La Librera y El Hereje Trade

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I

MARZO DE 1528

No desesperes, ni te desanimes, lector, porque esté


prohibido, so pena de perder la vida y los bienes…
leer la palabra que sanará tu alma… ya que si Dios
está de nuestro lado, qué más da a quién tengamos
en contra, sean obispos, cardenales, papas…
WILLIAM TYNDALE,
La obediencia del cristiano, 1528

n grito reverberó entre las paredes de la imprenta y librería


Gough y el eco recorrió Paternoster Row. Una espantosa rata de
mirada malévola forcejeaba torpemente dentro del tarro con cebo,
intentando salir a zarpazos. Como no acudió presencia masculina al-
guna, Kate Gough cerró los ojos, respiró hondo, agarró el atizador
y descargó un golpe con tal fuerza que casi perdió el equilibrio. El
tarro se hizo añicos. Una mancha gris huyó corriendo y se ocultó
detrás de un enorme códice en el estante inferior del armario de los
libros.
¡Maldita sea! A cambio de sus esfuerzos solo había conseguido
un pegote de grasa y cenizas y cristales rotos en el suelo. ¿Dónde
estaban los hombres cuando se los necesitaba? Aunque la verdad era
que Kate no contaba con ningún hombre en su vida, salvo su her-
mano John, que se había ido a la Feria del Libro de Frankfurt a
modo de gran aventura. Sus dos pretendientes, el hijo sinvergüenza

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de un comerciante de especias y un aprendiz de imprenta amigo de lo
ajeno, se habían esfumado al enterarse de que ella no tenía dote y
el negocio era propiedad de su hermano.
–Criaturas espantosas, malignas –masculló Kate entre dientes,
ya que no había nadie cerca para oírla.
Aun cuando no hubiera visto cara a cara a la merodeadora, ha-
bía pruebas evidentes de otra invasión de roedores: ángulos raídos
en las cubiertas de piel de los libros, hojas masticadas, repugnantes
excrementos negros en los anaqueles de la estantería. Al dejar caer
el atizador al suelo, el ruido ahogó el chirrido de la puerta, pero
cuando se agachó para recoger las esquirlas más grandes de vidrio
grasiento, entró una corriente de aire frío.
–Id echando un vistazo –dijo por encima del hombro–. Ense-
guida estoy con vos. –Cogió la escoba que estaba apoyada contra la
chimenea y barrió los cristales para formar una pila–. He roto un ta-
rro y no querría que alguien pisara algún trozo.
–Por favor, es urgente. –Era la voz de una mujer.
Kate sintió que se le erizaba el vello de la nuca. ¿Cómo podía
ser urgente la compra de un libro?
–Cerrad la puerta, por favor. Entra el frío. No tardaré más de un
minuto –repitió, intentando disimular la irritación.
–Por favor. No puedo esperar. Solo tenéis que vigilar a mi bebé.
Ahora vuelvo. Enseguida. Lo prometo. –La mujer hablaba en voz
baja, con la respiración entrecortada, como si alguien la persiguiera.
¿Un bebé? ¿Ha dicho que dejaba un bebé?
Kate se volvió justo a tiempo de ver otra mancha gris –esta más
grande y con falda– salir como una exhalación por la puerta.
–¡Esperad! No… –empezó a decir Kate, pero la mujer escapó
con igual rapidez que la rata–. ¡Esperad! ¡Volved! –gritó a la falda
y el mantón que en ese momento desaparecían por la esquina que
llevaba al patio de San Pablo.
Por todos los santos y la mismísima Virgen, musitó para sí,
olvidándose por completo de la rata y los cristales rotos; olvidán-
dose de la escoba que tenía en la mano, al mirar con incredulidad
el bulto en el suelo. Este se movió un poco dentro de la ropa que
lo envolvía. ¡Cómo se atreve esa mujer! ¡Habrase visto presun-
ción y negligencia y estupidez mayor que dejar a un niño con un

