El Horror Del Montículo - Robert E Howard PDF

Descargar como pdf o txt
Descargar como pdf o txt
Está en la página 1de 15

https://TheVirtualLibrary.

org

El horror del montículo


Robert E. Howard
Steve Brill no creía en fantasmas ni demonios. Juan López sí. Pero ni la cautela de uno ni
el inconmovible escepticismo del otro iban a escudarles del horror que cayó sobre ellos, el
horror que los hombres habían olvidado durante más de trescientos años, la espantable
criatura monstruosamente resucitada de eras negras y perdidas.
Y, sin embargo, mientras aquella tarde Steve Brill se hallaba sentado en la algo
desvencijada escalera de su casa, sus pensamientos estaban tan lejos de amenazas
sobrenaturales como puedan llegar a estarlo los de hombre alguno. Lo que tenía en mente
era amargo, pero de orden material. Examinaba con la vista su granja y maldecía. Brill era
alto, enjuto y duro como el cordobán, un auténtico hijo de los pioneros de cuerpos férreos
que le arrancaron el oeste de Texas a la naturaleza salvaje. Tenía la piel atezada por el sol
y era fuerte como un cornilargo. Sus esbeltas piernas calzadas con botas mostraban sus
instintos de cowboy y, en esos momentos, se maldecía por haber dejado la silla de montar
de su resabiado mustang convirtiéndose en granjero. No tenía madera de granjero, admitió
con un juramento el combativo joven.
Con todo, la culpa no era del todo suya. Un invierno de lluvias abundantes, cosa tan
rara en el oeste de Texas, había prometido buenas cosechas. Pero, como de costumbre,
habían ocurrido cosas imprevistas. Un temporal tardío había destruido todos los frutos en
sazón. El cereal, que había tenido un aspecto tan prometedor, había sido hecho pedazos y
aplastado por granizadas terroríficas justo cuando empezaba a volverse de color amarillo.
Un periodo de intensa sequía, seguido de otro temporal, había acabado con el maíz.
Y luego el algodón que, de algún modo, había logrado resistirlo todo, cayó ante una
plaga de saltamontes que dejó desnudo el campo de Brill en apenas una noche. Así fue
como Brill llegó a su actual situación, sentado, jurándose que no renovaría su arriendo,
agradeciendo fervorosamente que la tierra en la que había malgastado sus sudores no fuese
suya, y que hubiese aún grandes extensiones hacia el oeste donde un hombre joven y
fuerte podía ganarse la vida cabalgando y cazando las reses a lazo.
Sentado, entregado a sus lúgubres pensamientos, Brill vio acercarse a su vecino Juan
López, un viejo y taciturno mexicano que vivía en una choza justo al otro lado de la
colina, cruzando el arroyo, y que apenas si lograba ganarse la vida. En los últimos tiempos
estaba roturando una porción de tierra en una granja adyacente y, al volver a su choza,
cruzaba una de las esquinas del prado de Brill.
Brill, distraído, le vio franquear la valla de alambre de espino y seguir el sendero que
sus viajes anteriores habían trazado entre la hierba rala y reseca. Llevaba ya un mes
entregado a su actual quehacer, derribando los retorcidos troncos de los mezquites y
cavando hasta extraer sus raíces, increíblemente largas. Brill sabía que siempre seguía el
mismo camino para volver a su hogar. Y, observándole, Brill se percató de que se desviaba
a un lado, aparentemente para evitar un pequeño montículo redondeado que se alzaba por
encima del nivel de los pastos. López dio un amplio rodeo alrededor de ese punto y Brill
recordó que el viejo mexicano siempre ponía una buena distancia entre él y el lugar. Y otra
cosa pasó por la distraída mente de Brill: que López siempre apretaba el paso cuando
cruzaba junto al montículo, y que siempre se las arreglaba para hacerlo antes de la puesta
del sol, aunque los aparceros mexicanos acostumbraban a trabajar desde la primera luz del
alba hasta el último destello del crepúsculo, especialmente en aquellos trabajos de
limpieza de terrenos, en los que cobraban por acres y no por días. A Brill se le despertó la
curiosidad.
Se puso en pie y bajó a saltos la no muy pronunciada ladera sobre la que se alzaba su
vivienda, llamando al mexicano que se alejaba con paso cansino.
–Eh, López, espera un minuto.
López se detuvo, mirando a su alrededor, y permaneció inmóvil, sin dar muestras de
interés alguno, mientras el hombre blanco se le aproximaba.
–López –dijo Brill, arrastrando las palabras–, no es que sea asunto mío, pero quería
hacerte una pregunta, ¿cómo es que siempre das tanta vuelta alrededor de ese viejo
montículo indio?
–No sabe –gruñó lacónicamente López.
–Eres un mentiroso –respondió jovialmente Brill–. Ya lo creo que sabe; hablas el inglés
igual de bien que yo. ¿Qué pasa, crees que ese montículo está encantado o algo parecido?
Brill podía hablar y leer castellano pero, como la mayoría de los anglosajones, prefería
hablar en su propia lengua. López se encogió de hombros.
–No es un buen lugar, no bueno –musitó, evitando mirar directamente a Brill a los
ojos–. Hay que dejar que las cosas escondidas descansen.
–Apuesto a que estás asustado de los fantasmas –se burló Brill–. Cuernos, si eso es un
montículo indio, los indios deben llevar tanto tiempo muertos que sus fantasmas se habrán
gastado del todo.
Brill sabía que los mexicanos analfabetos sentían una aversión supersticiosa hacia los
montículos que podían hallarse esparcidos por todo el suroeste…, reliquias de una era
perdida y olvidada, conteniendo los huesos polvorientos de los jefes y guerreros de una
raza perdida.
–Es mejor no molestar a lo que se esconde en la tierra –gruñó López.
–¡Tonterías! –repuso Brill–. Yo y unos cuantos más nos metimos en uno de esos
montículos, en la comarca de Palo Pinto, y sacamos trozos de esqueletos con algunas
cuentas y puntas de flecha de pedernal, y cosas parecidas. Conservé algunos dientes
durante algún tiempo hasta que los perdí, y nunca me persiguieron los fantasmas por eso.
