Carta de Jamaica
Carta de Jamaica
Carta de Jamaica
Me apresuro a contestar la carta del 29 del mes pasado que Vd. me hizo el honor de
dirigirme, y que yo recibí con la mayor satisfacción.
Sensible, como debo, al interés que Vd. ha querido tomar por la suerte de mi patria,
afligiéndome con ella por los tormentos que padece, desde su descubrimiento hasta
estos últimos periodos por parte de sus destructores los españoles, no siento menos el
comprometimiento en que me ponen las solícitas demandas que Vd. me hace sobre los
objetos más importantes de la política americana. Así, me encuentro en un conflicto,
entre el deseo de corresponder a la confianza con que Vd. me favorece y el
impedimento de satisfacerla, tanto por la falta de documentos y libros cuanto por los
limitados conocimientos que poseo de un país tan inmenso, variado y desconocido
como el Nuevo Mundo.
"Tres siglos ha —dice Vd.— que empezaron las barbaridades que los españoles
cometieron en el grande hemisferio de Colón". Barbaridades que la presente edad ha
rechazado como fabulosas, porque parecen superiores a la perversidad humana; y
jamás serían creídas por los críticos modernos, si constantes y repetidos documentos
no testificasen estas infaustas verdades. El filantrópico obispo de Chiapas, el apóstol
de la América, Las Casas, ha dejado a la posteridad una breve relación de ellas,
extractadas de las sumarias que siguieron en Sevilla a los conquistadores, con el
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El Libertador dirige esta carta al súbdito británico Henry Cullen, residenciado en Falmouth, cerca de Montego
Bay, en la costa norte de Jamaica.
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Alejandro de Humboldt (1769-1859) estudió la población y los recursos naturales de Venezuela entre 1799 y
1800. Su descripción de nuestro país está incluida en la obra Viaje a las regiones equinocciales del nuevo
continente.
testimonio de cuantas personas respetables había entonces en el Nuevo Mundo, y con
los procesos mismos que los tiranos se hicieron entre sí, como consta por los más
sublimes historiadores de aquel tiempo. Todos los imparciales han hecho justicia al
celo, verdad y virtudes de aquel amigo de la humanidad, que con tanto fervor y
firmeza denunció ante su gobierno y contemporáneos los actos más horrorosos de un
frenesí sanguinario.
¡Con cuanta emoción de gratitud leo el pasaje de la carta de Vd. en que me dice que
espera que “los sucesos que siguieron entonces a las armas españolas acompañen
ahora a las de sus contrarios, los muy oprimidos americanos meridionales"! Yo tomo
esta esperanza por una predicción, si la justicia decide las contiendas de los hombres.
El suceso coronará nuestros esfuerzos porque el destino de la América se ha fijado
irrevocablemente; el lazo que la unía a la España está cortado; la opinión era toda su
fuerza; por ella se estrechaban mutuamente las partes de aquella inmensa monarquía;
lo que antes las enlazaba, ya las divide; más grande es el odio que nos ha inspirado la
Península, que el mar que nos separa de ella; menos difícil es unir los dos continentes
que reconciliar los espíritus de ambos países. El hábito a la obediencia; un comercio de
intereses, de luces, de religión; una reciproca benevolencia; una tierna solicitud por la
cuna y la gloria de nuestros padres; en fin, todo lo que formaba nuestra esperanza nos
venía de España. De aquí nacía un principio de adhesión que parecía eterno, no
obstante que la conducta de nuestros dominadores relajaba esta simpatía, o, por mejor
decir, este apego forzado por el imperio de la dominación. Al presente sucede lo
contrario: la muerte, el deshonor, cuanto es nocivo, nos amenaza y tememos; todo lo
sufrimos de esa desnaturalizada madrastra. El velo se ha rasgado, ya hemos visto la luz
y se nos quiere volver a las tinieblas, se han roto las cadenas; ya hemos sido libres y
nuestros enemigos pretenden de nuevo esclavizarnos. Por lo tanto, la América combate
con despecho, y rara vez la desesperación no ha arrastrado tras sí la victoria.
El reino de Chile, poblado de 800.000 almas, está lidiando contra sus enemigos que
pretenden dominarlo; pero en vano, porque los que antes pusieron un término a sus
conquistas, los indómitos y libres araucanos, son sus vecinos y compatriotas; y su
ejemplo sublime es suficiente para probarles que el pueblo que ama su independencia
por fin la logra.
