Navidad Ha Sido Pospuesta

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Navidad ha sido pospuesta

Empezaba a clarear el día; el sol asomaba sus rayos con ternura y


emoción sobre las gentes que ansiosamente aguardaban aquella
mágica fecha.
Daniel, al advertir la llegada de la mañana, abandonó velozmente
su sueño y se entregó por completo a la vigilia. Sus ojos eran dos
estrellas que con fulgor transmitían toda la ilusión y energía que se
tiene en la infancia, y que algunas veces agota a los adultos. Saltó
de su cama y se puso unas pantuflas de cuadros rojos y azules que
le quedaban grandes, bajó a la cocina y buscó con agilidad el
calendario que tenían colgado junto al lava platos. Allí tomó un
marcador que él mismo había dejado sobre el comedor, que
quedaba a pocos pasos de la cocina, y tachó con una gran X la
fecha: 23 de diciembre.
A Daniel le llegó el olor a cebolla y tomate que su abuela estaba
picando para hacer un guiso con el que acompañar las arepuelas
que estaba preparando.
- Buenos días, Príncipe. ¿Cómo amaneció, mijo?
- Bien, Abuelita. Feliz porque ya casi es navidad y Papá Noel me va
a traer unas zapatillas nuevas para jugar Futbol -la abuela dio un
pequeño sobresalto y su cara se puso más seria-. Además, mi
Papito me dijo que si quería podíamos salir a ver los fuegos
artificiales y jugar en la calle.
- Ah, bueno, Mijo. Vaya y salude a su Papá y dígale que ya va a
estar el desayuno, para que se vaya a trabajar con energía.
Daniel se fue a buscar a su papá, que estaba en su habitación
terminando de vestirse; colgándose en el cuello un canguro, en el
que guardaba el dinero que conseguía trabajando.
- Buenos días, Papito. Que ya va a estar el desayuno.
Viéndolo lleno de amor, Andrés, le dio un beso y un abrazo a su hijo
y le dijo que en un momento bajaba a comer. Daniel volvió a la
cocina y le ayudó a su abuela a organizar el pequeño comedor
redondo que tenían.
Andrés se terminó de vestir y salió de la habitación. Bajando por la
escalera, se detuvo en frente de el cuarto de Daniel. Se asomó y vio
los dos pares de zapatos que su hijo tenía: Unos zapatos blancos,
que solían usarse en ocasiones más formales; y unas zapatillas
negras que Daniel usaba para todo, pero principalmente para jugar
futbol, que, por esto, estaban ajadas y rotas en las suelas, y que
habían sido “reparadas” ya varias veces por la abuela, quien con
hilo les cocía las rasgaduras más leves y con cartón tapaba los
rotos más graves. Andrés se sintió mal, pues su hijo en una carta
dirigida a Papá Noel, pidió de regalo unas nuevas zapatillas para
poder jugar más cómodo, porque a veces le dolían los pies y eso
empeoraba su desempeño como jugador; y, Andrés, había sido
despedido, hacía dos meses, de la construcción en la que trabajaba
como albañil, por lo que, al no encontrar trabajo y no haber
estudiado nada en su vida, tomó la decisión de volverse vendedor
de todo tipo de productos, como dulces y pasabocas, en buses y
semáforos, probando semana a semana qué producto le daba
mejor resultado, mientras encontraba otro trabajo en alguna
construcción. Entonces estaba en una situación no muy cómoda
económicamente, como para darle fácilmente las zapatillas nuevas
que su hijo quería.
Lleno de impotencia, dolor y tristeza, continuó bajando por las
escaleras hasta llegar al pequeño comedor, en donde Daniel ya se
había sentado y la abuela estaba terminando de pasar el chocolate
que tomarían en el desayuno.
- Mijo, Andresito, coma antes de que se le enfríe.
- Sí, señora. Ya casi son las siete, me toca salir rápido para que me
rinda el día.
- Papito ¿yo te podría acompañar a trabajar hoy?
- No, señor. Estar vendiendo en la calle es pesado y toca hasta
tarde. Además, van a pensar que lo llevo para dar lástima y a mí no
me gusta eso. Mejor se queda en la casa acompañando a la
abuelita, y si quiere más tarde se va a jugar futbol. Eso sí, no se
queda hasta muy tarde porque le puede pasar algo y yo llego hasta
la noche.
- Bueno, sí, señor. Tranquilo papito que yo no me quedo hasta tarde
porque ya se me cansan mucho los pies y quiero guardar energía
para que mañana juguemos juntos.