–¿Indios? –resopló inesperadamente López–. ¿Quién ha hablado de indios? En esta
tierra hubo otros que no eran indios. En los viejos tiempos aquí sucedieron cosas extrañas.
He oído las historias de mi gente, transmitidas de generación en generación. Y mi gente ha
estado aquí desde mucho antes que la suya, señor Brill.
–Sí, tienes razón –admitió Steve–. Los primeros hombres blancos que llegaron a este
país fueron españoles, por supuesto. He oído decir que Coronado pasó a no mucha
distancia de aquí, y la expedición de Hernando de Estrada cruzó esta zona hace…, hace
mucho tiempo…, no sé cuánto.
–En mil quinientos cuarenta y cinco –dijo López–. Montaron su campamento aquí
donde ahora se alza su corral.
Brill se volvió para mirar el cercado de su corral, donde se alojaban una vaca macilenta,
dos caballos de tiro y su montura. –¿Cómo es que sabes tanto de eso? –preguntó lleno de
curiosidad.
–Uno de mis antepasados estuvo con Estrada –contestó López–. Un soldado, Porfirio
López, le habló a su hijo de esa expedición, y éste le habló a su hijo, y así fue pasando por
el linaje familiar hasta llegar a mí, que carezco de hijo al que contarle la historia.
–No sabía que fueras de tan buena cuna –dijo Brill–. Puede que sepas algo sobre el oro
que se suponía que Estrada ocultó en algún lugar de por aquí.
–No había oro –gruñó López–. Los soldados de Estrada no llevaban más que sus armas,
y se abrieron paso combatiendo a través de una comarca hostil…, muchos dejaron sus
huesos a lo largo del camino. Luego, muchos años después, una caravana de muías de
Santa Fe fue atacada por los comanches a pocos kilómetros de aquí y esos escondieron su
oro y escaparon; de modo que las leyendas acabaron por mezclarse. Pero ahora ni siquiera
su oro está aquí, porque los cazadores de búfalos gringos lo encontraron y cavaron hasta
dar con él.
Bill asintió, abstraído, sin apenas escuchar. No hay otra parte en todo el continente
norteamericano tan repleta de historias sobre tesoros perdidos o escondidos como el
suroeste. Riquezas incontables atravesaron las llanuras y los montes de Texas y Nuevo
México en los viejos tiempos, cuando España poseía las minas de oro y plata del Nuevo
Mundo y controlaba el rico comercio de pieles del Oeste, y los ecos de esa riqueza
perduran en las historias de tesoros ocultos. Un sueño huidizo, nacido del fracaso y la
pobreza acuciante, tomó forma en la mente de Brill.
–Bien –dijo, alzando la voz–, como de todos modos note ngo nada más que hacer, creo
que excavaré ese viejo montículo y veré lo que puedo encontrar.
El efecto de esa simple frase en López fue asombroso. Retrocedió y su rostro, tosco y
atezado, cobró el color de la ceniza; sus ojos negros relampaguearon y alzó los brazos al
cielo en un gesto de protesta.
–¡Dios, no! –gritó–. ¡No haga eso, señor Brill! Hay una maldición…, mi abuelo me lo
contó…
–¿Qué es lo que te contó? –preguntó Brill. López se sumió en un hosco mutismo.
–No puedo decirlo –murmuró–. He jurado guardar silencio. Sólo podría abrirle el
corazón a mi primogénito. Pero créame cuando le digo que más le valdría cortarse el
cuello antes que entrar en ese montículo maldito.
–Bien –dijo Brill, impacientándose ante las supersticiones mexicanas–, si es algo tan
malo, ¿por qué no me lo cuentas? Dame una razón lógica para no entrar ahí.
–¡No puedo decirlo! –exclamó desesperadamente el mexicano–. ¡La conozco!…, pero
he jurado guardar silencio sobre el Santo Crucifijo, como lo ha jurado cada hombre de mi
familia. ¡Es algo tan espantoso que hasta el hablar de ello supone arriesgarse a la
perdición! Si se lo contara, su alma quedaría destruida dentro de su cuerpo. Pero lo he
jurado…, y no tengo hijos, de modo que mis labios están sellados para siempre.
–Bueno –dijo Brill con sarcasmo–, ¿y por qué no lo escribes? López se quedó
mirándole, sobresaltado y, para sorpresa de Steve, aceptó la sugerencia.
–¡Lo haré! Alabado sea Dios por haber hecho que el buen sacerdote me enseñase a
escribir de niño. Mi juramento no decía nada de .escribir. Juré solamente no hablar. Se lo
pondré todo por escrito, si jura que no hablará de ello después y que destruirá el papel tan
pronto como lo haya leído.
–Claro –dijo Brill, para seguirle la corriente, y el viejo mexicano pareció sentirse muy
aliviado.
–¡Bueno! Iré en seguida y lo escribiré. ¡Mañana, cuando vaya a trabajar, le traeré el
papel y entonces entenderá por qué nadie debe abrir ese montículo maldito!
Y López se fue a toda prisa por el sendero que llevaba hasta su casa, sus hombros
encorvados balanceándose a causa del esfuerzo de su inusitada premura. Steve le vio
marcharse, sonrió y, encogiéndose de hombros, se dirigió hacia su casa. Luego se detuvo,
volviendo la mirada hacia el pequeño montículo redondeado con los costados cubiertos de
hierba. Debía de ser una tumba india, pensó, dada su simetría y su parecido a los demás
montículos indios que había visto. Frunció el ceño mientras intentaba imaginar la relación
que podía haber entre el misterioso otero y el marcial antepasado de Juan López.
Brill miró la distante figura del viejo mexicano. Un pequeño valle atravesado por un
arroyo medio seco, bordeado por árboles y maleza, se extendía entre los pastos de Brill y
la colina más allá de la cual se hallaba la vivienda de López. El mexicano estaba a punto
de desaparecer entre los árboles de la orilla del arroyo, cuando Brill tomó una decisión
repentina.