El virreinato del Perú, cuya población asciende a millón y medio de habitantes, es sin
duda el más sumiso y al que más sacrificios se le han arrancado para la causa del Rey;
y bien que sean vanas las relaciones concernientes a aquella porción de América, es
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Hoy República de Bolivia
indudable que ni está tranquila, ni es capaz de oponerse al torrente que amenaza a las
más de sus provincias.
La Nueva Granada que es, por decirlo así, el corazón de la América, obedece a un
gobierno general, exceptuando el reino de Quito, que con la mayor dificultad
contienen sus enemigos por ser fuertemente adicto a la causa de su patria, y las
provincias de Panamá y Santa Marta que sufren, no sin dolor, la tiranía de sus señores.
Dos millones y medio de habitantes están esparcidos en aquel territorio, que
actualmente defienden contra el ejército español bajo el general Morillo, que es
verosímil sucumba delante de la inexpugnable plaza de Cartagena. Mas si la tomare
será a costa de grandes pérdidas, y desde luego carecerá de fuerzas bastantes para
subyugar a los morigerados y bravos moradores del interior.
En Nueva España 5 había en 1808, según nos refiere el barón de Humboldt, 7.800.000
almas con inclusión de Guatemala 6. Desde aquella época, la insurrección que ha
agitado a casi todas las provincias ha hecho disminuir sensiblemente aquel cómputo,
que parece exacto; pues más de un millón de hombres ha perecido, como lo podrá Vd.
ver en la exposición de Mr. Walton, que describe con fidelidad los sanguinarios
crímenes cometidos en aquel opulento imperio. Allí la lucha se mantiene a fuerza de
sacrificios humanos y de todas especies, pues nada ahorran los españoles con tal que
logren someter a los que han tenido la desgracia de nacer en este suelo, que parece
destinado a empaparse con la sangre de sus hijos. A pesar de todo, los mexicanos serán
libres porque han abrazado el partido de la patria, con la resolución de vengar a sus
antepasados o seguirlos al sepulcro. Ya ellos dicen con Raynall: llegó el tiempo, en fin,
de pagar a los españoles suplicios con suplicios y de ahogar esa raza de
exterminadores en su sangre o en el mar.
Las islas de Puerto Rico y Cuba que, entre ambas, pueden formar una población de
700 a 800.000 almas, son las que más tranquilamente poseen los españoles, porque
están fuera del contacto de los independientes. Mas ¿no son americanos estos
insulares? ¿No son vejados? ¿No desean su bienestar?
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El comentario se refiere al terremoto ocurrido el 26 de marzo de 1812.
5
Hoy Estados Unidos Mexicanos.
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Se refiere a la Capitanía General de Guatemala, formada por todo el territorio de América Central, a
excepción de Panamá.
Este cuadro representa una escala militar de 2.000 leguas de longitud y 900 de latitud
en su mayor extensión, en que 16 millones de americanos defienden sus derechos o
están oprimidos por la nación española, que aunque fue, en algún tiempo, el más vasto
imperio del mundo, sus restos son ahora impotentes para dominar el nuevo hemisferio
y hasta para mantenerse en el antiguo. ¿Y la Europa civilizada, comerciante y amante
de la libertad, permite que una vieja serpiente, por sólo satisfacer su saña envenenada,
devore la más bella parte de nuestro globo? ¡Qué! ¿Está la Europa sorda al clamor de
su propio interés? ¿No tiene ya ojos para ver la justicia? ¿Tanto se ha endurecido, para
ser de este modo insensible? Estas cuestiones, cuanto más lo medito, más me
confunden; llego a pensar que se aspira a que desaparezca la América; pero es
imposible, porque toda la Europa no es España. ¡Qué demencia la de nuestra enemiga,
pretender reconquistar la América, sin marina, sin tesoro y casi sin soldados!, pues los
que tiene, apenas son bastantes para retener a su propio pueblo en una violenta
obediencia y defenderse de sus vecinos. Por otra parte, ¿podrá esta nación hacer el
comercio exclusivo de la mitad del mundo, sin manufacturas, sin producciones
territoriales, sin artes, sin ciencias, sin política? Lograda que fuese esta loca empresa; y
suponiendo más aún, lograda la pacificación, los hijos de los actuales americanos,
unidos con los de los europeos reconquistadores, ¿no volverían a formar dentro de
veinte años los mismos patrióticos designios que ahora se están combatiendo?
