Grondin
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Pero el privilegio filosófico de la cuestión del ser es más que un dato de la historia, fácilmente verificable. Si
esta cuestión reivindica ser pensada desde los griegos es porque, en la luminosidad de un solo vocablo, el ser
encierra a la vez el universo en su conjunto y nuestra efímera posición en la existencia. Frágil y gratuito, el ser,
empezando por el nuestro, podría no haber visto nunca la luz del día. Pero ya no hay reme- dio; el ser es, hay
ser, y nosotros somos ser por el tiempo de un suspiro. Este misterio y nuestra perplejidad ante él, ante
nosotros mismos, es el origen de la filosofía o de la metafísica, pensamiento del ser. Para este misterio hay dos
grandes respuestas, que no se excluyen necesariamente. La primera busca explicar por qué hay ser —o tal ser,
nosotros, por ejemplo— más bien que nada. Es el sentido que tiene el «principio de razón» en un pensador
como Leibniz, que se pregunta por las razones por las que las cosas son lo que son.1 Este principio, esta
esperanza de la racionalidad es lo único que anima todo el esfuerzo de la ciencia que, desde Platón, si no ya
desde el discurso de Parménides sobre el ser, se entiende como un discurso racional (logos) sobre lo que es (el
on, o el ente). Hay una segunda respuesta, que no ha cesado verdaderamente nunca, desde Parménides, de
acompañar este intento de explicación. Se trata de la actitud que, más allá de toda perspectiva explicativa,
muestra sin más su asombro ante el hecho de que haya ser y no más bien nada. Aunque puede parecer algo
irracionalista, esta postura ante el ser no es menos rigurosa que la primera. Constata, en efecto, que ninguna
explicación explica en definitiva el ser si no es partiendo del ser. Por más que nos esforcemos en derivar el ser
de un principio superior nunca llegaremos realmente a explicar por qué hay ser y no más bien nada. Y de ahí la
paradoja: el ser, que apela al intento de ser explicado por el pensamiento, se muestra en sí reacio, en cierto
sentido, a cualquier explicación. La filosofía, que, en su vena más científica, pretende explicar, sabe también
asombrarse ante la inmensidad de lo que es. Platón y Aristóteles, por otra parte, han dicho que la filosofía
debía su origen al asombro, o a la admiración. Puede decirse que las grandes creaciones de la filosofía, como
las del arte, han nacido de este asombro, que no cesa de renovarse después de más de dos milenios. El
asombro ante la inmensidad del ser, a la vez que personifica una de sus manifestaciones más rigurosas, es
también lo que hace que el proyecto de la metafísica —el discurso razonado sobre el ser— sea un proyecto
con tanto riesgo. En efecto, ¿qué se puede decir del ser? ¿Puede ser, un discurso sobre el ser, otra cosa que un
balbuceo o un tanteo en la oscuridad? ¿Está la filosofía alguna vez a la altura del ser que ella misma quisiera
poder expresar? He aquí por qué el pensamiento metafísico se ha visto siempre atormentado por una cierta
confusión ante su discurso sobre el ser: ¿se trata de un discurso verdaderamente científico? Esta mala
conciencia de la filosofía la lleva tanto al escepticismo (no podemos decir nada cierto sobre el ser) como hacia
la mística (el ser es inefable) o a una abierta y resuelta exclusión de la cuestión del ser: del ser no habría nada
que decir, porque se trata de un concepto demasiado general, por lo que es preciso contentarse con hablar
del curso previsible, y por lo mismo explicable, de las cosas (pero no siempre se da cuenta uno de que esta
exclusión, así como la resignación a que obliga, es ella misma fruto de una decisión metafísica). Que nadie se
llame a engaño, estas tres posturas ante el ser, la del escepticismo, la de la mística y la de la expropiación de la
cuestión del ser, siguen siendo tentativas muy rea- les y del todo coherentes de la práctica filosófica: el ser
parece verdaderamente inefable desde la perspectiva de la ciencia y su incomprensibilidad tiene algo de
exasperante. Reconozcámoslo de una vez por todas, se nos dice: una filosofía ajena a toda mística o a todo
escepticismo no es muy practicable, porque esa filosofía no estaría a la altura del misterio de su objeto. Pero
ante estas objeciones siente uno la tentación de responder reemprendiendo el suspiro de Galileo: Eppur si
muove! «¡Y no obs tante, se mueve!», el ser nos mueve y nos conmueve. De él hablamos sin cesar y en él
somos. Hacer metafísica es esforzarse en decir qué hay de este ser que nos abarca.