Subió a toda prisa la ladera y cogió un pico y una pala del cobertizo que había en la
parte trasera de su casa. El sol no se había puesto aún y Brill creía poder excavar lo
suficiente del montículo como para determinar su naturaleza antes de que oscureciese. De
lo contrario, podía trabajar a la luz de una linterna. Steve, como la mayoría de los hombres
de su clase, vivía básicamente según le dictaban sus impulsos y su afán actual era abrir ese
montículo misterioso y ver lo que ocultaba, si es que ocultaba algo. La idea del tesoro
volvió a su mente, estimulada por la actitud evasiva de López.
¿Y si, después de todo, ese saliente de hierba y tierra amarronada escondía riquezas…,
metales preciosos de minas olvidadas, o monedas acuñadas en la vieja España? ¿Acaso no
era posible que los mismos mosqueteros de Estrada hubiesen alzado ese túmulo por
encima de un tesoro que no podían llevarse, dándole la forma de un montículo indio para
engañar a los buscadores de tesoros? ¿Sabía eso el viejo López? No sería nada extraño
que, aún conociendo que allí había un tesoro, el viejo mexicano se abstuviera de buscarlo.
Dominado por lúgubres y supersticiosos temores, bien podía llevar una vida de labor
estéril antes que arriesgarse a incurrir en la ira de los fantasmas o los diablos que
estuviesen allí acechando…, pues los mexicanos dicen que el oro escondido está siempre
maldito y, seguramente, alguna maldición especial debía de cernirse sobre el montículo.
Bien, meditó Brill, los diablos de los latinos y los indios carecían de terrores con que
asustar a un anglosajón atormentado por los demonios de la sequía, las tormentas y las
malas cosechas.
Steve empezó a trabajar con la energía salvaje típica de su raza. La tarea no era fácil; el
suelo, requemado ferozmente por el sol, era duro como el hierro y estaba lleno de rocas y
guijarros. Brill sudaba abundantemente y gruñía a causa de sus esfuerzos, pero el fuego
del cazador de tesoros le dominaba. Con brusquedad, se quitó el sudor de los ojos y clavó
el pico con potentes golpes que desgarraban los terrones, convirtiéndolos en polvo.
El sol se ocultó y él siguió trabajando bajo el largo y soñoliento crepúsculo veraniego,
olvidando casi por completo el tiempo y el espacio. Al hallar rastros de carbón de leña en
el suelo, empezó a convencerse de que el montículo era una auténtica tumba india. El
antiguo pueblo que había erigido aquellos sepulcros había mantenido fuegos ardiendo
sobre ellos durante días, en algún momento de la construcción. Todos los montículos que
Steve había llegado a abrir contenían un grueso estrato de carbón de leña a escasa
distancia de la superficie. Pero los rastros de carbón de leña que estaba encontrando ahora
se hallaban esparcidos a través de todo el suelo.
Aunque su idea de un escondrijo de tesoros españoles se desvaneció, continuó
excavando. ¿Quién sabe? Quizás aquel pueblo extraño al que los hombres llamaban ahora
los Constructores de Montículos tenía sus propios secretos y los guardaba junto a sus
muertos.
De pronto, el pico de Steve resonó sobre una superficie metálica y él lanzó un grito de
júbilo. Cogió el trozo de metal y se lo acercó a los ojos, intentando distinguir mejor lo que
era mientras la luz se iba debilitando. Estaba cubierto de una sólida capa de óxido que lo
había desgastado hasta volverlo casi tan delgado como el papel, pero reconoció el objeto
como lo que era: la rueda de una espuela, inconfundiblemente española, con sus puntas
aguzadas y crueles. Y se detuvo, confundido por completo. No habían sido los españoles
los constructores del montículo, mostraba indicios inconfundibles de ser obra de
aborígenes. Y, con todo, ¿cómo había llegado aquella reliquia de los caballeros españoles a
quedar tan profundamente escondida en el suelo?
Brill meneó la cabeza y reemprendió el trabajo. Sabía que en el centro del montículo, si
éste era en realidad una tumba aborigen, hallaría una pequeña cámara construida con
piedras muy pesadas, conteniendo los huesos del jefe para quien había sido erigido el
montículo y, por encima de él, las víctimas sacrificadas. Y, bajo la creciente oscuridad,
sintió como su pico golpeaba ruidosamente sobre una superficie resistente, parecida al
granito. El examen, realizado tanto mediante el tacto como con la vista, demostró que era
un bloque sólido de piedra toscamente tallada. Formaba, indudablemente, una de las
esquinas de la cámara mortuoria. Intentar abrirla era inútil. Brill fue escarbando a su
alrededor, quitando la tierra y los guijarros de las esquinas, hasta notar que el sacarla de su
sitio no iba a requerir sino deslizar bajo el bloque la punta del pico y levantarlo haciendo
palanca.
Mas, repentinamente, se dio cuenta de que la oscuridad era ya completa. La luna nueva
recortaba tenuemente las cosas entre la penumbra. En el corral, desde donde llegaba el
tranquilizador ruido de los cansados animales masticando el grano, su mustang relinchó.
Desde las sombras oscuras del retorcido arroyuelo, un chotacabras lanzó su extraño
graznido. Brill se estiró, poniéndose en pie a regañadientes. Sería mejor conseguir una
linterna y proseguir sus exploraciones alumbrado por su luz.
Rebuscó en su bolsillo, con la vaga idea de levantar la piedra y explorar la cavidad
ayudado por cerillas. De pronto, todo su cuerpo se puso rígido. ¿Era su imaginación la que
le hacía oír aquel leve y siniestro arrastrarse que parecía venir de más allá de la piedra que
bloqueaba la entrada? ¡Serpientes! Indudablemente, en algún lugar alrededor de la base
del montículo se hallaban sus cubiles y quizás una docena de víboras cola de diamante
aguardaban, enroscadas en el interior de la caverna, a que él metiese la mano entre ellas.
Se estremeció ligeramente ante esa idea y se apartó de la excavación que había realizado.