"La felonía con que Bonaparte —dice Vd.— prendió a Carlos IV y a Fernando VII,
reyes de esta nación, que tres siglos ha aprisionó con traición a dos monarcas de la
América meridional, es un acto muy manifiesto de la retribución divina, y al mismo
tiempo una prueba de que Dios sostiene la justa causa de los americanos y les
concederá su independencia. "
Parece que Vd. quiere aludir al monarca de México Montezuma, preso por Cortés y
muerto, según Herrera, por el mismo, aunque Solís dice que por el pueblo; y a
Atahualpa, Inca del Perú, destruido por Francisco Pizarro y Diego de Almagro. Existe
tal diferencia entre la suerte de los reyes españoles y de los reyes americanos, que no
admite comparación; los primeros son tratados con dignidad, conservados, y al fin
recobran su libertad y trono; mientras que los últimos sufren tormentos inauditos y los
vilipendios más vergonzosos. Si a Guatimozín, sucesor de Montezuma, se le trata
como emperador y le ponen la corona, fue por irrisión y no por respeto; para que
experimentase este escarnio antes que las torturas. Iguales a la suerte de este monarca
fueron las del rey de Michoacán, Catzontzín; el Zipa de Bogotá y cuantos toquis, imas,
zipas, ulmenes, caciques y demás dignidades indianas sucumbieron al poder español.
El suceso de Fernando VII es más semejante al que tuvo lugar en Chile en 1535, con el
ulmen de Copiapó, entonces reinante en aquella comarca. El español Almagro
pretextó, como Bonaparte, tomar partido por la causa del legítimo soberano y, en
consecuencia, llama al usurpador, como Fernando lo era en España; aparenta restituir
al legítimo a sus estados, y termina por encadenar y echar a las llamas al infeliz ulmen,
sin querer ni aun oír su defensa. Este es el ejemplo de Fernando VII con su usurpador.
Los reyes europeos sólo padecen destierro; el ulmen de Chile termina su vida de un
modo atroz.
Siempre las almas generosas se interesan en la suerte de un pueblo que se esmera por
recobrar los derechos con que el Creador y la naturaleza lo han dotado; y es necesario
estar bien fascinado por el error o por las pasiones para no abrigar esta noble
sensación: Vd. ha pensado en mi país y se interesa por él; este acto de benevolencia me
inspira el más vivo reconocimiento.
He dicho la población que se calcula por datos más o menos exactos, que mil
circunstancias hacen fallidos sin que sea fácil remediar esta inexactitud, porque los
más de los moradores tienen habitaciones campestres, y muchas veces errantes, siendo
labradores, pastores, nómadas, perdidos en medio de los espesos e inmensos bosques,
llanuras solitarias y aisladas entre lagos y ríos caudalosos. ¿Quién será capaz de formar
una estadística completa de semejantes monarcas? Además los tributos que pagan los
indígenas; las penalidades de los esclavos; las primicias, diezmos y derechos que pesan
sobre los labradores y otros accidentes alejan de sus hogares a los pobres americanos.
Esto es sin hacer mención de la guerra de exterminio que ya ha segado cerca de un
octavo de la población y ha ahuyentado una gran parte; pues entonces las dificultades
son insuperables y el empadronamiento vendrá a reducirse a la mitad del verdadero
censo.
Todavía es más difícil presentir la suerte futura del Nuevo Mundo, establecer
principios sobre su política y casi profetizar la naturaleza del gobierno que llegará a
adoptar. Toda idea relativa al porvenir de este país me parece aventurada. ¿Se pudo
prever cuando el género humano se hallaba en su infancia, rodeado de tanta
incertidumbre, ignorancia y error, cuál sería el régimen que abrazaría para su
conservación? ¿Quién se habría atrevido a decir: tal nación será república o
monarquía, ésta será pequeña, aquélla grande? En mi concepto, ésta es la imagen de
nuestra situación. Nosotros somos un pequeño género humano; poseemos un mundo
aparte, cercado por dilatados mares, nuevo en casi todas la artes y ciencias, aunque en
cierto modo viejo en los usos de la sociedad civil. Yo considero el estado actual de la
América, como cuando desplomado el Imperio Romano cada desmembración formó
un sistema político, conforme a sus intereses y situación o siguiendo la ambición
particular de algunos jefes, familias o corporaciones; con esta notable diferencia, que
aquellos miembros dispersos volvían a restablecer sus antiguas naciones con las
alteraciones que exigían las cosas o los sucesos; mas nosotros, que apenas
conservamos vestigios de lo que en otro tiempo fue, y que por otra parte no somos
indios ni europeos, sino una especie media entre los legítimos propietarios del país y
los usurpadores españoles: en suma, siendo nosotros americanos por nacimiento y
nuestros derechos los de Europa, tenemos que disputar éstos a los del país y que
mantenernos en él contra la invasión de los invasores; así nos hallamos en el caso más
extraordinario y complicado; no obstante que es una especie de adivinación indicar
cuál será el resultado de la línea de política que la América siga, me atrevo a aventurar
algunas conjeturas, que, desde luego, caracterizo de arbitrarias, dictadas por un deseo
racional y no por un raciocinio probable.
