse paso entre las líneas de
navíos y atacar con virtual impunidad.
Los ballesteros druchii disparaban
dardos de hierro desde detrás de las
bordas protegidas, pero los barcos
águila bailaban sobre las olas más allá
de su alcance.
Los pesados virotes plateados de los
lanzadores de garra de águila
aplastaban el maderamen de las galeras,
causando el caos en las cubiertas de
abajo mientras eliminaban a docenas de
guerreros con cada impacto. Ráfagas de
dardos más pequeños barrían las
cubiertas de los barcos druchii,
tiñéndolas con rojos ríos de sangre.
Los magos elfos lanzaban
ondulantes cortinas de fuego desde los
castilletes de los barcos águila, y la
madera calafateada de los cascos
estallaba en llamas. Las nubes de
tormenta reflejaban la luz de la batalla
como un odioso brillo anaranjado, y
sólo la lluvia salvaba muchos de los
barcos de la inmolación instantánea.
Los navíos druchii trataban de navegar
unos cerca de otros para protegerse,
pero contra la velocidad y habilidad de
los capitanes elfos no había nada que
pudieran hacer, sino sufrir las
andanadas de flechas de pluma azul y
los virotes letales que atravesaban sus
cascos y masacraban a sus guerreros.
Los barcos águila se internaban
entre la vacilante tropa de galeras como
depredadores de la jungla, no
concediendo ningún respiro a la
matanza. Las llamas saltaban de un
barco a otro mientras las velas ardientes
eran capturadas por el viento e
incendiaban otros barcos.
El maderamen crujía mientras los
cascos druchii se hacían pedazos y
vertían al mar su carga de guerreros.
Los druchii gritaban al caer a las aguas
oscuras iluminadas por las llamas, y
manoteaban frenéticamente cuando sus
armaduras los arrastraban al fondo del
océano.
El flanco este de la flota de lord
Aislin empujó a muchos de los lentos
transportes hacia los acantilados de
Ulthuan, donde serían destruidos por
los arrecifes sumergidos.
La retaguardia de la flota druchii, al
ver la horrible matanza desencadenada
contra las galeras, avanzó, y de repente
los barcos águila se enfrentaron a un
enemigo que tenía dientes y podía
contraatacar.
Los barcos cuervo eran más grandes
que los de los asur, pero no menos
maniobrables, y la batalla degeneró en
un sangriento duelo de proyectiles
mortales cuando las dos flotas
corretearon entre las galeras ardientes y
se persiguieron entre las nubes de
humo y el oleaje.
Hasta ahora, los barcos águila
habían tenido la batalla a su favor, pero
los barcos cuervo no eran la sencilla
presa que habían sido los galeones de
transporte.
Los hechiceros druchii congelaron
las aguas alrededor de los navíos elfos,
que fueron hechos pedazos por lluvias
de virotes o abordados por los guerreros
al ataque. Las rampas de asalto druchii
golpearon los cascos de los navíos águila
atrapados, y los guerreros lucharon a
muerte en las cubiertas manchadas de
sangre de sus barcos.
El fuego hechicero arrasó muchos
de los barcos águila y los envió al fondo
del mar cuando éste entró en sus
prístinos cascos. La retaguardia al
ataque se cobró un precio terrible en los
barcos águila, pero en inferioridad
numérica y sin la fuerza añadida que
protegía su vanguardia, los barcos
águila aún podían ganar la batalla.

***
A través de la lluvia, el capitán Finlain
podía ver las murallas de fuego tras los
barcos cuervo que los perseguían. Los
barcos de los flancos de lord Aislin
estarían sembrando la destrucción entre
las lentas galeras de transporte, y los
guerreros druchii se hundirían con sus
naves.
Ese pensamiento le hizo sonreír.
La retirada fingida había atraído a la
cuña de barcos druchii y sabía que
había llegado el momento de dar media
vuelta y luchar. El flanco necesitaría su
apoyo si querían ganar la batalla.
Pero primero había que hundir los
barcos druchii que tenía a popa.
—¿Cuántas crees que son? —le gritó
a Meruval.
El navegante echó una ojeada por
encima del hombro.
—Unas sesenta o así.
Finlain asintió, coincidiendo con la
apreciación de Meruval. Sesenta barcos
de guerra armados no eran una fuerza
que subestimar, pero él tenía más
barcos y los mejores marineros del
mundo a sus órdenes.
Y pronto, cuando se volvieran
contra sus perseguidores, tendría el
elemento sorpresa.
La lluvia y el viento aumentaban de
potencia e intensidad, pero él había
surcado los océanos del mundo durante
el tiempo suficiente para saber cómo
usar esas cosas.
—¡Meruval, prepárate para virar de
bordo! —gritó por encima de los vientos
ululantes—. ¡Es nuestro turno de ganar
gloria y honor!
—¡Gloria y honor, sí, señor! —
respondió Meruval mientras Finlain
marchaba entre los ansiosos guerreros
que ocupaban la cubierta. La lluvia
pegaba sus túnicas contra las armaduras
y las puntas plateadas de sus lanzas
brillaban con diamantes de humedad.
Saludó con la cabeza a los guerreros
al pasar, confiado en que aplastarían la
flota druchii y la enviarían al fondo del
océano junto con cada una de sus
tripulaciones. Estaban casi al alcance de
los poderosos lanza-virotes de la Puerta
Esmeralda, y cuando lo estuvieran del
todo haría girar los barcos de la flota
elfa para enfrentarse a sus
perseguidores tan rápidamente como
habían huido de ellos.
Capturada entre un enemigo
renacido y los letales virotes de la
Puerta Esmeralda, la destrucción de los
druchii sería rápida e implacable.
Finlain miró al cielo cuando oyó un
resonante chasquido en el aire y esperó
el latigazo del relámpago un segundo
más tarde. Los cielos permanecieron
absolutamente oscuros y el capitán
entornó los ojos asombrado, pero
descartó aquello de su mente cuando
Meruval lo llamó desde el timón.
—¡Capitán! ¡Ven rápido!
Al oír la alarma en la voz de
Meruval, Finlain cruzó corriendo la
cubierta y subió los escalones hasta la
tolda del timonel. Miró a popa y vio con
horror que los druchii se volvían para
unirse a la batalla entre el flanco de los
barcos águila y la retaguardia enemiga.
—¿Qué están haciendo? —gritó
mientras las naves cuervo se alejaban de
sus barcos.
—¡Parece que no pican nuestro
anzuelo! —aulló Meruval.
—¡Rápido! ¡Vira! —gritó Finlain.
El Orgullo de Finubar giró y su
esbelta proa se abrió paso a través de
una muralla de agua mientras
empezaba a virar de bordo. Los otros
capitanes habían visto lo mismo que
Finlain y también hacían volverse a sus
barcos.
Una persecución distaba mucho de
ser la forma ideal de librar una batalla
en el mar, pero Finlain vio que no
tenían más remedio. Si los barcos
enemigos que tenían que ser destruidos
a sus manos podían añadir sus fuerzas a
la furiosa batalla que se desarrollaba
ante ellos, todo estaba perdido.
Una vez más Finlain oyó el
resonante chasquido del aire sobre él,
pero cuando alzó de nuevo la mirada
advirtió que no había trueno, sino una
monstruosa forma oscura que se
deslizaba entre las nubes.
Corrió a la borda del Orgullo de
Finubar cuando vio la oscura forma
salir de las nubes y cernirse sobre el
barco plateado que tenía al lado.
Una aterradora silueta reptiliana,
enorme y escamosa, desplegó sus
poderosas alas en la oscuridad y agarró
el mástil del barco con sus patas traseras
rematadas por espolones. La madera se
quebró con estrépito cuando el barco
fue izado y la quilla se partió bajo la
tensión.
El corazón de Finlain se convirtió en
un bloque de hielo cuando el colosal
dragón negro quedó iluminado por un
destello de trueno azul. Su gran cabeza
cornuda se abatió y un puñado de elfos
fueron atrapados en sus fauces. La
sangre corrió entre sus colmillos cuando
mordió, y Finlain se obligó a actuar.
—¡Preparad la garra de águila! —
gritó mientras sus arqueros apuntaban a
la terrorífica bestia que creaba un
torbellino en el aire con sus amplias
alas.
Un relámpago de luz violeta brotó
tras la colosal cabeza del dragón y
Finlain atisbó la breve imagen de un
gigante con una armadura oscura
sentado entre las escamas del rugiente
monstruo. Unos fríos ojos verdes
brillaban tras el yelmo de la figura, y
Finlain supo que sólo había un
habitante de Naggaroth que encarnara
semejante imagen de odio y maldad.
No era un mero príncipe druchii…
Era el mismísimo Rey Brujo.
El dragón batió las alas y voló hacia
otro barco, por fortuna no el Orgullo de
Finubar, y abrió las fauces y de su boca
emergió una nube de siseantes vapores.
Finlain vio con horror cómo la
tripulación caía sóbrela cubierta
gritando, la piel derritiéndose en sus
huesos y los pulmones ardiendo ante el
corrosivo aliento del dragón.
Las flechas volaron hacia la gran
bestia, pero contra su oscura piel no
fueron más que una molestia, y su
diabólico jinete lanzó rayos que
incendiaron los barcos cada vez que
agitaba sus manos engarriadas. La
tripulación de Finlain fue capaz de
lanzar un virote contra el monstruo
lampante, pero el poder de su jinete lo
protegió y el virote se convirtió en
cenizas antes de alcanzarlo.
Unos cuantos capitanes trataron de
alejarse de la matanza y llegar al flanco
de los barcos águila, pero el dragón y su
abominable jinete aniquilaron sus
esfuerzos, aplastándolos y masacrando a
sus tripulaciones. Barco tras barco, se
astillaron e hicieron pedazos bajo el
ataque, y Finlain vio que nada podía
alzarse contra una fuerza tan cruda y
violenta.
—¡No podemos luchar contra esto!
—gritó Finlain—. Meruval, llévanos de
vuelta a la Isla Esmeralda.
El Rey Brujo y su rugiente dragón
causaron estragos entre la flota de lord
Aislin, y el ensañamiento con que
destrozaron a cada una de sus víctimas
permitió que unos pocos barcos
sobrevivientes viraran y regresaran a
Ulthuan.
Junto con un puñado de barcos
águila, el Orgullo de Finubar huyó de la
masacre que volvía rojo el océano, y
Finlain comprendió que, sin apoyo, los
barcos águila que seguían luchando
pronto estarían en el fondo del océano.
A través del humo y las llamas de la
batalla, Finlain pudo oír los sangrientos
cánticos de victoria de los druchii
mientras luchaban en las murallas del
faro resplandeciente. La luz en lo alto
del faro titiló un momento en la
oscuridad de la tormenta, como
luchando por seguir viva.
Finlain cerró apenado los ojos
cuando la luz chisporroteó y murió.
El Orgullo de Finubar cruzó las
grandes murallas arqueadas de la
Puerta Esmeralda y su capitán susurró:
—Perdonadnos…
La primera batalla por Lothern se
había perdido.
18

La desembocadura del Río Arduil


trazaba un suave arco en la costa de
Avelorn, y Eldain sintió que su pulso se
aceleraba cuando el capitán Bellaeir
llevó su barco ante la península que lo
separaba del Mar Crepuscular. Entrar
en el reino encantado de la Reina
Eterna sería una experiencia nueva para
Eldain, pues aunque sentía el aliento de
la magia del reino el norte, se recordó
que no venían aquí como peregrinos.
Entonces ¿en calidad de qué lo
hacían? ¿Como rescatadores? ¿Como
asesinos?
Eldain no lo sabía ni sabía aún qué
prefería.
Miró por encima del hombro donde
Rhianna e Yvraine conversaban junto al
mástil y contuvo un atisbo de malestar.
Desde que volvieron nadando al Señor
de los Dragones, ninguna de las dos
había querido hablar de lo que había
sucedido en la isla del Valle Gaen.
Rhianna le había dicho simplemente a
Bellaeir que pusiera rumbo a Avelorn.
El ambiente del barco se había
animado cuando se hubieran alejado
del Valle Gaen, y Rhianna acudió a él
una noche con los brazos abiertos
mientras navegaban bajo el cielo
estrellado.
—Comprende que tengo prohibido
hablar de la isla —dijo.
—Lo comprendo —respondió él,
aunque en realidad no era así—.
¿Puedes decirme algo?
—Sólo que tenemos que ir a
Avelorn.
—¿Es ahí donde está Caelir?