Sus orígenes Hemos visto que con Parménides apareció por vez primera el pensamiento del ser. Un pensador
del que se sabe poco, pero de quien se ha conservado un texto continuo de unas tres páginas, donde se hace
insistentemente cuestión del ser como de un objeto privilegiado, o me- jor, como del único objeto del
pensamiento. Parménides se contenta con decir, tautológicamente, que este ser es, sin más, añadiendo,
simple- mente, que el no-ser no es. Pensamiento algo primario, podríamos decir, pero esta singular
emergencia del tema del ser va a la par con la primera aparición del pensamiento «racional», el que sigue la
vía del pensar que intenta ir más allá del nivel de la palabrería o de las opiniones no funda- das, y que no
puede sino apoyarse sobre el ser en el sentido permanente del término, ajeno al devenir. Platón será el
primero en llamar philosophia a este pensar en un ser permanente y fundamental. La aparición del término
«metafísica» es bastante más tardía. Aun- que data del siglo xii, el término se hizo susceptible de ser pensado
en el siglo i a. C., cuando Andrónico de Rodas quiso dar un título a un con- junto inclasificable de catorce
estudios breves de Aristóteles. Según una tradición más o menos novelesca, tras la muerte de Aristóteles, sus
manuscritos habrían literalmente enmohecido en un sótano durante casi dos siglos,2 antes de que fueran
editados por Andrónico, décimo escolarca
de la escuela peripatética fundada por Aristóteles. Andrónico tuvo que ordenar primero esos manuscritos
reencontrados, ordenándolos y clasificándolos según secciones específicas, que correspondían al currículum
de una enseñanza doctrinal. Inspirándose en la división estoica de la filosofía en lógica, física y ética,
Andrónico reunió los manuscritos de Aristóteles en cuatro grandes clases:3 1) los escritos lógicos (que más
tarde recibirán el nombre de Organon); 2) los escritos éticos, políticos, retóricos (que comprenden también la
Poética); 3) los escritos físicos (donde hay también investigaciones que hoy clasificaríamos como biológicas o
psicológicas); 4) los escritos «metafísicos». El término «metafísica» parece querer decir aquí «que se
encuentran detrás de los físicos» (meta ta physika). Por tanto, no tendría sino una función bibliográfica, pero
que al mismo tiempo daría testimonio de un conflicto: Andrónico habría clasificado bajo la apelación de
«metafísica» un conjunto desigual de catorce opúsculos que no supo clasificar de otra manera, porque no
eran lógicos, ni éticos, ni físicos en el sentido estricto del término. Seguramente que el término «metafísica»
podría también designar un cierto contenido. Hasta podría hábilmente circunscribir todo aquello que podría
situarse «más allá de lo físico» como tal. Es tentador citar aquí el conocido texto de Kant sobre el origen del
término «metafísica»: En lo que concierne al nombre de metafísica, no puede creerse que haya nacido al azar,
pues se ajusta tan bien a la ciencia misma: si se llama physis a la naturaleza y si sólo podemos llegar a los
conceptos acerca de la naturaleza mediante la experiencia, entonces la ciencia que viene a continuación de
ésta se llama metafísica (de meta, trans, y physica). Es una ciencia que de algún modo se halla fuera, es decir,
más allá del campo de la física.