La posición de los moradores del hemisferio americano ha sido, por siglos, puramente
pasiva: su existencia política era nula. Nosotros estábamos en un grado todavía más
bajo de la servidumbre, y por lo mismo con más dificultad para elevarnos al goce de la
libertad. Permítame Vd. estas consideraciones para establecer la cuestión. Los estados
son esclavos por la naturaleza de su constitución o por el abuso de ella. Luego un
pueblo es esclavo cuando el gobierno, por su esencia o por sus vicios, huella y usurpa
los derechos del ciudadano o súbdito. Aplicando estos principios, hallaremos que la
América no sólo estaba privada de sus libertad, sino también de la tiranía activa y
dominante. Me explicaré. En las administraciones absolutas no se reconocen límites en
el ejercicio de las facultades gubernativas: la voluntad del gran sultán, kan, rey y
demás soberanos despóticos es la ley suprema y ésta es casi arbitrariamente ejecutada
por los bajaes, kanes y sátrapas subalternos de la Turquía y Persia, que tienen
organizada una opresión de que participan los súbditos en razón de la autoridad que se
les confía. A ellos está encargada la administración civil, militar y política, de rentas y
la religión. Pero al fin son persas los jefes de Ispahan, son turcos los visires del Gran
Señor, son tártaros los sultanes de la Tartaria. La China no envía a buscar mandatarios
militares y letrados al país de Gengis Kan, que la conquistó, a pesar de que los actuales
chinos son descendientes directos de los subyugados por los ascendientes de los
presentes tártaros.
¡Cuán diferente era entre nosotros! Se nos vejaba con una conducta que además de
privarnos de los derechos que nos correspondían, nos dejaba en una especie de
infancia permanente con respecto a las transacciones públicas. Si hubiésemos siquiera
manejado nuestros asuntos domésticos en nuestra administración interior,
conoceríamos el curso de los negocios públicos y su mecanismo, y gozaríamos
también de la consideración personal que impone a los ojos del pueblo cierto respeto
maquinal que es tan necesario conservar en las revoluciones. He aquí por qué he dicho
que estábamos privados hasta de la tiranía activa, pues que no nos era permitido
ejercer sus funciones.
Los americanos, en el sistema español que está en vigor, y quizá con mayor fuerza que
nunca, no ocupan otro lugar en la sociedad que el de siervos propios para el trabajo, y
cuando más el de simples consumidores; y aún esta parte coartada con restricciones
chocantes: tales son las prohibiciones del cultivo de frutos de Europa, el estanco de las
producciones que el Rey monopoliza, el impedimento de las fábricas que la misma
Península no posee, los privilegios exclusivos del comercio hasta de los objetos de
primera necesidad, las trabas entre provincias y provincias americanas, para que no se
traten, entiendan, ni negocien; en fin, ¿quiere Vd. saber cuál es nuestro destino?, los
campos para cultivar el añil, la grana, el café, la caña, el cacao y el algodón, las
llanuras solitarias para criar ganados, los desiertos para cazar las bestias feroces, las
entrañas de la tierra para excavar el oro que no puede saciar a esa nación avarienta.
Tan negativo era nuestro estado que no encuentro semejante en ninguna otra
asociación civilizada, por más que recorro la serie de edades y la política de todas las
naciones. Pretender que un país tan felizmente constituido, extenso, rico y populoso,
sea meramente pasivo, ¿no es un ultraje y una violación de los derechos de la
humanidad?