—Es ahí adonde va.
—¿Por qué? ¿Lo sabes?
Ella frunció los labios y negó con la
cabeza.
—No con seguridad, pero estoy
empezando a pensar que lo que sucedió
en la Torre de Hoeth fue sólo el
principio. Lo que enviaron a hacer a
Caelir está apenas empezando.
—Es un pensamiento reconfortante.
—No es culpa suya —dijo Rhianna
—. Ya oíste al Señor del Conocimiento.
Caelir es tan víctima como todos los
demás.
Él asintió pero no respondió, y la
tomó en sus brazos mientras el barco
continuaba navegando.
—Sálvalo a él y me salvarás a mí…
—susurró ella en la oscuridad.
—¿Qué es eso? ¿Una cita?
—No, algo que oí. Algo importante.
—¿Qué significa?
—No lo sé todavía.
Ella se hundió más en su abrazo
mientras una fría corriente de aire
llegaba del mar y una estrella fugaz roja
cruzaba el negro cielo camino del sur.
Permanecieron en aquella postura,
como una estatua de amantes
abrazados, mientras la noche se
convertía en día y el mar pasaba de ser
un oscuro espejo de los cielos a adquirir
un verde glorioso.
Al amanecer llegaron a la costa de
Avelorn, y ver tierra donde podría
caminar animó enormemente a Eldain.
Se dirigió a la popa del barco, donde el
capitán Bellaeir estaba sentado
disfrutando de la fuerte brisa que
soplaba del reino de la Reina Eterna.
—Capitán —dijo, apoyando el brazo
en la baranda.
—Mi señor —saludó el capitán del
navío—. Isha mediante, llegaremos a
Avelorn dentro de unas pocas horas.
—Qué bien —repuso Eldain—. No
pretendo ser irrespetuoso al decirlo,
pero será bueno poner el pie en tierra
una vez más.
Bellaeir asintió.
—Hablas como un auténtico
ellyriano, mi señor. Pero tienes razón, a
todos nos vendrá bien salir del mar
durante un tiempo.
Su respuesta sorprendió a Eldain.
—¿De verdad? Creí que serías feliz
pasando toda la vida en el mar.
—Normalmente sería así —
reconoció Bellaeir—, pero hay
corrientes oscuras en las aguas y están
llenas de tristeza. No sé dónde, pero en
alguna parte hay elfos muriendo en el
mar.
Eldain captó el dolor de la voz de
Bellaeir y decidió no insistir en el tema.
El capitán los dirigió a la
desembocadura del río.
Altos árboles se alzaban desde el
borde de la tierra, extensos bosques que
se extendían hacia el este hasta donde
alcanzaba la mirada con vividos tonos
de verde, rojizo y dorado. Neblinosas
con la distancia, las cimas azules de las
Annulii eran una mancha lejana en el
horizonte, una barrera entre el dominio
de la Reina Eterna y Chrace, asolada
por la guerra.
El Señor de los Dragones dejó atrás
la península boscosa y Eldain en tornó
los ojos al ver un remolino de agua
blanca borboteando donde las plácidas
aguas del río se encontraban con el
mar.
—Espíritus del agua —dijo Bellaeir
al ver la expresión de Eldain—. Los
llamamos keylpi y suelen ser criaturas
juguetonas, pero no te acerques
demasiado a ellas.
A medida que el barco se
aproximaba, Eldain vio la sugerencia de
blancos caballos de crines ondulantes
correteando en las profundidades de las
borboteantes aguas y le pareció que
podía oír sus relinchos de diversión en
la espuma que los rodeaba. Los espíritus
se movían junto al barco y Eldain vio
caballos fantasmales de luz titilante
galopando bajo la superficie, las crines
fluyendo con la corriente y un abanico
de burbujas blancas tras las colas.
El deseo de montar a una de
aquellas bestias era casi irresistible, y su
alma ellyriana anheló subir a lomos de
uno de ellas y cabalgar las olas, pero se
decía que esas criaturas eran entidades
caprichosas, y que probablemente lo
arrastrarían a la muerte mientras le
prometían una jubilosa cabalgada.
Eldain pudo oír el golpeteo de los
cascos de sus propios caballos en la
bodega del barco y comprendió que
también debían de estar sintiendo el
canto de sirena de los caballos del agua.
Se apartó de los keylpi, percibiendo su
incomodidad cuando una ola golpeó el
costado del buque. El agua sobrepasó la
amura y Bellaeir se echó a reír al ver
que Eldain quedaba empapado de pies
a cabeza.
—Te dije que no te acercaras
demasiado —le recordó Bellaeir.
Eldain se encogió de hombros y
bajó a cambiarse de ropa. Cuando
regresó, los espíritus del agua habían
quedado atrás. El Señor de los Dragones
había pasado del Mar Crepuscular al
Río Arduil, el camino que marcaba la
frontera entre Ellyrion y Avelorn.
Al oeste se extendían llanuras
doradas bajo un indolente cielo de
verano, y una súbita puñalada de
nostalgia del hogar se apoderó de
Eldain cuando recordó su casa de Ellyr-
charoi. Vio la mansión de murallas
blancas acunada entre las dos cascadas,
las alturas de la Torre Hipocrena, el
patio de verano y los pinos de dulce
olor que envolvían el paisaje.
Echó de menos su hogar. Anheló
verlo una vez más y compartirlo con
Rhianna antes de dejarlo para siempre.
Eldain descartó esos recuerdos y se
volvió a contemplar el reino de
Avelorn.
Cubierto de tupidos bosques, el
sonido de música lejana flotaba en el
aire y luces saltarinas parecían bailar en
sus profundidades. Pájaros de colores
anidaban en las copas de los árboles y
una sensación de poderosa magia
serpenteaba entre los lisos troncos.
Los bosques de Ellyrion mostraban
un esplendor juvenil, pero Avelorn
tenía una edad imposible de calcular, y
sus profundidades más recónditas eran
hogar de criaturas que ya vivían aquí
antes de la llegada de los asur: águilas,
hombres árbol y seres dormidos cuyos
nombres habían sido olvidados.
El bosque tenía una cualidad
eterna, una majestad sin edad que ni
siquiera la invasión y la guerra podrían
disminuir. Los druchii habían intentado
quemar el viejo bosque, incendiando
zonas que habían sido plantadas
cuando el mundo era joven, pero ni
siquiera ellos habían conseguido
disminuir su grandeza.
Árboles que cuidaban el reino de la
Reina Eterna se alzaban ante ellos como
silenciosos vigías, y Eldain sintió una
ominosa hostilidad en la linde del
bosque, como si sus sombras
proyectaran una severa advertencia a
aquellos que albergaban malos
pensamientos en su corazón.
Eldain se estremeció y el Señor de
los Dragones siguió avanzando.
***
Los sonidos de la batalla resonaban en
la Aguja Áquila y Glorien Coronafiel no
podía dejar de oírlos, no importaba
cuánto lo intentara. Se concentró en sus
libros, desesperado por encontrar
alguna pista para derrotar al enemigo
que se lanzaba cada día contra las
murallas de la Puerta del Águila. El
derramamiento de sangre era
prodigioso y cientos de seguidores de
los Dioses Oscuros morían cada día
atravesados por flechas, arrojados desde
las murallas o abatidos a golpes de
espada y de lanza.
Hasta ahora los druchii no habían
atacado, excepto para enviar a las
repugnantes criaturas voladoras que
llenaban el aire con sus cacofónicos
alaridos y revoloteaban sobre las
cuadrillas de lanzadores de virotes.
Morathi se contentaba con lanzar a los
humanos contra la muralla y su
monstruoso aliado, el gran jefe tribal
con el estandarte que adoraba al
Príncipe Oscuro, parecía ansioso por
permitírselo.
Los aullantes hombres de las tribus
erigían montículos con sus caídos y se
divertían con la carne antes de
quemarlos en grandes piras funerarias y
ejecutar sus sucios ritos a la vista de la
fortaleza. La visión de tan horribles
rituales había asqueado a Glorien y lo
había hecho volver con sus libros, sus
preciosos libros, para buscar una
solución.
Pero no había encontrado nada, a
pesar de haber buscado durante días, y
el estentóreo sonido de la batalla tras la
puerta cerrada y las ventanas
atrancadas de la torre continuaba
implacable.
Glorien había enviado a Tor Elyr
desesperadas peticiones de más
guerreros, pero sus magos informaron
que una terrible batalla naval se había
perdido a las puertas de Lothern y
todos los miembros de la leva
ciudadana estaban siendo enviados a
Eataine. Algunos se estaban
congregando en Ellyrion, pero no los
suficientes ni con suficiente velocidad
para aliviar la presión de los soldados
que combatían en las ensangrentadas
almenas.
La lista de bajas hablaba de cien
guerreros muertos ya, con casi el doble
de heridos. Muchos de ellos no
sobrevivirían para volver a luchar, y los
que podrían hacerlo no sanarían a
tiempo para marcar ninguna diferencia.
Los médicos trabajaban día y noche,
pero eran muy pocos y el enemigo les
enviaba víctimas demasiado
rápidamente.
Un brusco golpe de nudillos llamó a
la única puerta de la torre y Glorien dio
un respingo al oírlo.
—Mi señor, tengo que hablar
contigo —dijo una voz que reconoció
como perteneciente a Menethis.
Glorien se levantó de la mesa.
—¿Estás solo?
—Sí, mi señor. No hay nadie
conmigo.
—Muy bien —dijo Glorien, y
desatrancó la puerta.
Menethis entró a toda prisa y
Glorien atisbo la lucha que tenía lugar
tras él. Una vez más, habían lanzado un
puñado de escalas contra la muralla y
un reguero de muertos y heridos cubría
el suelo ante ella. Mechas y virotes
cruzaban el aire y bandadas de bestias
aladas revoloteaban sobre las torres. Los
desesperados combates se entablaban y
se detenían como una larga ola por
todas las defensas.
Glorien cerró la puerta en cuanto
Menethis entró, reacio a seguir mirando
la lucha que tenía lugar allá abajo.
—¿Qué ocurre, Menethis? —
preguntó Glorien—. Estoy muy
ocupado. Busco un modo de ganar esta
batalla y no puedo hacerlo si me
interrumpen constantemente.
—Mi señor, la situación abajo es
desesperada.
—¿Crees que no lo sé? —replicó
Glorien, señalando los montones de
libros dispersos sobre la mesa—. La
respuesta está aquí, lo sé.
—Con el debido respeto, señor, no
lo está —repuso Menethis, cogiéndole
el brazo con firmeza y señalando la
ventana cerrada—. Está ahí fuera, en las
murallas, con los guerreros que están
combatiendo y muriendo por defender
esta fortaleza.
Glorien se zafó de la tenaza de su
segundo al mando.
—Ah, sí… pero encontré un párrafo
en las obras de Aethis. Aquí, toma, está
en Teorías de la guerra.
Glorien buscó en el libro hasta que
encontró el párrafo concreto que quería
y lo alzó ante él.
—Aquí, escucha esto: «Toda
fortaleza competentemente dirigida
puede resistir un asedio durante un
período de tiempo indefinido mientras
su guarnición esté bien pertrechada, sea
valiente y el enemigo no tenga más que
una superioridad numérica de tres a
uno». Así que ya ves, Menethis, todo
gira sobre el valor de los guerreros. Sólo
ellos pueden hacernos caer, puesto que
estamos bien pertrechados, ¿no es así?
—Eso fue escrito hace mucho
tiempo, mi señor, y Aethis no era
soldado, sino poeta y cantor, y se las
daba de ser un gran líder. Nunca libró
una sola batalla.
—Sé todo eso —repuso Glorien—,
pero era un pensador, Menethis, un
pensador. Sus ideas son sorprendentes.
Sé que si puedo…
—¡Mi señor, te lo suplico! —
exclamó Menethis—. Tienes que salir a
luchar con tus guerreros. La moral
prácticamente no existe y sólo gente
como Alathenar y Eloien Caparroja nos
mantienen unidos. ¡Tienen que verte,
mi señor! ¡Tienes que luchar!
—No, no… —se negó Glorien,
volviendo a sentarse tras la mesa y
colocando la mano sobre los tomos
dispersos—. Mis libros me dicen que si
el comandante cayera, sería desastroso
para la moral. ¡No, no me expondré a
ese peligro hasta que llegue el momento
adecuado!
—Ese momento ya ha llegado, mi
señor —dijo Menethis.