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desconocido!, pensó. Kate no sabía nada del cuidado de los bebés.
La única persona a quien había cuidado había sido a su madre mo-
ribunda, y ni siquiera eso se le había dado muy bien.
¿Y si la mujer mentía? ¿Y si tardaba horas en volver? Ante la otra
posibilidad que acudió a su mente, se le cortó el aliento. ¿Y si no vol-
vía nunca? Probablemente era una de las desharrapadas que ronda-
ban por la escalinata de San Pablo, mujeres con la misma expresión
de hambre en los ojos que las palomas que picoteaban los restos de
comida dejados por los buhoneros en las losas sucias del pavimento.
El bulto se retorció un poco y emitió un ruido parecido a un chu-
peteo. ¿Por qué aquella tonta no lo había llevado a la inclusa o a las
monjas del convento dominico? Dios bendito, ¿por qué tenía que
dejarlo allí? ¡Virgen santa, empieza a llorar!
–Chist, chist, no llores. Por favor, por favor, no llores –suplicó–.
Llorar no es bueno, llorar no sirve de nada –dijo, como si fuera po-
sible hacer entrar en razón al pequeño.
Kate dejó la escoba junto a la puerta y, arrodillándose en el
suelo, observó a la criatura.
–No debes llorar. No está permitido –dijo, y apartó una manta
descolorida pero limpia bajo la que apareció una cara de muñeca y
una boca abullonada contrayéndose en una mueca de rabia. Una
manita minúscula y perfecta se zafó de la ropa y lanzó un golpe al
aire. El bebé dejó escapar un berrido débil y agudo, y luego otro,
hasta que su pequeño cuerpo se retorció al ritmo de su llanto.
Kate cogió al bebé con cuidado y, apoyándoselo en la sangría del
brazo, lo acunó con delicadeza. Para su asombro, el llanto bajó de
volumen y se interrumpió de manera intermitente.
–Ya, ya –arrulló Kate a la vez que se balanceaba y mecía al
bebé.
Tampoco es tan difícil, pensó.
El bebé dejó de llorar y abrió los ojos. Eran del color del manto
de la Virgen en la antigua Biblia ilustrada que ella había heredado de
su abuela, un azul virginal, puro y perfecto. Kate detuvo su balanceo.
Los ojos azules se cerraron y la boquita se contrajo de nuevo. Kate
prosiguió con el balanceo y los arrullos, y el mundo estuvo otra vez
en orden. El bebé –a quien Kate, con su limitada experiencia, cal-
culó un par de meses– fijó la mirada en su cara y sonrió. Tanto la

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mirada como la sonrisa parecían poseer una sabiduría primigenia,
como si dijera: «Sé quién eres y te declaro digna». Un gorgorito si-
guió a la sonrisa, luego otro.
En ese momento el corazón se le triplicó de tamaño.
Aún tenía al bebé en brazos e intercambiaba con él vacilantes so-
nidos de cariño en un lenguaje antiguo, conocido solo por mujeres
y bebés, cuando de pronto regresó la madre.
–No sabéis cuánto lo siento. Muchas gracias por cuidar de mi pe-
queña Madeline. –Se interrumpió para recuperar el aliento–. Con
ella no podía correr. Un cortabolsas me ha robado el jornal, y he te-
nido que salir en su persecución. –Sonrió y sostuvo en alto la bolsa
pequeña y estrecha. Dentro tintinaron unas monedas–. Me llamo
Winifred. Soy costurera de la tienda de la calle de arriba y la dueña
ha salido. No podía dejar a mi hija sola.
–¿Madeline? Es un nombre precioso –dijo Kate. Su enfado con-
tra la mujer por abandonar a la niña en el suelo de su librería se ha-
bía disipado–. Y es una niña preciosa.
–Su padre es francés –aclaró la mujer, como si eso explicara el
nombre de la pequeña, o quizá su belleza, a juzgar por cómo se le
iluminó el rostro al hablar de él.
La niña gorjeaba aún, y Kate seguía meciéndola en sus brazos.
Por un momento pensó, asombrada, en la manifiesta temeridad de
la joven, que no podía tener más de diecisiete años, la edad de Kate
cuando el aprendiz de impresor con el que ella había intercambia-
do algún que otro torpe beso fue descubierto con la mano en la ca-
ja de la librería y despachado vergonzosamente. Esta muchacha
contaba ya con un marido y una hija y perseguía a cortabolsas como
si formara parte de sus labores diarias.
La mujer tendió los brazos.
–Le caéis bien. Normalmente no acepta a los desconocidos.
–Sois muy valiente… o muy insensata –comentó Kate, estre-
chando a la niña inconscientemente.
–Ah, no era más que un chiquillo. Le he dado un sopapo y lo
he mandado a casa con su mamá para que sepa lo que le conviene.
Debía de tener hambre, pero yo no puedo permitirme darle de co-
mer. Mi hombre no se alegraría mucho si yo volviera a casa con
las manos vacías. Trabaja de barquero en Southwark. Solo en la