A Andrés se le hizo un nudo en la garganta y no podía pasar la
comida que tenía en la boca. Con esfuerzo y chocolate, pudo
terminar de comer. Se levantó de la mesa, se puso una gorra, tomó
la caja de dulces y gomitas, se despidió de su familia y salió hacia la
calle. Su casa estaba en una loma, entonces, empezó a bajar por
las cuadras, viendo las casas y los parques. Las casas eran muy
parecidas, hechas de ladrillo y cemento, por lo regular sin pintar por
fuera, aunque había algunas que habían sido decoradas con luces y
adornitos navideños baratos.
Pronto, Andrés llegó a la parada de buses, dispuesto a empezar su
día de trabajo. Había analizado, y vender dulces en buses le
resultaba mucho mejor que en los semáforos. Así que paro uno de
los buses azules que venían bajando. El conductor, al detenerse y
verlo de arriba abajo, se molestó al advertir que era otro de los
tantos vendedores que últimamente, a falta de otro oficio,
atiborraban la ciudad.
- Buenos días, jefe. ¿Me permite subir a vender?
- Hágale, hermano -refunfuñó de mala gana el conductor-.
Andrés se trepó por encima de la registradora, se acomodó y
empezó a hablar:
-Buenos días, amigos. El día de hoy les vengo ofreciendo éstas
deliciosas gomitas marca x, para que alegren el viaje. Vienen en
cinco diferentes sabores y su valor es de tan solo doscientos pesos
la unidad, o tres en quinientos. No siendo más, voy a pasar por sus
puestos y si gustan me hacen la compra. Que tengan buen día y
que lleguen bien a sus destinos.
El bus estaba levemente lleno, probablemente de personas que se
dirigían al trabajo. Andrés empezó a pasar entre las personas,
logrando vender unos cuantos dulces. Se fue a la parte de atrás,
timbró, el bus se detuvo, se despidió dando las gracias y se bajó.
Este fue el primero de los tantos buses a los que se subiría a
vender, yendo de aquí para allá por toda la ciudad, los cuales eran
muchos, pues a Andrés no le gustaba echar cuento cuando vendía,
sabía lo molesto que era escuchar todas las historias trágicas de
enfermedades, abandonos y problemas que a diario son contadas y
que, lastimeramente, consiguen unas cuantas monedas de más, o
con suerte algún billete que con pesar da algún pasajero. Por esto
solía ser más breve en sus subidas y bajadas.
Así estuvo trabajando hasta la una de la tarde. Se bajó de un bus y
se dio cuenta de que ya tenía hambre. Aprovechó que estaba en un
barrio al sur de la ciudad para comprarse uno de esos almuerzos
baratos que venden en los restaurantes de corrientazo. Sacó el
dinero y lo contó; le alcanzaba para pedir un plato completo, con
todo y sopa. Cuando estaba comiendo, disfrutó sin medida de la
sopa de arroz que le sirvieron y de las lentejas con papas fritas y
carne de cerdo asada que había pedido, pues esa sería su comida
hasta que llegara, a las diez u once de la noche, a su casa, a comer
lo que su mamá le hubiera hecho de cenar.
No se demoró mucho tiempo en terminar, pues no tenía tiempo que
perder y aún había que seguir trabajando. Pero cuando fue a pagar,
miró nuevamente el dinero que tenía: Eran 19.400; el almuerzo
valía 10.000, o sea que gastaría la mitad. No era tan grave, pues
aún faltaba buena parte del día, pero vio el suelo y un sentimiento
de culpa lo llenó: Recordó el regalo que su hijo había pedido de
navidad. Solo tenía ese día para conseguir el dinero y comprar las
zapatillas, pues al día siguiente no tenía planeado trabajar, o no
hasta muy tarde, ya que quería pasar la mayor cantidad del tiempo
con su hijo. Y aún tenía que conseguir dinero también para la
comida del próximo día, que quería que fuera una buena y saciante
cena. Todo esto le atravesó la cabeza y le hacía doler
profundamente, pero ya había comido y tocaba pagar.
Pagó y salió del local.