***
Revoloteando sobre la sangrienta
batalla de la Puerta del Águila, Elasir y
sus dos hermanos surcaban las
montañas en busca de guerreros
enemigos que atacar. Los cielos sobre la
fortaleza estaban ahora despejados,
pues ellos habían expulsado a las
retorcidas arpías, aunque las plumas
doradas de los tres estaban
ensangrentadas y magulladas. El propio
Elasir tenía una gran cicatriz, roja y fea,
en su corona dorada.
Aunque batallas como la que ahora
se libraba en las montañas no eran de
su gusto, se habían posado en las altas
aguileras y prestado toda la ayuda que
pudieron a los defensores de la Puerta
del Águila. Cuando la batalla estaba en
su apogeo, bajaban hasta las murallas y
arrancaban cabezas y miembros con sus
garras y picos.
Los arqueros druchii trataban de
abatirlas, pero las águilas eran
demasiado veloces para que las
alcanzaran, y sus graznidos pronto se
convirtieron en el terror de los
enemigos de los asur. Cuando las
águilas atacaban, los hombres se
dispersaban llenos de pánico y los
druchii trataban desesperadamente de
reunir suficientes ballestas para llenar el
cielo de virotes.
Elasir giró y extendió las alas,
frenando su vuelo al divisar un
enemigo digno de su fuerza.
Se acerca a la puerta, dijo, plegando
las alas y trazando un círculo cerrado.
Sus hermanos también habían
divisado el peligro y cambiaron de
rumbo para seguirlo, pegando las alas a
sus cuerpos para abalanzarse hacia el
valle.
Una monstruosa hidra de escamas
iridiscentes se acercaba a la puerta,
rugiendo y debatiéndose mientras un
grupo de esforzados druchii la
controlaban con tridentes serrados y
viles maldiciones. Sus múltiples cabezas
se agitaban al final de largos y sinuosos
cuellos, y un humo sulfuroso manaba
de sus mandíbulas chasqueantes. Largas
escamas como llagas abiertas brotaban
de su espalda, y un líquido viscoso
rezumaba de las heridas abiertas de sus
flancos, donde pesadas placas de hierro
habían sido sujetadas a su cuerpo con
largas cadenas y garfios puntiagudos.
Las flechas rebotaban en la
armadura o se clavaban en la carne,
pero el monstruo era ajeno a esas
heridas menores. En las murallas
resonaron gritos cuando pusieron en
marcha las máquinas de guerra.
Las águilas se lanzaron contra la
hidra cuando sus cabezas chasquearon,
avanzando ante las órdenes a gritos y la
insistencia de una vara de pinchos. Un
tremendo chorro de llamas líquidas
brotó de cada una de las bocas y las
almenas quedaron bañadas de ardiente
fuego. Los guerreros gritaron cuando
las ardientes excreciones de la criatura
los rociaron de llamas y gotas de esputo
encendido babearon sobre la muralla.
Los pesados virotes de las máquinas
de guerra asur cruzaron el aire hacia la
bestia. Algunos rebotaron en las placas
acorazadas mientras otros penetraban
en su enorme cuerpo haciendo brotar
chorros de icor negro.
Elasir sintió el Caos en su carne, y
comprendió que la bestia no se
detendría hasta que la última gota de
sangre hubiera sido extraída de su
cuerpo. Soltó un grito aterrador,
desplegó las alas y preparó las garras.
Los virotes cruzaban el cielo, pero
ninguno se acercó a las águilas en
picado.
La cabeza más cercana de la hidra
se retorció en el aire como una
serpiente cuando el monstruo oyó su
grito. Abrió las fauces, pero Elasir ya
estaba sobre ella. Sus férreas garras se
abrieron paso por su cráneo,
atravesando la carne y clavándose en
sus oscuros ojos sin alma.
La cabeza se agitó ante el ataque y
se libró de las garras con un borbotón
de sangre. Las águilas rodearon a la
hidra en un frenesí de alas y poderosas
garras, atacando las cabezas con
sañudos golpes de sus picos. Las llamas
estallaron y Elasir oyó a Irian gritar de
dolor cuando sus plumas ardieron.
Los guerreros druchii rodeaban a la
bestia y Elasir se cernió sobre el más
cercano, arrancándole la cabeza de un
solo picotazo. La sangre brotó y el
águila se lanzó contra los demás, que
apuntaban ya con sus ballestas de
madera oscura.
Algunos echaron a correr y
sobrevivieron. Otros aguantaron a pie
firme y murieron.
Elasir saltó al aire con un poderoso
batir de alas y atacó a la hidra desde
atrás. Sus dorados hermanos aún
combatían contra las cabezas que se
retorcían locamente. Dos de ellas yacían
flácidas y sin vida mientras otras tres
luchaban con maníaca energía y terrible
furia.
El Señor de las Águilas se abalanzó
y cerró las garras contra la base de uno
de los cuellos que aún luchaban. La
hidra se encabritó al sentirla aterrizar
sobre su cuerpo, pero Elasir hundió las
garras en su piel y no pudo zafarse de
él. El pico del águila se clavó en la carne
y el hueso del cuello, cortándolo con
tres rápidos golpes.
Los guerreros druchii trataban de
congregarse alrededor de la bestia, pero
se vieron obligados a mantener la
distancia ante aquella enloquecida
lucha. Los virotes llenaban el aire y
Elasir sintió que uno de ellos le
atravesaba el pecho. Aeris abrió la
garganta de otra de las cabezas e Irian
cegó a la última con un sañudo golpe
de su afilado pico.
Indefensa, la criatura aplastó a
druchii y a hombres bajo sus patas
mientras se debatía agónicamente. La
bestia estaba casi muerta ya y sus
últimos y frenéticos momentos harían
caer a más enemigos.
Había llegado el momento de
marcharse.
Volad, mis hermanos, exclamó
Elasir, desplegando las alas y saltando al
aire mientras más druchii corrían hacia
la batalla con sus ballestas. Rápido o no,
el Señor de las Águilas sabía que con
tantos virotes en el aire, algunos
alcanzarían sus blancos.
Dejando a la hidra moribunda tras
ellas, las tres águilas volaron a lugar
seguro.

***
Alathenar se desplomó contra el
parapeto, apretó las rodillas contra su
pecho y apoyó en ellas la frente. Le
dolía el cuerpo de cansancio y por una
docena de cortes que no recordaba
haber recibido.
El valle parecía bruscamente
silencioso ahora que el clamor de la
lucha había cesado. Para los oídos de
Alathenar el día tenía dos estados: uno
de estrépito de acero y otro donde sólo
se oían gritos. Mientras el sol se hundía
por el oeste y largas sombras se
extendían por el patio de la fortaleza,
los sonidos pasaban de lo primero a lo
segundo cuando los guerreros heridos
eran retirados de la muralla y
comenzaba la rutina de deshacerse de
los enemigos muertos.
Estaba demasiado exhausto para
moverse y simplemente asintió cuando
un elfo herido al que le faltaba el brazo
por debajo del codo le tendió un carcaj
con flechas nuevas que colgaba de su
cuello.
Los avitualladores recorrían la
muralla y Alathenar, agradecido, aceptó
una abollada copa de agua fresca y un
trozo de pan. Sólo cuando los
baldeadores vinieron a despejar la
muralla de sangre se obligó a levantarse
y regresar al patio.
Eloien Caparroja ya estaba allí,
discutiendo con el palafrenero jefe de la
fortaleza, pero dio la conversación por
perdida y se marchó al ver que
Alathenar bajaba las escaleras.
—¿Todavía sigues vivo? —preguntó
el jinete.
—Más o menos —reconoció
Alathenar—. ¿Qué pasaba?
—El idiota quiere llevarse los
caballos a Ellyrion, pero le he dicho que
los necesitamos aquí.
—Para cuando tengamos que
abandonar este lugar y huir —terminó
de decir Alathenar.
—Eso es.
—Así que no tienes esperanzas de
que podamos aguantar —dijo
Alathenar. No era una pregunta.
—¿Y tú?
—Puede que lo logremos todavía.
—No seas ingenuo, amigo mío.
Mira los rostros a tu alrededor. Los
guerreros están exhaustos, sin líder y,
peor aún, no tienen esperanza.
Se acercaron a un banco tallado en
la base de la Torre del Águila y se
sentaron en silencio durante unos
minutos para recuperar fuerzas. Hasta
ahora, el enemigo no había querido
atacar de noche, contentándose con
quemar cadáveres y cantar alabanzas a
los Dioses Oscuros, pero ambos
guerreros sabían que sólo era cuestión
de tiempo que intentaran esa estrategia.
Eloien miró la alta estructura de la
Aguja Áquila. Una luz amarilla
asomaba por las juntas de las ventanas
cerradas.
—¿Crees que saldrá de ahí arriba
alguna vez? —preguntó el jinete.
—No lo sé. Ojalá Cerion estuviera
aún al mando.
—¿Era buen guerrero?
—Uno de los mejores —asintió
Alathenar—. Sabía cuándo hacer
cumplir las normas y cuándo sortearlas.
Tenía el corazón de un león chraciano,
aunque recibió un espadazo druchii en
la cara y nunca recuperó su aspecto.
Alathenar señaló con el pulgar la
muralla que tenían detrás.
—Habría resuelto esta contienda en
un momento, pero Glorien…
—Es un idiota —dijo Eloien—. Un
noble necio que no distingue los
extremos de la espada, y nos verá a
todos muertos antes de salir de esa
torre. Estaríamos mejor sin él. ¿Y qué
hay de su segundo? Lo he visto luchar,
pero ¿qué tal líder es?
—¿Menethis? Es mejor seguidor
que líder, pero su corazón es bueno.
¿Por qué?
—Por nada, pero me preguntaba si
no estaríamos mejor con otra persona al
mando.
—¿Alguien como Menethis?
—Tal vez, pero como dices, no es lo
que llamaríamos un líder.
—Entonces ¿en quién estás
pensando?
—No seas obtuso, Alathenar —dijo
Eloien—. He visto cómo te miran los
guerreros y aceptan tu liderazgo en
todo lo que dices. Estoy hablando de ti.
—¿De mí? No…, yo no soy ningún
líder, no digas tonterías.
—¿Tonterías, amigo mío? Tontería
sería dejar que la cobardía de Glorien
Coronafiel nos lleve a la muerte.
Tontería sería quedarse sentado y no
hacer nada al respecto.
—Sea como sea, Glorien es el
comandante de la Puerta del Águila y
no hay nada que podamos hacer.
—Tal vez sí, tal vez no —dijo
Eloien. Asintió pensativo e,
inclinándose hacia adelante, apoyó los
codos sobre las rodillas. Un guerrero al
que Alathenar no había visto antes
emergió de las sombras junto a ellos.
Por sus afilados rasgos y la
habilidosa manera de ocultarse,
Alathenar sabía que era uno de los
nagarythe, y un escalofrío de aprensión
le corrió por la espalda.
—Éste es Alanrias —dijo Eloien a
modo de presentación.
—Sé quién es —respondió
Alathenar.
—Es hora de enfrentarnos a la
verdad de nuestra situación, amigo mío.
Si Glorien Coronafiel sigue al mando de
la Puerta del Águila, la fortaleza caerá.
Sabes que es cierto, puedo verlo en tus
ojos.
—¿Qué estás sugiriendo? —
preguntó Alathenar, mirando ora a
Eloien ora al guerrero sombrío.
—Sabes lo que estamos sugiriendo
—susurró Alanrias.
—Esto es sedición —dijo Alathenar,
poniéndose en pie—. Podría ser
ejecutado sólo por escucharos.
Eloien se levantó también.
—Sabes que tengo razón, Alathenar.
El guerrero inspiró profundamente.
—Pensaré en lo que habéis dicho.
El ronco bramido de un cuerno
tribal sonó más allá de la muralla,
resonando en las paredes del valle. Los
guerreros echaron a correr hacia los
baluartes.
—No lo pienses demasiado —le
aconsejó Eloien.

***
La tormenta había pasado y el mar ante
las puertas de Lothern volvía a estar en
calma una vez más.
Maderos aplastados y los cadáveres
aún no destrozados por los tiburones
flotaban en la superficie como tristes
recuerdos de la derrota. Apenas un
puñado de barcos elfos habían
conseguido escapar al santuario del
estrecho de Lothern, el resto no era más
que naufragio y pesar.