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comida de los tres ya gastamos hasta el último penique que nos me-
temos en el bolsillo. A este lado del río hay mucha gente que se
niega a subir en su barca porque es extranjero. –Con los brazos to-
davía extendidos, la mujer dio un paso más al frente–. Me la llevo
ya. He abusado demasiado de vuestra paciencia.
Kate entregó a la pequeña de mala gana.
–No tiene importancia –murmuró.
Winifred cogió a la niña en brazos y le frotó la nariz con la suya.
–Te has portado muy bien, pero ahora tenemos que irnos. Papá
querrá cenar –dijo. Salió de la tienda apresuradamente, casi tan de-
prisa como había entrado, añadiendo por encima del hombro–: Muy
agradecida, señora.
–Por favor, estoy a vuestra disposición –exclamó Kate en di-
rección a la espalda que se alejaba–. No ha sido ninguna molestia.
En serio.
Permaneció un momento en la puerta, sin sentir la corriente de
aire frío, notando aún en los brazos el peso de la niña. El farolero
cumplía ya con su cometido y el sereno había iniciado su ronda.
Pronto oscurecería y la noche se desplegaría ante ella. Encendería
su propio candil, leería un rato una traducción reciente de Dante
que tenían a la venta, con cuidado de no ensuciar las páginas, na-
turalmente. Comería pan rancio y queso, y quizá unos cuantos
frutos secos. Apenas cocinaba desde que su hermano se había ca-
sado, y se alegraba de haberse librado de esa tarea en los últimos dos
años. Luego avivaría el fuego en la chimenea de la tienda y subi-
ría por la escalera de caracol a su pequeña cama, donde apenas ca-
bía una sola persona.
Antes debía barrer los cristales rotos. Cogió la escoba, pero sim-
plemente se apoyó en ella, preguntándose qué había cambiado: ¿De
dónde venía esa repentina sensación de soledad e insatisfacción?
Pensó en las mujeres pobres que dormían a la sombra de San Pablo,
en cualquier portal donde encontraran cobijo. Deberías dar gracias
a Dios, Kate Gough –se reprendió–. Tienes un techo y un hogar…
y libros. Si te entra el anhelo de sostener a un niño en brazos, siem-
pre está el pequeño Pipkin… y luego puedes devolvérselo a su
madre. ¿De dónde sacarías el tiempo para los libros si tuvieras una
prole de niños llorones y un marido? Pero no se sintió agradecida.

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La muchacha… Dijo que se llamaba Winifred. Ya debía de es-
tar en su casa. Su marido y ella cenarían juntos y se reirían de la cap-
tura del aspirante a ladrón. Tal vez incluso le hablase a su francés
sobre la librera que le había cuidado a la niña.
«¿Era amable?», quizá preguntara él. «Bastante amable. Pero
se la veía un poco triste. Pareció como si quisiera quedarse a la pe-
queña Madeline. Me ha dado un poco de lástima.»
La pequeña Madeline. Kate recordó su olor a bebé, la manita per-
fecta que se agarró a su dedo como si fuera una cuerda de salva-
mento.
¡Basta ya, Kate!
Movió la escoba con más brusquedad de la que pretendía. Un
trozo de cristal resbaló por el suelo y la sobresaltó, lo que la llevó
a preguntarse si la alimaña de ojos rojos la observaría esa noche
cuando ella apagara la vela.
Parpadeando para contener unas lágrimas de frustración, no
pudo menos que preguntarse por segunda vez ese día: ¿Dónde es-
tán los hombres cuando se los necesita?

