GOODY, Jack - Introducción, El Robo de La Historia

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Título original
The Theft o f History
© Jack Goody, 2006
Publicado originalmente por Cambridge University Press, 2006
© Ediciones Akal, S. A., 2011
para lengua española
Sector Foresta, 1
28760 Tres Cantos
Madrid - España
Tel.: 918 061 996
Fax: 918 044 028
www.akal.com
ISBN: 978-84-460-2758-4
Depósito legal: M-9.296-2011
Impreso en Lavel, S.A.
Humanes (Madrid)
INTRODUCCIÓN

El título «robo de la historia» alude a la apropiación de la historia por


parte de Occidente. Es decir, el pasado se conceptualiza y presenta según
lo que ocurrió a escala provincial en Europa, casi siempre en la Europa
occidental, y que l»ego se impuso al resto del mundo. El continente euro­
peo presume de haber inventado una serie de instituciones portadoras de
valores como la «democracia», el «capitalismo» mercantil, la libertad y
el individualismo. Sin embargo, estas instituciones existen también en
otras muchas sociedades humanas. Entiendo que lo mismo ocurre con
ciertas emocionSS como el amor (o el amor romántico), cuyo origen se ha
situado casi siempre en Europa en el siglo xn y que se han vinculado de
modo intrínseco a la modernización de Occidente (la familia urbana, por
ejemplo).
Esto resulta evidente en el relato que nos ofrece el distinguido histo­
riador Trevor-Roper en su libro The rise ofChristian Europe. Trevor-Ro-
per subraya los destacados progresos de Europa desde el Renacimiento
(aunque algunos historiadores comparativos no reconocen dicha superio­
ridad hasta el siglo xix). Y considera que tales progresos fueron obra ex­
clusiva del continente europeo. La superioridad podría ser temporal, pero
Trevor-Roper afirma:
Los nuevos gobernantes del mundo, sean quienes sean, heredarán una
situación construida por Europa y sólo por Europa. Son las técnicas euro­
peas, los ejemplos europeos, las ideas europeas las que han arrancado al
mundo no europeo de su pasado: de la barbarie en Africa; de una civiliza­
ción mucho más antigua, lenta y majestuosa en Asia; y la historia del
mundo, durante los últimos cinco siglos, ha sido historia europea en todos

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los aspectos realmente significativos. No creo que tengamos que discul­
pamos porque nuestro estudio de la historia sea eurocéntrico1.
Trevor-Roper define así el trabajo del historiador: «Para comprobarla
[su filosofía] todo historiador debe empezar por viajar al extranjero, inclu­
so a países hostiles». Opino que Trevor-Roper no ha viajado fuera de
Europa, ni conceptual ni empíricamente. Más aún, aunque admite que los
progresos concretos comenzaron en el Renacimiento, adopta un enfoque
esencialista que atribuye dichos progresos a que la cristiandad tenía «en sí
misma las fuentes de una nueva y enorme vitalidad»2. Algunos historiado­
res tal vez consideren a Trevor-Roper un caso extremo, pero como preten­
do demostrar, hay otras muchas versiones sutiles de tendencias similares
que atañen a la historia de ambos continentes y del mundo.
Tras varios años viviendo entre «tribus» africanas y en un reino de
Ghana, comencé a cuestionar una serie de pretensiones de los europeos en
las que se arrogaban el «invento» de formas de gobierno (como la demo­
cracia), de formas de parentesco (como la familia nuclear), de formas de
intercambio (como el mercado), y de formas de justicia, que al menos en
fase embrionaria se encontraban ampliamente representadas en muchos
otros lugares. Estas pretensiones se plasman en la historia, tanto en la
disciplina académica como en el discurso popular. Evidentemente, se han
producido grandes logros en Europa en los últimos tiempos y debemos
tenerlos en cuenta. Pero por lo general deben mucho a otras culturas ur­
banas, como la de China. Por otro lado, la divergencia entre Occidente y
Oriente, tanto económica como intelectual, es relativamente reciente y
quizá sea transitoria. Sin embargo, muchos historiadores europeos han
considerado que la trayectoria del continente asiático, y por extensión la
del resto del mundo, viene determinada por un proceso de desarrollo muy
distinto (caracterizado por el «despotismo asiático» para las tendencias
extremas) que se opone a mi comprensión de otras culturas y de la ar­
queología primitiva (antes y después de la escritura). Uno de los objetivos
de este libro es afrontar estas evidentes contradicciones reexaminando la
forma en que los historiadores europeos han interpretado los cambios bá­
sicos de la sociedad desde la Edad del Bronce, aproximadamente en el
año 3000 a.C. Con esta idea volví a leer y a repasar, entre otras, las obras
de historiadores a quienes tributo gran admiración: Braudel, Anderson,
Laslett y Finley.
El resultado es fundamental para entender la forma en que estos escri­
tores, incluyendo a Marx y Weber, han abordado la historia del mundo.
Por tanto, he procurado introducir una perspectiva más amplia y compa­
rativa en debates como el de las características comunales e individuales
1 H. R. Trevor-Roper, 1965, p. 11.
2 Ibid., p.21.