Estábamos, como acabo de exponer, abstraídos y, digámoslo así, ausentes del universo
en cuanto es relativo a la ciencia del gobierno y administración del estado. Jamás
éramos virreyes ni gobernadores, sino por causas muy extraordinarias; arzobispos y
obispos pocas veces; diplomáticos nunca; militares, sólo en calidad de subalternos;
nobles, sin privilegios reales; no éramos, en fin, ni magistrados, ni financistas y casi ni
aun comerciantes; todo es contravención directa de nuestras instituciones.
De cuanto he referido será fácil colegir que la América no estaba preparada para
desprenderse de la metrópoli, como súbitamente sucedió, por el efecto de las ilegítimas
cesiones de Bayona y por la inicua guerra que la Regencia nos declaró, sin derecho
alguno para ello, no sólo por la falta de justicia, sino también de legitimidad. Sobre la
naturaleza de los gobiernos españoles, sus decretos conminatorios y hostiles, y el curso
entero de su desesperada conducta hay escritos, del mayor mérito, en el periódico "El
Español" cuyo autor es el señor Blanco; y estando allí esta parte de nuestra historia
muy bien tratada, me limito a indicarlo.
Los americanos han subido de repente y sin los conocimientos previos, y, lo que es
más sensible, sin la práctica de los negocios públicos, a representar en la escena del
mundo las eminentes dignidades de legisladores, magistrados, administradores del
erario, diplomáticos, generales y cuantas autoridades supremas y subalternas forman la
jerarquía de un estado organizado con regularidad.
Cuando las águilas francesas sólo respetaron los muros de la ciudad de Cádiz, y con su
vuelo arrollaron los frágiles gobiernos de la Península, entonces quedamos en la
orfandad. Ya antes habíamos sido entregados a la merced de un usurpador extranjero;
después, lisonjeados con la justicia que se nos debía y con esperanzas halagüeñas
siempre burladas; por último, inciertos sobre nuestro destino futuro, y amenazados por
la anarquía, a causa de la falta de un gobierno legítimo, justo y liberal, nos
precipitamos en el caos de la revolución. En el primer momento sólo se cuidó de
proveer a la seguridad interior, contra los enemigos que encerraba nuestro seno. Luego
se extendió a la seguridad exterior; se establecieron autoridades que sustituimos a las
que acabábamos de deponer, encargadas de dirigir el curso de nuestra revolución y de
aprovechar la coyuntura feliz en que nos fuese posible fundar un gobierno
constitucional, digno del presente siglo y adecuado a nuestra situación.
Todos los nuevos gobiernos marcaron sus primeros pasos con el establecimiento de
juntas populares. Estas formaron en seguida reglamentos para la convocación de
congresos que produjeron alteraciones importantes. Venezuela erigió un gobierno
democrático y federal, declarando previamente los derechos del hombre, manteniendo
el equilibrio de los poderes y estatuyendo leyes generales en favor de la libertad civil,
de imprenta y otras; finalmente se constituyó un gobierno independiente. La Nueva
Granada siguió con uniformidad los establecimientos políticos y cuantas reformas hizo
Venezuela, poniendo por base fundamental de su constitución el sistema federal más
exagerado que jamás existió; recientemente se ha mejorado con respecto al poder
ejecutivo general, que ha obtenido cuantas atribuciones le corresponden. Según
entiendo, Buenos Aires y Chile han seguido esta misma línea de operaciones; pero
como nos hallamos a tanta distancia, los documentos son tan raros y las noticias tan
inexactas, no me animaré ni aun a bosquejar el cuadro de sus transacciones.
Los acontecimientos de la Tierra Firme nos han probado que las instituciones
perfectamente representativas no son adecuadas a nuestro carácter, costumbres y luces
actuales. En Caracas el espíritu del partido tomó su origen en las sociedades,
asambleas y elecciones populares; y estos partidos nos tornaron a la esclavitud. Y así
como Venezuela ha sido la república americana que más se ha adelantado en sus
instituciones políticas, también ha sido el más claro ejemplo de la ineficacia de la
forma democrática y federal para nuestros nacientes estados. En Nueva Granada las
excesivas facultades de los gobiernos provinciales y la falta de centralización en el
general, han conducido aquel precioso país al estado a que se ve reducido en el día.
Por esta razón, sus débiles enemigos se han conservado contra todas las
probabilidades. En tanto que nuestros compatriotas no adquieran los talentos y virtudes
políticas que distinguen a nuestros hermanos del Norte, los sistemas enteramente
populares, lejos de sernos favorables, temo mucho que vengan a ser nuestra ruina.