A la mañana siguiente despertaron a Kate unos fuertes golpes en la


puerta. A lo mejor el que llama se marcha, pensó, y se dio la vuel-
ta en la cama para seguir durmiendo. Era un día gris y encapotado
y nevaba; lo vio por la pequeña ventana que había en lo alto de la
pared, bajo el alero, justo frente a su cama. La cama estaba caliente,
y abajo, en la librería vacía, la aguardaban un suelo frío y una chi-
menea apagada. Se tapó la cabeza con las mantas.
Continuó el persistente aporreo.
–Marchaos –gritó, pero bajó los pies al suelo gélido y se puso
la falda sobre el camisón. Otro cliente que necesitaba un libro «con
urgencia». Pero podía ser el único cliente en todo el día. Se reco-
gió la trenza en un moño, se lo sujetó y descendió por la escalera.
De pronto la asaltó la idea de que podía ser otra vez la mujer con
la niña. Al fin y al cabo, la había invitado a llevársela cuando qui-
siera–. Ya voy.
Pero cuando levantó el pestillo, su hermano John irrumpió en
la tienda y se apresuró a cerrar la puerta. Kate le echó los brazos al

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cuello, olvidándose de la mujer y la niña, y luego dio un paso atrás
para mirarlo. Tenía la nariz arrugada por el frío y el sombrero y la
capa salpicados de copos de nieve. Se lo veía muy pálido y cansado:
debía de haber viajado toda la noche. No era raro que hubiese
llamado a la puerta con tal impaciencia.
–¿Has dejado los libros fuera? –preguntó ella, buscando alre-
dedor una cartera o una pequeña caja de embalaje–. Se mojarán.
Deberíamos entrarlos. Inmediatamente. –Volvió a abrir la puerta.
Su hermano alargó el brazo por encima de su hombro y cerró de
un portazo.
–No hay libros –dijo él, golpeándose el sombrero contra la capa
para sacudir la nieve–. No he comprado ninguno.
–¡No has comprado! ¿Por qué demonios…? –De pronto su pen-
samiento se adelantó a sus palabras–. ¡Has perdido el dinero! ¡Por
todos los santos, te han robado! ¿Estás bien?
Él dejó escapar un suspiro de hastío.
–No he perdido el dinero, querida hermana. Compré libros, pero
de camino a casa descubrí que no es buen momento para entrar en In-
glaterra más sermones luteranos o Biblias inglesas. Por suerte, pude
recuperar parte del dinero gastado. Vendí lo que había comprado a
precio de saldo a un inglés que se iba a vivir al extranjero.
–Vaya, una excelente decisión comercial –comentó Kate entre
dientes–. Quizá deberíamos buscar una tienda más grande para ven-
der libros por debajo del coste.
Él no respondió a su sarcasmo con otra pulla ingeniosa, como
era su costumbre, sino que cogió el atizador y revolvió las cenizas,
avivando las brasas, y echó algo de yesca de una cesta colocada
junto a la chimenea. Ahora sus movimientos, por lo general parsi-
moniosos, eran precipitados, rayanos en el frenesí. Las llamas se ele-
varon, fundiendo los copos de nieve de su sombrero y su capa. Un
pequeño charco se formó en las tablas enceradas del suelo mientras
Kate se reconcomía en silencio por lo de los libros. Llevaba días es-
perándolos con ilusión y andaban muy escasos de existencias, sin
apenas más material que aquello que él había podido imprimir
en la trastienda, y eso no era gran cosa, dado que no conseguía la
licencia para vender los textos luteranos que eran su especialidad.
El fuego ardía ya con llama viva, disipando el frío de la mañana.