Aún le quedaban unos cuantos dulces por vender, pero pronto
tendría que comprar una nueva caja. Se lamentaba de no haber
estudiado en la universidad, pensaba que de haberlo hecho su vida
sería diferente, mejor. Aunque intentaba no recriminarse mucho,
porque, en su momento, vivía solo con su madre y el esfuerzo que
hubieran tenido que hacer era titánico. Así que optó por empezar a
trabajar en construcciones y todo tipo de actividades que pudiera. Al
tiempo se enamoró de una joven, nueva en el barrio, con la que
tendría furtivas aventuras que le alivianaban el día a día, hasta que
ella quedó embarazada. Ella tenía mucho miedo y no lo quería
tener, pero abortarlo era poco seguro y costoso, así que lo tuvieron
igual. Después de dos meses de nacido el niño, Lorena, la madre,
le dijo a Andrés que se quedara con Daniel, que ella se iría a
trabajar a Funza, en un negocio de un tío, que además le daría
hospedaje, porque el viaje saldría muy caro, y que se verían cada
quince días y pasados otros dos meses ella volvía. Andrés aceptó.
Mas, Lorena no contestaba las llamadas, no tenía noticia de ella, de
hecho, no apareció a los quince días, ni al mes, ni a los dos meses,
ni nunca. De esto hace ya nueve años, y Andrés, con treinta,
recordaba con tristeza el abandono, y cómo había tenido que sacar
adelante a su mamá y a su hijo por sí solo. Todo esto lo había
convertido en un hombre serio y con una mirada que de vez en
cuando se notaba perdida. A saber, qué pensará cotidianamente. Ni
él lo sabe a ciencia cierta. Lo único que le hacía vibrar el corazón
era su hijo Daniel y ver películas ochenteras en su, no muy grande,
televisor.
Continuó subiendo y vendiendo dulces, alegrándose cuando
lograba vender más de cinco, pero siempre contando con
preocupación las monedas obtenidas. Tenía el tiempo en contra y
eso le pesaba.
Pasado todo un día, a las nueve y veinte de la noche, Andrés, se
sentía muy agotado y quiso entonces regresar a casa.
Profundamente derrotado, pues había hecho en todo el día 52.200,
no lo suficiente para los gastos que representaba navidad. En el
camino estuvo meditando y pensó en que debía salir a trabajar al
día siguiente para completar el dinero suficiente. Pero no había
nada seguro y no quería perderse del día con Daniel.
En el camino, llegando a casa, en un semáforo, vio a un hombre
vestido de Papá Noel, quitándose su traje, seguramente se retiraba
también para su casa. Entonces, Andrés, tuvo una idea para poder
trabajar al día siguiente sin tener que perderse la navidad con su
hijo.
Al llegar a casa, Daniel estaba durmiendo, había estado jugando
futbol toda la tarde y apenas se sentía su leve respirar nocturno.
Andrés saludó a la abuela, quien lo estaba esperando con unos
huevos y aguapanela para la cena. Cuando ya todos estaban
dormidos, Andrés, tomó una hoja de papel y un esfero, y empezó a
escribir una carta:
Navidad ha sido pospuesta.
Queridos niños y niñas, desde mi taller de juguetes en el polo norte, les
tenemos una noticia que dar: Hemos tenido un problema con las máquinas
con las que hacemos los juguetes. Y la producción se vio interrumpida, así
que no hemos logrado alcanzar la meta mínima para cubrir todo el planeta
tierra. Pronto arreglaremos las maquinas, pero, de igual manera, será
insuficiente para la media noche. Es por eso que decidimos posponer la
navidad un día. Así que el 25 de diciembre estarán sus regalos y podrán
celebrar la navidad. Muchas gracias a todos y feliz navidad.
Hohoho.
Firma: Papá Noel.
Esta fue la gran idea que se le había ocurrido para trabajar todo el
día siguiente y comprarle las zapatillas a su hijo. Contento por su
astucia, Andrés se fue a dormir, motivado para trabajar el próximo
día.
Nuevamente la mañana se levantaba efusiva sobre la tierra. O, al
menos, así lo percibía Daniel, quien se levantó emocionado de su
cama, se puso sus pantuflas de cuadros y bajó corriendo a la cocina
a marcar el tan anhelado día. Llegó a la cocina, saludó a su abuela,
tomó el marcador y tacho, nuevamente, una gran x sobre la fecha:
24 de diciembre.
- Danielito, Mijo, vaya y dígale a su papá que ya está el desayuno.
Daniel subió velozmente al cuarto de su papá, quien se estaba
poniendo un buso.
- Buenos días, Daniel. ¿Cómo amaneciste, hijo? -Andrés tenía aún
el sabor de su ingenio presente y le sonrió a Daniel pícaramente.
- Bien, Papito. Que ya está el desayuno listo.
- Bueno, ya bajo.
Y Daniel bajó corriendo a ayudar a su abuela a organizar el redondo
comedor.