Desgraciadamente estas cualidades parecen estar muy distantes de nosotros en el grado
que se requiere; y por el contrario, estamos dominados de los vicios que se contraen
bajo la dirección de una nación como la española, que sólo ha sobresalido en fiereza,
ambición, venganza y codicia.
Yo deseo más que otro alguno ver formar en América la más grande nación del
mundo, menos por su extensión y riquezas que por su libertad y gloria. Aunque aspiro
a la perfección del gobierno de mi patria, no puedo persuadirme que el Nuevo Mundo
sea por el momento regido por una gran república; como es imposible, no me atrevo a
desearlo, y menos deseo una monarquía universal en América, porque este proyecto,
sin ser útil, es también imposible. Los abusos que actualmente existen no se
reformarían y nuestra regeneración sería infructuosa. Los estados americanos han
menester de los cuidados de gobiernos paternales que curen las llagas y las heridas del
despotismo y la guerra. La metrópoli, por ejemplo, sería México, que es la única que
puede serlo por su poder intrínseco, sin el cual no hay metrópoli. Supongamos que
fuese el istmo de Panamá, punto céntrico para todos los extremos de este vasto
continente, ¿no continuarían éstos en la languidez y aun en el desorden actual? Para
que un solo gobierno dé vida, anime, ponga en acción todos los resortes de la
prosperidad pública, corrija, ilustre y perfeccione al Nuevo Mundo, sería necesario que
tuviese las facultades de un Dios, y cuando menos las luces y virtudes de todos los
hombres.
Los estados del istmo de Panamá hasta Guatemala formarán quizá una asociación. Esta
magnifica posición entre los dos grandes mares podrá ser con el tiempo el emporio del
universo; sus canales acortarán las distancias del mundo; estrecharán los lazos
comerciales de Europa, América y Asia; traerán a tan feliz región los tributos de las
cuatro partes del globo. ¡Acaso sólo allí podrá fijarse algún día la capital de la tierra
como pretendió Constantino que fuese Bizancio la del antiguo hemisferio!
Poco sabemos de las opiniones que prevalecen en Buenos Aires, Chile y el Perú;
juzgando por lo que se transluce y por las apariencias, en Buenos Aires habrá un
gobierno central, en que los militares se lleven la primacía por consecuencia de sus
divisiones internas y guerras externas. Esta constitución degenerará necesariamente en
una oligarquía, o una monocracia con más o menos restricciones, y cuya denominación
nadie puede adivinar. Sería doloroso que tal cosa sucediese, porque aquellos habitantes
son acreedores a la más espléndida gloria.
El reino de Chile está llamado por la naturaleza de su situación, por las costumbres
inocentes y virtuosas de sus moradores, por el ejemplo de sus vecinos, los fieros
republicanos del Arauco, a gozar de las bendiciones que derraman las justas y dulces
leyes de una república. Si alguna permanece largo tiempo en América, me inclino a
pensar que será la chilena. Jamás se ha extinguido allí el espíritu de libertad; los vicios
de la Europa y del Asia llegarán tarde o nunca a corromper las costumbres de aquel
extremo del universo. Su territorio es limitado; estará siempre fuera del contacto
inficionado del resto de los hombres; no alterará sus leyes, usos y prácticas; preservará
su uniformidad en opiniones políticas y religiosas; en una palabra, Chile puede ser
libre.
El Perú, por el contrario, encierra dos elementos enemigos de todo régimen justo y
liberal: oro y esclavos. El primero lo corrompe todo; el segundo está corrompido por sí
mismo. El alma de un siervo rara vez alcanza a apreciar la sana libertad: se enfurece en
los tumultos o se humilla en las cadenas.
Aunque estas reglas serían aplicables a toda la América, creo que con más justicia las
merece Lima, por los conceptos que he expuesto y por la cooperación que ha prestado
a sus señores contra sus propios hermanos, los ilustres hijos de Quito, Chile y Buenos
Aires. Es constante que el que aspira a obtener la libertad a lo menos lo intenta.
Supongo que en Lima no tolerarán los ricos la democracia; ni los esclavos y pardos
libertos la aristocracia: los primeros preferirán la tiranía de uno solo, por no padecer
las persecuciones tumultuarias y por establecer un orden siquiera pacífico. Mucho hará
si consigue recobrar su independencia.