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–¿Has visto a Mary y al bebé? –preguntó ella, cambiando de
tema para no arruinar la vuelta a casa de su hermano con su lengua
afilada.
–No, he venido aquí directamente –respondió él.
Revolvía en las librerías y cogía panfletos. Kate reconoció el
sello de Amberes en algunos de ellos. Debían de ser textos de
Tyndale, los últimos que les quedaban.
–¿Qué buscas? John, de verdad, me alegro de que estés aquí,
pero antes deberías haber ido a casa a ver a tu mujer. –Incapaz de
contenerse, añadió en voz baja–: Y más teniendo en cuenta que has
vuelto con las manos vacías.
John cruzó la tienda a zancadas y examinó los panfletos antes
de acercarse a la chimenea y echarlos al fuego, primero uno, lue-
go otro.
–¡John! ¿Qué demonios…?
Las vivas llamas se elevaron aún más, devorando el papel y la
tinta que él había entrado en el país de contrabando corriendo un
gran riesgo. Estaba ya ante otra estantería, hurgando en su contenido,
descartando algunos textos, separando otros para entregarlos al vo-
raz resplandor. Cogió los dos últimos Nuevos Testamentos en inglés
de Tyndale y se inclinó hacia el fuego, protegiéndose la cara del
calor.
Ella hizo ademán de quitárselos, pero ya era tarde.
–¡John! ¿Es que te has vuelto loco? ¡Lo que estás quemando es
la Palabra de Dios! Y son nuestras últimas existencias.
–Tengo que hacerlo, Kate. Han arrestado a Thomas Garrett –ex-
plicó él.
Kate, con la mano extendida, se detuvo a medio camino. Thomas
Garrett era un librero que suministraba a los estudiosos de Oxford
y uno de los principales proveedores de la librería. Aquellos carga-
mentos de contrabando a los que John no tenía acceso directo se los
compraba a Garrett. El calor del fuego absorbía el aire de la libre-
ría, pero Kate encontró aliento suficiente para preguntar:
–¿Qué le harán? ¿Lo tiene el cardenal Wolsey? ¿O eran solda-
dos del rey?
–Lo mismo da. Enrique VIII, Defensor de la Fe –dijo John con
amargura–, hará lo que diga el cardenal. Por suerte, Garrett tuvo la

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inteligencia de escapar. Pero han arrestado a otros. Torturaron a un
párroco de Honey Lane junto con su criado.
Se interrumpió y la miró con severidad, clavando sus ojos en los
de ella; de pronto eran niños otra vez, y él, siempre el más cauto, la
prevenía de los peligros.
–Kate, Garrett me ha enviado un mensaje. Es posible que me ha-
yan delatado.
Hablaba con voz serena, pero ella vio el miedo en sus ojos y
de repente sus movimientos nerviosos y precipitados cobraron
sentido.
–Pero incluso si eso es verdad y has sido delatado… no corres
verdadero peligro, ¿verdad? La Iglesia nunca ha perseguido a los li-
breros en serio. Sería una obstrucción al comercio. Sea el títere del
papa o no, el rey nunca lo permitiría.
Pero mientras pronunciaba atropelladamente estas palabras, re-
cordaba las nuevas leyes contra la publicación de obras sin licencia
y, en particular, la difusión de textos luteranos. Ellos habían consi-
derado los edictos poco más que un gesto de conciliación con el
clero, ya que parecían guardar más relación con el comercio que con
la herejía.
–¿No estás pecando de exceso de cautela? No puede decirse que
seas un predicador luterano ni nada por el estilo. Nuestros clientes
acuden a nosotros en busca de los libros. Seguramente saldrías del
paso con una multa o la amenaza de cerrarnos la tienda. Si eso ocu-
rriera, me parecería bien quemar los libros.
–Kate, ¿qué es Thomas Garrett sino librero? Por eso estaba en
Oxford. Y encontraba un mercado propicio. Están interrogando a va-
rios de los estudiantes –dijo, echando otro evangelio al fuego.
Kate retrocedió, alejándose del calor abrasador.
–¡Eso era el Evangelio según san Lucas! Lo imprimiste tú
mismo. –De pronto revivió una imagen de él inclinado sobre la
prensa, trabajando por la noche clandestinamente contraviniendo
y las normas del gremio que prohibían imprimir después de oscu-
recer. Cogió lo que quedaba y lo estrechó entre sus brazos mien-
tras hablaba–. ¿Por qué no los escondemos hasta que esta situación
pase, y ya está?