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de la vida humana, las actividades mercantiles y no mercantiles, la demo­
cracia y la «tiranía». Se trata de aspectos en los que los investigadores
occidentales han definido el problema de la historia cultural dentro un
marco limitado. Sin embargo, cuando abordamos la Antigüedad y el de­
sarrollo inicial de Occidente, una cosa es despreciar las sociedades primi­
tivas («¿a pequeña escala?») en las que se especializan los antropólogos.
Pero el desprecio de las grandes civilizaciones de Asia o, alternativamen­
te, su catalogación como «Estados asiáticos», es un asunto mucho más
grave que exige un replanteamiento no sólo de la historia de Asia, sino
también de la de Europa. Según el historiador Trevor-Roper, Ibn Jaldún
consideró la civilización de Oriente mucho más asentada que la de Occi­
dente. Los orientales tenían «una civilización sólida, con raíces tan pro­
fundas, que podría sobrevivir a sucesivas conquistas»3. Casi ningún histo­
riador europeo comparte esta idea.
Mi argumento es producto de una reacción de antropólogo (o de soció­
logo comparativo) frente a la «historia moderna». Me encontré un proble­
ma general al leer las obras de Gordon Childe y de otros prehistoriadores
que describían el desarrollo de las civilizaciones de la Edad del Bronce en
Asia y Europa como algo que seguía líneas hasta cierto punto paralelas.
Entonces, ¿cómo es que muchos historiadores europeos observan un de­
sarrollo totalmente distinto en los dos continentes a partir de la «Antigüe­
dad» el cual desemboca en la «invención» del «capitalismo» por los occi­
dentales? El único debate sobre esta divergencia inicial se reducía al
desarrollo de la agricultura de regadío en zonas de Oriente, oponiéndola
con los sistemas accidentales de secano4. El argumento pasaba por alto las
numerosas similitudes derivadas de la Edad del Bronce en la agricultura
con arado, la tracción animal, los oficios urbanos y otras particularidades,
entre las que hay que incluir el desarrollo de la escritura y los sistemas de
conocimiento propiciados por ella, así como otros muchos usos del alfa­
betismo que he analizado en La lógica de la escritura y la organización
de la sociedad (1986).
Me parece un error considerar la situación únicamente en términos de
ciertas diferencias un tanto limitadas en los modos de producción cuando
existen tantas similitudes, no sólo en la economía, sino también en las
formas de comunicación y en las formas de destrucción, como por ejem­
plo el uso de la pólvora. Todas estas similitudes, incluyendo desde un
punto de vista más general las de la estructura familiar y las culturales, se
pasaron por alto para subrayar, en cambio, la hipótesis «oriental» que re­
salta las diferentes trayectorias históricas entre Oriente y Occidente.
Las numerosas similitudes entre Europa y Asia en los modos de pro­
ducción, comunicación y destrucción se aprecian mejor cuando se com­
5 Ibid., p.27.
4 K. Wittfogel, 1957.
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paran con África, pero tienden a ignorarse si la noción de tercer mundo se
aplica de forma indiscriminada. Algunos autores, en particular, omiten el
hecho de que África dependió durante mucho tiempo de la agricultura de
la azada, sin conocer la agricultura del arado ni la irrigación compleja.
Nunca experimentó la revolución urbana de la Edad del Bronce. Sin em­
bargo, el continente no estaba tan aislado; los reinos de los asante y del
Sudán occidental producían oro que, junto con esclavos, se transportaba a
través del Sahara hasta el Mediterráneo. Las ciudades andaluzas e italia­
nas contribuyeron al intercambio de mercancías orientales, puesto que
Europa necesitaba lingotes de oro5. A cambio, Italia enviaba cuentas de
cristal veneciano, sedas y algodones indios. Un activo mercado establecía
tenues relaciones entre las economías de la azada y el incipiente «capita­
lismo» mercantil y la agricultura de secano del sur de Europa, por un lado,
y las economías urbanas y manufactureras y la agricultura de regadío de
Oriente, por el otro.
Aparte de estos vínculos entre Europa y Asia y de las diferencias entre
el modelo euroasiático y el africano, me llamaron la atención ciertas simi­
litudes en los sistemas de familia y parentesco de las principales socieda­
des de Europa y Asia. En contraste con el «precio de la novia» (o mejor la
«donación nupcial») de África, donde el clan del novio daba bienes o
servicios al clan de la novia, en Asia y Europa encontramos la asignación
de propiedades paternas a las hijas, bien fuese por herencia a la muerte del
padre o por dote antes del matrimonio. Esta similitud en Eurasia forma
parte de un paralelismo más extenso entre instituciones y actitudes que
caracteriza los esfuerzos de los colegas especializados en historia de la
familia y de la demografía, quienes continúan tratando de explicar en de­
talle las particularidades del modelo matrimonial «europeo» que se en­
cuentra en Inglaterra desde el siglo xvi y asocian esa diferencia, casi
siempre implícitamente, con el desarrollo del «capitalismo» en Occiden­
te. La asociación me parece cuestionable y la insistencia en las diferencias
entre Occidente y los demás resulta etnocéntrica6. Sostengo que, aunque
la mayoría de los historiadores procuran evitar el etnocentrismo (en cuan­
to teleología), casi nunca lo logran debido a su escaso conocimiento de lo
demás (incluidos sus propios orígenes). Esa limitación los lleva muchas
veces a hacer afirmaciones insostenibles, implícita e explícitamente, so­
bre la singularidad de Occidente.
Cuanto más estudio las otras facetas de la cultura de Eurasia y mejor
conozco partes de la India, China y Japón, más me ratifico en que la so­
ciología y la historia de los grandes Estados o «civilizaciones» de Eurasia
deben considerarse como variaciones mutuas. Eso es precisamente lo que
impide considerar las ideas sobre el despotismo y el excepcionalismo
5 E. W. Bovill, 1933.
6 J.Goody, 1976.