Los defensores de la Puerta
Esmeralda sólo pudieron ver con horror
impotente cómo la flota druchii
desembarcaba las tropas de sus galeras
supervivientes en la isla del faro
resplandeciente, cuya luz estaba
apagada y sus muros eran refugio de los
victoriosos guerreros de Naggaroth. Los
barcos águila habían destruido muchas
galeras con tropas, pero la vanguardia
de la flota druchii que regresó había
atacado sin piedad y la matanza fue
tremenda.
Ni un solo barco águila sobrevivió a
la noche y los druchii tenían ahora
control del océano ante las puertas de
Lothern. Estilizados y mortíferos barcos
cuervo patrullaban el mar alrededor de
la isla del faro, alertas a cualquier
contraataque, cuidando de permanecer
fuera del alcance de las máquinas de
guerra de la Puerta Esmeralda. Las
grandes galeras desfilaban ante la isla
en sombría procesión y miles de
guerreros con capas oscuras salían de
las bodegas con sus lanzas chispeando.
Cuando los barcos quedaban vacíos,
navegaban al extremo sur de la isla para
unirse a una creciente línea de navíos
anclados borda contra borda para
formar un gran puente entre la isla del
faro y Ulthuan. Ataron gruesas
guindalezas entre las galeras y las
anclaron a tierra en cada extremo.
En la cima destruida del faro, la
forma acorazada del Rey Brujo a lomos
de su poderoso dragón, Seraphon,
contemplaba los trabajos con sombría
satisfacción. Cientos de guerreros
atendían las fortificaciones ocupadas de
la isla y miles más desembarcaban de
las galeras preparándose para marchar
sobre Ulthuan.
El Rey Brujo sabía que atacar la Isla
Esmeralda desde el mar era casi
imposible y no serviría de nada, pero si
las fortificaciones que protegían los
flancos de la fortaleza pudieran ser
tomadas…
El gran dragón de escamas negras
saltó desde el faro destruido y extendió
sus alas de medianoche mientras se
cernía sobre la isla con un rugido de
desafío.
19

De toda la música y belleza que Caelir


podía recordar, nada se acercaba a las
de la corte de la Reina Eterna. Se
reclinó en las suaves hojas de otoño y
contempló a Lilani bailar al son de la
música y las canciones de Narentir. El
sonido de cascabeles de plata trinaba en
la distancia y una multitud se había
congregado bajo los coloridos
pabellones de seda para ver la actuación
de Lilani.
Sus movimientos eran sinuosos y
graciosos, pero Caelir vio ahora un vigor
duro y agresivo en ellos, los músculos
hinchándose y distendiéndose bajo su
brillante piel. Al principio se preguntó
por qué la suavidad había desaparecido,
pero entonces vio a una de las doncellas
de la Reina Eterna entre los
embelesados espectadores.
Como Lilani, la doncella era esbelta,
pero al contrario que la bailarina,
llevaba un ceñido peto de oro y portaba
una larga lanza. Una pluma escarlata, el
mismo color de su túnica, caía por la
parte trasera de su yelmo y un largo
arco de hueso colgaba de su hombro.
Las doncellas de la Reina Eterna no
eran simples cortesanas, sino guerreros
igual que cualquier caballero elfo con el
arco, la lanza o la espada. Elegidas entre
las mejores bailarinas, cantantes, poetas
y amantes de Ulthuan, las doncellas
eran el epítome de lo mejor de la
sociedad élfica con su maestría de las
artes cortesanas y marciales. Caelir
dirigió una mirada apreciativa a la
doncella, admirando sus largas piernas
desnudas y el físico moldeado de su
peto.
Al ver bailar a Lilani, comprendió
ahora sus motivos para venir a la corte
de la Reina Eterna y vio que no eran
muy distintos a los de Narentir.
Sonrió para sí mientras cerraba los
ojos y dejaba que las sensaciones del
bosque lo envolvieran. ¡Actuar en la
corte de la Reina Eterna! Eso era el
sueño de todos los elfos de Ulthuan.
Músicos y cantantes se entrenaban
toda la vida para ser dignos de tocar en
Avelorn, y los jóvenes de Ulthuan
soñaban con convertirse en escuderos
de la Reina Eterna, mientras que las
muchachas aspiraban a convertirse en
una de sus doncellas.
La vida en Avelorn era como vivir
en un festival eterno, decidió Caelir.
Llevaban aquí unos cuantos días y, a
cada paso, los músicos deleitaban a su
público, los bailarines danzaban en el
bosque y los poetas recitaban sus
últimas obras.
Los días y las noches eran mágicos
por igual.
Una luz espectral llenaba la corte de
noche y espíritus resplandecientes
corrían de árbol en árbol para iluminar
a la maravillosa gente del bosque que
creaba arte y belleza con cada aliento.
Pabellones de alegres colores se
levantaban al azar por todo el bosque y
todo tipo de elfos venidos de cualquier
parte de Ulthuan bailaban y reían en
los dominios de la Reina Eterna.
A su pesar, Caelir había quedado
capturado por el espíritu de Avelorn y
cayó en la fácil rutina de actor y
espectador. De día cantaba a las
crecientes multitudes de admiradores y
de noche recorría con Lilani los
senderos iluminados por la luna y
hacían el amor bajo las estrellas en un
lecho de hojas doradas.
Hasta ahora Caelir no había visto ni
rastro de la reina de Avelorn, pero
Narentir le aseguró que rara vez se
aventuraba abiertamente entre la corte
hasta que sabía a quién elegir para
acompañar a su gloriosa cabalgada por
el reino del bosque.
La urgencia que lo había impulsado
a buscar a la Reina Eterna se había
desvanecido, su angustia aliviada por la
magia sanadora de Avelorn. El
imperativo de verla despertaba
poderosamente cada amanecer,
golpeando con sus puños las murallas
de su mente, pero los bálsamos
suavizantes de la música y la luz del
bosque pronto aliviaban su ceño
fruncido y el día continuaba como el
anterior.
El sonido de los estruendosos
aplausos indicó el final del baile de
Lilani y Caelir abrió los ojos para verla
encaramada en las ramas de un árbol,
el pecho agitado y el pelo despeinado y
salvaje.
Caelir se unió a los aplausos
mientras ella hacía reverencias al
público y bajaba del árbol con una
voltereta. Los elfos congregados se
movieron rápidamente, su fugaz interés
anticipando ya las delicias que el resto
del bosque tenía que ofrecer. Narentir
fue con ellos, rodeado por un puñado
de admiradores, y Caelir sonrió para sí
mientras Lilani revoloteaba hasta
tumbarse junto a él.
—¿Has visto? —preguntó sin
aliento, abrazándose a su pecho. Su piel
dorada brillaba y él se inclinó para
besarla.
Sabía a bayas silvestres y Caelir
sintió su aliento caliente en la boca.
—Lo vi, estuviste exquisita, como
siempre.
—Mentiroso —protestó ella—. Te
quedaste dormido. Te vi.
—No, estaba despierto.
—Entonces ¿por qué no me
mirabas?
—No actuabas para mí —dijo él—.
Vi a la doncella entre el público.
—Creo que se quedó impresionada.
Tal vez le hable de mí a la Reina Eterna
—asintió Lilani, hablando
atropelladamente. Caelir sonrió ante
este inseguro e infantil aspecto de Lilani
y le resultó un cambio divertido
respecto al confiado desapego que
normalmente adoptaba.
Esa inseguridad era comprensible,
pues, como Caelir aprendía
rápidamente, el bosque de la Reina
Eterna era un hervidero de egos e
intrigas, donde todos los que actuaban
buscaban el favor de la Reina Eterna y
la posibilidad de conseguir un sitio a su
lado.
Ser elegido como escudero o como
doncella era el máximo honor
imaginable para los jóvenes de Ulthuan,
pero aquellos cuyas dotes artísticas no
impresionaban a los volubles habitantes
del bosque pronto se convertían en
objeto de ridículo.
El mismo día anterior, Caelir, Lilani
y Narentir habían visto a una pareja de
cantantes actuar en un claro. A él sus
voces le habían parecido magníficas,
capaces de llegar a la copa de los árboles
y entrelazarse como amantes mientras
las notas volvían a caer a tierra en una
lluvia de flores. Se encontró solo
aplaudiéndolos, y rápidamente se
interrumpió al sentir las miradas
reprobatorias sobre él.
Un alto noble vestido con una larga
túnica de brillante verde azulado salió
de entre el público e inclinó la cabeza
ante los cantantes.
—Enhorabuena —dijo—. La
guardiana de las almas debe de llorar al
saber que uno de los suyos ha caído de
los cielos para entretenernos con
canciones. En verdad se dice que lo que
es demasiado prosaico para ser dicho,
en cambio se canta.
La multitud se dispersó entre risas,
y Caelir vio que la luz de la alegría se
borraba de los ojos de los cantantes
ante el comentario, aunque no
comprendió por qué.
—Mi querido muchacho —le
explicó Narentir más tarde—. En
Avelorn la excelencia es lo mínimo que
se espera de quien actúa. Y aunque los
maullidos de esos dos supuestos
cantantes puede que impresionen a los
palurdos de Chrace, difícilmente tienen
el nivel que se exige aquí.
—Pero aquel noble los felicitó.
Narentir negó con la cabeza.
—Tienes que aprender que muchas
de las cosas que se les dicen a los que
actúan, aunque parezcan ser
laudatorias, ocultan pullas letales.
—No comprendo.
—Ese noble comparó su canto con
los gemidos de las banshees de Morai-
heg —dijo Lilani.
Caelir advirtió que le hablaban y
dejó de pensar en los acontecimientos
del día anterior.
—¿Puedes sentirlo? —decía Lilani
—. Está pasando algo…
Él alzó la cabeza y vio el mismo
dosel de brillantes hojas verdes y
radiante cielo de verano. En las ramas
superiores había pájaros blancos y sus
canciones llenaban el aire
agradablemente. Cerca, los actores y
cantantes sonrieron y se abrazaron, los
rostros encendidos mientras una sutil
vibración recorría el aire, dejando a su
paso una creciente expectación y
emoción.
Caelir se puso en pie cuando la
vibración lo recorrió, inexplicablemente
revitalizado por esta extraña sensación
que barría el bosque.
—¿Qué es esto? —exclamó.
Su pregunta fue respondida cuando
Narentir llegó bailando al claro y los
envolvió a ambos en un fuerte abrazo,
los ojos encendidos con lágrimas de
alegría.
—¿Lo sentís? —sollozó.
—¡Sí! —asintió Lilani.
Al ver la confusión de Caelir,
Narentir se echó a reír.
—La Reina Eterna, querido
muchacho. ¡Caminará entre nosotros al
amanecer!

***
Asperon Khitain desenvainó su espada,
una arma creada en las fraguas de Hag
Graef y templada con la sangre de sus
esclavos. Su armadura era del color del
vino tinto recién vendimiado y llevaba
el largo pelo oscuro recogido en una
cola de caballo.
Sus guerreros formaron ante él, un
centenar de encallecidos luchadores
con largas cotas de malla y petos
lacados que brillaban como las aceitosas
aguas de Clar Karond. Largas capas de
color oscuro colgaban de sus hombros,
y los pocos que no llevaban largas
lanzas de empuñadura de ébano
ayudaban a transportar las escalas.
Cuando el glorioso estandarte de la
casa Khitain fue izado, Asperon sintió
un escalofrío de expectación y se
arrodilló para coger un puñado de la
tierra sobre la que estaba de pie.
Haber cruzado el Gran Océano y
pisar una vez más Ulthuan…
Las montañas se elevaban ante él y
el sol lo bañaba todo de un cálido brillo
que hacía que la piel le picara. Recordó
la última vez que luchó en la tierra de
sus antepasados, saqueando y matando
a través de los verdes bosques de
Ulthuan, persiguiendo a la Reina Bruja
por las ardientes ruinas de su reino. La
invasión se retrasó cuando su protector
la rescató y Asperon se estremeció
cuando recordó la furia del guerrero de
armadura dorada abatiendo a docenas
de los mejores guerreros druchii en su
huida.
Un maestro así sólo aparecía una
vez en la vida, y Asperon se cortó la
palma como ofenda a Khaine,
mezclando el líquido rojo con el polvo
de Ulthuan. Se levantó y se subió a un
peñasco cercano para ver mejor los
preparativos del ataque a la Puerta
Esmeralda.
Miles de guerreros druchii habían
cruzado el gran puente de galeras desde
la isla del faro y marchaban ahora a lo
largo de los senderos que serpenteaban
por la costa. Tal vez ésta fuera en
tiempos la ruta de los constructores del
faro, muertos hacía tanto tiempo, o una
ruta olvidada de las patrullas, pero a
Asperon no le preocupaba a qué
propósito había servido. Ahora permitía
al ejército del Rey Brujo marchar hacia
las montañas y asediar los flancos de la
primera puerta del mar de Lothern.