No serviría de nada tantear a ciegas en esos cubiles. Y se dio cuenta de que durante los
últimos minutos había tenido una vaga conciencia de que un olor débil pero repulsivo
exudaba de los intersticios de la piedra que cerraba la entrada…, aunque admitió que el
olor no sugería la existencia de reptiles más de lo que podría hacerlo cualquier otro olor
amenazador. Había en él algo que recordaba a la pestilencia de los mataderos…, los gases
formados en la cámara mortuoria, sin duda, altamente peligrosos para los seres vivos.
Steve dejó su pico en el suelo y volvió a la casa, impaciente ante aquel obligado retraso.
Entró en la oscura vivienda, encendió una cerilla y encontró su linterna de queroseno
colgada de un clavo en la pared. Agitándola, se aseguró de que estaba casi llena de aceite
y la encendió. Luego volvió a marcharse, pues su impaciencia no le permitía detenerse
para comer algo. Abrir el montículo le intrigaba, como debe sucederle siempre a un
hombre imaginativo, y el descubrimiento de la espuela española había aguzado su
curiosidad.
Se apresuró a salir de casa, la linterna oscilante arrojando sombras largas y
distorsionadas que le precedían y le seguían. Rió entre dientes al ver mentalmente las
ideas y los actos de López cuando se enterase, por la mañana, de que el montículo
prohibido había sido abierto. Brill pensó que sería bueno abrirlo esa misma noche; de
haberse enterado, López podría incluso haber intentado impedirle que husmease en la
tumba.
Envuelto por el soñoliento murmullo de la noche veraniega, Brill llegó al montículo,
alzó su linterna…, y profirió un asombrado juramento. La linterna revelaba su excavación,
sus herramientas tiradas con descuido allí donde él las había dejado caer… ¡Y la negra
boca de una abertura! La gran piedra que cerraba la entrada descansaba en el fondo de la
excavación que él había hecho, como si la hubiesen arrojado despreocupadamente a un
lado. Precavidamente, introdujo la linterna en el agujero y escudriñó con la mirada la
pequeña cámara, semejante a una caverna, sin saber muy bien lo que esperaba ver. Nada
hallaron sus ojos salvo los costados de una celda larga y estrecha, tallada en la desnuda
piedra, lo bastante grande como para acoger el cuerpo de un hombre, que aparentemente
había sido construida con bloques de piedra cuadrada, toscamente labrada, unidos de
modo resistente y habilidoso.
–¡López! –exclamó Steve con furia–. ¡Sucio coyote! Seguro que ha estado viendo cómo
trabajaba…, y cuando fui a buscar la linterna, se acercó con sigilo y sacó la roca…, y
apuesto a que cogió lo que había dentro, fuese lo que fuese. ¡Yo lo arreglaré, maldito sea
su grasiento pellejo!
Con brusco ademán apagó la linterna y miró ferozmente hacia el otro extremo del
vallecito repleto de maleza. Y, al mirar, se puso rígido. En una ladera de la colina, al otro
lado de la cual se alzaba la choza de López, se movía una sombra. El delgado creciente de
la luna nueva se estaba ocultando y el juego de luz y sombras hacía difícil ver con
claridad. Pero los ojos de Steve habían sido aguzados por el sol y los vientos de las tierras
salvajes, y sabía que lo que ahora desaparecía por el otro extremo de la colina cubierta de
mesquites era alguna criatura provista de dos piernas.
–Llevándoselo a su choza –gruñó Brill–. Seguro que ha encontrado algo, de lo contrario
no correría de ese modo.
Brill tragó saliva, preguntándose la razón de que, de pronto, le hubiese dominado un
temblor tan peculiar. ¿Acaso había algo extraño en un mexicanito ladrón corriendo hacia
su casa con su botín? Brill trató de ahogar la sensación de que había algo peculiar en la
zancada de esa tenue sombra, que le había parecido moverse con una especie de furtivo
cojeo. La velocidad debía ser necesaria cuando el viejo y fornido Juan López había
decidido viajar con un paso tan extraño.
–Lo que haya encontrado es tan mío como suyo –se dijo Brill, intentando alejar de su
mente el aspecto anormal que había en la huida de la figura–. He arrendado esta tierra y he
hecho todo el trabajo de excavar. ¿Una maldición? ¡Y un cuerno! No me extraña que me
contase todas esas tonterías. Quería que dejara el lugar en paz para que pudiese cogerlo
todo él. Es raro que no lo sacara hace mucho, pero nunca se sabe con esos mexicanitos.
Brill, mientras meditaba de tal modo, bajaba a grandes zancadas por la suave ladera
cubierta de pasto que conducía hasta el lecho del arroyo. Se mezcló entre las sombras de
los árboles y los espesos matorrales y cruzó el seco cauce del arroyuelo, percibiendo
ausentemente que ni el graznido de los chotacabras ni las llamadas de las lechuzas
turbaban la oscuridad. Había un tenso sentimiento de espera en la noche que no le gustaba.
Las sombras en el cauce del arroyo parecían demasiado espesas, como si contuviesen el
aliento. Deseó por un momento no haber apagado la linterna, que seguía llevando, y se
alegró de haber cogido el pico, que su mano derecha aferraba como si fuese un hacha.
Sintió el impulso de silbar para romper el silencio y luego, con un juramento, rechazó la
idea. Con todo, se alegró una vez hubo trepado a la pequeña elevación de la orilla opuesta
y emergió a la claridad de las estrellas.
Ascendió la cuesta y luego la colina y, desde allí, bajó la vista hacia el llano cubierto de
mesquites donde se alzaba la miserable choza de López. En una ventana ardía una luz
solitaria.
–Apuesto a que está recogiendo sus cosas para largarse corriendo –gruñó Steve–. Eh,
qué…
Se apartó tambaleándose, como si hubiese recibido un golpe físico, cuando un
espantoso alarido desgarró la calma, como si se tratase de un cuchillo. Sintió el impulso de
taparse los oídos con las manos para no escuchar el horror de aquel grito, que subió
insoportablemente de tono hasta quebrarse en un aborrecible gorgoteo.