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asiático y sobre las distintas formas de racionalidad y de «cultura» desde
una perspectiva más general. Frena la investigación «racional» y la com­
paración al recurrir a distinciones categóricas: Europa tuvo unas cosas
(Antigüedad, feudalismo, capitalismo), y ellos (todos los demás) no. Na­
turalmente, existen diferencias. Pero hace falta una comparación más cau­
telosa, no un tosco contraste entre Oriente y Occidente que siempre se
resuelve a favor de este último7.
Hay unos cuantos detalles analíticos que deseo apuntar desde el prin­
cipio, puesto que su postergación me parece en parte responsable de nues­
tras quejas actuales. En primer lugar, existe una tendencia natural a orga­
nizar la experiencia asumiendo la centralidad de quien la experimenta:
sea un individuo, un grupo o una comunidad. Una de las formas que pue­
de adoptar esta actitud es lo que denominamos etnocentrismo que, por
otro lado, también fue característico de los griegos y los romanos, así
como de otras comunidades. Todas las sociedades humanas manifiestan
cierto grado de etnocentrismo que, en parte, es una condición de la iden­
tidad personal y social de sus miembros. El etnocentrismo, del que son
variedades el eurocentrismo y el orientalismo, no sólo es un mal europeo:
los navajos del sudoeste de Estados Unidos, que se definen como «el pue­
blo», también lo practican. Lo mismo que los judíos, los árabes y los
chinos. Por eso, sitien valoro su diferente intensidad, me resisto a aceptar
afirmaciones que sitúan esos prejuicios en la década de 1840, como hace
Bemal8con la Grecia antigua, o en los siglos x v ii y xvm, como en el caso
de Hobson9con Europa, puesto que ambos sesgan la historia y convierten
en excepción algo mucho más general. Los antiguos griegos no le tenían
mucho cariño a «Asia», y los romanos discriminaron a los judíos10. Las
razones varían. Los judíos fundamentaron las suyas en motivos religio­
sos, los romanos priorizaron la proximidad a la capital y a la civilización,
los europeos contemporáneos las fundamentan en el éxito del siglo xix. Y
así, existiría un oculto riesgo etnocéntrico en considerar eurocéntrico el
etnocentrismo, una trampa en la que han caído a menudo el poscolonialis­
mo y el posmodemismo. Pero si Europa no inventó el amor, la democra­
cia, la libertad y el capitalismo mercantil, como yo sostengo, tampoco
inventó el etnocentrismo.
Sin embargo, el problema de eurocentrismo exagerado por la particu­
lar visión del mundo en la Antigüedad europea, visión fortalecida por la
autoridad producto del sistema ampliamente utilizado de escritura alfabé­
tica griega, caló en el discurso historiográfico europeo, proporcionando
una capa supuestamente científica a una variante del fenómeno común.
7 M .I. Finley, 1981.
8 M. Bemal, 1987.
5 J. M. Hobson, 2004.
10 M. Goodman, 2004, p. 27.