Bosques de lanzas y azagayas
relumbraban, y Asperon vio cómo las
grandes máquinas de guerra eran
desembarcadas y llevadas a tierra por
esclavos sudorosos y esforzados. Se
estaba congregando una hueste que
barrería la Puerta Esmeralda y les
permitiría empujar a los asur a lo largo
del estrecho de Lothern.
Mientras seguía observando,
desplegaron un estandarte rojo sobre la
cima del faro capturado, y Asperon
sonrió como un lobo antes de saltar
para reunirse con sus guerreros, la señal
pasó pronto a todos los soldados del
ejército y un ansia depredadora por
matar se apoderó de Asperon.
—¡Guerreros de Naggaroth! —
exclamó, su noble voz resonando en las
montañas hasta llegar a sus soldados—.
¡Hoy bañaremos nuestras espadas en la
sangre de los asur! ¡Marcharemos hacia
su fortaleza y no nos detendremos hasta
que el estandarte de la casa Khitain
ondee sobre sus ruinas!
Un centenar de lanzas golpearon la
blanca roca de las montañas y Asperon
ocupó su lugar en las filas de guerreros.
Un gran coro de cuernos resonó y
redobló en las montañas como si fuera
la sangrienta furia del propio Khaine.
Asperon alzó la espada sobre su
cabeza.
—¡Adelante! —gritó.
Con pasos disciplinados, sus
guerreros y él empezaron a subir las
faldas de las montañas, sus zancadas
largas y seguras. El terreno era áspero,
pero mucho más fácil que el irregular
trazado de las Montañas de Hierro en
torno a Hag Graef, donde entrenaba
incansablemente a sus soldados.
Comparado con el duro clima y el
terreno donde sus soldados se
instruían, esto era fácil.
La marcha los llevó rápidamente a
las rocosas pendientes. La oscura tierra
de los amplios senderos estaba llena de
maleza y quedaba parcialmente
oscurecida, pero proporcionaba una
rápida ruta para subir por las montañas.
El ocasional aleteo de flechas les llegaba
desde arriba cuando los exploradores
embozados disparaban y provocaban
gritos de dolor.
La conmoción por la captura del
faro y la aplastante derrota de su flota
había paralizado a los asur, que se
mostraban inactivos, y los caminos a
través de las montañas estaban
escasamente defendidos. Pequeños
grupos de exploradores druchii
avanzaron y pronto la lluvia de flechas
se detuvo y se oyó el sonido de lucha en
las alturas.
Por fin pudo ver la cima del risco y
detuvo brevemente su avance en la
llanura rocosa para reorganizar las filas
que se habían dispersado durante el
ascenso. Por delante de ellos, una suave
pendiente conducía al flanco oriental
de la Puerta Esmeralda, y Asperon
sintió que la sangre le hervía en las
venas cuando vio lo que se extendía
ante él.
La idea de que el faro
resplandeciente pudiera ser capturado y
la Puerta Esmeralda atacada por los
lados nunca había entrado en los
pensamientos de sus constructores,
pues sus defensas habían sido
claramente diseñadas para enfrentarse a
un ataque frontal desde el mar.
Por lo que Asperon podía ver, la
arquitectura defensiva de los flancos de
la fortaleza consistían en poco más que
una zanja rápidamente abierta y un
torreón. Un muro de menos de cien
pasos salvaguardaba la ruta hacia la
fortaleza, pero era bajo y no estaba
protegido por torres altas.
Más guerreros druchii marcharon
hacia la fortaleza, y Asperon se echó a
reír al ver el pánico extenderse entre los
elfos del muro al aparecer semejante
hueste. Pudo saborear su pánico en el
aire y gritó:
—¡Mirad, la complacencia y la
arrogancia de los asur los convertirá en
una ruina sangrienta!
Más cuernos sonaron, el chirriante
sonido heraldo de la muerte que
causarían a sus enemigos. Asperon
volvió a abrir el corte de su palma y la
extendió para manchar con su sangre el
estandarte de su casa y ofrecer a Khaine
a aquellos que lucharían y morirían
bajo él.
Un temblor de armas al entrechocar
con los escudos resonó en las montañas
y Asperon vio la desesperación en la
muralla que tenía delante cuando
arqueros y lanceros corrieron a ocupar
las almenas.
El avance comenzó como un trote
firme, pues los druchii caminaban
velozmente con las lanzas levantadas, y
luego se convirtió en una carrera
cuando bajaron las lanzas y las filas de
ballesteros se formaron tras ellos.
Asperon pudo ver sus rostros
pálidos de temor y se relamió en él a
medida que se acercaba a la muralla. El
corazón le golpeaba en el pecho y sus
dedos se cerraron sobre la empuñadura
metálica de su arma.
Vio una espada de hoja plateada
dar la señal y una sibilante andanada
de flechas brotó de la muralla
convertida en una lluvia blanca.
—¡Escudos! —gritó Asperon, y sus
guerreros hincaron la rodilla y alzaron
el brazo izquierdo sobre sus cabezas. El
sonido del aire desplazado los envolvió
y un centenar de flechas se clavaron en
sus hombres, pero la mayoría lo hizo en
los escudos sin causar ningún daño. Los
guerreros aullaron de dolor cuando una
flecha encontraba su blanco, pero casi
todos se levantaron con rapidez, ilesos.
Aunque habían sacrificado la
velocidad para detenerse y levantar los
escudos, Asperon vio que habían
sufrido menos pérdidas que el ejército
de vanguardia, donde muchos
cadáveres druchii habían sido
aplastados por sus camaradas al ataque
en su ansia por llegar a la muralla.
El valor ciego estaba muy bien, pero
no tenía sentido si alcanzabas al
enemigo con un número insuficiente de
guerreros para vencerlos.
Una melodía de cuerdas de ballesta
llenó el aire de negros virotes y Asperon
se rio al ver a una docena de enemigos
caer en las murallas. La sangre manchó
sus blancas túnicas mientras se
desplomaban. Más virotes volaron hacia
el torreón y avanzaron hacia la zanja
que se abría ante la muralla y la puerta.
Flechas de pluma azul contraatacaron,
aunque muchas menos que antes
gracias al implacable martilleo de las
ballestas.
Una flecha atravesó el yelmo del
guerrero que tenía al lado y la sangre
manchó el rostro de Asperon cuando el
guerrero cayó. Se lamió las gotas de los
labios mientras los guerreros druchii
apoyaban sus escalas contra el muro.
Las espadas destellaron y la sangre
se derramó mientras los asur combatían
a los guerreros en lo alto de las escalas.
Los gritos y el resonar del acero
cortaron el aire y los guerreros cayeron
de los baluartes con los cráneos
hendidos o los pechos abiertos. La
muralla no era larga y Asperon detuvo
a sus guerreros mientras escrutaba su
longitud, buscando con ojo
experimentado la sección más débil de
las defensas hacia la que dirigir a sus
guerreros.
Entonces sucedió algo increíble: las
puertas del torreón se abrieron.
¿Habían alcanzado tan rápidamente
la muralla que algunos valientes
guerreros estaban ya dentro?
—¡Conmigo! —gritó, y corrió hacia
la puerta. Sus guerreros lo siguieron sin
vacilación y Asperon gritó de júbilo al
pensar que era el primer noble de
Naggaroth en plantar un estandarte en
la Puerta Esmeralda.
Su euforia se convirtió en horror
cuando vio la columna de caballeros de
altos y brillantes yelmos plateados que
salía al galope de la fortaleza. El polvo
se acumulaba tras su paso y Asperon
sintió que el terror se apoderaba de él
cuando vio al guerrero de la armadura
dorada que los dirigía. Llevaba una
espada resplandeciente, como un trozo
de sol contenido en una hoja de
rutilante acero, y montaba un corcel
blanco adornado con bardas de
brillantes escamas incrustadas de joyas.
Unas alas doradas se agitaban en su
yelmo, y aunque nunca antes había
visto a este guerrero, Asperon lo
reconoció por instinto, pues su
identidad era una maldición y el terror
de los druchii.
Tyrion, defensor de Ulthuan.
Altos estandartes blancos ondeaban
tras la caballería, y sus lanzas plateadas
bajaron al unísono cuando cargaron.
Soldados elfos armados con lanzas y
largas espadas se desplegaron tras la
caballería, lanzándose hacia las
desorganizadas filas de druchii que se
congregaban en la base de la muralla.
—¡Alto! —gritó Asperon—.
¡Formad una defensa de escudos!
Incluso mientras daba la orden,
comprendió que ya era demasiado
tarde.
Sus guerreros estaban desplegados,
desperdigados mientras corrían hacia la
puerta abierta, y eran presa fácil para
los jinetes.
Asperon cogió el escudo del
guerrero que tenía al lado y alzó su
espada mientras el resonar de los cascos
sobre la piedra los envolvía. La carga los
alcanzó con un tronar ensordecedor de
lanzas quebradas y gritos.
La sangre brotó cuando las
brillantes hojas de las lanzas
aguijonearon sus filas y la feroz espada
de Tyrion partía guerreros en dos con
mandobles dorados que se abrían paso
a través de las armaduras y quemaban
la carne. El ataque de la caballería asur
se internó entre las desordenadas filas
de los guerreros de Asperon y los
aplastó, dejando docenas de cuerpos
rotos a su paso.
Asperon se incorporó, la sangre
manando de un profundo corte en su
frente y una agonía blanca ardiendo en
el hueso roto que sobresalía de su codo.
Su escudo estaba inutilizado y oyó los
gritos de los guerreros que morían ante
el implacable ataque de los asur.
Una nota ululante resonó en una
trompeta plateada y la caballería giró
diestramente, preparándose para cargar
una vez más. El guerrero dorado a la
cabeza de los caballeros plateados lo
apuntó con su espada, y Asperon
agradeció el gesto de desafío.
Si tenía que morir hoy, ¿qué mejor
forma de poner fin a sus días que en
combate con el mismísimo Tyrion?
Un rayo de radiante fuego solar
brotó de la hoja de Tyrion y la espada
de Asperon ardió en una llamarada con
el poder del aliento de un dragón
estelar.
***
Calientes humos sulfurosos se adherían
a las paredes rocosas del pasadizo
subterráneo como cortinajes cristalinos,
y jirones de ardiente vapor escapaban
perezosamente por los respiraderos
abiertos en el suelo. Un tenue brillo
rojo, como lava enfriándose, parecía
surgir de las mismas rocas y, en los
lados, un conjunto de braseros añadía
su propio humo y calor.
El sonido de canciones lejanas
llegaba de algún lugar más abajo, y sus
cadencias musicales no se parecían a
ninguna otra cosa que se oyera en
Ulthuan. Las canciones que aquí se
cantaban eran antiguas más allá de la
comprensión, de ritmos y evocadoras
melodías desconocidas en el mundo de
arriba excepto por aquellos que se
atrevían a aventurarse bajo las
montañas de Caledor y aprendían las
canciones del despertar.
La canción de los dragones…
Las brumas se separaron como una
cortina amarilla humeante ante un
guerrero que se internó en el laberinto
de pasadizos de las montañas, las
canciones de valor y las historias de
peligro resonaban en su alma como una
voz solitaria en un templo vacío.
Era el príncipe Imrik, y de todos los
ciudadanos de las cavernas bajo las
Montañas Espinazo del Dragón nadie
tenía una fracción de la marcial nobleza
y el valor que él. Su porte era hermoso,
el largo cabello blanco recogido por
cordones de hierro, y la fuerza de su
propósito era como el calor del horno
que se agitaba bajo el pico del Yunque
de Vaul.
La sangre de Caledor
Domadragones fluía por sus venas y su
linaje era el de la casa nobiliaria más
orgullosa de Ulthuan. Se decía que en
él la fuerza de Tethlis el Matador había
renacido y que el poder de su brazo no
tenía rival, salvo quizá en el príncipe
Tyrion.
La luz roja rielaba como sangre
fresca en la armadura de Imrik, una
pieza de malla de ithilmar liviana y
flexible como la seda y sin embargo
capaz de resistir espadas y fuego. Su
capa se agitaba con el calor del pasadizo
y la viveza de su paso, pues malas
noticias habían llegado de Lothern y
todo el poder de Ulthuan estaba siendo
convocado para la guerra.