–¡Santo Dios! –Steve notó que un sudor frío le cubría todo el cuerpo–. López… o
alguien…
Mientras pronunciaba en un susurro tales palabras, corría por la ladera con toda la
rapidez que sus piernas eran capaces. Algún horror indecible estaba sucediendo en aquella
choza solitaria, pero él iba a investigar de qué se trataba aunque ello le supusiese
enfrentarse con el diablo en persona. Mientras corría, apretó con más fuerza el mango del
pico. Vagabundos asesinando al viejo López para apoderarse de lo que él se había llevado
del montículo, pensó Steve, y olvidó su ira. Las cosas se pondrían feas para quien
estuviese molestando al viejo bribón, por muy ladrón que pudiese ser.
Corriendo velozmente, llegó por fin a terreno llano. Y entonces la luz de la choza se
extinguió y Steve, lanzado a la carrera, vaciló y tropezó con un mesquite con un golpe tal
que le arrancó un gruñido, arañándose las manos con los espinos del tronco. Rebotando
con una maldición entrecortada, se lanzó hacia la cabaña, preparándose para lo que podía
presentarse ante sus ojos…, el vello erizado ante lo que ya había visto.
Brill probó a abrir la única puerta de la cabaña, pero se dio cuenta de que tenía echado
el cerrojo. Llamó a gritos a López y no recibió respuesta alguna. Sin embargo, desde el
interior llegaba un extraño sonido ahogado, algo que parecía un sollozo, el cual cesó tan
pronto como Brill, haciendo girar su pico, lo estrelló contra la puerta. La débil madera se
astilló y Brill penetró de un salto en el interior de la choza en tinieblas, los ojos
llameantes, blandiendo el pico para un ataque desesperado. Pero ningún sonido turbó el
lúgubre silencio y nada se agitó en la oscuridad, pese a que la caótica imaginación de Brill
poblaba los ensombrecidos rincones de la choza con formas horripilantes.
Con una mano empapada de sudor, buscó a tientas un fósforo y lo prendió. Aparte de él
mismo, la única persona que había en la choza era López…, el viejo López, muerto a
todas luces, tendido sobre el suelo de tierra apisonada, los brazos abiertos como si le
hubiesen clavado en una cruz, la boca fláccidamente abierta dándole el aspecto de un
idiota, los ojos muy abiertos, llenos de un terror que a Brill le pareció intolerable. La única
ventana que había en la choza estaba abierta, mostrando por dónde había huido el asesino
y, posiblemente, por dónde había entrado. Brill se acercó a la ventana y lanzó una
cautelosa mirada al exterior. No vio más que la ladera de la colina a un extremo y el llano
cubierto de mesquites al otro. De pronto, se sobresaltó… ¿Era un movimiento lo que le
había parecido ver entre las retorcidas sombras de los mesquites y los chaparrales? ¿O,
simplemente, había imaginado ver una figura que se agazapaba entre los árboles?
El fósforo le quemó los dedos y él se giró en redondo. Encendió la vieja lámpara de
aceite colocada sobre la tosca mesa, lanzando una maldición al quemarse la mano. El
globo de la lámpara estaba muy caliente, como si hubiese estado encendida durante horas.
De mala gana, se dirigió hacia el cadáver tendido en el suelo. Cualquiera que hubiese
sido la causa de la muerte de López, había sido horrible; pero Brill, examinando
aprensivamente el cuerpo sin vida, no halló herida alguna, ninguna marca de cuchillada o
golpe. ¡Un momento! Había un leve rastro de sangre en la mano con la que Brill le había
estado examinando. Buscando con más atención halló la fuente: tres o cuatro diminutas
heridas en la garganta de López, de las que la sangre había rezumado lentamente. Primero
creyó que se las habían infligido con un estilete (una daga muy delgada carente de filo),
pero luego meneó la cabeza. Había visto heridas de estilete, llevaba la cicatriz de una en
su propio cuerpo. Estas heridas se parecían más al mordisco de algún animal…, parecían
las marcas de unos colmillos puntiagudos.
Con todo, Brill no creyó que fuesen lo bastante hondas como para haber causado la
muerte, y tampoco había fluido mucha sangre de ellas. Una idea abominable, junto con
espantosas especulaciones, se alzó en los rincones más oscuros de su mente…, que López
había muerto de miedo, y que las heridas le habían sido infligidas ya en el mismo instante
de su muerte, ya un momento después.
Y Steve notó algo más; esparcidas en el suelo había un montón de mugrientas hojas de
papel, garabateadas por la mano insegura del viejo mexicano… Había dicho que iba a
escribir sobre la maldición del montículo. Además de las hojas sobre las que había escrito
y un trozo de lápiz en el suelo, también estaba el globo caliente de la lámpara, todos
mudos testigos de que el viejo mexicano había permanecido sentado y escribiendo durante
horas ante la mesa de madera toscamente tallada. Entonces, no era él quien había abierto
la cámara del montículo y robado lo que contuviese… pero, ¡en el nombre de Dios!,
¿quién era? ¿Quién o qué era lo que Brill había visto fugazmente cojeando en la
estribación de la colina?
Bien, no quedaba sino una cosa por hacer…, ensillar su mustang y cabalgar los
dieciséis kilómetros que había hasta Coyote Wells, la ciudad más cercana, e informar al
sheriff del asesinato.
Brill recogió los papeles. La última hoja estaba aún entre los dedos del viejo y Brill
tuvo cierta dificultad en sacarla de allí. Luego, al volverse para apagar la luz, vaciló un
momento y se maldijo por el miedo que seguía acechando en lo más hondo de su mente…,
miedo a la sombría criatura que había visto a través de la ventana un instante antes de que
la luz se apagase en la cabaña. El largo brazo del asesino, pensó, tendiéndose para apagar
la lámpara, no cabía duda. ¿Qué había de anormal e inhumano en esa imagen,
distorsionada como debía estarlo a causa de la tenue luz de la lámpara y las sombras? Al
igual que un hombre lucha por recordar los detalles de una pesadilla, Steve intentó definir
en su mente alguna razón clara que pudiese explicar el que ese huidizo vistazo le hubiese
trastornado hasta el punto de haberse dado de bruces con un árbol, y el porqué el simple y
vago recuerdo de esa imagen hacía que todo su cuerpo volviese a cubrirse de un sudor
frío.