En realidad, esta concepción de la metafísica como una ciencia de lo suprasensible corresponde más a la idea
que Kant se hacía de la metafísica (y que él tenía por una ciencia imposible al no poder justificar su pre-
tensión de un conocimiento sobrenatural) que al objetivo real de los tex- tos de Aristóteles. Los textos de la
Metafísica no hablan solamente, ni prioritariamente, de aquello que está «más allá» de lo físico. El libro V, por
ejemplo, propone una selección de definiciones que podrían clasificarse, en sentido estricto, en los escritos
lógicos, mientras que los libros VII, VIII y IX tratan esencialmente de aquello que constituye la sustancia en
sentido general y ciertamente no «meta-físico» del término. Pero es cierto que determinados manuscritos
evocan el proyecto de una ciencia universal o de una filosofía primera, que remitiría a lo que fue llama- do por
vez primera por Aristóteles «el ser en cuanto ser». Aunque el sentido de esta fórmula no es inmediatamente
claro, la idea de distinguir esta consideración universal del ser de la finalidad de las ciencias especiales, que
contemplan objetos más particulares, es más fácilmente comprensible. Esta distinción se encuentra al
comienzo del libro IV de la colección de esos escritos llamados metafísicos:
Hay una ciencia que estudia el ser en cuanto ser y los atributos que esencialmente le pertenecen. Esta ciencia
no se confunde con ninguna de las denominadas particulares, porque ninguna de las otras ciencias, en efecto,
se ocupa en general del ser en cuanto ser, sino que, tras seccionar de ello una parte, estudia sólo los atributos
de ésta: así sucede, por ejemplo, con las ciencias matemáticas.5 Toda introducción a la metafísica debe partir
de ese texto fundacional de Aristóteles. Define la ciencia que estudia el ser en cuanto ser por su pretensión de
universalidad: mientras que las demás ciencias tratan de un ámbito de objetos bien delimitado, habría una
ciencia más global, pero que Aristóteles deja aquí sin nombre. Siguiendo una terminología más tardía, la de
Husserl y la de Heidegger, podríamos decir que todas las ciencias son «ónticas» en cuanto remiten a un ente
(o a un objeto) determinado, mientras que sólo la filosofía es propiamente «ontológica» por- que focaliza su
reflexión sobre el ser mismo, o el ser en cuanto ser. Esta fórmula permanece ciertamente del todo enigmática,
tanto más cuanto que Aristóteles jamás la explica directamente. Pero ella deja entrever que el propósito de la
«metafísica», si así podemos llamarla, pretende ser no sólo más universal que el de las otras ciencias, sino que
promete ser a la vez más fundamental: parece que la reflexión sobre el ser y sus propiedades esenciales debe
preceder a las ciencias especiales, en las que el ser se entiende de manera más específica, como ser esto o
aquello, matemático, físico, etc. Esta concepción puede parecer hoy día demasiado jerárquica, y por esta
razón fuera de tiempo en buena medida, pero sigue siendo esencial para la filosofía, en el supuesto de que
ésta deba diferenciarse, de manera creíble, de las ciencias particulares que tratan de objetos más específicos.
Es ciertamente posible definirla sin asignarle la cuestión del ser, pero no acabamos de ver cómo la filosofía
puede seguir siendo lo que es si deja de plantearse cuestiones universales y fundamentales, que no incumben
a las ciencias particulares. Éste es el campo de interrogantes que se abre y se descubre en la fórmula de
Metafísica IV. La historia de la metafísica es hasta cierto punto la historia de esta fórmula aristotélica, que se
sitúa en línea recta con la interrogación planteada por Parménides y Platón. Veremos cómo buena parte del
pensamiento medieval tardío se ha desarrollado bajo la influencia de la idea aristotélica de una filosofía
primera, centrada en el problema del ser, que el Medioevo piensa dentro del horizonte, poco griego, de una
creación del ser en su conjunto. Cuando la filosofía moderna ha querido poner en cuestión determinados
cimientos de la metafísica clásica, lo ha hecho proponiendo un discurso metafísico nuevo. En sus Meditationes
de pri ma philosophia (1641), Descartes abrió esa modernidad a una reflexión filosófica que sólo se apartaba
de la cuestión del ser en la medida en que había encontrado un objeto más universal y más fundamental
todavía, que era el ser del pensamiento. Esta redefinición de la filosofía constituía una reorientación de la
metafísica, entendida como discurso universal y fundamental sobre lo que es. Autores como Leibniz, Kant,
Hegel o Heidegger intentaron también redefinir el objeto de la metafísica, pero lo han hecho siempre en
nombre de una concepción del ser nueva y más ra dical. El contrasentido más grave consistiría ahora en hacer
de la metafísi ca una reflexión sobre un «objeto» más digno que el resto. Y es que la tradición metafísica
siempre ha sabido que la meditación sobre el ser debía ir acompañada de una cierta conversión de la mirada.