El pasadizo desembocó en una
caverna extraordinariamente profunda,
aunque era casi imposible calibrar sus
dimensiones exactas porque el humo
caliente y aromático oscurecía el fondo.
Un rumor distante, como el aliento del
mundo, vibraba en el aire con una
frecuencia que estaba más allá de la
comprensión de la mayoría de los
mortales, pero para Imrik era tan claro
como una nota producida por el gran
cuerno de dragón que llevaba al
costado.
Era el aliento de los dragones
dormidos.
Las canciones del despertar se
hicieron más fuertes cuando Imrik
entró, y su alma se encendió al ver la
multitud de formas draconianas
reunidas en torno a los ardientes
respiraderos que conducían al profundo
corazón de las montañas volcánicas.
El fuego rugía y rebullía en el aire,
sostenido por las canciones de los
magos que cantaban a los dragones
dormidos. Imrik oyó las canciones en su
corazón y echó una ojeada a la cámara
para ver si alguna de las poderosas
criaturas estaba a punto de despertar.
Pechos de músculos poderosos se
alzaban y caían al compás de los
cánticos de los magos, pero los
corazones de los dragones latían
despacio, un latido que se había vuelto
más lento cuando el corazón fundido
de las montañas se enfrió y la magia del
mundo disminuyó.
Imrik sabía que hubo una época en
que era corriente ver a los dragones
cabalgando las cálidas corrientes
térmicas que surgían de las montañas,
pero hacía años que no se daba esa
situación. En estos tiempos
amenazantes, sólo los dragones más
jóvenes despertaban, aunque incluso
ellos eran una sombra de la antigua
gloria de Caledor y sus famosos jinetes-
dragón.
Los adivinos de la corte de Lothern
sostenían que el sueño de los dragones
era indicativo de la decadencia de los
asur, pero Imrik nunca se había
rendido a tal nostalgia. Durante mucho
tiempo había estudiado las costumbres
de los dragones y ningún mortal podía
decir que conocía a esa antiquísima
especie mejor que él.
Imrik rodeó el perímetro de la
caverna, cuidando de no perturbar los
ritos y cánticos de los magos que
cantaban al fuego. Muchos de aquellos
cánticos habrían empezado hacía meses,
o incluso años, y nadie sabía mejor que
él lo peligroso que era interrumpir una
canción de dragones.
Se dirigió al centro de la caverna,
donde ardía un gran brasero con una
luz blanca y dorada. Magos de túnica
escarlata y largo cabello que caía como
cascadas de llamas desde sus cabezas
rodeaban el brasero, hablando con
voces ardientes que chisporroteaban
con un fuego igual que el que los
rodeaba.
El debate cesó cuando Imrik se
acercó, aunque pudo ver la luz dorada
de Aqshy brillando en sus ojos. Siempre
los corazones de aquellos que
estudiaban el viento del fuego eran
belicosos.
—Amigos míos —dijo Imrik—. El
Rey Fénix pide nuestra ayuda. ¿Qué
debo decirle?
—Los dragones aún duermen, mi
señor —respondió un mago conocido
como Lamellan.
—¿Cuántos hay despiertos?
—Ninguno excepto Minaithnir, mi
señor —dijo Lamellan—. Su alma arde
con fuerza y los corazones de los
dragones más jóvenes se agitan con
pensamientos de guerra, pero los
sueños de los grandes dragones son
demasiado difíciles de alcanzar.
Llamamos al calor que arde en el
corazón del mundo con canciones de
tiempos legendarios y acciones
gloriosas, pero los recuerdos son fríos,
mi señor…
—¿El fuego de los dragones ya no
existe? —preguntó Imrik—. ¿Es eso lo
que estás tratando de decir?
—No es que no exista, mi señor —
respondió Lamellan—. Pero está
profundamente enterrado. Pasarán
años antes de que las cenizas cobren
vida. Demasiado tarde para nosotros ya.
—Te equivocas —replicó Imrik,
rodeando el brasero. Sus ojos claros
reflejaban el fuego que ardía en su
corazón—. La época de gloria nunca
podrá ser olvidada, ni por los elfos ni
por los dragones. Por esos medios
despertaron de su sueño los dragones
de Caledor. Los druchii una vez más
pisan nuestra amada patria y el Rey
Fénix ha enviado misivas suplicando
nuestra ayuda. ¡Lothern está siendo
asediada y la mismísima Hechicera
Bruja lidera un ejército en la Puerta del
Águila!
—Mi señor —protestó Lamellan—,
sabes tan bien como yo que alcanzar el
corazón de estas nobles criaturas
requiere mucho tiempo y esfuerzo.
—El tiempo es algo de lo que
Ulthuan no dispone, amigo mío —
replicó Imrik—. Nuestra bella isla
habría caído en la oscuridad hace
mucho tiempo sin el poder de los
dragones. Son tan parte de Ulthuan
como los asur, y no creo que no oigan
nuestra llamada a las armas en este
tiempo de preocupación.
Pudo ver que sus palabras agitaban
la llama de Aqshy que ardía en los
corazones de los magos del fuego y
sacudían las ascuas guerreras de sus
almas para que renovaran sus esfuerzos.
—Ultiman está siendo atacada y
requiere todo el poder marcial que
pueda reunir. ¡Vamos! ¡Cantad la
canción de los antiguos días!
¡Los jinetes-dragón de antaño
deben surcar los cielos de nuevo!
20

Las piras ardieron durante toda la


noche, iluminando la muralla blanca de
la Puerta del Águila con una luz
infernal, empapada de los aromas de la
carne quemada. Guerreros con placas
de armadura soldadas por la magia a su
carne danzaban alrededor de las
gigantescas hogueras, sacudiendo sus
cuerpos chamuscados como si no
fueran suyos y no pudieran dominarlos.
«Y tal vez no lo son», pensó Issyk
Kul mientras contemplaba las sensuales
danzas y los orgiásticos festines. Los
locos con trajes de piel se movían al
compás de los tambores, y los cánticos
en alabanza de Shornaal se elevaban
con las chispas escupidas por las
hogueras.
Su propio cuerpo estaba cubierto de
sangre de su última muerte, y la
exquisita sensación que había obtenido
con su última violación había sido
sublime. Los elfos de Ulthuan eran muy
superiores a los pobres especímenes que
habitaban en los fríos páramos del
lejano norte. Para aquellos
acostumbrados a una vida de miseria y
penalidades, la tortura significaba poco,
pero para las almas sensibles criadas en
una tierra de abundancia que nunca
habían conocido la brutalidad de la
vida más allá de su mimada existencia,
era una pesadilla que multiplicaba por
diez, el placer de Kul.
Los defensores de la muralla aún
resistían, aunque sabía que sólo era
cuestión de tiempo que se vinieran
abajo. Y cuando llegara ese momento,
él y lo que quedaba de sus seguidores se
cebarían en los restan tes y convertirían
esta isla en una ruina ensangrentada.
Se dio media vuelta y se abrió paso
a través del campamento para dirigirse
a las ordenadas líneas del campamento
druchii, negando con la cabeza ante un
orden tan rígido y forzado. El
campamento de sus guerreros era un
paisaje roto y desordenado, salpicado
de montones de armas inservibles,
excrementos y cuerpos muertos o
insensibles. El orden era anatema para
Kul, y permitía y animaba a sus
guerreros para que dieran rienda suelta
a todos sus sórdidos deseos mientras
fueran capaces de luchar al amanecer.
Una sangrienta procesión de
fanáticos cantores, encadenados entre sí
por garfios que perforaban la carne de
sus brazos, bailaba a su alrededor. Kul
reconoció su devoción al Príncipe
Oscuro recogiendo las cadenas que los
sujetaban y sacudiéndolas salvajemente,
desgajando los ganchos de hierro de sus
cuerpos y arrancando alaridos de placer
y sangre de sus labios.
Kul soltó las cadenas y dejó atrás a
sus lacerados seguidores mientras se
acercaba a los centinelas druchii.
Morathi mantenía a sus seguidores
cuidadosamente segregados de los de
Kul, para evitar que todo el ejército se
convirtiera en una masa sangrienta de
perversión y masacre.
Los guardias lo reconocieron y se
hicieron a un lado para dejarlo pasar, y
Kul pudo saborear el miedo que les
provocaba. Mezclado con ese miedo
había una colosal arrogancia y
condescendencia, pues éstos eran
guerreros de una rara que miraba a la
humanidad desde la perspectiva de
aquellos que casi habían tenido el
mundo en su poder.
Resistió el deseo de desenvainar la
espada y abatirlos por tal presunción e
ingenuidad. La evidencia de su
necedad era clara, pues ¿no rebosaba la
superficie del mundo de los gusanos de
la humanidad? Esa arrogancia se
antojaba equivocada cuando estabas
forzado a vivir en el lugar más frío e
inhóspito imaginable.
Por todas partes en el campamento
druchii pudo ver las ordenadas filas de
frágiles tiendas que no durarían una
noche en la estepa, y que sin embargo
consideraban adecuadas para esta
campaña.
Los guerreros druchii se
congregaban en torno a las hogueras y
el ruido de las conversaciones en voz
baja zumbaba en sus oídos como un
insecto atrapado en una botella. Sólo
recientemente habían llegado guerreras
que Kul consideró iguales a Morathi,
una tropa de elfas de largos miembros
ataviadas de brillante cuero y placas de
armadura flexibles. De cabellos salvajes
y suntuosos, las creyó bailarinas o
cortesanas hasta que las vio matar a
prisioneros armados en combates
rituales de espectacular violencia.
Estas mismas mujeres guerrero
montaban ahora guardia alrededor de
la tienda de Morathi, un monstruoso
pabellón de seda púrpura y dorada que
se hinchaba como si respirase. Un trío
de las maníacas elfas caminaba ante la
entrada del pabellón, olisqueando la
sangre que se secaba en su piel.
Cuando se acercó, dos se situaron a
los lados mientras una se plantaba
desafiante ante él. Las dos lo rodearon,
moviéndose despacio pero con exquisita
gracia mientras pasaban los dedos por
sus duros músculos y frotaban con la
yema de los dedos la sangre de su
carne.
—¿Vais a quitaros de en medio? —
le dijo Kul a la elfa que tenía delante.
—Tal vez —respondió ella
mostrando los dientes, y Kul combatió
el deseo por estrellar un puño contra su
mandíbula—. Tal vez exijamos un
precio por tu paso.
—¿Qué precio?
La elfa pensó un momento.
—Envíanos a diez de tus mejores
guerreros —dijo.
—¿Para qué?
—Para que podamos matarlos, por
supuesto.
—¿Y por qué iba a hacer yo una
cosa así?
—Serán honrados con muertes
sangrientas —dijo la elfa—. Y nos
complacería.
Kul asintió, pues sabía que no se
trataba de ninguna negociación, sino
simplemente de un precio que pagar.
—Os los enviaré por la mañana.
Matadlos y entregadme sus corazones
cuando hayáis terminado.
—Muy bien —asintió la elfa—.
Cuando tengamos su sangre, tú podrás
tener sus corazones.
Sin que pareciera moverse, la elfa se
hizo a un lado y las tres se inclinaron de
forma extravagante ante él. Su asunto
con Kul había terminado y él ignoró sus
burlonas reverencias mientras entraba
en la tienda de Morathi.
Dentro, el lujo de la morada de la
Hechicera Bruja había sido
transportado desde Naggaroth y vuelto
a levantar aquí. Cubrecamas de
terciopelo colgaban sobre una otomana
de ébano y bustos tallados, sin duda
considerados exquisitos, se alzaban
sobre pedestales de mármol negro. Más
elfas locas rodeaban el perímetro de la
tienda, afilando cuchillos, jugueteando
con trofeos ensangrentados o sorbiendo
copas de un líquido rubí.
Un brocado de oro colgaba del
techo y un fuego suave ardía en el
centro del pabellón.
Un gran caldero negro de hierro
colgaba sobre el fuego, y el hedor
metálico de la sangre brotaba del
humeante líquido rojo que lo llenaba
hasta el borde.
Mientras Kul miraba, una fina
mano emergió del borboteante caldero,
pálida y tan inmaculada como mármol
virgen. Siguieron los brazos, esculpidos
y suaves, y Kul sintió que se excitaba
ante la visión de este parto sangriento.
Una melena de negro cabello teñida
de rojo por la sangre surgió del caldero,
y un par de grandes ojos lloraron
lágrimas rojas cuando la Hechicera
Bruja emergió y alzó la cabeza. La
sangre del caldero siseó mientras
Morathi dejaba que empapara sus
pechos, caderas y muslos. Su carne era
blanca y renovada, y gruesas vetas rojas
corrían por su cuerpo desnudo y
marfileño.