Maldiciéndose a sí mismo para así conservar el valor, encendió su linterna y apagó de
un soplido la que se hallaba sobre la tosca mesa y, lleno de decisión, emprendió el camino,
aferrando su pico como si fuese un arma. Después de todo, ¿por qué ciertos aspectos
aparentemente anormales de un crimen tan sórdido debían trastornarle así? Crímenes tales
eran aborrecibles, cierto, pero también eran lo bastante corrientes, especialmente entre los
mexicanos, a los que les encantaban los pleitos familiares más increíbles. Y entonces,
cuando ya había penetrado en la silenciosa noche tachonada de estrellas, se detuvo en
seco. Desde más allá del arroyuelo resonaba el repentino y estremecedor alarido de un
caballo empavorecido…, y luego un enloquecido estruendo de cascos que se desvaneció
en la lejanía. Y Brill lanzó una blasfemia llena de rabia y desánimo. ¿Acaso había un
puma acechando en las colinas…, había sido un gato monstruoso el que había matado al
viejo López? Entonces, ¿por qué la víctima no llevaba las marcas de las crueles y
ganchudas garras? ¿ Y quién había apagado la luz en la choza?
Mientras se interrogaba de tal modo, Brill corría velozmente hacia el oscuro arroyo. No
está en el alma del ganadero contemplar ocioso cómo su ganado se lanza a la estampida.
Mientras se internaba en la oscuridad de los matorrales a lo largo del arroyo seco, Brill
descubrió que tenía la lengua extrañamente reseca. Siguió, tragando saliva y manteniendo
bien alta la linterna. No alumbraba demasiado en la oscuridad pero parecía acentuar la
negrura de las sombras que se acumulaban a su alrededor. Por alguna extraña razón, en la
caótica mente de Brill penetró la idea de que aunque aquel país fuese nuevo para los
anglosajones, en realidad era muy viejo. Aquella tumba rota y profanada era la muda
prueba de que la tierra era mucho más antigua que el hombre y, de pronto, la noche, las
colinas y las sombras parecieron aplastar a Brill con un sentimiento de horrible
antigüedad. Antes de que los ancestros de Brill hubiesen oído hablar de ella, largas
generaciones de hombres habían vivido y muerto en aquella tierra. En la noche, entre las
sombras de aquel mismo arroyo, los hombres, sin duda alguna, habían lanzado su último
suspiro de mil maneras espantosas. Con tales reflexiones, Brill corrió a través de las
espesas sombras de la arboleda. Lanzó un hondo suspiro de alivio cuando salió de entre
los árboles a un lado de la colina. Ascendiendo apresuradamente la poca empinada ladera,
sostuvo en alto su linterna, investigando. El corral estaba vacío; ni tan siquiera la apática
res estaba a la vista. Y la empalizada había sido derribada. Eso indicaba algún agente
humano, y todo el asunto cobró un nuevo y más siniestro aspecto. Alguien pretendía que
Brill no cabalgase hasta Coyote Wells esa noche. Eso significaba que el asesino pretendía
asegurar su huida y deseaba una buena ventaja sobre la ley, o sobre quien fuese… Brill
sonrió.
A lo lejos, entre los mesquites que cubrían el llano, creyó distinguir el débil y distante
ruido de caballos al galope. ¡En el nombre de Dios! ¿Qué era lo que les había asustado de
aquel modo? El gélido dedo del terror hizo estremecerse la columna vertebral de Brill.
Steve se dirigió hacia la casa. No entró sin tomar precauciones. Se deslizó a una buena
distancia de la vivienda, lanzando miradas estremecidas por las oscuras ventanas,
buscando, con tal intensidad que los oídos acabaron doliéndole, el posible sonido que
traicionase la presencia del asesino al acecho. Por fin, se arriesgó a abrir una puerta y
entrar. De una patada, empujó la puerta contra la pared por si alguien se ocultaba detrás de
ella, alzó bien la linterna y entró, el corazón galopante, aferrando ferozmente el pico, con
los sentimientos convertidos en una mezcla de miedo y rabia. Pero ningún asesino oculto
saltó sobre él, y una cuidadosa exploración de la vivienda no reveló nada.
Con un suspiro de alivio, Brill cerró las puertas, aseguró las ventanas y encendió su
vieja lámpara de aceite. La imagen del viejo López tendido, un solitario cadáver con los
ojos vidriosos, en la choza más allá del arroyo, le hizo estremecerse levemente, pero no
entraba en sus planes el dirigirse a pie, de noche, a la ciudad.
Sacó de su escondite su viejo y seguro Colt del 45, hizo girar el cilindro de acero
azulado y sonrió hoscamente. Quizás el asesino tenía la intención de no dejar con vida a
ningún testigo de sus crímenes. ¡Pues bueno, que viniese! Él, o ellos, se encontrarían a un
joven vaquero con un seis tiros y descubrirían que no era una presa tan fácil como había
sido el viejo y desarmado mexicano. Y eso le recordó a Brill los papeles que había traído
consigo de la cabaña. Asegurándose de no estar en la dirección desde la que una bala
repentina pudiese atravesar una ventana, se dispuso a leer, manteniendo una oreja al
acecho de cualquier ruido por leve que fuese.
Y a medida que iba descifrando aquella escritura tosca y laboriosa, un lento y frío
horror crecía en su alma. Lo que el viejo mexicano había garabateado era una historia
espantosa…, una historia que había pasado de generación a generación…, una historia que
procedía de tiempos muy antiguos.