Al poco tiempo, Andrés bajó por la escalera, vio de reojo el cuarto
de su hijo, esta vez no se sintió tan mal al posar sus ojos sobre los
zapatos de Daniel. Llegó a la cocina, pero no se sentó en el
comedor; se detuvo en el umbral que daba hacía la pequeña sala
que tenían y se fijó en un rectángulo blanco que había sobre la
ventana, al lado de la puerta. Haciendo gala de unos dotes de
actuación salidos de no se sabe dónde, puso cara de extrañeza,
caminó hacía lo que ahora se daba cuenta era una hoja de papel
doblada y la llevó a al comedor. Cuando se sentó, hizo ademan de
revisarla, sin abrirla, y preguntó:
- Y ¿esto qué es? Haber, dice: “desde el polo norte”.
Con emoción, Daniel miró a su padre y le pidió que le diera la carta,
que él la quería leer. Andrés, tiernamente, se la entregó y empezó a
comer, mirando expectante a su hijo mientras desdoblaba la hoja y
comenzaba la lectura.
Los ojos de Daniel, con maravilla y confusión, pasaron inquisidores
y curiosos sobre las líneas. Su lectura era torpe y no muy fluida,
pero bastante dedicada. Al acabar aquel pequeño párrafo, según
traído desde el polo norte, Daniel sonrió y le contó a su padre el
contenido de aquella formal y mágica carta; a Andrés le resultó aún
mejor su plan, pues el hecho de que la carta fuera proveniente de
un mundo que se consideraba mágico, y del que a veces se duda
de su veracidad, le confirmaba a Daniel sus fantasías y ensueños,
que, con fe, creía y deseaba que sucedieran.
Daniel acató digna y alegremente el mensaje de la carta: esperar un
día más para celebrar la navidad.
Contento, Andrés terminó su comida, se puso su gorra, tomó su
caja de dulces, se despidió de su familia y salió a trabajar.
Pasadas unas horas de haber salido de su casa, Andrés, quien se
mantenía motivado por su audacia, subía y bajaba alegremente de
los buses. Contando monedas y algunas raras veces billetes.
Llegaron así las dos de la tarde y, Andrés, se encontraba
hambriento, pero esta vez, resuelto en brindar una buena navidad,
decidió no almorzar, se compró una empanada, de dudosa calidad,
y con esto tomaría fuerza para continuar su empresa.
Al llegar las diez y veinte de la noche, Andrés estaba
profundamente agotado y hambriento, pero con una sensación de
triunfo encima, resolvió regresar por fin a casa. Se sentía como
Rocky en el último round de una pelea ardua, pero que había
sabido dominar, entró a una estación y tomó uno de esos grandes
buses rojos para ir a su casa, en el cual iban apenas siete personas
mal contadas; se recostó en una de las sillas que había libre y poco
a poco se fue adormilando. Sus parpados, rendidos, caían pesados
sobre sus ojos. Luchó como pudo contra el sueño, mas sus fuerzas
habían aminorado por la dura batalla del día y acabó durmiéndose.
Pasado un buen rato, Andrés dio un respingo en la silla y vio por la
ventana, intentando reconocer en qué lugar estaba, esperando no
muy lejos de la estación en la que debía bajarse para llegar a su
casa. Afortunadamente, aún le faltaba un pequeño tramo. Tranquilo,
se acomodó nuevamente en el respaldar de la silla, y, sin dormir,
aunque un poco somnoliento, continuó su viaje, contento todavía de
su magna inteligencia, que por los pelos le había salvado de una
mala navidad. Obnubilado, Andrés pensaba en que, en el próximo
año, debía ser más responsable, e intentar guardar dinero para
evitar tener que hacer uso de una jugada como aquella.
En ese extraño estado en el que, aún habiendo estado muy
agotados, nos sentimos como con la energía como para correr los
últimos metros de un maratón, Andrés, advirtió su parada, se
levantó de su asiento y justo después de haberse bajado del bus,
notó que el canguro que usaba para guardar el dinero ya no estaba.
En ningún momento sintió que le faltaba, ni tampoco ningún tipo de
forcejeó. No podía ser, no podía ser. Era completamente irreal. Miró
por la ventana del bus y tampoco vio allí su canguro. Desesperado,
al borde de la crisis y el colapso, Andrés recordó una historia que su
abuela le había contado: Estaba ella en la calle, comprando comida
para los desayunos y cenas, con el dinero que Andrés le daba,
entones vio a un muchacho, como cualquiera del barrio, vestido con
pantalones anchos, una camiseta que le quedaba grande y un
canguro colgado al cuello. De repente, pasó una moto con dos
muchachos arriba, disminuyeron la velocidad, y al pasar al lado del
joven, sacaron unas tijeras grandes con las que cortaron la correa
del canguro, aceleraron, se fueron. Pensó entonces que esto había
ocurrido, le habían cortado la correa del canguro. Pero se
sorprendió hallarse aliviado con la respuesta, y, nuevamente, se vio
asaltado por una serie de sentimientos, uno cada vez más tortuoso
y extraño que el anterior.