Despojada de atavíos, Morathi era
el ser más deseable que Kul había visto
jamás, una sirena de muerte y placer
que ordenaba devoción en todas las
cosas. Su carne brillaba de vigor con
una juventud que era completamente
imposible para alguien de edad tan
inimaginable.
Ni siquiera los chamanes más
poderosos que Kul había matado
habían mostrado una devoción tan
carnal hacia Shornaal, y anheló poder
arrancarla del caldero y violarla de
todas las maneras posibles.
Contuvo sus rabiosos impulsos,
sabiendo que éste no era el momento
para tal pérdida de control. Las
protectoras elfas lo harían pedazos antes
de que pudiera alcanzar a Morathi, y no
tenía ningún deseo de terminar sus días
como alimento para sus sacrificios
rituales.
El cualquier caso, la Hechicera
Bruja tenía planes de más envergadura
que los simples placeres de la carne,
planes que arrastrarían al mundo a
través de las puertas del infierno y
liberarían el reino de los Dioses Oscuros
sobre su superficie.
Contener los deseos era doloroso
para un devoto de Shornaal, y mientras
veía el conocimiento de esta frustración
en los ojos de ella, Kul sintió que la
rabia asesina se alzaba en él una vez
más. Cerró los ojos y recitó los seis
nombres secretos de su patrón,
agarrando la empuñadura de su espada
y concentrándose en el dolor mientras
las hojas y pinchos se clavaban en su
palma.
Cuando volvió a abrirlos, Morathi
estaba reclinada en una otomana,
vestida con una túnica carmesí, su fino
tejido manchado ya con la sangre de
sus miembros. Una de las elfas trenzaba
su cabello ensangrentado, tirando de las
hebras empapadas para convertirlas en
largas crestas.
—Tu mensajero dijo que tenías
noticias —dijo Issyk Kul.
Morathi volvió los ojos hacia él y
asintió lentamente.
—Mi hijo combate contra los asur
en Lothern. Sus guerreros asedian la
Puerta Esmeralda.
—Entonces debemos apresurarnos
en tomar esta fortaleza —dijo Kul.
—¿Debemos? —preguntó Morathi
con voz suave y seductora, como la de
una doncella joven—. Pero parece que
a tus guerreros les gusta mucho luchar.
—Desean la oportunidad de luchar
y sentir la bendición del dolor —
reconoció Kul—. Pero desean más la
victoria. Necesito saber cuándo irán tus
guerreros al campo de batalla.
Morathi sonrió y negó con la
cabeza.
—Mis guerreros lucharán muy
pronto —prometió la Hechicera Bruja
—. Cuando este sucio asedio se acabe,
dejaré las batallas de poca monta a tus
tribus del norte.
—La victoria sería más rápida si
enviaras guerreros a la lucha —señaló
Issyk Kul—. Dijiste que el tiempo era
esencial.
—Y así es, mi querido Kul —asistió
Morathi, alzándose de la otomana para
plantarse ante él—. Pero las batallas sin
elegancia no cuadran con nuestras
sensibilidades. Sabías que el precio de
permitir que te unieras a mí era la
sangre de tus guerreros. Confía en mí.
Cuando la Puerta del Águila sea
nuestra y Ulthuan quede a nuestra
merced, recibirás todo lo que deseas.
—¿Todo?
—Todo —repitió Morathi,
permitiendo que su túnica se abriera y
revelara un resquicio de piel virgen.
Kul se pasó la lengua por los labios
al imaginar las recompensas del éxito.
Había más en juego que conseguir
simplemente la promesa de destrozar la
carne de Morathi: conseguir lo que
aquel débil necio, Archaon, no había
logrado.
—¿Cuándo atacarán tus guerreros la
muralla? —preguntó Morathi.
—Pronto. Tu raza es una fuerza
agotada, inútil en el mundo —dijo él,
disfrutando del destello de ira que vio
en sus ojos—. Incluso en el remoto
norte, este hecho es comprendido.
Puedo perder guerreros a centenares,
pero cada enemigo que cae en batalla es
una pérdida irreemplazable. Los
derrotaremos. Pues mis guerreros no
temen al dolor ni a la muerte. Ellos sí.
—Entonces asegúrate de darles lo
que temen —dijo Morathi. Kul sonrió
mostrando sus dientes afilados.
—No lo dudes.
***
Caelir no había dormido nada, ni al
parecer lo había hecho ningún otro
habitante de Avelorn. La noticia de que
la Reina Eterna pasearía por el bosque
había desterrado todo pensamiento de
descanso, impartiendo una energía
mágica en los elfos que habían venido a
rendir homenaje y esperaban
convertirse en parte de su corte.
Aunque nadie los había visto llegar,
nuevos pabellones con una cualidad
etérea de sencillez habían aparecido en
medio del bosque, pabellones que no
necesitaban cuerdas ni palos para
sujetarlos y eran mantenidos en alto por
los suaves vientos que soplaban a su
alrededor.
Había luces parpadeando alrededor
de los pabellones, y doncellas elfas de
armaduras doradas los rodeaban,
aunque la presencia de esas guerreras
no afectaba a la paz y tranquilidad de la
escena.
Lilani lo cogió de la mano y
Narentir se situó tras ellos con un brazo
paternal sobre sus hombros. Ninguno
de los dos podía borrar la alegría del
rostro, y Caelir sospechaba que su cara
mostraba una sonrisa similar. En todos
los elfos congregados, más de un
centenar según calculó Caelir, pudo ver
el mismo amor desencadenado y la
misma radiante tranquilidad que le
hacía sentirse orgulloso de ser parte de
esta reunión.
Su mente era un loco remolino de
pensamientos y emociones, una mezcla
de ideas que pugnaban por la
supremacía de su conciencia. Iba a ver a
la Reina Eterna, la mujer más hermosa
del mundo, y su memoria sería
restaurada. Tocaría para ella, ¿y quién
sabía qué podría suceder tras su
actuación?
Caelir se había vestido con las ropas
que le había prestado Narentir, una
elegante túnica de seda y satén fina y
liviana, pero que se pegaba cálidamente
a su piel. Llevaba el arpa que le había
dado tanta fama en el bosque y un
cinturón negro del que colgaba la daga
que portaba desde el día que apareció
en la playa de Yvresse, parecía que
tanto tiempo atrás.
Habían sucedido muchas cosas
desde entonces, y aunque sabía que
gran parte había sido terrible, la magia
de Avelorn impedía que el verdadero
horror calara en sus pensamientos,
como si el bosque no pudiera soportar
la idea de la angustia de sus habitantes.
Tenuemente recordó que semejante
negación no era buena, pero descartó
aquellos ominosos pensamientos
cuando un pálido nimbo de luz brotó
en el interior del pabellón de la reina.
—Ahí viene… —jadeó Narentir, y
Caelir sintió que la mano que tenía
sobre su hombro se tensaba.
Caelir agarró el arpa y anheló tocar
en sus cuerdas una tonada de
bienvenida, pero se contuvo, sintiendo
que estropear el momento con sus
egoístas deseos sería burdo y
desagradable.
La piel de la tienda de la Reina
Eterna se abrió y una luz brillante,
como la luz del sol sobre los campos
dorados, brotó del interior. Entre el
maravilloso halo de deslumbrante brillo
emergió la gobernadora de Avelorn, la
elfa más hermosa de la creación y la
más maravillosa dueña de Ulthuan.
Los elfos reunidos cayeron de
rodillas, abrumados por el asombro y la
emoción. Lágrimas de alegría brotaron
en todos los ojos e incluso los cielos
brillaron con el reflejo de su sonrisa.
Caelir quiso unirse a ellos en su
adoración de esta hija encantada de
Isha.
En cambio, se encontró agarrando
la empuñadura de su daga.
***
El bosque de Avelorn pasaba veloz ante
ellos mientras cabalgaban hacia la corte
de la Reina Eterna. Eldain forzaba a
Irenya, clavando los talones en sus
flancos de un modo que no haría
normalmente. Se arriesgó a mirar a
Rhianna, y vio la misma expresión de
ansiedad que había visto posarse en su
rostro desde que desembarcaron en la
bifurcación del río Arduil.
Era una estupidez cabalgar a esta
velocidad a través de un bosque, pues
un momento de descuido podía costarle
caro a un jinete. Una rama baja o la
madriguera de un conejo podían ser el
final del jinete o de la montura, pero
Rhianna había insistido en que
cabalgaran de inmediato hacia lo más
profundo del bosque.
«Sálvalo a él y me salvarás a mí»,
había susurrado, repitiendo la frase que
había oído murmurar como un mantra
por primera vez a bordo del Señor de los
Dragones cuando navegaban hacia
Avelorn.
Eldain no había pasado por alto las
implicaciones de la frase, y una mano
helada se apoderó de su corazón a pesar
de la maravillosa belleza y el sol del
reino norteño de la Reina Eterna. Sabía
que las vistas y sonidos del bosque
deberían entusiasmarlo, deberían
emocionarlo con su increíble esplendor,
pero su mente giraba una y otra vez
sobre las temibles posibilidades de lo
que podría suceder.
Por mucho que le dolieran y
pesaran sobre su alma las muertes de
las que había sido testigo
recientemente, la idea de que la Reina
Eterna pudiera estar en peligro las
eclipsaba todas. Pensar que era él quien
la había puesto en peligro había
silenciado toda objeción a cabalgar
velozmente a través del bosque.
Yvraine cabalgaba junto a él,
olvidada su aversión a viajar por otro
medio que no fuera a pie, pues
compartía el temor de Rhianna de que
pudieran llegar demasiado tarde.
Eldain vio su gran espada y supo
que si Caelir se atrevía a hacer daño a la
Reina Eterna, él mismo empuñaría
alegremente la hoja que acabara con su
vida…

***
La Reina Eterna…
Las manos de Caelir empezaron a
temblar cuando la señora de Avelorn
caminó entre su pueblo. Aunque
ningún músico tocaba, el bosque
proporcionaba un acompañamiento
propio. Los pájaros trinaban, los arroyos
borboteaban y el viento suspiraba a
través de las agitadas ramas de los
árboles.
La tierra misma le daba la
bienvenida.
Tras ella venía una doncella
portando un estandarte de hojas
esmeralda arrancadas de las ramas de
los árboles y entretejidas con cabello
dorado. La luz del bosque quedaba
prendida en el estandarte, pero era una
cautiva dispuesta, y llevaba el corazón
de Avelorn en su tejido crujiente y vivo.
Nadie apartaba la mirada de la
Reina Eterna, pues ella deseaba que sus
súbditos conocieran la belleza y los
bendecía a todos con la luz sanadora de
su magia.
Sin saber cómo, Caelir comprendió
que la daga que empuñaba estaba ahora
suelta en su vaina y pudo sentir una
terrible ansia en su hoja. Deseó
extraerla. Luchó contra su maligno
contacto, apretando con fuerza la cruz
contra la pesada vaina.
«Tengo que salir de aquí», pensó a
la desesperada, pero la impresionante
majestuosidad de la Reina Eterna lo
contenía. Pudo sentir el asombro de los
que lo rodeaban, y un puñado de
rostros apartaron la mirada de la Reina
Eterna y lo miraron con hostilidad por
su falta de respeto.
—¡Caelir! —susurró Lilani—. ¿Qué
estás haciendo?
—No lo sé… —siseó él con los
dientes apretados, luchando contra la
necesidad de sacar la daga de su pesada
vaina negra. Recordó a Kyrielle
diciéndole que no le había gustado
coger el arma y a su padre diciendo que
había vertido una gran cantidad de
sangre.
La Reina Eterna se movía entre la
gente del bosque, radiante y sonriente,
extendiendo las manos aquí y allá para
tocar la frente de un elfo arrodillado.
Los artistas, cantantes, músicos, poetas,
artesanos y magos señalados rieron
cuando ella los señaló para formar parte
de su corte, y su risa fue como el repicar
de las más claras campanas doradas.
Caelir luchó por moverse, por darse
la vuelta y huir de las oscuras
emanaciones que reptaban por su brazo
desde la daga, pero sus miembros no
estaban a sus órdenes, su mano
sujetaba con fuerza la empuñadura de
metal. Más gente fue elegida, y todos se
levantaron y las doncellas de la reina los
guiaron hacia el bosque.