Y Brill leyó sobre las andanzas del caballero Hernando de Estrada y sus hombres,
provistos de picas y armaduras, que se aventuraron en los desiertos del sudoeste cuando
todo era extraño e ignoto. En el principio, decía el manuscrito, había unos cuarenta
soldados, amos y criados. Estaba el capitán, Estrada, y el sacerdote, y el joven Juan
Zavilla, y don Santiago de Valdez –un noble misterioso que había sido rescatado de un
navío a la deriva en el Mar Caribe–…, el resto de la tripulación y los pasajeros habían
muerto a causa de una plaga, había dicho, y él había arrojado sus cuerpos por encima de la
borda. Así pues, Estrada le había acogido a bordo del navío que había llevado a la
expedición desde España, y Valdez se unió a sus exploraciones. Brill leyó algunas cosas
acerca de sus andanzas, narradas en el tosco estilo del viejo López, del mismo modo que
los antepasados del viejo mexicano habían ido transmitiendo la historia durante más de
trescientos años. Las simples palabras eran un débil reflejo de las terroríficas penalidades
que los exploradores habían ido encontrando: la aridez del país, la sed, las inundaciones,
las tormentas de arena en el desierto, las lanzas de los pieles rojas hostiles. Pero el viejo
López hablaba de otro peligro…, un horror al acecho que había caído sobre la solitaria
caravana que vagaba por la inmensidad de las tierras desérticas. Hombre a hombre, fueron
cayendo uno tras otro sin que nadie conociese al asesino. El miedo y la negra sospecha
roían como un cáncer el ánimo de la expedición, y su líder no sabía qué actitud tomar.
Todo lo que sabían era que entre ellos había un demonio con forma humana.
Los hombres empezaron a apartarse los unos de los otros, manteniendo amplias
distancias entre ellos durante la marcha, y esta sospecha mutua, que buscaba la seguridad
en la soledad, le puso las cosas más fáciles al demonio. El esqueleto de la expedición
siguió tambaleándose a través del solitario desierto, perdido, confuso e indefenso, y el
horror invisible seguía rondando sus flancos, cebándose en los rezagados, saciándose en
los centinelas a los que rendía un momento el sueño y en los hombres dormidos. Y en el
cuello de cada uno había las heridas de unos colmillos aguzados que desangraban
completamente a la víctima; así fue como los vivos supieron con qué clase de horror
tenían que vérselas. Los hombres siguieron avanzando a trompicones a través del desierto,
invocando a los santos, o blasfemando, llenos de terror, luchando frenéticamente contra el
sueño, hasta que caían exhaustos y el sueño se les acercaba a hurtadillas con el horror y la
muerte.
La sospecha acabó centrándose en un negro enorme, un esclavo caníbal de Calaban Y
lo encadenaron. Pero el joven Juan Zavilla siguió el destino de los demás, y luego le llegó
el turno al sacerdote. Mas el clérigo luchó con su demoníaco asaltante y vivió lo bastante
para susurrar en los oídos de Estrada el nombre del demonio. Y Brill, estremeciéndose, los
ojos desorbitados, leyó:
«…Y ahora se le hizo evidente a Estrada que el buen sacerdote había dicho la verdad, y
el asesino era don Santiago de Valdez, quien era un vampiro, un demonio no muerto, que
subsistía de la sangre de los vivos. Y Estrada se acordó de cierto noble maligno que había
acechado en las montañas de Castilla desde los días de los moros, alimentándose con la
sangre de víctimas indefensas que le otorgaban una horrenda inmortalidad. Dicho noble
había sido expulsado; nadie sabía adonde había huido pero era evidente que él y don
Santiago eran e! mismo hombre. Había huido de España en barco, y Estrada supo que la
gente de ese barco no había muerto a causa de la plaga, tal y como había mentido el
demonio, sino bajo los colmillos del vampiro.
«Estrada, el negro y los pocos soldados que aún seguían con vida le buscaron y le
encontraron, sumido en un sueño bestial entre los chaparrales y repleto con la sangre
humana de su última víctima. Es bien sabido que los vampiros, como las grandes
serpientes cuando están ahítas, caen en un sueño profundo y pueden ser eliminados sin
peligro. Mas Estrada no tenía idea alguna de cómo disponer del monstruo, ya que ¿cómo
se puede matar a los muertos? Pues en efecto un vampiro es un hombre que murió tiempo
ha y que sin embargo rebulle con cierta espantosa no-vida.
»Los hombres le suplicaron al caballero que clavase una estaca en el corazón del
demonio y que le cortase la cabeza, pronunciando las santas palabras que convertirían el
cuerpo, durante largo tiempo muerto, en polvo, pero el sacerdote estaba muerto y Estrada
temió que mientras así actuaba el monstruo pudiese despertar.
»Así pues, cogieron a don Santiago, alzándole con gran cuidado, y le llevaron hasta un
viejo montículo indio cercano. Lo abrieron, sacando de él los huesos que allí encontraron,
y colocaron al vampiro en su interior y sellaron el montículo…, ¡quiera Dios que hasta el
Día del Juicio!
»Este lugar se halla maldito, y ojalá me hubiese muerto de hambre en algún otro sitio
antes que venir hasta aquí buscando trabajo…, pues yo sabía acerca de la tierra, el arroyo
y el montículo, con su terrible secreto, desde que he sido niño; ya ve usted, señor Brill, la
razón de que no deba abrir el montículo y despertar al demonio…»
Aquí terminaba el manuscrito con un garabato del lápiz que había roto la hoja de
arrugado papel.
Brill se puso en pie, el corazón latiéndole al galope, el rostro lívido, la lengua pegada al
paladar. Tragó saliva y, al fin, halló las palabras.
–Por eso estaba la espuela en el montículo…, se le cayó a uno de los españoles mientras
cavaba… Y bien podría haber sabido yo que había sido excavado con anterioridad, por el
modo en que estaba esparcido el carbón de leña… Pero ¡santo Dios!