Es una idea grandiosa pretender formar de todo el Mundo Nuevo una sola nación con
un solo vinculo que ligue sus partes entre sí y con el todo. Ya que tiene un origen, una
lengua, unas costumbres y una religión, debería, por consiguiente, tener un solo
gobierno que confederase los diferentes estados que hayan de formarse; mas no es
posible, porque climas remotos, situaciones diversas, intereses opuestos, caracteres
desemejantes, dividen a la América. ¡Qué bello sería que el Istmo de Panamá fuese
para nosotros lo que el de Corinto para los griegos! Ojalá que algún ida tengamos la
fortuna de instalar allí un augusto congreso de los representantes de las repúblicas,
reinos e imperios a tratar y discutir sobre los altos intereses de la paz y de la guerra,
con las naciones de las otras partes del mundo. Esta especie de corporación podrá tener
lugar en alguna época dichosa de nuestra regeneración; otra esperanza es infundada,
semejante a la del abate St. Pierre, que concibió el laudable delirio de reunir un
congreso europeo para decidir de la suerte y de los intereses de aquellas naciones.
Pienso como Vd. que causas individuales pueden producir resultados generales; sobre
todo en las revoluciones. Pero no es el héroe, gran profeta, o Dios del Anahuac,
Quetzalcóatl el que es capaz de operar los prodigiosos beneficios que Vd. propone.
Este personaje es apenas conocido del pueblo mexicano, y no ventajosamente, porque
tal es la suerte de los vencidos aunque sean dioses. Sólo los historiadores y literatos se
han ocupado cuidadosamente en investigar su origen, verdadera o falsa misión, sus
profecías y el término de su carrera. Se disputa si fue un apóstol de Cristo o bien
pagano. Unos suponen que su nombre quiere decir Santo Tomás; otros que Culebra
Emplumajada; y otros dicen que es el famoso profeta de Yucatán, Chilam-Balam. En
una palabra, los más de los autores mexicanos, polémicos e historiadores profanos, han
tratado, con más o menos extensión, la cuestión sobre el verdadero carácter de
Quetzalcóatl. El hecho es, según dice Acosta, que él estableció una religión cuyos
ritos, dogmas y misterios tenían una admirable afinidad con la de Jesús, y que quizás
es la más semejante a ella. No obstante esto, muchos escritores católicos han
procurado alejar la idea de que este profeta fuese verdadero, sin querer reconocer en él
a un Santo Tomás, como lo afirman otros célebres autores. La opinión general es que
Quetzalcóatl es un legislador divino entre los pueblos paganos del Anahuac, del cual
era lugarteniente el gran Montezuma, derivando de él su autoridad. De aquí se infiere
que nuestros mexicanos no seguirían al gentil Quetzalcóatl, aunque apareciese bajo las
formas más idénticas y favorables, pues que profesan una religión la más intolerante y
exclusiva de las otras.
Yo diré a Vd. lo que puede ponernos en actitud de expulsar a los españoles y de fundar
un gobierno libre: es la unión, ciertamente; mas esta unión no nos vendrá por prodigios
divinos, sino por efectos sensibles y esfuerzos bien dirigidos. La América está
encontrada entre sí, porque se halla abandonada de todas las naciones; aislada en
medio del universo, sin relaciones diplomáticas ni auxilios militares, y combatida por
la España, que posee más elementos para la guerra que cuantos nosotros furtivamente
podemos adquirir.
Cuando los sucesos no están asegurados, cuando el estado es débil y cuando las
empresas son remotas, todos los hombres vacilan, las opiniones se dividen, las
pasiones las agitan y los enemigos las animan para triunfar por este fácil medio. Luego
que seamos fuertes, bajo los auspicios de una nación liberal que nos preste su
protección, se nos verá de acuerdo cultivar las virtudes y los talentos que conducen a la
gloria; entonces seguiremos la marcha majestuosa hacia las grandes prosperidades a
que está destinada la América meridional; entonces las ciencias y las artes que
nacieron en el Oriente y han ilustrado la Europa, volarán a Colombia libre, que las
convidará con un asilo.
Tales son, señor, las observaciones y pensamientos que tengo el honor de someter a
Vd. para que los rectifique o deseche, según su mérito, suplicándole se persuada que
me he atrevido a exponerlos, más por no ser descortés, que porque me crea capaz de
ilustrar a Vd. en la materia.