La Reina Eterna se acercó más y los
miembros de Caelir se estremecieron,
como si dos fuerzas opuestas libraran
una silenciosa guerra por el control de
su cuerpo.
Entonces ella se detuvo, se volvió
hacia un dotado poeta y ladeó la cabeza
como si escuchara un sonido lejano. Su
rostro se envaró y la luz del sol huyó del
cielo, y una penumbra desesperanzada
y una sensación desconocida de
amenaza descendieron sobre el bosque
en un instante.
Caelir oyó en su cabeza el rugido de
una tormenta.
Quiso gritar una advertencia.
La Reina Eterna alzó la mirada.
Sus ojos se encontraron y un
momento de horrible conocimiento
pasó entre ellos.
—Caelir… —dijo ella.
Al oír el sonido de su nombre en
sus divinos labios, las cadenas de su
memoria se soltaron y lo que estaba
encerrado corrió ahora al primer plano
de su mente.
Todo regresó.
Todo…
***
La línea de guerreros emergió del
bosque cuino si hubieran formado parte
de él hasta un momento antes. Las
lanzas se aprestaron, diez doncellas
elfas con armaduras doradas y yelmos
emplumados les cerraron el paso, y sólo
la superlativa maestría como jinete de
Eldain lo salvó de empalarse en una
línea de letales puntas de lanza.
Rhianna e Yvraine se detuvieron
con menos habilidad, pero sus caballos
las salvaron de clavarse en las hojas de
las mujeres guerrero.
—¡Por favor, tenemos que llegar a la
Reina Eterna! ¡Está en peligro! —
exclamó Eldain sin esperar a que les
preguntaran qué querían.
Una guerrera de largo pelo oscuro
bajo el yelmo alzó la lanza ante sus
palabras y se apartó de sus guerreras.
—Te equivocas —dijo—. Las
doncellas de la Reina Eterna la protegen
dentro de las fronteras de Avelorn. Está
a salvo.
—No —insistió Eldain, cabalgando
hacia la doncella. Oyó el crujido de las
cuerdas de los arcos al tensarse y supo
que estaba a un suspiro de la muerte—.
No comprendes el peligro que corre,
tenemos que llegar a su corte.
—¿A qué clase de peligro te
refieres?
Rhianna se acercó a él.
—Hay un joven elfo encantado por
la magia oscura, aunque él no lo sabe.
Intentará matar a la reina.
—¿Cuál es el nombre de ese elfo? —
preguntó la doncella. Eldain notó su
escepticismo y deseó poder penetrar su
incredulidad ante lo que sabía debía
parecer una advertencia fantasiosa.
—Caelir —dijo Eldain—. Es mi
hermano.
Una oleada de reconocimiento
recorrió a las doncellas y Eldain sintió
un temor enfermizo en la boca del
estómago.
«Caelir ya ha estado aquí…», pensó.
—Dicen la verdad —intervino
Yvraine—. Hablo como maestra de la
espada de Hoeth y emisaria de la Torre
Blanca. Tenéis que dejarnos pasar.
Los ojos de la doncella se
entornaron al mirar la espada de
Yvraine y su porte marcial y llegó a una
incómoda conclusión.
—Alguien con ese nombre está en
el bosque —dijo, antes de girar sobre
sus talones y dar breves órdenes a las
doncellas que la acompañaban. En
cuestión de segundos sus guerreras
desaparecieron en el bosque y ella se
volvió hacia Eldain—. Rápido, pues.
Seguidme.

***
Caelir lo recordó todo en el espacio de
un latido…
Los muelles de Clar Karond ardían,
las flechas mágicas que fueron regalo de
boda del padre de Rhianna
demostraron su valía cuando el fuego se
abrió paso entre los grandes montones
de madera y los barcos con ansioso
apetito. El humo se alzaba en los
astilleros entre negras columnas y los
gritos de los druchii eran música para
sus oídos.
Aedaris se comportaba con la gracia
del mismísimo Korhandir, galopando a
través de las retorcidas y tenebrosas
calles de los muelles de los druchii con
certera velocidad y pericia. Los jinetes
de Ellyrion cabalgaban en solitario o por
parejas ante él mientras escapaban, y
Caelir se rio depura alegría ante lo que
acababan de conseguir.
Eldain cabalgaba ante él, los negros
flancos de Lotharin se agitaban
mientras la poderosa montura de su
hermano ampliaba la distancia entre
ambos. Dejó atrás los almacenes en
llamas y los montones de madera
ennegrecida e inservible mientras las
lanzas intentaban alcanzarlo y los
virotes apuñalaban el aire.
Se agachó sobre el cuello de su
corcel, dejando atrás velozmente a los
sorprendidos druchii sin luchar. Por
delante, Eldain cercenó con su espada
el brazo de un guerrero que protegía la
puerta y abatió a otro antes de escapar.
Un par de druchii lo atacaron,
apuntando con sus lanzas el pecho de
su caballo, pero Caelir tiró de las
riendas y Aedaris danzó alrededor de
las embestidas. Su caballo retrocedió y
sus cascos aplastaron el pecho de su
enemigo más cercano. Caelir hendió el
cráneo de otro con un rápido golpe de
su espada.
La sangre cantaba en sus venas con
la excitación de la lucha y se volvió para
seguir cabalgando tras su hermano. Oyó
el chasquido de las ballestas y gritó de
dolor cuando un virote se hierro se le
clavó en la cadera. Más virotes surcaron
el aire, hasta alcanzar el pecho y los
flancos de Aedaris.
Cayó mientras el caballo se
desplomaba, la sangre formando
espumarajos en su boca y agitando las
patas de pura agonía. Golpeó el suelo
con fuerza y rodó, sintiendo que el
aliento escapaba de su pecho. Vio a los
druchii correr hacia él y se incorporó,
llorando lágrimas de dolor y pérdida al
ver que su amado Aedaris había
muerto.
Corrió a trompicones hacia su
hermano.
¡Eldain lo salvaría!
Más virotes cruzaron el aire y Caelir
gritó cuando otro proyectil se clavó en
su hombro. Se tambaleó, pero siguió
corriendo.
—¡Hermano! —gritó, extendiendo
la mano hacia Eldain.
Eldain lo miró y Caelir vio que su
mirada se posaba en el anillo de
compromiso que brillaba a la luz del
fuego… y vio una amargura profunda
que sacudió lo más hondo de su alma.
—Adiós, Caelir —dijo Eldain, e hizo
volverse a su caballo.
Caelir cayó de rodillas, horrorizado,
al ver que su hermano cabalgaba hacia
las montañas. El dolor de sus heridas
no era nada comparado con el dolor de
la traición que apuñalaba su corazón
con la fuerza de una lanza.
Inclinó la cabeza cuando oyó a los
druchii rodearlo, perdidas las últimas
fuerzas por el abandono de Eldain. Su
visión pasó del gris al negro y el mundo
huyó de él mientras se desplomaba.
Oscuridad.
Dolor.
Pena.
Ira.
Odio.
Luz…
Recordó largos meses de negro
horror y días más largos de frío terror.
Recordó haber sudado de agonía
cuando una figura de pesadilla con una
armadura de hierro y ardientes ojos
verdes lo miraba con mortífera
fascinación y murmuraba palabras que
no podía comprender. Una mujer
sinuosa y aterradora con pelo de cuervo
y rostro seductor trabajó en él día y
noche, sometiéndolo a degradaciones y
oscuros placeres que lo dejaron lleno de
asco y repulsión.
Una torre oscura de hierro forjado
que presidía una ciudad de asesinato y
muerte.
Los gritos de una ciudad que se
bañaba en sangre y celebraba las
prácticas más viles imaginables.
Diariamente continuaron sus
violaciones nocturnas, placenteras y
atormentadas por la debilidad de su
carne, torturas que no marcaban su
cuerpo, pero dejaban cicatrices de
pesadilla en su mente. Se sumergió cada
vez más en abismos de locura donde
ningún mortal debería ir hasta que su
cordura empezó a quebrarse y amenazó
con hacerse pedazos.
Gritó hasta quedarse ronco, olvidó
su nombre y su pasado, todo lo que lo
convertía en Caelir, hermano de Eldain
y futuro esposo de Rhianna. Su mente
se despegó de su historia y quedó
reducida a un armazón de carne y
hueso sin intelecto, razón o memoria
mientras mágicos tentáculos
serpenteaban hacia ella para plantar
una semilla.
Sólo quedaron las emociones: ira,
odio y miedo…
Y cuando de él no quedó más que
el último fragmento de su esencia, fue
recuperado, las piezas de su psique
reconstruidas lo suficiente para que
funcionara como un ser consciente. Se
resistió, reacio a enfrentarse a los
horrores que acababa de vivir, pero
sintió la caricia de la magia mientras
aquellos recuerdos de dolor, oscuridad
y manipulación se cerraban, ocultos
bajo encantamientos de tal astucia que
sólo podrían ser liberados con órdenes
secretas de magia concreta.
Temibles pesadillas lo asaltaron
mientras yacía lloroso en su celda, pero
a medida que la magia se hizo fuerte
dentro de su mente, durmió más
profundamente, perdido en el desierto
de su conciencia mientras nuevos
pensamientos y talentos —música, arte,
poesía y canción— eran sembrados en
su interior.
Seguía siendo nada más que una
masa de emoción y memoria selectiva, y
sólo cuando lo alzaron sobre un océano
embravecido en la cubierta de un barco
negro que se agitaba en medio de la
niebla los últimos jirones de intelecto y
razón regresaron a él.
Entonces cayó y un frío líquido
llenó sus pulmones cuando golpeó el
agua y se hundió bajo las olas. Se
debatió por llegar a la superficie y tosió
escupiendo una bocanada de agua
salada.
Un fragmento de madera a la deriva
flotaba junto a él y lo agarró
agradecido.
Los truenos resonaban en los
acantilados y las olas chocaban contra
las rocas y explotaban en chorros de
puro blanco. El helado mar esmeralda
corría a través de los canales entre
rocosos archipiélagos, alzándose y
cayendo con olas rematadas de espuma
que finalmente morían en las distantes
orillas de una isla cubierta de bruma…
***
Caelir dejó escapar un aullido de dolor
cuando la memoria enterrada en su
interior salió a la superficie en un
atropellado torrente dirigido a la magia
de la Reina Eterna. El tiempo se detuvo
y su concentración se redujo mientras
agarraba la empuñadura de la daga y
veía a la hermosa reina de Avelorn
extender hacia él sus brazos.
Vio la mirada suplicante en sus ojos
y lloró amargas lágrimas al verla tan
angustiada.
Su misma presencia era anatema
para la cosa que llevaba al costado, y la
pesada vaina de metal negro se
desintegró ante el poder de Isha para
deshacer los adornos del Caos.
Donde antes empuñaba un arma
envainada que no podía ser extraída,
ahora sostenía una hoja triangular de
hierro carmesí que apestaba a la sangre
de un millar de víctimas y llevaba el mal
unido a ella.
El terreno bajo sus pies se
ennegreció y los árboles que lo
rodeaban murieron en un abrir y cerrar
de ojos mientras el poder del mal los
pudría hasta la raíz. Los pájaros cayeron
muertos de los árboles y los elfos de
Avelorn chillaron al sentir la diabólica
presencia dentro de la hoja.
Caelir luchó por resistir el impulso
de alzar el arma, pero su brazo ya no
era suyo.
El arma humeó, oscuros tentáculos
de magia brotaron de la hoja mientras
el demoníaco poder de su interior
luchaba por vencer la pureza de la
Reina Eterna.
Todo alrededor de Caelir se movía
como en un sueño, con una lentitud
glacial y una terrible inevitabilidad. Un
trío de jinetes llegó al borde del claro en
torno al pabellón de la Reina Eterna y
Caelir sintió como si un puño ardiente
atenazara su corazón.
No reconoció a uno de los recién
llegados, una doncella elfa con una
gran espada a la espalda.
Pero los otros jinetes… oh, los
otros…
Rhianna.
Eldain.
Una fría ira brotó en su interior y la
daga que tenía en la mano se alimentó
de ella, cebándose en el pozo de odio
que había sido almacenado en su
interior para sostener su maldita
existencia en este reino de magia
sanadora.
Caelir oyó a alguien gritar su
nombre, el sonido apagado y lento.
Vio a Eldain, reconociéndolo ahora
como su hermano y no como un
monstruoso doble suyo.
Vio la traición que le había causado
su propia sangre y carne.
Caelir gritó mientras la humeante y
demoníaca arma se clavaba en el pecho
de la Reina Eterna.

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