Retrocedió horrorizado ante aquellas negras imágenes: un monstruo no muerto que se
removía en las tinieblas de su tumba, empujando desde el interior para echar a un lado la
piedra aflojada por el pico de la ignorancia…, una forma sombría que se arrastraba
cojeante sobre la colina hacia la luz que delataba a una presa humana…, un brazo
espantosamente largo que cruzaba una ventana iluminada tenuemente…
–¡Esto es una locura! –jadeó–. ¡López estaba como una cabra! ¡Los vampiros no
existen! Si es un vampiro, ¿por qué no me cogió primero a mí, en vez de a López…, a
menos que estuviese registrando los alrededores, asegurándose de las cosas antes de
atacar? ¡Bah, al infierno! Todo esto es un mal sueño, una…
Las palabras se le helaron en la garganta. Un rostro le contemplaba desde la ventana,
los rasgos contorsionados, sin emitir sonido alguno. Dos gélidos ojos le perforaron el
alma. De la garganta le brotó un alarido y el espantoso rostro se desvaneció. Pero hasta el
mismo aire estaba impregnado de la pestilencia que se había cernido sobre el viejo
montículo. Y ahora era la puerta la que crujía…, combándose lentamente hacia el interior.
Brill retrocedió hasta topar con la pared, la pistola temblándole en la mano. No se le
ocurrió disparar a través de la puerta; en su cerebro, convertido en un caos, no había sino
una idea: que sólo ese delgado panel de madera le separaba de algún horror nacido del
útero de la noche, las tinieblas y el negro pasado. Los ojos se le abrieron como platos
viendo cómo cedía la puerta, cómo rechinaban los hierros del cerrojo.
La puerta estalló, hecha pedazos. Brill no gritó. Tenía la lengua como de hielo, pegada
al paladar. Sus ojos vidriados por el miedo contemplaron la alta figura semejante a un
buitre…, los gélidos ojos, las largas y negras uñas de los dedos…, su harapiento atavío,
espantosamente antiguo…, las botas con sus largas espuelas…, el chambergo con su
pluma a punto de convertirse en polvo…, la capa flotante que se hacía lentamente
pedazos. La forma aborrecible surgida del pasado se agazapó, recortándose en el umbral
oscuro, y el cerebro de Brill pareció vacilar. De la figura irradiaba un frío salvaje…, el
olor de la arcilla encharcada y los despojos del osario. Y entonces el no muerto saltó sobre
él como un buitre que se lanza en picado sobre su presa.
Brill disparó a quemarropa y vio cómo un pedazo de tela de algodón saltaba del pecho
de la Cosa. El vampiro se tambaleó bajo el impacto del pesado proyectil y luego,
enderezándose, se lanzó hacia adelante a espantosa velocidad. Brill se apoyó en la pared
con un grito ahogado, la pistola cayendo de su mano fláccida. Entonces, las negras
leyendas eran ciertas…, las armas humanas carecían de todo poder, pues ¿acaso puede un
hombre matar a alguien que ya lleva muerto largos siglos, del modo en que mueren los
mortales?
Y entonces, las manos parecidas a garras que le rodeaban el cuello enloquecieron al
joven vaquero. Al igual que sus antepasados pioneros lucharon mano a mano contra
enemigos abrumadores, Steve Brill luchó con la fría y muerta criatura que se arrastraba
buscando su vida y su alma.
Brill jamás recordaría gran cosa de esa espantosa batalla. Fue un caos ciego en el que
gritó como una bestia, desgarró, dio golpes y puñetazos, en el que uñas largas y negras
como garras de pantera le hirieron, en tanto que dientes puntiagudos se cerraban una y otra
vez buscando su cuello. Rodando y dando tumbos por la habitación, ambos medio
envueltos por los mohosos pliegues de esa vieja capa medio podrida, se golpearon y se
hirieron mutuamente entre los restos del mobiliario destrozado, y la furia del vampiro no
era más terrible que la desesperación de su víctima enloquecida por el miedo.
Se derrumbaron sobre la mesa, haciéndola caer de lado, y la lámpara de aceite se rajó
en el suelo, rociando los muros con repentinas llamaradas. Brill sintió la mordedura del
aceite ardiente que le salpicó, pero en el rojo furor de la pelea no le prestó atención. Las
negras garras le desgarraban, los ojos inhumanos ardían gélidos clavándose en su alma;
entre sus dedos frenéticos la carne marchita del monstruo era tan dura como la madera
reseca. Y una ola tras otra de ciega locura dominó a Steve Brill. Gritó y golpeó como un
hombre que lucha con una pesadilla, mientras que a su alrededor el fuego se hacía cada
vez más alto, prendiendo en las paredes y el tejado.
A través de los chorros candentes y las lenguas de fuego, rodaron y se tambalearon
como un demonio y un mortal trabados en combate sobre las ígneas lanzas que cubren los
suelos del infierno. Y entre el tumulto creciente de las llamas, Brill hizo acopio de todas
sus fuerzas para una última y volcánica erupción de frenético esfuerzo. Logró separarse y,
vacilante, se puso en pie, jadeante, ensangrentado, y se lanzó a ciegas sobre la forma
repugnante y la atrapó con una presa que ni tan siquiera el vampiro pudo romper. Y
haciendo girar en redondo a su demoníaco asaltante por encima de él, le estrelló contra el
borde de la mesa caída al igual que un hombre podría romper un palo sobre su rodilla.
Algo se quebró como si fuese una rama y el vampiro cayó, libre de la presa de Brill, para
retorcerse sobre el suelo ardiente, su cuerpo convulso en una extraña y rota postura. Pero
no estaba muerto, pues sus ojos llameantes seguían ardiendo, fijos en Brill con un hambre
horrible y, con la columna rota, luchó por arrastrarse hasta Brill, como se arrastra una
serpiente moribunda.
Brill, jadeando, tambaleante, se quitó la sangre de los ojos y salió, a ciegas, cruzando la
puerta destrozada. Y como un hombre cruza a la carrera las puertas del infierno, corrió
tropezando a través de los mesquites y los chaparrales hasta caer, totalmente agotado.
Mirando hacia atrás, vio las llamas de la casa que ardía y le agradeció a Dios el que fuese
a arder hasta que los huesos de don Santiago de Valdez hubiesen sido totalmente
consumidos y borrados del conocimiento humano.

También podría gustarte