Platón hablaba en este sentido de una metanoia, de una metamorfosis, o hasta de una epimeleia, de un
cuidado del alma. Estudiar el ser es siempre interrogar- se también sobre el sentido, o el sinsentido (porque
uno presupone el otro), de nuestra experiencia del ser. Esto es evidente en el caso de Parménides, el cual
asocia el pensamiento del ser a una elevación y a un cambio de la inteligencia, motivo que retomará
expresamente Platón al incitar al alma a alejarse de las sombras y de la palabrería (doxa) que embelesan a la
multitud, para volverse hacia las realidades más originarias. Éste será para nosotros el primer sentido de la
«trascendencia» metafísica. Pierre Hadot ha redescubierto esa idea, connatural en el pensamiento antiguo y
no siempre olvidada entre los modernos, de que la filosofía aspira menos a un discurso teórico o doctrinal que
a un trabajo del alma consigo misma y, por consiguiente, a la actualización de una forma de vida que merece
el nombre de sabiduría.6 El término «conversión» (metanoia) ha caído algo en desuso, pero la urgencia de un
cuidado (epimeleia) del alma no cesará nunca de ser prioritario mientras los hombres se pregunten por el
sentido de su corta y accidental morada en el ser. La metafísica reconoce sentirse llevada por una inquietud
que puede calificarse como ética o existencial. La cuestión, a veces debatida, de la prioridad de la ética
respecto de la metafísica, o de ésta respecto de aquélla, no requiere en verdad ser planteada. Toda ética
presupone una meta- física o una ontología, a saber, una comprensión de lo que somos, de la misma manera
que toda metafísica se siente aguijoneada por un plantea- miento ético del sentido y de las posibilidades de
nuestra existencia. ¿Acaso no se formula con el vocabulario del ser la célebre cuestión «ética» de Hamlet, ser
o no ser? Introducirse en la metafísica es reintroducirse en esa pregunta que, siguiendo la fórmula de Agustín,
cada cual es para sí mismo: quaestio mihi factus sum.7 Surgiendo de ahí, la metafísica es una llamada a esta
in- quietud fundamental que se halla en la raíz de todo esfuerzo de com- prensión. Tan esencial como es, se
trata sin embargo de una pregunta ante la cual, como lo ha recordado una vez más Heidegger, la existencia
tiende a veces a escabullirse. Para decirlo con Platón: la filosofía es un asunto de reminiscencia.
La presente introducción quiere ser vista como una especie de re- cuerdo de las épocas culminantes que han
formado el tronco común de la metafísica. El autor no tiene la sensación de haber escogido autores y temas de
manera indiscriminada, y piensa que los pensamientos aquí representados son los que con mayor rigor han
contribuido, tanto en el plano conceptual como en el de la eficacia histórica, en la definición del espacio
propio de la metafísica. Sólo espero que la elección no parezca demasiado arbitraria ni demasiado dictada por
un canon que otros puedan estimar —con el mayor de los derechos— menos pertinente. En última instancia,
acabamos de recordarlo, es asunto de cada cual introducirse en la metafísica.
Grondin, J. (2015). Introducción a la metafísica: ( ed.). Barcelona, Spain: Herder Editorial. Recuperado de
https://elibro.net/es/ereader/udemm/45768?page=30.