Por instinto empezó a caminar hacía su casa, como si un sabio
interno le dijera que ya nada había por hacer. Pero era muy pronto
para la resiliencia y la tranquilidad. Como pudo, subió por la loma,
camino a casa, que, incomprensiblemente, sentía más empinada y
difícil de andar. Vio a las gentes en las calles del barrio, gozando y
cantando canciones que sonaban a todo volumen en altavoces y
grandes parlantes.
Llegó por fin a la puerta de su casa, que estaba profundamente
oscura y más gris que de costumbre, sacó el par de llaves que tenía
en su bolsillo, siempre las guardaba allí, y empezó a girarlas.
Cuando abrió la puerta empezó a llorar, estaba completamente
acabado. Mas, al cerrar la puerta, alzó su cara, vio a Daniel, quien
estaba sentado esperando su llegada. Tenía la cara triste, como
quien se sabe en una mentira, pero aún inocente como para
entregarse del todo a la dura verdad. Ver a su padre llorando le
confundió, pero sus dudas le fueron más importantes y empezó a
hablar.
- Buenas noches -no dejó que su padre respondiera y continuó
diciendo-. Hoy en la tarde, después de almorzar, salí a la calle a
jugar futbol. Y le conté a mis amigos de la carta que recibimos esta
mañana. Ellos me dijeron que eso no era posible, que a ninguno le
había llegado nada -Andrés estaba estupefacto, lo había tomado
por sorpresa, y aún no dimensionaba el desenlace de la historia
que, con voz triste, su hijo le contaba-. Vinimos aquí a la casa y les
mostré la carta. Ellos se rieron. Dijeron que Papa Noel no existía,
que los que traen los regalos son los familiares, y que ya estaba
grandecito para creer en eso -a Daniel se le quebró la voz y por su
terso rostro caían unas liquidas perlas que a su paso dejaban atrás
la inocencia y la magia, y que, poco a poco, acompañaban la
transformación de la ilusión a la decepción, la puerta de aquello
conocido como “la realidad”.
Andrés se olvidó por un momento de su tragedia, se acerco a su
hijo, se sentó junto a él y le puso un brazo sobre los hombros.
Daniel continuó diciendo:
- Mis amigos se siguieron riendo y yo cerré la puerta. Fui a hablar
con mi abuelita y ella me explicó que no existía Papá Noel, que la
carta la habías escrito tú para poder comprarme los zapatos, porque
no te alcanzaba el dinero.
Andrés estaba sorprendido por la inteligencia de la abuela, quien
comprendió la situación cuando Andrés por la mañana le dejaba el
dinero para hacer las compras de la cena. – Sí, hijo, yo escribí la
carta, porque así podía trabajar tranquilo otro día y poder compartir
contigo sin problemas. Perdóname, Danielito. Yo no quería que tus
amigos se rieran ni que te pusieras triste. Y perdón también,
porque, cuando venía para la casa, alguien me quitó el canguro y
me robaron la plata. No le voy a poder comprar sus zapaticos
mañana. Pero yo se los compro pronto, y unos bien bonitos para
que juegue harto -Andrés hablaba con dificultad a causa de las
lágrimas. Sus ojos rojos marcaban en su rostro la pena, el pesar y
la culpa que sentía-. Perdón, en serio -Daniel adoptó una inocente
madurez y comprendió que debía apoyar a su papá, quien se sentía
peor que él.
- Papito, no se preocupe, yo ya entendí todo lo de la navidad, y le
agradezco mucho por esforzarse por mí y mi abuelita. Y tranquilo,
yo mañana le digo a mi abuelita que me arregle otra vez los
zapaticos negros. Mas bien, vamos y vemos una película juntos. No
importa, después celebramos navidad. -Daniel hizo una pausa,
pues una ocurrencia le llegó a la cabeza como la clave para alegrar
a su papá. -Además, recuerda, navidad ha sido pospuesta.
Papá he hijo se rieron con cierta tristeza, se dieron un abrazo, se
sirvieron lo que había de cenar y subieron juntos a la habitación a
ver alguna película.
Fin.

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