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La primera parte del libro se concentra en un análisis de estas afirmacio­
nes con respecto a la secuenciación y cronología de la historia.
En segundo lugar, es importante entender cómo surgió la idea de una
divergencia radical entre Europa y Asia (cosa que analizaré principalmen­
te en el caso de la Antigüedad)11. El eurocentrismo inicial se vio agravado
por acontecimientos posteriores en ese continente, y por el dominio mun­
dial en varios aspectos que se consideraban primordiales. Empezando en
el siglo xvi, Europa adquirió una posición dominante en el mundo en
parte gracias al Renacimiento, a través de los progresos en las armas y las
velas12que permitieron explorar y descubrir nuevos territorios y desarro­
llar su empresa mercantil, del mismo modo que la invención de la impren­
ta facilitó la divulgación del conocimiento13. A finales del siglo xvill,
con la Revolución industrial, alcanzó realmente el dominio económico a
escala mundial. Cuando existe un contexto de dominio, el etnocentrismo
adopta un aspecto más agresivo. Las «otras razas» se convierten automá­
ticamente en «razas inferiores», y en Europa una sofisticada erudición (a
veces de tono racista, aunque en muchos casos se consideró que la supe­
rioridad no era natural, sino más bien cultural) elaboró razones para fun­
damentar tal idea. Algunos creían que Dios, el Dios cristiano o la religión
protestante, lo había querido. Y muchos lo siguen creyendo. Como han
señalado algunos autores, hay que explicar este dominio. Pero las expli­
caciones basadas en factores primordiales de antigua raigambre, raciales
o culturales, resultan poco satisfactorias, no sólo desde el punto de vista
teórico, sino también desde el empírico, puesto que la divergencia fue
tardía. Y debemos procurar no interpretar la historia desde una perspecti­
va teleológica, o sea, interpretando el pasado con los ojos del presente,
retrotrayendo el progreso contemporáneo a épocas anteriores, casi siem­
pre en términos más «espirituales» de lo recomendable.
La rotunda linealidad de los modelos teleológicos, que agrupa todo lo
no europeo en la categoría de lo carente de Antigüedad y empuja a la
historia europea hacia una narración de cambios dudosamente progresis­
tas, ha de ser sustituida por una historiografía que adopte un enfoque más
flexible en la periodización, que no asuma la superioridad unilateral de
Europa en el mundo premodemo, y que relacione la historia europea con
la cultura compartida de la revolución urbana y de la Edad del Bronce.
Debemos considerar los sucesos históricos posteriores de Eurasia como
un conjunto dinámico de rasgos y relaciones en interacción continua y
múltiple, asociados sobre todo con la actividad mercantil («capitalista»)
11 Este punto alude a la discusión de Ernest Gellner con Edward Said sobre el orientalismo
en E. Gellner, 1994.
12 C. Cipolla, 1965.
13 Esta superioridad fue cuestionada por Hobson en la obra citada, pero tenemos que explicar
el éxito de la «expansión de Europa» no sólo en las Américas, sino sobre todo en Oriente, donde se
enfrentó a los progresos indios y chinos en la zona. Véase también E. L. Eisenstein, 1979.