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–Esta vez no va a pasar. No se detendrán hasta que apliquen
castigos ejemplares a algunos de nosotros… hasta que enciendan
ellos mismos unas cuantas hogueras. –Hablaba con voz firme, re-
suelta. Tendió las manos en ademán de coger los libros que ella
sostenía.
Kate pensó en los traductores en su exilio autoimpuesto en
Europa y en los contrabandistas que se habían arriesgado tanto para
trasladar esos libros a Inglaterra. Pensó en el gasto que habían re-
presentado para ellos esos libros.
–¿Vas a rendirte, pues? John, no está bien quemar los libros. Es
un sacrilegio y un insulto para quienes tanto han padecido por esta
causa. El cardenal Wolsey y su gente queman libros. Nosotros no
quemamos libros. –Advirtió que su voz era cada vez más estridente.
John le contestó con comedimiento.
–Quemar los libros es precisamente lo que hizo Humphrey
Monmouth hace dos años cuando la redada en el Steelyard y lo lle-
varon a prisión. Al registrar su casa, no encontraron pruebas. Lo
dejaron en libertad. Yo tengo que pensar en Mary y el niño. Y en ti
–dijo en tono ecuánime, sin ira en la voz, mientras se movía apre-
suradamente y la vena que surcaba el centro de su frente sobresa-
lía como un cordón azul–. Si tienes razón, si Wolsey y Cuthbert
Tunstall encuentran algo más que perseguir y se olvidan de noso-
tros, podremos imprimir más.
¿Y qué venderemos entretanto? ¿Cómo nos ganaremos la vida
sin existencias? Pero Kate calló. Era a su hermano a quien perse-
guirían, no a ella, así que, supuso, la decisión debía tomarla él.
John dejó escapar una risa amarga.
–Muchos de los libros que quemó el obispo Tunstall ante la Cruz
de San Pablo los había comprado él y pagado con fondos de la Igle-
sia para mayor espectáculo. Tyndale empleó ese dinero para finan-
ciar otra edición mejor, una con glosas incluso más severas contra el
papado. –Alargó el brazo hacia el estante donde se hallaba la Biblia
de Wycliffe, la Biblia que había pertenecido a su bisabuela.
Kate le agarró la muñeca con fuerza para impedírselo. Esta vez
fue ella quien habló con firmeza.
–Esa no, John. Esa no la quemarás. Es insustituible.
Por una vez, él cedió. Arrugando el ceño, se la entregó.

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–Llévatela de aquí, pues. Cuando registren esto, no conviene
que encuentren ningún libro de contrabando… ninguno, Kate, ¿lo
entiendes?
Cuando ella cogió la pesada Biblia, desempolvó la cubierta con
la mano, descubriendo el borde áspero allí donde las ratas habían
roído la piel de la encuadernación. Para las alimañas no había nada
sagrado.
–Ya no queda nada más, estoy seguro –dijo John, mirando alre-
dedor.
–¿Y el cargamento de Bristol? –preguntó Kate.
John se encogió de hombros.
–No iré a recogerlo, claro está. Es demasiado arriesgado. Siendo
ya sospechoso, si me sorprendieran…
Todas esas biblias tiradas al mar, pensó ella, todo ese trabajo
malgastado, todas esas palabras pagadas con tan buen dinero con-
vertidas en alimento para los peces.
El fuego ya se apagaba. Kate dejó la Biblia y cogió la escoba
para barrer unos cuantos cristales rotos que la noche anterior, a la luz
del candil, había pasado por alto.
–¿Qué se te ha roto? –preguntó él preparándose para salir.
–Era un tarro con cebo para atrapar una rata –respondió ella.
Él se quedó ante la puerta con la mano en el pestillo. Una parca
sonrisa asomó a las comisuras de sus labios por primera vez desde
su llegada.
–¿Se escapó la rata?
–Condenada alimaña.
–Juras demasiado. Nunca encontrarás marido.
–Entonces hilaré al calor de tu hogar hasta que me convierta en
una vieja bruja.
Era una antigua broma entre ellos. Pero últimamente a ella ya no
le hacía tanta gracia.
–Uf –gruñó él, como siempre. La sonrisa permaneció en su ros-
tro, como siempre.
–Dale recuerdos a Mary y un beso al pequeño Pipkin –dijo ella.
Los dos se sobresaltaron al oír los golpes de un objeto contun-
dente contra la puerta.
–¡Abrid en nombre del rey!

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A una mirada y un gesto de John, Kate cogió la vieja Biblia de
Wycliffe y huyó a su alcoba por la escalera de atrás de la librería.
Oyó un grito, y luego voces amortiguadas. Reconoció los tonos
bien modulados de John. Serenándose, bajó la escalera y entró en
la tienda justo a tiempo de ver al sereno y dos soldados llevarse a
su hermano.

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