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que intercambiaba ideas, además de productos. De esa forma ubicaremos
el progreso de la sociedad en un marco más amplio, interactivo y evolu­
cionista en un sentido social y no tanto en términos de una secuenciación
ideológicamente condicionada de hechos exclusivamente europeos.
En tercer lugar, en la historia del mundo han predominado categorías
como el «feudalismo» y el «capitalismo», propuestas por historiadores
tanto profesionales como aficionados pensando en Europa. Es decir, se ha
elaborado una periodización «progresiva» para consumo interno que se
opone a la trayectoria particular de Europa14. Por tanto, no hay inconve­
niente en demostrar que el feudalismo es esencialmente europeo, aunque
algunos investigadores como Coulboum han ensayado un enfoque com­
parativo, partiendo siempre de una base europea y no perdiéndola de vis­
ta. Una comparación no debería hacerse así sociológicamente. Como he
señalado, se debe empezar con elementos como la ocupación subordinada
de la tierra y construir una tabla con diferentes tipos de características.
Finley ha demostrado que era más interesante examinar diferencias en
situaciones históricas por medio de una tabla elaborada para la esclavitud,
en la que define la relación entre una serie de condiciones subordinadas,
entre ellas la servidumbre, el arrendamiento y el empleo, en vez de utili­
zar una distinción categórica entre esclavos y hombres libres, por ejem­
plo, ya que existen numerosas gradaciones15. Surge una dificultad similar
con la ocupación de la tierra, casi siempre toscamente clasificada como
«de propiedad individual» o «de titularidad comunal». El concepto de
Maine de una «jerarquía de derechos» coexistente al mismo tiempo y
distribuida en diferentes niveles en la sociedad (un tipo de tabla) nos per­
mite evitar comparaciones tan equívocas. Nos permite, asimismo, exami­
nar las situaciones humanas de forma más sutil y dinámica. De ese modo
se pueden analizar las similitudes y diferencias entre Europa occidental y
Turquía, por ejemplo, sin caer prematuramente en afirmaciones radicales
y erróneas como: «En Europa existió feudalismo, en Turquía no». Como
han demostrado Mundy y otros, en muchos aspectos Turquía tuvo algo
parecido al modelo europeo16. Con una tabla podemos plantearnos si exis­
tían suficientes diferencias para producir las consecuencias apuntadas por
muchos en el futuro desarrollo del mundo. Ya no tratamos con conceptos
monolíticos, formulados desde un punto de vista no comparativo y no
sociológico17.
14 K. Marx y F. Engels, 1969, p. 504.
15 Véase W. R. Bion, 1970, portada y p. 3. También id., 1963, donde la noción de tabla se
utiliza para entender los fenómenos psicológicos.
16 M. W. Mundy, 2004.
17 He explicado esta forma de comparación sociológica, pero muy pocos sociólogos han
conseguido desarrollar otra que abarque las instituciones humanas a escala mundial. Tampoco
los antropólogos, aunque a mi modo de ver coincide con la obra de A. R. Radcliffe-Brown. Am­
bos profesionales se limitan a dudosas comparaciones entre Oriente y Occidente. Tal vez la es­
cuela durkheimiana del Année sociologique se aproxime más a un programa satisfactorio.

13
La situación de la historia global ha cambiado mucho desde que abordé
el tema por vez primera. Una serie de autores, sobre todo el geógrafo Blaut,
han destacado las distorsiones provocadas por los historiadores eurocéntri-
cos18. El economista Gunder Frank cambió radicalmente su postura sobre el
«progreso» y nos ha invitado al Re-Oriente, a reconsiderar Oriente19. El si­
nólogo Pomeranz realizó un resumen erudito de lo que denominó la gran
divergencia20entre Europa y Asia, que según él se produjo a principios del
siglo xix, antes de que se comparasen áreas esenciales. El especialista en
Ciencia Política Hobson ha escrito recientemente un completo trabajo so­
bre lo que denomina los orígenes orientales de la civilización de Occidente,
en el que intenta demostrar la primacía de las contribuciones orientales21.
También contamos con el fascinante debate de Femández-Armesto sobre
los principales Estados de Eurasia, considerados como iguales, en el último
milenio22. Aparte de ellos, un creciente número de estudiosos del Renaci­
miento, como la historiadora de la arquitectura Deborah Howard y el histo­
riador de la literatura Jerry Brotton, han destacado el significativo papel
de Oriente Próximo en el estímulo de Europa23, mientras que una serie de
historiadores de la ciencia y la tecnología se han fijado en las amplísimas
aportaciones orientales a los progresos posteriores de Occidente24.
Mi objetivo es demostrar que Europa no sólo despreció o minimizó
la historia del resto del mundo y, en consecuencia, malinterpretó su pro­
pia historia, sino que impuso conceptos y periodos históricos que han
deteriorado nuestra comprensión de Asia de forma significativa tanto para
el futuro como para el pasado. No pretendo reescribir la historia del terri­
torio euroasiático, sino corregir nuestro modo de ver su evolución desde
la llamada época clásica y al mismo tiempo vincular Eurasia al resto del
mundo para demostrar lo fructífero que sería cambiar el debate sobre la
historia del mundo en general. He limitado mi análisis al mundo antiguo
y a África. Otros, en especial Adams25, han comparado la urbanización en
el mundo antiguo y el moderno, por ejemplo. Este tipo de comparaciones
suscita otros temas, como el comercio y la comunicación en el proceso de
«civilización», pero es evidente que requiere mayor atención la evolución
social interna que la mercantil u otro tipo de difusión, con importantes
consecuencias en cualquier teoría del progreso.
Mi pretensión esencial es similar a la de Peter Burke con su obra sobre
el Renacimiento, salvo que yo empiezo en la Antigüedad. Burke dice:
1S J. M. Blaut, 1993 y 2000.
19 A. G. Frank, 1998.
20 K. Pomeranz, 2000.
21 J. M. Hobson, 2004.
22 F. Femández-Armesto, 1995.
23 D. Howard, 2000. J. Brotton, 2002.
24 Véanse detalles en J. Goody, 2003.
25 R. M. Adams, 1966.

14
«Quiero reexaminar la corriente narrativa preponderante sobre el ascenso
de la civilización occidental», que describe como «un relato triunfante de
los logros occidentales a partir de los griegos, en el que el Renacimiento
constituye un eslabón de la cadena que incluye la Reforma, la revolución
científica, la Ilustración, la Revolución industrial, etc.»26. En su revisión de
las investigaciones recientes sobre el Renacimiento, Burke pretende «con­
siderar la cultura de Europa occidental como una de tantas, que coexistió
y se relacionó con sus vecinas, especialmente con Bizancio y el islam, los
cuales tuvieron sus propios “renacimientos” a partir de la Antigüedad grie­
ga y romana».
El libro se divide en tres partes. La primera examina la validez de la
concepción europea de una especie de equivalente al isnab árabe, una
genealogía sociocultural que nace en la Antigüedad y evoluciona hasta el
capitalismo a través del feudalismo, marginando a Asia como «excepcio­
nal», «despótica» o atrasada. La segunda parte estudia a tres grandes in­
vestigadores, todos muy influyentes, que intentan considerar Europa en
relación con el mundo, pero que privilegian la línea de progreso europea,
supuestamente superior; por ejemplo, Needham, que demostró la extraor­
dinaria calidad de la ciencia china, el sociólogo Elias, que profundizó en
el origen del «proceso civilizador» del Renacimiento europeo, y el gran
historiador de Mediterráneo, Braudel, que estudió los orígenes del capita­
lismo. Mi idea es demostrar que incluso los historiadores más distingui­
dos, que manifiestan un innegable horror ante la historia teleológica o
eurocéntrica, caen en dicha trampa. La parte final del libro analiza la pre­
tensión de muchos europeos, tanto eruditos como profanos, de erigirse en
guardianes de una serie de valiosas instituciones, por ejemplo una versión
especial de la ciudad, la universidad y la propia democracia, de valores
como el individualismo, y de ciertas emociones como el amor (o el amor
romántico).
A menudo, se oyen quejas que tildan de estridentes los análisis de los
críticos del paradigma eurocéntrico. He procurado evitar ese tono y con­
centrarme en el tratamiento objetivo que surge de mis estudios previos.
Pero las voces del otro lado son tan dominantes, están tan seguras de sí,
que tal vez pueda perdonársenos que alcemos la nuestra.

26 P. Burke, 1998, p. 3.
15

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